Año V. Núm. 210 SEMANARIO CIENTÍFICO, LITERARIO Y ARTÍSTICO ESPAÑA. CUBA. Y PÜEETO-RICO

SEMANARIO Año V CIENTÍFICO, LITERARIO Y ESPAÑA. ün año 12'50 ptas. Un semestre 6'50 » Número \ u e l t o . . . . 0'25 » PORTUGAL suscricíón pagad

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SEMANARIO

Año V

CIENTÍFICO,

LITERARIO

Y

ESPAÑA. ün año 12'50 ptas. Un semestre 6'50 » Número \ u e l t o . . . . 0'25 » PORTUGAL suscricíón pagadera semnnalmente Cada iiúmfro. . . . 50 rtis.

ARTÍSTICO CUBA. Y PÜEETO-RICO Un año 5 pesos oro. En el rei-to de América fijan el precio loa señores corresponsales. EXTRANJERO ü n año 18

LA B I B L I A D E G U T E N B E R G (.Cuadro de Lerche),

Núm. 210

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LA ILUSTRACIÓN IBEEICA SUMARIO

TsxTO.—iladrid. Cartas á mi prima, por Fernanflor.—ia casa de Pedro López (continuación), por Juan Tomas Salvany.—Revista cientitica, por Alfredo Opisso.—i2¿ regalo de Beyes, por A. Pérez G. Nieva.—ií» el indamio, por Vicente Colorado.—Nuestros grabados.—^;4 qué soben tos besos? (poesía), por José Horras. IM fuente de los currutacos (continuación), por Frauclsco Gras y Elias. GEíBADoa.—La Biblia de Gutenberg.—Dominó. —I^a Matern i d a d — H e r o . - Plafón áeoOTiilivo.—Cullef coats: El descargadero.—Como el pez en el agua—Puente de Badajoz.— Homero, ciego y pobre, consolándose cou sus cantos.— Lucrecia.—Los viejecltns en casa. —Matrona romana.—El orácu'o.

MADRID a^ívuTA-s -A. jvri

FRXT^A.

EL INCENDIO LGUNAS personas me han preguntado: —«¿Y quién es esa prima de usted? ¿Y cómo se llama? ¿Es joven? ¿Es guapa? oa? ¿Está V. enamoi'ado de ella? ¿Es soltera, casada ó viuda? Está en España ó en el extranjero... E n fin, sepamos algo, porque su primera carta de V. no es muy explícita...» »Pues sí;—les he contestado,—mi prima se llama Carmen, tiene veinte años, es lindísima; no está mal de fortuna; es soltera y tiene novio y se casará. Dios mediante; vive en París desde hace un año y no la tengo amor sino mucho cariño porque nos hemos tratado siempre como hermanos. Esta es la razón de que hoy la escriba estas cartas... Y si ella me contestare alguna vez, por las contestaciones verían ustedes que así es linda como modesta, sencilla, instruida, de buen corazón, de vivo ingenio, de gustos artísticos, de sentimientos cristianos; y, en fin, la perfección de las perfecciones. Es una señorita con quien se puede hablar, y una mujer con quien puede cualquiera casarse: toca el piano, habla francés y el inglés, baila, dibuja, pinta; y, sin embargo, sabe regir una casa, guisar, coser y cuidar á un enfermo. Si viniese á pobre no tendría que mendigar ni prostituirse como algunas pollas de Madrid, amigas suyas, al pasar repentinamente del fausto á la miseria...» Creo que reconocerás,—prima mía,—la exactitud de este retrato; y comprenderás que no engaño á los curiosos... Y dicho esto, y ¡jara no mortificar tu modestia, entro en el asunto de la segunda carta que te dirijo... Asunto triste, que será el culminante de la semana, pues no es probable que ocurra en ella otra mayor catástrofe. Anteayer, miércoles, á las cuatro de la mañana las campanas de la iglesia de Chamberí, despertaban á los vecinos de aquel barrio.— ¿Qué ocurre?—se preguntaban con susto asomándose á los balcones. No tenían necesidad de contestación... E l incendio con sus llamaradas, con sus resplandores de aurora boreal y con su penacho de humo iluminaba la calle del Cardenal Cisneros, y anticipaba la claridad trémula del alba.—¿Dónde es?—¿En qué número?—¡Es en el número 7, en una tienda de ulti-amarinos! Madrid vive,—como tú sabes,—sobre tabernas y tiendas do comestibles. En cada casa haj^ alguno de estas dos clases de comercio. Apenas se inicia un barrio y se edifica una casa llega el tendero del aceite y del vinagre ó el del aguardiente y el vino y toma posesión de la futura colonia. Son, estos, comercios que no sufren las fluctuaciones de la política ni del capricho. H a y que comer y beber so pena de la vida. Son comercios seguros; y, ya que no sean brillantes, aseguran una fortuna modesta y retiro cómodo para la vejez. E l tendero de la esquina, que muy pocos vecinos conocen, tiene la ventaja de conocerlos á todos, por las habladurías de los criados; sabe quien es pobre, cual es rico; la historia, vida y milagros ele cada uno; y viene á convertirse en acreedor nniversal. Los criados de la mayor parte de las casas toman

comestibles y dicen como el del cuento:—¡Apunte usted!—hasta que el tendero contesta un día como su colega de marras:—¡Di á tu amo que ya me canso de apuntar, que V03' á hacer fuego!—Se comprende, pues, que el tendero es digno de gratitud y que debiera dársele mayor estimación que se le manifiesta. Pero, si bajo este punto de vista le debemos gratitud, es también cierto, que su comercio es un peligro constante de la casa en que vivimos y de nuestra propia vida... La planta baja de casi todos los edificios de Madrid es un dep>ósito de petróleo, de aguardientes, de muchas materias inflamables... Puede decirse que Madiid está sobi'e un volcán. Y á lo mejor revienta uno de sus cráteres, abrasando un edificio y devorando muchas vidas. Mientras esto no sucede el vecino de Madrid vive descuidado, sin fijarse en el peligro; ya porque todo hombre se cree el favorito de la fortuna, ya porque en esta vida de lucha, de afán y de escasez constante en que vivimos, creemos que sólo debemos temer á los enemigos conocidos. Y el tendero es un enemigo anónimo, y su almacén, verdadero polvoifn, tiene un escaparate halagüeño, amistoso, que déspiierta sensaciones y pensamientos gratos. Dejamos todos los días nuestra casa sin pensar en que tal vez no la encontraremos al volver; que todo aquel ajuar en el cual hemos empleado gran parte de nuestra fortuna y al que tenemos tanto cariño como á nuestra familia misma, desaparecerá, tal vez, en una hora, y que de súbito nos quedaremos con el suelo y el cielo por hogar y por techumbre... Entre todos los riesgos que tenemos para nuestra familia no contamos el incendio, jamás... ¿Por qué?—Acaso, prima, porque es un peligro que nos sigue á todos lados, en todas las ciudades y casas, en los templos, en los teatros y que llevamos con nosotros con una caja de fósforos en el bolsillo; con una lámpara de petróleo en la mano... Hasta en los bosques, hasta en la campiña, sobre todo por Agosto, el incendio jDuede sorprendernos y calcinarnos. Al mudarse de casa nadie tiene en cuenta si en el piso bajo ni en cualquier otro hay almacenadas materias inflamables; todos, sin embargo, dejarían de mudarse á una casa si supiesen que uno de los vecinos era ladrón ó asesino. El incendio de la calle del Cardenal Cisneros ha sido terrible. A los pocos momentos las llamas subían por la fachada hasta retorcerse sobre el tejado. Los vecinos dormían y se encontraron prisioneros del fuego. E l terror animó aquel tranquilo edificio; se oj^eron voces de: ¡Socorro! corría la gente sin dirección, buscando salidas entre humo y llamas, entre el golpear en los tabiques y las voces de los guardias y bomberos que llegaban á prestar auxilio. Nadie sabe luchar con la muerte cuando ésta le rodea en el sueño y le despierta oprimiéndole con sus brazos. El espíritu necesita espacio para rehacerse y la carne temerosa no se le concede; el más heroico se aturde, se precipita y por evitar el peligro se lanza en peligros mayores sin vacilar un momento. E n este incendio de Chamberí, uno de los vecinos se descuelga por un cordel, escaso, y se deja caer en la calle, donde le recogen mal hei'ido... Otros inquilinos se dirigen al núcleo del incendio crej'endo evitarle. E n el piso tercero de la casa vivía un jefe de telégrafos, con su señora, una hermana, una cuñada y cinco hijos; las dos hermanas, uno de los niños y el jefe de telégrafos, han muerto... Lá impresión que este incendio ha producido en Madiid ha sido grande y el alcalde se ha creido en el caso de publicar un bando tranquilizador... Con este motivo El Imparcial ha escrito juiciosas observaciones lamentándose de que en Madrid se gaste el dinero en cosas sujjérfluas, descuidando las necesarias. E n efecto, los ayuntamientos de Madrid dedican el dinero de sus administrados á obras de lujo; sin emprender muchas de absoluta necesidad ni de higiene. La razón de esto se encuentra en nuestro carácter vanidoso, que prefiere lucir exteriormente á vivir con comodidad en casa; á que Madrid

