CAPÍTULO 6. Literatura moderna

Historia y antología de la literatura hispanoamericana - Santiago Velasco ― LITERATURA MODERNA ― CAPÍTULO 6. Literatura moderna 6.1. Vanguardias La l

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Historia y antología de la literatura hispanoamericana - Santiago Velasco ― LITERATURA MODERNA ―

CAPÍTULO 6. Literatura moderna 6.1. Vanguardias La literatura hispanoamericana alcanza su madurez a partir de 1910 (fecha en la que se inicia la Revolución Mexicana) gracias al creciente interés de los escritores por reflejar en sus obras las características distintivas y la problemática social de Latinoamérica. Esta actitud se enmarca dentro del movimiento ideológico conocido como Criollismo, cuyo objetivo principal es lograr la afirmación cultural latinoamericana y proclamar su diferencia con respecto a la cultura europea y universal. A medida que el Modernismo se va eclipsando durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), surgen distintas corrientes vanguardistas que se desarrollarán en el periodo de interguerras (1920-1940). Se trata de movimientos literarios (o “-ismos”) muy efímeros, caracterizados por el deseo de revolucionar la literatura desde su misma base (fundamentalmente a través de la poesía). Si bien estas vanguardias rechazaron las actitudes estéticas y emocionales del Modernismo (sentimentalismo vacío, fácil sensualidad de la imagen y sonoridad hueca de la rima), asimilaron sus innovaciones formales y su musicalidad y añadieron otros elementos novedosos: temas relacionados con la vida moderna (medios de transporte, vida urbana, clase obrera…), público elitista, culto a la metáfora e imágenes novedosas y audaces. El Surrealismo, iniciado en 1924 por el poeta francés André Breton, fue el movimiento de vanguardia más popular en Hispanoamérica (especialmente en Argentina). Típicamente latinoamericanos son el Creacionismo (promovido por el chileno Vicente Huidobro desde su formulación inicial en 1912) y el Estridentismo (que nació y murió en la década de 1920 con el poeta mexicano Manuel Maples Arce). En 1921, el argentino Jorge Luis Borges introdujo en Hispanoamérica el Ultraísmo (corriente vanguardista surgida en España dos años antes). El Surrealismo se propone explorar el subconsciente del escritor para expresar el funcionamiento de su mente a través de imágenes fantásticas y asociaciones automáticas de ideas que representan una realidad superior a la realidad misma. El principal centro de difusión de esta vanguardia se creó en Argentina, gracias a un grupo de poetas liderado por Aldo Pellegrini (1903-1973), al que posteriormente se sumaron destacadas figuras como Alberto Girri (1919-1991), Raúl Gustavo Aguirre (1927-1983) y Enrique Molina (1910-1997). Los chilenos Braulio Arenas (1913-1988) y Gonzalo Rojas (1917-2011) se adscribieron a la estética surrealista en sus comienzos poéticos, aunque posteriormente evolucionaron hacia una identidad artística propia. Los mexicanos Carlos Pellicer (1897-1977) y Xavier Villaurrutia (1903-1950) crearon una poesía ecléctica que incorporó el Modernismo al Surrealismo y posteriormente experimentó con otras vang uardias.

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El gran movimiento de vanguardia hispanoamericano fue el Creacionismo, cuyo principal postulado es que la literatura no debe imitar o “recrear” la naturaleza, sino “crear” dentro de ella misma una nueva naturaleza. El poeta chileno Vicente Huidobro (1893-1948) fue el iniciador de esta corriente vanguardista, que alcanzó su punto culminante con Altazor (1931). El Creacionismo influyó posteriormente en poetas españoles de la Generación del 27 como Juan Larrea y Gerardo Diego. Los principales rasgos artísticos de esta vanguardia son la supresión de los signos de puntuación, una disposición tipográfica del poema destinada a producir efectos visuales estéticos, la yuxtaposición aparentemente caótica de imágenes y la eliminación de todo elemento descriptivo o anecdótico. El Estridentismo, iniciado en 1922 por el poeta mexicano Manuel Maples Arce (1898-1981), intenta ilustrar las posibilidades poéticas de lo mecánico y la cultura de masas mediante un lenguaje popular y una estética futurista. Posteriormente, otros escritores se sumaron a este movimiento de vanguardia, como los mexicanos Arqueles Vela (1899-1977), Germán List Arzubide (1898-1998), Miguel Aguillón Guzmán (1898-1995), Salvador Gallardo (1893-1981) y Xavier Icaza (1892-1969) y el chileno Armando Zegrí (1899-1972). El Estridentismo fue uno de los movimientos literarios más efímeros dentro de las Ciudad estridentista vanguardias hispanoamericanas, ya que concluyó oficialmente en 1927, con la disgregación del “núcleo duro” de poetas mexicanos que lo conformaban. El argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) introdujo en Hispanoamérica el Ultraísmo en 1921, tras entrar en contacto con esta corriente vanguardista durante su estancia en España. En sus orígenes, este movimiento literario ―cuyos principales representantes eran los españoles Rafael Cansinos Assens, Guillermo de Torre y Ramón Gómez de la Serna― surge como oposición al Modernismo, que había dominado la poesía española desde finales del siglo XIX. El Ultraísmo posee elementos en común con el Creacionismo, como la renovación del lenguaje y los temas poéticos, la supresión de rasgos ornamentales innecesarios (anécdotas, narración, efusividad e incluso rima), el empleo de metáforas imaginativas e imágenes insólitas (elementos líricos genuinos de la poesía) y el diseño estético de los poemas. Por otra parte, el ultraísmo hispanoamericano incorpora rasgos novedosos con respecto al español, como el Criollismo, la parodia y el empleo de un léxico rebuscado (neologismos, tecnicismos y palabras esdrújulas). Su principal centro de difusión fue Argentina, en donde (además de Borges) fue cultivado con éxito por un grupo de jóvenes poetas de ideales revolucionarios, entre los que destacan Oliverio Girondo (1891-1967), Luis Cané 70

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(1897-1957), Ricardo Molinari (1898-1996), Leopoldo Marechal (1900-1970), Francisco Luis Bernárdez (1900-1978), Eduardo González Lanuza (1900-1984), Francisco Piñero (1901-1923) y Roberto Ortelli (1902-1965). 6.2. Poesía del siglo XX Durante la primera mitad del siglo XX, la poesía hispanoamericana encuentra su expresión lírica a través del Posmodernismo, el Criollismo y las vanguardias. Dentro del variado panorama literario latinoamericano de este periodo, sobresale la figura de tres poetas que, pese a iniciarse en las corrientes posmodernistas y vanguardistas (especialmente el Surrealismo), evolucionaron hasta un estilo poético personal de una calidad literaria excepcional: César Vallejo, Pablo Neruda y Octavio Paz. El peruano César Vallejo (1892-1938) se adentró en el mundo de la poesía con Los heraldos negros (1919), de estilo posmodernista, aunque con su segundo poemario, Trilce (1922), evolucionó hacia el Surrealismo con un lenguaje literario complejo y distorsionado. En el periodo final de su producción literaria, Vallejo abandonó la experimentación y el elitismo de su poesía anterior para centrarse en temas de alcance social y existencial, como demuestra con España, aparta de mí este cáliz (1939) y Poemas humanos (1939). Una de las grandes figuras poéticas de la literatura hispanoamericana del siglo XX, el chileno Pablo Neruda (1904-1973) ―Premio Nobel de Literatura en 1971―, se dio a conocer con Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), libro de poemas amorosos de influencia modernista y estilo vanguardista en el que fusiona tradición e innovación lírica. Con Residencia en la tierra (1935), Neruda se adentró definitivamente en la estética surrealista mediante un lenguaje hermético y metafísico, aunque posteriormente retomó los temas sociales con Canto general (1950), en el que ensalza la naturaleza y la historia del continente americano. La poesía del mexicano Octavio Paz (1914-1998) ―Premio Nobel de Literatura en 1990― destaca por su trascendencia y calidad literaria. Tras unos comienzos posmodernistas y una posterior etapa surrealista, Paz se especializó en una poesía existencialista y social de gran originalidad alrededor de temas como la soledad y la incomunicación, como demuestra en la recopilación de poemas titulada Libertad bajo palabra (1960). También durante la primera mitad del siglo XX, en el periodo de transición entre las vanguardias y la literatura latinoamericana contemporánea, se produce la eclosión definitiva de la poesía femenina en Hispanoamérica. Las dos figuras más representativas durante este periodo son Gabriela Mistral y Juana de Ibarbourou.

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La chilena Gabriela Mistral (1889-1957) ―pseudónimo literario de Lucila Godoy Alcayaga, Premio Nobel de Literatura en 1945― cultivó una poesía de tendencia modernista en sus inicios literarios que posteriormente derivó hacia un estilo más personal. En sus poemas―entre los que destacan Desolación (1922), Ternura (1924) y Tala (1938)― Mistral expresa temas como la muerte, el sufrimiento, la infancia o la maternidad frustrada con un lenguaje sencillo de gran musicalidad. Dentro de la misma línea de poesía doliente o abiertamente desesperada se hallan otras poetisas del Río de la Plata, como las argentinas Margarita Abella Caprile (1901-1960), Silvina Ocampo (1903-1993) y María de Villarino (1905-1994) y las uruguayas Sara de Ibáñez (1909-1971), Clara Silva (1905-1976), Idea Vilariño (1920-2009), Esther de Cáceres (1903-1971) y Dora Isella Russell (1925). A diferencia de la poesía angustiada y existencialista de las anteriores escritoras rioplatenses, la uruguaya Juana de Ibarbourou (1895-1979) expresa en sus composiciones modernistas de juventud ―Las lenguas de diamante (1919), El cántaro fresco (1920) y Raíz salvaje (1922)― una visión gozosa de una vida sencilla centrada en el mundo rural. Con el paso de los años, no obstante, irá incorporando acentos más amargos a su obra, como en La rosa de los vientos (1930) y Pérdida (1950). Dentro de las últimas tendencias poéticas de la primera mitad del siglo XX, surgidas del Posmodernismo y las corrientes vanguardistas, destacan los argentinos León Benarós (1915-2012), Daniel Devoto (1916-2001) y Horacio Jorge Becco (1924), los uruguayos Mario Benedetti (1920-2009), Gregorio Rivero Iturralde (1929) y Américo Abad (1931), los chilenos Emilio Prado (1886-1952), Ángel Cruchaga (1893-1964), Nicanor Parra (1914), Miguel Arteche (1926-2012) y Armando Uribe (1933), los paraguayos Hérib Campos Cervera (1905-1953), Josefina Pla (1903-1999), Augusto Roa Bastos (1917-2005) y Elvio Romero (1926-2004), los bolivianos Gregorio Reynolds (1882-1948), José Eduardo Guerra (1893-1943) y Óscar Cerruto (1912-1981), los peruanos Abraham Valdelomar (1888-1919), Alberto Hidalgo (1897-1967), César Miró (1907-1999), Luis Nieto (1910-1997), Sebastián Salazar Bondy (1924-1965) y Carlos Germán Belli (1927), los ecuatorianos Gonzalo Escudero (1903-1971), Jorge Carrera Andrade (1903-1978), Alfredo Gangotena (1904-1944) y Ulises Estrella (1939), los colombianos Aurelio Martínez Mutis (1884-1954), José Eustasio Rivera (18881928), Rafael Maya (1897-1980) y Germán Pardo García (1902-1991), los venezolanos Andrés Eloy Blanco (1896-1955), Jacinto Fombona Pachano (1901-1951), Manuel Felipe Rugeles (1903-1959), Ángel Miguel Queremel (1899-1939) y Vicente Gerbasi (1913-1992), los nicaragüenses Azarías Pallais (1884-1954), Salomón de la Selva (18931959), José Coronel Urtecho (1906-1994), Pablo Antonio Cuadra (1912-2002) y Ernesto Cardenal (1925), los guatemaltecos Alberto Velásquez (1891-1968), Miguel Ángel Asturias (1899-1974) y Luis Cardoza y Aragón (1901-1992), los mexicanos Alfonso Reyes (1889-1959), Bernardo Ortiz de Montellano (1899-1949), José 72

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Gorostiza (1901-1973), Jaime Torres Bodet (1902-1974), Salvador Novo (1904-1974) y Jaime Sabines (1926-1999), los cubanos Agustín Acosta (1886-1979), Nicolás Guillén (1902-1989), Eugenio Florit (1903-1999), José Lezama Lima (1910-1976), Eliseo Diego (1920-1994) y Cintio Vitier (1921-2009), los puertorriqueños Luis Palés Matos (18981959), José Isaac de Diego Padró (1899-1974), Julio Soto Ramos (1903) y Luis Hernández Aquino (1907-1988), los dominicanos Rafael Américo Henríquez (18991968), Franklin Mieses Burgos (1907-1976), Manuel del Cabral (1907-1999), Aída Cartagena (1918-1994) y Freddy Gatón Arce (1920-1994), el hondureño Alfonso Guillén Zelaya (1887-1947), el costarricense Carlos Rafael Duverrán (1935) y el salvadoreño David Escobar Galindo (1943). Nicanor Parra (1914) es, después de Pablo Neruda, el poeta chileno contemporáneo más conocido internacionalmente. Parra introdujo un soplo de aire fresco en la lírica hispanoamericana de la primera mitad del siglo XX, dominada por el hermetismo de las vanguardias, con una poesía inconformista y de gran claridad expresiva. Con su obra más importante, Poemas y antipoemas (1954), dio origen a la llamada “antipoesía”, que supone una ruptura total con los elementos poéticos clásicos a través de un lenguaje popular, temas cotidianos y un estilo irónico y desenfadado. Otras obras destacadas dentro de la producción poética de Parra son Cancionero sin nombre (1937), La cueca larga (1958), Obra gruesa (1969) y Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977). La siguiente composición, incluida en Poemas y antipoemas, ilustra el estilo antipoético de Parra mediante la descripción de la actividad rutinaria de un profesor: Considerad, muchachos, esta lengua roída por el cáncer: soy profesor en un liceo obscuro he perdido la voz haciendo clases. (Despues de todo o nada hago cuarenta horas semanales). ¿Qué os parece mi cara abofeteada? ¡Verdad que inspira lástima mirarme! Y qué decís de esta nariz podrida por la cal de la tiza degradante. En materia de ojos, a tres metros no reconozco ni a mi propia madre. ¿Qué me sucede? ―Nada. Me 1os he arruinado haciendo clases: la mala luz, el sol, la venenosa luna miserable. Y todo para qué, para ganar un pan imperdonable duro como la cara del burgués y con sabor y con olor a sangre. ¡Para qué hemos nacido como hombres si nos dan una muerte de animales!

