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Aylan: superación y esperanza 3.987 palabras
ANDREA MUÑOZ FERNÁNDEZ GRUPO 3 Mi historia comenzó hace dieciséis años, el uno de septiembre de 1999. Pero antes de contarla, lo mejor será que me presente: soy Aylan, nací en Etiopía siendo el cuarto de siete hermanos y vivo en España desde hace casi cuatro años. En cuanto a quién soy realmente… es algo difícil de averiguar, ya que quienes somos es la huella que dejaremos en nuestros seres cercanos o en el mundo una vez nos hayamos ido. Decidí cómo hacerlo cuando solo tenía diez u once años, pero todo a su tiempo. Si hay algo que me define es que siempre he sido un superviviente. Mucha gente cree en un destino o circunstancia que nos modela y cambia nuestros planes y deseos. De ser real, el mío, desde que tengo capacidad para sentir y razonar, es la pobreza; lo primero que me arrebató fue a mi madre. Afortunadamente la burbuja de la inocencia, poder de los niños, me salvó del amargo impacto que habría supuesto en mi existencia la pérdida de la persona a quien sigo añorando cada mañana al despertarme y con quien he hablado tantas veces para que me cuide…. No tener a tu madre, esa mujer que te guía, te abraza cuando sientes que no te quedan fuerzas y te apoya es lo peor que le puede pasar a cualquiera, pero sobre todo a un niño de siete años. El trágico día, primeros de abril de 2007 era en principio alegre, ya que pronto mi madre daría a luz a su séptimo hijo. Sin embargo, cuando el ansiado momento llegó, las cosas no salieron bien. Hubo complicaciones en el parto y esto unido a la ausencia de un médico que ayudara hicieron que, poco a poco, mi madre fuese perdiendo la sangre. La última vez que la vi ya estaba muy débil, pero aún pudo coger mi mano entre las suyas y susurrarme que me quería, además de otras cosas que, aunque entonces no comprendí, serían mi secreto para continuar vivo en la peor de las realidades. Cuando llegó la hora fatal, los más pequeños rehusábamos separarnos de mamá, acaso presintiendo que estaba a punto de desaparecer de nuestras vidas. Pero mi hermana Abeba, que entonces tenía doce años, y a quien mi madre había encargado cuidarnos y explicarnos lo que iba a pasar cuando pudiésemos entenderlo, nos llevó fuera de la casa, pidiéndonos que nos distrajésemos con un juego. Nada fue igual después de aquello: mis hermanos mayores demudaron la inocencia por la responsabilidad, los brillantes ojos infantiles por los inalterables del adulto; renunciaron a sus sueños para cumplir “su deber”, cuidarnos. Yo apenas entendía lo que pasaba; tan solo sabía que mamá no estaba y que el ambiente familiar, antes ligero y alegre, ahora era pesado y melancólico. Mi padre se distanció de nosotros y puede decirse que lo perdimos a él también. Además ya no era eficiente, apenas ganaba dinero para que nos mantuviésemos, por lo que mi hermano Amir, con solo once años, tuvo que dejar los estudios y ponerse a trabajar en el campo. Casi no le veíamos, pues
su jornada laboral duraba lo que permanece el sol en el cielo. A veces me costaba reconocer al niño que, unos meses antes, jugaba o leía con nosotros, como uno más. Sin embargo, lo más vulnerable que mi madre había dejado en casa era nuestro hermano pequeño, un bebé recién nacido al que llamamos Amha, que significa “regalo”. Una noche, que inicialmente parecía una más de aquella sucesión interminable, fue la que comenzó a sentar las bases para el gran cambio que necesariamente debía tomar mi vida. Faltaba poco para que cumpliese ocho años y hacía tiempo que debía estar durmiendo, pero me era imposible por culpa del calor, que penetraba mis poros y me iba consumiendo la humedad del cuerpo, y por la pena. Tras dar muchas vueltas me levanté en busca de mi hermana, que se había convertido poco a poco en mi