quiere parecer una gran capital sin los recursos de otras capitales europeas. Madrid es cursi. Además nuestros ayuntamientos se llaman populares, sin ser del pueblo, y sólo inician y terminan las reformas aristocráticas y las convenientes para las clases acomodadas. Del pueblo no esperan nada; nada de la masa común, sino de grujjos sociales determinados; á estos favorecen y halagan con preferencia. Si un día se quemase parte del Palacio Real ó de la Presisidencia del Consejo de Ministros, pereciendo alguien de las respectivas familias, verías cómo se montaba súbitamente un admirable servicio de incendios y se canalizaba todo Madrid y hasta se formaba una red de tubos sobre el casco de la población para convertirla, cuando fuese preciso, en un juego de aguas. Sí, prima, lo repito, Madrid es cursi como un elegante que se pusiese frac y corbata blanca con piantalones de color E n cuanto ocuri-e un incendio las Compañías de seguros envían á sus agentes por las casas para invitarnos á que aseguremos nuestros muebles. No hablo de los edificios porque casi todos los de Madrid están asegurados. Entonces, prima, algunos jjarticulares aseguran sus mobiliarios pero la generalidad se contenta con mirar sus muebles sin querer expionerlos además del incendio á un i^leito con las Compañías... Después de todo, lo que más tememos perder, nuestra mujer, nuestros hijos, no son muebles asegurables; y entre los mismos ' objetos de nuestra casa, los que mayor valor tienen ¡aara nosotros no tendrían ninguno para las Compañías aseguradoras... Hay hombre que en momento de oír la voz de ¡Fuego! sólo se preocupa de salvar un retrato, un paquete de cartas, un recuerdo. E l militar entonces busca sus cruces; el pintor la obra que tiene empezada; el aristócrata su genealogía; el autor dramático su manuscrito; la actriz sus coronas; la patrona de huéspedes sus cubiertos de plata de Meneses; el licenciado su canuto; el cura su breviario; la coqueta su servicio de tocador; el miope sus lentes; el elegante su gabán de pieles; el coleccionista su miniatura... Y esta señora no quiere ponerse en salvo sin su canario; ni aquélla sin su perrito y hay quien aparece entre las llamas, convulso, sin ropas y con su guitarra. No cabe duda que todos deberíamos tener en nuestra casa un pequeño material de incendios: una piqueta con que abrir boquetes en la pared; escalas y maromas para descolgarnos por los balcones; sacos salvadores de la asfixia... Nadie tiene esto. Se contenta con esperar á que vengan á salvarle los de afuera ó se tira sencillamente á la calle por un balcón. Durante algún tiempo ha estado de moda el hacerlo incombustible todo: edificios, muebles, ropas é individuos; pero la gente se va ya convenciendo de que contra el fuego sólo hay un medio eficaz, el más primitivo: el agua. Esta es la verdadera salvación... Por cierto, Carmen, que en el incendio del miércoles se presentaron las bombas inmediatamente; cosa que no suele ocurrir. A^'erdad es que en cambio no había en la calle agua con que llenarlas. Ignoro si se ha sabido ya la causa del incendio. Se creyó en un principio que provenía de haberse inflamado el gas; por descuido del mozo de la tienda; un muchacho recién venido de un pueblo, que al despertarse y oir en la oscuridad que su amo le decía:—¡Virgilio, hijo mío, levántate!—se levantó y huyó espantado, no del incendio, sino de que le llamasen hijo. Pero luego se ha desechado aquella suposición. No te digo una novedad al decirte que la malicia supone casi siempre intencionados los incendios en los comercios; yo no sé quién ha dicho:—«Sólo el diablo sabe los incendios que ha producido el seguro.» La malicia, sin embargo, casi siempre también se equivoca; y lo milagroso es que en Madrid no haya más incendios todavía... ¿Has visto alguien que mire donde arroja un fósforo ni una punta de cigarro; ni . donde pone xma palmatoria, ni como deja, al i salir de casa ó al acostarse, la chimenea?



LA ILUSTRACIÓN I B É R I C A Por cierto que loa caseros han recibido ayer "ftna lección... Ayer se inició un fuego en la plaza del Progreso; á consecuencia de haberse inflamado el hollín de ima de las chimeneas de Cierta casa. El teniente alcalde del distrito, que acababa, sin duda, de leer la descripción del luego de Chamberí, no tenía humor para pennitii' más catástrofes, é impuso al dueño de la c^sa una multa por falta de deshoUinamiento. ^ste propietario que no deshollina ha resultado ^ei" Inada menos que el ex-ministro D. Eugenio jílontero Ríos... ¡Lancemos á la execración de ías generaciones el nombre, ya famoso por otros Oieiores títulos, de aquel ilu.stre gallego! ^5Í es admirable que no ocurran más siniestros 6n las casas, lo es todavía más que no se incendien frecuentemente los teatros; donde el gas corre y serpentea por los cordones de goma entre los bastidores de tela y la madera barnizada; aonde se disparan armas de ftiego; y se encienaen bengalas y árboles de pólvora... Algunas Veces, cuando la escena se llena de luz y de humo. Un espectador se levanta inquieto y gana la puerta por si acaso; mas el público aguarda Sonriente á que estalle la voz clásica, terrible, cíe ¡Fuego! para morir allí, estrujado, pisoteado y carbonizado. V erdad es que desde hace algunos años asiste alas representaciones en cada teatro una pareja cíe bomberos; lo cual hace de este cuerpo un gran plantel de autores dramáticos. ^ Al pensar en los horrores de un incendio en tierra firme, consideramos también qiie no es comparable al incendio de un barco; aquí el ^gua es otro peligro; el barco tiembla, chisporrotea, se consume; y los que buscan salvación en las olas sangrientas y fulgurantes del mar, se vuelven, bien pronto con esfuerzos angustiosos, el coger los restos inflamados de los maderos. ¡Cuántos acasos desventurados amenazan al hombre! ¡Y al mismo tiempo, que misteriosa y alta protección, la de nuestra vida, que se desliza decenas y decenas de años entre tantos peligros mortales! Siento que la actualidad haya impuesto á mi carta de hoy un asunto tan lúgubre; pero él refleja la preocupación de Madrid... Acaso más adelante,—mi querida prima,—el incendio sea también la preocupación de Europa; si guerra se impone. El Incendio sigue á la Guerra. Un rey de la Edad media, decía: «La guerra es el incendio.» Y en efecto, cuando una tropa nuye do un pueblo perseguida por otra, le incendia para detener á sus perseguidores; cuando tiene qne abandonar campos llenos de fruto, los uicendia para que su enemigo perezca de hambre. Por donde los ejércitos de Tamerlan habían pasado, ni se oía el ladrido de un perro, ni el canto de un pájaro, ni el llanto de un niño... ¡En inmensa llanura, sólo humeaban los tizones de IOS pueblos! iermino aquí esta carta, verdaderamente combustible; y ojalá,—prima,—que la próxima seniana me ofrezca un tema digno de tu corazón; que solo se complace en lo que es bueno. Tuyo, PEKNANFLOB

U CASA DE PEDRO LÓPEZ (fiONTINDAOIrts)

ñr.u' P™P^° tiempo ajó la fotografía, arrojánd o k con desdén sobre el arroyo Oñica, yo no vuelvo á esta casa,—profirió la- companera. —¡Gtra! ¡Ni yo!—replicó la del retrato. í ambas desaparecieron, á lo largo de la ctl \ "" sonoras risotadas, codeando, cabelas faíd"^'.'^°''^°'^''^®^ ^ monedas los bolsillos de ' ff^P°^ filosófica conmiseración contemplaba la rotogralia desdeñada, cuya varonil imagen á su „^p, P''?^^^ mirarme desde el suelo, cuando eiTo a pasar un carro y la arrastró, aplastaba, informe, bajo el lodo de su rueda.