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Por el exceso de trabajo, a veces veo formas extrañas en e1 aire, oigo carreras locas, risas, conversaciones criminales. Observad estas manos y estas mejillas blancas de cadáver, estos escasos pelos que me quedan, ¡estas negras arrugas infernales! Sin embargo yo fui tal como ustedes, joven, lleno de bellos ideales, Soñé fundiendo el cobre y Iimando las caras del diamante: aquí me tienen hoy detrás de este mesón inconfortable embrutecido por el sonsonete de Ias quinientas horas semanales. “Autorretrato” (Poemas y antipoemas)

El más conocido de los poetas cubanos contemporáneos es Nicolás Guillén (19021989). Su poesía, de temática social y afrocaribeña, se caracteriza por una gran musicalidad, un ritmo sugerente de significados profundos y la evocación de ambientes ancestrales, misteriosos y espirituales. Guillén se inició en el Posmodernismo, aunque pronto su obra se orientó hacia la “poesía negra”, corriente vanguardista cubana que fusiona los elementos culturales blancos y africanos. Dentro de este estilo se inscriben sus primeras obras, Motivos de son (1930) y Sóngoro cosongo (1931), marcadas por rasgos fonéticos afrocubanos y una gran musicalidad (producto de la fusión entre poesía y son, música típica de Cuba). Con West Indies, Ltd. (1934), Guillén incorpora en sus poemas la protesta antiimperialista, y en Cantos para soldados y sones para turistas (1937) muestra sus preocupaciones sociales y políticas. El colombiano Álvaro Mutis (1923-2013) se consagró como uno de los mejores poetas modernos de su país con poemarios como Los elementos del desastre (1953) ―visión apocalíptica del hombre consumido por sus miedos y dudas― y Los trabajos perdidos (1965). A partir de la publicación de la serie de novelas La nieve del Almirante (1986), Ilona llega con lluvia (1988) y Un bel morir (1989) ―en las que recrea la figura de su alter ego literario, Maqroll el Gaviero―, Mutis se adentró de forma exitosa en el mundo de la narrativa. El mexicano Ramón López Velarde (1888-1921) desarrolló su producción poética dentro del Posmodernismo de la literatura de la revolución, aunque con un estilo personal propio de respeto hacia los modelos clásicos. La poesía de López Velarde se caracteriza por el equilibrio entre la expresión de la pasión amorosa y un acendrado catolicismo. En su primer poemario, La sangre devota (1916), muestra su gran preocupación por el destino de México. Con Zozobra (1919), su libro de poemas más 74

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logrado, el poeta mexicano hace una breve incursión en las vanguardias con un estilo más hermético y una búsqueda del ideal de belleza femenino. Con motivo del primer centenario de la independencia mexicana, López Velarde compuso “La Suave Patria” (1921), considerado el poema nacional de México. Las composiciones escritas antes de su prematura muerte fueron reunidas en la obra póstuma El son del corazón (1932). El ecuatoriano Jorge Carrera Andrade (1903-1978) contribuyó a introducir las vanguardias poéticas en su país tras romper con la estética modernista anterior. Su poesía, inspirada en la vida rural y el amor a la patria, gira en torno a las cosas cotidianas. Algunas de las obras más destacadas de Carrera Andrade son Estanque inefable (1922), La guirnalda del silencio (1926), Microgramas (1940) y Hombre planetario (1957-1959). Su prosa está igualmente dominada por una constante nota de nostalgia por su tierra y denuncia de las injusticias sociales en Ecuador, como en las colecciones de ensayos Cartas de un emigrado (1933) y Latitudes (1934). El nicaragüense Pablo Antonio Cuadra (1912-2002) es uno de los principales representantes del vanguardismo poético en Centroamérica. Su poesía, caracterizada por un fuerte compromiso social y una interpretación genuina de la naturaleza, se rebela contra el elitismo y la falsa elegancia del Modernismo en favor de un lenguaje poético más desnudo y sincero, con el que expresa el drama de la tierra y sus gentes. Dentro de su producción lírica, destacan Poemas nicaragüenses (1934), Canto temporal (1943), Corona de jilgueros (1949), La tierra prometida (1952), Libro de horas (1956), El jaguar y la luna (1959) y Cantos de Cifar (1971). El mexicano Jaime Sabines (1926-1999) es autor de una poesía conversacional que trata acerca de lo cotidiano, de todo lo que nos rodea, ya que la verdadera razón de ser y función de los poemas consiste en acercar a los hombres a lo humano. Sus mejores composiciones son Horal (1950), Adán y Eva (1952) y Tarumba (1956). 6.3. Vicente Huidobro

Vicente Huidobro

El poeta chileno Vicente García-Huidobro Fernández (Santiago, 1893 - Cartagena, 1948) es el iniciador del Creacionismo, novedosa corriente vanguardista que busca crear a través de la poesía una nueva realidad, distinta del mundo exterior. Huidobro expresó los postulados básicos de este nuevo movimiento literario en un manifiesto poético leído en 1916 en el Ateneo de Buenos Aires: “la primera condición del poeta es crear; la segunda, crear, y la tercera, crear”. Por tanto, el poeta se convierte en un dios creador, cuyo poder divino es capaz de producir poemas (al igual que la naturaleza produce una planta). De este modo surge un 75

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mundo producto de la imaginación, que se manifiesta en forma de metáforas y rompe toda vinculación entre lógica y realidad. Sin embargo, antes de crear este nuevo lenguaje poético es necesario destruir el anterior, y esto es precisamente lo que refleja Huidobro en Altazor, obra culminante del Creacionismo. La producción poética de Huidobro se inicia con Ecos del alma (1911), aún bajo la estética modernista. Tras la lectura de su manifiesto literario en 1916, el poeta chileno viaja a París y Madrid, en donde entra en contacto con las principales vanguardias artísticas del momento (Surrealismo, Cubismo, Ultraísmo), que le ayudarán a perfilar las características fundamentales del Creacionismo: empleo de “Triángulo armónico” metáforas extremas que yuxtaponen imágenes de forma (caligrama de Huidobro) aparentemente caótica, supresión de todo elemento descriptivo o anecdótico que no contribuya al proceso creador y diseño estético del texto poético para producir efectos visuales (como sus “caligramas”, poemas que adoptan la forma del concepto que expresan). El comienzo concreto de la poesía creacionista de Huidobro tiene lugar con Ecuatorial (1918), en donde el poeta describe un mundo en plena destrucción cuyas ruinas darán lugar a un nuevo mundo. No obstante, la obra que muestra la mayor consciencia creativa y resultados decisivos es Altazor (1931), en donde el lenguaje poético tradicional se desintegra como paso previo a la creación de uno nuevo, labor en la que el poeta finalmente fracasa: tras explorar los límites de la poesía, no es posible ir más allá. Otras obras significativas dentro de la poesía creacionista de Huidobro son Adán (1916) ―visión del hombre a punto de nacer que simboliza su declaración de intenciones literarias―, El espejo de agua (1916) ―poema simbólico que intenta ver a través de un espejo las dimensiones secretas de lo real―, Horizon Carré (1917) ―en donde se vislumbran los elementos cubistas que van a marcar su estilo poético, como la ausencia de puntuación y los diseños tipográficos― y Temblor de cielo (1931) ―poema en prosa en el que Dios es reemplazado por una poesía metafísica. En el terreno de la prosa, la experimentación artística de Huidobro le llevó a crear un nuevo género narrativo, la “novela-film”, formada por escenas y elementos visuales que recrean el guión de una película, como Mío Cid Campeador (1929) y Cagliostro (1934). Huidobro estaba en contra del Surrealismo por su irracionalidad y su afirmación de que cualquier individuo que pierda la razón y esté inspirado puede producir obras artísticas. Por este motivo, su poesía, más que crear una nueva realidad, recrea un mundo inefable y atemporal, aunque siempre dentro de los límites de la realidad. En Altazor o el viaje en paracaídas (subtítulo que ilustra el fracaso de una experiencia poética llevada hasta sus límites, representado por una caída desde un mundo irreal al mundo real) esta incapacidad para transgredir las reglas de la naturaleza se expresa mediante una 76

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experiencia poética dividida en siete cantos. El Canto I contiene elementos autobiográficos (el poeta se presenta como “Altazor”), así como un excepticismo total del cristianismo y una necesidad de superarlo mediante la creación poética. El Canto II, sin embargo, posee una temática radicalmente distinta y se convierte en una oda a la mujer. El Canto III expresa la necesidad de establecer una nueva poesía basada en la pura palabra, al tiempo que afirma la muerte de la poesía anterior. El Canto IV muestra la urgencia por adquirir esta nueva poesía y da comienzo al proceso de desintegración del lenguaje poético, con juegos de palabras. A partir del Canto V, el poeta comienza a explorar la nueva realidad descubierta, “su” realidad. El Canto VI refleja frases inconexas y sin sentido. Finalmente, en el Canto VII sólo quedan palabras inverosímiles formadas por la unión aleatoria de letras, que tras su completa destrucción dan paso al silencio. El siguiente fragmento del Canto III de Altazor, en el que el poeta se muestra como un demiurgo capaz de crear una nueva naturaleza, ilustra el empleo de novedosas metáforas, la superposición de imágenes diversas y la ausencia total de signos de puntuación que caracteriza al Creacionismo: Romper las ligaduras de las venas Los lazos de la respiración y las cadenas De los ojos senderos de horizontes Flor proyectada en cielos uniformes El alma pavimentada de recuerdos Como estrellas talladas por el viento El mar es un tejado de botellas Que en la memoria del marino sueña Cielo es aquella larga cabellera intacta Tejida entre manos de aeronauta Y el avión trae un lenguaje diferente Para la boca de los cielos de siempre Cadenas de miradas nos atan a la tierra Romped romped tantas cadenas Vuela el primer hombre a ilu minar el día El espacio se quiebra en una herida Y devuelve la bala al asesino Eternamente atado al infinito Cortad todas las amarras De río mar o de montaña De espíritu y recuerdo De ley agonizante y sueño enfermo Es el mundo que torna y sigue y gira Es una última pupila Mañana el campo Seguirá los galopes del caballo La flor se comerá a la abeja Porque el hangar será colmena El arcoiris se hará pájaro Y volará a su nido cantando Los cuervos se harán planetas

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Y tendrán plumas de hierba Hojas serán las plumas entibiadas Que caerán de sus gargantas Las miradas serán ríos Y los ríos heridas en las piernas del vacío Conducirá el rebaño a su pastor Para que duerma el día cansado como avión Y el árbol se posará sobre la tórtola Mientras las nubes se hacen roca Porque todo es como es en cada ojo Dinastía astrológica y efímera Cayendo de universo en universo Manicura de la lengua es el poeta Mas no el mago que apaga y enciende Palabras estelares y cerezas de adioses vagabundos Muy lejos de las manos de la tierra Y todo lo que dice es por él inventado Cosas que pasan fuera del mundo cotidiano Altazor (Canto III)

6.4. César Vallejo El peruano César Abraham Vallejo Mendoza (Santiago de Chuco, 1892 - París, 1938) es uno de los grandes poetas hispanoamericanos de la primera mitad del siglo XX y uno de los más innovadores autores dentro de este género. Vallejo fue una personalidad torturada que supo plasmar de forma artística la angustia y el dolor de su existencia a través de una obra poética que transita por las más importantes corrientes literarias de su época (Modernismo, vanguardias, literatura social) aunque manteniendo siempre un estilo personal y auténtico. Su carácter de mestizo le hizo tomar partido por los desheredados y los oprimidos, y fue César Vallejo perseguido por sus ideas políticas. Tras vivir en la extrema indigencia la mayor parte de su vida, murió exiliado en París. Un tono amargo preside la poesía de Vallejo, siempre agitada y con colores sombríos. El poeta peruano es testigo directo de la desolación y la injusticia, lo que le lleva a reprochar incluso a Dios su falta de sensibilidad ante el dolor humano. En sus inicios literarios, Vallejo evolucionó desde el Modernismo a las vanguardias con obras como Los heraldos negros (1919), que conserva el desencanto vital del primero pero se propone destruir el lenguaje poético anterior con encabalgamientos abruptos, una adjetivación insólita y un estilo más hermético. El propio Vallejo expresó su deseo de buscar un lenguaje “chirriante”, estridente y original, algo que logró finalmente con Trilce (1922), poemario con el que se interna definitivamente en el Surrealismo. También dentro de la estética vanguardista escribió su primera obra narrativa, la

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colección de estampas y cuentos Escalas (1923). Tras su paso a Europa, Vallejo entró en contacto directo con las vanguardias francesas y el marxismo ruso, bajo cuya influencia escribió la novela proletaria El tungsteno (1931), el libro de crónicas y ensayos Rusia en 1931 (1931) y el cuento Paco Yunque (publicado de forma póstuma en 1951). En el periodo final de su producción literaria, Vallejo abandonó la experimentación y el hermetismo de su poesía vanguardista anterior para centrarse en temas de alcance social y existencial, a través de un nuevo lenguaje poético conversacional con el que busca entrar en contacto con el lector para expresarle su angustia vital. Las dos obras más representativas de la poesía social de Vallejo son Poemas humanos (1939) ―que muestra la esperanza del poeta en la salvación del individuo a través de la solidaridad― y España, aparta de mí este cáliz (1939) ―conmovedora visión de la Guerra Civil española. La poesía de Vallejo no se propone significar algo externo a ella, sino que aspira a conformarse como un universo cerrado y autocontenido de emoción y sonido, sin ningún significado oculto. A diferencia de los modernistas, no rechaza ningún elemento por ser antipoético, ya que cualquier palabra en el contexto adecuado puede mostrar sus resonancias poéticas y servir para transmitir todas las vivencias humanas del individuo. Un rasgo fundamental en la obra de Vallejo es la torsión semántica, que produce un nuevo vínculo entre poesía y pensamiento y genera una nueva realidad no distorsionada. El poeta no necesita desvirtuar la realidad para crear nuevos mundos fantásticos, ya que la propia realidad es más rica y posee más fantasía que la imaginación: lo único que hay que hacer es someterse a una nueva lógica conceptual. El conocido poema “Los heraldos negros” (que da título a la obra homónima) ilustra el estilo desencantado de Vallejo durante su etapa posmodernista, producto de su propia angustia vital y de su falta de fe en Dios (que para el poeta peruano es un ser deficiente, ya que no es capaz de evitar el dolor humano): Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! Go lpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma. ¡Yo no sé! Son pocos; pero son. Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lo mo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte. Son las caídas hondas de los Cristos del alma, de alguna fe adorable que el Destino blasfema. Estos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