referente. Cuando llegué a su habitación vi que dormía, así que recorrí la casa intentando tranquilizarme. En este estado me encontró Amir, que para mi sorpresa aún estaba despierto, algo inusual por el cansancio que le producía la larga jornada de trabajo. Me invitó a tumbarme nuevamente mientras él se sentaba a mi lado hasta que me venciera el sueño. - Piensa en algo bonito con lo que quieras soñar –dijo. - No encuentro nada –respondí después de un rato-. Mamá no está, tú ya no puedes jugar conmigo, Abeba ha cambiado, tengo mucha sed, veo sangre en la calle… Era cierto, todo cuanto veía se me antojaba incomprensiblemente horrible, tanto los conflictos bélicos, que habían vuelto a comenzar en Etiopía tras una dudosa tregua, como la creciente pobreza que asolaba nuestro hogar. Él quedó en silencio unos momentos y luego, con una expresión alegre, como la de un niño que se pierde en sus fantasías, me susurró: - ¿Sabes que hay sitios en los que los niños no pasan hambre, van a la escuela en vez de trabajar, las niñas se casan con quien quieren o no lo hacen y la guerra no existe? -¿De verdad? ¿Y dónde está? ¿Tú lo has visto? - Cuántas preguntas… Sí, es real; yo lo he leído y he oído hablar de ello. Está al otro lado del mar. Se necesita mucho dinero para llegar, pero voy a ir; llevo ahorrando desde pequeño. ¿Vendrás conmigo, Aylan? -¡Claro! Si me llevas… -dije sin dudarlo. -Te lo prometo -advertí que hablaba con firmeza, aunque seguía sonriendo. Le abracé y comencé a pensar en aquel mundo maravilloso que existía al otro lado de “las Grandes Aguas” Él se tumbó a mi lado y no tardamos en dormirnos. A partir de entonces algo, aún no identificado por mí, empezó a cambiar lentamente; algunas noches, Amir se sentaba junto a mí y me contaba cosas de aquel mundo, realidad en la que se refugiaba, y respondía todas mis preguntas. Nunca terminaba la conversación, ya que cada vez se dormía antes. Sin embargo desperté a la realidad una noche en la que vino más tarde que de costumbre; me levanté para preguntarle si podíamos seguir hablando, pero ni mi inocencia pudo impedir que comprendiese que alguien le había maltratado.
Abeba, con el fin de que no pudiese hacer preguntas, me acompañó a dormir, mas antes de que se marchase quise saber qué había pasado, y aunque al principio dudó, me contó que le habían pegado porque la sed había hecho que no trabajase bien y no se lo podían permitir. Al salir Abeba percibí que algo se había transformado en mí: era incapaz de mantenerme indiferente ante lo que pasaba; yo no era el único que estaba sufriendo, toda mi familia lo hacía, y no era justo. Pero no creáis que todo era terrible. Siempre hay algo que hace que la felicidad se empañe o que la tristeza tenga un poco de color. En mi caso fueron Eddel y Said, dos hermanos con quienes iba a la escuela. Eran mis mejores amigos y a ellos les contaba todo lo que me pasaba, éramos inseparables. Les debo gran parte de los juegos de mi infancia, un tesoro al que no todos los niños tienen acceso y muchos buenos recuerdos que conservo de mi país. Nos gustaba ir a una zona privilegiada en la que la sequía era menos pertinaz, refugiarnos bajo los árboles y hablar, correr… Hemos aprendido a un tiempo, compartiendo e interpretando la angustiosa realidad que nos rodeaba. Sus vidas tampoco estaban carentes de problemas: su padre se había ido a otro país, supongo que perteneciente al mundo del que me hablaba Amir, abandonando a su mujer e hijos, y no habían vuelto a tener noticias suyas. Al parecer consiguió prosperar y reunir bastante dinero. Alguna vez volvió y trajo regalos para su familia, pero normalmente la madre de mis amigos se veía obligada a venderlos para poder comprar comida. Además, cada vez que regresó dio un hijo más a Zulema, su mujer, y conforme nacía desaparecía nuevamente, dejándoles