Entibiando este incidente mi deseo de tomar la casa, iba á alejarme. De pronto gritó una voz desde el fondo del portal: —¿Quería V. ver el cuarto, señorito? Una mujer alta, delgada, pálida, vestida de negro, apareció en el largo pasadizo que comunicaba con el patio. Había en su semblante una amalgama de bondad y truhanería, que no pudo menos de llamarme la atención, y respondí: —¿Es V. la portera? —Para servir á usted. —Pero ¿y la portería?... —La tengo en la prendería de al lado, que por la parte de atrás conduce al patio... —Comprendido. —Conque, si V. quiere ver el cuarto... —No siendo molestia... —Nada de eso. ¿A qué está una? Suba usted. Ella delante, yo detrás, echamos á andar

19 escalera arriba. Al llegar al segundo tramo, oí el golpe de una puerta que se cerraba, en seguida ruido de tacones sobre los peldaños, y en el próximo rellano, un señorito pasó, sin vernos, junto á nosotros, dándose aires de don J u a n y tatareando una canción obscena. Era el original del retrato escarnecido.

n —Decía V. que renta el cuarto... —Once duros. —Si lo dieran en diez... —No tengo esa orden. Pero, en fin, vea usted al amo. —¿Dónde se le ve? —Para poco en casa; en el teatro, en el café de Lisboa... —Alegre vida lleva el amo. —¿Qué quiere usted? Cada uno tiene su modo de matar pulgas.

E L D O M I N O (Cuadro de Fraukr Bramley)

—Con franqueza, el cuarto no me disgustará, si efectúan en él algunas mejoras. —A la vista están los operarios. —Con todo, aparte del precio, tengo otra razón más p)oderosa para tentarme la ropa antes de tomarlo. —Usted dirá. • • —He visto salir á dos mujeres... —jYa! No siga usted; se trata de la inquilina del segundo, que se nos ha entrado por sorpresa y la hemos despedido. Desocupa el cuarto á fin de mes; en cuanto consuma la fianza. ^—De suerte que los vecinos... —Son de lo más tranquilo de Madi'id. —Ya digo, no siendo en diez duros... y me corro en dos; no puedo dar más que ocho. —Vea V. al amo, ó si quiere Y. le veré yo. —¿Cuándo termina el mes? —Paitan ocho días; para entonces habrán concluido los operarios, y el cuarto quedará en disposición de ser habitado. —Piies bien, mañana ve V. al amo, pasado vuelvo yo por la contesí^ación, y si ésta es favorable, no hay más que hablar. —Corriente... Mire V., sentiría que no nos arregláramos, porque tiene V. un aire, y una cara... Me parece V. una persona formal; en fin, me ha petado usted.

—Muchas gracias. —No las merece. —Conque, entendidos ¿verdad? —¡Ya lo creo! ^ C o n t a n d o con que la del segundo. —Por supuesto. —Pues hasta pasado mañana. —Hasta cuando V. quiera, señorito. La de aquella tarde fué la peor comida de cuantas verifiqué en la casa de huéspedes; dos de éstos, por si era ó no era Catalina buen autor, por si Grayarre cantaba ó no cantaba con más arte que Masini, atronando el comedor, se dijeron mil picardías; volcaron tres copas llenas de vino; rompieron una fuente; y la criada, que en otra servía un guiso, fué á chocar de un codazo contra la repisa de la chimenea, vertiendo el contenido de aquélla sobre la levita de un comensal. Nos quedamos sin principio. Yo me retiré á mi habitación, mohíno y enfurruñado, diciendo entre dientes: —Aunque no lo bajen, mañana tomo el cuarto. (Se

continuará.) JrAN TOMÁS SALVANY.

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LA M A T E R N I D A D (Relieve de Medardo Sanmartl .-Dibujo de P. y V, y Valor)

H E R O (Cuadro de Siehel)

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LA ILUSTRACIÓN I B É R I C A

REVISTA

CIENTÍFICA

Eesabios de lo pasado.—Mas sobre ayunos «M. E. Zola lia añadido con La Obra un canto más á su poema pesimista de la animalidad humana,»—decía recientemente Jules Lemaitre en uno de sus brillantísimos artículos de crítica literaria.— Sin duda que valdría más que los hombres de talento se dedicasen á cantar las excelencias y perfecciones de la humanidad, pei'o, ¿qué le vamos á hacer si á cada momento la realidad parece poner cruel empeíío en humillar la fe que tenemos en el maravilloso empuje del progreso? Por duro que sea tener que confesarlo, existen todavía muchas capas humanas sumidas en la animalidad más repugnante. No de otra suerte se concibe un salvaje crimen cometido hace pocos días en un pueblo del

Morbihan, crimen que prescindiendo de su ferocidad puede considerarse como un documento elocuentísimo del arraigo de ciertas supersticiones en el magín del vulgo. Diremos ante todo que el Morbihan es una de las comarcas más atrasadas de Francia; aunque parece imposible, profesábase allí todavía el paganismo en tiempo de Luís XIV, mas no el paganismo helénico ó romano sino el brutal fetichismo de los australianos ó del Congo, especialmente el fetichismo litolátrico, ó sea la adoración de ciertas piedras. En un pueblo de dicha región, vivía pues una familia de molineros, compuesta de los padres y cuatro hijos,—dos varones y dos muchachas. Una de éstas, muy linda, un tanto coquetuela y algo sabedora de lectura y escritura, velase requebrada por los mozos del lugar á quienes probablemente encontraría demasiado brutos para merecer su blanca m a n o , ^ p u e s blanca debería

ser, como de molinera. Esther, cpie así se llamaba la mozuela, era festejada y estimada como nadie, y esto engendró celos en el ánimo de su familia, recibida siempre con repulsión por los vecinos, á causa quizás de su imponderable estupidez. Euéronse los padres á consultar con el reverendo párraco sobre la diferencia que se advertía entre las simpatías de que gozaba Esther y la aversión que inspiraban ellos, doliéndose de paso de la esqu.ivez de la doncella en aceptar ninguno de los buenos partidos que le salían para casarse, á lo cual contestó el señor rector, émulo de Bossuet, que Esther «estaba poseída del demonio del orgullo.» No cayó en saco roto la oj)inióii del párroco. Celebróse un conciliábulo y decidióse que ya que Esther tenía metido en el cuerpo el demonio del orgullo y costaría muchos cuartos hacérselo echar por los curas especialistas en tales materias, lo mejor sería que los hermanos se

PLAFÓN DECORATIVO (Fresco de Paul Baudíy) encargasen de ejecutar ellos mismos la operación, tanto más, en cnanto la familia sabía por tradición el modus faciendi. Así fué: metieron en un cuarto á la desgraciada Esther; echaron la llave; los dos hermanos desnudaron á la joven y mientras la otra chica y los viejos estaban rezando la letanía, ellos con un berbiquí practicai'on cuati'o agujeros en el cuerpo de la desventurada: uno en la frente, otro en el vientre y uno en cada pienm, pero con indecible asombro no vieron que escapase por ninguno de ellos el demonio del orgullo; sólo se escapó mucha sangre, y después la vida. No pasó mucho tiempo sin que se notase en el pueblo la desaparición de la linda molinera: averiguóse el hecho y sin esperar á que los tribunales esclarecieran el caso, fueron cogidos los autores y cómplices del fratioidio y encerrados en un manicomio. Se nos permitirá que nos manifestemos disconformes con la sokición dada al asunto: los matadores no son tales locos, sino simplemente unos salvajes: el manicomio es para el loco, no para el bruto; á éste se le manda á la escuela, —de presidio,—no á que le cuide el doctor Ezquerdo. No es ser loco creer que pueden meterse clemonios en el cuerpo y sacarles de allí agujereando el cuerpo con un berbiquí; esto proce-

