CISNEROS Y RICHELIEU POR NICOLÁS GONZÁLEZ RUIZ EDITORIAL CERVANTES BARCELONA 1944 PRÓLOGO

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Author:  Diego Soler Aranda

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CISNEROS Y RICHELIEU POR NICOLÁS GONZÁLEZ RUIZ EDITORIAL CERVANTES BARCELONA 1944 PRÓLOGO Cuando en 1517 murió el cardenal Jiménez de Cisneros, estadista formidable, gran defensor de la unidad española, faltaban cerca de setenta años para que naciese Armando du Plessis, cardenal de Richelieu, estadista formidable, gran defensor de la unidad francesa. En el espacio de poco más de un siglo, dos cardenales llevaban a cabo el robustecimiento definitivo del Estado que en sus manos tuvieron. Pero basta el paralelismo de esta situación. No es lícito llevarlo más allá, porque Cisneros y Richelieu son tan diferentes como un español y un francés. Más aún, como un español que no podía concebir la unidad sino sobre la base de la religión y un francés para el que, cardenal y todo, la religión era indiferente. Mientras el primero le abría calle a nuestro florecer teológico del XVI, el segundo sembraba el esplendor pagano del XVIII. Cisneros concibió la unidad política como un fruto natural de la unidad religiosa. Richelieu concibió la misma unidad por encima de la unidad de la conciencia. Al primero le importaban los herejes por herejes; al segundo por rebeldes contra el Estado. Cisneros conoció y confesó a Isabel la Católica. Richelieu abrió ante el mundo la mirada sagaz de una juventud ambiciosa cuando Luis XIII, de niño, contemplaba su trono rodeado de pavorosos riesgos y todo el mundo sabía que su padre había comprado París con una misa. Cisneros recibió una tradición y una norma que defendió ejemplarmente. Richelieu, en un mar de encontradas tendencias, tuvo que hallar la norma y lo hizo sin atreverse a clavar las raíces en lo profundo. Cisneros era un fraile castellano, ascético, sabio e impetuoso. Richelieu era un hidalgo francés enfermizo, listo y prudente. Cisneros tenía la santa locura del franciscanismo austero y era un arzobispo que caminaba a pie. A Richelieu le daban, de tarde en tarde, ataques de locura, durante los cuales se creía un caballo y trotaba por las alfombras de su habitación. Pero durante un fecundo período de su vida los dos hombres tuvieron cada uno un país en la mano.

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CISNEROS Y RICHELIEU ESPAÑA, 1436 / FRANCIA, 1585 I Los años de niñez y de juventud de Cisneros presencian la enconada lucha de los nobles castellanos en contra de don Álvaro de Luna y más adelante, ya hombre, llegan hasta él los ecos de la disolución de una Corte en la cual los derechos de la hermana del Rey se fundan en la ilegitimidad y bastardía de la que pasa por hija del monarca. De manera confusa, se preparaba el camino del reinado de Isabel la Católica, punto de contacto de Jiménez de Cisneros con la vida nacional de España. Pero antes era necesario que esa vida se ordenase y se canalizase y, en suma, que existiese un Estado español, en lugar de una diversidad de reinos enemigos, entre los que aún contaba para algo, y en ocasiones para mucho, el que los moros tenían en la Andalucía del Sur. No es posible entrar en el relato de la vida de Cisneros sin esbozar el cuadro en el cual comenzó a desarrollarse, comprendiendo así las influencias históricas que mecieron su cuna y los vendavales de revuelta que le sacudieron el ánimo en la juventud. Historia española sabida y olvidada es la que tenemos que recordar. Cisneros gobernó a España, pero cuando Cisneros vino al mundo España no existía aún, es decir, no se había cuajado su unidad. En 1436 nacía Cisneros en Torrelaguna. Fijemos tan sólo esta fecha. ¿Qué sucedía entonces en España? Reinaba en Castilla don Juan II, hombre débil, en cuyo reinado, nada corto, empieza el florecimiento de armas y poesía que había de coronar de glorias y fortunas nuestro siglo XV. Por lo pronto el de 1436 sorprende a Castilla en lucha con los moros de Andalucía y con suerte en general favorable, aunque no tanto que desdibujase su rostro tornadizo. Ganaba el adelantado de Murcia batallas terribles y se paseaba en triunfo por los prados del Vélez Blanco, pero perdíamos al conde de Niebla, Enrique de Guzmán. Las armas y las letras habían comenzado ya a dar al mundo uno de sus partos más notorios en don Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana. Se combatía por todas partes confusamente y no sólo contra los moros, sino contra el vecino reino aragonés y contra Navarra, y también de formaban, una tras otra, potentes coaliciones de la nobleza contra el Condestable don Álvaro de Luna, y las fuerzas de unos y otros combatían en campo abierto con saña de irreconciliables enemigos. A las veces era necesario concertar treguas con el moro para combatir con Aragón, y viceversa. Y siempre sobre el ánimo de Juan II pesaba la querella ininterrumpida de los nobles contra don Álvaro, querella que afectaba muy próximamente a la misma persona del Rey, y en la que estaban mezclados miembros de la familia real. En 1441, Cisneros tenía cinco años, obtienen los enemigos de Luna una victoria en Medina del Campo. Pero después, en 1445, la batalla de Olmedo pareció poner punto a la querella y resolver el pleito en favor del Condestable. Disturbios que pasaban por tales para entrar en la categoría de una guerra civil, eran aprovechados por los moros para arrebatarle a Castilla 2

algunas de sus conquistas recientes y para verificar incursiones sangrientas, asolando campos y poblados. Hasta las puertas de Jaén y Córdoba, amenazadas de sitio, llegaron los moros, que parecían ascender de nuevo como una marea arrolladora. Los detuvieron, al fin, las victorias alcanzadas por el conde de Arcos y por Ponce de León, y apenas aquietada esta lucha, se recrudeció de nuevo la emprendida por los nobles contra el Condestable. Sábese que éste terminó por encontrarse solo y entregarse a sus enemigos, que le dieron muerte en la plaza de Valladolid. Por entonces le quedaban a Juan II catorce meses de vida. Su reinado había servido para ensoberbecer a los nobles y disgregar internamente al reino, si bien la madurez política alcanzada por una experiencia, ya secular, del Reino de Castilla, ofrecía para una fecha más o menos lejana un fruto cierto. Por lo pronto, a sus dieciocho años, siendo ya un despierto mozo, estudiante prometedor que comenzaba a echar fama entre sus maestros, Gonzalo Jiménez de Cisneros veía comenzar el reinado de Enrique IV. No podía pensar entonces que el destino le reservaba la suerte de ver pasar aquel reinado, y luego el de Isabel I, y después el efímero de Felipe I el Hermoso, para terminar entregando a España, como un sagrado depósito, en las manos de Carlos el Emperador. ¿Podía pensarse entonces que habría una fuerte nación española, ni cabía que el mozo imaginase que le cubriría la púrpura de Cardenal? Jiménez de Cisneros veía desfilar los sucesos del reinado de Enrique IV, entre dolores y risas, como toda Castilla los vió. Banderías enconadas, amores escandalosos y coplas obscenas, Enrique IV, casado con Juana de Portugal, la hermana de Alfonso V el Africano, da y tolera grandes escándalos en la Corte. Su mujer es bellísima, según nos cuentan todas las crónicas; pero mientras Enrique dedica sus atenciones a doña Guiomar, un ilustre caballero andaluz, llamado don Beltrán de la Cueva, rinde sus homenajes a la soberana. Todo esto es público y se canta en trovas, es tema de conversación en las posadas y regocijo de los estudiantes. No entremos en el pleito que los historiadores discuten para lucir su condición. Todo aquello fue, en suma, fortuna de España, porque si no hubiera podido ponerse en duda, con firmes razones, la legitimidad de la que debió ser hija de Enrique, y era llamada de mote la "Beltraneja", por considerársela hija de don Beltrán, no habrían valido los derechos de la hermana del Monarca, de aquella princesa llamada Isabel. Si así se preparaban las vías de Isabel la Católica, andanzas de pobreza y de estudio preparaban las de Gonzalo Jiménez, que un día la había de ver de rodillas confesándose con él. A la muerte de Enrique IV, en 1474, Cisneros se hallaba ya próximo a la cuarentena. Maduraba en virtud y en ascetismo, y andaba y estudiaba. Y a aquella princesa Isabel, que casó con Fernando de Aragón, la proclamaban reina de Castilla en Segovia. Estos sucesos castellanos le llegaban a Cisneros más hondamente que los que, a un tiempo mismo, se habían desarrollado en Aragón. Pero no eran menos importantes para la España unida que él había de gobernar. Por la parte oriental de la Península se asomaban las tierras españolas al mundo europeo, y allí repercutían vivamente las inquietudes y las ansias de expansión de un pueblo fuerte. Aragoneses y castellanos paseaban todo el Mediterráneo 3