casi más miserables que antes. Mis amigos habían tenido que abandonar la escuela, como la mayoría de niños etíopes, porque, aunque la escolarización en mi país es obligatoria desde los siete a los dieciséis años, la carestía de la matrícula y los libros y las necesidades económicas de la gente hacen que casi noventa de cada cien niños dejen de estudiar al llegar a secundaria para trabajar. Zulema se negaba a enviarlos al campo o las fábricas, así que intentaban ganar dinero vendiendo por las calles. Mientras madurábamos día a día, la situación en el país empeoraba: la guerra era cada vez más cruenta y sangrienta y esto unido a las sequías hacían que a la mayoría de familias les acechasen la pobreza, el hambre y la enfermedad. La muerte se convirtió en el “pan de cada día” de la mayoría de hogares. A mis diez años no era insensible a esto, y empecé a preguntarme por qué si en el mundo del otro lado del mar todo era tan hermoso, nosotros debíamos convivir con la desgracia; Quizá vivíamos en un lugar maldito y solo podíamos escapar del hechizo cruzando el mar… Y pagando. El dinero parecía ser lo único que impulsaba al ser humano: si lo tenía, era feliz, pero si carecía de él, estaba condenado. ¿Por qué? Mi madre siempre nos había enseñado que lo más importante es ser bueno y vivir en paz, pero a nadie parecía importarle. Como si el destino quisiese confirmar mis suposiciones, la enfermedad llegó a mi entorno: Said se contagió de un brote de diarreas que, por las malas condiciones del agua, llevaba meses devastando nuestra región. Los niños
eran los más afectados, y como la mayoría no tenía acceso a la sanidad, se deshidrataban. Pero, como ya he dicho, no todo es tan malo. Por un lado, que Eddel y yo compartiésemos el dolor, la incertidumbre y la angustia sobre el estado de Said nos hizo advertir cuántas cosas teníamos en común, y nuestro cariño se hizo inquebrantable. Con Said me pasó algo similar, la sola idea de perderlo ocasionó que me diera cuenta de cuánto le quería, de lo importante que era en mi existencia; si no fuera por él, no sabría muchas de las cosas que sé sobre la vida, la ciencia más importante y que no se estudia en los colegios. Cuando parecía que todo estaba perdido, a su madre se le ocurrió pedir ayuda a unos hombres blancos procedentes del otro lado del mar, que ella sabía que estaban allí para ayudarnos. Yo no lo creía, porque mi experiencia me decía que nadie aparte de la familia y amigos se había interesado por nuestros problemas. Mientras Abeba y Amir quedaban en casa cuidando a los pequeños, mi hermana Adey, un año mayor, y yo les acompañamos en una larguísima travesía hacia la curación de Said o su perdición. Viajamos días y días mientras el sol abrasaba los campos y propagaba las enfermedades y el hambre, y la lluvia, un día y otro, rehusaba acercarse a purificar el entorno con su magia vivificante. Al fin agotados, pero contagiados de la esperanza de Zulema, llegamos a una gran ciudad, que me causó extrañeza: las calles aparecían abarrotadas de gente, tanto negra como blanca, y no era raro encontrar unos turistas mirando escaparates y, a unos pocos pasos, un niño mendigando. Quedé impactado por el perfecto mimetismo que allí adquirían la ostentación y la más absoluta de las miserias. Al fin llegamos a un edificio muy grande en cuya entrada había una mujer blanca que sonreía dulce y alegremente. -Hola, ¿puedo ayudaros? Zulema le explicó su problema y ella nos hizo entrar. Nunca había visto nada igual: los enfermos se acumulaban en las salas, mientras multitud de blancos se afanaban en atender sus necesidades lo más rápido y mejor posible. ¿Qué era aquello? ¿Una fusión entre el mundo del otro lado del mar y el nuestro? Después de un tiempo examinaron a Said, y tras hablar entre ellos algo que no entendí, decidieron hacerle