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Y el ho mbre. Pobre. ¡Pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, co mo charco de culpa, en la mirada. Hay golpes en la vida, tan fuertes. ¡Yo no sé! “Los heraldos negros” (poema introductorio de Los heraldos negros)

El siguiente poema incluido en Trilce ilustra la etapa vanguardista de Vallejo; el recuerdo del hogar perdido y la ausencia de los padres, alrededor de un universo de suma sencillez como es el almuerzo, produce una desgarradora sensación de soledad en el poeta: He almorzado solo ahora, y no he tenido madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua, ni padre que, en el facundo ofertorio de los choclos, pregunte para su tardanza de imagen, por los broches mayores del sonido. Cómo iba yo a almorzar. Có mo me iba a servir de tales platos distantes esas cosas, cuando habráse quebrado el propio hogar, cuando no asoma ni madre a los labios. Cómo iba yo a almorzar nonada. A la mesa de un buen amigo he almorzado con su padre recién llegado del mundo, con sus canas tías que hablan en tordillo retinte de porcelana, bisbiseando por todos sus viudos alvéolos; y con cubiertos francos de alegres tiroriros, porque estánse en su casa. Así, ¡qué gracia! Y me han dolido los cuchillos de esta mesa en todo el paladar. El yantar de estas mesas así, en que se prueba amor ajeno en vez del propio amor, torna tierra el brocado que no brinda la MADRE, hace golpe la dura deglución; el dulce, hiel; aceite funéreo, el café. Cuando ya se ha quebrado el propio hogar, y el sírvete materno no sale de la tumba, la cocina a oscuras, la miseria de amor. Trilce (poema XXVIII)

La etapa social y existencialista de Vallejo halla su culminación en Poemas humanos que, pese a mostrar la misma insatisfacción y angustia ante la vida de su poesía anterior, ofrece un rayo de esperanza a través de la unión armoniosa de los individuos para trabajar de forma colectiva en pos de un mundo mejor (en clara referencia a sus ideales 80

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marxistas); el siguiente poema ilustra este sentimiento de solidaridad humana a través de una serie de paralelismos basados en la vida cotidiana que ayudan a reforzar los postulados de Vallejo: Considerando en frío, imparcialmente, que el hombre es triste, tose y, sin embargo, se complace en su pecho colorado; que lo único que hace es componerse de días; que es lóbrego mamífero y se peina... Considerando que el hombre procede suavemente del trabajo y repercute jefe, suena subordinado; que el diagrama del tiempo es constante diorama en sus medallas y, a medio abrir, sus ojos estudiaron, desde lejanos tiempos, su fórmula famélica de masa... Comprendiendo sin esfuerzo que el hombre se queda, a veces, pensando, como queriendo llorar, y, sujeto a tenderse como objeto, se hace buen carpintero, suda, mata y luego canta, almuerza, se abotona... Considerando también que el hombre es en verdad un animal y, no obstante, al voltear, me da con su tristeza en la cabeza... Examinando, en fin, sus encontradas piezas, su retrete, su desesperación, al terminar su día atroz, borrándolo... Comprendiendo que él sabe que le quiero, que le odio con afecto y me es, en suma, indiferente... Considerando sus documentos generales y mirando con lentes aquel certificado que prueba que nació muy pequeñito... le hago una seña, viene, y le doy un abrazo, emocionado. ¡Qué mas da! Emocionado... Emocionado... Poemas humanos

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6.5. Pablo Neruda El chileno Pablo Neruda (Parral, 1904 - Santiago, 1973) ―pseudónimo literario de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto― es una de las figuras más influyentes de la poesía hispanoamericana del siglo XX, lo que le llevó a recibir el Premio Nobel de Literatura en 1971. La obra de Neruda arranca desde el Posmodernismo en sus poemas juveniles, soñadores y sentimentales, atraviesa posteriormente un surrealismo hermético que refleja la angustiosa experiencia de un mundo que se disuelve y concluye con una claridad neoclásica en su poesía social y existencialista.

Pablo Neruda

Los comienzos literarios de Neruda fueron románticos y modernistas, con Bécquer y Darío como principales puntos de referencia. Tras su primer libro de poemas, Crepusculario (1923), se dio a conocer internacionalmente con Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), obra en la que Neruda conserva el ímpetu amoroso del Modernismo aunque elaborado según una estética vanguardista (simbolismo, metáforas e imágenes surrealistas y sugerentes). Con su siguiente poemario, Tentativa del hombre infinito (1926), el poeta chileno se reafirma en sus intención vanguardista de renovación formal. Tras un viaje por Asia en misión diplomática, la experiencia de vacío, depresión y muerte que experimentó le conduce a la gestación de Residencia en la tierra (1935), poemario con el que Neruda se adentra definitivamente en la estética surrealista mediante un lenguaje hermético y metafísico con el que expresa la desintegración del mundo en el tiempo y el caos universal. Tras su paso por España, los contactos con los poetas de la Generación del 27 y la experiencia de la Guerra Civil llevan a Neruda a comprometerse políticamente, de forma que su poesía deriva hacia postulados marxistas y sociales, como en España en el corazón (1937), que expresa sus ideales republicanos. Ante los conflictos bélicos que asolan el mundo, el poeta chileno se propone ser cronista de su tiempo, y de esta forma publica una de las obras capitales de la poesía española, Canto general (1950), obra militante de propaganda ideológica con la que ensalza la naturaleza y la historia del continente americano. En la década de 1950, Neruda se ve inmerso en la corriente existencialista que recorre la literatura universal y escribe Los versos del capitán (1952) ―búsqueda infatigable del ideal de belleza femenino como símbolo del conocimiento humano― y Odas elementales (1954) ―que trata temas cotidianos, nada poéticos, en busca del pragmatismo más que la belleza. En la etapa final de su producción literaria, Neruda compone obras de carácter autobiográfico en las que refleja el sabor agridulce de los recuerdos, como en Confieso que he vivido (1974). El conocido poema 20 de Veinte poemas de amor y una canción desesperada ilustra el estilo posmodernista de Neruda, caracterizado por la necesidad imperiosa de expresar 82

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los sentimientos que embargan el poeta (en este caso, la melancolía por la pérdida de la mujer amada) a través de una serie de sugerentes metáforas e imágenes vanguardistas, como personificaciones (“El viento de la noche gira en el cielo y canta”), comparaciones (“el verso cae al alma como al pasto el rocío”) y antítesis (“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”): Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escrib ir, por ejemplo : “La noche está estrellada, y tiritan, azu les, los astros, a lo lejos”. El v iento de la noche gira en el cielo y canta. Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Yo la quise, y a veces ella tamb ién me quiso. En las noches como ésta la tuve entre mis brazos. La besé tantas veces bajo el cielo infinito. Ella me quiso, a veces yo también la quería. Có mo no haber amado sus grandes ojos fijos. Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Pensar que no la tengo. Sentir que la he perd ido. Oír la noche in mensa, más in mensa sin ella. Y el verso cae al alma co mo al pasto el rocío. Qué importa que mi amo r no pudiera guardarla. La noche está estrellada y ella no está conmigo. Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos. Mi alma no se contenta con haberla perdido. Co mo para acercarla mi mirada la busca. Mi corazón la busca, y ella no está conmigo. La mis ma noche que hace blanquear los mismos árboles. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mis mos. Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. De otro. Será de otro. Co mo antes de mis besos. Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infin itos. Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. Es tan corto el amor, y es tan largo el olv ido. Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos, mi alma no se contenta con haberla perdido. Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, y éstos sean los últimos versos que yo le escribo. Veinte poemas de amor y una canción desesperada (poema 20)

El siguiente fragmento de “Alturas de Machu Picchu”, sección dentro de Canto general , ilustra, a través de la exaltación de las ruinas incaicas y el sufrimiento de sus pobladores, el compromiso ideológico de Neruda con Hispanoamérica durante su etapa de poesía social: Sube a nacer conmigo, hermano. Dame la mano desde la profunda zona de tu dolor diseminado. No volverás del fondo de las rocas. No volverás del tiempo subterráneo.

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No volverá tu voz endurecida. No volverán tus ojos taladrados. Mírame desde el fondo de la tierra, labrador, tejedor, pastor callado: domador de guanacos tutelares: albañil del andamio desafiado: aguador de las lágrimas andinas: joyero de los dedos machacados: agricultor temb lando en la semilla: alfarero en tu greda derramado: traed a la copa de esta nueva vida vuestros viejos dolores enterrados. Mostradme vuestra sangre y vuestro surco, decidme: aquí fui castigado, porque la joya no brilló o la tierra no entregó a tiempo la piedra o el grano: señaladme la piedra en que caísteis y la madera en que os crucificaron, encendedme los viejos pedernales, las viejas lámparas, los látigos pegados a través de los siglos en las llagas y las hachas de brillo ensangrentado. Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta. A través de la tierra juntad todos los silenciosos labios derramados y desde el fondo habladme toda esta larga noche como si yo estuviera con vosotros anclado, contadme todo, cadena a cadena, eslabón a eslabón, y paso a paso, afilad los cuchillos que guardasteis, ponedlos en mi pecho y en mi mano, como un río de rayos amarillos, como un río de tigres enterrados, y dejadme llorar, horas, días, años, edades ciegas, siglos estelares Dad me el silencio, el agua, la esperanza. Dad me la lucha, el h ierro, los volcanes. Hablad por mis palabras y mi sangre. Canto general (“Alturas de Machu Picchu”, poema XII)

El poema titulado “Las vidas”, incluido en Los versos del capitán (uno de los más famosos y leídos libros de amor), ilustra el estilo existencialista de Neruda a través de su concepción de la solidaridad humana como única forma de luchar contra el dolor que produce la vida: ¡Ay qué incómoda a veces te siento conmigo, vencedor entre los hombres! Porque no sabes que conmigo vencieron miles de rostros que no puedes ver, miles de pies y pechos que marcharon conmigo,

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que no soy, que no existo, que sólo soy la frente de los que van conmigo, que soy más fuerte porque llevo en mí no mí pequeña vida sino todas las vidas, y ando seguro hacia adelante porque tengo mil o jos, golpeo con peso de piedra porque tengo mil manos y mi vo z se oye en las orillas de todas las tierras porque es la voz de todos los que no hablaron, de los que no cantaron y cantan hoy con esta boca que a ti te besa “Las vidas” (Los versos del capitán)

6.6. Octavio Paz El poeta y ensayista mexicano Octavio Paz Lozano (Ciudad de México, 1914 - Ciudad de México, 1998), Premio Nobel de Literatura en 1990, es uno de los principales referentes de la poesía hispanoamericana contemporánea. Al igual que otros destacados poetas que iniciaron su producción en la primera mitad del siglo XX, Octavio Paz evolucionó desde un estilo posmodernista cargado de sentimentalismo y musicalidad hasta un surrealismo metafísico con el que trata de expresar su angustia vital. Posteriormente, cultivó un tipo de poesía Octavio Paz existencialista de gran originalidad alrededor de temas como la soledad y la incomunicación. La etapa surrealista de Octavio Paz, que se inicia a principios de la década de 1940 y concluye a comienzos de los años 60, representa la lucha del poeta contra una sociedad racionalista que intenta alejar al hombre de sus orígenes. Su visión de la vida se concreta en una dolorosa constatación de que todo es polvo y nada. El hombre se hunde en la soledad ante la imposibilidad de conocer el misterio de la vida, y la poesía se convierte en la única forma de conocimiento del mundo y del Topoema (1968) individuo. De forma similar a los caligramas de Huidobro, Octavio Paz creó un tipo de poesía espacial a la que llamó “topoema” (palabra formada a partir de la raíz griega τόπος „lugar‟ y “poema”), opuesta a la tradicional poesía temporal

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o discursiva. Los textos de los topoemas son breves y emplean palabras de una gran riqueza semántica, con múltiples sentidos. Octavio Paz inició su producción literaria con Luna silvestre (1933), libro de poemas de tendencia vanguardista. En plena Guerra Civil, se trasladó a España para apoyar al bando republicano, y allí escribió Bajo tu clara sombra y otros poemas de España (1937), con el que se inicia en la poesía comprometida de carácter social. A su regreso a México, Octavio Paz publicó Entre la piedra y la flor (1941), poema sobre la dramática explotación de los campesinos mexicanos. En 1945 fue destinado como diplomático a Francia, en donde entró en contacto con las corrientes surrealistas europeas, que influirían notablemente en su poesía posterior. Como reflejo de su preocupación social por México y su deseo por encontrar la identidad común de su país, Octavio Paz reúne una serie de ensayos socioculturales bajo el título de El laberinto de la soledad (1950). Dentro de su mejor etapa creativa, escribe los poemas en prosa ¿Águila o sol? (1951) y La estación violenta (1958), que fusionan el Surrealismo con la mitología azteca. En Libertad bajo palabra (1960) recopila poemas escritos entre 1935 y 1957 que giran en torno a temas como la soledad, el amor, la muerte y los problemas sociales. Tras la publicación de una de sus últimas obras surrealistas, Salamandra (1962), Octavio Paz se adentra en la poesía existencialista, en la que continúa recreando dos de los temas recurrentes dentro de su producción lírica, la soledad y la incomunicación, y añade un componente de protesta social y política ante los acontecimientos mundiales. En una de sus últimas obras destacadas, Poemas (1979), el escritor mexicano hace una recopilación de poesías compuestas entre 1935 y 1975. En las colecciones de ensayos Tiempo nublado (1983) ―sobre política internacional― y Sombras de obras (1983) ―sobre arte y literatura―, Octavio Paz se revela también como un excelente dominador de la prosa analítica. El siguiente fragmento del poema titulado “Piedra de sol” (nombre tomado del calendario azteca, con el que presenta en común una estructura circular), incluido en la recopilación Libertad bajo palabra, ilustra el estilo surrealista de Octavio Paz mediante la comparación entre una mujer y la naturaleza y la supresión de nexos sintácticos: Voy por tu cuerpo co mo por el mundo, tu vientre es una plaza soleada, tus pechos dos iglesias donde oficia la sangre sus misterios paralelos, mis miradas te cubren como yedra, eres una ciudad que el mar asedia, una muralla que la lu z div ide en dos mitades de color durazno, un paraje de sal, rocas y pájaros bajo la ley del mediodía absorto.