occidental como dueños. Aragón tenía puesto el pie en Sicilia, y por otra parte, a través de la montuosa Navarra y el difícil y bravo Pirineo, su choque con las ambiciones francesas era cada vez más frecuente y más duro. Tocole a Aragón, por aquellos años de los disturbios y las rebeliones de Castilla, ser regido por la infatigable energía de otro Juan II, polo opuesto, por su dura actividad y su constante capacidad para la acción, de aquel otro Juan II de Castilla al que nos hemos referido ya, y durante cuyo reinado vino al mundo Cisneros. Luchaba el aragonés en Navarra y contra Castilla, y por mantener íntegros sus Estados que ya desbordaban a otras tierras; pero su peor enemigo era aquel francés Luis XI, astuto, avaro, diplomático, calculador, que por las alianzas concertadas tenía puesta la mirada en ciudades del reino de Aragón y favorecía los anhelos independientes de Barcelona. Ya había muerto Enrique IV de Castilla cuando, Juan II de Aragón, a la edad de setenta y ocho años, defendía infatigablemente sus fronteras y luchaba a la vez en Cerdeña y en el Rosellón. Todavía la cuestión de estos condados se hallaba en litigio, a pesar de la paz concertada con Francia, cuando Juan II se murió de viejo, a los ochenta y dos años. Ya quedaba expedita la senda para aquel príncipe Fernando casado con Isabel I de Castilla. Cisneros tenía entonces cuarenta y cinco años de edad. Sus preocupaciones de hombre austero y estudioso no se habían abierto, tal vez, sobre las cuestiones de Estado. Pero gozaba fama de sabiduría y de virtud. Su personalidad alcanzaba la plena madurez en los momentos decisivos para la formación de la nacionalidad española. Richelieu no tenía más que veinticinco años cuando se le abrieron las sendas de su destino y el puñal de Ravaillac, desgarrando el pecho de Enrique (Henri) IV, dio paso a la minoridad de Luis XIII. No es en manera alguna comparable la situación de España, a mediados del siglo XV, con la de Francia a fines del siglo XVI. Solamente cabe establecer una comparación en cuanto al hecho de la existencia de grandes disturbios interiores, Cuando Richelieu vino al mundo, en 1585, Francia estaba asolada por las guerras de religión, más aún que materialmente, aunque el destrozo era grande, en punto a la unidad de la conciencia de la nación. La gran masa del país era católica; pero los protestantes contaban entre ellos algunos miembros conspicuos de la alta nobleza, que encontraban en la disensión religiosa el disfraz de los antagonismos políticos y disponían de fuerzas armadas propias y de dinero para pagar mercenarios de otras naciones. Habían pasado trece años desde la noche de San Bartolomé, había muerto Carlos IX; pero substancialmente no habían cambiado las cosas. Enrique (Henri) III no significaba en el trono ninguna garantía, ni tenía capacidad ni altura para mantener un papel de árbitro entre las facciones, que es lo que parecía desear, papel, por otra parte muy difícil, por no decir imposible, cuando los bandos en lucha no exhiben razones políticas, sino religiosas. La idea francesa es, de todos modos, (y esto es muy importante porque la recoge y la realiza Richelieu, y diferencia profundamente la manera francesa y la manera española de ver la unidad), que Francia está por encima de católicos y de hugonotes, y por lo tanto el Rey, que encarna a la nación, se halla sobre los dos bandos. Esta teoría que, políticamente 4

pudiera pasar por impecable, quiebra con gran estrépito cuando se discute entre hugonotes y católicos, porque el Rey no puede proclamarse indiferente en Religión, y en consecuencia, tiene que ser una cosa u otra. La familia real francesa era católica, oficialmente. Desde la muerte de Enrique (Henri) II, su mujer, Catalina de Médicis, ejercía un gran influjo sobre sus hijos, enfermizos, tarados y de voluntad endeble. En otro lugar hemos hablado de Francisco II, el primer marido de María Estuardo. Carlos IX, el otro hijo de Catalina, fue el que reinaba cuando la matanza de San Bartolomé. Y a éste había sucedido su hermano Enrique (Henri) III, figura dudosa y ambigua, llena de extraños caprichos, y rodeado de amigos a los que a veces trataba muy cariñosamente. Éste era el hombre que llevaba ya once años reinando cuando nació Richelieu. Con semejante árbitro entre los partidos, el trono se tambaleaba como una barquichuela en mar tempestuoso. Los caprichosos bandazos del Poder no hacían más que provocar la aparición de enemigos. Llega un momento en que los hugonotes aborrecen al Rey y los católicos forman la liga contra el mismo Rey, al que consideran protector de los hugonotes. En esto entraba, por mucho, la ambición de la poderosa familia de los Guisa, emparentada con el Monarca y deseosa de aprovechar la coyuntura que la esterilidad de éste brindaba para aspirar a un trono que iba a quedar vacante algún día. Un verdadero caos era el que reinaba por todas partes. Los Guisa eran los verdaderos dueños de París y de gran parte de Francia. Se llegó a la rebeldía declarada. A Enrique III no se le ocurrió más recurso que herir a la Liga en la cabeza, promoviendo el asesinato de Enrique de Guisa. Y aquello fue la guerra civil. París, insurreccionado francamente, forzó al Monarca a buscar en su primo Enrique de Borbón, el apoyo que necesitaba, y como Enrique, rey de Navarra, era hugonote, la exasperación de los católicos llevó al exaltado Jacobo Clemente a dejar vacío el trono de Francia asesinando a Enrique III. Su sucesor legal era el referido Enrique de Borbón o de Navarra. ¿Sería posible que la consecuencia de haber asesinado a un Rey por amigo de los hugonotes, sirviese para que un hugonote lo substituyera? No se contaba con la capacidad política de aquel nuevo Enrique, ni se pensaba que, al fin, Francia iba a tener un Rey. La Liga, descabezada, pensaba en un extranjero, lo que producía evidente repugnancia en el país. Por otra parte, la masa popular no se resignaba a admitir a un hugonote en el trono, fuesen cuales fuesen sus derechos. En este dilema se desarrollaba más la anarquía, si esto era posible, y todo parecía marchar hacia la ruina inmediata, cuando se supo que el hugonote Enrique se había presentado en San Dionisio y que allí le aguardaban prelados católicos que habían recibido su solemne abjuración. Enrique IV había dejado de ser hugonote; pero por artificiosa que fuera su conversión le atrajo inmediatamente a una masa de católicos patriotas, gente templada y de centro, que no podía rechazar al Rey legítimo poniendo en tela de juicio su conversión y agravando el problema que tan duramente pesaba sobre el país.

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Así, de pronto, Enrique IV resultó el jefe de un gran partido con el que podía gobernar eficazmente. No se le habían unido los protestantes, que eran una minoría. Frente a ellos quedaba otra minoría irreconciliable de católicos exaltados que no creían en la conversión del Rey. Pero la verdadera mayoría católica se había ido con él. Resultó que disponía de un buen partido de centro, con la ventaja de que las dos minorías adversarias no se podían unir entre sí, puesto que las separaba el abismo religioso en su parte más ancha, si es que ese abismo no es siempre igual de ancho en toda su inmensa abertura. Enrique IV era, como se ha dicho alguna vez, la más peregrina alianza del león y del zorro. Parecía un buen hombre, dado a la mesa, al vino y a las mujeres guapas, y en realidad era astuto y valiente, caballeresco y risueño, de grandes palabras seductoras que ocultaban un escepticismo fundamental. Era un gran vividor, buena imagen de ciertas características galas, un poco pagano, un poco galante, un poco bullicioso y reñidor, aparentemente un francés alegre y popular y que sin embargo lo hacía todo por su cuenta y razón. Incrementó la riqueza, fomentó la buena marcha de la economía y de la Hacienda y creyó abierto el camino para orientar sus energías contra la Casa de Austria, la gran enemiga. Entonces se cumplió el trágico e inesperado destino de aquel Rey. Ravaillac lo asesinó. Su heredero, Luis XIII, era un niño aún. Su mujer, María de Médicis, era incapaz de gobernar firmemente el Estado. Pero Enrique IV había ocupado el trono durante dieciséis años. Dejaba a Francia otra vez enfrente de un problema gravísimo y de nuevas disensiones y disturbios.

Sin embargo, dieciséis años pueden formar a una generación. Los que eran niños cuando Enrique IV subió al trono y habían abierto los ojos entre el horror de las guerras civiles, se habían educado después en un período de relativa paz, apreciando los bienes de la armonía interior. Eran muchos los hombres, que podían tener entonces, 1610, entre los veinticinco y los treinta años. ¿No habría entre ellos alguno capaz de colaborar con la mujer versátil y poco capaz, que quedaba viuda, y de proteger el trono vacilante de aquel niño? Veinticinco años tenía Armando Du Plessis de Richelieu, y ya era obispo. Se hablaba de él como un sabio y como un administrador enérgico y de primera fuerza. Era lo más natural que comprendiese que había llegado su ocasión y que se dispusiera a aprovecharla.

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CISNEROS Y RICHELIEU "UN TEÓLOGO POR VOCACIÓN Y UN TEÓLOGO POR CONVENIENCIA" II En aquella batalla de Olmedo, que por algo ha sido mencionada anteriormente, comenzó a tejerse en el telar del destino la suerte de Gonzalo Jiménez, a quien llamaremos Francisco, porque adoptó este nombre al entrar en la Orden franciscana, y por él le conoce y la saluda la Historia. En la batalla de Olmedo, pues, perdió la vida, peleando a favor del Rey don Juan II, un cierto don Toribio Jiménez, noble de Cisneros, la pequeña villa castellana. Su segundo hijo, don Alonso, había abandonado el solar paterno para dedicarse, en la ciudad de Salamanca, al estudio de las Leyes, y cuando las hubo cursado lo preciso y pensó en ganarse la vida a cuenta de ellas, encontró una modesta plaza de recaudador de diezmos en Torrelaguna y allí se quedó, olvidando el viejo caserón de Cisneros al que, sin embargo, había de dar con su prole más lustre y fama que le habían conseguido los muchos capitanes que los Jiménez venían dando al Rey, con tesón digno de mejor suerte. Don Alonso Jiménez de Cisneros se casó en Torrelaguna con doña Marina Sánchez de Astudillo, y de los tres hijos que tuvieron le pusieron Gonzalo al mayor de todos, nacido en 1436. Allí, cabe la pila bautismal, bajo el agua salvadora, ignoraban que tenían en las manos a una lumbrera de la Iglesia y de la Patria. No era, de momento, sino un pedazo de carne desvalida, muy sujeto y envuelto en blancos trapos. No debieron de ser alegres en demasía los años de niñez de Cisneros, porque no ayudaban a este contento ni la abundancia, ni la riqueza, ni la estabilidad general de las cosas. Ya hemos descrito los tiempos de Juan II y los de su sucesor Enrique IV. No se gozaba de pan ni de tranquilidad, y los nobles andaban de un lado a otro enzarzados entre sí, o reunidos contra el Rey. Su paso era asolador para campos y villas. Un leguleyo modesto podía esperar que su vida no peligrase, porque no era él mucho de por sí ni como cabeza, ni como miembro útil. Vegetar no era difícil. Pero andaban mal los dineros y no abundaban mucho los víveres. La vida era estrecha, dura, llena de asperezas y tropiezos. Las caras se volvían serias, los ojos hondos, las líneas de la boca enérgicas y firmes. La austeridad florecía necesariamente en los honrados. Cisneros, niño, parecía prometer, al menos, entereza de carácter y buena capacidad para el estudio. Falta hacía, porque su padre había pensado en él para estudiante, aspirando a que hiciese una carrera eclesiástica. Caros y difíciles los caminos de las letras, mucho más que los de las armas, todo pudo resolverse con que un tío sacerdote, uno de los Cisneros que habían quedado por la tierra natal, se hiciera cargo del muchacho y tras de darle de comer, aunque no mucho, porque mucho no tenía, le enseñase latín, no mucho tampoco, porque no era mucho el que sabía. Con todo y con eso, el tío suponía una solución para comenzar la carrera y para ayudar a seguirla. Gonzalo se estuvo con él y empezó a enterarse de las primeras nociones de la lengua madre y también de algo de Historia, aunque al pronto no adquirió de ésta otra idea 7