tragar una cosa pequeña y dura, que supuse contenía la magia del mundo blanco. Luego le condujeron a una cama, en un rincón que quedaba libre, donde le hicieron acostarse. Finalmente nos ofrecieron agua, y la verdad es que la necesitaba, porque llevaba mucho tiempo sin probar líquidos y tenía la lengua como un estropajo. Por uno de los ventanales, que otorgaban gran luminosidad y hacían algo más alegre la saturada estancia, vi una niña blanca, aproximadamente de mi edad. Era muy bonita: tenía el cabello del color de la miel recogido en dos graciosas trenzas y sus ojos parecían adornados con la luz del cielo estival. Repentinamente, la muchachita volvió su vista hacia la ventana y me miró sonriente, lo que hizo que experimentara una sensación extraña, mezcla de
timidez, sobresalto y alegría. Mis mejillas comenzaron a arder, y temí haberme enfermado de alguno de los males presentes en aquel asfixiante lugar y que, al volver a mi casa, podían significar mi final. Noté el acelerado latido de mi corazón golpeándome el pecho sin piedad, como castigándome por alguna desconocida razón. La chica debió notar mi turbación, porque, desde el otro lado del cristal, sonrió, con una sonrisa tierna y pícara que no hizo sino empeorar mi estado. ¿Qué clase de criatura era aquella? Llegó el atardecer y Zulema dijo que tal vez sería mejor si los niños salíamos de allí, para que el espacio que ocupábamos pudiese servir al incesante goteo de enfermos que entraban y no nos contagiásemos. Lo hicimos y comprobamos que la mujer blanca que nos había recibido ya no estaba; solo vimos a la niña y un hombre joven, también del paraíso custodiado por las aguas. Ella, al vernos, intercambió unas palabras con dicho hombre y, sin vacilar, se acercó a nosotros. -Hola -dijo sonriendo y en un amhárico casi perfecto- me llamo Laia, ¿y vosotros? Aquel fue el inicio de una larga conversación, en la que aprendí cosas importantes. Tras intercambiar algunas palabras banales, las que se suelen hablar con alguien a quien aún no conoces, me aventuré a preguntar algo que llevaba horas intentando descifrar infructuosamente: -Si no estás enferma y no eres etíope, ¿qué haces aquí? –temí parecer descortés o entrometido, pero ella ensanchó su bella sonrisa y dijo: -Mis padres son cooperantes de una ONG, que es un grupo de personas que organizan los países de los blancos para ayudar a la gente que lo necesita. Ellos abren hospitales y, como han estudiado, tratan de curar a quienes no pueden pagar un médico. Aunque no tienen mucho dinero, lo hacen porque se sienten mejor ayudando. Quedamos unos minutos en silencio en los que por mi mente viajaron multitud de pensamientos. De pronto sentí una especie de exaltación. A lo largo de mi vida había visto tanta necesidad, desde la muerte de mi madre por no recibir ayuda médica en el nacimiento de Amha, hasta la de una hermanita de mis amigos, que no superó la infección producida por la mala cicatrización de aquel acto para mí incomprensible de la ablación, que solo pensar que podía ayudar a toda esa gente curándola, me hizo sentir una desbordante alegría que, sin embargo, duró poco; ¿cómo iba yo a colaborar, si pronto me vería obligado a dejar la escuela, la llama que activaría la luz de mi conocimiento, para trabajar, como tantos niños? No, nunca podría imitarles, y me sentí triste e impotente, porque yo no había elegido nacer en Etiopía, no había escogido perder a mi madre, ni que para quien trabajaba Amir le diese palizas por no tener qué comer, ni que Abeba tuviese que convencer a mi padre de no casarla con nadie… ¿Por qué la vida era tan injusta y trataba tan bien a unos y tan mal a otros, que no teníamos la oportunidad de mejorar? Tras estas amargas reflexiones por mi parte comenzaron unos años de cambio. Efectivamente tuve que abandonar la escuela y llevar dinero a casa
