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Discursos del arte moderno y contemporáneo sbalt Curso 2010/2011 TEMA 1. HISTORIADORES Y TESTIGOS: LA HISTORIA Y LAS HISTORIAS 1. Pintura y Revoluci

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TEMA 1. HISTORIADORES Y TESTIGOS: LA HISTORIA Y LAS HISTORIAS 1. Pintura y Revolución: el pintor jacobino Los años centrales del siglo XVIII supusieron un importante cambio en el mundo del pensamiento. La Ilustración estimula la investigación científica, el progreso industrial, la instrucción y el bienestar público al estar centrada en conseguir una mejora del ser humano. Los cambios sociales, consecuencia de esta filosofía, impusieron el contraste moral entre la virtud romana y los usos de una corona y una aristocracia francesa que, aunque habían patrocinado la vuelta al gusto clásico, mantenían sus placeres más excesivos propios del rococó. Algunos aristócratas de la talla de Madame Pompadour, el Marques de Marigny o Madame Du Barry, buscaron en la fuente clásica un modo de renovarse, pero sus persistentes intrigas y luchas por el poder les hicieron poco convincentes a los ojos de un público cada vez más poderoso y descontento. Su mundo caerá bajo la guillotina y en el gobierno centralizado que intentaría crear la Revolución Francesa, David dedicará su pintura a promocionar y exaltar el poder del Estado revolucionario. Para comprender todo el rigor ideológico del Neoclasicismo en la Francia revolucionaria que tiene su apogeo en David y su más brillante epígono en Ingres, es necesario admitir la confianza que los pensadores tenían en el ser humano. Las exigencias a la pintura eran básicamente sencillez y una apuesta en escena clara y comprensible. Prevalece el dibujo, la línea, por encima del color, el carácter más intelectual de la pintura por encima del sensual. Pretenden crear un nuevo lenguaje clásico cuyo modelo será la historia de la pintura centrada en los maestros antiguos. David es uno de los primeros pintores que dominando todas las técnicas y formas anteriores es consciente que debe avanzar por un camino diferente. David lo verá todo y todo se le hará visible. Sin embargo irá velando la Revolución para construir un mito ideológico. Porque David es un historiador perverso. El juramente de los Horacios será su primera gran obra, perfectamente lograda tanto en la forma como en la iconografía porque sabe escoger el instante en que mejor se ven las virtudes romanas y exalta así un mundo heroico de pasiones simples y verdades rotundas. La historia es bastante sencilla y plantea un claro conflicto entre el amor de la familia y el deber patriótico, cuando los hermanos Horacios salen a pelear con los Curiaceos en representación de su pueblo, a pesa r de estar emparentados por matrimonio con ellos. En ninguno de los relatos aparece el momento del juramento, pero Rousseau en El Contrato Social, alude claramente a los juramentos militares romanos. La esencia del texto de Rousseau es la entrega de la libertad natural a favor de una condición libremente negociada beneficiosa para el conjunto de la sociedad. De esta manera, el interés público tiene prioridad sobre la conveniencia particular y el privilegio tradicional. Desde este punto de vista el cuadro de David evoca ideas similares a las del filósofo y proporciona la base para su obra siguiente. En este lienzo de colores suaves aplicados de forma plana, los tres Horacios ordenados de perfil, dan un paso hacia delante jurando ante las tres espadas que su padre les tiende. En contraste con este varonil grupo, las dos mujeres, débiles y emocionadas, quedan arrinconadas en un extremo como contrapunto elegantemente estilizado. Y todo en un gran espacio cerrado y construido de manera compleja. David organiza el espacio dentro del cuadro de dos formas muy diferentes. David ha querido activar conscientemente dos antiguas convenciones de representación uniendo la perspectiva renacentista con el bajorrelieve histórico romano. La obra provoca una soterrada angustia porque esconde la convicción de que solo la violenta traerá la solución. La violencia esta suprimida de la superficie pintada, como si existiera una determinación por guardar la calma. Con El juramento de los Horacios había nacido lo que con el tiempo se vería como la versión revolucionario o jacobina de la estética neoclásica. Se plantea claramente que la felicidad del tiempo presente está en correlación con la recuperación de las formas 1

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propias de la grandeza antigua, de la vieja Roma. Y esta idea de retornar al presente el pasado de la historia concebido como un valor moral, guió toda la actividad revolucionaria de David cuando, a partir de 1793, será el organizador de las fiestas y ceremonias revolucionarias. Comprometido, entre protagonista e historiador pintará Marat, un lienzo con el que David pretende legar un testimonio al futuro. Jean-Paul Marat, médico, periodista y diputado jacobino en la Convención Nacional al lado de Robespierre, Danton y David fue asesinado en su pequeña bañera redonda, donde le gustaba trabajar. En el momento del atentado, Marat estaba escribiendo apoyado sobre una plancha, vestido con una bata y con un turbante blanco en la cabeza. Al día siguiente se el encargó el cuadro a David. El político aparece representado, según el titulo original del cuadro, en su último suspiro, justo en su límite existencial. El cuadro, en principio, no muestra nada más que este cadáver solitario a partir de cuyos detalles debe ser minuciosamente reconstruida la escena anterior, que no vemos, del mismo hecho de la muerte. David no esta mostrando el asesinato y ha rodeado a Marat con un número determinado de detalles de su mundo intimo (la manta verde, la sabana blanca o la caja de madera), a los que ha añadido otros nuevos (el cuchillo y la carta de la asesina) con la única finalidad de subrayar la austeridad y grandeza de la victima. En el cuadro hay algunos cambios importantes con respecto a lo que sucedió en la realidad (Marat está desnudo, los rasgos de su cara muestran a un hombre bastante más joven, expira dulcemente esbozando una leve sonrisa sin pedir ayuda, la bañera redonda es ahora rectangular, la tabla que utilizaba para escribir durante su baño está cubierta por una manta verde, sobre la caja de madera hay dinero y una carta, Marat tiene en su mano la carta firmada por su asesina, carta que nunca se utilizó y los elementos de la habitación han sido sustituidos por un segundo plano neutro). Algunos de estos cambios son pequeños, otros son muy serios, pero todos deben ser interpretados que explica la totalidad del cuadro. David es encarcelado y permanecerá en prisión durante varios meses, cuando Robespierre fue guillotinado. Con la llegada de Napoleón, el pintor recuperó su posición social y artística y tuvo que hacer para el emperador alguno de sus últimos cuadros como La Coronación del emperador y la emperatriz, algo alejada ya de sus primeros ideales teorizantes pero que sabe recoger la tradición anterior y marcar la pauta para todo un género posterior de ceremonias. El enorme cuadro de David, en el que aparecen más de cien figuras, muestra la capacidad del emperador para reglamentar la sociedad francesa. El orden de la ceremonia y la rigidez de las poses indican algo que va más allá de las exigencias de la composición: son el resultado del poder de Napoleón para organizar el entramado social y político de Francia. En la Coronación, el orden y la jerarquía del estado no dejan lugar a dudas. El entusiasmo y energía del verdadero cambio social ha sido sustituido por un ritual formalista y el peso de una autoridad. Con la aparición de Napoleón, el héroe moderno empieza a ocupar la posición central tradicionalmente reservada al monarca, con lo que el tema de la acción colectiva deja su lugar al dominador solitario. Es cierto que el héroe napoleónico no es descendiente de nobles o reyes, el es un ilustrado, pero se eleva a la posición de monarca insertándole en el sistema de símbolos visuales convencionales. La conservación de este tipo de representación mantenía la configuración visual de una jerarquía social al tiempo que sugería que los plebeyos también podían aspirar a ocupar el vértice de la pirámide. 2. En el primer imaginario de la guerra. David sirvió al imperio y glorificó a Napoleón con el mismo celo que había mostrado por la Revolución. El Imperio de Napoleón no era la continuación de la monarquía anterior, sino que había nacido de la Revolución y otros pintores miraron a Napoleón de una manera diferente. Al mismo tiempo supieron jugar astutamente con las exigencias culturales del emperador y no omitieron el impacto del y sobre el enemigo. Y en esta estela trabaja uno de los alumnos más interesantes de David: Jean-Antoine Gros. La mejor parte de su producción es la que está en estrecho contacto con los acontecimientos heroicos de los comienzos de la era napoleónica. Con el tiempo se 2

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convirtió en el pintor del héroe y sus hazañas, lo que contribuye a explicar cuadros como Los apestados de Jaffa, con un emperador prácticamente taumaturgo visitando a los enfermos, o Napoleón en el campo de batalla de Eylau confortando a los heridos y prisioneros que se agrupan a su alrededor. Después de la campaña de Egipto el ejército francés se desplegó por tierras sirias llegando a Jaffa, ciudad que asaltó y saqueó. El número de victimas fue tan alto que se tuvo que improvisar un hospital en el interior de una enorme mezquita. Enseguida empezaron a aparecer evidencias de una epidemia de peste que había comenzado en Alejandría. Napoleón visitó el hospital para confortar a los enfermos y para dar ánimos a las tropas. A partir de esa visita, Gros proyecta en Los apestados de Jaffa, una imagen del general como la del gobernante dotado del poder divino para curar a los enfermos y a los que sufren. La presencia de Napoleón es curativa, compartiendo ese poder con San Luis y otros monarcas que han utilizado sus dotes taumatúrgicas, propias de los reyes legitimados por derecho divino. En Napoleón en el campo de batalla de Eylau, el primer plano de herido y cadáveres en la nieve empieza a hablarnos de la otra cara de la moneda en estas campañas. En contraste, algunos pintores románticos ya empiezan a descentralizar la figura del emperador. La formación de Géricault, por ejemplo, coincidió con el máximo triunfo de Napoleón, pero también llegó a conocer su caída. En el Salón de 1812 expuso el retrato de un oficial de la Guardia Imperial, desenvuelto y orgulloso, que tuvo un gran éxito de crítica. Solo dos años después presentó un Coracero herido retirándose del campo de batalla en un episodio en absoluto heroico. La acogida fue algo severa. Se critico la poca calidad del dibujo anatómico del caballo. Pero quizás, lo que importaba no era el caballo, sino un tema que ya evocaba de una manera demasiado explicita, el declive del Imperio y la crueldad de unas guerras que no escaparán a la mirada de Francisco de Goya. Pero Géricault no estaba en la guerra. No podía ser testigo de algo que no había visto y solo podía recoger testimonios, exactamente lo que hizo para la elaboración de La balsa de la medusa. Los hombres de la balsa no eran héroes en ninguno de los sentidos usuales de la palabra, no dieron muestra de un valor espartano o de una estoica sangre fría. Reaccionaron como suelen hacerlo los hombres en momentos de crisis y sufrieron lo indecible, pero no por una causa noble, fueron simples victimas de la corrupción y de la incompetencia. El mundo de los héroes se ha acabado. Los que van a las guerras napoleónicas no son héroes y volverán despedazados como unos Fragmentos anatómicos de Géricault que podían haber estado tranquilamente al pie de la guillotina, esa parte de la Revolución que nunca pintó David, por la que conservó una fe optimista. Por el contrario, la herencia que se encontraba Géricault consistía en una ideología política y moral cada vez más inadaptada, en una sociedad en la que las jerarquías se estructuraban y desestructuraban con relativa facilidad. Los protagonistas, si los hay, estarán ahora en otro lado. La insurrección y sus consecuencias son el tema de dos de los mejores cuadros de Francisco de Goya: El levantamiento del 2 de mayo y El 3 de mayo de 1808. Aunque Goya los pinto en 1814, seguramente para congraciarse con Fernando VII a su regreso a España, no dejan de reflejar el inicio y las consecuencias de la que podríamos considerar la primera guerra fallida napoleónica. El domingo 2 de mayo de 1808 un gran numero de ciudadanos de Madrid, armados con cuchillos y palos, se alzó en desesperada revuelta contra los franceses y fue capaz de resistir durante varias horas. Sus bien equipados opositores no dudaron en echar mano de la artillería y de los mamelucos a caballo de Murat. La derrota resultó inevitable y la puerta del Sol de Madrid se convirtió en el escenario de una autentica masacre. A los insurrectos hechos prisioneros se les dio paseo durante la noche y en le madrugada del 3 de mayo un batallón de fusilamiento francés completaba la matanza en la montaña del Príncipe Pío. En El 2 de mayo de 1808 Goya se esmeró en conseguir una precisión topográfica para destacar la conexión entre el acontecimiento histórico y el centro geográfico y simbólico de la ciudad. La acción tiene lugar delante del reconocible edificio de Correos y en ella Goya consigue que el espectador se sienta “testigo” de la brutal matanza, recalcando el carácter espontáneo del levantamiento para preparar así el escenario del cuadro que vino después: el 3 de mayo de 1808, el lienzo 3

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que demuestra con mayor eficacia las contradicciones de la ideología napoleónica. Al mostrar la sistemática ejecución de los españoles ordenada por Murat, representa el anverso de la iconografía davidiana, la brutal realidad encubierta por el brillo imperial. Los verdugos se hallan totalmente alineados de lado, sin mostrar la cara, en completo anonimato. Las victimas, enfrente, pueden dividirse en tres grupos temporales. El primer grupo corresponde a los que ya han sido disparados, que yacen en suelo bañados en sangre en el extremo izquierdo. El segundo grupo comprende a los que están a punto de ser ejecutados, los más dramáticos gracias a los efectos de la luz y la composición. Por ultimo. El tercer grupo forma la larga fila de prisioneros a los que se lleva a ejecutar. Goya selecciona bien a las víctimas pues fueron las guerrillas las que impidieron al ejército napoleónico moverse libremente por la Península, acercándolo a la figura de historiador. Las consecuencias de esta guerra desigual entre las guerrillas y el ejército francés las muestra Goya exhaustivamente en la serie de aguafuertes titulada Los desastres de la guerra, ejecutada en 1810 y 1820. El conjunto consta de tres grupos principales. Los dos primeros que representan escenas de guerra hambruna, pertenecen a la época napoleónica, mientras que el tercero amplia el anticlericalismo de los Caprichos y pertenece al periodo de la Restauración reaccionaria. Ha habido dos posiciones divergentes respecto a estos grabados y lo que se discute es al final la cuestión del testigo. La primera piensa que la colección seria un reflejo de los acontecimientos, es decir, que Goya, tal como escribió al pie del desastre 44, lo vio. Fue, por lo tanto, testigo fiel y el primer constructor de un “imaginario de la guerra”. Pero Goya vio cosas, es cierto, pero como sostiene la segunda posición, los grabados son una creación que se limita a tomar los acontecimientos como punto de partida. Sería un testigo discutible, muy cerca, pero demasiado lejos de lo que realmente paso. No importa si Goya lo vio o no lo vio, porque el testimonio es siempre un acto del autor construyendo una historia, tan diferente a la de David. Un imaginario de la guerra napoleónica que permanecerá al lado de Marat muerto.

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TEMA 2. PERO...¿SÓLO PINTURA? 1. El “contenido” del paisaje: la ambición de un formato La pintura de paisaje, sobre todo en Alemania, no estará exenta de la búsqueda de determinadas “raíces nacionales”, en parte como respuesta a la “universalidad” impuesta, para muchos, por la fuerza de la Revolución Francesa, y en parte también, sobre todo en el caso alemán, como reflejo de los primeros pasos hacia una unificación. Desde 1806 hasta 1815, muchas de las obras de un pintor como Caspar David Friedich implican un fuerte sentimiento nacionalista, pintando obras tanto conmemorativas como de llamamiento a la lucha antinapoleónica. En 1812, el Sepulcro de los antiguos héroes; la versión en 1813 de La cueva con sepulcro en la que un cazador francés desalentado se dirige a una caverna con un sepulcro alemán medio abierto; o, el más evidente, Coracero en el bosque, representando el inicio de la decadencia de Napoleón con un soldado francés en marcha, solitario, al encuentro de lo que podríamos considerar su destino; un bosque alemán de abetos que le engullirá sin permitirle ninguna otra salida. Una pintura con una sólida base filosófica pero, al mismo tiempo, cada vez más preocupada por su propio lenguaje y ser sobre todo pintura. Así quisieron verla los pintores que iniciaron el movimiento moderno. Frente a la pintura de historia, el gran tema del arte del siglo XIX fue el paisaje. Un paisaje puro, sin figuras, sin excusas narrativas, que tuviera la significación de la pintura de la historia. El culto a la naturaleza, que se había puesto de moda con Rousseau, cambia concepto de “pintura de paisaje”, dotándola de unos sentimientos profundos y nobles. Para los paisajistas van a ser importantes los bocetos y estudios tomados en el exterior. Para personas como David, un perfecto acabado significaba integridad y trabajo honesto, mientras que la pincelada virtuosa era sinónimo de embuste, negligencia y elegancia lisonjera. La aparición del paisaje planteó un desafío a esta visión al destacar la necesidad de efectos especiales que no estuvieran sujetos a un escrupuloso acabado. Al paisajista se le permitía más libertad en un cuadro final que al pintor histórico, y podía dejar huellas de pinceladas para crear un efecto textural siempre que lo justificara el efecto general. Aunque tanto los paisajistas como los pintores históricos hacían bocetos, estos últimos pasaban más tiempo trabajando con la imaginación y en el estudio, mientras que los primeros trabajaban principalmente en exteriores. Sin embargo, los pintores románticos siempre necesitaron el aislamiento en el estudio para transformar una visión personal al aire libre. En todo el siglo XIX, es difícil encontrar un pintor que, de una manera u otra, no se haya empeñado en subrayar la importancia del contenido del paisaje. Desde los románticos hasta la óptica de los impresionistas se asiste a una confusión considerable con respecto a la frontera en la que acaba la experiencia del pintor y empieza la naturaleza. Tras la reanudación de las hostilidades entre Francia e Inglaterra en mayo de 1803, en los dos países la población pobre urbana y rural sufrió el impacto de estas campañas. El arte y las letras inglesas expresaron el desgarro de estos años trasladando con frecuencia a la vida rural y al paisaje los temores y angustias del momento. La posesión de tierras se había convertido en la máxima aspiración de la élite dominante y esto se manifestó culturalmente en los usos metafóricos del paisaje, lo que coincidió con la evidencia de la capacidad del hombre para aprovecharse de las fuerzas físicas y controlar el entorno. John Constable trabajó para la nobleza provinciana, no sólo en su país sino también en el extranjero a partir de 1815, que veía en sus granjas o propiedades el ideal de armonía social y estabilidad. Los lienzos que Constable expuso en la Real Academia de Londres en 1819, y que dieron el espaldarazo definitivo a su arte, Estampa del río Stour, Paisaje mediodía (El carro de heno), Barco pasando de una esclusa y Paisaje (Caballo saltando), son todos el escenario modesto y monótono de su niñez convertido en temas para cuadros de gran tamaño. Su actuación en este sentido es literaria. La visión de la naturaleza de su niñez se constituyó en su principal fuente de inspiración. En sus cuadros, el pintor intentó recuperar la esencia original de su visión y, reexaminándola a la luz de la experiencia madura, intentó contrastarla con las 5