que la de una serie de sucesos en torno a la familia de los Jiménez de Cisneros, con quien se había portado todo el mundo con manifiesta ingratitud. El muchacho aprendió con rapidez todo lo que su tío le enseñaba, y éste llegó bastante pronto a la conclusión de que más fácil le sería darle al sobrino algo de dinero, por poco que fuese, para que estudiara en otra parte, que suministrarle un adarme más de latín, que se le había concluido. Mejor sería que el muchacho pasase al estudio que en Alcalá tenían los padres franciscanos, los cuales, entre todos, sabrían bastante latín para él. Tenía ya más de doce años y no era cosa de que perdiera el tiempo. Gonzalo o Francisco, entonces era Gonzalo, marchó para Alcalá a continuar estudiando latín. La semilla que en aquella ciudad sembraron en él fue devuelta con el tiempo, centuplicada, y por voluntad de aquel mismo muchachuelo habría después en Alcalá de Henares una de las más famosas Universidades del mundo. No son lo que puede decirse concretos en demasía los datos que se poseen acerca de la vida de estudiante de Jiménez de Cisneros. Sábese de su carácter, de su talento y de su enorme voluntad, y sábese asimismo mucho de la vida estudiantil de entonces, con lo cual puede muy bien imaginarse, casi punto por punto, lo que Cisneros hacía y la mucha dureza de la vida que hubo de llevar como estudiante pobre. De Alcalá pasó a Salamanca cuando tenía unos quince años, y en esta ciudad hubo de conocer mucho de la existencia del estudiante sopista, llamado así por la necesidad en la que se veía de acudir a la sopa que se repartiese en conventos y figones para poder subsistir de un día a otro y continuar su tarea. Ahora nos es muy difícil imaginar lo que era la vida estudiantil en Salamanca en el siglo XV, y sobre todo no comprendemos el grado de penuria y de estrechez al que podían sujetarse los estudiantes sin dinero. El mínimo de la vida aceptable por un hombre que estudia, por dura que pueda ser en los tiempos actuales, se halla sembrada de comodidad y de molicie si se la compara con la de Cisneros y otros tan pobres como él en Salamanca. En el frío terrible de aquella ciudad, el estudiante pobre, albergado míseramente, sin cristales en el ventanuco, sin fuego, caldeado internamente, a lo más, por el caldo nauseabundo de cualquier dómine Cabra, o por la sopa trasegada al estómago desde la escudilla sucia de la caridad, se sostenía entero, vibrante de juventud, acerado y duro, propicio al jolgorio extremado, a la contienda y a la travesura. En aquellos días de Cisneros dividían además a la ciudad las luchas intestinas de bandos y señoríos contrapuestos y se vivía de puro milagro. Sin embargo, en el recinto de la Universidad florecía la ciencia, se explicaba y se discutía en las aulas, y la confusión de la vida era como un hervidero fecundo del que brotaban la sabiduría y el noble afán. Cisneros estudiaba con voluntad firmísima, y con el mismo tesón se apartaba de la vida licenciosa y alegre, común a la masa estudiantil. Su madre, entre bromas y veras, le había despedido diciendo que deseaba que algún día le hablasen de su hijo el cardenal. Acaso no fuese esta ambición concreta, dada la repugnancia humilde que después mostró a toda clase de honores, lo que moviese a Cisneros. Pero quería hacer su carrera y no gastar en balde su juventud. Era taciturno y buen estudiante. Tenía una energía reconcentrada que le 8

empujaba hacia la meta. Su vocación había sido decidida antes de que pudiese ser firme en él, más que porque le hubiese llegado la voz directamente. Pero no se le vió desviarse nunca de su camino. Era vocación de ciencia y de austeridad. Las asperezas de la vida se allanaban por la elevación del espíritu. El Derecho, los Cánones, más adelante la Sagrada Teología. Recto afán de ciencia. Sincero amor a la verdad. Y así la necesidad se fue haciendo virtud y requiriendo la privación por norma y sacrificio consciente. Cuando Cisneros pueda comer bien, no querrá hacerlo. Cuando pueda disponer de buena cama, exigirá la tarima en la que su cuerpo de había hecho a la dureza. De este modo transcurren seis años de estudiante en Salamanca, donde Cisneros se gradúa en Leyes y Cánones y se encuentra dueño del saber que se impartía en aquellos días. Ya puede volver a la casa paterna a disfrutar de un poco de reposo y a continuar luego la vida. Queda todavía mucho por hacer y la carrera no está más que empezada. El señor Bachiller Jiménez de Cisneros volvió al hogar, después de los años que de él se había partido, despertando la curiosidad de todos por la ciencia adquirida y el mundo entrevisto. En la casa paterna le forman corro y le oyen hablar de las jornadas salmantinas y de lo que se dice de las contiendas de los nobles. Don Alonso está satisfecho de lo que aquel hijo sabe y dice. Doña Marina lo mira con orgullo. Pero nada se ha adelantado aún prácticamente. La pobreza sigue con sus garras clavadas sobre la casa del recaudador, y al fin y al cabo, el mayor de los hijos debe hacer alguna cosa. De momento, ¿cuál es el camino que más conviene? Los padres han fundado grandes esperanzas en el futuro. Pero ahora todo está revuelto en Castilla. No hay a dónde volverse con seguridad, ni aparece fácil la protección. El joven Bachiller tiene que ordenarse de sacerdote, tiene que estudiar más todavía. Las opiniones prácticas de la madre coinciden con los afanes del hijo: nada puede hacerse de momento en Castilla sin influencias y sin dinero. Una gran carrera eclesiástica tiene un punto de partida y de culminación en Roma. ¿Por qué no marchar a Roma, ordenarse allí, continuar los estudios, abrirse paso hacia el futuro? El viaje queda decidido. Gonzalo Jiménez de Cisneros volverá a salir de la casa paterna, y ahora para emprender un viaje muy largo. Con objeto de ayudarle en él, se logra reunir entre toda la familia un caballo de no mala estampa, un poco de dinero, unas alforjas con algunas provisiones y algunas cartas de recomendación, no muchas y no muy buenas. Pensad, por favor, en aquel viaje que se dispone a emprender el joven Cisneros desde Torrelaguna a Roma. Malos y tortuosos senderos, peligrosos vados, anchas llanuras, bosques sombríos, soledad larga y tremenda, y el peligro constante en torno. En los caminos abundan las cruces que señalan el lugar donde fueron asesinados los viajeros. Leguas y leguas de soledad y polvo, de riesgo y de hambre. A lomos del caballejo, primeramente los caminos de Castilla, después los de Aragón hasta la raya de Francia, los desfiladeros del Pirineo, un largo ambular por tierra francesa y luego las tierras italianas. Un paso tras otro del manso caballo. Días, y días, y días. Y de vez en cuando el asombro de las caravanas que se reunían para viajar colectivamente y amenguar el peligro por el número. "¿Viaja solo vuesa merced?" 9

"Soy un peregrino que va a Roma". Y a picar al caballo hasta la próxima majada de pastores, para tomar en la mano, anticipadamente, el puñado de bellotas del Ingenioso Don Quijote. Delgado, serio, tallado ya por el aire fino y el sol de Castilla, Cisneros, al trote corto, deja atrás, entre polvo gris, las casas pardas de Torrelaguna. Algo más que una diferencia de dos siglos, una distancia de latitudes materiales y espirituales separa esta juventud áspera de la niñez y la juventud de Richelieu. Armando Juan du Plessis nacía con blasones ducales y no desdeñables rentas, aunque todo estuviese en aquel año de 1585 expuesto a súbitas ruinas en Francia. El padre de Armando, Francisco du Plessis, manteníase en lo posible alejado de las contiendas y cuidaba de su casa y de sus hijos, a los que daba mentalmente un destino que no había de cumplirse y que él no había de ver, porque murió tempranamente, dejando al futuro Cardenal huérfano a los cinco años. El plan paterno había trazado de esta manera el destino de los hijos: Armando sería militar y procuraría dorar y mejorar con la espada sus blasones; Alfonso sería eclesiástico, y a su debido tiempo ocuparía el obispado de Luçon, que estaba vinculado a la familia desde hacía algunos años. Un Richelieu había de ser, por lo tanto, Obispo de Luçon. Esto que tan sorprendente nos parece ahora, no era sino muy común y corriente en la organización eclesiástica de aquellos tiempos, que respondía a otra estructura social y a otras necesidades muy distintas de las de ahora. Convendrá que el lector tenga presente este dato para no extrañarse en demasía de lo que era propio, al fin y al cabo, de tiempos de una fe mucho más ingenua y robusta. Armando está destinado a conservar el lustre de la familia, y al morir su padre, su tío materno, el señor de la Porte, le reclama junto a sí para hacerse cargo de él y ocuparse de su educación. El niño es espigado, enfermizo y despierto. No se fundan grandes esperanzas en su salud, pero se advierten en él brotes de energía que permiten abrigarlas. París lo espera. El señor de la Porte vive en la capital, donde precisamente existen los medios adecuados para que el niño se haga hombre, en la forma que conviene a su apellido y al porvenir que para él se desea. Después de los primeros estudios, a base de preceptores distinguidos, llega el momento en que el muchacho, cursados los primeros estudios universitarios, ingrese en la Academia Plubinel para realizar concretamente sus estudios militares. Todo ha de orientarse ya para Armando en esta dirección, y por otra parte, parece que las tendencias que en él apuntan le llevan por ese camino. El muchacho es enérgico y es valeroso. Tiene un temple frío y lleno de prudencia y sagacidad. Es muy joven aún, y ya se hace lenguas todo el mundo de su facilidad para aprender, y también de su carácter entero, nacido según parece para mandar. El duque de Richelieu será, pues, como conviene y como se esperaba, un militar famosos. Él no sueña en otra cosa que en estrategias y en combates, en dirigir asaltos, sitios y movimientos. Sus familiares procuran inclinar su ánimo en aquella dirección. Parece que, como había ocurrido en el caso de Cisneros, las disposiciones paternas han logrado fomentar una auténtica vocación que de todas maneras hubiese llegado. Pero de pronto un suceso familiar cambia inesperadamente el rumbo de las cosas. Alfonso, el hermano que seguía la carrera eclesiástica, muestra tener una vocación tan segura, que 10