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Vestida del color de mis deseos como mi pensamiento vas desnuda, voy por tus ojos como por el agua, los tigres beben sueño de esos ojos, el colibrí se quema en esas llamas, voy por tu frente como por la luna, como la nube por tu pensamiento, voy por tu vientre como por tus sueños. Tu falda de maí z ondula y canta, tu falda de cristal, tu falda de agua, tus labios, tus cabellos, tus miradas, toda la noche llueves, todo el día abres mi pecho con tus dedos de agua, cierras mis ojos con tu boca de agua, sobre mis huesos llueves, en mi pecho hunde raíces de agua un árbol líquido. Voy por tu talle co mo por un río, voy por tu cuerpo como por un bosque, como por un sendero en la montaña que en un abismo brusco se termina. Voy por tus pensamientos afilados y a la salida de tu blanca frente mi so mbra despeñada se destroza, recojo mis frag mentos uno a uno y prosigo sin cuerpo, busco a tientas, corredores sin fin de la memoria, puertas abiertas a un salón vacío donde se pudren todos lo veranos, las joyas de la sed arden al fondo, rostro desvanecido al recordarlo, mano que se deshace si la toco, cabelleras de arañas en tumulto sobre sonrisas de hace muchos años, a la salida de mi frente busco, busco sin encontrar, busco un instante, un rostro de relámpago y tormenta corriendo entre los árboles nocturnos, rostro de lluvia en un jardín a obscuras, agua tenaz que fluye a mi costado. Busco sin encontrar, escribo a solas, no hay nadie, cae el día, cae el año, caigo en el instante, caigo al fondo, invisible camino sobre espejos que repiten mi imagen destrozada, piso días, instantes caminados, piso los pensamientos de mi sombra, piso mi sombra en busca de un instante. “Piedra de sol” (1957)

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El siguiente fragmento del ensayo titulado “El pachuco y otros extremos”, incluido en la colección El laberinto de la soledad, profundiza en la idiosincrasia mexicana como forma de explicar el fenómeno de los “pachucos” (juventud urbana de Estados Unidos de origen mexicano): Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad aumenta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexicano, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivi mos ensimismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas sí he encontrado esa especie entre los jóvenes norteamericanos — dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el mo mento propicio p ara revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sentimientos ni en la aparición, muchas veces simu ltánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un sentimiento de real o supuesta inferioridad frente al mundo podría explicar, parcialmente al menos, la reserva con que el mexicano se presenta ante los demás y la violencia inesperada con que las fuerzas reprimidas ro mpen esa máscara impasib le. Pero más vasta y profunda que el sentimiento de inferioridad, yace la soledad. Es imposible identificar ambas actitudes: sentirse solo no es sentirse inferior, sino distinto. El sentimiento de soledad, por otra parte, no es una ilusión —como a veces lo es el de inferioridad— sino la expresión de un hecho real: somos, de verdad, distintos. Y, de verdad, estamos solos. No es el mo mento de analizar este profundo sentimiento de soledad —que se afirma y se niega, alternativamente, en la melancolía y el júbilo, en el silencio y el alarido, en el crimen gratuito y el fervor relig ioso—. En todos lados el ho mbre está solo. Pero la soledad del mexicano, bajo la gran noche de piedra de la Altip lanicie, poblada todavía de dioses insaciables, es diversa a la del norteamericano, extraviado en un mundo abstracto de máquinas, conciudadanos y preceptos morales. En el Valle de México el hombre se siente suspendido entre el cielo y la tierra y oscila entre poderes y fuerzas contrarias, ojos petrificados, bocas que devoran. La realidad, esto es, el mundo que nos rodea, existe por sí mis ma, tiene vida propia y no ha sido inventada, como en los Estados Unidos, por el hombre. El mexicano se siente arrancado del seno de esa realidad, a un tiempo creadora y destructora, Madre y Tu mba. Ha olv idado el no mbre, la palab ra que lo liga a todas esas fuerzas en que se manifiesta la vida. Por eso grita o calla, apuñala o reza, se echa a dormir cien años. “El pachuco y otros extremos” (en El laberinto de la soledad)

6.7. Mario Benedetti El uruguayo Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia (Paso de los Toros, 1920 - Montevideo, 2009) es una de las figuras más relevantes de la literatura uruguaya de la segunda mitad del siglo XX. Pertenece a la llamada “Generación del 45”, formada por un grupo de escritores uruguayos que comenzaron su carrera literaria entre 1945 y 1950 (entre los que destacan, además del propio Benedetti, el novelista Juan Carlos Onetti y la poeta Idea Vilariño). Su obra abarca distintos géneros ―poesía, novela, ensayo y teatro―,

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aunque destaca especialmente como poeta y novelista. En sus primeras obras, Benedetti desarrolla una literatura realista de crítica social, como en Poemas de la oficina (1956), la colección de cuentos Montevideanos (1959), el ensayo El país de la cola de paja (1960) y especialmente dos novelas que contribuyeron a consolidar al escritor uruguayo como una de las grandes figuras de la narrativa hispanoamericana: La tregua (1960) ―historia amorosa entre dos oficinistas con un final trágico― y Gracias por el fuego (1965) ―crítica de la sociedad uruguaya y denuncia de la corrupción del periodismo como aparato de poder. En una segunda etapa literaria, Benedetti refleja en sus obras la creciente amenaza a la libertad que suponen los gobiernos militares en América Latina, con un estilo formalmente más audaz, como en la colección de cuentos fantásticos La muerte y otras sorpresas (1968) y la novela en verso El cumpleaños de Juan Ángel (1971). Desde el exilio ―al que se vio obligado entre 1973 y 1983 por su oposición al régimen militar uruguayo―, Benedetti denuncia la tortura en el drama Pedro y el capitán (1979) y muestra la angustia del hogar lejano en las colecciones de poemas La casa y el ladrillo (1977) y Viento del exilio (1981) y la novela Primavera con una esquina rota (1982). De regreso a Uruguay, el escritor lleva a cabo una reflexión sobre problemas culturales y políticos en la colección de ensayos El desexilio y otras conjeturas (1984). Años más tarde, Benedetti narra sus impresiones tras la vuelta del exilio en Andamios (1996) ―novela de marcado signo autobiográfico―, regresa a la poesía con La vida, ese paréntesis (1998) y Rincón de haikus (1999) y retoma las colecciones de cuentos con Buzón de tiempo (1999). Uno de los poemas más conocidos de Benedetti, “El Sur también existe”, ilustra la etapa de literatura comprometida del escritor uruguayo en defensa de las libertades individuales y en protesta contra el imperialismo norteamericano que apoyaba los regímenes militares en Latinoamérica: Con su ritual de acero sus grandes chimeneas sus sabios clandestinos su canto de sirenas sus cielos de neón sus ventas navideñas su culto de dios padre y de las charreteras; con sus llaves del reino el Norte es el que ordena. Pero aquí abajo, abajo el hambre d isponible recurre al fruto amargo de lo que otros deciden

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mientras el t iempo pasa y pasan los desfiles y se hacen otras cosas que el norte no prohibe; con su esperanza dura el Sur también existe. Con sus predicadores sus gases que envenenan su escuela de Chicago sus dueños de la tierra con sus trapos de lujo y su pobre osamenta sus defensas gastadas sus gastos de defensa; con sus gesta invasora el Norte es el que ordena. Pero aquí abajo, abajo cada uno en su escondite hay hombres y mu jeres que saben a qué asirse aprovechando el sol y también los eclipses apartando lo inútil y usando lo que sirve; con su fe veterana el Sur también existe con su corno francés y su academia sueca su salsa americana y sus llaves inglesas con todos su misiles y sus enciclopedias su guerra de galaxias y su saña opulenta; con todos sus laureles el Norte es el que ordena. Pero aquí abajo, abajo cerca de las raíces es donde la memoria ningún recuerdo omite y hay quienes se desmueren y hay quienes se desviven y así entre todos logran lo que era un imposible; que todo el mundo sepa que el Sur tamb ién existe. “El Sur también existe” (en Canciones del más acá, 1988)

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6.8. Narrativa regionalista Pese a que los comienzos de la narrativa latinoamericana del siglo XX continúan las tendencias realistas, costumbristas y naturalistas del siglo anterior, durante la etapa del Posmodernismo y las vanguardias (entre 1910 y el comienzo de la literatura contemporánea en la década de 1940) una gran concentración de temas, paisajes y personajes locales caracterizan las novelas hispanoamericanas, en las que la presencia de elementos criollistas e irracionales es cada vez mayor. Esta nueva narrativa regionalista, expuesta a las características sociales e históricas propias de cada país, dio lugar a diferentes subgéneros, como la novela revolucionaria mexicana, la novela indigenista andina y centroamericana, los relatos de la jungla, la novela gauchesca y la novela realista (los cuatro últimos, continuación de subgéneros narrativos iniciados en el siglo XIX). La Revolución Mexicana (1910-1920) hizo que surgiera en el país centroamericano un género narrativo regionalista conocido como novela revolucionaria, escrita por autores mexicanos que estuvieron presentes en el levantamiento popular. El principal representante de este género es Mariano Azuela (1873-1952), escritor que inauguró la novela revolucionaria con Andrés Pérez, maderista (1911) y Los de abajo (1916), novelas que describen de forma objetiva la dramática realidad de la Revolución pero que ocultan una amarga protesta contra una guerra civil de final desilusionante y el pueblo que se dejó arrastrar a ella por ignorancia. Otros escritores mexicanos que cultivaron este subgénero narrativo son Martín Luis Guzmán (1887-1976) ―autor de una de las mejores novelas revolucionarias, La sombra del caudillo (1929)―, Rafael Felipe Muñoz (1899-1972) ―que en ¡Vámonos con Pancho Villa! (1931) mitifica la figura del caudillo mexicano―, Gregorio López (1897-1966) ―cuya novela Tierra (1932) mezcla la crónica con el mito―, Mauricio Magdaleno (1906-1986) ―autor de El resplandor (1937), novela que refleja los mecanismos que pusieron en marcha la Revolución Mexicana a través del mundo rural de los indígenas―, José Rubén Romero (1890-1952) ―que en La vida inútil de Pito Pérez (1938) fusiona novela revolucionaria y picaresca― y Francisco Luis Urquizo (1891-1969) ―general mexicano que narra un episodio de la Revolución en Tropa vieja (1943). La precaria situación de los indígenas americanos en la primera mitad del siglo XX atrajo el interés de numerosos escritores de los países andinos (Bolivia, Ecuador y Perú) y del altiplano centroamericano (México y Guatemala), que cultivaron un tipo de narrativa regionalista conocida como novela indigenista (continuación de la novela indianista de estilo romántico que surgió en la segunda mitad del siglo XIX, en la que el indio aparecía retratado como un personaje pintoresco). El boliviano Alcides Arguedas (1879-1946) fue uno de los primeros en tratar la problemática social indígena en su novela Raza de bronce (1919). El guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974) muestra su preocupación indigenista y social en la colección de relatos 91

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mayas Leyendas de Guatemala (1930). El ecuatoriano Jorge Icaza (1906-1978) presenta en sus novelas al indio como víctima inocente del odio racial y de la codicia, como en Huasipungo (1934) y Cholos (1937). En Los Sangurimas (1934), novela precursora del realismo mágico hispanoamericano, el también ecuatoriano José de la Cuadra (19031941) ofrece una descripción mítica de los montubios de la costa ecuatoriana (mezcla de blanco, negro e indio). El indio (1935), del mexicano Gregorio López (1897-1966), es el relato trágico de un pueblo atrapado en la encrucijada entre el colonialismo y la modernidad. El peruano Ciro Alegría (1909-1967) es autor de una de las novelas más destacadas de la literatura indigenista, El mundo es ancho y ajeno (1941), reflejo de una sociedad indígena sana y bucólica que, pese a la situación de injusticia que vive, permite tener esperanza en el futuro. En una etapa tardía de la novela indigenista, el también peruano José María Arguedas (1911-1969) ofrece en Yawar Fiesta (1941), Los ríos profundos (1958) y Todas las sangres (1964) una visión socialmente más comprometida de la separación entre las culturas blanca e india de los Andes, que deben integrarse en una relación armónica de carácter mestizo. Otros destacados autores que cultivaron la novela indigenista fueron los ecuatorianos Demetrio Aguilera Malta (1909-1981) ―autor de Don Goyo (1933), en la que se reflejan las costumbres y tradiciones de los montubios― y Alfredo Pareja Díez-Canseco (1908-1993) ―que en Baldomera (1938) introduce un protagonista femenino. Los relatos de la jungla ―subgénero narrativo de estilo costumbrista iniciado dentro de la corriente romántica de la segunda mitad del siglo XIX― alcanzaron su culminación con la novela modernista La vorágine (1924), del colombiano José Eustasio Rivera (1888-1928), que, mediante una prosa poética llena de metáforas, condena la explotación de los trabajadores del caucho en una selva amazónica de aspecto alucinante y angustioso. La novela gauchesca de la primera mitad siglo XX representa la última etapa dentro de la literatura regional rioplatense alrededor de la figura mítica del gaucho, que durante el siglo XIX se había reflejado fundamentalmente en la poesía. Uno de los primeros revitalizadores de este subgénero narrativo es el argentino Benito Lynch (1885-1951), que ofrece una visión del gaucho totalmente realista y aporta serenidad y mesura en la descripción de la vida rural, como en Los caranchos de la Florida (1916), Raquela (1918), El inglés de los güesos (1924) y El romance de un gaucho (1930). Sin embargo, el máximo exponente de la novela gauchesca es Don Segundo Sombra (1926), del argentino Ricardo Güiraldes (1886-1927), que ofrece una visión nostálgica e idealizada de la vida en la pampa, a la que ni siquiera la llegada del progreso es capaz de sustituir. La novela realista de la primera mitad del siglo XX se aleja del realismo romántico de carácter costumbrista y naturalista que había dominado la narrativa hispanoamericana desde mediados del siglo XIX y se adentra en la acuciante problemática social de su 92