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experiencias posteriores sobre la naturaleza y el arte. La visión de armonía universal de Constable nace de un paisaje que los hombres contribuyen a configurar y del que se benefician tanto material como espiritualmente. Por todos lados son visibles las huellas del trabajo y el paisaje se ha convertido en el resultado de la historia humana: en sus puentes y caminos, en sus esclusas, pantanos y campanarios. No todos los estudiosos están de acuerdo en proceder a una lectura romántica de Constable. Pero si dejamos al margen sus temas y atendemos a la soltura con que ataca el lienzo, se puede revelar como uno de los más revolucionarios. En casi todas sus obras hay junto al borde algún objeto de interés que insinúa una nueva composición y las formaciones nubosas, que representaba íntegras en sus bocetos, solía cortarlas luego en los cuadros acabados. Esta forma diferente de no limitar el cuadro dejaba siempre la impresión de que la selección de los temas que hacia Constable era casi arbitraria. Cuando, entre 1808 y 1809, Friedrich pinta su Monje contemplando el mar no hace sino confirmar la visión del paisaje y de la naturaleza como límite frente al que afirmarse. Esta breve silueta que apenas llega a ser un minúsculo accidente en el predominio del reino de la Naturaleza causa una nostalgia indescriptible porque el hombre ha perdido definitivamente su centralidad en el universo. Lejos de Constable, la naturaleza se presenta por un lado, alejada, inalcanzable, suavemente inmóvil, perdida siempre para el hombre y reflejada impecablemente en el paisaje pacífico, distante e inasequible hasta la desesperación de Friedrich, y por otro, como el gran poder destructivo, como el Infinito negativo que se abate sobre el hombre haciendo imposible cualquier intento de unificación. Es el mar devastador de Turner. Caspar David Friedrich fue un artista reservado y solitario. Su objetivo era elevar el paisaje, pero, aunque la mayor parte de sus cuadros representan paisajes imaginarios, todos son por completo creíbles y deben su fuerza a su enorme sutileza visual, a esa extraña polaridad de la proximidad y la distancia. Intentar leer en sus cuadros un código de símbolos sería falsear su arte y todo su sentido religioso. Es erróneo buscar en su obra una relación directa entre las ideas y elementos. Para él, como para Runge, toda la Naturaleza constituía el lenguaje jeroglífico de Dios. El punto de vista del cuadro rara vez es de un naturalista con los pies en el suelo. Lo normal es que el espectador se encuentre suspendido en el aire gracias a que el pintor ha suprimido directamente el primer plano. Otras, a pesar de haberlo pintado con gran detalle, abre un inconmensurable abismo entre él y un horizonte distante, fuera de su alcance. En muchos de sus cuadros alguna o algunas figuras humanas está en primer plano dando la espalda al espectador, induciéndole a asumir en la propia mirada un modo de contemplación. Su arte es un arte de pura idea, de pura emoción desvinculada de la sensibilidad propia de la tradición europea. Su desprecio por la técnica y el virtuosismo mecánico no debe interpretarse como una carencia, sino más bien como un acto deliberado. En ningún momento desdeño los valores expresivos de la tradición pictórica que dan vida y sustancia a la mayoría de sus obras. El cuadro más famoso de Friedrich es la Cruz en la montaña. Todo esté representado con meticulosa fidelidad a la naturaleza, pero al mismo tiempo transmite con fuerza una sensación de quietud ensimismada, una tranquilidad sobrenatural casi alucinante. Friedrich lo pintó sin habérselo encargado nadie. En este paisaje romántico, el pintor elimina radicalmente el primer plano y presentar el panorama como si el espectador estuviera suspendido en el aire. El marco continúa simbólicamente la idea del cuadro, elevando a ambos lados una columna gótica de la cual salen ramas de palma para formar un arco ojival. De las ramas surgen las cabezas y las alas de cinco angelitos que contemplan la escena con adoración. Justo encima de la cabeza del angelito central brilla la Estrella Vespertina, la que guió a los Reyes Magos hasta el portal. Abajo, el Ojo que todo lo ve de Dios se haya encerrado en un triángulo de cuyo centro parten los rayos de la Luz Divina. El cuadro pictórico se potencia de un modo emblemático y tenía por fuera que confundir a los espectadores más conservadores. Friedrich utilizaba la imagen religiosa para despertar al pueblo alemán de la complacencia y la resignación. La imagen del Cristo 6

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crucificado reafirmaba el credo cristiano rechazado por la Ilustración y suscitaba la esperanza de que el pueblo alemán pudiera restaurar el mundo caído. En Inglaterra, Jospeh-Mallord-William Turner estaba acaparando toda la atención. Durante todo el periodo napoleónico, Turner produjo una serie de cuadros basados en temas catastróficos que abarca naufragios, plagas bíblicas, avalanchas, erupciones volcánicas y diluvios. Turner hacía dos tipos de obras. Una para ser expuesta, bastante tradicional, y otra para si mismo, con manchas coloreadas y huellas luminosas, muy revolucionaria. Tres cuartas partes de la producción de este pintor no fue expuesta en su época. Una parte de la obra más innovadora y atrevida del pintor fue expuesta en la Real Academia o en su taller. Cuando en 1810, por ejemplo, sacó a la luz su Caída de un alud en los Grisones, el escándalo estuvo servido. La acción se concentra en una enorme piedra que está a punto de aplastar una pequeña choza que hay abajo. La acción parece inseparable de los acontecimientos políticos que otorgaban a Napoleón un feudo en los Grisones que hasta entonces había pertenecido al emperador de Austria. Sin embargo, lo que desagradaba a la crítica era la técnica que abusaba sin consideraciones de un tratamiento brutal del pigmento o del empleo de la espátula. Su primera gran obra maestra, Tempestad de nieve: Aníbal y su ejército cruzando los Alpes, comunica, con mayor intensidad aún, la misma experiencia: una turbadora intuición de la futilidad del heroísmo lo mismo ante la historia que ante la naturaleza. Es la tantas veces utilizada composición en espiral del pintor, cuyo movimiento envuelve todos los elementos del cuadro. Y es que Turner fue además el primer artista que reparó en que el color podía hablarnos directa e independientemente de la forma y del tema principal. Turner prefiere estar inmenso en la naturaleza destructiva, ciega, poderosa, probablemente porque le permite desplegar lo mejor de su pintura. Y será sobre todo él, gracias a las dos obras que presentó en París en la Exposición de 1824, una de las fuentes de toda la Escuela de Barbizon. Todo el siglo XIX ha visto el esfuerzo idealista, la historia del progreso de la libertad, la del dominio paulatino de la naturaleza por el hombre. 2. Los últimos revolucionarios franceses Al idealismo alemán iban a responder las primeras ideas socialistas fraguadas en una Francia que estaba plagando el siglo de revoluciones. Y los pintores volverán a tomar posiciones. En estos años la política francesa será capaz de influir en todas las corrientes ideológicas que se extiende por Europa. Eugêne Delacroix presentará en el Salón uno de sus cuadros más famosos, La Libertad guiando al pueblo, referido a la reciente revolución de 1830. Aunque, el centro de interés es la historia contemporánea, el pintor no puede evitar dar un carácter alegórico a todas las figuras. La revolución avanzando imparable. El hecho histórico es reducido, una vez más, a mito. Pintores como Courbet sabrán cambiar este tipo de representación. La Revolución de 1848 fue la primera revolución auténticamente proletaria y en ese momento aparece de una forma nítida la idea de una vanguardia artística con una clara función tanto estética como social, que acabará fundiéndose en lo que se ha conocido como la Escuela Realista con Gustave Courbet como máximo representante. El Realismo es un movimiento científico, naturalista, anticlásico, antirromántico, antiacadémico, pero, sobre todo, progresista y social. No cree en la belleza única, ni en los modelos clásicos. Su fuente ha de ser la directa observación del natural. El artista tiene que copiar las costumbres y usos de la sociedad para poder reformarlos, preferentemente los de las clases más humildes, las más necesitadas de mejoras. Las nuevas ideas democráticas fueron esenciales estimulando un enfoque más amplio. Un artista realista debía decir toda la verdad, y esta exigencia se convirtió en un imperativo moral. Será Courbet el que satisfaga de un modo aceptable esta demanda. El pintor empieza a existir en 1849 con Sobremesa en Ornans y, un poco más tarde, con el desaparecido Los picapedreros y el más que famoso Entierro en Ornans. En el Entierro de Ornans, no hay nada anecdótico. No se sabe con certeza a quien están enterrando 7

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pero el espectador está por completo ocupado con la agresiva presencia de los personajes, que corre pareja a la agresiva presencia del cuadro de gran formato. Se trata de una escena de género elevada a la dignidad de la pintura de historia. Courbet pidió a muchos lugareños que posaran para él antes de agruparlos a todos en el lienzo y cada uno de ellos está individualizado. La genialidad de Courbet reside en la firmeza de su visión que se niega a idealizar la escena. Tan insistentemente tradicional es el Entierro de Ornans que la composición de las figuras casi parece una anticomposición en la que los extremos del cuadro cortan arbitrariamente la procesión de los acompañantes. La clave está en la inspiración que Courbet tuvo en la imaginería popular. Pero el cuadro ha sido construido con meticulosidad. Las formas repetitivas del arte popular se han revitalizado y reorganizado. Los grupos están pensados detenidamente. Ha dejado entre el crucifijo y el incensario, o entre el sacerdote y el enterrador, el suficiente espacio para que los diferentes grupos resalten. Unos grupos que, aunque las figuras parezcan desordenadas, están ordenadas con la mayor sutileza que reserva el tercio izquierdo al clero, el tercio central a las figuras laicas importantes y el tercio derecho a un coro de afligidas mujeres y niños. El conjunto forma un trío visual que refleja la realidad social y que presta un ritmo solemne y ondulante a las figuras que se abren paso alrededor de la tumba. Las dificultades se encuentran en el significado de la pintura y es lo que ofendía a todo el mundo, la manera en que el cuadro parecía ocultar su intención y la capacidad del pintor de incluir tantos elementos dispares, su sangre fría, su exactitud y su crueldad. No hay un foco único que atraiga la mirada del espectador y el cuadro no está precisamente organizado alrededor del acto sagrado. El caso de Jean-François Millet es completamente distinto. Los temas de algunas de sus obras más conseguidas son intensamente románticos, pero su proceder en cuanto al tratamiento de la figura humana se refiere, es típicamente clásico. Los campesinos se habían convertido en una temática artística muy popular interpretándolos idílicamente. Los primeros trabajos de Millet suelen seguir esta línea pero algo cambió. Se requiere un considerable conocimiento histórico para entender el significado de Las espigadoras. Aunque a primera vista pueda evocar la idílica armonía de las mujeres de la granja espigando la cosecha, constituye también una denuncia de las jerarquías económicas que, en la década de 1850, comenzaban rápidamente a establecerse entre las clases campesinas. Las tres espigadoras en primer término pertenecen al nivel más bajo de la sociedad campesina, son aquellos a los que se permite recoger los escasos restos que quedaban en los campos un vez que los ricos han terminado la cosecha, el equivalente rural de los mendigos urbanos. Sin embargo, Millet transforma esta escena de un trabajo y de una pobreza terrible, en una imagen de nobleza épica. La razón la encontramos en la composición: dos de las espigadoras se inclinan sobre las míseras sobras con una cierta simetría en sus posturas, mientras la tercera, con la espalda arqueada todavía, comienza a levantarse hacia el horizonte, aunque permanezca bajo él, como arraigada para siempre en la tierra. Lo importante es la dignidad pictórica que Millet decidió otorgarle a la población rural más pobre de Francia, revitalizando el vocabulario heredado del arte clasicista e indicando implícitamente a la clase alta la importancia de esta clase emergente. Como estamos viendo a través de la complicada construcción de las obras de Courbet y de Millet, la noción según la cual el Realismo es un mero simulacro o espejo de la realidad visual constituye un obstáculo más en el camino de su comprensión como fenómeno histórico y estilístico. Con todas sus preocupaciones políticas y sociales, el Realismo no fue un mero espejo de la realidad, aunque aparente lo contrario. Courbet no tiene una única estrategia. En El origen del mundo no duda en llevar el Realismo a sus últimas consecuencias. Este cuadro fuerte y tremendamente audaz, proyecta una luz más que saludable sobre la propia historia de la pintura, o mejor, sobre el vacío dejado por todos los desnudos pintados antes de él.

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TEMA 3. TORTURAS IMPRESIONISTAS 1. Orígenes del impresionismo La caída de la columna Vendôme supuso la completa aniquilación del realismo, cuyos escombros dejaban paso a la vida moderna. El impresionismo será el movimiento dominante en la pintura en las últimas décadas del siglo XIX. La imitación de la naturaleza va a ser interpretada por estos pintores con una radicalidad sin precedentes. La creciente obsesión a partir de 1871 por situar genealógicamente a la nueva pintura bajo la categoría del realismo comienza poniendo en marcha una gran operación para dejar solo a Courbet después de apropiarse de sus conocimientos y lemas. Meisonnier, el rey de los Salones, pintaba su brutal y amenazante cuadro Ruinas de las Tullerías. Mayo 1871, donde el incendio del Palacio de las Tullerías no es representado como una derrota del Gobierno, sino como su radical victoria. El muro de escombros en primer plano nos sitúa de repente ante una barricada, formada por columnas y capiteles clásicos. Todo está vacío, deshabitado, pero sobre este amasijo en desorden del lenguaje clásico, del viejo orden social, surge al fondo el perfil de la cuadriga en bronce dorado del Arco del Triunfo del Carrusel. Meisonnier le ha quitado cuerpo a las ruinas, sin tensión, habitadas tan solo por el sonoro eco del bronce. Todo se presenta vacío, pero el arte reina ahora todopoderoso sobre los escombros. En el cuadro de Meisonnier se lee ya a la perfección el nuevo orden de lo moderno. La historia de la pintura del siglo XIX se puede construir como el trabajo de la progresiva domesticación de las barricadas. La alegoría heroica de La libertad guiando al pueblo de Delacroix, pintada durante la Revolución de 1830, y habitada todavía por los fantasmas de la antigüedad, se nubla y se desarma ante el crudo y brutal realismo con el que el mismo Meisonnier pintaría Barricada de 1848, una escena casi negra, en donde se mezclan los adoquines con los miembros amputados. Todo ello desaparece finalmente ante la rotunda y límpida ausencia de los cuerpos en Ruinas de las Tullerías, sustituidos por la cuadriga al fondo. Así se representan ahora las revoluciones modernas. Sin carne ni sangre, sin alegorías ni lápidas, hechas por nadie y en las que nadie vence, salvo el arte. Durante estos años se produce la escisión en el régimen de las imágenes. Por un lado, el discurso de la pintura, un monumento sin espectador, un lugar sin cuerpos. Y, por otro lado, las famosas fotografías de los comuneros muertos en sus ataúdes, como las de Disderi que no sólo han perdido su barricada, sino cualquier otro espacio que no sea el correctivo del ataúd, donde quedan ya perfectamente inmovilizados y expuestos. En esos ataúdes, su muerte es desocializada y representada como abstracta mercancía. El nuevo régimen de las imágenes, oscilando entre ser los testigos de un lugar sin cuerpos o los testigos de unos cuerpos sin lugar, se presenta como lo espectacular realizado. Los impresionistas vieron y padecieron una vida embrutecida, es decir, moderna, aunque no la representaron, alejándose de ella febrilmente, quizás porque pensaran que era propiedad exclusiva de la pintura de Courbet, o quizás porque jamás pudieron llevar al lienzo sus experiencias, sino sus impresiones. La representación artística según este movimiento, no debe ser mediatizada ni por la razón ni por la imaginación, sino que tiene por único objetivo trasladar a la obra las impresiones impregnadas en la retina. A finales de los sesenta, los principales pintores impresionistas ya se conocían bien unos a otros. Poco después, liquidada ya la comuna de París en 1871, empieza la fase de florecimiento. La nueva clase industrial va a empezar a organizar el consumo a gran escala. Nunca fue más invisible la política que en esta Tercera República. Los impresionistas van a apostar por la luz. Pintar las cosas a la luz y con luz. La luz les ciega. Manet fue el simbólico padre de un movimiento en el que, sin embargo, nunca quiso participar, quizás porque así defendía sus cuadros de la intensidad de la luz. La dosificación de la luz es lo que le separa de los impresionistas. Sus cuadros son filtros, interceptan lo que vemos de la realidad para dejar transparentar con más fuerza allí lo que el encuadre mismo oculta, como sucede, justamente, en esos últimos y maravillosos 9

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vasos de agua que contienen en su interior una flor y en su exterior un dragón. El cristal, metáfora de la pintura, ni refleja ni transparenta, sino que abre y cierra caminos a lo visible. Porque para Manet, a diferencia de lo que ocurre con los impresionistas, la pintura no es otra cosa que el lento ascender de la profundidad como superficie. De una u otra manera, todo el grupo de impresionistas, menos Manet, rehuyen la visión de las ruinas, la catástrofe, la miseria o la muerte, como evadirán igualmente los resultados de la industrialización. Cuando Monet pinta El jardín de la Tullerías (1876), modifica el encuadre para no ver las ruinas del Palacio incendiado por los comuneros. Los impresionistas se retiran continuamente de la tragedia, y a veces hasta de lo real. Su discurso, caído en la modernidad, es refractario a la actualidad, a lo que el tiempo tiene de punzante. Laissez faire, laissez passer. Mientras pintaba su cuadro de Mujeres en el jardín (1867), de un tamaño más que considerable, Monet excavó una trinchera en su jardín para, mediante una manivela, ir enterrando poco a poca el cuadro y poder pintar así la parte superior sin tener que cambiar ni un ápice el punto de vista. Mujeres en el jardín surge de una trinchera, la única que pueden movilizar los impresionistas en tiempos de guerra, para disolverse en un escaparate en donde quedan fijados para siempre los placeres burgueses. Realismo, sí, pero limpio de connotaciones políticas. La pintura no tenía otro objeto ni otro sentido social que proporcionar un espejo de la burguesía. 2. Mitos del impresionismo El mito más persistente, de los muchos que rondan a los impresionistas, parece fundarse precisamente en que son pintores que se dedican a captar el instante, la fugacidad del momento pasajero, y además en el exterior. Atrapados por facturar cuadros, los impresionistas acaban por no ver otra cosa que su obsesiva Edad de Oro. Hoy en día sabemos que muchos de esos cuadros impresionistas que se decían de exterior estaban hechos en el interior. También sabemos que muchos de ellos estaban copiados de tarjetas postales, como luego reconocería Degas. O incluso que se dedicaron a eliminar los postes del telégrafo en muchos de sus paisajes para minimizar u ocultar los efectos de una vida moderna a la que decían seguir. Monet descubre la falta de coordinación entre el movimiento de la naturaleza y el que realiza el pintor a través de su percepción, porque es la percepción y no la ejecución la que siempre se retrasa, y lo siente como una tragedia. El mito de Monet, que se funda en las Ninfeas, es tan persistente que apenas recordamos ya que mucho antes de que terminara aceptando esas variaciones de la naturaleza, y casi por fatalidad, su pintura se resistía a los cambios, como sucede precisamente con la serie de los Almiares, cuyo origen está en los rápidos cambios que ocurrían en las condiciones atmosféricas mientras trataba de pintar los almiares situados detrás de su casa. Desesperado por esas variaciones, Monet va a intentar controlarlas mediante una rígida arquitectura pictórica que convierte a la propia materialidad de la pintura en la materia misma que debe dotar de construcción a la obra mediante su ajustada distribución y peso en el lienzo. Gran parte de las pinceladas de Monet, a diferencia del estilo suelto de sus compañeros, gravan la superficie de la Estación San Lázaro, cuadro tocado y retocado sin cesar durante años. Monet se ha llevado el suelo al techo, lo ha suspendido, marcando allí planos y puntos de fuga. Es sorprendente que consiguiera pintar los efectos del humo y el vapor gracias a su aire distinguido, al jefe de estación le dio la impresión de ser un pintor importante del Salón y detuvo los trenes haciendo que estuvieran echando vapor especialmente para su distinguido visitante. Allí donde va, Monet se debate con la variabilidad de la naturaleza, que no es, en definitiva, sino la lucha personal que mantiene con la inmutabilidad de su punto de vista, con su “seguridad”. Para Monet la naturaleza es un jardín que la pintura cultiva. En realidad, los cuadros de Monet desbordan siempre en la naturaleza, se acaban en ella. Las torturas de Monet con la naturaleza fundan la historia del impresionismo. En junio de 1873 se construye un estudio a bordo de una pequeña barca, para pintar desde el agua sucia del Sena. La pincelada, ahora sobre la barca, tiembla, duda, yerra. Impresión. 10

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Sol naciente, pintado unos meses después, acabaría siendo el origen mítico del impresionismo. La barca de Monet arruina por completo la historia del taller tradicional, supone el abandono de ese modelo. El pintor puede ahora entregarse completamente a su cuerpo, pintar desde él, es decir, mareado y confuso, inestable, liberando así el temblor del gesto y de la pincelada. Sobre la barca ya no hay un testigo claro de la naturaleza, sino un participante en ella, alguien que anula la distancia entre el objeto y el sujeto y se deja mover por el medio que su pintura misma mueve. El agua baña por completo la historia del impresionismo, desde aquella, viscosa, turbia, casi barro o lodo en el que se baña la mujer del fondo en el Almuerzo en la hierba de Manet, pasando por las Ninfeas de Monet, las crecidas aguas del Sena que pintó Pissarro, hasta la la que se esconde obstinadamente en los cuadros de Cézanne. Las flores que pintó Cézanne son lo más tenaz de su pintura, comenzando por la cercanía en la que ha situado flores y frutas y que están por todos lados. Y si no hay flores de verdad, basta con las pintadas en un jarrón, como sucede en Naturaleza muerta con manzanas y naranjas (1895-1900) o en Naturaleza muerta (1880-1890), que forman un modelo que se repite incesantemente en sus lienzos: frutas sobre una mesa y flores pintadas sobre la cerámica que vigila la mesa. Tan vivas y cercanas, tan persistentes, que las usa de fondo en todas sus telas, desde la que tapiza el sillón donde se sienta su amigo Achille Emperaire (1868) hasta la cortina donde el Joven con calavera (1896-1898) reflexiona sobre la muerte. Muchas de sus obras sólo se explican si entendemos que su estructura es la misma que la de los pétalos de las flores, como ocurre en Castillo negro (19021905), donde la pintura, aplicada con paleta, se extiende por la superficie en forma de placas trapezoidales que se solapan entre sí. Se ha dicho en numerosas ocasiones que los cuadros de Cézanne transmiten la sensación de ser papeles arrugados. Pinte lo que pinte, castillos o jarrones, para Cézanne todo tiene estructura de pétalo o de hoja, porque todo es como un universo plegado en sí mismo y luego desplegado, que arrastra sus líneas de fractura con él al abrirse. Flores que bañan y construyen todo, como vemos en el retrato de Víctor Chocquet (1879-1882), donde una especie de pétalos flotan desperdigados por el suelo y las paredes. O, en Crisantemos (1896-), donde el jarrón con las flores, que se encuentra él mismo decorado con otra flor, se apoya a su vez sobre un mantel de flores y se recorta en su fondo sobre otro. Todo ahí se apelmaza y se airea a la vez, se diría que todo surge de lo mismo para volverse diferente. Esa estructura de pétalos de flor constituye así la materia y razón de la pintura de Cézanne. Materia porque es lo que le permite no sólo ordenar las pinceladas, sino dotarlas de una función expresiva. Y razón porque esas pinceladas-pétalos asumen el papel de establecer variaciones incesantes de una misma forma, como la multiplicidad de las imágenes reflejadas en el agua. La piscina de la casa familiar en el Jas de Bouffan (1876), uno de los cuadros más alegres que hay pintado nunca Cézanne, es muy elocuente a este respecto. Los macizos florales que bordean la piscina la salpican con sus colores y se derraman caprichosos en el agua. Cézanne se desentiende de las sombras que arrojan los grandes árboles, que sólo podrían generar una mancha oscura y uniforme y, por lo tanto, apagar la transparencia del agua, y se centra, sin embargo, en ese tapiz de salpicaduras dispersas que las flores componen en el agua, cuyos colores parecen reavivarla y agitarla hasta formar espuma. Es en el agua, en el tenso tambor que refleja las cosas, donde se encuentran los cimientos de su pintura. El agua sueña siempre el paisaje, algo que se ve muy claro en esta vista del Jass de Bouffan, donde las cosas, caídas en el agua, removidas y oxigenadas en ese espejo inestable, adquieren una nitidez nueva, que ya no es la forma, sino la del color. A través del color, las cosas pierden su visibilidad, para ganar su visualidad. El pedestal del tritón a la derecha, desenfocado y turbio, se solidifica de repente en el agua, se reafirma, pero tan sólo porque su color allí se ha unificado, se ha dotado de una especie de textura uniforme, de tupida enredadera que ha perdido las manchas de claridad que lo perturban en el aire, más allá del agua. Los destellos de luz abren agujeros en las cosas que el agua, sin embargo, sutura. En el estanque del Jass de Bouffan, Cézanne ha aprendido que el agua es siempre un testigo intermedio del paisaje. El agua le acosa, le llama. Su pintura se desentiende 11