abandona todos los brillos que le prometen y se hace cartujo. Se contaba de antemano con un Richelieu Obispo. ¡Pero con un Richelieu en la Cartuja, enterrado de por vida, ausente ya de un modo definitivo de los brillos del mundo". Un cartujo no puede ser Obispo. ¿Qué va a ser del obispado de Luçon que debe ser, en su día, ocupado por un Richelieu? La familia reflexiona, y la decisión no tarda en aparecer clara y terminante: Armando abandonará los estudios militares para entregarse a los teológicos. No será un capitán. Será un Obispo, lo cual puede conducirle también muy lejos en orden a dar lustre al apellido. De la Academia Plubinel pasa a la Universidad y se pone a estudiar Teología. No es un estudiante pobre, como lo fue Cisneros, sino un estudiante rico. Los tiempos han cambiado; pero de todas maneras aún hay en Salamanca estudiantes sopistas, y también entonces, cuando Cisneros estudiaba, había estudiantes ricos. Éstos tienen su casa puesta y su servidumbre propia, y en el mismo recinto de la Universidad, donde impera una libertad grandísima y donde los jóvenes no reconocen categorías sociales, el estudiante rico se las arregla para conseguir, mediante algún estipendio, que los estudiantes pobres realicen por él algunos de sus trabajos. Richelieu estudia mucho y progresa notablemente; pero así como Cisneros se iba haciendo poco a poco un franciscano, Richelieu estudia concretamente para Obispo. Está en su derecho. Estudia Teología porque le conviene. Su vocación sigue siendo la del hombre de mando. De esta manera el Rey le nombra para el obispado de Luçon a los veintiún años de edad. Casi exactamente a la misma edad en la que Cisneros, Bachiller, había vuelto de Salamanca a Torrelaguna para enfrentarse otra vez con la vida y seguir el camino áspero que parecía tener marcado en ella. Richelieu era un joven aristócrata que acababa de ser nombrado Obispo. Sin embargo, queda algo por hacer antes de presentarse en Luçon a hacerse cargo de la diócesis. No se puede ser Obispo a los veintiún años. Mejor dicho, sólo se puede ser Obispo a los veintiún años, si el Papa lo consiente y autoriza. Y he aquí por donde a la misma edad en que Cisneros había decidido marchar a Roma, Richelieu tiene que marcharse a Roma también. Él no viaja solo en un mediano caballejo por rutas bárbaras. La seguridad de los caminos no es grande, pero el nuevo Obispo puede llevar su acompañamiento y servidumbre, como corresponde a su categoría social. El Rey no había dejado de insistir con él, frecuentemente, para que el Papa refrendase la elección hecha y para que le fuese dispensada al nuevo Obispo la edad canónica de veinticinco años. El viaje se decidió porque Paulo V, que era entonces el Papa, se retrasaba en enviar la respuesta escrita que se había solicitado. El Rey mismo aconseja a Richelieu que se ponga personalmente en camino, y lo hace, luciendo durante muchos trayectos de él, aquella habilidad para la equitación que en la Academia Plubinel había despertado la admiración de todos, y hecho ver anticipadamente en el alumno la figura de un gallardo mariscal de Francia.

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Aquí se nos aparece una de las primeras pruebas de la audacia política de este singular teólogo que caminaba hacia las finalidades perseguidas sin que pudieran detenerlo obstáculos formularios. Tenía veintiún años, como sabemos. Y todo induce a creer que le llevó tranquilamente al Papa una partida de bautismo de su hermano mayor, convenientemente enmendada, para que resultase que tenía veintitrés. No existe la partida falsificada, pero como prueba de ella está la frase del Breve pontificio que contiene la sentencia sobre el caso de Richelieu, en la que se dice: “Este joven puede ser nombrado Obispo, aunque sólo tiene veintitrés años". Es curioso en extremo, y de gran interés para reflejar el carácter de Richelieu, este tipo de un Obispo que comienza su carrera mintiéndole al Papa con el mayor descaro y falsificando los documentos que presenta. Temió sin duda, a pesar del precedente de otras dispensas, que el Papa retrocediese ante la idea de ratificar el nombramiento de un Obispo al que le faltaban cuatro años para la edad canónica, y en cambio no tuviera inconveniente en ratificarlo si le faltaban sólo dos. Pero la puntualización de este motivo no interesa tanto como la revelación del carácter de Richelieu. Era un hombre que caminaba sin vacilar hacia los fines que se había propuesto. Por otra parte, para esos mismos fines estudió Teología a fondo, llegó a dominar el latín, que podía escribir, y produjo excelentísima impresión en Roma con sus discursos y sus escritos. Entre los Cardenales se dijo lo mismo que habían dicho antes en la Academia Plubinel: que aquel joven había nacido para gobernar.

"EL ARCIPRESTE DE UCEDA Y EL OBISPO DE LUÇON" III En su caballo, bastante bueno, un poco mejor que Rocinante, a juzgar por las referencias que nos han quedado de él, seguía su camino Jiménez de Cisneros hacia Roma por el reino de Aragón. Su vista, como la de don Quijote, renovaba la admiración en cuantos lo veían. Flaco, moreno, insensible al frío de la intemperie, frugal hasta la exageración, Cisneros no veía más que la meta. El camino era un medio, e importaba poco. Se quedaba a dormir debajo de las encinas o en las cabañas de los pastores. Bebía el agua fresca de los arroyos y comía pan duro y queso de oveja. Por todas partes se va a Roma, y no hay una verdad mayor. Cisneros alcanzó en Norte de España y la región fronteriza del Pirineo. En un atardecer tuvo el primer encuentro de los que le habían pronosticado. Hombres de mala catadura le salieron al paso, y mientras unos le cerraban la senda, otros lo derribaron exánime de su cabalgadura. Cuando el fresco de la madrugada le volvió en su ser, estaba aterido y hambriento, no tenía caballo, ni tampoco aquellos escasos dinerillos que para una eventualidad habían logrado reunirle. Estaba literalmente a pie y sin dinero. Rezó sus oraciones de la mañana, santiguóse y diciendo muy a la española, "Dios proveerá", siguió su camino andando. Sería cuestión de llegar un poco más cansado y de tardar un poco más. 12

Pero andando, andando, también se podía llegar a Roma, que era lo importante. En cosa de un mes de caminar de la mañana a la noche podría estar en la Ciudad Eterna. Un mes, bien mirado, no es mucho. Si un hombre no tiene dinero, ni nada que le roben, puede tumbarse a la larga en el césped de cualquier pradera y bendecir a Dios tranquilamente en los amaneceres sucesivos. Y a quien ha sido sopista en Salamanca durante seis años, no le asusta la cuestión de la subsistencia. La sopa o el mendrugo de la caridad serán bastante. Roma bien vale una caminata y una temporadilla de privaciones. Cisneros cruza el Sur de Francia a pie. Su naturaleza de acero lo resiste todo. El agua fresca de los arroyuelos le alegra y le calma la sed. Las sobras de las posadas le satisfacen el hambre. Anda, anda que te anda, ya está Gonzalo Jiménez en las cercanías de Aix. Pero se equivocaba si creía que nada en su atuendo y porte podían tentar a los salteadores de caminos. Nuevamente le salen al paso, y esta vez, aleccionado por la experiencia, descalabra a uno de ellos, pero ha de ceder a la fuerza del número. Otra noche exánime al borde de la ruta. Al despertar está semidesnudo, le cuelgan del cuerpo helado unos harapos mugrientos, tiene hambre y le duele la cabeza. Se levanta, reza sus oraciones matinales, dice "Dios proveerá" y sigue su camino hacia Roma. Ahora será un poco más difícil, porque Cisneros tiene toda la apariencia de un salteador peligroso. Donde se presente, le echarán de mala manera. La Providencia acude con el encuentro feliz e inesperado de un antiguo compañero de Salamanca que viaja por allí. El mundo ha sido siempre muy pequeño, y el joven Jiménez consigue llegar a Roma sin más contratiempos dignos de anotarse. En la Ciudad Eterna Cisneros hace lo mismo que en Salamanca: aislarse del contorno y estudiar. Ni está en condiciones para mezclarse a la vida confusa, desgarrada por luminosos atisbos, del Renacimiento, ni le lleva a ello su inclinación. Nada más ajeno a la vida romana de entonces, incluyendo en ella la de los medios eclesiásticos, que un hombre de Castilla a quien la existencia había presentado sus aristas de mayor dureza. Pero en Roma se podía permanecer inclinado horas t horas sobre rodillos de pergaminos, sin hacerles el menor caso a los banquetes y a las francachelas. Se podía estudiar sobre preciosos manuscritos que no estaban en parte ninguna más que allí. Y eso fue lo que Cisneros hizo, echando muy pronto fama de sabio entre los que veían su perfil agudo inclinado horas y horas sobre los libros. Se ordenó de sacerdote, y su prestigio atravesó los pisos de mármol, bajo los preciosos artesonados, y llegó a los oídos del Papa Paulo II, que fijó la atención en aquel español extraño y tozudo que parecía complacerse en pasarlo mal y en estudiar sin tregua. Comenzaba ya nuestro hombre a tener puertas abiertas, cuando le llegó la noticia de que su padre, Alonso Jiménez, acababa de fallecer. Esto era en 1465 y Cisneros iba a cumplir treinta años. Quedaba jefe de la familia y con una madre que mantener. No había más remedio que volver a España y hacer frente a la situación. En aquel trance consiguió del Papa lo menos que podía conseguir: "letras expectativas", especie de nombramiento Papal para el 13