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época. El máximo exponente de este nuevo subgénero narrativo es Doña Bárbara (1929), del venezolano Rómulo Gallegos (1884-1969), que representa el enfrentamiento entre la barbarie del campo y la civilización de la ciudad. El boliviano Armando Chirveches (1881-1926) es autor de novelas de realismo costumbrista, como La candidatura de Rojas (1908), Casa solariega (1916) y La Virgen del Lago (1920). El también boliviano Jaime Mendoza (1874-1939) es uno de los precursores de la corriente del realismo descriptivo de comienzos del siglo XX, con novelas de denuncia social como En las tierras de Potosí (1911) y Páginas bárbaras (1914). El chileno Mariano Latorre (1886-1955) es autor de novelas criollistas en las que las características que definen a los personajes (miseria, pasión, barbarie y sensualidad) son producto y reflejo de la naturaleza, que se convierte de esta manera en el verdadero protagonista, como en Zurzulita (1920). También de carácter criollista es Montaña adentro (1923), de la chilena Marta Brunet (1897-1967), novela costumbrista en la que la autora desmitifica el supuesto bucolismo de la vida rural. El ecuatoriano Pablo Palacio (1906-1947) es uno de los introductores de la narrativa vanguardista en su país tras superar la etapa costumbrista anterior; dentro de su producción literaria, orientada hacia la crítica social, destacan la colección de cuentos Un hombre muerto a puntapiés (1927), las novelas Débora (1927) y Vida del ahorcado (1932) y la obra de teatro Comedia inmortal (1926). El también ecuatoriano Pedro Jorge Vera (1914-1999) es autor de la novela intelectual de estilo poético Los animales puros (1946), en la que supera el desgastado enfoque del realismo social anterior. El boliviano Adolfo Costa du Rels (1891-1980) describe en Tierras hechizadas (1931) el mundo de los mineros del estaño. Alrededor de la sangrienta Guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia (1932-1935), los también bolivianos Óscar Cerruto (1912-1981), Augusto Céspedes (1904-1997) y Fernando Ramírez Velarde (1913-1948) escribieron las novelas de denuncia social Aluvión de fuego (1935), Sangre de mestizos (1936) y Prisionero de guerra (1937), respectivamente. El hondureño Ramón Amaya Amador (1916-1966) inaugura la novela del realismo social en su país con Prisión Verde (1945). El ensayo hispanoamericano posterior al Modernismo experimentó un enorme desarrollo, fundamentalmente a lo largo de dos corrientes, la sociológica y la literaria, que adoptaron una doble vertiente nacionalista y universal (ambas de carácter intelectual). Entre los más destacados ensayistas de la primera mitad del siglo XX figuran los argentinos Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964) ―autor de Radiografía de la pampa (1933), completo estudio psicológico del carácter argentino en torno a la dicotomía campo-barbarie / ciudad-civilización―, Eduardo Mallea (1903-1982) ―que en Historia de una pasión argentina (1937) ofrece un ensayo interpretativo de la realidad social y espiritual de su país― y Victoria Ocampo (1890-1979) ―autora de la colección de ensayos Testimonios (1935-1977), que recoge sus reflexiones sobre la realidad política, social y cultural de Argentina―, los mexicanos Alfonso Reyes (1889-1959) ―autor de Visión de Anáhuac (1917), descripción poética y colorista de 93

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la antigua ciudad azteca de Tenochtitlán― y José Vasconcelos (1882-1959) ―que en La Raza Cósmica (1925) lleva a cabo una poderosa crítica contra el racismo―, el dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) ―autor de Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928), en los que refleja su ferviente deseo de demostrar la unidad e independencia espiritual de América―, el peruano José Carlos Mariátegui (18941930) ―cuyos monumentales Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) representan el texto fundacional del marxismo hispanoamericano―, la venezolana Teresa de la Parra (1889-1936) ―que en el ensayo-conferencia titulado Influencia de las mujeres en la formación del alma americana (1930) refleja un feminismo conservador, opuesto a los movimientos feministas radicales de comienzos del siglo XX― y el colombiano Germán Arciniegas (1900-1999) ―que sobresale como un cualificado historiador de América en El continente de siete colores (1965). 6.9. Los de abajo Los de abajo (1916), del mexicano Mariano Azuela (1873-1952), está considerada como la obra más representativa de la novela revolucionaria, subgénero narrativo regionalista desarrollado por autores que participaron en la Revolución Mexicana (1910-1920). En esta novela, Azuela no sólo da testimonio directo de sus vivencias durante el conflicto civil, sino que intenta crear una simbología que añada un significado profundo y mítico al México de principios de siglo. Los de abajo, pese a ser una novela técnicamente realista, conjuga elementos históricos y míticos. Con ella, el escritor mexicano intenta expresar su desencanto ante una revolución hecha por los hombres y no por las ideas, que había acarreado a su país flagrantes injusticias y falsedades.

Los de abajo narra, mediante un lenguaje popular expresado por medio de diálogos, la historia de Demetrio Macías, campesino que se ve arrastrado a la revolución no por sus ideales, sino por su conflicto con un cacique. Con ello, Azuela pretende mostrar cómo el contexto social puede hacer cambiar las mentalidad colectiva de un país. Demetrio Macías sigue una evolución vital de carácter circular a lo largo de la novela: lucha por una causa que desconoce y acaba volviendo al mismo sitio en el que empezó para morir. Su historia, desde el punto de vista histórico, habla del fracaso de la Revolución Mexicana, y desde el punto de vista mítico, muestra la predestinación fatalista del hombre. El siguiente fragmento de Los de abajo, en el que Demetrio Macías visita a su mujer y su hijo tras convertirse en un revolucionario seguidor de Pancho Villa, ilustra el destino trágico e irracional del protagonista que, aunque se involucró en la revolución por motivos concretos y justificados, no puede escapar de ella a causa de todos los crímenes cometidos en su nombre:

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La mu jer de Demetrio Macías, loca de alegría, salió a encontrarlo por la vereda de la sierra, llevando de la mano al niño. ¡Casi dos años de ausencia! Se abrazaron y permanecieron mudos; ella embargada por los sollozos y las lágrimas. Demet rio, pasmado, veía a su mujer envejecida, co mo si d iez o veinte años hubieran transcurrido ya. Luego miró al niño, que clavaba en él sus ojos con azoro. Y su corazón dio un vuelco cuando reparó en la reproducción de las mismas líneas de acero de su rostro y en el brillo flamante de sus ojos. Y quiso atraerlo y abrazarlo; pero el ch iquillo, muy asustado, se refugió en el regazo de la madre. —¡Es tu padre, hijo!... ¡Es tu padre!... El muchacho metía la cabeza entre los pliegues de la falda y se mantenía huraño. Demetrio, que había dado su caballo al asistente, caminaba a p ie y poco a poco con su mu jer y su hijo por la abrupta vereda de la sierra. —¡Ho ra sí, bendito sea Dios que ya veniste!... ¡Ya nunca nos dejarás! ¿Verdad? ¿Verdad que ya te vas a quedar con nosotros?... La faz de Demetrio se ensombreció. Y los dos estuvieron silenciosos, angustiados. Una nube negra se levantaba tras la sierra, y se oyó un trueno sordo. Demetrio ahogó un suspiro. Los recuerdos afluían a su memoria co mo una colmena. La lluvia co men zó a caer en gruesas gotas y tuvieron que refugiarse en una rocallosa covacha. El aguacero se desató con estruendo y sacudió las blancas flores de San Juan, manojos de estrellas prendidos en los árboles, en las peñas, entre la maleza, en los pitahayos y en toda la serranía. Abajo, en el fondo del cañón y a través de la gasa de la lluvia, se miraban las palmas rectas y cimbradoras; lentamente se mecían sus cabezas angulosas y al soplo del viento se desplegaban en abanicos. Y todo era serranía: ondulaciones de cerros que suceden a cerros, más cerros circundados de montañas y éstas encerradas en una muralla de sierra de cu mbres tan altas que su azul se perdía en el zafir. —¡Demetrio, por Dios!... ¡Ya no te vayas!... ¡El corazón me av isa que ahora te va a suceder algo!... Y se deja sacudir de nuevo por el llanto. El n iño, asustado, llora a gritos, y ella tiene que refrenar su tremenda pena para contentarlo. La lluvia va cesando; una golondrina de plateado vientre y alas angulosas cruza oblicuamente los hilos de cristal, de repente ilu minados por el sol vespertino. —¿Por qué pelean ya, Demetrio? Demetrio, las cejas muy juntas, toma d istraído una piedrecita y la arroja al fondo del cañón. Se mantiene pensativo viendo el desfiladero, y d ice: —Mira esa piedra có mo ya no se para... Los de abajo (tercera parte, capítulo VI)

6.10. Novela psicológica y urbana De forma paralela a la narrativa regionalista hispanoamericana, de carácter rural, la creciente preocupación por la vida del individuo dentro de la sociedad moderna hace que se desarrolle en la primera mitad del siglo XX la novela psicológica, relato ambientado en escenarios urbanos y cosmopolitas en el que el análisis psicológico y la caracterización interior de los personajes prima sobre la acción externa. El iniciador de este subgénero narrativo en Hispanoamérica es el venezolano Manuel Díaz Rodríguez (1868-1927) con Sangre patricia (1902), historia de un joven criollo venezolano de noble estirpe atormentado por un idealismo político y amoroso que acaba conduciéndole a la locura. El chileno Eduardo Barrios (1884-1963) contribuyó enormemente al posterior desarrollo de la novela psicológica con obras como El niño que enloqueció de amor (1915) ―profundo análisis de psicología infantil en la figura de un niño que se enamora perdidamente de una mujer adulta― y El hermano asno 95

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(1922) ―que muestra los perniciosos efectos del misticismo llevado hasta la exageración. La venezolana Teresa de la Parra (1889-1936) es autora de dos de las novelas más representativas de la literatura de su país en la primera mitad del siglo XX: Ifigenia (1924) ―drama de una mujer sometida a la conservadora sociedad caraqueña de principios del siglo XX― y Memorias de Mamá Blanca (1929) ―novela de estilo autobiográfico. El argentino Eduardo Mallea (1903-1982) refleja en sus novelas la búsqueda de la esencia real del hombre, oculta tras las apariencias, lo que provoca un conflicto interno en sus personajes, como en La bahía del silencio (1940), Todo verdor perecerá (1941), Los enemigos del alma (1950) y Chaves (1953). Otro subgénero narrativo que surge en Hispanoamérica en la década de 1920, al amparo de la vida moderna, es la novela urbana, que refleja la angustia de una sociedad en formación, desorientada ante los enormes cambios que conllevan los nuevos tiempos, y revela la fealdad y miseria de las clases pobres. Esta corriente literaria se enmarca dentro de un contexto mundial de crisis económica y social, desarrollo del fascismo en Europa, guerras, soledad e incomunicación del individuo dentro de la gran ciudad. La novela urbana es ante todo un género existencial y pesimista que intenta armonizar al hombre consigo mismo dentro de una sociedad industrializada, mediante la búsqueda de sus aspectos racionales y pasionales. Algunos de los autores que cultivan este tipo de novela son los argentinos Roberto Arlt (19001942) ―que contribuyó enormemente a impulsar la narrativa moderna en su país con novelas realistas que reflejan el fracaso humano en ambientes indolentes durante el apogeo de la inmigración, como El juguete rabioso (1926), Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931)―, Manuel Gálvez (1882-1962) ―que en Hombres en soledad (1938) describe la vida urbana y la problemática que genera en el individuo― y Ernesto Sábato (1911-2011) ―autor de El túnel (1948), novela psicológica de carácter existencial que rezuma un gran pesimismo―, los chilenos Joaquín Edwards Bello (1887-1968) ―autor de novelas protagonizadas por seres marginales y desequilibrados, víctimas de la sociedad corrompida en la que viven, como El roto (1920), que supone la introducción del proletario en la literatura chilena― y Manuel Rojas (18961973) ―uno de los primeros introductores del monólogo interior en la narrativa hispanoamericana con Hijo de ladrón (1951), novela que refleja las complejidades psicológicas y existenciales de la clase obrera― y los ecuatorianos Enrique Gil Gilbert (1912-1973) ―uno de los iniciadores de la novela urbana en su país con Nuestro pan (1942), obra que introduce la novedosa técnica narrativa de la fragmentación temporal como forma de narrar la verdad histórica― y Joaquín Gallegos Lara (19111947) ―autor de la novela urbana Las cruces sobre el agua (1946), en la que refleja la represión del proletariado.