de de ignorancia, de falta de instrucción, no de perturbación de la mente. Véase, pues, si tiene razón Zola al inspirarse en la animalidad humana para escribir toda una voluminosa biblioteca. La superstición por una parte, la sensualidad bestial por otra, retienen todavía á gran parte de la humanidad en los tenebrosos fondos á donde no llega la noble luz de la razón supi-ema y libre. Esos hechos horribles, como el que acaba de tener efecto en el Morbihan, si pueden desalentar por un momento al pensador creyente en. el progreso, arraigan en cambio la convicción de la necesidad imperiosa de extender la instrucción, aún valiéndose para ello de los procedimientos más tiránicos. Seres como los C|ue han llevado á cabo la hazaña que hemos referido, son UD peligro social, jioro un peligro que puede combatirse mediante la x)ropagación enérgica de las luces. Y no se tome por vana declamación lo que decimos, porque la verdad es, como escribe un sabio ilustre, M. Girard de Rialle, «rpie los progresos hechos por la humanidad á través de las edades no son realmente apreciablos, fuera de las cosas de la industria, más que en un mimero relativamente corto de individuos, y que las masas profundas do las j)oblacioues se libran

muy poquito á poco de los lazos de las antiguas supersticiones, ingertas, por otra parte, unas en otras y á menudo toleradas, aceptadas y aun adoptadas por sistemas teológicos de una gran elevación moral» (1). No pretendemos que con la propagación de la instrucción puedan crearse caracteres como los ele un Espinosa, un Littré, un Sanz del Río etc., pero cuando menos quizás podrían hacerse abortar esos espíritus que imbuidos de superstición llevan luego á la práctica sus bárbaras concepciones sobrenaturales, como los molineros del Morbihan y otros que no son molineros ni morbihaneses, pero que no por eso dejan quizás de clavar una puñalada por la espalda á los que suponen tienen diablos cu el cuerpo. Así como á raiz do haber cumplido M. Chevreul su siglo de existencia todo se volvió descubrir centenarios, más ó menos auténticos, pasa ahora lo mismo con los yeyunaiites, citándose numerosos casos de personas hechas á prueba de hambres,—aunque sin olvidarse por eso de algunos que, menos acostumbrados á la dieta absoluta de alimentos, han fallecido de (¡} La Myihologic coiiiparée, pjig. 221,

L A ILUSTRACIÓN I B É R I C A inedia al cabo de un tiempo más ó menos largo. Pero sobre esto último, dijo y a lo suficiente el Dante en el episodio del conde Ugolino y sus tres hijos y ofrecen también sobrados ejemplos nuestros maestros de escuela y aun alguno que otro subsecretario de Ultramar; (parece que algún otro ex-subsecretario de lo mismo, escarmentando en cabeza ajena, ha tomado á tiempo las oportunas precauciones). Hablemos, pues, únicamente de los que no se mueren por no comer, empezando por la noticia que ha corrido estos días por los periódicos respecto á existir en un pueblo de la provincia de Orense tina mujer que hace CINCUENTA AÑOS no ha comido ni

bebido apenas. E n tal caso, Gralicia tendrá el privilegio de poseer las mujeres menos comilonas que hay en toda la redondez de la tierra, pues se habló también de no recuerdo que santa,—contemporánea,—de por allí, que hacía once años no probaba bocado, aunque la tal no se movía de la

cama, y la quintañona de ahora, anda, aseguran, por aquellos trigos, como pudiera hacerlo otra cualquiera labradora. Ahora bien: ¿puede ser eso? ¡Pásmense mis lectores! Yo no diré que si, pero tampoco diré que no pueda ser. Constan con toda certeza multitud de casos de este género; sobre todo, es considerable el número de mujeres místicas que han podido pasarse muchos días, meses y aun años, privadas de todo alimento; poca gracia tiene el ayuno de Santa Eufrasia, que, después de haber sido tentada por el demonio, permaneció siete días sin comer; mucho más serio fué el ayuno de San Alberto, pero ya es mucho el caso de Cristina Michelot, una amenorreica, que permaneció tres años sin probar bocado, contentándose con beber agua; (observación comunicada por Landrillon á la Academia de Ciencias de París, en 1756 (1). Estos ayunos, casi vulgares entre los fakires hindos, se explican sencilla-

mente por la reacción de lo moral sobre lo físico, perfectamente estudiada hoy día siguiendo el impulso dado por Cabanis ya á fines del pasado siglo, y también por el gran poder de la voluntad, como suponemos ha sucedido con Merlatti. El doctor d i e r o n ha exhumado con este motivo la historia de un canónigo de Noyon, que comenzando el miércoles de Ceniza de 1460 se pasó tres años, ocho meses y doce días sin comer. Con todo, antes de comenzar su prolongado ayuno, habíase preparado el buen señor un brevaje en que entraban,—naturalmente,—un cocimiento de lagartos, víboras y sapos; los correspondientes extractos de vegetales narcóticos y los indispensables polvos de caput mortui. Como hace observar M. Cheron no era muy difícil que la ingestión de una cucharada del tal líquido le quitase al digno canónigo las ganas de comer. En fin,*^hemos creído conveniente reproducir

C U L L E R C O A T S (INGLATERRA): EL D E S C A R G A D E R O la receta del eclesiástico noyonés porque dado el furor que les ha entrado á las elegantes por volverse flacas, quizás podrán ponerse á dieta para conseguir su intento, sin peligro de perder con la grasa el finísimo pellejo que la cubre.

Maruja callaba j seguía fregando sin reposo, en tanto la señora Bruna secaba el servicio de mesa, después de aclararlo y lo colocaba luego en los basares mu}' emperejilados con papeles de color de rosa. Allá junto al fuego, bajo la ondulante sarta de chorizos y morcilla que, seALFEEDO OPISSO. cándose al humo, de dosel servían á la ennegrecida campana de la chimenea, casi tostándose -«los pies en las brasas desceñida la faja azul y con aspecto cansino, dormitaba el señor Zoilo, EL REGALO DE REYES tirando con fruición de un cigarrazo de papel en el que ardía á buen seguro y malísimamente ¡rero estás muy empecatada, criatura, no liado su medio cuarterón de talíaco. No lejos de vas a dejar cacharro sano! ; E n qué piensas? la lumbre roncaba el corpulento mastín hecho ¿Que te ocurre? 6 i i una rosca, y el rubio gato, que de cuando en La pobre Maruja atortelada y como abstraída cuando abría sus ojos y se enteraba de lo que i'eplico palabra á semejante apostrofe; miró acontecía en torno, dejando oir su más plácido como una tonta á su ama, púsose muy encarna- gruñido habíase acomodado blanda cama entre cía, mecho^ grmló entre dientes una torpe excusa las patas del perro. U n candil, limpio como el y estropaio en ristre y enjabonando la loza como oro, colgado sobre el fogón, acaso humillado feí le corriera prisa continuó con afán su tarea, ante la mucha luz que el hogar despedía, tal vez a t o r a desportillando una taza, luego rajando un por falta de aceite y sobra de pábilos, daba las vaso más tarde quitándole el asa á un puchero, últimas boqueadas en tanto las llamas de la hocon harto escándalo de la señora Bruna que no- guera en la que se quemaba el tronco de Navicesaba de repetir hecha un basilisco: dad, como persiguiéndose unas á otras y ten—¡Pero mujer!... ¡Pero borrica!... ¡Pero tienes manos de hierro!... ¡Pero eres el espíritu de la (li Alfrtd Maury. ift JU gie (t r Aslrolog e dans l'aniiílestrucción! quité et au mogenage, p, 304.