primer beneficio que vacase. No era mucho, porque el recurso había sido empleado con demasiada frecuencia y solía sentarles muy mal a los Obispos, que encontraban así mermadas sus atribuciones. Pero en la necesidad de regresar a España tampoco es probable que Cisneros pudiese alcanzar más. Se metió en el bolsillo sus letras expectativas y un día apareció de nuevo por las tierras de su niñez y de su juventud, convertido en un sacerdote en expectación de destino. Y el destino le esperaba con la peor de sus cataduras. Apenas llegado a Torrelaguna, quedó vacante el arciprestazgo de Uceda, a poca distancia, y Cisneros, provisto de sus cartas pontificias, hizo acto de presencia allí y reclamó el puesto que le correspondía. Ocupaba por entonces la silla de Toledo don Alonso Carrillo de Acuña, tipo extraordinario de señor feudal, uno de los capitanes de la revuelta contra Enrique IV y hombre generoso y de ancho corazón; pero también soberbio y duro para quien se le enfrentaba. No podía tolerar que en toda su vasta archidiócesis se levantase autoridad que no fuese la suya, y le contrarió enormemente que el Arciprestazgo de Uceda apareciese cubierto, aunque fuera en virtud de cartas expectativas. En su diócesis mandaba él y nadie más. No se acercó a muy buena parte, porque Jiménez de Cisneros era de una tenacidad pasmosa y nadie le apeaba de su razón cuando creía tenerla. En aquel caso, ¿qué más razón que poseer un derecho concedido por el mismo Papa? ¿Quién era el Arzobispo de Toledo para quitarle lo que el Papa le había dado? ¿Y quién era aquel cleriguillo desconocido y pobre, se decía el Arzobispo, que se atrevía a enfrentarse con su señor natural? "Arcipreste de Uceda soy", pensaba Cisneros, y de ahí no había quien le apease. Carrillo montó en cólera, cosa nada difícil para él, y mandó prender al arcipreste y encerrarlo en la torre para que fuese aprendiendo. Dos años se estuvo preso allí, y durante ellos tantas veces como le preguntaron quién era, replicó que era el arcipreste de Uceda nombrado por el Papa, y que si no lo mataban no cabía que dejase de ser el arcipreste de Uceda. Privación de más o de menos no hacía al caso, y otro año u otros seis meses de sopa y tarima no iban a quebrantar el ánimo de uno de Torrelaguna. Al transcurrir los dos años, un criado del señor Arzobispo se presentó a Cisneros para decirle que Su Ilustrísima deseaba ponerle en libertad, y suponía que ya estaría convencido de que no era ni podía ser el arcipreste de Uceda. Cisneros replicó que él, de por sí, no era nada; pero como Su Santidad el Papa le había nombrado, resultaba ser arcipreste de Uceda, sin remedio posible. Al ver lo que estimaba contumacia y casi protervia, Carrillo ordenó el traslado de Cisneros a la prisión de Santorcaz, sitio especialmente destinado para sacerdotes indignos, al que iban a parar los abarraganados, los incursos en simonía y otros escandalosos ejemplares. Cisneros hizo lo que en Salamanca y en Roma. No le gustaba el ambiente y se aisló de él. Junto a los tragaluces de la prisión se ponía a estudiar la Sagrada Escritura. Tenía ya cuarenta años, y le daba lo mismo pasarse allí otros cuarenta en espera de que Su Ilustrísima quedase convencido de que el arcipreste de Uceda era él y no otro. Consiguió desde su prisión hacer llegar una queja al Papa, y éste ratificó sus letras anteriores, con lo que acabó de fortificar el ánimo de Jiménez y dejó a Carrillo obstinado en lo mismo que estaba, porque en la diócesis de Toledo no mandaba nadie más que él. 14

Así se pasaron otros cuatro años, con lo cual iban ya seis desde que Cisneros estaba en prisión, todo flaco, todo inflamado de espíritu y diciendo que él era el arcipreste de Uceda. No sabemos el tiempo que hubiera pasado así, de no encontrarse manera de ablandar al Arzobispo, ya que era inútil pensar en que Cisneros renunciase. Pero se encontró un camino rodeado de los que siempre suelen conducir a la meta, y lo que no habían conseguido las letras expectativas lo pudo conseguir hábilmente una influencia bien manejada. Resultó que la madre de Cisneros era algo pariente de la condesa de Buendía, que estaba casada con un sobrino del Arzobispo de Toledo. Intervino esta señora, con maña y con tino, por el lado accesible de Carrillo de Acuña, que era una generosidad no reñida con la soberbia, y consiguió que al fin Cisneros quedase libre de la prisión y pasase a ocupar el Arciprestazgo de Uceda, porque de otro modo no quería la libertad. Arcipreste de Uceda fue, al fin, a los cuarenta y tres años de edad. Un beneficio pobre para un hombre maduro y trabajado por la vida. Nada hacía pensar que pudiese tener una carrera por delante aquel clérigo tozudo, a quien su Arzobispo había tenido seis años en la cárcel y que se encontraba presumiblemente a más de la mitad de su existencia en uno de los beneficios menos codiciables. Pero la madurez y el jugo que el estudio y los sufrimientos habían acumulado en Jiménez de Cisneros saldrían alguna vez a la luz. Por lo pronto, había obtenido una victoria dificilísima a costa de un sacrificio inmenso. No merecía la pena conservar el fruto material de ella, y Cisneros pensó, prudentemente, que una vez reconocido como Arcipreste de Uceda le convenía dejar aquel cargo y ponerse, en lo posible, fuera del alcance del iracundo Arzobispo. Miró a su alrededor y vió la diócesis de Sigüenza ocupada por don Pedro González de Mendoza, que parecía buen árbol para que a su sombran se cobijase un cura pobre. Hizo sus gestiones, y consiguió al fin permutar su arciprestazgo por una capellanía en Sigüenza, por la que hubo de comprometerse a dar algo de añadidura, porque si era modesta la capellanía, más lo era aún el arciprestazgo. Se arregló todo al fin, y Cisneros marchó a nueva diócesis. Aquel era un cambio fundamental en su vida, aunque Gonzalo Jiménez tardó mucho en saberlo. En el camino pelado de Uceda a Sigüenza viajaba con el pobre cura el porvenir de España. Bajo aspectos muy distintos, y en circunstancias que no se pueden comparar, Richelieu daba muestra en sus primeros pasos por la carrera eclesiástica de análoga fuerza de voluntad a la manifestada por Cisneros. Suele salirse del paso brevemente, al hablar de los años del Obispado de Luçon, diciendo que Richelieu manifestó grandes dotes administrativas. Es cierto. Pero, ¿qué quiere decir esto, de suyo? Precisamente las dotes más singulares de Richelieu no fueron nunca las de un administrador. Tiene un talento clarísimo, una energía extraordinaria, encuentra la diócesis en ruinas y se dispone a ponerla en orden. Sin embargo, todo aquello no es en él más que un aprendizaje. Y no un aprendizaje impuesto por las circunstancias, sino realizado voluntariamente para gobernar un día. Esta afirmación, que pudiera parecer gratuita, no lo es. Richelieu se encierra en Luçon a los veintitrés años de edad, cuando no tenía ninguna necesidad de hacerlo. Los 15

Obispos jóvenes de la nobleza, Richelieu no era un caso único, se estaban tranquilamente en la Corte y tenían en la diócesis un administrador. La diócesis venía a ser una especie de finca en el campo, con cuyas rentas se vivía en la capital. Richelieu prescinde de las halagadoras posibilidades y comprende que si se queda en la Corte el camino hacia la altura va a serle más difícil. Quiere prepararse y aguardar desde lejos su oportunidad. Tampoco es gratuita esta desconfianza. Richelieu no se dirige hacia su obispado por vocación irresistible de manso administrador provinciano y prelado enemigo de oropeles. Posee la extraña sagacidad de darse cuenta que con veintitrés años no está maduro. Y se retira para madurar en el trabajo, en la reflexión, en tareas menudas de gobierno que le preparen para mayores empresas. Lo más admirable, humanamente hablando, de la gestión de Richelieu en Luçon es que nos lo muestra entero en su capacidad y en su error. Allí puso de manifiesto, a la vez, cuál era su técnica y cuál era su política. Luçon está desmantelado. Medio siglo de contiendas civiles por motivos de religión han dejado las iglesias sin ornamentos, han derribado muros y campanarios, han introducido en la población una inquietud constante y todo el mundo vive arma al brazo vigilando al vecino. No hay paz ni en los sepulcros, porque los cementerios son hollados, y profanadas las tumbas. Cuando Richelieu hace su entrada solemne en la iglesia catedral, contempla paredes desnudas y semiderruidas. E inmediatamente da principio a una tarea gigante de organizador y pacificador. Las más difíciles cuestiones son resueltas con habilidad que parece un sortilegio. Hasta la actividad civil se moviliza, se sanean terrenos, se plantan cultivos y se abren sendas a la prosperidad. En cierto orden de cosas, Richelieu resulta un Obispo perfecto. Las iglesias se ven construidas y adornadas, los sacerdotes cumplen con su obligación, las cercas de los cementerios de levantan y la tierra sagrada merece otra vez respeto. Hay algo más, y muy importante en el orden eclesiástico: Richelieu funda el primer Seminario. Por lo que toca a la diócesis de Luçon, la formación del clero va a dejar de ser una cosa arbitraria y desigual, confiada a estudios heterogéneos. Las luces de Trento van a llegar en parte a aquella pobre diócesis gracias a su joven Obispo. ¿Puede pedírsele más? Todo sería maravilloso e indiscutible si Richelieu, mientras parece estar entregado a la ordenación de su diócesis, no estuviera en realidad elaborando y ensayando un plan político aplicable a toda Francia. Es un político el que trabaja en Luçon, y un político que supedita, a lo que cree exigencias del país, toda otra consideración distinta. Richelieu se revela como gobernante en sus medidas administrativas y en sus creaciones. Pero además de los problemas que resuelve, y por encima de ellos, hay otro: el de la escisión espiritual, significada por la presencia de una minoría de hugonotes que siembra la discordia en el seno de la colectividad. Es un problema de la diócesis de Luçon y de Francia en general. Y Richelieu aplica en su diócesis la solución que tiene pensada para Francia en general. Según él, se hace preciso tolerar a los hugonotes. La unidad de Francia ha de logarse a todo trance por la sencilla razón de que Francia está rodeada de enemigos, y no puede luchar eficazmente contra ellos mientras en el interior esté dividida. 16