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6.11. Ernesto Sábato El argentino Ernesto Roque Sábato (Rojas, 1911 - Santos Lugares, 2011) es una de las grandes figuras de la narrativa hispanoamericana contemporánea, que ayudó a configurar a mediados del siglo XX gracias a la novela urbana de carácter psicológico El túnel (1948), con la que Sábato alcanzó el reconocimiento internacional. Sus obras, de alto contenido intelectual y marcadas por un profundo existencialismo (producto de la influencia marxista, surrealista y kafkiana en sus orígenes literarios), reflejan una personalidad obsesiva y torturada. A diferencia de los escritores regionalistas que le Ernesto Sábato precedieron, para Sábato los rasgos definitorios de Hispanoamérica no se encuentran en la naturaleza, sino en la ciudad (Buenos Aires y Montevideo), y únicamente la creación artística es capaz de ordenar, dentro de este mundo material, toda una serie de elementos espirituales de existencia inmemorial con el fin de lograr la estabilidad del hombre. En este sentido, sus obras son una constante búsqueda de lo invariable en la historia humana. Dentro de la producción literaria de Sábato, que abarca la narrativa y el ensayo, destacan las novelas urbanas de carácter psicológico y existencial El túnel (1948) ―en la que el autor lleva a cabo una crítica despiadada de la sociedad moderna a través de la infelicidad y el conflicto interior de los personajes―, Sobre héroes y tumbas (1961) ―nueva denuncia social de las frustraciones del ser humano y el dramatismo de la vida cotidiana― y Abbadón el exterminador (1974) ―novela apocalíptica de dimensión surreal en la que todo es puesto en duda y todo es afirmado, tanto la destrucción como la reconstrucción. Entre sus ensayos, de carácter filosófico y literario, destacan Uno y el Universo (1945), El escritor y sus fantasmas (1963) y Apologías y rechazos (1979). El siguiente fragmento de El túnel, en el que el protagonista prepara el asesinato de la mujer con la que ha mantenido una relación obsesiva, ilustra el análisis psicológico de su personalidad torturada, marcada por la idea de que su vida es como un túnel del que le resulta imposible salir: Fue una espera interminable. No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derru mbe de un amo r, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fue una cantidad in mensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar in móvil y perpetuo donde María y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al v iento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados. Y era co mo si

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los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al f in de esos pasadizos, delante de una escena pintada por mí, co mo clave destinada a ella sola, co mo un secreto anuncio de que ya estaba yo allí y que los pasadizos se habían por fin unido y que la hora del encuentro había llegado. ¡La hora del encuentro había llegado! Pero ¿realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían comunicado? ¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un mu ro de vidrio y yo pudiese verla a María co mo una figura silenciosa e intocable... No, n i siquiera ese muro era siempre así: a veces volvía a ser de piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué ext raños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario : el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi v ida. Y en uno de esos trozos transparentes del mu ro de p iedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin lí mites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome? ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de v idrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado. El túnel (capítulo XXXVI)

6.12. Novela histórica y fantástica Hacia finales del primer tercio del siglo XX, la narrativa hispanoamericana entra en crisis después de la fecunda etapa del realismo y el regionalismo anterior. La novela de protesta social y de temática urbana de las primeras décadas del siglo había agotado sus moldes, y se imponía una renovación a fondo de temas y contenidos. Esta crisis, sin embargo, fue algo positivo para la literatura hispanoamericana, ya que condujo a nuevas búsquedas que finalmente fructificaron en el género latinoamericano por excelencia: el realismo mágico. En este contexto, dos fueron los subgéneros narrativos que definieron el nuevo rumbo de la prosa hispanoamericana de mediados del siglo XX: la novela histórica y la novela fantástica. La nueva novela histórica hispanoamericana, a diferencia de la anterior (crónicas incluidas), no se propone únicamente reflejar el pasado del continente, sino reinterpretarlo en función de las corrientes ideológicas y filosóficas contemporáneas. Uno de los iniciadores de este subgénero narrativo es el venezolano Arturo Úslar Pietri (1906-2001) con Las lanzas coloradas (1931), relato histórico de la independencia de Venezuela en el marco de una espiritualidad conflictiva. En El camino de El Dorado (1947), que narra la trágica aventura de Lope de Aguirre en su 98

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búsqueda de la legendaria ciudad, el escritor venezolano se aparta de la ficción narrativa y se aproxima más a la objetividad de las crónicas. Con La isla de Robinsón (1981), Úslar Pietri retoma la novela histórica en estado puro, mezcla de realidad y ficción, alrededor de la vida y milagros de un personaje fascinante dentro de la historia de Venezuela: el filósofo Simón Rodríguez, preceptor de Simón Bolívar. El chileno Fernando Alegría (1918-2005) recrea en Lautaro, joven libertador de Arauco (1943) la lucha de los indios araucanos contra los españoles. El argentino Antonio di Benedetto (1922-1986) mezcla en la novela histórica de corte existencial Zama (1956) el realismo más profundo con la fantasía creadora. La novela fantástica que surge en Hispanoamérica durante las décadas de 1930 y 1940, más que recrear mundos insólitos e irreales, plantea realidades paralelas y surrealistas en las que los personajes pueden escapar de la rutina y la mediocridad de la vida real. Por su falta de compromiso y crítica social, este subgénero narrativo se opone radicalmente a la prosa realista y regionalista de comienzos del siglo XX. Uno de los primeros cultivadores de la novela fantástica hispanoamericana es la chilena María Luisa Bombal (1910-1980), que en La última niebla (1934) y La amortajada (1938) ofrece una visión problemática de la mujer latinoamericana en las primeras décadas del siglo XX, sometida a una sociedad tradicionalista y agobiante de la que sólo puede huir mediante el tránsito de la realidad al sueño. El argentino Enrique Anderson Imbert (1910-2000) insiste en el escapismo social con Fuga (1953), novela en la que el protagonista abandona su trabajo como periodista para dedicarse a la literatura fantástica. Durante la década de 1940, en la región del Río de la Plata se desarrolla una rica corriente narrativa que enfatiza los aspectos fantásticos y psicológicos de la realidad. Los autores más destacados de este género de ficción son los argentinos Adolfo Bioy Casares (1914-1999) ―pionero de la novela de ciencia ficción en Hispanoamérica con La invención de Morel (1940)―, Jorge Luis Borges (1899-1986) ―cuya colección de cuentos fantásticos Ficciones (1944) representa una de las obras fundamentales de la literatura universal del siglo XX―, Macedonio Fernández (1874-1952) ―que en Continuación de la nada (1944) aborda el aspecto absurdo de la existencia humana― y Leopoldo Marechal (1900-1970) ―autor de Adán Buenosayres (1948), novela simbolista que ofrece una visión metafísica del Buenos Aires arrabalero― y el uruguayo Enrique Amorim (1900-1960) ―que inaugura la novela policiaca larga en Hispanoamérica con El asesino desvelado (1946). El argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999) es uno de los introductores de la novela fantástica en la narrativa hispanoamericana con La invención de Morel (1940), obra pionera de la literatura de ciencia ficción en lengua española. Sus novelas ―entre las que también destacan Plan de evasión (1945), El sueño de los héroes (1954), Diario de 99

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la guerra del cerdo (1969) y la colección de relatos Historias fantásticas (1972)― reflejan mundos situados entre el absurdo y la fantasía que, no obstante, resultan creíbles gracias a la extraordinaria lucidez narrativa de Bioy Casares. Sus obras, de estructura geométrica perfecta, son mecanismos de relojería complejos, espacios laberínticos en los que la salida está situada siempre en el punto exacto. En ocasiones, el escritor argentino recurre a complicaciones propias del género policial para dotar a sus novelas de mayor poder de atracción (elemento en común con su amigo y colaborador literario Borges). El siguiente fragmento de La invención de Morel , en el que el científico describe las características de su invento para reduplicar personas, refleja la idea filosófica de la inmortalidad espiritual, más duradera que la inmortalidad física porque se basa en la persistencia del alma: Me puse a buscar ondas y vibraciones inalcanzadas, a idear instrumentos para captarlas y transmitirlas. Obtuve, con relativa facilidad, las sensaciones olfativas; las térmicas y las táctiles propiamente dichas requirieron toda mi perseverancia. Hubo, además, que perfeccionar los medios existentes. Los mejores resultados honraban a los fabricantes de discos de fonógrafo. Desde hace mucho era posible afirmar que ya no temíamos la muerte, en cuanto a la voz. Las imágenes habían sido archivadas muy deficientemente por la fotografía y por el cinematógrafo. Dirigí esta parte de mi labor hacia la retención de las imágenes que se forman en los espejos. Una persona o un animal o una cosa, es, ante mis aparatos, como la estación que emite el concierto que ustedes oyen en la radio. Si abren el receptor de ondas olfativas, sentirán el perfu me de las diamelas que hay en el pecho de Madeleine, sin verla. Abriendo el sector de ondas táctiles, podrán acariciar su cabellera, suave e invisible, y aprender, co mo ciegos, a conocer las cosas con las manos. Pero si abren todo el juego de receptores, aparece Madeleine, co mpleta, reproducida, idéntica; no deben olvidar que se trata de imágenes extraídas de los espejos, con los sonidos, la resistencia al tacto, el sabor, los olores, la temperatura, perfectament e sincronizados. Ningún testigo admitirá que son imágenes. Y si ahora aparecen las nuestras, ustedes mis mos no me creerán. Les costará menos pensar que he contratado una compañía de actores, de sosias inverosímiles. Ésta es la primera parte de la máquina; la segunda graba; la tercera proyecta. No necesita pantallas ni papeles; sus proyecciones son bien acogidas por todo el espacio y no importa que sea día o noche. En aras de la claridad osaré comparar las partes de la máquina con: el aparato de televisión que muestra imágenes de emisores más o menos lejanos; la cámara que toma una película de las imágenes traídas por el aparato de televisión; el proyector cinematográfico. Pensaba coordinar las recepciones de mis aparatos y tomar escenas de nuestra vida: una tarde con Faustine, ratos de conversación con ustedes; hubiera co mpuesto así un álbum de presencias muy durables y nítidas, que sería un legado de unos momentos a otros, grato para los hijos, los amigos y las generaciones que vivan otras costumbres. En efecto, imaginaba que si bien las reproducciones de objetos serían objetos —como una fotografía de una casa es un objeto que representa a otro —, las reproducciones de animales y de plantas no serían animales n i p lantas. Estaba seguro de que mis simu lacros de personas carecerían de conciencia de sí (como los personajes de una película cinematográfica). Tuve una sorpresa: después de mucho trabajo, al congregar esos datos armónicamente, me encontré con personas reconstituidas, que desaparecían si yo desconectaba el aparato proyector, sólo vivían los mo mentos pasados cuando se tomó la escena y al acabarlos volvían a repetirlos, como si fueran partes de un disco o de una película que al terminarse volviera a empezar, pero que, para nadie, podían distinguirse de las personas vivas (se ven como circulando en otro mundo, fortuitamente abordado por el nuestro). Si acordamos la conciencia, y todo lo que nos distingue de

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los objetos, a las personas que nos rodean, no podremos negárselos a las creadas por mis aparatos, con ningún argumento válido y exclusivo. Congregados los sentidos, surge el alma. Había que esperarla. Madeleine estaba para la vista, Madeleine estaba para el oído, Madeleine estaba para el sabor, Madeleine estaba para el olfato, Madeleine estaba para el tacto: ya estaba Madeleine. La invención de Morel

6.13. Jorge Luis Borges El argentino Jorge Francisco Isidoro Luis Borges (Buenos Aires, 1899 - Ginebra, 1986) es una figura imprescindible dentro de las letras hispanoamericanas y uno de los autores más destacados de la literatura contemporánea a nivel mundial. Dotado de grandes cualidades creativas y una sólida cultura clásica, Borges es uno de los escritores más completos y eruditos de las letras latinoamericanas (pese a que su inconformismo político le impidió obtener el Premio Nobel de Literatura, galardón al que se hizo justo merecedor por la creatividad, variedad y sincretismo de su producción literaria). Jorge Luis Borges Aunque se inició dentro de la poesía y el ensayo, el género en el que más destacó fue el de la ficción narrativa —en particular los cuentos y relatos breves de naturaleza fantástica—, a la que ha contribuido con algunas narraciones fundamentales dentro de la literatura universal, como Ficciones y El Aleph. Los temas centrales en las obras de Borges son el infinito, la irrealidad y el agnosticismo, que el escritor argentino representa mediante símbolos recurrentes como el espejo y el laberinto. Para Borges, el universo no está al alcance del hombre porque el lenguaje humano carece de capacidad para expresarlo, aunque la literatura ha de ser un intento de conocimiento de ese universo (de ahí su preferencia por el género de ficción). Sus cuentos no pretenden ser alegorías en busca de interpretación, sino simplemente historias sorprendentes basadas en realidades imaginarias, ya que la imaginación humana es capaz de proporcionar soluciones creativas a los enigmas que se le plantean. Como poeta, Borges fue el introductor del Ultraísmo en Hispanoamérica, movimiento vanguardista con el que entró en contacto durante su estancia en España entre 1919 y 1921, y a cuyo desarrollo local contribuyó notablemente mediante una inspirada fusión de la tradición poética anterior (Modernismo, mitología y poesía clásica), las nuevas corrientes literarias de la primera mitad del siglo XX (Expresionismo, Surrealismo, Creacionismo y Criollismo) y la observación sencilla y sugestiva del entorno social argentino (los suburbios de Buenos Aires y la Pampa). Dos son los temas principales que moldean la poesía ultraísta juvenil de Borges (recurrentes en su posterior producción literaria): el tiempo y la muerte. Los principios fundamentales que inspiran el ultraísmo borgiano fueron resumidos por el poeta argentino en 1921 en la revista literaria “Nosotros”: 1) reducción del lenguaje poético a su elemento primordial:

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la metáfora; 2) supresión de elementos innecesarios, como “trabajos ornamentales”, adjetivación superflua y nexos sintácticos; 3) ausencia total de doctrinismo; 4) síntesis de dos o más imágenes en una sola, que ensancha de ese modo su capacidad de sugerencia. El Ultraísmo tiene elementos en común con la otra gran vanguardia poética hispanoamericana, el Creacionismo, como el empleo de metáforas fantásticas e insólitas, la supresión de rasgos ornamentales innecesarios (incluida la rima) y el diseño estético de los poemas, y añade rasgos novedosos, como el Criollismo, la parodia y el empleo de un léxico rebuscado (neologismos, tecnicismos y palabras esdrújulas). La poesía de Borges, construida sobre un universo de cosas insignificantes que sin embargo ejercen una profunda influencia en el hombre, invita a la reflexión y la meditación. El Ultraísmo y la estética vanguardista son visibles en su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires (1923), formado por composiciones que representan una sucesión de estampas sugerentes sobre la ciudad argentina que en conjunto dan sensación de continuo movimiento. Luna de enfrente (1925), Cuaderno San Martín (1929) y Muertes de Buenos Aires (1943) ofrecen igualmente una visión mítica de la capital porteña. El poema titulado “Despedida”, incluido en Fervor de Buenos Aires , ilustra algunos de los elementos que configuran la poesía ultraísta de Borges, como la fusión de imágenes (“trescientas noches como trescientas paredes”) y la ausencia de rima: Entre mi amor y yo han de levantarse trescientas noches como trescientas paredes y el mar será una magia entre nosotros. No habrá sino recuerdos. Oh tardes merecidas por la pena, noches esperanzadas de mirarte, campos de mi camino, firmamento que estoy viendo y perdiendo... Definitiva co mo un mármo l entristecerá tu ausencia otras tardes. “Despedida” (Fervor de Buenos Aires)