diendo á subir chimenea arriba en busca de su amigo el aire, iluminaban con un resplandor claro y alegre las paredes dadas de yeso de la cocina, los taburetes y la mesa de pino sin pintar, el curioso fregadero, el aseado pié de los cántaros del agua, los relucientes azulejos del fogón, la cobriza batería de cacerolas y sartenes, los basares adornados de colgaduras de papel, la escopeta y el cuerno apoyados junto á la ventana, los machos pi'óximos al fuego, algunos chismes de labranza tirados aquí y allá y varios trebejos de todos oficios arrojados por todas partes, que el señor Zoilo, si era labrador dé profesión, gustaba de la caza, y activo como él solo, mataba los ratos libres que le dejaban sus labores y no sé qué cai-go de justicia que en el pueblo ejercía, en perjeñar y hacer con ]io poca maña trastos de carpintero. Enera... cualquiera asomaba á fuera las narices. Soplaba un vientecilio sutil, se había entrado la noche cscurísiráf y empezaba á caer la nieve en silenciosos copos Por fin quiso Dios que se acabase el fregado dio la última mano la señora Bruna & los ca charros, encarándose con su marido, lo grito - Oye tú, Zoilo, despabílate que vamos & echa un tute,—y á renglón seguido la gruñona miije le dijo a l a criada:—súbete á acostar.—Pues ahc ra pongo yo mi zapato,—refunfuñó Maruja par,

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COMO EL PEZ EN EL AGUA (Cuadro de Ferraii'li^' f-'^^^*^"*^ ®" ""^ Museo Nacional.—Dibujo de P. y Valor)

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LA ILUSTRACIÓN IBÉRICA

sus adentros, pero no tan bajo que no percibiese algo la señora Bruna.—¿Qué mascullas hoy de zapatos?—preguntó ésta en tanto sacaba los naipes del cajón de la mesa.—Nada, señora, nada,—y la sirvienta enderezó sus pasos por angosta escalera que á los estrados conducía.

¡Pobre criatura! Tosía con frecuencia, era de complexión delicada y débil, tenía el pecho muy hundido, las mejillas miw pálidas y los pómulos muy salientes; apenas contaría trece años y estaba en esa edad crítica, en la que el ángel pierde sus alas y se trasforma en mujer. No se

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la podía llamar fea, aunque no pasaba de graciosa, bien que el mucho trabajo y la mucha miseria le robaban colores á su cara, fulgores á sus ojos, brillo á su pelo y redondez á sus formas, he ordinario se caía de sueño al terminar •sus tareas; aquella noche subía Maruja las escaleras muy desvelada, con más seguros andares V un si es no es inquieta y febril. Las palabras

de la mocosa de la hija de la señora Bruna, repercutían sin cesar en los oídos de Maruja, atronándole el tímpano con inusitado y constante machaqueo: —Esta noche vendrán los Reyes á traerme un regalo, ¿verdad madre? Dejaré uno de mis zapatos en el balcón de la sala. Así había dicho la niña al acostarse, y la idea

del regio presente volvía loca á Maruja. Ya recordaba ella, ya, que el año anterior trajeron esos señores Magos á su amita, un enorme muñeco con una de rasos y seda que era lo que había que ver. Pues lo que es este año no se quedaba Maruja sin regalo. Descalzóse para que no sintieran sus pasos, concluyó de subir la escalera, atravesó sin ruido la sala, abrió el balcón que daba á la plaza, y, con cautela, como si de algo malo se tratase, dejó uno de sus recios borceguíes pegadito á la barandilla de verde madera del balcón. Luego desanduvo lo andado y se acostó. Pero un demonio cogió el sueño. Hecha un ovillo y tiritando de frío permaneció insomne en la cama. Que cosa tan extraña, ¡lio podía dormir! Y si cabeceaba se le ofrecían ante sus ojos lujosas cabalgatas y unos señores muy ricamente vestidos con unos criados de cara de cisco y unos camellos con no sé cuántas jorobas. Traían repletos sacos de juguetes y los colocaban sobre su cama, diciéndole los señorones: para ti. ¡Para ella!... Y al irlos á coger Maruja se despertaba. Poníase entonces á rezar para que los Reyes se acordasen de traerla algo, y murmuraba entre sus oraciones,—¡señor Dios, mándeme usía una muñeca que hable como la de la hija de la alcaldesa!—Así estuvo mucho tiempo; Dios sabe cuanto. Al cabo no pudo resistir más la tentación; se puso las medias y una falda, se cubrió los hombros con un pañuelo, y á obscuras, á tientas, con sigilosa j^lanta, temblando toda se salió de su alcoba y se encaminó á la sala, abriendo un poquito el balcón, lo suficiente para ver que allí estaban su zapato y el de su amita, pero vacíos.—¡Si no vendrán!...—pensó Maruja, con zozobra. Volvióse al lecho, tornó á sus rezos y á sus sueños y á despertar; no se oía en la casa ni el más pequeño ruido; debía de ser mu}' tarde. Otra vez comenzó á dar vueltas entre las sábanas j otra vez se vistió y otra vez se fué al balcón de la sala. ¡Cielo santo! El zapato de la amita tenía una muñeca con sobrefalda y rubios cabellos y un traje hermosísimo de raso. Pero el zapato de ella... en su zapato no había nada. ¡Dios mío! Habían llegado ya los Reyes por lo que se veía, y sin embargo, ni el más mínimo regalo en su borceguí!... ¡Sino se acordarían los Rej^es de las niñas pobres!... Pero aquel señor Dios ¿en qué pensaba? Descorazonada y dando diente con diente se volvió á su cuarto. Tal vez no se fijaron en su borceguí, pero no había que perder la esperanza; puede que hicieran otra visita al pueblo. Dos veces inás fué al balcón y dos veces más sufrió un nuevo desengaño. Tornó una tercera; era de madrugada y entonces se levantó iracunda y nerviosa; ya no rezaba, abrió el balcón; el borceguí continuaba vacío. Entróle muchísima rabia, llamóles tíos á los Reyes, y sin poderse contener, agarró la muñeca del zapato de su amita, la tomó con ternura entre sus brazos y escapó con ella á su dormitorio. Una vez en él le dio mil besos á la muñeca, la estiró el trajecito, la dijo cariñosamente pobrecitay... de pronto se echó á temblar llena de miedo.—¡Soy una ladrona!...—pensó... ¡Y su amo que era de justicia!... ¡Dios la que se iba á armar por la mañana. Se vio en la cárcel, en un calabozo muy obscuro y con muchos ratones. Lo mejor era volver la muñeca al balcón. Pero ¡dejarla, desposeerse de ella! ¡Nunca! Tomó una resolución desesperada; huir. Se arropó con un mantón, se puso unas chanclas viejas, bajó despaciosamente á la cocina, abrió con silencio el pórtico que siempre quedaba con solo el postiIlo, y sin soltar la muñeca de sus amores, dióse á correr por la plaza y se perdió por una calleja. Nevaba ¡cómo nevaba! Los copos impulsados por el aire le azotaban á Maruja la cara, cortándosela'materialmente. Y el viento hacía música... por las encrucijadas, con un huo lastimero que asustaba. No podía seguir su camino con aquel viento y aquella madrugada. Entonces se refugió en el quicio de la primera puerta que halló, al paso, acurrucóse, murmuró tiritando,—¡pobrecita!... ¡Se me va á helar!...—Arropó bien á la, muñeca, la dio un beso y se puso á cantarla un estribillo para que se durmiese. Seguía nevando.

27

LA ILUSTRACIÓN I B É R I C A con furia, el viento arreciaba y el frío aumentó de atroz manera. Poco á poco sintió Maruja una pesada somnolencia, algo como entumecimiento, se rebujó cuanto pudo en su pañolin, inclinó sobre el pecho su cabeza y al cabo le acometió Tiu sopor profundísimo mejor que sueño. Y scg^üa nevando con furia y la nieve comenzó á arremolinarse en torno á aquel cuerpecito de la cbicuela. A la mañana siguiente advirtieron varios vecinos un montón de trapos en el quicio de aquella puerta. Fueron allá y se encontraron á la Maruja muerta, bcladita, dura como una piedra. Sonreía como sonreirán los ángeles; en su rostro había algo muy tierno y dulce y tenia en sus brazos, estrechamente abrazada, una preciosa muñeca de rubios cabellos, y ricamente •vestida de raso.

—¿No ha venido el bizco? —Allí le tienes,—dijo el capataz, señalando con el dedo el andamio más alto de la esquina. —¿Podrían hacerme un hueco á su lado?... Tengo quevliablarle.

—Como quieras. —Entonces, con su permiso. —No distraerse, que estamos muy atrasados y los jornales vuelan. ¡Ah! oye; te perdono la multa; i)ero, no digas nada, porque eso sería dar mal ejemplo.