Si hay que tener hugonotes en casa se les tiene y se les deja que practiquen, con tal de que vivan en paz dentro del país y dejen que éste se organice. En resumen: El Obispo asegura que primero se debe de ser francés, y después poco importa que se sea católico o protestante, con tal que, profesando uno u otro credo, se defienda siempre a Francia. La semilla del Estado liberal del siglo XIX no sólo estaba plantada, sino que ofrecía un fruto trascendental. Richelieu es un gran administrador de su diócesis, pero ha levantado una bandera política de alcance incalculable. Cuando la levanta, sólo él está íntimamente convencido de que ha de hacerla ondear sobre Francia entera. La oportunidad llegará. Entretanto el señor Obispo pronuncia discursos que son muy celebrados, porque es un orador muy bueno, muy culto, que no cesa de estudiar y de prepararse. Mientras todos los nobles de la ciudad llevan una vida alegre y disipada; mientras Enrique Richelieu brilla en la Corte, Armando está metido en aquel destierro de Luçon, sin perder el contacto con París mediante oportunos viajes en los que reafirma su presencia discreta, su sabiduría y su virtud. Regresa dejando tras de sí una estela de admiración y de respeto. Se ve que el joven prelado no quiere nada que no sea con su diócesis. Ejemplo admirable. Sólo el socarrón de Enrique IV, que sabe un poco lo que es el talento político, sonríe, se siente halagado por el que llama "mi obispo" y le ve marchar siguiéndole con una mirada pícara llena de admiraciones. Pero aquello le complace. Le gusta la gente que sabe llegar, y el joven obispo es de los que llegan. Y eso que el Rey, y no digamos todos los demás, ignora que Richelieu tiene ya redactados, por escrito, planes muy vastos para la gobernación de Francia. Está seguro de su destino, y guarda la llama de la ambición tras los cristales de una enérgica y fría tranquilidad. La coyuntura comienza a dibujarse cuando Enrique IV es asesinado por Ravaillac y el trono queda vacante. Luis XIII no ha alcanzado la mayoría de edad, y María de Médicis es una señora obesa y versátil que necesita ser gobernada. Toda la táctica de Richelieu se dirige entonces a la conquista de la Reina madre. Hay que hacerse ver en la Corte un poco más y hay que desplegar el brillo del talento y el atractivo de la suprema ambición, que consiste en no parecer ambicioso. Ayudado por su hermano mayor, que tiene en la Corte un puesto brillante, consigue ser designado como predicador de Cuaresma para la Corte. La Reina madre y el Rey niño escuchan los sermones, llenos de penetrante elocuencia de aquel prelado de veintiséis años que se alza ante ellos como una promesa majestuosa, y que parece una viva tabla de salvación. María de Médicis no se muestra insensible al poder de persuasión de aquel hombre inteligente, de ojos claros, nariz aguileña y manos de marfil. Lo recibe secretamente y escucha algún consejo que no toma, porque en realidad ella no toma consejo alguno, ni sabe de más política que una especie de astucia elemental femenina por la que provoca conflictos y cede sin cesar, conciliándose enemistades. En un momento dado, todos los más valiosos elementos de la aristocracia están en contra de ella. Es una verdadera rebelión de Príncipes. Capitaneados por Condé, no falta ni uno de los primeros nombres de Francia. Entretanto, junto a la Reina hay un italiano que se llama Concini. El prelado de Luçon no ha sido más que entrevisto, y aún no es una persona de suficiente categoría para contar demasiado. Sin embargo, su ocasión está muy cerca. 17

Para 1613 se ha decidido que Luis sea declarado mayor de edad. Es la manera de empezar a poner coto a la anarquía amenazante. Pero entonces Condé y los suyos suman sus esfuerzos hasta conseguir que sean convocados los Estados Generales. Es una convocatoria que ha demostrado ser peligrosa en la Historia de Francia. De la convocatoria siguiente, en 1789, saldrá la Revolución. De esta convocatoria sale Richelieu. Si alguien pensase que el acontecimiento no es comparable convendrá que medite un poco. Si ya estamos de acuerdo en que la Revolución francesa arranca del protestantismo, no olvidemos al hombre que declaró la existencia de un ideal superior a la Religión. De estas reuniones representativas, aunque sean por estados o sectores sociales, nadie sabe lo que va a salir. Casi nunca sale lo que piensan quienes han provocado la reunión. Los Condé y los Longueville, y demás aristócratas soberbios y fáciles a la rebeldía, no pensaban que le iban a erigir un pedestal, desde donde pudiera mostrarse, al hombre que iba a acabar con sus tendencias e inclinaciones a contrariar los intereses del Estado. Se reunieron los Estados Generales en 1614. Richelieu, que tenía entonces veintinueve años, resultó diputado del clero por las diócesis de Luçon, Poitiers y Maillezais. He aquí cómo su fuerza le venía ahora de aquella diócesis obscura y bastante pobre a la que había cultivado con esmero, aprendiendo allí a gobernar y creándose un prestigio al que ahora se hacía honor. Su diócesis, y otras dos más, le declaraban representante suyo. Ha terminado la época de la incubación de la personalidad de Richelieu. Su parecido es nulo, en lo exterior, a la época de la incubación de la personalidad de Cisneros, preso en Uceda y en Santorcaz. Una voluntad extraordinaria es la característica en ambos casos; pero mientras en Cisneros se eleva hacia la religión, y de aquí resulta que en un momento determinado está dispuesta la personalidad política, en Richelieu se eleva hacia lo político por encima de todo. A Cisneros las grandezas le llegarán de añadidura al estudio y a la virtud. A Richelieu le llegan como una conquista que se ha preparado largamente. Ya veremos la diferencia radical que esto supuso en los caracteres de la gigantesca obra de estos dos hombres.

"EL CAPELLÁN DE ANA DE AUSTRIA Y EL CONFESOR DE ISABEL LA CATÓLICA” IV En febrero de 1615 se celebra la solemne clausura de los Estados Generales. La Asamblea no ha proporcionado los resultados políticos que aguardaban los que habían pedido su reunión. La Regente, María de Médicis, salió casi fortalecida, aunque llevaba en su propia debilidad los gérmenes de su ruina próxima. Cada uno de los brazos de la sociedad representados en la Asamblea hizo, por medio de uno de sus miembros, la exposición y resumen de sus aspiraciones. El encargado de hablar en nombre del Clero fue el joven 18

Obispo de Luçon, señor de Richelieu. La ocasión esperada se había presentado al fin. Richelieu tenía en sus manos el producir los deseados efectos, abriéndose las sendas del futuro. Su discurso, lleno de claridad y de lógica, es una pieza maestra en la que cada uno de los puntos está tratado con el tono y en los términos que requería, y con un profundo conocimiento psicológico de aquellos a quienes iba destinado. Tenía una parte, que era la fundamental desde el punto de vista de un diputado del Clero, y que en realidad se esperaba que fuera la única, otra parte de la propia cosecha del orador, en la que éste exponía puntos de vista generales, y un final, cargado de florida retórica, destinado a impresionar a María de Médicis, contando con que esta dama era tonta, y era preciso, en consecuencia, emplear para ella recursos especiales. No se puede concebir una mayor habilidad y cálculo, y visto el discurso a través de las actividades posteriores de Richelieu, admira y sorprende por su sagacidad y por su instinto político. El verdadero criterio del orador, el que sabemos hoy que era su criterio, aparece envuelto de tal modo que apenas si se le trasluce. En cambio pide, con gran copia de rezones fortísimas, lo que el Clero deseaba y lo que él estaba dispuesto a negar en cuanto fuese ministro. La típica actitud del hombre de ambición política que ataca al adversario aun en aquello en que sabe que tiene razón, y proclama como aspiraciones justas lo que en ningún modo está dispuesto a conceder en cuanto gobierne, se advierte en este discurso de Richelieu, provisto de una falta de escrúpulos tan hábil que llega a dar la sensación de la genialidad y de la grandeza. Aboga por la aplicación en Francia, con fuerza de ley, de los Decretos del Concilio de Trento, por le exención de contribuciones a las Órdenes Religiosas, por la devolución de los bienes eclesiásticos que se hallen en poder de los laicos..... , por todo lo que el Clero desea y le ha encargado que pida. Ninguna de estas cosas las dará en cuanto ocupe el Poder. Por contra, a la sombra de todo eso, introduce una defensa de la tolerancia, cosa que el Clero no le había encargado, ciertamente, pero que había de parecer muy bien a los protestantes. Y ya que el Clero ha debido de quedar conforme con todas las cosas que ha pedido para él, importa que el sector hugonote, levantisco y muy arraigado en una parte de la nobleza, no vea en Richelieu a un enemigo.