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absolutamente de la atmósfera, del aire, para caer en el agua y desde allí luego levantarse, bamboleante, desenfocada, turbia. Cézanne no ha sido ajeno a asumir el agua como suelo que inicia Monet en su barca-taller. Pero mientras Monet necesita una máquina para desencadenar ese proceso, Cézanne, por el contrario, abre la movilidad del agua en todo lo que ve, lleva el agua en el ojo, la barca en las manos, como había hecho precisamente Manet en su retrato de Monet trabajando en su barca. Para Monet, el agua es tan sólo un motivo. Para Cézanne, por el contrario, es un procedimiento, o un medio. Y es que la pintura de Cézanne sigue cabeceando fuera del agua, persiste en su bamboleo. Todas las cosas, ya sean manzanas, estatuas o jugadores de cartas, asumen para Cézanne el rítmico balanceo del agua y su quebradiza inestabilidad. Las vemos siempre en precario equilibrio. El ojo de Cézanne no equilibra las formas, sino que las mece. A Monet le va a costar muchos años dejar de equilibrar las formas y comenzar a mecerlas. En todos los cuadros en donde representa el agua, el espacio que el agua abre, ese mismo que activa Cézanne, no existe. Durante muchos años, prácticamente hasta las Ninfeas, Monet ve el agua, o bien como un montón de pinceladas temblorosas, como ocurre en muchas de sus marinas, o como un espejo turbulento donde las cosas se refractan. El agua todavía no tiene la fuerza suficiente para alzarse y transformar todo su paso, como ocurría en los cuadros de Cézanne. Monet no comprenderá la función constructiva de ese plano acuoso hasta empezar a perder su vista en cataratas, muchos años después de la muerte de Cézanne. Y es que Monet sólo ve agua en el agua, perfectamente pintada, es cierto, llena de matices y de fisiología si se quiere, pero no ve en ella nada significativo. Sólo manchas caprichosas e inestables, fugaces y obstinadamente decorativas, sin la tensión suficiente para organizarse según esa compleja y mágica malla que aparecerá luego en las Ninfeas. Antes de las Ninfeas, la mayor parte de las aguas que pintó Monet están vivas para la representación, pero muertas, estancadas para la pintura. Es la pintura de Cézanne la que le ha enseñado que es en el reflejo del agua donde se deben buscar los cimientos de la pintura. Las Ninfeas no se entienden sin la experiencia de Cézanne.

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TEMA 4. INGRES Y LOS MODERNOS. PASEOS POR EL PARÉNTESIS 1. La construcción legendaria de Ingres como redentor del arte moderno La lógica conspiratoria caracteriza el trabajo de los artistas modernos, más atentos a los rumores que a los procedimientos pictóricos y el ojo, no puede nunca faltar, ni el testigo, aunque sea como origen de una cadena de chismes. Ingres transformaba e iniciaba a sus alumnos o protegidos en un concepto de arte que seguía una ruta hacia una belleza ideal y esos conversos del arte que Ingres provocaba con sus enseñanzas, a medida que pasen los años, se van a hacer cada vez más agresivos y tenaces. No les faltarán ni biblias ni misales, comenzando por los famosos Pensamientos de Ingres, selección de frases, notas de los alumnos, rumores y opiniones, cuyas sucesivas ediciones comienzan en 1870 de manos de Henri Delaborde, uno de los más destacados críticos conservadores de la época. Y esos Pensamientos constituyen una piedra filosofal que, en medio del bullir de movimientos y escuelas contrarias, permite prolongar la voz del pintor tras su muerte, es decir, crear, desde la administración póstuma de su identidad, las condiciones de su propia posteridad. Así que hay un Ingres histórico, lleno de paradojas y acosado por las críticas, pero también hay un Ingres fuera de la historia, que se prolonga en la modernidad incesantemente, y que legitima por igual el academicismo de Gerôme que el cubismo de Picasso. Este Ingres póstumo creado por sus críticos ha resultado ser más persistente que el limitado por su biografía. La visión de Ingres no ha dejado de asediar a la modernidad, pues la cuestión de la posteridad de Ingres en forma de un movimiento artístico que daría cuenta de sus ideas y procedimientos, el ingrismo, ha sido una constante en la literatura artística, y de forma más velada se acuña el neologismo “clasicismo” para referirse a sus obras en oposición a las de los románticos. Desde mediados del siglo XIX, la figura de Ingres se construye como un eslabón central en las cadenas genealógicas del arte contemporáneo. La crítica moderna parece no poner en cuestión el papel fundador de ese incierto ingrismo, pero hacia mediados del siglo XIX no era fácil distinguir si pertenecía o se desprendía de sus propias obras o era un fenómeno generado por la crítica del arte. Si hay un artista en el que sea difícil distinguir los procesos de creación de identidad que sus obras mismas generan con las estrategias de promoción y difusión del mercado del arte es justamente Ingres. Como tantos otros artistas después, acabó construyéndose una identidad ajustando su ideología a la ideología imperante. Sin necesidad de colocar la Olympia de Manet en el Louvre frente a la Gran Odalisca de Ingres, operación que llegaría en 1907, hay un nexo profundo, aunque incierto y tembloroso, entre Ingres y los primeros modernos. Al cabo de los años, en 1927, Camille Mauclair podría decir: “Ingres fue el primero de los modernos, es él quien comienza en 1810 una tradición que el romanticismo vino a confundir y que Manet restablece”, quizás porque la construcción legendaria del arte contemporáneo necesitara de un padre benefactor. A los ojos de Mauclair, que son los de una historiografía artística que ha terminado por convertir a los impresionistas en héroes que no sólo innovan, sino que restauran: ponen en orden el viejo cuerpo de la pintura. El campo político del arte era mucho más complejo que el del simple enfrentamiento entre “académicos” y “vanguardistas”, dos bandos enfrentados a lo largo del siglo XIX y entre los que ha habido muchas veces poca distancia entre ambas representaciones. La visita fantasmal de Ingres al taller de Manet marca el momento en el que el territorio del arte se desvela por fin en toda su complejidad. Ceden todas las oposiciones que construyen lo moderno y se revelan simples construcciones ideológicas: lo “académico” ya no es desde donde se vigilan y custodian unas normas y unas tradiciones; como lo “moderno” no es tampoco aquel espacio en el que se realiza la no menos mítica asociación entre libertad artística y libertad política. A lo largo del siglo XIX, y coincidiendo con el gigantesco estallido de ismos y movimientos, se produce una suplantación de las viejas figuras que caracterizaban las pasiones del alma (flemático, sanguíneo, colérico, melancólico) por estos otros 13

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temperamentos ideológicos: burgués, revolucionario, académico, terrorista, neutral. Un proceso que comienza en el ámbito de la política durante los primeros años de la Revolución Francesa y que se apodera enseguida de la crítica de arte. Gran parte de la incertidumbre que provocaron las obras de Ingres en el siglo XIX, imposibles de etiquetar, pues parecen tocar todas las categorías por igual, y a veces todas a la vez, tiene mucho que ver con el ascenso de este paradigma que convierte a la fisiología en ideología. Bajo la convulsa y conservadora Tercera República francesa, cimentada en el sistemático olvido del terror y de la lucha de clases, emerge finalmente el mito de un Ingres “revolucionario”, relegando todas las revoluciones al pasado y convirtiendo la revolución en una función artística, como si no hubiera otra posibilidad de revolución que la que abren las imágenes. A la hora de pensar en los vínculos políticos de la pintura de Ingres con la Revolución Francesa y con la pintura de su maestro David, el pintor asocia directamente tres conceptos: arte, revolución y reforma, como si la función de “lo revolucionario” ya no fuera hacer tabula rasa del pasado, sino, por el contrario, reformar un tejido antiguo, que ya no es negado radicalmente. La lógica formal de David en los primeros años de la Revolución es que no hay tiempo pasado, todo se rehace ex-novo. La lógica de Ingres en 1807 es, sin embargo, la que inaugura el Directorio y continúa el Imperio, es decir, la de aquella “revolución congelada” que llevó, entre otras cosas, a la puesta en marcha del Museo del Louvre como el gran proyecto político de la Revolución: la lógica de la acumulación y conservación de todo para despertar a su vez en todo su higiénica reforma. 2. Ingres y la lógica concentracionaria de las imágenes: museo y fantasmagoría como el despertar de lo bizarro Ingres comienza su carrera en el taller de David en el mismo instante en el que empezaba a ponerse en funcionamiento ese nuevo régimen para las artes, caracterizado por un mercado más abierto, dominado ahora por la burguesía, un papel más destacado de la prensa y de la crítica de arte, la aparición de una incipiente cultura de masas y de la participación en las fiestas revolucionarias o las grandes estrategias de acumulación de imágenes que comienzan en estos años. Entre todas las nuevas estrategias de concentración de imágenes destacan la aparición del concepto moderno de museo como almacén universal, ese gran Louvre con el que soñaban los revolucionarios y que Napoleón pone en pie, y los espectáculos de fantasmagoría de Robertson, que tienen éxito en el París de fin de siglo y su sede en el claustro del Convento de los Capuchinos de París, el mismo lugar donde Ingres, junto con otros muchos artistas, va a ocupar, entre 1801 y 1806, una celda que le sirve de taller mientras espera para salir becado hacia Italia. Se ha mencionado el posible influjo de la fantasmagoría de Robertson en un cuadro como el Ossian de Ingres, pintado en Roma en 1813, donde los fantasmas del pasado, en forma de blancas transparencias, acosan al bardo dormido. La influencia de la fantasmagoría en la obra de Ingres no está sólo en los temas, ni siquiera en la apariencia fantasmal de las formas, sino, ante todo, en la estructura misma de la imagen. La aparición de una imagen sin soporte y sin materia, hecha de luz, constituye el más grande desafío a la mirada que se haya producido en la modernidad, pues despierta los placeres y terrores de una imagen-tiempo que nos saca de nuestra certeza óptica para instalarse en el filo del inconsciente, donde el ojo ya no las tiene todas consigo. Gran parte de la extrañeza que van a causar las obras de Ingres en sus primeros espectadores tiene mucho que ver con esta condición fantasmagórica de las imágenes. Sus cuadros ponen en escena una imagen sin origen, sin causa, flotan en un lugar intermedio. Museo y fantasmagoría van a pone en acción, de diferentes maneras, la misma condición errante y desarraigada de las imágenes. El Museo, sucesor de los Salones de pintura del siglo XVIII, le arranca el lugar a la imagen y la instala en una heterotopía perfecta, un almacén desacralizado que los contemporáneos de Ingres han visto con una devastadora claridad. Resulta inquietante la rapidez con la que a finales del siglo XVIII las obras de arte pierden su uso cultural, su antiquísima capacidad para 14

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establecer e insertarse en un espacio ritual, aún más inquietante es ver como algunos artistas, como Ingres, convierten esta perdida en un motor que les impulsa. Napoleón en el trono, de Ingres, se levanta como una gigantesca trinchera de escombros y citas del pasado donde comparecen todos los precursores como si estuviéramos ante un pequeño museo. Ejemplo de la condición fantasmagórica y museológica de la imagen, pero también el retrato más vivo de la Revolución, de un régimen de imágenes. El cambio radical de trayectoria se produce desde la imagen, razón por la cual ésta es percibida como radicalmente extraña, siniestra. De ahí que a lo largo del siglo XIX abundaran las anécdotas y caricaturas sobre Ingres que le presentaban como un burgués y como un intruso a la modernidad. Lo bizarro, la capacidad de generar asombro, estupor o extrañeza, acosaba a Ingres desde que presentó sus primeros cuadros en el Salón de 1806 y domina toda su vida y no su supuesto “clasicismo”, inexistente hasta 1824, cuando el pintor lo hace surgir para desembarcar con todos lo honores en París. Bizarros les parecían a sus contemporáneos los pequeños cuadritos que enviaría al Salón desde Italia y también sus famosos desnudos, desde la Bañista de Valpinçon (1808) a la Gran Odalisca (1814. Todo caía bajo lo bizarro, cuadros de historia, desnudos o retratos de género como una especie de fatalidad que desvela el medio mismo en el que crece su pintura. Lo bizarro, por mucho que se oculte, transparenta bajo el disfraz de “clasicista” que se construyó Ingres. La bizarrerie, que pudiéramos traducir como extravagancia o rareza, es siempre una experiencia infiel a la naturaleza. Los hombres del siglo XVIII se entregaron a ella con arrojo, una especie de latente manía, que tan pronto se abre a lo bravo, lo fiero, como a lo grotesco o lo delicado. La Revolución Francesa convertirá lo bizarre en la moneda con la que pagar el hastío y el terror. Y es que lo bizarro es una categoría en continua metamorfosis, que despliega y juega con una multiplicidad de significados, imposible de limitar en ninguno de ellos. Las obras de Ingres son termómetros en el imparable ascenso de lo bizarro que se presenta como una figura mutante pudiendo llegar a lo criminal, como diría el Marqués de Sade, el artista de lo bizarro por excelencia. En este sentido, lo bizarro linda con lo sorprendente y lo demasiado vivo, pero también con el mal gusto, lo falso o lo superficial, todo aquello que socava las normas morales. Limita con lo siniestro, lo raro o lo desconcertante, lo fantástico y lo imaginario, todo lo que desborda la previsión perceptiva del sujeto instalándose en una especie de furor óptico y, por lo tanto, de locura. Los románticos van a privilegiar este sentido del concepto bizarre, pero tampoco van a olvidar otro de los significados que aparece con más fuerza en las críticas a Ingres y que le pertenece casi en propiedad: la cualidad heterogénea del espacio, hecho a piezas, construido como una reunión de fragmentos dispersos y distintos, siempre desencajados, sin una lógica interna que los unifique, y “abigarrado”, una cualidad que se hace evidente en cada uno de los cuadros de Ingres, desde El martirio de San Sinforiano (1834) a El baño turco (1862), donde aparece en primer plano la Bañista de Valpinçon (1808), ahora en otra postura, que es la de la Bañista de Bayona, aunque con el mismo turbante y el mismo tono de piel, las mismas sombras y las mismas luces, diferentes a las de sus hermanas en el baño. Automatismo, kitsch, naif, siniestro: esos son los platos fuertes del arte moderno, que parecen condensarse por completo en las obras de Ingres, los mismos que explorarán después Dadá o el surrealismo, y que Picabia, pero también Duchamp, convertirán en una especie de bandera de la modernidad. Baudelaire defensor a ultranza del arte y del papel al que está destinado, se va alejando cada vez más de lo bizarro, a pesar de haberlo sondeado y de haberle dado incluso cierta carta de ciudadanía, para poner en marcha después una teoría de la modernidad, hecha de infinitos y rápidos vistazos a las cosas que nos alejan del escalofrío de sentir que el ojo es aquello que mira el mundo y que se dedica a rastrear en los escombros de lo visible para luego mezclar todas las categorías. En los dibujos de Ingres la permanencia no tiene lugar. Todo se descentra, se desubica, se altera. Son una ficha de sus cuadros, de un material inventariado y clasificado que espera nuestros ojos para darle sentido, ajeno todavía al argumento. 15

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En la dialéctica entre ver rápido, como querrían los impresionistas, y ver lento, como parecía defender Ingres, Baudelaire no lo ha dudado: El pintor de la vida moderna plante una teoría tan fugaz de la mirada que se vuelve completamente imposible el poder hacer operaciones con lo visible, mantenerlo en suspenso o en continuo estado de fábrica. Para Baudelaire, lo visible se presenta de una sola pieza ante el artista y su trabajo parece consistir tan sólo en tener la suficiente predisposición de ánimo para verlo ante él, reconocerlo, como si estuviera empujando al artista, no a cultivar procedimientos pictóricos, sino ciertos estados del alma que le pusieran en comunicación con lo visible. La teoría de la modernidad en Baudelaire es una teoría de la acomodación al medio. Todo ello para olvidar que ver es un trabajo, ese mismo que Ingres, con la continua exhibición de sus procedimientos, le ponía ante los ojos. Las obras de Ingres ya no le pertenecen a él, sino a una especie de óptica pura, abstracta, que se apodera de ellas y las resignifica, desvinculada de razones, intereses, pensamientos y declaraciones del propio artista. Ingres no tiene historia, sólo posteridad, ni puede ser objeto de la historia, sino su agente y su motor. En el discurso rupturista del arte moderno, la manipulación a la que ha sido sometida la obra de Ingres para justificar con ella las cadenas genealógicas del arte contemporáneo ha constituido un paréntesis en el tiempo. Las cosas se revolucionan durante un instante, cortan sus vínculos con el pasado, pero tan sólo para, poco después, volverse clásicas y suturar la herida.

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TEMA 5. LA MODERNIDAD ¿UNA SOLA HISTORIA? El panorama artístico de la primera mitad del siglo XX: es una vorágine simultánea de acontecimientos históricos y sociales, de emergencias y desapariciones de movimientos artísticos en pequeños periodos temporales, así como de personalidades o figuras aisladas que oscilan entre las distintas corrientes, o que deciden emprender el camino en solitario. Inmersas en un contexto devastador cuyos principales protagonistas fueron las guerras mundiales y los regímenes totalitarios, las vanguardias históricas exigen la superación de la larga tradición artística conformada a lo largo de los siglos. Habitualmente se han empleado las delimitaciones conceptuales, cronológicas y geográficas de las distintas vanguardias, así como a los artistas y personalidades claves de las mismas para trazar la historia del arte moderno. Pero es el discurso formalista, la interpretación que concibe el arte moderno como una sucesión lineal, como una serie de progresos encaminados a la consecución de la pura forma la que subyace y recorre la historia del arte europeo de la primera mitad del siglo XX. La abstracción parece haber sido el comodín y Clement Greenberg el responsable de los movimientos claves. 1. La modernidad y la vanguardia. Una primera toma de contacto Modernidad y vanguardia no pueden entenderse una sin la otra. Etimológicamente, modernidad procede del latín modernus, cuya raíz es modus que significa modo, lo justo, lo adaptado con medida a algo particular. Adaptarse con medida y justicia a algo particular implica que el objeto de esta adaptación pertenezca al presente: modernus será entonces “lo acorde con el momento”. Durante la Edad Media, el término modernidad incorporo algunos de los aspectos de la lectura judeo-cristiana de la historia: así, la modernidad, además de referirse a un tiempo concreto, también vendría a implicar que éste es un tiempo irrepetible. Con la llegada de la Edad Moderna, el término se definió a partir de la contraposición versus lo antiguo. Fue en la Edad Contemporánea, cuando se gesto definitivamente la idea de la modernidad, tanto en un sentido histórico como estético. Tras la Revolución Francesa, la revolución industrial y el consecuente triunfo de la burguesía, la modernidad ya no se entendía como una adecuación al tiempo presente, sino como el punto de llegada tras una serie de avances y conquistas en los ámbitos de la ciencia, la técnica y la nueva economía capitalista. La idea de progreso se incorporaba a la concepción histórica de la modernidad. De este modo se gesto la concepción de la Historia moderna con la mirada puesta únicamente en el futuro. Así desapareció el significado de equilibrio y de justicia, dándose paso a la idea de búsqueda incesante de lo nuevo exclusivamente y de su exaltación. A lo largo del s. XIX, como reacción a esta concepción positivista, algunos autores retomaron la definición originaria de moderno en el sentido de la adecuación. Con Baudelaire, la idea de modernidad recuperaba parte de su significado original de equilibrio y adecuación al tiempo presente. En 1790 aparecía La Crítica del Juicio de Kant y con ella una nueva lectura del juicio estético destinada a cambiar la critica del arte moderno. Kant centra sus reflexiones en el análisis del juicio del gusto o juicio estético. La particularidad de este tipo de juicio es que es independiente de los ámbitos teórico, sensorial y estético. Al no estar vinculado a ningún dominio, el juicio estético es libre, autónomo y, al no responder a ningún interés, desinteresado. El arte queda como un lugar independiente del resto de los ámbitos de la existencia que conforma la vida práctica y el juicio estético se inscribirá en la subjetividad al depender del sujeto y no del objeto. Con Kant, la modernidad artística obtuvo uno de los rasgos que más hondo calaría en los siglos posteriores. La categoría de autonomía invadiría tanto el arte en general como la obra en particular, así como el sujeto que obtiene la experiencia estética con su contemplación.

