Cayendo por el pozo profundo de la madriguera del conejo blanco o el ardor de un diácono victoriano. Oneirú Caraballo para Literofilia

Cayendo por el pozo profundo de la madriguera del conejo blanco o el ardor de un diácono victoriano Oneirú Caraballo Literofilia para oneirucaraball

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Cayendo por el pozo profundo de la madriguera del conejo blanco o el ardor de un diácono victoriano Oneirú Caraballo Literofilia

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Ilustración cortesía de Josué Garro A Monsieur Loup “Nunca he visto nada más hermoso en la infancia que su perfecta simplicidad” He tenido la satisfacción singular de leer—de un tirón—un libro que reúne parte de lo escrito para no ser divulgado, de un escritor que, de no haber existido, creo que algo esencial le faltaría a la historia de la literatura y al mundo de las ideas. Tal vez exagero—casi siempre lo hago— debido a mi devoción y admiración por él. El libro se titula El hombre que amaba a las niñas. Correspondencia y retratos, y reúne gran parte de las cartas y los retratos que el autor de Alicia en el país de las maravillasenvió y realizó a sus insustituibles “niñas-amigas”; esos seres de “perfecta simplicidad” que desencadenaron el universo ficticio que nos legó el reverendo Charles LutwidgeDodgson(1832-1895) bajo el seudónimo de Lewis Carroll. Pero antes de entrar en materia quiero hacer un inciso, con

seguridad innecesario, porque obedece sobre todo a mi capricho y tal vez a la necesidad de dejar con relativa claridad los objetivos de este escrito: Existe en mi mundo—y en mi imaginación— un ser muy caro al que me es imposible no ver a través de la óptica de la idolatría. Responde al nombre de Kimura y su nacionalidad y genética se divide casi a partes iguales entre la australiana y la japonesa. Un día —ya muy lejano— me confesó tras su tercera copaPisco sour que se había aburrido una constelación leyendo Alicia en el país de las maravillas. Mi expresión, ante tal revelación, tuvo que ser de gran perplejidad, ya que me dijo “no me quieras menos por ello” y me guiñó un ojo sonriendo con un descaro pecaminoso. No obstante, le pregunté: “¿Sabías que el titulo original era Las aventuras subterráneas de Alicia?”“No —me respondió— pero de ahora en adelante lo sé. En cambio, Buntaro—su hermano gemelo— tiene una concepción inusual sobre el relato. Lo considera el resumen simbólico de todas sus obsesiones sexuales, hasta el punto de decirme hace unos días al oído: “Cuando una parte concreta de mi cuerpo se desliza rítmicamente por un camino determinado, a veces se me viene a la mente la caída por la madriguera del conejo blanco del relato de Carroll”. “¿Me tomas el pelo?” pregunté. “No, encanto. Esa es la interpretación de mi concepción de la vida y del mundo. Si en realidad no es la interpretación válida o correcta ¡qué más da!, a mí me encanta y me hallo muy a gusto con mi visión más allá de lo obvio, de lo elemental”. A lo que repliqué: “En cambio, Kimura en una ocasión me dijo que se aburrió muchísimo leyendo el relato”. “Creo que no hablaba en serio. Hay que ser muy primordial para que te ocurra eso. Y mi hermano es cualquier otra cosa, pero no alguien elemental. No puede serlo, es mi gemelo. Mi gemelo idéntico”, me aseguró con convicción. Kimura y Buntaro siempre me dejan sin argumentos, en realidad no me dejan, odio rebatirlos, me encantan sus estructuras. Quizás se deba a la bondad y a la inteligencia que albergan