Borges se inicia en el mundo de la ficción narrativa con la colección de relatos breves Historia universal de la infamia (1935), que incluye uno de sus cuentos más famosos, “Hombre de la esquina rosada” (1927), de temática arrabalera. Con la colección de relatos fantásticos Ficciones (1944), Borges se consolida definitivamente como uno de los escritores más singulares del momento en lengua castellana. De carácter fantásticopolicial son “El jardín de senderos que se bifurcan” (1941) y “La muerte y la brújula” (1942); lo fantástico domina igualmente en “La Biblioteca de Babel” (1939), “La lotería en Babilonia” (1941) y “Funes el memorioso” (1942); la irrealidad en “Las ruinas circulares”

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(1940); notas curiosas sobre libros imaginarios son “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (1940) y “Examen de la obra de Herbert Quain” (1941); “Pierre Menard, autor del Quijote” (1939) es un intento de recrear la literatura a través de la lectura subjetiva; “El Sur” (1953) — incluido en una posterior reedición de Ficciones en 1956— muestra la imposibilidad de distinguir entre realidad e imaginación. La colección de cuentos El Aleph (1949) vuelve a demostrar la maestría estilística de Borges y su gran capacidad imaginativa, que combina elementos de la tradición filosófica y de la literatura fantástica. En estos relatos se engloba el universo, puesto que el carácter hebreo aleph simboliza, según la Cábala, al hombre como unidad colectiva y como señor de la tierra. Borges interpreta la vida humana como un laberinto formado por varias existencias en el que pasado, presente y futuro coexisten desde siempre, es decir, son una misma cosa, por más que se manifiesten por separado. Además del cuento que da título al libro, “El Aleph” (1945) —que aborda el tema de la incapacidad humana de enfrentarse a la eternidad—, destacan otros de contenido fantástico como “El inmortal” (1947), “La casa de Asterión” (1947), “El zahir” (1947), “Emma Zunz” (1949), “Deutsches Requiem” (1949) y “La escritura del Dios” (1949). Cuentos breves y extraordinarios (1955) es una antología de relatos extraños y curiosos procedentes de distintas épocas y países, compilada por Borges en colaboración con su amigo Adolfo Bioy Casares. La colección de relatos El hacedor (1960) integra la metafísica y la teología dentro del gran mundo de la literatura fantástica. En El informe de Brodie (1970), el escritor argentino abandona el esoterismo de sus narraciones anteriores para componer unos relatos de lenguaje lineal y directo. En una de sus últimas colecciones de relatos breves, El libro de arena (1975), Borges vuelve a recrear uno de los temas recurrentes de su ficción narrativa: el infinito. “El Aleph” (incluido en la colección homónima de relatos) es una de las obras paradigmáticas de la literatura borgiana, en la que se reflejan algunos de los temas y símbolos recurrentes en sus narraciones (el universo, el espejo, el laberinto). El siguiente fragmento ilustra el encuentro del narrador-protagonista con este misterioso objeto y su incapacidad para asimilar el concepto de infinito que contiene: En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un

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volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. “El Aleph” (El Aleph)

La enorme erudición y el espíritu multidisciplinar de Borges hallan su mejor expresión literaria a través del ensayo. El tamaño de mi esperanza (1926), de estética vanguardista, contiene dos de los elementos recurrentes en el universo borgiano: el Criollismo y la Pampa. De temática local es también El idioma de los argentinos (1928), ensayo sobre el habla porteña. En Evaristo Carriego (1930), al tiempo que traza una biografía de este popular poeta argentino, Borges se recrea en la narración de leyendas y lugares mitológicos de la geografía de Buenos Aires. Historia de la eternidad (1936) es una colección de ensayos en los que Borges trata temas como el tiempo, la eternidad y las metáforas literarias. En Discusión (1932), el escritor argentino reúne una colección de artículos de crítica literaria y filosófica. Con Otras inquisiciones (1952), Borges reflexiona sobre autores clásicos, el tiempo y antiguas leyendas. En El escritor argentino y la tradición (1957), muestra su rechazo a la idea de que la tradición literaria argentina se limite al género gauchesco. Además de su importante producción narrativa y poética de carácter personal, Borges es también autor de varias obras escritas en colaboración con otros autores —como Antología de la literatura fantástica (1940) y Antología poética argentina (1941), en las que colaboró con Adolfo Bioy Casares y su esposa Silvina Ocampo debido al progresivo avance de su ceguera—, traducciones, notas de crítica bibliográfica y comentarios de literatura publicados en periódicos y revistas, guiones de cine, conferencias, entrevistas, prólogos, etc. 6.14. Ficciones La colección de relatos fantásticos Ficciones (1944), del argentino Jorge Luis Borges, marca un punto de inflexión importante en la literatura hispanoamericana del siglo XX, ya que señala el final de la novela realista y costumbrista y el inicio de la ficción narrativa de carácter fantástico (que posteriormente dará paso a la corriente narrativa del realismo mágico). Los cuentos que forman Ficciones fueron escritos por Borges entre

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1935 y 1944, y se dividen en dos partes: “El jardín de senderos que se bifurcan” (colección de relatos publicados originalmente en 1941) y “Artificios” (a la que Borges añadiría tres nuevos relatos en una posterior edición de su obra en 1956: “El fin”, “La secta del Fénix” y “El Sur”). En ellos, el escritor argentino refleja algunos de los temas y símbolos recurrentes a lo largo de su producción literaria: el infinito, el tiempo, la irrealidad, el espejo, el laberinto, la biblioteca, el ajedrez, el tigre, el aleph, el reloj de arena. A través de estos cuentos, Borges muestra su atracción por el misterio y el enigma, a cuya solución aspira demorándose en un primer momento en la proyección de una multiplicidad de posibilidades. La primera parte de Ficciones, “El jardín de senderos que se bifurcan”, está formada por los siguientes relatos (junto con su fecha de publicación original): “El acercamiento a Almotásim” (1935): ensayo literario sobre una obra ficticia. “Pierre Menard, autor del Quijote” (1939): intento de recrear la novela de Cervantes. “La Biblioteca de Babel” (1939): metáfora de la infinitud del Relatividad universo. (lito grafía de M.C. E scher) “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (1940): fusión cosmológica de realidad y ficción. “Las ruinas circulares” (1940): paradoja de los universos autocontenidos. “La lotería en Babilonia” (1941): plantea preguntas metafísicas sobre el sentido de la vida. “Examen de la obra de Herbert Quain” (1941): análisis crítico de un autor imaginario. “El jardín de senderos que se bifurcan” (1941): mezcla de intriga policial y fantasía. La segunda parte de Ficciones, “Artificios”, está formada por los siguientes relatos: “Funes el memorioso” (1942): mezcla fantástica de filosofía y matemáticas. “La forma de la espada” (1942): relato histórico alrededor de una cicatriz. “La muerte y la brújula” (1942): relato policial de carácter fantástico. “El milagro secreto” (1943): relatividad y subjetividad del tiempo. “Tema del traidor y del héroe” (1944): intriga ambientada en la Irlanda del siglo XIX. “Tres versiones de Judas” (1944): vindicación de Judas Iscariote. “La secta del Fénix” (1952): historia y secretos de una secta imaginaria. “El fin” (1953): plantea un final rectificado del poema gauchesco Martín Fierro. “El Sur” (1953): relato psicológico en el que se mezclan realidad e imaginación. El siguiente fragmento de “La Biblioteca de Babel”, relato de ficción en el que Borges fusiona de forma magistral la teoría filosófica de la predestinación y las matemáticas, ilustra uno de los temas recurrentes en sus obras, el infinito, simbolizado por una biblioteca universal formada por la repetición de elementos idénticos que, combinados 105

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infinitamente, se expanden de forma regular y no tienen límites (como el propio universo): El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número indefinido, y ta l vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante. Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible. A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. “La Biblioteca de Babel” (Ficciones)

6.15. Teatro hispanoamericano moderno El teatro hispanoamericano, pese a no alcanzar las cotas de la narrativa y la poesía, floreció a lo largo del siglo XX como género marcadamente urbano, con importantes centros de difusión cultural en Ciudad de México, Buenos Aires, Santiago, San Juan y Lima. La década de 1920 marcó el final del teatro costumbrista y naturalista anterior y la adaptación a las nuevas tendencias dramáticas del momento (fundamentalmente el drama social y psicológico). Pese a que se trató de un fenómeno general a todo el continente, el nuevo teatro hispanoamericano floreció con mayor ímpetu en tres países: México, Argentina y Chile.

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En México, las corrientes vanguardistas introducidas por “Los Contemporáneos” — grupo de jóvenes intelectuales que se encargaron de difundir las principales innovaciones artísticas de la primera mitad del siglo XX— motivaron un brusco giro desde el teatro nacionalista anterior hacia otro de carácter experimental, cuyos principales centros de difusión fueron el Teatro de Ulises (creado en 1928) y el Teatro de Orientación (fundado en 1932), gracias a los cuales se popularizaron las obras de autores como Xavier Villaurrutia (1903-1950) —Parece mentira (1933), Invitación a la muerte (1944) —, Salvador Novo (1904-1974) —El tercer Fausto (1934), La culta dama (1951)—, Celestino Gorostiza (1904-1967) —El nuevo paraíso (1930), El color de nuestra piel (1952)— y Gilberto Owen (1904-1952) —Línea (1930). Este teatro experimental sentó las bases del posterior drama mexicano, a cuya difusión contribuyeron enormemente los dramaturgos Rodolfo Usigli (1905-1979) — considerado el padre del teatro mexicano moderno, con obras como El apóstol (1931), Tres comedias impolíticas (1933-1935), Medio tono (1937) y El gesticulador (1938)— y Emilio Carballido (1925-2008) —que continuó la labor iniciada por el anterior con comedias tan populares como Rosalba y los llaveros (1950), Un pequeño día de ira (1961), Te juro Juana que tengo ganas (1965), Acapulco los lunes (1969) y Rosa de dos aromas (1986). En Argentina, por su parte, el origen del teatro moderno se encuentra en la llamada “comedia gauchesca”, versión teatral de la poesía y la narrativa alrededor de la figura mítica del gaucho que se inició con Juan Moreira (1884), adaptación de la novela homónima del argentino Eduardo Gutiérrez. Posteriormente, otros dramaturgos rioplatenses contribuyeron a popularizar la comedia gauchesca, como el argentino Martiniano Leguizamón (1858-1935) —autor del drama Calandria (1898)— y el uruguayo Florencio Sánchez (1875-1910) —cuya comedia rural de estilo gauchesco M‟hijo el dotor (1903) representó uno de los mayores éxitos del teatro rioplatense de principios del siglo XX. Tras un periodo de relativo estancamiento del género dramático durante el periodo modernista, el llamado “Grupo Boedo” —fundado en la década de 1920 por escritores vanguardistas identificados con las clases obreras, como Leónidas Barletta, Nicolás Olivari y Elías Castelnuovo— se encargó de popularizar el teatro independiente de dramaturgos como Samuel Eichelbaum (1894-1967) —que en obras como La mala sed (1920), Cuando tengas un hijo (1929) y Pájaro de barro (1940) ahonda en los conflictos de conciencia de sus personajes—, Armando Discépolo (18871971) —que con Mateo (1923) da origen al subgénero dramático conocido como “grotesco criollo”, mezcla de elementos trágicos y cómicos—, Roberto Arlt (1900-1942) —precursor del teatro social argentino con obras que abordan los problemas de la alienación del individuo, como Trescientos millones (1932), El fabricante de fantasmas (1936) y La fiesta del hierro (1940)— y Conrado Nalé Roxlo (1898-1971) —autor de obras de lenguaje poético y temática fantástica, como La cola de la sirena (1941), El pacto de Cristina (1943) y Una viuda difícil (1944). 107

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En Chile, los dramaturgos más influyentes de la primera mitad del siglo XX son Armando Moock (1894-1942) —cuyo teatro refleja el conflicto entre el hombre y la sociedad en agobiantes ambientes burgueses, como Pueblecito (1917), La serpiente (1919), M. Ferdinand Pontac (1922) y Rigoberto (1935)—, Antonio Acevedo Hernández (1886-1962) —autor de obras que reflejan problemas sociales de la clase proletaria, como Almas perdidas (1917) y Joaquín Murieta (1936)— y Germán Luco Cruchaga (1894-1936) —creador de melodramas costumbristas de ambiente rural como La viuda de Apablaza (1929). En otros países de Hispanoamérica, pese a que el teatro no se desarrolló en la misma medida que la narrativa y la poesía, hubo destacados dramaturgos que contribuyeron a su renovación a lo largo de la primera mitad del siglo XX, como el venezolano Leopoldo Ayala Michelena (1897-1962) —autor de comedias como Al dejar las muñecas (1914), Emoción (1915) y Almas descarnadas (1921), fantasías dramáticas como Dánosle hoy (1921) y sainetes como La barba no más (1922)—, los colombianos Luis Enrique Osorio (1896-1966) —uno de los fundadores del teatro moderno en su país gracias a una serie de comedias satíricas que reflejan la realidad social y política de Colombia, como El amor de los escombros (1921), Sed de justicia (1921), La culpable (1924), El iluminado (1936) y Pájaros grises (1960)— y Alejandro Mesa Nicholls (1896-1920) — creador de comedias costumbristas de corte romántico como Juventud (1925) y Abandono (1925)—, el peruano Felipe Sassone (1884-1959) —que obtuvo un gran éxito en su país con comedias como La muñeca de amor (1914), El intérprete de Hamlet (1915) y A campo traviesa (1921)—, el boliviano Antonio Díaz Villamil (1897-1948) — autor de destacadas obras teatrales en las que aborda temas de su país, como El nieto de Túpac Katari (1923), La hoguera (1924) y Plácido Yáñez (1947)—, el ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta (1909-1981) —autor de obras como España leal (1938), Lázaro (1941) y El tigre (1956)— y la paraguaya de origen español Josefina Pla (19031999) —impulsora del teatro moderno en Paraguay con exitosas comedias como Aquí no ha pasado nada (1942). En la segunda mitad del siglo XX, la creación de compañías dramáticas universitarias e independientes hizo que la renovación teatral se extendiera a todos los aspectos de la escenificación (vestuario, iluminación, escenografía, actores). En consonancia con el devenir de los acontecimientos históricos en Hispanoamérica, los temas dominantes son ahora la crítica social y la denuncia política. El puertorriqueño René Marqués (1919-1979) plantea en La carreta (1952) y Los soles truncos (1958) algunos de los problemas más acuciantes de su país, como la pobreza rural, la emigración urbana y la injusticia. El peruano Sebastián Salazar Bondy (1924-1965) lleva a cabo una crítica social que no sólo se circunscribe a la situación del Perú, sino que incita a una reflexión más profunda sobre la realidad, como en Rodil (1952), El 108