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El termino vanguardia nació a la par que el de modernidad. Procede de la expresión francesa avant-garde, compuesta por avant (antes) y garde (percibir, mirar). Originariamente surgió en el ámbito militar para designar a aquellos que abrían el camino al conjunto de soldados. La vanguardia implicaba ir por delante, ser el primero en mirar y juzgar el panorama para una futura batalla. En la Edad Contemporánea el empleo del término obtendrá toda su significación. Ya a finales del s. XVIII, incorporaba connotaciones políticas y revolucionarías derivadas de su contexto histórico. Olinde Rodrigues, en L’Artiste, le savant et l’industriel publicado en 1825, formuló la completa fusión de la vanguardia en su sentido militar con el papel del artista en el mundo contemporáneo. En 1845, el término vanguardia aparecía por primera vez en una crítica de arte. Desde ese momento la vanguardia sería casi omnipresente en los textos consagrados a la creación artística. Así fue como se instauró el sentido de vanguardia y pasó a designar a los artistas avanzados, a aquellos que criticaban y rechazaban la tradición en su deseo de abrir nuevos caminos en la historia. En consecuencia, la vanguardia se comenzó a asociar a la mentalidad progresista propia de los grupos de izquierda. En razón de su posición de adelantado y en función de las armas que poseía, el artista de vanguardia había adoptado el papel de visionario. Sería él quién contemplaría el destino de la humanidad, quién iría marcando los pasos, acelerándolos, para lograr su realización. Fue en el s. XX, con la eclosión de las vanguardias históricas, cuando la vanguardia en su sentido artístico llego a su máxima expresión. La misión de abrir el camino se radicalizó hasta el punto de aniquilar el pasado. Instaurar el culto a lo nuevo. La afirmación de Bakunin “Destruir es crear” pasaba a convertirse en el estandarte adoptado por gran parte de los ismos de la primera mitad del s. XX. Destrucción del pasado y de su tradición. En 1845, modernidad y vanguardia comenzaron a funcionar simultáneamente. Ambas han puesto en marcha la máquina discursiva del arte contemporáneo, pero son independientes y distintas. La vanguardia estaría a la cabeza, principalmente dedicada en abrir paso, en ser el primero en invadir el espacio y en observar lo que está por venir. La modernidad, a su espalda, consciente del avance mantiene un mayor equilibrio en su relación con el espacio y con el tiempo, ya que conoce lo que deja atrás e intuye, con la calma y la seguridad de tener a alguien por delante, lo que va a ser el camino del futuro. La modernidad es un término que, al implicar el poder mirar hacia el pasado y hacia el futuro sin quedarse estancado en el primero ni lanzarse de cabeza al segundo, se refiere a la adecuación equilibrada al presente, al propio tiempo. En este sentido, el término puede utilizarse en cualquier periodo a partir de la Edad Moderna. La vanguardia, en tanto voracidad por el futuro y aniquilación por el pasado, es término que ha de entenderse en el contexto del siglo XX, aunque el término comenzó a emplearse en el siglo XIX. 2 La narrativa de Clement Greenberg: De Manet y Cézanne hasta Jackson Pollock Fue en 1839 cuando aparecía por primera vez el nombre de Clement Greenberg firmando una crítica de arte, “Avant garde and Kitsch”, iniciando una serie de artículos con los que se generaría el discurso del arte que se conoce como formalismo. El panorama artístico norteamericano de los años cuarenta estuvo marcado por el triunfo definitivo del arte moderno. Los cimientos para el nacimiento de una nueva critica de la que Greenberg sería el principal representante estaban ya puestos con la fundación del MoMa de Nueva York en 1929, la profesionalización de la crítica de arte, la superación de la pintura regionalista impulsada en los años treinta en contraposición al nuevo arte europeo…. Es en el contexto político donde hay que buscar las causas definitivas de este cambio. Norteamérica confirmaba que el fascismo se había extendido por toda Europa. La condena del comunismo a raíz de la guerra fría invadía todos los ámbitos. La figuración pictórica, predominante en el panorama artístico norteamericano en los años treinta. El 18

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realismo, asociado con la propaganda fascista y el arte de denuncia social soviético, quedó desterrado. A raíz de estos acontecimientos Norteamérica comenzó a forjar su identidad, tanto política como artística, en contraposición a Europa. De la situación internacional solo podía deducirse que Norteamérica era el único lugar donde descansaban los valores democráticos. Y con la entrada de los nazis en París en junio de 1940, se encontraron los argumentos perfectos para extrapolar el mismo discurso al ámbito del arte: París, el centro de la cultura occidental, el núcleo de la modernidad artística y de la vanguardia, había llegado al fin de sus días. La presencia de artistas y obras procedentes de Europa en Norteamérica iba a confirmar lo que estaba a punto de suceder: Nueva York iba a tomar el relevo y convertirse en el centro artístico de Occidente. Para ello tendría que pasar unos años. Antes era preciso encontrar, construir un arte Norteamericano que encajase en este nuevo espíritu, así como el aparato teórico que lo sustentase. Y es aquí donde entró en escena Clement Greenberg. Como un antecedente a tener en cuenta está Alfred Barr, el primer director del MoMa. Los diagramas del arte creados con ocasión de algunas de las exposiciones organizadas en el museo, introdujeron una construcción del arte basada en la historia entendida linealmente. Como ejemplo el diagrama que acompaño la exposición “Cubism and Abstract Art” de 1936. En él, todas las manifestaciones artísticas occidentales y no occidentales, generan una historia de arte compartimentado que, a partir de sus relaciones, llegan a un mismo destino: el arte abstracto. Greenberg relataría su historia del arte moderno del mismo modo. En el ensayo Avant garde and Kitsch se reivindica una idea concreta de la vanguardia frente al movimiento cultural nacido de los medios de masas, el Kitsch. A diferencia de éste, la vanguardia nace de una conciencia histórica superior a partir de la cual obtiene las armas necesarias para analizar las causas y los efectos de la situación de su tiempo, y en consecuencia, para ejercer la crítica social. Esta capacidad analítica de la vanguardia es la que ha llevado a decidir su alejamiento del orden burgués imperante y de sus valores. Puesto que dentro de estos valores se incluye la ideología, la revolución y lo público, la vanguardia rechazara cualquier contacto con la política y la sociedad y pasará a replegarse sobre sí misma. Según Greenberg, la vanguardia se inscribe en un ámbito metafísico, en un lugar separado de la existencia, en el que el imperativo es la búsqueda de lo absoluto. Considera que el artista de vanguardia, en su búsqueda de lo infinito, imita a Dios y genera obras autónomas, “algo que sea válido por sí mismo, algo dado, increado, independiente de significados similares u originales”. En su explicación del arte moderno Greenberg, recurre a la idea de autonomía introducida por Kant. Es esta búsqueda de obras autónomas la que lleva a la vanguardia a replegarse sobre sus medios y sus procesos. Separada de la esfera social y política, por tanto del contenido, la obra de arte de vanguardia rechaza cualquier experiencia exterior y se centra en sí misma. Nada de presencia de valores ajenos al ámbito de creación. La pura forma, el arte por el arte. Es de esta forma como el arte obtiene la libertad. Nada de depender de algo o de alguien. La pintura ya solo podrá ser pintura en un único sentido, el formal: mancha, trazo, color y superficie. Así Greenberg estableció los rasgos que caracterizaron al formal arte moderno: autonomía, repliegue sobre los propios medios y, en consecuencia, unidad, pureza, abstracción. Ya solo quedaba, a partir de ellos, construir la historia de este arte, una historia que se explicaría desde el impresionismo hasta Jackson Pollock como la sucesión de logros en la búsqueda de la pureza formal. Para Greenberg todas las vanguardias europeas habían trabajado en la conquista de la abstracción, todas se habían replegado sobre sus medios excepto el surrealismo, excluyéndolo de su narrativa. Greenberg entiende que el interés surrealista por “el sujeto exterior” constituía un paso atrás en la conquista de la autonomía por parte del arte moderno, tachando el surrealismo de reaccionario y excluyéndolo de su génesis del arte moderno. 19

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El pensamiento de Greenberg estuvo marcado en sus inicios por ideas políticas de izquierdas. En Avant garde and Kitsch puede apreciarse una mezcla entre marxismo, comunismo y trotskismo, en la que se basaba su socialismo de aquella época y que en escritos posteriores desaparecerá casi por completo. Las sospechas hacia el comunismo impusieron un discurso moderado y aséptico, que en el caso de Greenberg derivó en una interpretación formalista del arte. En la idea de la unidad que se deriva de su concepción formalista del arte ha de verse la influencia Hegel: la unidad en la obra de arte resuelve las contradicciones y las polaridades propias de la dialéctica. En 1960 publica la síntesis de su corpus teórico: Modernist Painting. Si bien los años cuarenta estuvieron marcados por el concepto de vanguardia analizado en su artículo de 1939, a partir de la segunda mitad de los años cincuenta será la modernidad el concepto protagonista de sus escritos. El arte moderno es concebido por Greenberg como un proceso histórico en que la tradición juega un papel fundamental. Los logros y avances hacia la culminación del arte moderno solo son justificables como una superación de lo anterior, solo pueden entenderse como una continuidad en la que hay planteamiento, nudo y desenlace. El origen de los planteamientos se encuentra en Kant y en su introducción de la autocrítica en el pensamiento. Greenberg narra la historia de la pintura moderna como una sucesión de victorias en la autocrítica y en la autodefinición. Una de las consecuencias sería la crisis de la pintura de caballete, caracterizada por su función decorativa, en pos de la pintura que Greenberg denomina All-Over (por todas partes), una pintura que se extiende por toda la superficie, sin centros ni elementos predominantes. Aunque fue con Manet cuando las obras pictóricas comenzaron a evidenciar su carácter plano, Greenberg considera que no fue hasta el impresionismo cuando la pintura se alejó de la contaminación tridimensional de la escultura para reivindicarse como una “experiencia puramente óptica”. Serán las obras del último Monet las que más interesen a Greenberg. Cézanne materializó la culminación de esta primera etapa hacia la pureza formal. Greenberg reconoce en él el primer intento ponderado y consciente por salvar el principio clave de la pintura occidental) de los defectos del impresionismo. En la narrativa formalista, la segunda etapa en el proceso hacía la abstracción se construiría a partir de las vanguardias históricas. Los cubistas constituyen uno de los pilares básicos del relato. En su lectura del cubismo, juzgará tanto técnicas como artistas en función del mayor o menor triunfo en la batalla de la abstracción. Greenberg incluirá en su narrativa al padre de la abstracción. Será Kandinsky una de las pocas figuras del expresionismo que ocuparán un lugar en la narrativa greenberiana. Marcado en sus inicios por la influencia de Cézanne y del cubismo, Kandinsky fue capaz de “anticipar el futuro” de la pintura moderna (la no figuración). Los rasgos definitorios de la pintura (el carácter plano de la superficie, la geometrización, etc.) se convirtieron en fines para Kandinsky. Sus obras más importantes fueron decisivas en la evolución hacia la espiritualidad del arte moderno aunque no su culminación. Las aportaciones de Mondrian son consideradas, igualmente, como un peldaño en el camino hacia la culminación de la pintura moderna que encarnó Norteamérica. Su relevancia, para Greenberg, reside principalmente en haber lanzado uno de los ataques más furibundos a la pintura de caballete. La tercera y última etapa, el desenlace de la historia, se materializará con lo que se ha considerado la última de las vanguardias: el expresionismo abstracto. La pintura de tipo americano nacería tras la asimilación de todo el proceso: las aportaciones de Picasso, Léger, Kandinsky y Mondrian fueron los puntos de referencia a partir de los que dar el salto. Una vez entendida y superada Francia, podía lanzarse a Norteamérica.

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En torno a la década de los cuarenta aparecieron en Nueva York los nombres de aquellos que se erigirían como los principales representantes de este movimiento: Hans Hofmann, Arshile Gorky, Willen De Kooning, Franz Kline, Barnett Newman, Jackson Pollock… Los críticos del nuevo arte moderno introdujeron las denominaciones con las aglutinar a los distintos artistas y con los que lanzar a la nueva vanguardia pictórica. En 1946, el crítico Robert Coates introdujo el término “expresionismo abstracto” refiriéndose a la obra de artistas como De Kooning, Gorky y Pollock. Con él designaba la tendencia de los pintores que, partiendo de la tradición francesa, siguieron el camino de expresionistas alemanes, rusos o judíos, con el fin de romper, mediante el arte abstracto, con el cubismo tardío. En la década de los cincuenta fue el crítico Harold Rosenberg quien introdujo la expresión “action panting” para referirse a los pintores abstractos norteamericanos, expresión solo aplicable según Greenberg a ciertos casos como Kline, De Kooning y Pollock. En estos artistas se observaba la superioridad del arte norteamericano: su frescura y espontaneidad, el estricto uso de los medios y no de los fines, la osadía de soluciones, la concepción de la superficie, su unidad, la realización en grandes formatos. Todo confirmaba Nueva York como el centro artístico del mundo. La escuela de Nueva York materializaba la culminación de la tradición moderna y el nacimiento de la última gran vanguardia artística. Las discordancias en este discurso formalista se anularon englobándolas bajo la denominación de “Academicismos”. La figuración nunca se dejo de cultivar en Norteamérica y dio sus mejores obras durante las mismas décadas en las que parecía solo existía el expresionismo abstracto, siendo excluida de los anales de la historia. Pero pronto comenzaron a levantarse voces contra los olvidados. A finales de la década de los cincuenta el discurso de Greenberg pasó a ser objeto de fuertes polémicas y discusiones. Se abría el camino a nuevos discursos para el arte contemporáneo. 3. Recovecos y puntos defuga Una brecha es el resquicio por donde algo comienza a perder su seguridad. Un recoveco en el cual y desde el cual son impensables ya la homogeneidad o el equilibrio. Desde finales de los cincuenta, el discurso de Greenberg se mostraba repleto de brechas. En 1957 Allan Kaprow interpretaba a Jackson Pollock no por sus obras, sino en función de lo que las generaba. “El legado de Pollock” era haber introducido la acción en el arte, el haber abierto la puerta del happening. Pollock no era únicamente el artista heroico y atormentado que llevo la pintura al cenit de la abstracción. Existían otros Pollocks al margen del que nos habían contado, otros Picassos, otros impresionistas… La forma como patrón para describir, clasificar y explicar la historia del arte quedaba deslegitimada. La lectura de Kaprow no sería la única. Una vez las brechas y recovecos de la narrativa formalista estuvieron al descubierto, solo quedaban trazar los puntos de fuga. Nuevos discursos.

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TEMA 6: GREENBERG CONTRA LAS CUERDAS O LA APERTURA DE MIRAS. LA HISTORIA Y SUS RECOVECOS. Tras la Segunda Guerra Mundial nada volvería a ser lo mismo, se había desatado la desconfianza, la sospecha a partir de la cual nacería el pensamiento posmoderno. El proyecto histórico de la modernidad que se había iniciado con la Revolución francesa se había quedado sin argumentos. 1. La modernidad posmoderna El Terror de Auschwitz había desmantelado la lógica moderna. Sólo quedaba revisar los conceptos que habían articulado un discurso sobre la Historia que había fracasado, ejercer la crítica y construir otros nuevos. 1.1. La posmodernidad, ¿quién es? El discurso moderno, basado en la universalidad y en el progreso, ya no podía seguir siendo considerado como portador de verdades absolutas y desinteresadas. Ya no había que ser absolutamente moderno, de este modo el pensamiento dejó de estar condicionado y pasó a ser una condición. La condición posmoderna. Si nos preguntamos el quién, introducimos al sujeto en nuestra reflexión y no perderemos de vista que es alguien concreto quien está detrás del discurso y en el discurso. No quedará lugar para las abstracciones. El objeto tendrá que ser considerado en función de quien lo percibe, lo nombra o argumenta a partir de él. Se hablará desde los hombres para los hombres. Sin un punto de partida, sin un rumbo marcado ni un destino de llegada, al hombre le había llegado la libertad de elegir, de trazar, los futuros recorridos. 1.2. No una Historia sino varias. A pesar de diferenciarse en sus fundamentos teóricos, lo posmoderno está ligado a lo moderno, su pensamiento surge desde la crítica al discurso de la modernidad. Pero la relación que lo posmoderno tiene con lo moderno no es una cuestión de sucesión cronológica, es una relación dialéctica. Si definiésemos la posmodernidad a partir de parámetros cronológicos estaríamos insertándola en el relato lineal de la Historia propia de la modernidad. Es la condición posmoderna por excelencia, la crítica que nace de la sospecha ante lo establecido, quien produce el continuo renacer. Una sospecha que se dirigirá hacia todas direcciones, reinterpretando y haciendo nacer nuevos discursos. De una única línea se pasará a la pluralidad de ellas. Ya no habrá una sola Historia, sino historias trazadas desde muy diversos puntos y en distintas direcciones que podrán ser simultáneas e, incluso unas dentro de otras. 1.3. Y... ¿el arte? Nuevas consideraciones sobre la modernidad y la vanguardia. Las sospechas lanadas al discurso moderno sacarían al arte de su cueva. Al cuestionarse las proclamas modernas, cayeron las ideas que habían mantenido al arte alejado del mundanal ruido. El arte fue quitándose el lastre de las abstracciones que lo habían insertado en una única narrativa, la formalista encarnada por Clement Greenberg. Ahora que se había acabado con la idea de una Historia y que se había recuperado al sujeto, las obras de arte podían reinsertarse en las realidades históricas. El arte volvía a recuperar su conexión con la vida. El tema y el contenido de los que el discurso formalista había huido reaparecían. A los olvidados les llegaba la hora de la revancha. Clement Greenberg se encontraba contra las cuerdas. La mayor parte de los ataques se dirigieron hacia la noción de autonomía en el arte. Fue a partir de esta categoría, como Greenberg había argumentado el repliegue del arte sobre sí mismo y su alejamiento del mundo en pos de la abstracción. Las distintas reflexiones que fueron lanzadas en torno a la autonomía en relación con el arte de vanguardia introducirían nuevas significaciones que, en líneas generales, inscribieron a esta categoría en el ámbito de la Dialéctica. Peter Bürger en su Teoría de la vanguardia, señala que la vanguardia no puede entenderse como un lugar ajeno a la realidad y dedicado a la consecución del absoluto. La vanguardia se define por la labor de autocrítica, por haber cuestionado el arte en su 22

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totalidad. Nada de recrearse en los propios medios para exponerlos en su estado de mayor pureza sino desarticulación y deslegitimación del propio lenguaje y de sus valores, sus receptáculos y sus receptores. La crítica inherente a la vanguardia iba a poner en tela de juicio a los museos, al mercado del arte, a los valores asociados a las obras, incluso a la misma categoría de obra de arte. Muchas habían sido las causas que habían llevado a esta situación. El triunfo de las instituciones burguesas había traído consigo la progresiva separación entre la vida y el arte. Ahora se trataba de lograr la conciliación entre ambas, o lo que es lo mismo negar la autonomía del arte. La negación de la autonomía tenía unos objetivos claros. Por un lado, negar los valores de autosuficiencia e individualidad característicos a la clase burguesa. Por otro, también se pretendería descubrir las contradicciones latentes en este concepto. Una vez desmantelada la categoría de autonomía del arte, la respuesta a la estética del arte por el arte que Walter Benjamin había descrito como la teología del siglo XX fue una antiestética. Una antiestética que desplegaría su ataque a partir de estrategias de negación que contestarían todos los aspectos introducidos con la noción de arte autónomo y que iba a significar algo así como la desacralización de la obra de arte. La obra de arte dejará de ser algo aislado para convertirse en algo participativo. Ahora la obra de arte tendrá una función, ya sea ésta política, social o educativa. Además de materializarse en los ready-mades, esta antiestética tuvo en el montaje uno de sus mayores exponentes. El montaje era una técnica propia de esos nuevos medios de reproducción y comunicación como la fotografía y el cine con los que el arte había pasado a ser un lenguaje de masas que procedía a partir de fragmentos. La obra de arte basada en el montaje, formada a partir de fragmentos, al revelar la ruptura de la unidad destruye cualquier posible lectura unívoca. Ni la forma ni el contenido estarán sujetas a las normas lógicas que rigen nuestro modo de entender el mundo: el ojo y la mente no tendrán lugar donde asentarse. Se está buscando no cerrar la obra, no cerrar sus significados, apelando a la participación libre y creativa del receptor en la búsqueda de posibles sentidos a la obra. 2. La crítica y la mirada. Rosalind Krauss y El inconsciente óptico Heredera del espíritu crítica presente desde la misma década de los cincuenta, sería la revista October donde se condensaría la pluralidad discursiva con la que cuestionar el canon de la modernidad. El deseo principal de la revista sería finiquitar la separación disciplinar así como introducir los discursos excluidos por el pensamiento institucionalizado. Para Krauss, lo verdaderamente interesante de la crítica es el método. Este método consiste en lanzar preguntas a los enunciados inamovibles que han imperado en la construcción del arte moderno. A pesar de invocar continuamente a la Historia, la crítica de la modernidad nunca introdujo en su discurso la temporalidad de los hechos históricos por el hecho de haber considerado a la Historia en abstracto y no como un relato de alguien. No existía, por tanto, el espíritu crítico en el discurso de la modernidad sino sólo inocencia. Consciente de las brechas del discurso moderno así como de su subjetividad, Krauss se dedicó a rescribir y desmitificar la modernidad y la vanguardia. La relectura de la modernidad de Krauss se materializaba en El inconsciente óptico. Con esta obra, aparecida en 1993, la narrativa greenberiana se vería contestada en una de sus cuestiones fundamentales: la opticalidad. 2.1. Una alternativa (plural) al ojo puro. En su exaltación del repliegue sobre el propio medio, Greenberg caracterizaba la pintura por generar un espacio de pura opticalidad, un ojo en estado puro. Con esta opticalidad se cerró la posibilidad de mirar con otros ojos. Una visión única y exclusivamente retiniana, una opticalidad cada vez más abstracta y abstractiva.