sus respectivas personalidades o a sus cabellos de obsidiana y a lobien delineados de sus rasgos asiáticos. En fin, la locura del amor. Es delicioso adorar a alguien y ser correspondido, y mucho más si la pasión te alcanza también para su gemelo. Y con esto quiero decir que el amor es un sentimiento muy irracional, y a la vez que deseo dejar muy claro que este texto no contempla juicio moral alguno contra Lewis Carroll, sin embargo, es evidente que no se puede suspender el juicio, si algo nos diferencia del otro, esto sea quizás nuestra opinión personal, nuestro mundo interior. Así que, en el vértigo mágico e incomparable que produce la “caída” por dicha madriguera no dejo de pensar, después de leer El hombre que amabaa las niñas. Correspondencia y retratos, libro publicado por la editorial “independiente” la Felguera (siempre se depende de algo y quizás se debería decir “editorial pequeña”), dentro de la colección “Narrativas del Desorden”. Y es imprescindible que afirme, antes que nada, que dicho libro tiene un diseño de portada de rasgos artísticos, encuadernación rústica de elegancia flexible, un papel de calidad deliciosa, tipografía transparente y una traducción eficaz, pulida y certera. Y también me atrevo a decir que la traductora escribe con una prosa cincelada con talento y, por lo tanto, extraordinaria. El hombre que amaba a las niñas es una extensa recopilación —por primera vez en castellano y en orden cronológico— de las cartas que envió Carroll a sus “niñas-amigas” acompañadas de algunos de los retratos de las niñas, realizados por ese fotógrafo notable que fue. Gracias a este libro nos asomamos a la esfera de lo privado, a lo escrito para no ser divulgado y —si se quiere— a la evolución de su pasión a lo largo de los años. En dichas cartas nos topamos con el genio creador de Carroll acumulado en frases, fragmentado en sus figuras preferidas y adornado con una devoción que parece no tener límites. Exponiendo sus inusuales inclinaciones con una inteligencia compacta e imbatible y sobre todo indiferentes a

las convenciones sociales de su época. Y es tal lo minucioso y elaborado de las misivas, que parecen la muestra de un ardor que tuvo que consumir muchas horas de sus días(como todas las pasiones), produciendo en el lector la extraña e irresistible sensación que ocasiona husmear en la intimidad del otro y más si se trata de un genio clave de la historia del mundo. Produce una curiosa contrariedad leer esta muestra de su archivo epistolar. Líneas escritas para una circunstancia precisa y bajo un estado de ánimo concreto. Y en las cuales también se pueden dilucidar ciertos matices de la vida cotidiana del escritor, sus preferencias e inclinaciones, así como fragmentos transparentes de su personalidad. Resulta realmente fascinante contemplar algunas reproducciones de las mismas con un contenido y aspecto realmente original: cartas escritas con letra trémula, cartas espejo, cartas donde ciertas palabras son sustituidas por símbolos… Pero Carroll no sólo escribió estas cartas singulares y libros de inigualable ficción, sino también textos de lógica. Fue toda su vida profesor de matemáticas y lógica en la Universidad de Oxford y diácono de la Iglesia Anglicana, grado que se cree que no superó porque era tartamudo. El libro posee un prefacio irreprochable donde se exponen una serie de datos sobre la destrucción parcial al que fue sometido—por expreso deseo de Carroll— su diario, su archivo epistolar y su archivo fotográfico. Se estima que Lewis Carroll llegó a realizar centenares de fotografías a niñas, en una época en la cual era una técnica incipiente, reservado a un puñado de privilegiados, por lo tanto, de no haber escrito Lewis Carroll obra alguna, un lugar en la historia de la fotografía tenía asegurado junto a Julia Margaret Cameron(1815-1879),fotógrafa imprescindible de la época victoriana, y que también retrató para la posteridad a AliciaLiddell (la que inspiró el relato en “el país de las