Con su brillante disertación, el prelado no trata de alcanzar un prestigio eclesiástico, preparándose el acceso a una diócesis rica desde una diócesis pobre. Para eso le hubiera bastado con una de las partes del discurso. Se está preparando un pedestal político, y aún tiene que adornarlo con el más retorcido e increíble elogio a una mujer que no había sabido gobernar, y había establecido el soborno como único recurso contra las sublevaciones que la amenazaban constantemente. Y se lanza por el camino del ditirambo con audacia fabulosa. Él sabía quién era María de Médicis y quiénes le escuchaban también. Pero no hablaba para sí, ni para ellos. Hablaba para María, que era muy capaz de tomar en serio elogios que

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parecían una sangrienta burla. Y Richelieu se los lanzó con serenidad, confiando, sin equivocarse un ápice, en la tontería de aquella señora, y sabiendo hasta dónde podía llegar. ¡Dichoso el Rey a quien Dios concede tal madre!, exclamaba Richelieu. Y luego: "Señora, toda Francia se siente en la obligación de proclamar lo mucho que os debe". O bien: "¡Perseverad en la sabiduría de vuestra administración! Así es como añadiréis al glorioso título de madre del Rey, el no menos glorioso de madre de su reino". Y todo dirigido a María de Médicis, que a duras penas mantenía una ficción de autoridad mediante una serie de claudicaciones, y que había comprado a Condé y a los nobles rebeldes derivando hacia ellos una riada de millones del tesoro público. Los defensores del futuro ministro no encuentran para esto más que la defensa sofística, única que en realidad tiene, que proclama que el hombre que se siente dotado de energía y de talento para gobernar, no puede plegarse a una multitud de moralidades pequeñas y tiene que hacerse paso hacia la altura como pueda. Es decir, la convicción absoluta de que se ha de realizar con el tiempo un bien muy grande, escusa de claudicaciones e hipocresías pequeñas. Peligrosa teoría que puede estimarse defendible, siempre que se considere el orden político superior al orden moral. El político así lo hace. Baste con que nos expliquemos sus razones y sus motivos, sin que tengamos que llegar al extremo de intentar una defensa. No nos interesa defender a Richelieu, sino poner de relieve su carácter y sus condiciones. Por otra parte, el parangón de Cisneros nos va demostrando la diferencia entre una carrera política hecha con rigurosa sumisión a la moral, y otra hecha por encima de la moral. La diferencia aparece más patente a medida que pasan los años y puede verse lo que resultó de una y de otra. Hoy podemos afirmar que muchos de los males que presenciamos o padecemos no provienen de políticas a la española, sino de políticas a lo Richelieu. Es natural que María de Médicis quedase prendada de aquel obispo joven. Pero el obispo joven había cometido un error. Él, que tanto sabía esperar y que había dado un ejemplo de paciencia y perseverancia que nadie da en la juventud, confió tal vez demasiado en su fuerza y jugó la carta que iba a perder y por eso tuvo que esperar luego tan largo período antes de que le dejasen jugar a la carta que ganaba. Acaso hubiera en él, y esto no es extraño, un defecto de visión trascendental. Veía y calibraba maravillosamente los hechos próximos. Tenía una gran confianza en sí mismo. Pero, ¿por qué jugar tan audazmente a la carta de María de Médicis, estando allí, silencioso y pálido, el Rey niño, a quien se elevaba al trono adelantando su mayoría de edad y que muy pronto dejaría sentir el peso de sus decisiones? María de Médicis estaba destinada a sucumbir en plazo breve. Tenía contra ella a los nobles, que por lo pronto se contentaban con ejercer el "chantaje" contra el poder. Armaban partidas, ocupaban ciudades y luego se avenían a estarse quietos mediante la percepción de grandes sumas del tesoro. Como en otros muchos casos ha ocurrido, el pueblo recogía esta animadversión de la nobleza y hacia pasto de sus murmuraciones a la honorabilidad de la soberana, entregada a 20

una camarilla de aventureros italianos de baja estofa encaramados sobre el trono de Francia. Entre ellos destacaba Concini, a quien la Reina ha hecho marqués de Ancre y luego mariscal, con escándalo de todos. No hay más que seis mariscales, y de la nobleza más antigua de la nación. Es inverosímil que ocupe junto a ellos un lugar aquel aventurero italiano sobre el que se lanzan injustamente las peores acusaciones. El pueblo canta una canción que dice: "Si la reine allait avoir un enfant dans le ventre, o combien il serait noir, car il serait d'encre." Es decir, literalmente, si la Reina fuese a tener un hijo, ¡qué negro sería, ya que sería de tinta! Pero "encre", (tinta), se pronuncia igual que Ancre, (título de Concini). Juego de palabras obsceno y feroz que revela el descrédito de María y descubre el porvenir que la esperaba. Y Richelieu pone, sin embargo, al paño de la Regente, lo que al principio parece producirle excelentes resultados. María de Médicis ha llevado hasta el fin, en política exterior, una negociación que es contraria a todo lo que luego ha de significar la política de Richelieu. Se trata de establecer una alianza doble con los Habsburgos de España y aflojar así uno de los lados de la cuerda que forma el lazo tendido alrededor de Francia. Se celebrará una doble boda. La princesa Isabel de Francia se casará con el heredero de la corona española, y la princesa española Ana de Austria, se casará con el heredero de la corona de Francia. La princesa Ana es bellísima, y aunque Luis XIII es aún un muchacho al que su madre tiene que explicarle las cosas con claridad, el atractivo de la princesa hará el resto y el matrimonio será feliz. Y si no lo es...., ¿qué importa al fin y al cabo? No es la felicidad la que suele presidir estas alianzas juveniles en las que pesan, ante todo, los grandes intereses de las dinastías. La Corte emprende pomposamente el camino hacia el Sur, mientras de Madrid sale otra comitiva extraordinaria que emprende su camino hacia el Norte. Ambas están destinadas a encontrarse y a efectuar un cambio de reinas. Una princesa de Francia se convertirá, con el tiempo, en reina española, y una princesa española será reina de Francia. Al pasar la comitiva francesa por Poitiers, le sale al encuentro Richelieu, que halla la mejor acogida por parte de María de Médicis. Inmediatamente se le designa al cada vez menos joven Obispo, pues tiene ya treinta años, un puesto en la Corte, y viaja con ella. Se efectúa, al fin, la gran ceremonia y la Corte francesa vuelve a París en 1616. La reina joven, Ana de Austria, deslumbra a todos con su belleza, un poco altanera y fría. Luis XIII, taciturno, cavilando los modos de hacerse con el mando efectivo, y de desplazar a su madre, no tiene aspecto de ser demasiado dichoso. Con el brillante cortejo llega el Obispo de Luçon, que ya tiene un cargo importante: es el capellán de la Reina. Capellán de Ana de Austria, de la cual estaba destinado a ser tenaz y porfiado enemigo. Y al poco tiempo, Consejero de Estado. Ha empezado abiertamente la carrera política del hombre que ha de dejar en la Francia de la Edad Moderna la huella más profunda. 21

Las vías de Cisneros se habían preparado de un modo más claramente providencial, pues pareció, y en la intención de Gonzalo Jiménez así era, que no había hecho nada por abrirlas. Marchó a la capellanía de Sigüenza, junto al gran Mendoza. Este ilustre príncipe de la Iglesia que sucedía, ha poco, a Carrillo de Acuña en la Archidiócesis de Toledo era pariente muy remoto del nuevo capellán. Pero no por esta causa, sino por las dotes que demostró inmediatamente a su lado, le tomó gran afecto, y lo que valía más en un hombre poderoso, concibió por él un respeto grande y lo consideró útil para empresas importantes. Tan claro vió Mendoza lo que valía Cisneros que le designó para vicario general de la diócesis, no sin sostener con Gonzalo Jiménez una de aquellas luchas a brazo partido que había que sostener con él siempre que se quería que aceptase un cargo. Fue, pues, vicario de Sigüenza, donde procedió con enérgico tino y tuvo influencia notable en la propia administración civil de la ciudad. Sus rentas eran ahora buenas, y puede decirse que le sobraban en su mayor parte, pues continuaba con su frugalidad y aspereza de vida, y se le había muerto su madre, a la que hubiera querido ayudar. Acaso por las reflexiones que en él despertó este suceso, o porque le pareciese excesiva molicie la de la existencia que llevaba, y se le renovasen las ansias ascéticas que siempre le habían acometido, el hecho es que, con general asombro, dejó el vicariato y sus rentas apacibles, y el aceptable bienestar del que en Sigüenza disfrutaba, y se hizo fraile franciscano. Añoraba ya, por lo visto, la tarima y la sopa. Y como esto ocurría en 1484, teniendo Cisneros cuarenta y ocho años, es presumible que para él significase aquella decisión la renuncia total y definitiva a cualquier clase de intervención en la vida del mundo, pero Dios disponía cosa muy diferente de la que Cisneros imaginaba. Ya no se llamaba Gonzalo, sino Fray Francisco. Habitaba en el convento de la Salceda y después el del Castañar, en las afueras de Toledo. Allí se entregó con verdadero fervor franciscano a la penitencia y al ayuno, y al contacto con la naturaleza, con la hermana agua y el hermano césped, y tal vez algún día, el hermano lobo. Porque pareciéndole el convento lugar abrigado y cómodo con exceso, el fraile cincuentón, a la edad en que otros hombres andan buscando una comodidad que creen merecida, se salió al bosque cercano, plantó una cabaña en él y allí se metió a rezar día y noche, a leer las Sagradas Escrituras y a comer mendrugos mojados en agua. Era ya un docto de muchísima fama.