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Frente a este sistema de narración cerrado, que sólo permite establecer relaciones ópticas, Rosalind Krauss va a proponer el concepto de inconsciente óptico. Frente al sistema cerrado y reductor generado por una opticalidad pura, el esquema de Jacques Lacan donde Krauss se apoya, se muestra más abierto al ser concebido como un ciclo. En este esquema, las relaciones que se establecen entre sus elementos estarán mediatizadas por el reflejo, por el espejo y estarán determinadas por las proyecciones imaginarias y el inconsciente. Mediante el esquema lacaniano, Krauss logrará sortear el reduccionismo y el estatismo de la opticalidad moderna. Asimismo, dotará a la mirada de algo más que de sus ojos. Y al colocar el inconsciente en el origen de la conciencia, evitará cualquier tiranía proveniente de la lógica. 2.2. Marcel Duchamp y el arte anti-retiniano. Marcel Duchamp ocupa buena parte de las reflexiones de El inconsciente óptico por su rechazo del arte retiniano. Duchamp, inclasificable, no jugo ningún papel en la narrativa greenberina. La mirada que reivindicaba para el arte es el aspecto que interesa a Rosalind Krauss. En 1912 ya podía leerse entre líneas la pasión de Duchamp por el campo de la óptica en ese híbrido cubista-futurista que es el Desnudo bajando una escalera. Duchamp estaba interesado en el modo en el que un espacio ilusorio podía ser cortado, desmembrado en el plano pictórico. Era otro concepto de ojo el que estaba persiguiendo. Sus obras experimentaron a partir del estudio de los distintos puntos de vista que el ojo puede adoptar, introduciendo la manera en que los modos de visión se descomponen. Duchamp ya estaba jugando con las anamorfosis: una imagen puede presentarse deformada y descompuesta a la espera de que, en función del punto de vista y de la distancia de contemplación, sea reconstruida visualmente. Fue en 1919 cuando la maquinaria óptica duchampiana encontraría los fundamentos teóricos. Ese año, Louis Farigoule, publicaba su estudio La Vision extra-rétinienne et le sens paroptique donde sostenía que más allá de los ojos existe un tipo de visión ligada al cuerpo entero. Esta visión táctil, corpórea, fascinaría a Duchamp por materializar aquello en lo que llevaba tanto tiempo reflexionando. Duchamp ya podía describir el arte que le interesaba a partir de un concepto negativo: la anti-retina. Por esos mismos años, también descubriría otro escrito fundamental para su producción, la obra de Camille Revel, Le Hasard, sa loi et ses conséquences dans les sciences et en philosophie. Duchamp incorporaría el azar, uno de los conceptos clave en el dadaísmo y en el surrealismo y especialmente vinculado a la actividad del inconsciente. Fue a partir de esta combinación como se atacarían los fundamentos tradicionales de la visión: la visión ya no tenía que ver con los ojos y no estaba regida por leyes necesarias sino por el capricho, por lo imprevisto. La tarea de un óptico de precisión como Marcel Duchamp era ir más allá de los ojos para apelar a la materia gris, a los conceptos, a las ideas. Este concepto de visualidad intelectual encontraría su máxima expresión en el proyecto realizado entre 1945 y 1946, Étant Donnés: 1º la chute d'eau, 2º le gaz d'eclairage. Ante una obra como esta, afirmaba Duchamp, lo que se requiere no es un observador sino un voyeur. Un voyeur, puesto que es a través de un agujero en la puerta por donde penetrará la mirada que, en tanto está expuesta a ser descubierta en su acto de vulneración de lo vedado a los ojos extraños, tiene consigo la consciencia de ser cuerpo. Es en esta máquina óptica desencadenante de los deseos ocultos, donde Krauss encuentra uno de los ejemplos más ilustrativos de su concepto de inconsciente óptico. 2.3. La mirada mecánica o prefabricada: los overpaintings de Max Ernst. Existen más miradas en las que Krauss detectará las pulsiones del inconsciente y una de ellas es la visión mecánica o prefabricada y volverá a Lacan para explicar estos nuevos ojos. De la escisión entre el ojo y la mirada, el sujeto elabora representaciones propias, personales, de los objetos que pueblan el mundo exterior quedando subsumidos en la construcción de su identidad y de su historia. De nuevo el inconsciente vinculado a la visión y la visión vinculada al inconsciente. Este es el mecanismo a partir del cual surge la visión mecánica o prefabricada que Krauss encuentra en Max Ernst. 24

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Son precisamente su Übermahlung, sus overpaintings, las obras que mejor representan el concepto de visión mecánica. En estas imágenes, la cuestión de lo prefabricado se aprecia en dos sentidos. Por un lado, su técnica se basaba en una materia prima “ya hecha”: la pintura, ya en forma de tinta o de gouache, se aplicaba sobre imágenes extraídas de revistas de la época generando otras nuevas. Por otro lado, el tono onírico y la libra asociación de conceptos de los overpaintings, resulta casi la representación gráfica de ese nuevo espacio del significado descrito por Lacan. Para reconciliarse con un mundo del que se encuentra escindido y mediante un resorte mecánico inconsciente, el sujeto se apropia de los objetos y de las relaciones existentes entre ellos, generando nuevos significados. Unos significados libres, ajenos a la lógica del estado consciente. El ejemplo al que Krauss dedica más atención es el overpainting titulado La chambre a coucher de 1920, pues en él la mirada mecánica ha conllevado la absoluta destrucción de los principios de la visión retiniana. Ernst partió para su elaboración de una reproducción en la que se representaban numerosos animales así como algunos muebles y plantas. Aplicando sobre ellos la pintura, Ernst fabricaría “otra escena”, una habitación. Al fondo, un oso y una oveja, en primer plano a la izquierda, una ballena, un murciélago y una serpiente, y a la derecha una serie de muebles. La habitación sobrepintada por Ernst surge como un espacio de lo imposible. El campo visual ha quedado aniquilado desde dentro que al igual que los objetos que en el se encuentran responde únicamente a la reapropiación mental inconsciente y espontánea que el sujeto ha hecho de ellos. 2.4. Nuevos conceptos para nuevas miradas. El pensamiento de Georges Bataille. Rosalind Krauss se propone encontrar nuevos significados para la forma, uno de los conceptos fundamentales en la visión retiniana. Si hay miradas distintas, no puede haber una única idea de forma, y a la inversa, si el concepto de forma resulta ser polisémico, las miradas que generen serán, asimismo, plurales. A partir del escritor francés Georges Bataille irán surgiendo los conceptos con los que Kraus estructura el cuarto capítulo de su ensayo. Para Krauss, lo informe debe considerarse como algo que la propia forma genera, como una lógica que actúa lógicamente contra sí misma desde dentro de sí misma, la forma que genera la heterológica. Esta idea de un diálogo entre la forma y lo informe se aclara si se piensa en el concepto de metamorfosis. La metamorfosis es un concepto que se aplica a todos los procesos en los que un objeto o un ser cambian de forma. Y nada se escapa al cambio. La forma no puede ser algo determinado y cerrado para siempre, es en sí misma, heterogénea, metamórfica, contiene los principios con los que iniciar procesos de cambio. El arte trabajará la idea de forma desde la concepción de su mutación, desde lo informe. Dos son los ejemplos de informe proporcionados por Krauss. El primero es el nuevo orden de lo no-visible surgido a partir de los que Dalí llamaba un “objeto psicoatmosférico anamórfico”: ciertos objetos son susceptibles de ser reconocidos confusamente, de ser confundidos o asemejados con otros objetos, generándose de esta percepción anamórfica ese nuevo orden de lo no visible que Dalí llamaría informe. El segundo es la obra de Alberto Giacometti Bola suspendida, uno de sus “objetos móviles y mudos”. Para Bataille, todos los materialismos, a pesar de haberse proclamado defensores de la materia en el mundo frente a aquellos que sólo veían ideas, no habían sido sino otro idealismo más. En su exaltación de la materia, acabaron por darla forma, por convertirla en una idea abstracta. El materialismo bajo a que se refiere Bataille fue lo que practicaron los gnósticos. En su aceptación de la materia en todas sus manifestaciones el gnosticismo se alejó de los ideales para quedarse en el mundo de la heterogeneidad. Es en el mundo del materialismo bajo, libre de las abstracciones autoritarias del idealismo, donde hemos de situar el concepto de lo informe. Y es en el reino de lo informe que es el materialismo bajo donde ha de entenderse también el concepto de duplicación. Puesto que la forma, al definirse como heterogénea y metamórfica, es informe, no tendrá

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contornos ni una figura concreta, no tendrá unos límites que marquen su interior y su exterior. Sus cambios tendrán que ver con el espacio en el que se inserta. Puesto que el mundo del materialismo bajo ha descendido de las alturas para instalarse en la tierra, en sus sombras y tinieblas, el sol no puede sino ser considerado como pútrido. El sol, metáfora del conocimiento y de la verdad siempre constituyó la máxima aspiración del idealismo. En cambio, en el mundo del materialismo bajo, donde la mirada al cielo se ha visto reemplazada por la conciencia de tener los pies en el suelo, el sol se revela como un arma de doble filo; ya no ilumina sino que ciega; el ascenso hacia él ya no se considera sanador y necesario sino un peligro que tiene como irremediable fin la caída. En lo que respecta a la fauna, serán los insectos los seres principales de este mundo y, más concretamente, esos insectos en los que se da la mímesis. La mantis religiosa acaparará la atención, pues en ella se da el fenómeno del mimetismo hasta el extremo. El hombre de este mundo posee una estructura corporal particular. Es un hombre sin cabeza, el hombre del materialismo bajo no es el hombre de las ideas sino el hombre del suelo, el hombre de la materia, de la tierra. La acefalia de este hombre ha de entenderse, no como una mutilación, sino como una liberación. En el mundo del materialismo bajo, la cabeza perderá la importancia de la que había gozado en otros pensamientos, pierde su significación. En este sentido, la cabeza pasará a ser algo inerte. Pero en el sentido físico, la cabeza seguirá existiendo. El ojo del hombre sin cabeza no captará lo que observa en función de la lógica: sus mecanismos serán la asociación, la combinación, la sustitución, todos los recursos que generan la imagen y no el concepto. La boca será el lugar a partir del cual reestablecer los vínculos con la animalidad. En el momento en el que la cabeza gira, dejándose caer hacia atrás, y se produce la alineación de la boca con el resto del cuerpo, el hombre recupera la geometría animal En este mundo donde se reivindican las tinieblas, la materia baja, y donde el sol ha pasado a ser algo pútrido, el arte sólo pudo comenzar en las cuevas. En asentamientos informes y no definitivos. Y con materias bajas, de desecho. Se empezaron a pintar las superficies por el mismo hecho de violentarlas. El arte poco tuvo que ver con la aspiración creativa, fue una cuestión más bien vinculada con el sadismo. La oscuridad y el sadismo también se encuentran en esa estructura primitiva que es el laberinto. Pero también se dan otros factores que lo vinculan al arte que requiere este mundo de lo informe. Es la máxima expresión de la cabeza libre que supera los imperativos y el utilitarismo para dejarse embarcar en todas las combinaciones posibles, lejos de la forma. 3. ¿Un arte autónomo? Jean Clair y el compromiso del artista con la realidad De la mano de Jean Clair se abordara la innegable relación del arte moderno con la realidad, cuestión tampoco contemplada por Greenberg. Fue a partir de la década de 1980 cuando la demanda posmoderna de realismo se materializaría definitivamente. Con numerosas iniciativas revisionistas del arte moderno se contestó a la historiografía greenberiana: el artista de vanguardia, lejos de estar encerrado en la esfera autónoma de la forma pura, estuvo comprometido con la realidad, tanto desde un punto de vista político como representacional. Lo que destapaba era la estrechez de miras de la narrativa formalista. Europa y Norteamérica estuvieron siempre repletas de realismos que ahora iban a ser recuperados. Las investigaciones de Jean Clair han continuado ahondando en el compromiso con lo real que siempre acompañó a la modernidad artística. Reivindicará el papel de la tradición artística en la gestación y desarrollo de la vanguardia, considerará al artista desde el punto de vista de su compromiso con la realidad y recuperará numerosos movimientos artísticos que en la historiografía anterior habían quedado relegados a un segundo plano. 3.1. Furor melancholicus. Con el concepto de melancolía Jean Clair trazará su interpretación del arte de entreguerras.

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Desde sus mismos orígenes la melancolía ha estado vinculada irremediablemente a la creación. El humor pesado que es el melancólico se definía como un sentimiento de tristeza y de desapego respecto al mundo, en un estado de reflexión tortuosa, en la condición previa para la creación: la soledad. El melancólico buscará mediante la creación el modo de comprender el mundo y, de este modo, encontrar su sitio en él. Para Jean Clair la melancolía alcanzó su expresión más radical en la época contemporánea. Es a partir de la melancolía como Jean Clair se acercará a los distintos movimientos artísticos que se dedicaron a la aprehensión de esa realidad inerte y desmembrada que fue la época moderna. Unos movimientos que cultivaron el realismo y que tuvieron en Giorgio De Chirico su punto de partida. Es a este artista a quien Clair dedicará buena parte de sus reflexiones. La pintura metafísica de De Chirico es un conjunto de imágenes resultantes de la mirada del estupor y del extrañamiento ante el mundo. Los objetos no guardan relación entre sí, y tampoco con el espacio que ocupan. Su realidad está fragmentada y sin ningún tipo de relación, su ámbito es el de lo inerte. En el universo pictórico de De Chirico, las plazas han pasado a estar vacías, sus paseantes se han convertido en estatuas e incluso las musas han perdido todo rasgo humano para pasar a ser simples maniquíes. Todo se sume en la soledad y el silencio. Es en la pintura metafísica de De Chirico donde Clair encuentra la materialización de la dialéctica característica de la contemporaneidad. En sus paisajes urbanos aprecia tanto la realidad terrorífica instaurada en nombre del progreso como la nostalgia por la serenidad del pasado. Las perspectivas y las estatuas clásicas conviven con relojes de estación, máquinas de vapor y cañones. Giorgio De Chirico no será el único caso de la melancolía moderna que analiza Clair. También será observada en otros artistas italianos como Carlo Carrá, Mario Sironi, Felice Casorati o Arturo Martini y, en Alemania, donde para Jean Clair, se materializaría más claramente en el realismo mágico alemán. Será en el movimiento surgido en la década de 1920, la Neue Sachlichkeit o Nueva Objetividad, donde Jean Clair encuentre el mayor ejemplo de tremendismo. Los temas representados, si bien se encuadran en el, son más descarnados haciendo que el contenido de sus obras sea políticamente más explícito. La nueva objetividad que se quiere representar es el mundo de una Historia decadente donde sólo queda lugar para ambientes corruptos y para personajes grotescos. Dos son las actitudes que Jean Clair ha señalado como resultado de la mirada melancólica moderna: la vuelta al pasado, ya sea como reencuentro con el orden del mundo clásico o como constatación de la prolongación de sus ruinas en el presente y la representación negativa de la realidad actual que no se comprende. El artista ha optado por separarse de la pura forma eligiendo la representación crítica de la realidad, los ojos que van más allá de las formas. El artista melancólico ha de entenderse, por tanto, como un artista responsable. 3.2. La responsabilidad del artista. El artista al que se refiere Clair pertenece al periodo de las vanguardias y responderá de la realidad en la que está inmerso. Jean Clair analiza la situación política y artística de la Europa de preguerra caracterizada por la vuelta a la iconografía medieval que tendrá un papel más que relevante en el campo de batalla que estaba preparando el nacionalsocialismo. Una de las imágenes más célebres de Hitler representa a éste como un caballero medieval, a caballo, avanzando con la mirada al frente, y portando un gran estandarte con el símbolo solar característico del nazismo. A partir de esta imagen se observan dos de las cuestiones que para Clair son fundamentales en la construcción del nazismo como ideología y como iconografía: su vuelta melancólica a las raíces del pueblo germánico como modo de establecer una identidad de tintes míticos y la consecuente relación con el arte que hubo de establecerse para semejante propósito.