A. PÉEEz G. N I E V A .

EN EL ANDAMIO El día amaneció lluvioso y, ya entradaia mañana, comenzó á caer un aguacero que no había de cesar hasta la noche. Poco antes de las siete, fué reuniéndose un grupo de albañiles en una de las esquinas de la calle de Alcalá, frente á una casa de seis pisos, á la sazón envueltos de arriba abajo por una espesa red de andamiaje, entre la que se veía el yeso de la fachada, picado á trochos y á trechos desmoronado. Parecía la casa un enfermo cuya piel, rugosa y llagada, cruzasen diferentes vendas. Dando el reloj las siete, los obreros se pusieron en línea y se contaron. —¿Qnién falta?—preguntó el capataz de la cuadrilla, que había echado uno de menos. —El manco,—respondieron varias voces. —Es extraño; siempre viene el primero; algo debe ocurrirle. —Puede que esté enfermo. •—El bizco lo sabrá, que es el novio de su hija. —¿Oyes, bizco? —Oigo. —¿Qué es de Juan? —¡Yo qué sé! ¿No fuiste anoche á su casa? —Ni vuelvo. ¿Has tronado con la Blasa? Como arpa vieja. Basta de conversación, y á trabajar, que ya^eshora,—dijo el capataz, interrumpiendo el diálogo. E l grupo se deshizo y, trepando por las sogas, fué cada cual á ocupar su puesto. De allí á poco, al ruido de la lluvia, se unió el sordo y acompasado golpear de las piquetas en el muro. Era preciso andarse con mucho cuidado; el yeso y el agua habían formado sobre las tablas un barro suave y escurridizo, y, al menor movimiento, podía desviarse el pió y dar con un ÍJ^^^'? ®i^ la mitad del arroyo. Media hora después de empezada la faena, se presentó Juan, con los aperos al hombro. -ti capataz le salió al encuenti'o. — ¡Qué! ¿Se te 1: han pegado hoy las sábañas? —No, señor. —Traes los ojos hinchados aún por sueño. —¡No fuera malo —¡Qué te ocurre' -Nada —Pues, aquí, ya has ganado tu jornal. J u a n pensó que le despedían. —¿Qué me quiere Y. decir? —Que tienes cuatro reales de multa. —¡Cuatro reales! r - P o r no haber venido á tiempo. — L o mismo da,—repuso más conforme Y cambiando de tono, añadió:

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—Muchas gracias. J u a n ocupó su sitio, y se puso á trabajar; á cada golpe hundía la piqueta tres pulgadas; tenía los ojos como puños, los labios temblorosos y la respiración desigual y fatigosa. El bizco le miraba, bien á pesar suyo, con ojo torcido y, al parecer, no muy satisfecho y gustoso do la vecindad que tenia.

-Oye, tú; ¿es cierto lo que dicen las mují» jeres —¿Qué dicen? —Que has dejado á la Blasa. —Es cierto. —Y, ¿tú sabes?... —¿Qiié'' . , 9 —¿Tú sabes que la Blasa está en cmtar

L O S V I E J E C I T O S EN C A S A (Cuadro de Cari Gu^ow)

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R O Ñ A R O M A N A ^Cuadro de Amos Casioli.-Dibujo de R. Camins)

30 —Eso dice ella. —Y es verdad. —No digo que no. —¿Y, tú crees que á una mujer se la deja en tal estado, sin más ni más, porque se te haj^a puesto en la cabeza? ¿Tú crees que se echa, así como se quiera, ese puñado de honra á una familia? ¿Crees que ni yo ni mi mujer tenemos pizca de vergüenza? —¡Yo qué sé! —¿No tengo ya bastantes hijos á quienes mantener, que quieres darme los tuyos? ¿Qué te has pensado, que te vas á reír de mi? —Yo no digo nada. —¿Qué motivos tienes para i'omper con mi hija?

LA ILUSTEACION IBÉRICA —Ninguno. —¿Es verdad lo qixe dice tu madre, que no quieres casarte con la Blasa porque es una tal y una cual, y pretendes á la hija del tabernero jjorque tiene cuartos? —¡Quién hace caso de mujeres! —Te han visto con ella muchas veces. —Habladurías. —Te he visto yo. —¿Usted? —Sí, yo; la otra noche entré á echar unas copas, y tan amartelado estabas que no me conociste. —Seria casualidad. —¡Casualidad! ¿eli?... Más pronto se pilla á un embustero que á un cojo. ¡Casualidad!... A

mí no me gusta proceder á ciegas y, antes de hablar, me entero de las cosas. Hoy mismo, en vez de venir á la obra, me fui á hablar al tío Robles, quien dice ser cierto que estás en relaciones con su hija. ¿Lo negarás ahora? —Y bueno, ¿qué? Me gusta la Clotilde. ¿Qué se le importa á nadie? —Haberlo pensado á tiempo. —¿Quién me lo impide? —La Blasa está en cinta. —¡Que no se hubiera dejado! —¡Mira lo que hablas, no tengamos luego que sentir!... —¿Es amenaza? —Tómalo como quieras.

—Es que...

L U C R E C I A (Cuadro de J.ureuzo LoUo)

—¿Dejas á la Clotilde? —No, no la dejo, —¿Te casarás con mi hija? —¡Qué más quisiera ella! —Piénsalo. —Por pensado.' —¡Ali! ¡Prefieres que te rompa el alma!— gritó Juan, hecho una fiii'ia. Los albañiles se volvieron á mirarlos. —¿A mí? —A tí. —No hay quien me rompa á mí el alma. Algunos transeúntes se detuvieron en la acera de enfrente, al ru.ido de la disputa. —¡Ahora mismo va.s á verlo! —¡Como no se la rompa V. á la...! Juan, ciego de ira, avanzó, enarbolando la piqueta con ambas manos; el bizco le volvió la espalda, se asió á las sogas que sujetaban el andamio, y cuando le vio cerca, echó las piernas al aire, dándole tan fuerte patada, que el viejo perdió el equilibrio, resbaló, y, dando vueltas, fué á estrellarse en los adoquines de la calle.

fué en presidio, la viuda pide limosna y Blasa se vende al vicio. No hay nada más vulgar que la desgracia. VICENTE COLORADO.

N U E S T R O S GRABADOS LA BIBMA DK GgTENBBRa Gxtadro de Lerehs ¡Qué mirífica emoción la de los tres dignos bibliófilos al toparse nada menos que con aquella Biblia eternamente memorable que salió de las prensas de fiiiteaberg en los albores de su invento incomparable, resultando, sin embargo, una obra maestra de la tipografía! iQué voluptuoso placer, qué curiosidad ardiente se ve reflejado en esos rostros, revelando en los buenos religiosos la alteza de sus inteligencias y el refinamiento de sus grnstosi Dulce emoción de que no pueden tener Idea lo.s brutales adoradores de los viles y fáciles placeres de la materia; dñliquio reservado solamente á las almas elevadas que despreciarían un fajo de papeles del Banco á trueque de un i7icunable. DOMfNÓ Cuadro de Franh Bramlry

Al muerto lo llevaron al cementerio, el bizco

Como se ve, estaraos en presencia de u n a obra entera-

mente realista, ejecutada con prodigiosa habilidad de mano, llena de aire, exactísima de luz, y lo que vale más que todo, sincera, natural, espont.ánea, fuerte. Vengan Dominas, aunque sea de Inglaterra. Li MATERNIDAD Jtelieve de D. Medardo Sanmarti Bibujo de P. y Valor Digna es esa obra de lo que había derecho" á esperar de su distinguidísimo autor, dando con ella una nueva prueba de su poderoso talento y magistral ejecución. La capital de España podrá envanecerse de contar con una joya escultórica más entre las que ya posee, pues ese relieve está destinado á figurar en la puerta principal de la Casa de Maternidad de Madrid. HERO Cuadro de A. Sichel No hay para que repetir aquí la historia eternamente lamentable de Lf^andro y Hero, sabida de jóvenes, de viejos y de niños. Sichel ha representado muy acertadamente la figura de la desgraciada amante del intrépido nadador, la cual, como se ve, meiecía muy bien la pena de darse Leandro aquellos diarios y largos remojones. PLAFÓN DECORATIVO Fresco de Paul Baudry Conocido universalmente es el nombre del ilustre cuanto malogrado pintor de la Grande Opera de París. No tenia

L A ILUSTRACIÓN I B É R I C A ciertamente Paul B»udry la audacia tintoreitisca ñe Eugenio Delacroix, ni se vela en sus obras la monumental grandeza de las de Puvis de Chavannes, pero ganábales á ambos en severidad de dibujo, en armonioso colorido y en modernismo, esto es, en la facultad de inspirarse más que ellos en las pasiones y aspiraciones contemporáneas. Paul Baudry era vendeano, nacido de humildísima familia, y deja infinidad de obras esparcidas por diversos monumentos públicos de Paris, como el palacio de Lusemburgo, el Panteón, la Grande Opera, etc.; existiendo también algunas en el castillo de ChantlUy y en casa de Vanderbilt, de Nueva-Yoik.