vendiendo por las calles con Adey, Said, que se había recuperado totalmente y Eddel. Al menos, estar con ellos hacía más llevaderas las horas e impedía que pensase en mis sueños frustrados, pero todos advirtieron que me torné callado y ausente. Laia y yo nos hicimos muy amigos a pesar de no poder vernos más que una vez al mes, cuando venían a traer medicamentos a nuestra región. Sólo le conté a ella mi pena por dejar de estudiar. Ante la decisión de mi padre de casar a Abeba con un amigo de la familia, veinte o treinta años mayor que ella, esta decidió marcharse. La escuché un día hablando con Amir, confesando que ella también había guardado dinero para abandonar Etiopía. Tal vez si juntaban lo que tenían los dos pudiésemos irnos todos. Pero no, no había suficiente, ni mucho menos. Al principio me enfadé con ellos, porque Amir me había prometido llevarme, pero en la mirada de mis hermanos había tal dolor e impotencia, que finalmente mi enojo se suavizó, comprendiendo que ellos no tenían la culpa y no podían hacer nada, necesitaban irse más que yo, que, a fin de cuentas, ya era bastante mayorcito para cuidarme solo. Abeba no estaba dispuesta a someterse y compartir su vida con un desconocido y Amir estaba tan delgado que parecía que el ardiente viento fuese a arrastrarle consigo. En la misma barcaza, para mi pesar, se fueron Zulema y sus hijos. El día de su partida, por primera vez desde hacía muchos años, lloré mucho rato; mi corazón lo necesitaba, porque, a mis once años, no sabía si estaría preparado para vivir prácticamente solo con Adey, de doce, y mis hermanos pequeños. Pero la vida, que a veces nos muestra lo peor para que encontremos lo mejor, decidió sonreírnos. El día “mágico” fue uno del mes de enero de 2012, recuerdo cada detalle. Acababa de acostarme cuando Adey, muy apurada, vino a mi habitación y me contó que había oído a nuestro padre decir que tal vez la salvación fuese el dinero producido por la venta de Amha, el más pequeño. Por cruel e injusto que esto sea, no es nada raro en los países en los que la desesperación mata al amor y la razón humana. Me incorporé bruscamente y miré a mi hermano, de cinco añitos, durmiendo plácidamente a mi lado, y el corazón me dio un vuelco; mientras estuviese vivo, no permitiría algo así. -¿Si? -dije con rabia- pues nos iremos. No sé adónde, pero nos marcharemos. Al fin y al cabo, ¿qué nos queda aquí? En susurros trazamos nuestro plan: nos iríamos a la noche siguiente, cuando nadie nos descubriese, cogeríamos todo el dinero que pudiéramos y caminaríamos hasta la ciudad más cercana, ya que seguramente nadie querría llevarnos. Allí veríamos qué hacer. Efectivamente, al día siguiente huimos sin problemas. Fue difícil, no obstante, ya que el mayor de mis hermanos pequeños tenía poco menos de
nueve años y no podíamos cubrir grandes distancias en un solo día. Sin embargo, unas semanas después, desfallecidos, llegamos a nuestro destino. Allí, para nuestra sorpresa, nos topamos con un enemigo insospechado, letal y desmoralizante: la guerra. Extenuados y con los ánimos por los suelos, decidimos ir a buscar algo de comer, pero el fuego de las armas dificultaba alcanzar el objetivo. Pensaba que no podría horrorizarme ya ante nada, pero ¡vaya si podía! Decenas de niños abandonados por sus familiares, ensangrentados y aterrados corrían y lloraban entre la gente, mientras la policía les acosaba más a ellos que a los causantes de su miedo. ¿Qué era aquello? ¡La humanidad se estaba autodestruyendo! No pude reflexionar más, ya que una bala cruzó rauda el aire, incrustándose en mi espalda, haciéndome sentir un dolor tal, que me encogí sobre mí mismo, gimiendo. Tosí expulsando sangre, mientras todo se emborronaba a mi alrededor. Apreté los puños y los dientes y maldije todo lo que veía, mientras las