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En el deseo de recuperación del espíritu germánico había que establecer un vínculo con el arte en el que pudiera leerse las características del pueblo alemán. Y este vínculo se encontró en un movimiento artístico moderno. Fue durante los años en los que Joseph Goebbels ocupaba el cargo de Ministro de propaganda en la Alemania nazi cuando se pusieron los ojos en el expresionismo. Algunos expresionistas no sólo cedieron sus imágenes a la configuración visual de la ideología nazi sino que, colaboraron políticamente con el régimen y obtuvieron los consecuentes beneficios que semejante afiliación comportaba. Alejándose del talante progresista que acompaña a la vanguardia, Clair establecerá la tesis de que las vanguardias estuvieron entre la razón y el terror, y que en muchas ocasiones esta relación fue explícita. El objetivo de Clair responde al motor posmoderno por excelencia, la crítica. Sometidas a ella, las vanguardias se verán despojadas del aura de sacralidad historiográfica que las había eximido de ser responsables en la barbarie nacionalsocialista que arrasaría Europa. La estetización de la política que había llevado a cabo el nazismo había sumido al arte en una profunda crisis. La solución que se encontró a la condena lingüístico-artística traída por el nazismo fue la abstracción. Así fue como se quiso empezar de nuevo. La instauración del formalismo implicaba dejar atrás el terror de la historia y de la política, y, con esta amnesia, posibilitar el nacimiento de un nuevo sujeto sin los lastres de culpabilidad y responsabilidad que le acarrearía la memoria. Se instauraba así el discurso formalista. Las particularidades de la realidad, los realismos, quedaron fuera de los museos y de sus narrativas. Jean Clair encontraría como el único modo de reparar el mundo vulnerado por el nazismo la vuelta al realismo. Nada de la expresión por la expresión tan reivindicada en la narrativa del arte moderno. Ahora de lo que se trata es de rescatar a los realismos del exilio al que se les había condenado con la narrativa formalista. Sacar a la luz las particularidades de lo real. 3.3. Rescatando a los exiliados del arte moderno: los realismos. Entre 1919 y 1939 el mundo estuvo repleto de iniciativas artísticas que, a pesar de su heterogeneidad, pueden considerarse bajo la denominación de realismo. Un discurso que rehabilita los valores culturales nacionales, el gusto por el trabajo bien hecho, por el hermoso trabajo artesanal y la tradición y que tratará de volver a un sistema de figuración tradicional para enlazar con la perspectiva y cierto humanismo. Según Clair, el realismo nacería desde la misma vanguardia con la intención de superar sus ansiosos propósitos de ruptura con la tradición. La “vuelta al orden” era el único modo de renovación de la vanguardia artística: en el realismo, en el clasicismo, era donde se encontraban las nuevas vías de transgresión. Solamente dinamitando los mismos principios en los que se sustentaba, podría la vanguardia reinventarse a sí misma. El realismo que defiende Clair ha de entenderse como una reacción a la vanguardia en el deseo de ser su revolución. Y su discurso será plural y heterogéneo. Interesante es el caso del realismo francés, principalmente por haber sido Francia la gran protagonista de la narrativa formalista. La situación en la que se encontraba el arte francés en el periodo de entreguerras es definida por Jean Clair como “una nebulosa incomprensible”. Las distintas reinterpretaciones de los grandes movimientos anteriores a la guerra vinieron a despertar con el surrealismo, y algunos pintores aislados dedicados a la representación de lo real. Entre éstos se encontraban un Picasso dedicado a representar bañistas y el André Derain de las marinas y los puertos y de los arlequines. Un joven Balthus, complementaría la representación de la realidad francesa. El caso del realismo norteamericano es, asimismo, revelador. A pesar de la eclosión del arte moderno que sobrevino en 1913 con el Armory Show, muchos fueron los realismos que se dieron en este periodo. Lejos de la “vuelta al orden” que se produjo en Francia o de la crítica descarnada de la Neue Sachlichkeit alemana, el realismo norteamericano surgiría vinculado al nacionalismo, al deseo de establecer una identidad americana a través de un arte propio y no mediante la mera adhesión a los estilos europeos. El 28

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precisionismo, el realismo de la Ashcan School y el regionalismo en los años veinte, y los realismos urbanos y mágicos que poblarían los años 30 constituyen un claro ejemplo de que en Norteamérica no se estaba tendiendo únicamente a la abstracción. En la década de 1920 muchos fueron los movimientos que abandonaron el fauvismo, el cubismo, el futurismo y el expresionismo en pos de nuevos sistemas de representación realistas. Uno de ellos fue el precisionismo, quizás uno de los pocos movimientos propios que tendría el arte norteamericano. También vería el auge de una serie de pintores realistas conocidos como The Ashcan School. Nacidos en el seno de uno de los primero movimientos pictóricos realistas norteamericanos, el Grupo de los Ocho, los pintores integrantes de esta escuela pronto se desvincularían de sus predecesores para dedicarse exclusivamente a la representación de la vida cotidiana en el paisaje urbano. Es en este realismo donde se encuadran las obras de Edward Hopper, Robert Henri, John French Sloan o Georges Bellows. En la misma línea de representación de la realidad norteamericana se encuentra el movimiento del regionalismo, aunque en este caso la temática dejará de lado los ambientes urbanos para sumirse de lleno en los rurales, en la América no industrial. Las imágenes idílicas de Grant Wood, aunque en ocasiones reveladoras de la estricta moral religiosa imperante en las zonas rurales y las obras agresivas y despiadadas de Ivan Le Lorraine Albright sacaban a la luz una realidad bien distinta de la imagen de prosperidad que se había venido difundiendo por aquellos años y que pronto recibiría su contestación más radical. La depresión materializada en 1929 abriría la década de los 30, una década marcada por las labores de reconstrucción económica y por el aislamiento estadounidense en la política internacional. La toma de conciencia nacional que había generado la crisis se materializaría también en el ámbito artístico bajo la promoción de un arte popular representativo de la cultura norteamericana. Fue así como es extendería un nuevo tipo de realismo que encontraría su mejor forma de expresión en la pintura mural. Sedes e instituciones públicas mandarían cubrir sus muros con imágenes de la historia estadounidense. Pero junto a este realismo ideológico, otros fueron los realismos que nacerían en los años 30. Continuando la labor de la Ashcan School surgiría el realismo urbano: las imágenes de su principal representante, Raphael Soyer. En paralelo también nacería otro tipo de realismo, más vinculado al surrealismo e incluso a la Neue Sachlichkeit alemana en su percepción del mundo: el realismo mágico. Una realidad para escapar a las otras realidades pero que no por ello dejaría de incidir críticamente en ese mundo del que se quería huir. Así ha de entenderse la obra que Peter Blume realizaría entre 1934 y 1936, The Eternal City. Por mucho que Greenberg quisiera sumir en la oscuridad a los realismos presentes en Europa y en Norteamérica, lo cierto es que existieron y, no a modo de un coletazo: más que pasar sin pena ni gloria, los realismos jugaron un papel fundamental en la evolución del arte moderno europeo así como en la construcción de la política y de la sociedad norteamericana durante las primeras décadas del siglo XX. El realismo no fue considerado, sólo cuando la modernidad se volvió posmoderna fue sacado de su rincón. La misma situación se daría con el surrealismo.

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TEMA 7: UNA DE LAS HISTORIAS: EL SURREALISMO 1. Todo en torno a la revolución. Política y políticas surrealistas La historia del movimiento surrealista no puede entenderse sin tener en mente una palabra: revolución. El mundo que vería nacer a esos portavoces funámbulos del inconsciente y del deseo que fueron los surrealistas no fue sino un mundo revolucionado por unos planteamientos científicos que vinieron a desestructurar las nociones anteriores de la materia y del mismo hombre. La Teoría de la Relatividad de Albert Einstein y los descubrimientos en el ámbito de la teoría cuántica de Louis-Victor de Broglie y Werner Karl Heisenberg destruyeron los principios de la causalidad con los que la física venía explicando el universo, revelando ahora a éste en función del electromagnetismo, la energía en reposo, la curvatura del espacio-tiempo y relaciones de incertidumbre. Los estudios de Sigmund Freud vinieron a representar la misma revolución pero en el plano de la mente: lejos de moverse por la razón, la lógica y la voluntad, el hombre estaba gobernado por un estrato lejano, nebuloso, desconocido e incontrolable, el inconsciente. Junto a la importancia que estas revoluciones tendrían para el desarrollo del pensamiento surrealista, la revolución política también vendría a marcar sus pasos. 1.1. Pero... ¿qué revolución? En el mismo concepto de revolución fue donde se encontraron los motivos de discordia dentro del movimiento y en sus relaciones con el Partido Comunista. La ruptura que se produjo con Dadá en 1922 a raíz del proceso Maurice Barrés vino a mostrar que los futuros miembros del surrealismo tenían un propósito bien distinto a la negación dadaísta. Los nuevos descubrimientos de la ciencia y el psicoanálisis habían sacado a la luz un nuevo mundo alejado de los imperativos racionales y lógicos con los que se regía la existencia. Una nueva fuente de inspiración había irrumpido para cambiar el mundo: el inconsciente. Mediante la exploración de los sueños, la locura, la infancia y la espontaneidad irracional de muchos actos podían encontrarse nuevos medios de conocimiento con los que descubrir un modo de pensar y actuar completamente distintos que genera un nuevo mundo de relaciones, otra sociedad alejada de la lógica y movida por el deseo, resorte principal del inconsciente. He ahí donde estaba la revolución surrealista, en su firme creencia en una omnipotencia del pensamiento que generaría un nuevo y liberador modo de vida. Y este pensamiento, que no es otro que el del inconsciente, había sido avistado ya en los siglos precedentes. Del siglo XVIII los surrealistas pondrán sus ojos precisamente en los condenados de la razón y en el materialismo descarnado del principal portavoz del deseo, el Marqués de Sade. Del siglo XIX, tomaran de Karl Marx su deseo de transformar el mundo en un sentido estrictamente político y económico; de Arthur Rimbaud e Isidore Ducasse, la intención de revolucionar la existencia. Para los surrealistas la poesía se expresa a partir de la imaginación, no de la razón, íntimamente ligada al inconsciente y, puesto que todos los hombres tienen inconsciente, todos son poetas en potencia. El surrealismo derribaría las barreras entre vigilia y sueño y mostraría a los hombres los pasos a seguir para cambiar el mundo. Fue de este modo como revolución política y revolución estética vendrían a conformar el ideario surrealista en una identificación de vanguardia artística con vanguardia política. Esto pronto se revelaría como uno de los grandes problemas del surrealismo, generando polémicas y crisis dentro del mismo grupo. El primer número de La Révolution surréaliste, publicado el 1 de diciembre de 1924, vino a constatar el nacimiento del movimiento surrealista. El colectivo surrealista aparecía clasificado alfabéticamente por apellido en el fotomontaje que ilustraba el número y donde se prefiguraban algunos de los hechos que marcarían la trayectoria del movimiento. El mismo apellido de la asesina que ocupaba el centro del fotomontaje, la militante anarquista Germaine Berton, indicaba subliminalmente quien estaba en el centro del movimiento. 30

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En estos años iniciales, la “nueva declaración de los derechos del hombre” a la que apelaba el surrealismo fue de orden casi exclusivamente estético. La revolución se había iniciado en la literatura. La aparición en 1921 de la primera obra experimental del surrealismo, Les Champs magnétiques de Breton y Soupalt, había indagado sobre el poder de las imágenes nacidas del pensamiento hablado y no racionado, de lo irracional y no de la lógica. Las investigaciones en torno a la hipnosis, las alucinaciones y duermevelas, los coqueteos con el ámbito de lo oculto y las visitas a médiums, marcaron los años siguientes en los que se continuaría indagando en la subversión de los principios racionales del lenguaje y del pensamiento. Progresivamente, el surrealismo establecía las bases para su revolución estética, la revolución del inconsciente y de los sueños. En octubre del año 1924, se fundó el Bureau de Recherches surréalistes para registrar y clasificar todas las experiencias y se publicó el Manifeste du surréalisme de André Breton con el cual se establecía la ideología del grupo. Tal y como proclamaba el Manifiesto, esta revolución literaria poseía fuertes connotaciones políticas. Proclamar la libertad absoluta en el papel no era sino proclamar la libertad absoluta en el mundo. En 1925 los debates internos en el surrealismo en relación con el posicionamiento político comenzaron a tomar cada vez más importancia. Pero a pesar de las tentativas de encaminarse a la realidad política, la revolución que preconizaba el surrealismo seguía encontrándose en el ámbito de las ideas. Los surrealistas se declaraban hostiles a cualquier pragmatismo y vinculaban la revolución surrealista al ámbito del espíritu, de cuya liberación ellos eran los responsables. Semejante posicionamiento generaría numerosas respuestas y ataques, reprochándose al movimiento su aislamiento en el “arte por el arte”. La crítica que vendría a poner sobre la mesa las contradicciones inherentes a la revolución surrealista fue lanzada por Pierre Naville, uno de sus miembros fundadores. El problema al que se estaba enfrentando el surrealismo era la búsqueda del modo mediante el cual conjugar la revolución de lo intangible, del espíritu, del inconsciente, con la revolución de la acción directa, de la realidad política. La revolución estética surrealista se inscribía en el ámbito del idealismo más puro. En cambio, la revolución política que buscaba el surrealismo se inscribía en la realidad física. Cercano al pensamiento dialéctico, Naville se decantó por la segunda. En 1926 ingresaban cinco de surrealistas en el Partido Comunista Francés pretendiendo acallar las acusaciones de falta de responsabilidad política del grupo. Pero, ante la petición del Partido Comunista de una militancia real por parte del movimiento, éste abandono sus filas. Para el surrealismo su revolución consistía en mostrar la fragilidad del pensamiento moderno y cómo éste derivaba en un deterioro de la vida: dejando al espíritu libre y mostrando posibles puntos de fuga respecto al racionalismo imperante en la existencia moderna era como el surrealismo contribuiría a la causa de la lucha política. Las cosas fueron tomando un cariz cada vez más conflictivo. Breton se había ido erigiendo, en el juez del surrealismo, iniciando una serie de procesos de depuración ideológica del grupo. Era necesario saber cuáles eran los principios políticos de cada uno de los miembros de su grupo. El surrealismo debía estar compuesto únicamente por aquellos que profesasen, junto a sus principios estéticos, una militancia política. La aparición del Second Manifeste du surrélisme, 15 de diciembre de 1929, mostraría una clara evolución de los postulados que Breton quería para el grupo. Mediante el materialismo dialéctico, el surrealismo quería conciliar las dos revoluciones. Breton condenará a todos aquellos que se habían desviado de su doctrina. La escisión entre los distintos bandos ya no tenía marcha atrás. En julio de 1930 aparecía el primer número de Le Surréalisme au service de la Révolution, la nueva revista del movimiento. El grupo renovado en sus filas, quería mostrar con este título la prioridad que daba a la revolución política. No obstante, en la década de los años treinta la cuestión se agudizaría.

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1.2. La toma de posición ante la revolución surrealista. Las contradicciones entre el compromiso estético con el que nació el surrealismo y el compromiso político-social inherente a éste, han generado las más diversas interpretaciones. La acusación de irresponsabilidad política lanzada al surrealismo se apoya, generalmente, en la ideología mística del mismo. Al haberse establecido los fundamentos del movimiento en algo intangible y oculto, el inconsciente, el surrealismo se situó más en el terreno del mito que en el de la Historia. Es en el discurso derivado de un lenguaje formado por el reino de lo oculto donde se ha encontrado la negación de la realidad, la separación de la misma y, en consecuencia la imposibilidad de una acción política completa por parte del surrealismo. Muy distintas son las interpretaciones que se han dado de la relación entre surrealismo y política por parte de una serie de críticos entre los que se encuentran Boris Groys y Jean Clair. En este caso se acusa a la vanguardia de aliada con los totalitarismos, cuando no de totalitaria en sí misma. Para Clair el surrealismo debía dejar de ser inmune a la crítica y mostrarse tal y como lo que había sido: no como una vanguardia sino como un totalitarismo. Nada de revolución progresista, la historia del surrealismo había sido la del irracionalismo y la del sinsentido. La polémica estaba servida. Las respuestas a Clair no se hicieron esperar, procediendo tanto de antiguos miembros surrealistas como de colegas de profesión. Más acertadas parecen otras lecturas. Jacques Ranciére, reflexionando sobre la vanguardia en general pero teniendo en mente a la Escuela de Frankfurt y el surrealismo, se desmarcaba de la interpretación totalitaria al delimitar los dos ámbitos en los que se movió la vanguardia: el ámbito estricto de la política y el ámbito de la metapolítica, es decir, el lugar de la expresión artística. Al concebir la vida como el espacio de la creación y de la transformación, se pusieron las bases para entender la política como un programa absoluto en intima conexión con la existencia. 2. Todo en torno al encuentro: el papel de la escritura, de los objetos y de la pintura en la ideología surrealista En el surrealismo, estética y política estuvieron indisolublemente unidas. En sus manifestaciones artísticas, los surrealistas tuvieron que enfrentarse a problemáticas y contradicciones muy similares a las que habían marcado su conflictiva praxis política. Muchas de ellas nacerían con el deseo de ser soluciones dialécticas a las brechas que amenazaría constantemente al surrealismo: la separación entre el ámbito del espíritu y el ámbito de lo real. 2.1. La escritura surrealista o la irrupción del inconsciente. Del texto a la vida cotidiana. El surrealismo nació como un movimiento literario. Buscó romper con el realismo y la muerte de la imaginación que caracterizaban a la literatura burguesa. Inspirados por los logros de escritores anteriores, los surrealistas se sumergieron en la experimentación de nuevos medios de creación literaria con lo que poder aproximarse al inconsciente. Y, fue en el automatismo donde se encontraría el medio perfecto para su expresión. Para poderse materializar, la escritura automática partía de lo que Roland Barthes a denominado la muerte del autor. Con el automatismo el autor, sometido a los dictados del inconsciente, pasará a ser un mero transcriptor de los procesos psíquicos. El texto dejará de ser reflejo de su autor, de valerse de su estilo personal o de los conocimientos que éste posea. No obstante, someter a la mano que escribe a la mayor velocidad posible nunca podría ser suficiente para aniquilar completamente al “yo” de quien portaba la pluma. A pesar de someterse al proceso automático para la expresión del inconsciente, la escritura empleaba un sistema cerrado, racional y regulador creado por la conciencia: el lenguaje. El surrealismo habría logrado con sus textos automáticos una subversión de los códigos del sistema lingüístico. El papel del receptor de los textos quedaba transformado al quedar el texto abierto al destinatario que sería quien otorgase significados a la escritura. El texto, de este modo, se alejaba de los significados cerrados, del discurso único, para ser una fuente continuada de sentido. 32

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Bien distintos son los considerados principales textos del surrealismo debidos a André Breton: Nadja, Les Vases comminicants y L’Amour fou. En ellos predomina la voz de su autor y el inconsciente ha dejado de ser el motor creativo que se ha desplazado a la realidad. Estas obras pertenecen a unos años en los que el surrealismo ya se encontraba en la encrucijada que le llevaría a tratar de demostrar la compatibilidad entre la libertad creativa y su participación en la revolución de la realidad. 2.2. ¿Una pintura surrealista? Desde la aparición del primer número de La Révolution surréaliste en 1924, los textos estuvieron acompañados por imágenes de muy diverso tipo, entre las que se encontraban pinturas. Algunos pintores serían reconocidos como precursores de la revolución espiritual con la que el surrealismo quería pintar el mundo. Durante los años de contacto con el dadaísmo, Breton había elogiado el arte de Ingres, pero pronto se desmarcaría de la tradición pictórica. Para los surrealistas, no habría nada más detestable que el principio de mímesis: observar y representar tal cual la realidad no podía estar más alejado de esos mundos ocultos que el surrealismo trataba de sacar a la luz. El surrealismo buscará en la pintura una alternativa al ojo físico: el ojo mental. Un ojo que, empleando el sistema de representación figurativa, regia los mundos de la imaginación, el sueño y la memoria. En Giorgio De Chirico se encontraría el precedente directo, la prefiguración del imaginario que el surrealismo quería para su pintura. Picasso sería uno de los ensalzados e incluso homenajeados por el grupo. El André Masson de dibujos espontáneos y cuadros automáticos, el Francis Picabia del desfile amoroso de 1917, el recién llegado a París Man Ray e incluso el primer Marcel Duchamp, entre otros, también obtuvieron rangos de honor en la cuadrilla de pintores surrealistas. Sólo con el descubrimiento de Max Ernst cambiarían los puestos: su novedosa forma de entender el collage, fue interpretada como la más fidedigna transposición del poder poético de la escritura automática al ámbito de la pintura. El método de Ernst, entre el collage y el fotomontaje, generaba imágenes cercanas a la construcción onírica; los fragmentos que configuraban las obras adquirían en su diálogo imposible una significación nueva, alejada de la lógica y las leyes racionales. Desde muy pronto, casi inmediatamente después de la constatación visual de la ideología surrealista gracias a Ernst, la pintura recibiría una fuerte crítica de Pierre Naville. Naville atacaba la contradicción latente en la ideología surrealista, la imposibilidad de conciliar la reivindicación de lo oculto, de lo inefable del inconsciente con su representación visual. La espontaneidad de los procesos mecánicos inconscientes se perdían en cuanto se cogía un lápiz o un pincel. La pintura surrealista no podía existir: las imágenes de lo onírico no eran sino una prolongación del placer visual, del ojo físico, y del sistema de representación tradicional, exhibidas, paradójicamente, como todo lo contrario. Además, también se destapaba otra de las contradicciones del grupo. Naville dejaba caer el sinsentido surrealista de querer mostrar públicamente sus obras por los mismos procedimientos pragmáticos burgueses que el movimiento decía rechazar. La respuesta de Breton no se hizo esperar, prolongándose en el tiempo con una gran cantidad de artículos y textos acerca de la cuestión. Se tuvieron que ir sacrificando algunos de los conceptos que habían sido aplicados inicialmente a la pintura. Y puesto que era la noción de automatismo la que planteaba la mayor contradicción en su materialización pictórica, fue siendo reemplazada por la reivindicación del imaginario interior, del modelo que proporcionaban los sueños o los estados alucinatorios. Breton afirmaría que lo que hace el pintor surrealista no es sino indagar en las imágenes interiores, en esas imágenes propias del ojo mental o del ojo salvaje, materializándolas visualmente en el mundo real. Pero el problema continuaría siempre amenazando desde la sombra: lo que el surrealismo tenía que encontrar era un puente de unión entre el ámbito del inconsciente y el ámbito de lo real. Con los mismos problemas que resolver en el ámbito político, el surrealismo vino a nutrir su formación con el que se reconoce como el pintor surrealista por excelencia: Salvador Dalí.