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31

OKjtCUI.O

Cuadro de Waterhouse Este cuadro pertenece al género sensacionista, ü para explicarnos en cristiano, al que obtiene siempre el aplauso popular por la viva impresión que produce á primera visita, estando al alcance de la comprensión del vulgo. Es obra verdaderamente notable y pintada con escrupulosa e-xactitud en los pormenores y gran conocimiento del juego de las fisonomías, habiéndole proporcionado á Waterhouse uno de sus más justos y ruidosos triunfos.

CULLERCOATS; KL DESOARGADKEO

Pocas localidades habrá en Inglaterra más desconocidas de la generalidad al par que más frecuentadas por los artistas que esa aldehuela de pescadores, asentada en la costa del Northumberland, á u n a milla de la desembocadura del Tyue y colgada en la punta de u n banco de rocas batidas sin cesar por las olas del triste Mar del Norte. Por el dibujo que damos hoy de uno de los paisajes que rodean la citada aldea podrá venirse en conocimiento de lo pintoresco que es aquel lugar, tan cuerdamente explotado por los marinistas, . COMO E l . P E Z KN E L

AGUÍ

Cuadro de Feírandiz, existrnte en el Mvs'O Nacional Dibujo de P. y Valor Nunca fuera caballero de damas tan bien servido como fuera Lanzarote cuando de Bretaña vino; doncellas curabnn del, princesas de su rocino, debia repetir para su sotana, haciendo las oportunas variantes, el buen padre acabado de llegar al Parador del Amor de Dios, El insigne y malogrado Ferraudiz figuró esa escena, tan picaresca y española, en tiempos ya pasados, pero todavía resultarla exacta dándole carácter contemporáneo. PUENTE

DK

BADAJOZ

Llamado también el Puente de las Palmas, y de fábrica romana, lo mismo que el de Alcántara, de Toledo, es una espléndida obra degrauito, contando 37 arcos,bajo los cuales corre majestuosamente el Guadiana. H O M B R O , C I E G O Y POBRH', C O N S m . A ^ D O S K

CON S U S

CANTOS

unjo relieve de Harry Bi.íes Esta obra se recomienda por su composición bellísima y por su carácter decorativo, refinadamente a-piritual. Tada figura expresa intensamente la emoción de que está agitado el personaje; vése en Homero al desgraciado poeta, privado de la luz y sumido en la miseria, mientras que el hermoso grupo que le escucha queda arrobado al dulce son de su lira. Hay mucha alma en esa obra, ajena enteramente á las archioursis tradiciones del clasicismo.

SÁ QUE SABEN LOS BESOS? ¿Á qué saben los besos?—ayer me preguntaba una hecliicera niña,—de virgen corazón, y mientras anhelante,—su vista en mi clavaba asi yo la decía,—colmando su ilusión: Saben, á lo que sabe,—gozar en el misterio oyendo las promesas,—de amor de una beldad; saben á lo que sabe,—tras duro cautiverio, gozar por fin sin trabas,—la ansiada libertad. Al jugo que de flores,—extrae la mariposa, al gozo en que se tornan,—los días de dolor; ¡El beso es en los labios,—de una mujer hermosa la gota del rocío,—temblando en una flor! Saben, á lo que saben,—los soplos de la brisa que agitan suavemente,—las olas en el mar; saben, á lo que sabe,—tener una sonrisa cuando están ya los ojos,—cansados de llorar. A oir contar medrosas,—patrañas y consejas del duende ó del fantasma,—que vaga aterrador, saben, á lo que sabe,—la mielde las abejas; los goces de la dicha,—los frutos del amor. Saben á lo que sabe,— la gloria tras la lucha; la calma venturosa,—tras loco frenesí... Así saben los besos,—pero, mi bien, escucha: ¡no se los des & nadie!...— (¡á nadie más que á

[mi!) JOSÉ BORRAS.

LA FUENTE DE LOS CURRUTACOS

LUCRECIA

Cuadro de Lorenzo Lotto Este autor, que floreció en Venecia en la primera mitad del siglo xvr, fué el que más fielmente conservó las tradiciones de la cálida manera del Giorgione La dama figurada en ese lienzo es, sin embargo, lombarda, por su tipo y por el traje, pudiendo calificársela de marimacho á no ser tan hermoso su semblaute. En cuanto á su personalidad es un misterio, pero un misterio trágico, quizás, pues algo significa tener en la mano una pintura representando á Lucrecia, desnuda, en el acto de darse la muerte j)ara no sobrevivir á su deshonra, de lo cual le viene llamarse la Lucrecia á ese cuadro. Añadamos, para acabar de poner los puntos sobre las íes, que en el original puede leerse en el papel que está sobre la mesa: «Neo uUa Lucretia impúdica exemplo vivet,» cosa que no tiene malicia, que digamos... Consérvase este cuadro en la galería de Dorchester (Londres) . LOS

VtKJttCITOS

EN

CASA

Cuadro de Cari Gussow Linda escena, á pesar de la avanzada edad de los protagonistas. También llene la vejez su poesía, registrándose en el arte numerosas obras inspiradas en el tierno aféelo de los vicjpcitos, desde Filemon y Baucis hasta el gracioso idilio casero representado por Gussow. M»TR

NA

ROMANA

Cuadro de Amos Casioli.—Difnijo de R. Carains Las figuras y la composición de esa obra son ciertamente muv agradables y simpáticas, pero no se ve que ostenten el sello de arcaísmo que debieran. Con todo, importa poco el título; es un cuadro llamativo, y la señora y sus fámulas son todas unas arrogante' matronas, á pesar de su aire, más de ciudadanas de la Roma sdegnnta, con sus bulevares, tranvías y luz eléctrica, de que pe queja el pintor Humbert, que no de la Roma republicana ó Imperial.

(CONTINUACIÓN)

V LA

FUENTE

Del mismo modo que existe en Madrid la calle de Preciados, que según cuenta la fama, era en donde vivían los más rumbosos caballeros de la corte, existía en la villa de N... La fuente de loa currutacos, que era el punto de cita, por las tardes, de los currutacos más aristocráticos, como lo era por la noche de todos los galanes de faja en cinto y de baja estofa. L a visitada como ensalzada/weníe se elevaba al pié de los muros de la villa, y estaba dotada de cinco caños qtte prodigaban fresca, abundante y cristalina agua que abría el apetito y que ánn ayudaba á la digestión. Junto á ella se extendía un abrevadero y en derredor anchos y duros canapés de piedra, sombreados por altos y pomposos álamos, donde gorjeaban pintadas Y canoras avecillas; álamos que con su bóveda de follaje prestaban apacibles y perfumadas sombi-as á los dichosos mortales que ciwfidinnamexte, como decían en el pueblo, se reunían en amena sociedad. Allí entre dos luces se citaban alegres y afanosas las doncellas de la villa y en aquel sitio el amor plantaba sus reales y la noche prodigaba sus sensuales y voluptuosas sombras á las amarteladas parejas. Allí se repartían anises, se probaba el agua, se retozaba, se charlaba, se cantaba y se adoraba. Allí los currutacos iban en