maravillas”) alejada de la candidez de la niñez. Carroll nunca fotografió a ninguna de sus niñas-amigas una vez que el tiempo destruyera el semblante único que otorga la infancia, sólo Alicia Liddell fue la excepción y ya convertida en la señora Hargreves; fotografía que están incluida en el libro. Pocos ignoran que Alicia en el país de las maravillas fue escrita por Carroll para complacer a una niña que adoraba. En el libro se incluyen dos cartas dirigidas a ella, en las cuales les expresa lo importante que fue en su vida: “Imagino que esta carta le llegará casi como una voz de entre los muertos después de tantos años de silencio. Sin embargo, a mi parecer, esos años no han afectado en absoluto a la nitidez de mi recuerdo de los días en los que manteníamos correspondencia… Mi imagen mental de la que fue, a lo largo de muchos años, mi niña-amiga ideal es tan vívida como siempre. He tenido montones de niñas-amigas desde entonces, pero han sido algo bien diferente.” Al prefacio del libro sigue —a modo de prólogo— un texto singular y conciso de G.K. Chesterton titulado En defensa del sinsentido, del que en resumidas cuentas puedo decir que, en ocasiones, “no somos más que los herederos de un esplendor humillante” y que “toda gran literatura ha sido siempre alegórica del universo entero”. Y el libro culmina con un ensayo del filósofo Javier Urdanibia, texto erudito, conciso, de una objetividad esclarecedora y donde señala que: “Sus impúberes modelos eran médiums de la detención de un extraordinario instante furtivo, que la fotografía reflejaba como un espejo, fijaba, preservaba, y de esta maneralas hacía indemnes al envidioso tiempo y a la biología. Inadaptación y lejana admiración por lo inalcanzable, ese era Carroll”. La primera carta del libro es una muy corta del pequeño Charles Dodgsong —para entonces un chiquitín de unos cincos años—dirigida a su niñera; en ella le dice que la quiere, que le envía un beso y un mechón de su pelo, y le expresa su deseo

de besarla. El libro se estructura intercalando las cartas dirigidas a sus “niñas-amigas” con sus retratos y con fragmentos, cuidadosamente seleccionados, de Alicia en el país de las maravillas y de Alicia a través del espejo. Pero también hay masivas dirigidas a alguna de las madres de las niñas—que posaron como modelos para los retratos— donde expone sus inclinaciones o preferencias para retratarlas, o bajo qué parámetros prefiere la compañía de las niñas. Así como su insistente interés en retratarlas “sin los estorbos de la ropa”. Su pasión por las niñas llegó en un momento a generar toda clase de comentarios y rumores en la sociedad de su entorno. Una de las cartas incluidas en el libro está dirigida a una de sus hermanas, la cual le expresó su preocupación ante el hecho, a lo que Carroll replicó: “No debe afectarte que se hable mal de mí. Siempre habrá alguien que hable mal de cualquier persona de la que se hable. Y cualquier acción, aunque inocente en sí misma, puede, y no es en absoluto improbable, ser condenada por alguien. Si limitas tus acciones en vida a cosas que nadie pueda criticar, ¡no harás mucho!” En

las

cartas

no

sólo

se

aprecia

lo

inusual

de

sus

inclinaciones y costumbres sino también esa necesidad latente —en cada uno de nosotros— de eternizar lo que hace agradable la existencia, para no padecer el desencanto que ocasiona la evolución imperfecta de todo aquello que nos colma de dicha y bienestar. Será un gran placer para mí, si voy a dar alguna charla, encontrarme allí con mi vieja amiga Edith(de hecho, ese sería el principal elemento para decidir ir en un momento en lugar de en otro), porque ella (¿la conoces?) es la excepción entre el centenar de niñas-amigas que han iluminado mi vida.