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El mismo año de su ingreso oficial en el surrealismo, Dalí pintaba Le Jeu lugubre. La obra mostraba el gusto por lo escatológico que Dalí cultivaba incisivamente durante aquellos años, un gusto que no era del agrado de Breton. Breton se pronunciaría ambiguamente respecto al cuadro. También se pronunciaría respecto al personaje representado en la parte inferior derecha, su pantalón manchado de heces le repugnaba sobremanera. Detrás de este rechazo se encontraba la evidencia de que los excrementos constituían una bofetada directa a los principios que conformaban la revolución estética del grupo En el contexto de la batalla entre Breton y Bataille, portavoces de los dos tipos de materialismo ha de entenderse la polémica que generó el cuadro de Dalí donde convivían ambas posturas, las asociaciones oníricas y poéticas propias del imaginario surrealista y la reivindicación de la matera de deshecho, de los pútrido propia del universo de Bataille, uno de los grandes oponentes al idealismo del grupo. El método paranoico-critico de Dalí era lo que resultaba de mayor interés para ambos al permitir asociaciones e interpretaciones delirantes compatibles tanto con el materialismo dialéctico de Breton como con el materialismo bajo de Bataille. Al emplear la paranoia como método de aproximación a la realidad, el surrealismo encontró en este método la solución perfecta para la brecha que tenía que salvar, mediante el método daliniano, los objetos cotidianos pasaban a relacionarse de forma inesperada. En 1930 Dalí, que había estado más que cerca del pensamiento escatológico, se separaría por completo de Bataille, abandonando definitivamente la escatología justo en el momento el que acababa de comenzar su relación con Gala y comenzaría a aproximarse al surrealismo ortodoxo bretoniano. Al igual que hizo con Bataille, Dalí no se dejaría absorber por el nuevo bando al que se acercaba en este momento. A Dalí le bastaba Dalí mismo y no necesitaba de nadie para proclamarse surrealista. En su afirmación “Yo soy el surrealismo” quedaba más que clara una individualidad indomable que acabaría con su expulsión del grupo en 1939. Hubo dos cuestiones que el surrealismo no podría aceptar por parte de uno de sus miembros: la adscripción a ideologías reaccionarias y el servilismo ante la sociedad capitalista burguesa. Y ante los ojos surrealistas, Dalí había pecado de ambas. Lo que verdaderamente levantó llagas en el movimiento fue cómo Dalí había acabado por convertirse en el artista fetiche de la sociedad capitalista. Su arte, lejos de la inutilidad tan reivindicada por el movimiento, se había puesto al servicio de museos, escaparates, diseñadores de moda, publicistas y cineastas. La expulsión de Dalí en 1939 había vuelto a materializar el fracaso surrealista tanto en su proyecto estético como en el político. Dos habían sido las aportaciones dalinianas al grupo. La primera de ellas había sido el método paranoico crítico. La segunda, resultado de la primera, fue el impulso dado al objeto surrealista a partir de la formulación de sus “objetos de funcionamiento simbólico”. 2.3. Los objetos surrealistas o la materialización del deseo. La importancia del objeto en el surrealismo se remontaba a sus mismos orígenes. Las imágenes poéticas que nacieron de las investigaciones con la escritura automática descubrieron la posibilidad de redefinir los objetos a partir de asociaciones inesperadas que los alejaban por completo de su función habitual. Pero sería principalmente en la fotografía y en el cine donde el objeto se erigiría en el principal protagonista. El surrealismo buscará aunar tanto el inconsciente óptico como el inconsciente pulsional mediante la fotografía de objetos. En el empleo de la fotografía se encontró el modo de apelar al ojo en estado salvaje, el inconsciente óptico. Para los surrealistas, el descubrimiento de la fotografía había sido el acontecimiento decisivo a partir del cual la pintura y la poesía tradicionales se vieron profundamente cuestionadas; pues, a lo que ambas tuvieron que enfrentarse no fue, ni más ni menos, que a imágenes mentales, a la “verdadera fotografía del pensamiento”. Fue en Eugéne Atget donde, tanto Benjamin como los surrealistas, encontraron el gran precedente de esas imágenes de lo oculto que estaban buscando. 34

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Aunque en los collages de Ernst el objeto jugaría un papel nada desdeñable, fueron algunas de las iniciativas de Man Ray las que fueron sentando las bases para el ulterior impulso dado al objeto. En el año 1921 el fotógrafo inventaría, casi por casualidad, ese procedimiento de manipulación fotográfica mediante el cual, al invertir los claroscuros, los objetos mostrarían unas nuevas caras muy cercanas a la visión destructora de la opacidad que había irrumpido con el descubrimiento de los rayos X: la rayografía. Man Ray también llevaría a sus experimentaciones al cine. El fotógrafo puso en movimiento las imágenes fantasmagóricas de sus objetos. Fue en el cine, donde el surrealismo encontró el modo de insuflar vida a los objetos. El papel que lo inanimado jugaría en la creación cinematográfica iría evolucionando a lo largo del tiempo. Desde la aparición de Un perro andaluz, el objeto pasaría a ser parte de las realidades filmadas, un elemento de significaciones oníricas completamente inmerso en el contexto de las imágenes del inconsciente. A lo largo de los años veinte el objeto era el leit-motif de las representaciones artísticas del surrealismo, pero tomado en su dimensión estrictamente física. En la década de los treinta, el surrealismo buscaría incorporar el objeto como manifestación artística y no solo como parte de la representación. Tres serán, a grandes rasgos, los tipos de objetos que el surrealismo reivindicará como catalizadores en la materialización del deseo: los objetos encontrados, los objetos fabricados y los objetos-poema. En sus paseos y derivas por París, los surrealistas habían constatado que el hallazgo de lo maravilloso se materializaba bajo la forma de un encuentro fortuito y materialmente concreto: el objeto encontrado o el objet trouvé. En los objets trouvés se revelaba la posibilidad de encontrar materialmente las pulsiones y los deseos ocultos que mueven al individuo. Con ellos, la dialéctica entre lo real y lo maravilloso dejaba de ser una utopía: en la misma vida cotidiana existían pruebas de la conexión entre ambos ámbitos. Pero los surrealistas no quisieron estar subordinados a los caprichos del azar y a sus revelaciones esporádicas de la casualidad objetiva. Mientras se esperaba el hallazgo de un nuevo también se podía trabajar conscientemente en los objetos, fabricándolos en la búsqueda de esa materialización del deseo. Fue así como aparecería el otro tipo de objeto surrealista, el objeto fabricado. La década de los treinta se había abierto con el gran descubrimiento que había sido el método paranoico-crítico de Dalí. Claramente inspirado por las teorías de Sigmund Freud y de Jacques Lacan, Dalí había encontrado en la paranoia el estado mental superior para desacreditar la realidad a partir de una interpretación delirante de la misma. Con el método paranoico-crítico, el surrealismo despertaría del sueño improductivo para pasar a la acción e introducir el deseo en el mundo. Ahora que el mundo y sus objetos podían mirarse desde un nuevo punto de vista, sólo quedaba ponerse manos a la obra y materializar físicamente las interpretaciones a las que se había llegado. En 1933 el surrealismo organizaría una gran exposición en la que se incluirían buena parte de los objetos creados hasta el momento. En ella se intuía la importancia que el movimiento otorgaba a su nueva manifestación artística. A lo largo de la segunda mitad de la década de 1930, el surrealismo continuó sus experimentaciones con los objetos. Fue este periodo el que vio consolidarse el tercer tipo de objeto surrealista: el objet-poème. Si bien se consideraban objet-poèmes los collages de Ernst y las poesías visuales inspiradas en los Caligramas apollinairianos, sería a partir de 1935, de la mano de André Breton, como llegaría a la simbiosis entre el objet-trouvé y el objeto fabricado: partiendo de algunos de los hallazgos adquiridos en los mercados, y en función de lo que estos objetos le sugerían, Breton modificaba su estructura y forma originarias, sustrayendo elementos o añadiendo otros distintos, dando como resultados un objeto nuevo. La incorporación de los objetos en el proyecto surrealista fue, quizás, el mayor de los esfuerzos por superar la barrera entre las dos vertientes defendidas por el movimiento, la estética y la política. 35

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Los objetos constituyeron la gran promesa para poder modelar el mundo conforme a los deseos, tanto individuales como colectivos, del hombre. Breton vio en ellos la voluntad de objetivación que desde sus inicios llevaba persiguiendo el movimiento surrealista. La posibilidad de materializar el deseo y de hacer que éste fuera el motor que hiciera girar el mundo.

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TEMA 8: TODOS CONTRA GREENBERG 1. Todos contra Greenberg A principios de los años sesenta, poco antes de mayo del 68, muchos artistas se estaban “atragantando” con Greenberg. Y es que el crítico americano había hecho un mal favor al artista que más defendió a lo largo de su vida: Jackson Pollock. La mejor propuesta de Pollock es su acción alrededor de la pintura. Esto lo vio muy bien Harold Rosenberg. Pollock pintaba en el suelo, atacaba el lienzo en el suelo, en horizontal y no en vertical Pero en el suelo, que es donde había que ver la pintura. Cuando Greenberg cuelga en vertical, sobre una pared, las pinturas de Pollock, no hace más que desarticularlas aunque su primera intención sea sublimarlas. Greenberg tenía que enaltecer a Pollock. Muchos artistas se proclamaron encantados herederos del Pollock de Greenberg con el respaldo de críticos e historiadores, pero la pretensión del crítico de que la pintura se depure de todo lo que le es ajeno, activa la ironía de Jim Dine. Greenberg levantaba ironías. La teoría y la actitud que se produce en torno a mayo del 68 ayudarán a marcar el final de sus propuestas desvelándolas como interesadas, autoritarias, excluyentes o jerárquicas, y a iniciar nuevos modos de hacer en el arte. Guy Debord publicó en 1967 La sociedad del espectáculo. Mientras tanto, Michel Foucault pedía a gritos nuevas formas de reflexión apuntando en su cuestionamiento al ámbito institucional. Foucault aboga porque lo históricamente “invisible” no quede sepultado bajo la política con mayúsculas y las razones de Estado. Por todos los lados se producían cuestionamientos de aquellas viejas estructuras y jerarquías patriarcales de las que emanaban las normas que regían la vida. Es la época de lo últimos románticos: los hippies, Marcusse, la contracultura, las revueltas estudiantiles. Rebelión confusa, espontánea, imperfecta y por ello fácilmente reprimible. Para Guattari, mayo del 68 supuso la manifestación de una ruptura y el surgimiento de formas mutantes de subjetivación singular, tomadas cada una en contextos diferentes, en absoluto homogéneos, una heterogeneidad de la subjetividad. El arte tendría mucho que decir al respecto. Las performances, las instalaciones, el land art, las intervenciones, el trabajo con el cuerpo, todas ellas serán propuestas subjetivas para que otros sujetos piensen políticamente con ellas, alejadas de las jerarquías y normas establecidas. Un espectador diferente nacerá con ellas obligado a adoptar nuevos modos de mirar radicalmente alejados de la contemplación desinteresada kantiana. Ahora todo es interesado porque ahora la subjetividad del artista planeará obre su invitación a pensar en él. La emoción del espectador ante la obra no es un asunto que se solvente directamente entre ambos. El contexto no puede quedar excluido. Ante estas propuestas el espectador volverá a ser un vector integrado en la obra. Y lo político volverá a tomar posiciones con una larga herencia que atravesará a la mayor parte de las propuestas de las últimas décadas. En 1989, en la galería de Santiago de Chile Ojo de Buey, Gonzalo Díaz presenta la instalación Lonquén, 10 años. En tres lados de la sala, sobre las paredes, estaban colgados 14 cuadros idénticos con marcos negros, lacados, bajo cada uno de los cuales se había fijado un ordinal romano en bronce numerando la secuencia. Como en un Vía Crucis. En la base, al lado de cada marco, había una repisa negra con un vaso de agua a medio llenar. La obra se plantea, pues, a partir de un lenguaje minimal muy elaborado, pero está cargada políticamente. En Lonquén, en los hornos de una mina de cal abandonada, fueron encontrados a finales de 1978 quince cadáveres de campesinos desaparecidos. Su historia es tan turbia como las actuaciones de la dictadura militar de Pinochet. Lonquén fue la primera prueba indesmentible de la violencia ejercida por el primer gobierno de Pinochet. La instalación de Gonzalo Díaz no se puede contemplar sin más. Ante ella hay que pasear por el Vía Crucis que nos propone, hay que imaginar todo que sucedió, hay que leer para informarse y, finalmente, hay que pensar críticamente.

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Hasta aquí podríamos incluso pensar que tantos cambios en los modos de hacer el arte y en nuestra manera de relacionarnos con ellos han acabado con el arte tal y como hasta ahora lo habíamos conocido. Pero las cosas no son tan fáciles. No se trataría de hablar del “fin del arte”, el problema, quizás, es que la arte ya no le quedaba ninguna labor filosófica que emprender. En lo sucesivo podía hacer cualquier cosa par ser valorado en función de su grado de interés filosófico. Hal Foster hace un enorme esfuerzo por leer las propuestas artísticas también desde el terreno del arte, un terreno que él entiende como de pensamiento. Foster se aleja del planteamiento de Rosalind Krauss según el cual el arte posmoderno inicialmente se apoyó en categorías modernas, con toda la ambigüedad de (in)dependencia que el término sugiere, pero pronto entropó a dichas categorías, tratándolas como prácticas completas o términos dados para manipularlos como tales. Para Foster los sesenta y los noventa son testigos de varias tentativas de recuperación de proyectos que ya habían quedado esbozados, aunque inacabados, en los treinta. 2. En los museos El museo es uno de los lugares donde más explicito se hará todo este cambio de discurso. La crítica a la institución que busca analizar en tono de denuncia las estructuras de poder en el mundo artístico ha afectado sobre todo al discurso histórico artístico que hasta hace bien poco se establecía como paradigmático a través del museo. El museo pierde su sentido normativizador y otros discursos tienen que entrar en sus salas, otros modos de narrar completamente diferentes. El MoMA ha sido el museo paradigmático del arte moderno, el gran conservador de sus obras maestras, y, bajo la dirección de Alfred H. Barr, su más importante narrador. El museo abrió sus puertas el 7 de noviembre de 1929 gracias al interés y a las donaciones de la clase alta neoyorkina. Alfred H. Barr fue director desde el principio hasta 1967 y su sombra sobre el MoMA es muy alargada, sobre todo por la profundidad con la que arraigó su ideario en él. Barr es habitualmente presentado como un formalista que armó una historia lineal y evolutiva del arte moderno. Y es así como se revela en la colección permanente dividida, de entrada, según una histórica y rigurosa “jerarquía de géneros”: Pintura y Escultura, Dibujo, Grabado e ilustraciones de libros, Arquitectura y Diseño, Fotografía y, finalmente, Cine. Un sistema que Barr no seguiría en sus principales exposiciones temporales y que ha sido abiertamente cuestionado. La disposición de las obras de la colección permanente de pintura y escultura hasta su reciente remodelación, presentaba un discurso lineal y evolutivo del arte del siglo XX. Las salas que llevaban de las obras de Cezanne a las del cubismo y de éstas a las del futurismo y el suprematismo eran la materialización de los eslabones de una sólida cadena estilística y cronológica que el MoMA hacía incontestable y exitosamente visible. Algo que no escapará al interés de Greenberg, cuando modifique sustancialmente esta cadena con el único objetivo de que termine triunfalmente en el expresionismo abstracto norteamericano. Y es que Barr y Greenberg son dos formalistas diferentes. De hecho, la lectura de los textos de Barr los revelan cargados de sutilezas y precauciones ante una actitud reduccionista frente al arte de su tiempo. En 1936 Barr organizó las dos exposiciones más importantes de su carrera: Cubismo y Arte Abstracto y Arte Fantástico, Dadá, Surrealismo. Aunque ambas exposiciones se abrían a una interesante y completa mezcla de técnicas y formatos (desde la pintura y la escultura hasta la fotografía, el cine o los carteles), lo cierto es que no podían evitar un argumento abiertamente formalista, además de que a ambos movimientos los trataba como tendencias esencialmente históricas. Barr atribuía los cambios de estilo al agotamiento de los mismos en una evolución imparable. Para Schapiro, Barr era un formalista puro y duro, pero no lo era de un modo tan radical e interesado como luego lo fue Clement Greenberg. De entrada, el planteamiento de Greenberg de que cada una de las artes progresaba hacia su “pureza” resultaba demasiado estrecho para un Barr que en ambas exposiciones no había dudado en abarcar pintura, escultura, composiciones, arquitectura, teatro, cine carteles y fotografía. 38

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Barr buscó posteriormente entretejer la alta cultura y la cultura popular en el programa del museo porque para él este desleimiento de los lindes era el rasgo distintivo de la modernidad. Algo impensable para Greenberg. El dilema sobre la adquisición de obras del Expresionismo Abstracto resultó delicado. Los periódicos y revistas populares, la mayor parte de los miembros del Congreso y el mismo presidente Truman, consideraban “comunista” al arte abstracto. Las críticas de personajes del mundo del arte tales como Francis Henry Taylor, director del Metropolitan Museum of Art, o James S. Plaut, director del Instituto de Boston, eran más “profesionales” pero apuntaban en la misma dirección. Gracias, en parte, a Barr y, con más contundencia, a Greenberg, el expresionismo abstracto se convertirá en el paradigma de la democracia occidental. Al final, tan político como cualquier otro. En la última remodelación del MoMA en el 2001, aprovechando la inauguración de su nuevo edificio, el director, Glenn D. Lowry, haya vuelto a apelar a Barr a pesar del evidente intento que se ha hecho para contar las cosas de otra manera, actualizando un poco los discursos. A primera vista, poco ha cambiado. En la cuarta y quinta planta se encuentra la colección permanente de pintura y escultura y es aquí donde se encuentran algunas de las tímidas novedades. Parece que intenta no favorecerse una visión lineal no evolutiva del arte moderno. El anterior vía crucis que dirigía al espectador cronológicamente hasta el altar principal del expresionismo abstracto parece haber desaparecido. El problema es que ha sido demasiado tímidamente sustituido. Las salas en que se halla la colección permanente cuentan con cuatro accesos, lo que rompe la linealidad y abre notablemente las posibilidades de deambular con libertad por ellas. Eso se traduce en una sensación laberíntica, un ataque frontal al modelo cronológico favorecido desde su fundación. La colección es ahora una mezcla de estilos que conviven más o menos amistosamente invitando al espectador a construir su propio recorrido. Las prácticas artísticas se han transformado radicalmente y en esa coyuntura el MoMA ha optado por la actitud más acomodaticia. Un museo mítico aparentemente incapaz de lidiar con el arte de hoy. De momento, no parece ser el lugar al que acudir para acercarse a las prácticas artísticas de nuestros días ni donde se nos ofrece una aproximación crítica y propositiva al arte moderno. Muy diferente parece el espíritu que anima a la Tate Modern de Londres, inaugurada en mayo del 2000. Por un lado, su famosa Sala de Turbinas invita regularmente a artistas en activo a intervenirla. Por otro, la colección permanente ha buscado un concepto museístico radicalmente diferente basado en la supresión de la cronología, apostando con valentía por las líneas temáticas y argumentales. Cuando la Tate Modern abrió sus puertas, en las salas se mezclaban obras de las llamadas vanguardias históricas con propuestas absolutamente actuales contextualizadas en líneas temáticas que querían reflexionar sobre algunos de los temas centrales del pensamiento actual. Sin embargo el criterio expositivo cambió. En la actualidad las líneas temáticas o argumentales son en la planta tercera Poesía y Sueño en un ala y Gestos Inmateriales en la otra; en la planta quinta, States of Fluxus en un lado y Energía y Proceso en el opuesto. El núcleo principal de Poesía y Sueño está dedicado al surrealismo. A su alrededor se exponen propuestas de otros artistas que, desde entonces y de diferentes maneras, han respondido, discutido o explorado temas tales como el mundo de los sueños, el inconsciente o el mito. En lo que podría parecer una asociación fácil muestra también cómo técnicas característicamente surrealistas tales como la asociación libre, el uso del azar, las formas biomórficas y el simbolismo bizarro han sido revitalizadas en nuevos contextos a través de nuevos medios. Se encuentra propuestas de artistas muy dispares cronológicamente mezcladas bajo el argumento de la estela del surrealismo: Picasso, Bacon, Beuys, Juliao Sarmento, Louise Borugeois, Marcel Dzama, Mona Hatoum, etc. Y lo mismo en los demás espacios. En principio, lo cambios con respecto al MoMA son importantes: frente a la división jerárquica de las artes su unión en la Tate Modern bajo aglutinantes temáticos; frente a 39

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la línea cronológica tradicional, la “gran narrativa” del MoMA, la Tate Modern señala determinados comportamientos artísticos del pasado y los arrastra, más o menos forzadamente, hasta nuestros días. Sin embargo, no se puede dejar de en esta nueva colección, y a pesar de sus aciertos, una cierta marcha atrás. Alejándose se las líneas temáticas de las que se está ocupando el pensamiento posmoderno, la Tate Modern da la impresión de hacer ciertas sesiones fundamentalmente cronológicas, pero también en parte formalistas. Los cuatro hitos en los que se apoyan las diferentes salas son claramente históricos: Surrealismo, Cubismo, Expresionismo Abstracto y el Arte Povera junto con el Postminimal. Lo cierto es que muchas cosas han cambiado desde la propuesta del Museo de Arte Moderno de Nueva York en los años cuarenta o cincuenta. Nuevos discursos han sido admitidos y la cuidada narración del arte moderno, aunque resista en numerosas escuelas, ya sólo podrá parecer como un discurso más.