lágrimas pugnaban por atravesar mis párpados. Adey gritó y tiró insistentemente de mi brazo, pero el veneno mortífero del dolor se ramificó por mis venas, agarrotándome los músculos y aboliendo mi conciencia. Las piernas se me doblaron y me desplomé, mientras mis pensamientos luchaban por renacer. Después de todo lo que habíamos pasado, acabar así… De pronto comprendí la poca importancia que suponía mi muerte. ¿Para qué iba a seguir viviendo? ¿Qué había bueno en mi vida? Nada. Todos se habían ido: Abeba, Amir, Eddel, Said, mi madre… Al recordarles rompí a llorar, deseando que el fin llegase cuanto antes. No tenía miedo, la muerte no podía ser peor que la vida que había conocido. Pensé en mi madre, en que ella me estaría esperando, abriría los brazos y nunca nos separaríamos… Inconscientemente volví a su lado, cuando nació Amha. “Recuerda, hijo, que la tristeza, la pobreza y el sufrimiento solo te harán daño si pierdes la esperanza, la paz y el amor” ¿Qué? ¿Esperanza? ¿Paz? ¿Amor? A mis oídos llegó el llanto desconsolado de un niño, haciéndome recordar que estaba allí por Amha. Me estremecí y traté de moverme, comprendiendo que, si me dejaba morir, la angustia habría vencido a una persona más. ¿Y qué sería de mis hermanos, entonces? ¿No tenían derecho a que me mantuviese fuerte por ellos? Me acordé de Laia, y cómo sus padres curaron a Said. Ellos podrían ser nuestra solución. Haciendo un esfuerzo titánico abrí los ojos. Adey me sujetaba la mano acongojada, mientras los niños nos observaban sin entender. Traté de hablar, pero de mi pecho solo brotó un sollozo. Tras intentarlo varias veces, conseguí articular el nombre de Laia. Adey quedó perpleja, pero al final pareció comprender, la oí hablar con alguien y noté cómo me arrastraba por el suelo, pero ya me daba igual, porque pensaba seguir viviendo, sin importar lo que tuviese que luchar para lograrlo. ¿No significa mi nombre “milagro de vida”?
Entendí que lo peor había pasado cuando me descubrí libre de delirios y desmayos. Me dolía la espalda y estaba muy débil, pero era yo. Adey vino a verme. Se acercó, cogió mi mano y dijo: -Me alegro de que hayas despertado, te he echado de menos… No sé cómo decirlo… Nuestro Padre ha muerto y nos llevaron a un orfanato, pero tranquilo, estamos bien, los blancos también ayudan allí. No es un lugar agradable, porque hay necesidad y mucha tristeza y abandono, pero estamos juntos. Los días que siguieron vi a Laia y a mis hermanos y me tranquilicé al comprobar que efectivamente estaban bien. Por suerte, unos meses después nos adoptaron familias españolas. Me dolió no estar juntos en una, pero somos tantos… Cuando se hizo oficial vinieron a buscarnos. Pensaba que había sufrido tanto que ya no podría querer a nadie más, pero el primer abrazo de mi nueva madre me hizo volver a abrir el corazón. Tiempo después nos reunimos con nuestros amigos y hermanos mayores. Lloré nuevamente por ellos, pero de emoción. Nos contaron que estuvieron unos meses en las fronteras hasta conseguir asilo en el país, siempre sin olvidarnos. Creía vivir un sueño, al fin… Y ahora aquí estoy, contándoos esta historia. Pocos etíopes tienen la suerte de vivir dignamente con quienes aman, ya que el precio de la libertad, dignidad y huida del miedo es demasiado alto para nosotros. Solo diré una cosa más: tal vez si hubiera más personas como los padres de Laia y tantos desinteresados, se podría salvar a alguien más. Vosotros, desde casa, podéis olvidarlos una vez se apaga la televisión y volver a vuestras cosas, pero muchas veces, como me pasó a mí, lo único que tienen ellos es la esperanza. A todos los anónimos a quienes he querido dar nombre, a esos niños que se convierten en adultos o ángeles demasiado pronto. ¡Unamos nuestras fuerzas para que no haya más “Aylans”! 3.991 words Andrea Muñoz Fernández