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fabricante de deudas (1962) y El Rabdomante (1964). El argentino Osvaldo Dragún (1929-1999) se consagró como una de las grandes figuras del teatro independiente hispanoamericano a mediados de la década de 1950 gracias a una serie de obras de tono manifiestamente social, como La peste viene de Melos (1956), Túpac Amaru (1957) e Historias para ser contadas (1957). El peruano Enrique Solari Swayne (1915-1995) es autor de Collacocha (1956), drama de contenido social que plantea la lucha del hombre contra la naturaleza. El colombiano Enrique Buenaventura (1925-2003) es uno de los fundadores del “Nuevo Teatro Colombiano” de la segunda mitad del siglo XX, con obras de carácter popular —como A la diestra de Dios Padre (1958)— y de crítica social —La denuncia (1973). El teatro del chileno Jorge Díaz (1930-2007) gira en torno a la soledad y la crítica a la burguesía, mediante un lenguaje irónico y un humor negro, como en El cepillo de dientes (1961), El velero en la botella (1961), Mata a tu prójimo como a ti mismo (1974) y Toda esta larga noche (1976). La producción dramática del venezolano José Ignacio Cabrujas (1937-1995), dentro de la que destacan obras como En nombre del Rey (1963), Profundo (1971), Acto Cultural (1976) y El día que me quieras (1979), se caracteriza por una gran riqueza lingüística y la desmitificación de la historia. El cubano José Triana (1932) ofrece en su obra más conocida, La noche de los asesinos (1965), una visión crítica de la sociedad cubana prerrevolucionaria. El salvadoreño Álvaro Menen Desleal (1931-2000) es el autor de la breve pieza teatral Luz negra (1967), obra maestra del teatro del absurdo. Resumen Coincidiendo con la Revolución Mexicana de 1910, la literatura hispanoamericana alcanza su madurez gracias al creciente interés de los escritores por reflejar en sus obras las características distintivas y la problemática social de Latinoamérica. A medida que el Modernismo se va eclipsando, surgen distintas corrientes vanguardistas que se desarrollarán en el periodo de interguerras (1920-1940): Surrealismo, Creacionismo, Estridentismo y Ultraísmo. Durante la primera mitad del siglo XX, cinco poetas sobresalen especialmente dentro del panorama literario hispanoamericano: Vicente Huidobro, César Vallejo, Pablo Neruda, Octavio Paz y Mario Benedetti. Durante el primer tercio del siglo XX, se desarrolla en Hispanoamérica una narrativa regionalista basada en temas locales y costumbristas que dará lugar a cinco tipos de novelas: revolucionaria, indigenista, de la jungla, gauchesca y realista. De forma paralela a la anterior, al amparo de la vida industrializada en las grandes ciudades surge una narrativa moderna que se manifiesta en cuatro tipos de novelas: psicológica, urbana, histórica y fantástica. Entre los principales autores que contribuyeron a impulsar esta nueva narrativa, tránsito hacia el boom de la novela hispanoamericana contemporánea, figuran Ernesto Sábato, Arturo Úslar Pietri, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges.

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El teatro hispanoamericano del siglo XX, pese a no alcanzar las mismas cotas literarias que la poesía y la narrativa, contó con destacados autores que contribuyeron a modernizar este género con novedosos temas y técnicas (especialmente en México, Argentina y Chile). Actividades 1) El célebre soneto “Tuércele el cuello al cisne”, del mexicano Enrique Go nzález Martínez, ilustra el final de la influencia modernista en Hispanoamérica y el deseo por crear una nueva poesía menos refinada y más auténtica y reflexiva. Señala qué elementos simbólicos emplea el poeta en esta composición para llevar a cabo su crítica del Modernismo. Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje que da su nota blanca al azul de la fuente; él pasea su gracia no más, pero no siente el alma de las cosas ni la voz del paisaje. Huye de toda forma y de todo lenguaje que no vayan acordes con el ritmo latente de la vida profunda… y adora intensamente la vida, y que la vida comprenda tu homenaje. Mira al sapiente búho cómo tiende las alas desde el Olimpo, deja el regazo de Palas y posa en aquel árbol el vuelo taciturno… Él no tiene la gracia del cisne, mas su inquieta pupila, que se clava en la sombra, interpreta el misterioso libro del silencio nocturno. Los senderos ocultos (1911)

2) Las vanguardias de com ienzo s del siglo XX —Creacionismo, Ultraísmo, Estridentismo , Surrealismo— supusieron un revulsivo en la poesía hispanoamericana, dom inada hasta entonces por el ideal estético modernista. Identifica la corriente en la que se inscriben lo s siguientes poemas y señala sus elementos característico s: POEMA 1 Mírame. Busco en el fondo del pozo la cantárida dorada y para salvar a la noche asesino a los noctámbulos. Mírame hasta el agotamiento de las fuentes donde el temblor se deshace en la inmovilidad de tus ojos. ¿Desde qué día señalado por la ausencia de horas has dejado de creer en la noche? El amor es una forma de la maduración de los ríos, es un pasatiempo vertiginoso al borde del abismo, y tú has comenzado a caminar por la cuerda de mis sueños, a embellecer la muerte de los pasos. Para que sólo tu luz me ilumine, ordena que hoy sea el último día, ordena que se derrumben las alturas, arranca la blanca mancha del sol, de otros ojos extraños que pasan. Mírame. Mírame en la luz de un universo sin mundos, en la luz de esa aurora feroz.

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POEMA 2 Que el verso sea como una llave que abra mil puertas. Una hoja cae; algo pasa volando; cuanto miren los ojos creado sea, y el alma del oyente quede temblando. Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra; el adjetivo, cuando no da vida, mata. Estamos en el ciclo de los nervios. El músculo cuelga, como recuerdo, en los museos; mas no por eso tenemos menos fuerza: el vigor verdadero reside en la cabeza. Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas! Hacedla florecer en el poema; Sólo para nosotros viven todas las cosas bajo el Sol. El Poeta es un pequeño Dios.

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Mírame con tus dientes y a través de la espuma de océanos interminables que nos acechan. POEMA 3 He aquí mi poema brutal y multánime a la nueva ciudad. Oh ciudad toda tensa de cables y de esfuerzos, sonora toda de motores y de alas.

POEMA 4 Los astros son espuelas que hieren los ijares de la noche. En la sombra, el camino claro es la estela que dejó el sol de velas desplegadas. Mi corazón como un albatros siguió el rumbo del sol.

Explosión simultánea de las nuevas teorías, un poco más allá. En el plano espacial De Wirman y de Turner y un poco más acá de Maples Arce. Los pulmones de Rusia soplan hacia nosotros el viento de la revolución social. Los asalta-braguetas literarios nada comprenderán de esta nueva belleza sudorosa del siglo, y las lunas maduras que cayeron, son esta podredumbre que nos llega de las atarjeas intelectuales. He aquí mi poema: Oh ciudad fuerte y múltiple, hecha toda de hierro y de acero. Los muelles. Las dársenas. las grúas. Y la fiebre sexual de las fábricas.

3) ¿Qué elemento s poéitco s comunes poseen el Creacio nismo y el Ultraísmo hispanoamericano s? 4) En la novela revo lucionaria Los de abajo , Mariano Azuela muestra su desencanto por el origen, el desarro llo y la conclusión de la Revolució n Mexicana, que no fue hecha por verdadero s ideales revolucionarios sino por intereses particulares. Desde el punto de vista simbó lico, refleja igualmente la predestinación fatalista del hombre ante las circunstancias externas. Lee el fragmento incluido en 6.9 y señala lo s elemento s que simbo lizan este fatalismo. 5) En la novela urbana de carácter existencial E l túnel, Ernesto Sábato refleja la soledad e incomunicació n de las personas en la sociedad moderna. ¿Qué elementos simbo lizan esta alienació n del indiv iduo en el fragmento incluido en 6.11?

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― LITERATURA MODERNA ―

6) La co lección de relato s fantásticos Ficcio nes (1944), de Jorge Luis Borges, es una obra clave dentro de la narrativa hispanoamericana del siglo XX. ¿Por qué? 7) La comedia rural M‟hijo el dotor (1903), de Florencio Sánchez , representó uno de lo s mayores éxitos del teatro rioplatense de principios del siglo XX. La obra presenta el enfrentam iento entre dos formas de vida to talmente opuestas: la tradicional y co nservadora del estanciero don Olegario y la moderna y liberal de su hijo Julio. Indica qué elemento s de una y otra aparecen reflejados en el siguiente fragmento de esta obra: OLEGARIO. (A JULIO, solemnemente.) ¡Caballerito!... Tome usted asiento. JULIO. ¡Caramba!... ¡Qué solemnidad! ¿Qué le pasa, viejo? OLEGARIO. ¡Tome asiento, he dicho!... JULIO. Bien... me sentaré. (Se acomoda en la silla con aire un tanto cómico. OLEGARIO se pasea sin mirarlo. Pausa.) ¿De qué se trata?... Supongo que va usted a decirme cosas muy graves. OLEGARIO. ¡Ah!... ¿Conque se hace el ignorante?... ¿Conque nada sabe?... ¿Se creía usted, caballerito, que se puede pasar así nomás la vida, haciendo canalladas?... JULIO. (Serenándose.) ¡Vamos! ¡No me acordaba que me toca a mí ser razonable!... ¡Siéntese!... Sentémonos y hablemos claro. Haga el favor, siéntese. Si con estar de pie no va a tener mayor razón... Debo hacerle una pregunta previa. ¿Ese grave asunto ha sido la causa de que en un tie mpo a esta parte me venga tratando con tanta sequedad? OLEGARIO. Lo habías notao, ¿eh? ¿Y la conciencia no te acusaba de nada?... ¿Te parecía muy bien hecho después de todas las trapisondas, seguir teniendo de estropajo al pobre viejo que te ha dao el ser, faltándole a todos los respetos, sobándolo y manoseándolo como a un retobo de boleadoras?... ¡Decí!... ¿Hallabas muy bonito eso?... ¿Tras de haber abusado de mi confianza, venirte aquí a mortificarme la vida con tus insolencias, con tu desparpajo, con tu falta de respeto?... ¡Hablá!... ¡Hablá, pues!... JULIO. ¡Adelante, viejo! Siga diciendo simplezas. OLEGARIO. ¿Lo ves? ¿Lo ves?... Ni pizca de vergüenza te queda!... ¡Acabá de una vez!... Confesá que nada te importa de estos pobres viejos que te han hecho medio gente! ¡Andá, mal agradecido, perro! ¡Decí que no me debés nada, que no soy nada tuyo; que no sirvo más que pa trabajar como un burro pa mantenerte los vicios!... JULIO. (Impaciente) ¿Llegaré a saber eso de mis vicios? OLEGARIO. ¡Ah!... ¿Todavía te hacés el inocente!... ¡Tomá!... ¡leé!... ¡leé!... ¡lo que dice mi compadre! (JULIO toma la carta y lee sonriente). Te parece la cosa más natural ¿no?... Hechos de hombre honrao, ¿no?... muy digno del apellido que llevas, ¿no?... JULIO. Tranquilícese tata, y no dé esos gritos, que no está tratando con un niño! Oiga... OLEGARIO. ¡Hablá nomás! ¡Sí!. ¡Hablá nomás!... ¡Decí!... ¡Disculpate!... JULIO. ¿Me dejará hablar?... OLEGARIO. ¡Hum!... ¡Canalla! JULIO. Diga... ¿Con qué derecho, usted y su compadre se ponen a espulgar en mi vida privada?... OLEGARIO. ¿Con qué derecho?... JULIO. (Severo.) ¡Sí! ¿con qué derecho? Soy hombre, soy mayor de edad y aunque no lo fuera, hace mucho que he entrado en el uso de la razón y no necesito andadores para marchar por la vida. ¡Soy libre pues!... ¡Siéntese tata!... ¡Tenga paciencia!... (Continúa con naturalidad.) usted y yo viv imos dos vidas vinculadas por los lazos afectivos, pero completamente distintas. Cada uno gobierna la suya, usted sobre mí no tiene más autoridad que la que mi cariño quiere concederle. (Gesto violento de OLEGARIO.) ¡Calma, calma! (Afable.) ¡Conste que lo quiero mucho!... Todo evoluciona viejo; y estos tiempos han mandado archivar la moral, los hábitos, los estilos de la época en que usted se educó... Son cosas rancias hoy. Usted llama manoseos a mis familiaridades más afectuosas. Pretende, como los rígidos padres de antaño, que todas las mañanas al levantarme le bese la mano y le pida la bendición, en vez de preguntarle por la salud, que no hable, ni ría, ni llore sin su licencia; que oiga en sus palabras a un oráculo, no lla mándole al pan, pan, y al vino, vino, si usted lo ha cristianado con otro hombre; que no sepa más de lo que usted sabe, y me libre Dios de decirle que macanea; que no fume en su presencia, (Saca un cigarrillo y lo enciende.) en fin que sus costumbres sean el molde de mis costumbres!... ¿Pero no comprende, señor, que riéndome de esas pamplinas, me aproximo más a usted que soy más su amigo; que lo quiero más espontáneamente? Volviendo al asunto de mi conducta; ¿Cuál es mi gran delito?... Creo que no he malgastado el tiempo; me voy formando una reputación, estudio, sé; ¿qué más quiere?... ¿Qué he hecho algunas deudas? ¿Que gasto más de lo que usted quisiera que gastara?... Cierto. Pero usted pretendía que todo un hombre con otras exigencias y otros compromisos siguiera manteniéndose con una escasísima mensualidad. Por lo demás, lo único que tengo que lamentar, es que no haya sido de mis labios que conociera usted lo de mis deudas... Pensaba confiárselo antes de irme y pedirle fondos para cubrirlas... M’hijo el dotor (Acto primero, escena XIII)

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