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TEMA 9: ESTÉTICAS 1. En el origen: un debate Es evidente que para trabajar con los nuevos planteamientos del arte, marcadamente políticos si entendemos la definición de “lo político” en un sentido amplio, debemos revisar lo que toda la modernidad, desde Kant o incluso antes, ha definido como su estética y algunos conceptos fundamentales que, como el de la autonomía del arte, entran en crisis ya a principios del siglo XX. La primera toma de posiciones al respecto es la discusión sostenida por Theodor Adorno y Walter Benjamin en 1936. Para Benjamin, las técnicas de reproducción permitieron acercar el arte tradicional a las masas y propiciaron la producción de nuevas formas de acceso masivo como el cine. Desde su punto de vista, el arte técnicamente reproductible puede convertirse en un instrumento de emancipación que permitiría establecer una sociedad igualitaria. Adorno por el contrario, se aferra a la autonomía del arte como atributo fundamental de las obras, aunque las dota de una cierta capacidad dialéctica. El ensayo de Benjamin sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica parte del intento de renunciar en la teoría del arte a conceptos tales como la genialidad, el valor de la eternidad o el misterio y sustituirlos por otros introducidos por primera vez en la teoría del arte. Su tesis principal expone como hacia 1900 la reproducción técnica había alcanzado un nivel que, por un lado, había convertido en su objeto al conjunto de las obras de arte y, por otro lado, había conquistado, por medio del cine y la fotografía, un lugar propio entre los procedimientos artísticos vigentes. Pero hasta la más perfecta reproducción le falta algo. Y ese algo que queda dañado de la obra de arte en su reproducción técnica es su aura. Benjamin entiende el aura como señal del valor de culto de la obra de arte. Para él, la sociedad burguesa moderna se relaciona con las obras de arte a partir del concepto de valor de culto sustituido ahora por el concepto de autenticidad. Con el desarrollo de las técnicas de reproducción lo que se atrofia es el aura de la obra de arte. Perdida del aura que es más que evidente en medios como el cine que tenían ya un lugar propio en la producción cultural contemporánea. Pero lo interesante es que ese nuevo modo de reproducción técnica altera radicalmente la relación entre la obra de arte y el público. En el cine hay una coincidencia entre la actitud crítica, que permite valorar la obra y la actitud de disfrute por parte del público. Por el contrario, cuando el espectador se enfrenta a una obra de arte moderno, su condición de inexperto le conduce a una actitud crítica de rechazo, disociándose la actitud de disfrute y la actitud crítica. La segunda consecuencia, más discutible, de esa alteración que los medios de reproducción producen en la recepción del espectador es lo que Benjamin llama recepción distraída o disipada, radicalmente enfrentada a la contemplación recogida. La propuesta de Benjamin es rápidamente respondida por Adorno entre 1936 y 1945. De entrada la considera una antítesis simple entre la obra con aura y la obra reproducida masivamente. Lo importante para Adorno, es que el veredicto sobre la desaparición del aura no afecta a las obras de arte “auténticas”, mientras que los productos de la cultura de masas no dejan de ser prácticamente Kitsch y en ellos la pérdida del aura resulta poco menos que indiferente. Con ello, Adorno quiera plantear una revalorización del arte autónomo y de su poder crítico, frente a la postura de Benjamin. Lo que le interesa es volver a poner en primer plano la autonomía del arte pero desde la capacidad dialéctica de las obras. Adorno objeta a Benjamin el hecho de que enfoque dialécticamente la tecnificación y la alienación social, sin tener en cuenta el aspecto dialéctico de la obra de arte incluso manteniendo ésta su autonomía. Las consecuencias de este pensamiento son devastadoras para Adorno. Difumina o limita el arte no canonizado y el comprometido políticamente, y además, su limitación estética equipara el proyecto vanguardista de la “liquidación del arte” a la destrucción de la obra cerrada. 41

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Para Adorno las tendencias vanguardistas constituyen la señal de una superación sin más de la autonomía del arte, y por ello una traición del arte a la sociedad vigente. La autonomía del arte es, para Adorno, irrenunciable. Greenberg se encargará de salvar a la vanguardia aplicándole el concepto de autonomía del arte. Adorno parte de una visión histórica del arte según la cual éste no puede ser definido sino que tiene su concepto en la constelación de momentos que van cambiando históricamente por lo que, en principio, el arte no podría deslindarse de su origen. Pero es que es en el origen donde estaría el problema y las obras de arte sólo pueden llegar a ser tales negando su origen, es decir, su vieja dependencia respecto a servidumbres y divertimentos. Todo el significado político del debate Adorno/Benjamin, tan importante en aquel momento, queda en suspenso en el periodo de Greenberg. Desde un punto de vista político, la postura de Benjamin significaría reconocerle al proletariado, de manera inmediata, una función revolucionaria. A juicio de Adorno, mucho más paternalista, la transformación sólo podría cumplirse de manera mediata a través de los intelectuales concebidos como sujetos dialécticos que interactúan con la clase o las masas. Para Greenberg, al intelectual nada le va ni le viene en el círculo del proletariado o incluso de las masas, incluida la clase media. Los artistas minimal (Robert Morris, Donald Judd) buscarían, en principio, “objetos tautológicos” (que remitan a sí mismos) ajenos a cualquier discurso de tipo iconográfico o iconológico y al ilusionismo. Por eso sus propuestas suelen ser figuras geométricas, simples, construidas de manera industrial. Pero las cosas no son tan sencillas. Cuando Didi-Huberman se para a pensar con la obra de Tony Smith se da cuenta de varias cosas. De entrada, la obra tiene una presencia y frente a ella, por mínima que sea, tenemos que tomar una postura. La obra tiene, además, una latencia: su medida, los seis pies, nos permiten recordar la escala humana y, desde allí, el volumen de un féretro. Ha convocado a la muerte. Se trata de una imagen dialéctica, aunque no tal como Adorno la había entendido, sino en el sentido en que la explica el Benjamin: una imagen capaz de recordarse sin imitar, capaz de volver a poner en juego y criticar lo que había sido capaz de volver a poner en juego. Su fuerza, se belleza, residían en la paradoja de ofrecer una figura nueva hasta inaudita, una figura realmente inventada de la memoria. Una imagen dialéctica es una imagen auténtica, es decir, una imagen crítica, en crisis, una imagen que critica la imagen y critica nuestras maneras de verla en el momento que, al mirarnos, nos obliga a mirarla verdaderamente. Y así puede proporcionar justamente el motor dialéctico de la creación como conocimiento y del conocimiento como creación. 2. Nuevas posiciones para viejos planteamientos Ya hemos visto que lo que hace Benjamin es cambiar radicalmente la constelación artepolítica-estética en la que había cristalizado la modernidad del siglo XX gracias a su entendimiento crítico de la sociedad de masas. Por eso molesta tanto a Adorno: toda la historia del pensamiento estético queda destrozada en su ensayo. Pero a Susan Bück-Morss lo que más le interesa del ensayo de Benjamin es el último trozo. En él, el filósofo dice que la alienación sensorial yace en el origen de la estetización de la política, que el fascismo administra. Lo que preocupa a Bück-Morss es el hecho de que ambas cosas han sobrevivido hasta hoy y, con ellas, el placer del hombre de contemplar su propia destrucción. En cierto modo lo que propone Bück-Morss es constatar la incapacidad del arte de ser político tal y como Benjamin quería. Acepta, con Benjamin, el schock como la esencia misma de la experiencia moderna y el hecho de que el ego funcione como un amortiguador ante los innumerables schocks a los que nos somete el mundo contemporáneo. Estaríamos ante un sistema de conocimiento (el sistema sinestésico) que no está contenido dentro de los límites del cuerpo, sino que comienza y acaba en el mundo, que abre su ámbito al ámbito de la experiencia. El problema es que, en el saturado mundo moderno, este sistema se ha programado para detener los estímulos, el exceso de 42

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schocks, con lo que invierte su función: “en lugar de experimentar, su meta es entumecer el organismo, matar los sentidos, reprimir la memoria”. En este contexto, parecería que el arte es una duplicación imaginaria de lo real, una realidad compensatoria, es decir, una fantasmagoría cuyo efecto es anestesiar el organismo, no entumeciéndolo, sino inundando los sentidos, saturándolo. Parece que el arte, tal y como lo quería Benjamin, es imposible. O así lo despacha BückMorss. Ella no se para a pensar en ninguna propuesta artística actual para ver si el arte es capaz o no de restaurar el poder de los sentidos. No analiza su capacidad política en el mundo actual. Para Ranciére, a diferencia de Bück-Morss o de Clement Rosset, da la impresión de que el arte sí puede ser una realidad completa con una capacidad política firmemente ajustada en lo que él entiende por “estética”. Lejos de la idea de la fantasmagoría, el arte tendría una capacidad individual y colectiva en absoluto anestesiante. Todo lo contrario. En el mundo contemporáneo, afirma, hemos liquidado la utopía estética: la vieja fe en la capacidad del arte de contribuir a una transformación radical de las condiciones colectivas de vida. Estamos en lo que llama “el presente postutópico del arte”. En él hay dos grandes posiciones: la que pretende aislar el arte de cualquier relación directa con la vida, heredera de alguna manera de la vieja idea del arte autónomo, y la que se conforma con un arte modesto, con formas modestas de una micropolítica que se limitan a redisponer los objetos y las imágenes que forman el mundo común ya dado o a crear situaciones dirigidas a modificar nuestra mirada y nuestras actitudes con respecto a ese entorno colectivo. Ambas posiciones, evidentemente encontradas, no son más que los fragmentos de una alianza rota entre radicalismo artístico y radicalismo político, una alianza que designa el término de “estética” y que hay que recuperar. En las dos posiciones postutópicas del arte hay una política que consiste en interrumpir las coordenadas normales de la experiencia sensorial. Y es una política para todos, mucho más para los trabajadores que no tienen tiempo para ocupar ese espacio y, por lo tanto, no tienen voz. “El arte pertenece a un sensorium específico”. Esta afirmación de Ranciére podría poner a las formas del arte como algo diferente a las formas ordinarias de la experiencia sensible. El espectador emancipado de Rancier tendría una actividad equivalente a la inactividad. El poder de los espectadores es el poder que tiene cada uno de traducir a su manera lo que percibe. Ese poder común vincula a los individuos. De este modo Ranciére rechaza cualquier oposición entre un arte autónomo y un arte heterónomo, un arte por el arte y un arte al servicio de la política, un arte del museo y un arte de la calle. Porque la autonomía estética no es esa autonomía del “hacer” artístico, tal y como Greenberg hubiera querido. Es, más bien, la autonomía de una forma de experiencia sensible, ésa que, al poder todos disfrutar de ella, constituye “el germen de una nueva humanidad”. Desde estos presupuestos todo arte es político. Toda imagen capaz de crear suspensión o ante la que cada individuo es capaz de crear su suspensión es política.

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TEMA 10: ARTE, HISTORIA DEL ARTE Y ESTUDIOS VISUALES 1. La aparición de los Estudios Visuales La aparición de los Estudios Visuales, o de la Cultura Visual, ha sido uno de los procesos que más han afectado a la Historia del Arte como disciplina poniendo en cuestión su propio estatuto tal y como tradicionalmente, más o menos desde finales del siglo XVIII, se había aceptado. Los géneros artísticos tradicionales, los únicos que hasta hace pocos años eran dignos de ser considerados por la Historia del Arte, empezaron a entenderse sólo como un sector parcial de lo visual. Después del Holocausto el arte, condenado por Adorno al impudor en el bastión de su autonomía, no parece que fuera capaz de proponer mucho. Pero había otras imágenes. La fotografía hacía tiempo que se había convertido en un medio de reproducción habitual y no podían obviarse sus resultados. Cuando Georges Didi-Huberman escribe Imágenes pese a todo abre un amplio debate sobre la capacidad y el estatuto de la imagen...de las imágenes. Didi-Huberman quiere trabajar sobre cuatro fotografías expuestas en el centro Georges Pompidou de París en el 2001 bajo el título Memoria de los campos. Fueron tomadas en el interior de Auschwitz en 1944 y son las únicas que conocemos del interior del campo de concentración. Entonces, cuando tenemos delante esas imágenes desnudas, precipitadas, mal ejecutadas, se nos ofrece y nos interpela. Debemos ser activos. Para saber, tenemos que imaginar. Las imágenes no son arte pero tampoco son simplemente documentos. De hecho, algunos historiadores bienintencionados manipularon estas fotos para hacerlas más claras, para que se viera algo, para convertirlas al final en eso, en documentos. Es como si el fotógrafo hubiera estado por allí haciendo las fotos tranquilamente. La práctica académica del historicismo cree siempre que puede atrapar la realidad histórica reconstruyendo el curso de los eventos en su sucesión temporal, sin interrupciones. Y muchas veces ayudada por el documento fotográfico. Algunos artistas han sido conscientes de que las imágenes no son arte mucho antes que la vieja disciplina de la Historia del Arte. Esto es, por ejemplo, lo que le preocupa a Alfredo Jarr cuando lleva a cabo la instalación titulada El lamento de las imágenes. Se trata de un cubo metálico con una caja de luz blanca en una de sus caras como referencia a la omisión de las imágenes. En la cara opuesta hay una puerta donde una línea de luces verdes o una cruz de luces rojas indican al visitante si puede acceder o no al interior de la estructura porque la intención es que el espectador asista a la proyección desde el principio. En el interior hay una pantalla en la que se va proyectando un texto que cuenta la historia de la fotografía que hizo Kevin Carter a una niña sudanesa famélica acosada por un buitre. Lo interesante es cómo Jarr señala al espectador que se siente amenazado por la fotografía y entonces prefiere criticar al fotógrafo antes de mirar, de conocer el contexto, de imaginar. Prefiere anular la fotografía antes de dejarse “tocar por ella”. Quizás el problema con la emergencia de los Estudios Visuales no lo tiene el arte, permeable y nómada como pocas formas de pensamiento. Quizás el problema se le plantea a la Historia del Arte y a la Estética. 2. Un campo desbordado Lo que nos interesa es el evidente desbordamiento de la circunscripción de lo que tradicionalmente hemos entendido como Historia del Arte por parte de los llamados Estudios Visuales, unos estudios que amplían el campo de sus objetos a la totalidad de aquellos mediante los cuales se hace posible la transferencia social de conocimiento promovido a través de canales en los que la visualidad constituye el soporte preferente de comunicación. . En estos estudios la condición básica es que no hay hechos de visualidad puros, sino sólo actos de ver extremadamente complejos que son siempre el resultado de una complicada e híbrida construcción cultural y que además incluyen todo el amplio 44

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repertorio de modos de hacer relacionados con el ver y el ser visto, el mirar y el ser mirado, el vigilar y el ser vigilado, el producir imágenes y diseminarlas o el contemplarlas y percibirlas, y la articulación de relaciones de poder, dominación, privilegio, sometimiento, control que todo ello conlleva. Bajo esta premisa José Luis Brea distingue dos escenarios para estos estudios. En el primero es obligado el referente lacaniano y, en particular, el estudio de la constitución del yo en su relación con la construcción de la mirada como estructura de relación instituyente de yo en el encuentro con el/lo otro, con el otro y con el mundo. Recordemos a Lacan. En el capítulo titulado De la mirada como objeto a minúscula de Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, el psicoanalista ofrece una descripción del campo visual que se construye a partir del sujeto de la representación, la pantalla y la mirada. Cada vez que el sujeto mira ve a través de la pantalla. La pantalla consiste en las representaciones culturalmente dominantes que se encuentran en una cultura en un momento determinado. Es por lo tanto un velo que, al mismo tiempo que nos “protege”, nos impide llegar a lo real, siempre traumático. Pero ese velo puede rasgarse, aunque sea un poco. El segundo de los escenarios propuesto por José Luis Brea es el que analiza las imágenes en referencia a los procesos de socialización, es decir, cómo las imágenes se dan al mundo y cómo ellas registran de una manera inexorable el proceso de la construcción identitaria en un ámbito socializado, comunitario. Es evidente que el referente mayor de este escenario es el trabajo de Michel Foucault. 3. Historia y posiciones Estos dos escenarios muestran diferentes modos de trabajo, no excluyentes sino complementarios, a lo que han llegado los Estudios Visuales después de una breve historia y una larga discusión. En Una introducción a la cultura visual, uno de los libros pioneros sobre el tema, de Nicholas Mirzoeff traza la historia de las tecnologías de la representación, desde la cámara oscura del siglo XVI hasta el ordenador de finales del siglo XX. Su conclusión era bastante contundente: el auge de los mass media globalizados y de las instituciones de distribución de imágenes supone que el arte solamente se ocupa ahora de un lugar limitado y básicamente insignificante dentro de la economía general de las representaciones visuales. No sólo como resultado de las posibilidades que aportan las nuevas tecnologías, sino también de la dependencia que el fetichismo de la mercancía tenía respecto al espectáculo visual. Algunos han visto los Estudios Visuales como una amenaza sustancial y han reaccionado de forma defensiva; otros, por el contrario, les han dado la bienvenida como un soplo de aire fresco que proporcione los mecanismos para una ruptura decisiva con las prácticas restrictivas de la Historia del Arte. La segunda, protagonizada por teóricos ansiosos por renovar las viejas disciplinas desde fórmulas de interdisciplinariedad y liderada por teóricos culturales y sociólogos inscritos en el movimiento académico de los Estudios Visuales dejaban atrás una Historia del Arte entendida como un registro de obras maestras de elevado carácter estético, con el canon de excelencia occidental, y atrás quedaba también una consideración de la obra como mero reflejo del contexto social. Adiós al arte por el arte y adiós también a la historia social del arte. Trabajaban en una historia de las imágenes en la que lo que importaba era el significado cultural. Estaban trabajando, entre otras, “las imágenes del arte” y quizás no las obras de arte. Susan Bück-Morss se ocupará de explicar esto en su artículo Estudios Visuales e imaginación global. Para Susan Bück-Morss la imagen surge cuando se desprende de su contexto y este hecho será muy importante para la Historia del Arte porque la Historia del Arte como disciplina tiene una fuerte deuda con la tecnología fotográfica largamente ignorada por las historias fundacionales de la propia disciplina. Al principio de la era moderna europea, la apreciación artística exigía viajar para visitar los lugares del arte. Con la aparición de la fotografía todo esto cambió y la Historia del Arte se estudia a través de las reproducciones fotográficas y de las diapositivas. La 45

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Historia del Arte, tal como se ha enseñado en muchas ocasiones separada de su objeto de estudio, ha sido durante mucho tiempo un estudio visual de sus imágenes. Y las imágenes son mediadoras entre las cosas y el pensamiento. Son percepciones congeladas, proporcionan el marco para las ideas. Las imágenes, entonces, no son copias del arte y no reemplazan a la experiencia artística, pero al ser herramientas de pensamiento su potencial como productoras de valor exige su uso creativo. Es decir, esas imágenes que flotan en google para todos (incluidas las de arte, fotografías diferentes a la obra como objetos y que crean en consecuencia una experiencia diferente), son materia de creatividad individual, materia al final para pensar. Evidentemente Susan Bück-Morss se da cuenta de que las consecuencias políticas de todo esto son muy relevantes. En el mundo-imagen globalizado los que tienen el poder producen un código narrativo. La promiscuidad de la imagen permite fugas, en un campo estético no contenido por la narración oficial del poder. Los Estudios Visuales suponen un claro cuestionamiento al concepto de autonomía que formulara Adorno. La defensa por parte de Adorno del arte elevado y la crítica a la industria cultural le llevó a ver en la cultura popular una nueva forma de mercancía y a formular la teoría de la negación. Rosalind Krauss en Welcome to the Cultural Revolution, vio en el proyecto interdisciplinar de los Estudios Visuales un síntoma de falta de disciplina en la Historia del Arte, un episodio culturalmente desafortunado que en último término respondía a los intereses de consumo del capitalismo tardío. Hal Foster constataba el peligroso deslizamiento que suponía ampliar el territorio de la autonomía del arte y de su espina dorsal, la historia, hacia lo visual y lo cultural. Según Foster se podía encontrar un paralelismo entre los imperativos sociales y las asunciones antropológicas, que explicarían el paso de la historia a la cultura, y lo imperativos tecnológicos y las asunciones psicoanalíticas, que gobernarían el paso del arte a lo visual. Y en este nuevo combinado, titulado Cultura Visual la imagen sería una herramienta analítica que había situado el artefacto cultural en nuevas vías si bien a costa de olvidar toda formulación histórica. Desde esta posición teórica, Foster vuelve a defender una autonomía que debe entenderse como un antídoto a la alienación y al fetichismo de la mercancía. Van Alphen señala que no se plantea que no exista ninguna diferencia entre los objetos populares y fabricados en serie y los tradicionalmente interpretados como Bellas Artes. Es, simplemente, pensar que ambos pueden partir de los mismos temas y generar preguntas semejantes, lo que en ambos casos transgrede el campo de sus singulares genealogías. La Historia del Arte puede tener que ver con los Estudios Visuales y Culturales si se ocupa de las obras de arte como articulaciones históricas de cuestiones que no pertenecen estrictamente al repertorio cosificado de las genealogías de la Historia del Arte. Se impone un cambio metodológico, necesario para una Historia del Arte más ambiciosa culturalmente. Pero lo importante es que porque el arte piensa, ha pensado siempre, podemos pensar con sus obras y sus imágenes, quizás con más frescura y algo más de ambición.

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