busca de novia y la.s doncellitasde galán. Allí era el cielo de las guapas mozas y el infierno de aquellas á quienes la naturaleza las había negado sus encantos. Allí los currutacos enseñaban á su manera el catecismo del amor y de allí se pasaba la generalidad de las veces á la vicaría y de la vicaría... al cielo del himeneo, á la gloria de las glorias para aquellos que se amaban y se casaban á impiilsos del picaro corazón. De aquella fuente nacían todas las serenatas amorosas, todas las pendencias, todas las intrigas, todos los celos y recelos, todos los disgustos, todos los líos, todos los bromazos de mal género en carnaval, todas las comilonas campestres entre currutacos j doncellas y todos aquellos enredos más ó menos subiditos de color que constituían la muy non sancta novela aristocrática y popular de aquella bendita tierra. Una apacible tarde del mes de Setiembre, que suelen ser más que deliciosas en la florida vega murciana, formaban amigable tertulia, como de costumbre, el reverendo padre Nolasco, el señor boticario, el señor licenciado en medicina, el señor notario de rentas y un comandante de marina retirado, que había perdido la pierna derecha en el combate de Trafalgar. Aquellos ilustres varones después de conferenciar largamente tocante á la política algún tanto liberal iniciada por el Príncipe de la Paz, llevaron la conversación sobre las últimas conquistas llevadas á cabo por Bonaparte, comentando sus hazañas como si fueran las de un semi dios. De pronto el boticario, que era un célibe camastrón con ojos de águila y garras de milano, exclamó con alborozo: —¡La viudita! ¡la viudita! DonXeandro se puso colorado como un tomaté, levantóse precipitadamente de su asiento y articuló con cierta mal reprimida vehemencia: —Sí ¡es ella! ¡es ella!—añadiendo por lo bajo: —Parece la diosa de la tarde montada en el caballo del sol. Doña María Luisa, modestamente ataviada, ostentando en la cabeza un abultado gorro, el ridículo en el brazo, el látigo en la diestra, montada en una soberbia muía que no la hubiera rechazado el padre guardián, y acompañada de un mozo de labranza de ligero pié que hacía las veces de escudero, se presentó en la plazuela de la fuente. Todos los currutacos, sombrero en mano incluso el padre Nolasco, corrieron á su. encuentro. —Buenas tardes, señores,—murmuró la damita;—cúbranse sus mercedes y sírvanse hacerse á un lado, que la bribonzuela muía ha visto la fuente y si no procuro complacerla mucho me temo C[ne no dé con mi cuerpo en tierra. —Para algo nos dio el Señor los brazos,—manifestó don Leandro abriendo sus remos. —Grracias, doctor,—articuló la viudita.—Es su merced el prototipo de la galantería con espada y casacón. El arriero tomó por la rienda la rolliza muía y la condujo al abrevadero. —¿A dónde vamos gentil amazona?—preguntó el fraile acariciando el lomo de la muía. —A la granja, si su 2:)at6rnidad no manda lo contrario. Se acerca mi santo y he de disponerlo todo para la fiesta. Inútil es decirles que espero que todos A'^des. la honrarán con su presencia. Todos los ovirrutacos inclinaron la cabeza en señal de asentimiento. —Tendremos especial gusto en ello,—se apresuró á manifestar don Leandro. L a dama mordióse el labio para ahogar la risa que retozaba en su boca y dijo después de una breve pausa: —La invitación se hace extensiva á toda la la familia. Presumo que no me privará V. del placer de abrazar á doña Cándida. E l golilla palideció. El no había ni remotamente pensado en acudir á la fiesta con su cara

mitad. L a muía agitó la cabeza, giró sobre sus herraduras y se puso en marcha.

32

LA ILUSTRACIÓN IBÉRICA

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—Mil felicidades soñoics Xo ochon ustedes en saco roto la mutación,—diio insistiendo la dama'. -—Adiós hijita,—contiestó el monje. —Adiós, primavera de la vida,—articuló don Leandro. —El cielo le conceda mil venturas,—agregó el marino. —Que Dios la colme de bendiciones,—añadió el notario. —Que la salud no la abandone,—manifestó el galeno.

—Que la dicha la conduzca de la mano,—exclamó el boticario. Y entre tantas y tantas bendiciones, como llovidas del cielo, doña María, Luisa tomó el camino de su granja, ansiando llegar á ella antes que se ocultase el sol. VI .

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GRANJA

A una legua de la villa de N... se extendía la magnífica y deliciosa hacienda de doña María

Luisa; granja dotada de regadío, bo.sque, viña é vermo, que era una verdadera bendición de Dios. En el centro de una espléndida ai-boleda formada por pomposos olivares, floridos almendros, perfumados azahares j arábigas palmeras,, prodigando benéfica sombra y cobijando á los alados pájaros que con sus dulces y suaves trinos se comunicaban sus amores y dulces devaneos, se levantaba , un vetusto caserón, compuesto de planta baja y de dos pisos, dotado de capilla, de trujales, de inmensas cuadras con sus correspondientes pesebres, corrales, grandioso salón, pintado comedor, cámaras con alcoba y sin ella, galería, desvanes y despejada azotea 2)ara tomar el sol. En aquel pintoresco sitio, que parecía ser una bella transición entre la huerta valenciana y la fértil vega de Murcia, doña María, ajena de fatigas- y cuidados, pasaba los calurosos días de verano y los primeros de otoño, entregada á todos los goces campestres, que, aunque monótonos, no dejan de tener para muchos sus encantos. Se levantaba con el sol, bajaba al huerto, tomaba asiento en una pintoresca gruta, regalaba f 1 paladar con exquisito chocolate, acompañado de fresas ó de higos humedecidos por las perlas del rocío, como diría don Leandro, probaba el agua de la fuente, formaba después un capriclioso ramo con las más exquisitas flores que ])oblaban sus jardines y adornaba con ellas su ííabinete de confianza que recordaba los arabescos camarines. La- mañana la distribuía andando y zarandeando, de una parte á otra; ya regando las albahacas y clavellinas que brotaban en las macetas que adornaban y engalanaban las anchas galerías; ya dando de comer á los tiernos palomos que se arrullaban y se enamoraban con la mejor intención; ya limpiando 'con sus-finísimas manos las jaulas'de los arpados canarios y pintados jilguerillos que alegraban con sus trinos el espacioso comedor; ya vigilando los ponedores de las gallinas; ya repartiendo el maiz á los rollizos y majestuosos gansos que se pavoneaban en el zaguán llenando los aires de graznidos. Por la tarde, después de la.siesta, tomaba la aguja, y con la doncella y la hija del mayordomo, daba principio á la labor, empleando en ella tres horas largas, que las más de las veces se deslizaban hasta el anochecer si el tiempo amenazaba lluvia, ó apremiaba la costura. Terminada la cena, la solitaria dama encendía el velón, se encerraba en su cuarto, leía sus autores favoritos que eran Santa Teresa de Jesús, el teatro de Calderón y Lope, las poesías de Quevedo y el Lazarillo de Tunncs, echaba cuentas, punteaba la vihuela, y cuando el acompasado reloj con sus vibrantes campanadas anunciaba las diez, sacaba el rosario, rezaba sus oi'aciones y terminado tan piadoso ejercicio, des- . trenzaba sus hermosos cabellos, depositaba sobre el sofá sus vistosas faldas, imprimía un beso á los sagrados pies del Crucifijo de marfil con cruz de ébano que señoreaba su alcoba, mataba la luz y se deslizaba entre las sábanas, quedando envuelto entre telas y entre sombras aquel precioso y_ bien formado cuerpo que hubieran envidiado las hadas y hubiera enloquecido al Niño Amor. Tal era, en breve compendio, la vida que llevaba la culta señora, encerrada en su granja, sin otra compañía que sus doncellas, la familia del mayordomo, los rústicos labriegos, el leñador, el leñero y los gañanes, que la admiraban como á la divina Pastora que se veneraba en uno de los altares de la vecina iglesia parroquial. (Se continuará ) FKANCISCO

GBAS Y

ELÍAS.

ADMISlSTRACIflN: Cortes, 3ii5-,'!67, Ramón Molina,s, Edilor.—Reservados los dcrcelios de propiedad arlíslira j literaria.—Las reclamaciones en .lladrid, al representante de esta Casa I), Jlanuel Plá y Valor, Apodaca, 1 0 , 2 . ' ) I N S É R T E S E Ó NO, NO SE D E V U E L V E N I N G Ú N ORIGINAL ( ESTABLECIMIENTO TIPOGUÁMCÜ DE B . BASEUA.—CALLE DE VILLAUROEL, NÚW. 17, ENSANXIIB DE SAN ANTONIO.—BARCELONA.

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