Normalmente, una niña se convierte en un ser tan completamente diferente cuando se convierte en una mujer que nuestra amistad también tiene que cambiar. ¡Y eso normalmente se produce pasando de una encantadora intimidad a una relación que se limita a una sonrisa y una inclinación de cabeza cuando nos encontramos En parte, esta es la razón por la que te he escrito esta larga carta. Porque continúas honrándome con un cariño que es una especie de amor, ¡y porque no hemos llegado todavía a la fase de “la sonrisa y la inclinación de cabeza”! Espero que continuemos siendo igual de buenos amigos a lo largo de los años —ya sean pocos o muchos— que todavía me quedan.” Uno de los aspectos que me han resultado de una amenidad deliciosa en las cartas es cuando Carroll hace referencia al concepto complejo y abstracto del amor, así como al amor sin ningún interés concreto y, también, resulta encantador lo delicado e ingenioso de sus expresiones de afecto; los sublimes reproches de un cariño no correspondido, así como el reclamo de un afecto espontáneo y del todo desinteresado a sus niñas-amigas. A continuación tres ejemplos: “Mi querida Sydney: ¡Lo siento tanto y estoy tan avergonzado! ¿Sabes que yo ni siquiera sabía de tu existencia? ¡Y ha sido una sorpresa tan grande oír que me habías mandado tu amor!¡Ha sido como si nadie hubiera entrado de repente en la habitación y me hubiera dado un beso!(Es algo que ahora me pasa la mayoría de los días.) Si al menos hubiera sabido que existías, te habría enviado un montón de amor hace tiempo. Y ahora que lo pienso debería haberte enviado el amor sin ser tan exigente sobre si existías o no. En algunos aspectos, la gente que no existe es mucho más simpática que la que existe. Por ejemplo, la gente que no existe nunca se enfada, y nunca te contradice. ¡Y nunca se mete donde no la llaman! ¡Oh, es mucho más simpática que la gente que sí existe y me atrevería a decir que eres tan

simpática como si no existieras!” “Querida mía: Eres muy cruel.¡Me gustó mucho el inicio de tu carta y luego hiciste que desapareciera casi todo el placer diciéndome que me quieres tanto solo porque te voy a llevar al Lyceum!Me da totalmente igual ese afecto. ¿Te importa el afecto de un gato, que solo ronronea y se restriega contra ti cuando cree que hay leche en el armario?Así que, por favor, la próxima vez escribe como si no hubiera Lyceum. Y, por favor, ven conmigo al Lyceum el 20 de diciembre por la tarde…” “Mi querida Polly: Me gusta mucho la fotografía y te doy las gracias por enviármela y también por enviarme tu amor, que me gusta mucho más que la fotografía. Las fotografías son algo muy bonito para tener, pero el amor es lo mejor que hay en el mundo. ¿No estás de acuerdo? Por supuesto no me refiero a él en el sentido de “enamorarse”. Ese es solo un significado de la palabra y solo se aplica a unas pocas personas. Me refiero en el sentido con el que decimos que todo el mundo debería “amar” a los demás. Pero no siempre hacemos lo que debemos. Creo que vosotros los niños lo hacéis más que nosotros los adultos. Nos encontramos tantos defectos entre nosotros… Oí que le preguntaban a una niña: “¿Cómo es que todo el mundo te quiere, cariño?”. Y creo que su respuesta fue muy hermosa. Dijo: “Creo que debe de ser porque yo quiero a todo el mundo”. Al finalizar el libro quise —y quiero— leer los trece cuadernos que conforman sus diarios —aunque estén mutilados— los cuales atesora la British Library. Y me pregunté si Carroll habría escrito Alicia en el país de las maravillas si hubiera carecido de la pasión o el entusiasmo que despliega en sus cartas. Pero sé que son divagaciones sin sentido, ya que ¿se puede concebir y realizar algo realmente sobresaliente sin eso que llamamos pasión? ¿Se puede crear algo genial desde la

frialdad, el desinterés y la distancia? Y luego sentí una envidia curiosa y extraña hacia Lewis Carroll,que no la había experimentado antes. Lo envidié por tener una pasión tan intensa por algo y, sobre todo, porque esta dejara tras de sí y para el deleite del mundo una constelación escrita de increíbles ideas y sensaciones, un perturbador universo paralelo en el que a veces se está tan a gusto, y que para llegar hasta él únicamente hay que “caer” por el pozo profundo de la madriguera del conejo blanco. Prólogo del libro: «El hombre que amaba a las niñas».

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