El tiempo que resistió en Sigüenza lo había aprovechado para tomar lecciones de hebreo y de caldeo, siempre con afanes de aproximarse al texto primitivo de los Libros Sagrados. En su choza parecía pasarlo muy bien. Bajaba al convento, cumplía con los deberes estrictos que le imponía la Regla franciscana y hacía de cuando en vez alguna piadosa aparición por la ciudad y por los pueblos vecinos a ella. Entretanto proseguía su camino la Historia de España y llegábamos al año de plenitud, grandioso y bendito, de 1492. Todavía no se hablaba de Cisneros más que como un santo varón que comenzaba a envejecer. Ya tenía cincuenta y seis años, y con lo que él había dejado de comer, por ayunar voluntariamente, podía mantenerse una familia por buen espacio. Sus hierbas cocidas, su pan duro y su agua fresca. Y a dar gracias a Dios. 22

Sin embargo, el arzobispo de Toledo ya no era Carrillo de Acuña, que no llegó a conocer lo que Cisneros valía, sino González de Mendoza, que le conocía muy bien. Y las novedades de 1492 alcanzaban al mundo entero, cuanto más a los habitantes de España, aunque fuesen frailes en retiro. Precisamente la ocupación de Granada había traído como una de sus consecuencias la designación de cierto arzobispo de grata memoria, llamado Fray Hernando de Talavera. Y aquel nombramiento dejaba vacante un lugar de no poca importancia, que era el de confesor de Isabel la Católica. Por prudente y sabio que fuese el varón que ocupase el puesto, y mucha la discreción de la soberana, era inevitable que a través de la confesión llegasen a manos del confesor cuestiones graves de Estado y de ahí naciese una influencia política decisiva en muchas ocasiones. A consulta del confesor van los casos difíciles de conciencia, y una Reina tiene muchos problemas de este orden que resolver. Isabel quería elegir confesor con sumo tacto, y aconsejóse para ello del gran don Pedro González de Mendoza, que se acordó en seguida de aquel capellán que él tuvo en Sigüenza y que luego lo abandonó todo para hacerse franciscano. Hombre sabio, varón de santas costumbres y activas virtudes, y eminentemente desinteresado. Lo que se necesitaba para el puesto. Pero Mendoza conocía a Fray Francisco y pensó que si lo llamaba declarándole la intención de presentarle candidato para un grave puesto en la Corte iba a tener que enviar por él fuerzas armadas. Lo llamó, pues, ya de acuerdo con Isabel, que deseaba verlo y conversar con el largamente, diciéndole que lo necesitaba para que le ayudase en ciertos trabajos de interpretación y traducción de documentos. Cisneros se puso en camino a pie, se anduvo media España y se presentó en la Corte. Causó sensación su figura escueta, donde los ojos ardían por el fuego interior. La Reina tuvo conversaciones con él, procuró penetrarlo y ponerlo a prueba, y un día le dijo, de pronto, que deseaba tomarlo por confesor. Fray Francisco agotó la resistencia. Se deshizo en razones poderosas; era viejo, no conocía los hábitos de la Corte, le faltaba talento y claridad de juicio para tan difícil misión. No podía. A cada razón replicaba la Reina con otra. Y volvía a replicarle el fraile. Por fin, obstinóse la soberana y Cisneros tuvo que ceder, porque el señor Arzobispo de Toledo acabó por mandárselo y la virtud de la obediencia se le impuso. Aceptó, pues, el cargo de confesor de Isabel la Católica; pero no sin determinadas condiciones, que son para meditar, porque retratan a nuestro hombre de cuerpo entero. Primera condición había de ser la de que no viviría en la Corte, sino que habitaría en el convento franciscano que hubiere más cerca. Segunda, que no se le daría emolumento ni ración alguna para atender a su subsistencia, pues él era franciscano y tenía que atenerse a su Regla. Si había cerca un convento de su Orden comería en él; si la Corte viajara y no hubiese convento a mano, seguiría la norma de los frailes franciscanos en viaje, que es la de pedir limosna por calles y caminos y vivir de la caridad. Tercera, no se le impondría la obligación de dar consejo en asuntos que afectasen al Estado. He aquí, pues, que Fray Francisco toma todas las precauciones imaginables para cerrarles el camino a la influencia política y al apetito de riqueza y de poder. No quiere saber nada de la política, no quiere vivir en la Corte, no quiere dejar de ser en todo un humilde franciscano, ante el cual, como sacerdote de Cristo, bien puede arrodillarse la Reina Católica; pero en 23

cuanto se termina la confesión queda convertido en el más humilde súbdito de aquella Señora, tan humilde como otros súbditos suyos que para vivir han de implorar la caridad pública. Digámoslo otra vez. No va siglo y medio de distancia de Cisneros a Richelieu. Van las distancias astronómicas que serían necesarias para medir aproximadamente dos maneras de ver y de entender la vida. Cisneros fue lo que, en frase de Quevedo, pudiéramos llamar política de Dios y gobierno de Cristo. Richelieu fue lo que sencillamente llamamos un político. Hay entre estos dos conceptos un abismo que nos llevaría demasiado lejos, si lo quisiéramos sondear. Pero tal vez no era sólo por hondo y razonado patriotismo, sino también por una oposición fundamental de criterios por lo que nuestro Quevedo consideraba a Richelieu con tan aguda enemistad. Un salto de dos años en la vida larga y fecunda de Cisneros no supone demasiado. Tenía ya cincuenta y ocho, era casi un sesentón que debiera estar más prevenido para cuidados que para trabajos nuevos, cuando su prestigio eran tan grande que se vió elegido unánimemente para Padre Provincial de los Franciscanos de Castilla. Su jurisdicción abarcaba más de media España, pues con las dos regiones castellanas comprendía la murciana y la andaluza. Y el canoso y enjuto fraile se dispuso, según era deber impuesto por la Regla, a visitar a todos los conventos de franciscanos de aquella demarcación anchísima, y naturalmente a pie, como habrá supuesto el lector que ya va conociendo al confesor de Isabel la Católica. Llevaba un lego acompañante, dormían acá o allá en cuadras o pajares de las ventas, y comían de lo que les daban de limosna. Hallábanse entonces los conventos en gran relajación de costumbres, y por todo el orbe católico aleteaba ya la necesidad y urgencia de una reforma, que mal aconsejado por el diablo emprendió algún tiempo después Martín Lutero, y que la Iglesia realizó, por sí misma, verdaderamente como esperaban y creían todos los fieles católicos. La visita del Padre Provincial Jiménez de Cisneros, en aquella coyuntura, debió de ser muchas veces de una sublime ejemplaridad. Estábanse, en más de un convento, los frailes olvidados de la severidad de su Regla, bien avenidos con un vivir cómodo, y en algunos casos algo glotón, cuando se les venía encima aquella figura seca, llena del polvo de los caminos, con el zurrón ocupado por los mendrugos negros de la caridad y resultaba que era el Padre Provincial que, anda que te andarás, se estaba recorriendo las provincias. Ejemplo maravilloso de grandeza, vigor extraño y magnífico de una voluntad encendida por la fe. Cisneros corregía y enmendaba, recordaba los ejemplos antiguos perfumados por el aire húmedo de las colinas de Asís, y su ánimo se iba llenando de la convicción de que era necesaria, indispensable y urgente una reforma monacal. En su recorrido por Andalucía, y en el más remoto extremo de ella, le llegaron cartas de Isabel la Católica en las cuales reclamaba a su lado a su confesor. Tenía mucho que hacer. Los Reyes habían solicitado el año anterior Bula del Papa Alejandro VI que les autorizase a proceder a una reforma en todos los conventos de frailes y monjas de sus Estados. Cuando los Reyes Católicos lo pidieron y el Papa la concedió, es de suponer que sería justificada y urgente la reforma. Y en cuanto la autorización de Roma hubo llegado, la Reina llamó junto 24

a sí a Cisneros. El Provincial de los franciscanos venía precisamente muy bien preparado para cooperar a una reforma monacal. Se reunió con su ilustre penitente y comenzó una de las obras trascendentales que nos ha transmitido su nombre aureolado por la fama.

"UN ARZOBISPO DE SESENTA AÑOS" V En enero de 1494 fallecía el Cardenal Mendoza, arzobispo de Toledo. Anotemos esta fecha y volvamos un poco atrás. Ni remotamente abrigamos la pretensión de referir aquí la reforma monacal en la que se había empeñado Cisneros. Cualquiera de las obras de est e hombre, explicada en su realidad y en su alcance, sería suficiente para un libro. La cuestión de la reforma monacal es, por otra parte, muy complicada, y para hablar brevemente de ella se necesitaría, por parte del lector, un conocimiento previo del asunto que le permitiese interpretar los hechos en la forma debida. Varias causas habían contribuido a que en los conventos se perdiesen de vista las Reglas y a que ello tuviera una repercusión social importante. Cisneros se aplicó a cortar el abuso con tan dinámica y tremenda energía que lo que al principio pareció imposible se fue logrando, aunque para ello hubiese de cerrar algunas casas de religiosas, excomulgar a veces a una comunidad entera, o atacarla por las armas porque con las armas se resistían, como hicieron en Salamanca los dominicos. A finales del año en que se planteó y comenzó a desarrollarse esta labor titánica, cayó enfermo de tanta gravedad el Cardenal Mendoza que comprendió llegado su fin, y tomó las disposiciones necesarias. Fueron a visitarle los Reyes a su lecho de muerte, y allí mismo planteóse la cuestión importante de cuál había de ser la persona que sucediese al moribundo en la mitra toledana. El consejo de éste fue terminante, y eso que tenía un sobrino que aspiraba a la sucesión: Sus Majestades debían proponer al Papa que la silla de Toledo la ocupase aquel mismo fraile enérgico y andarín que estaba dando tanto que hablar con su reforma de los conventos. Fray Francisco Jiménez de Cisneros era el indicado. Basta ya, tal era la opinión de Mendoza, de grandes señores entronizados feudalmente en la mitra. Ya no hacía tanta falta como antaño el Obispo guerrero, y en cambio vendría muy bien a los intereses de la Iglesia y del Estado el arzobispo fraile y reformador religioso. Al príncipe soberbio debía suceder el sacerdote humilde. Tal era la opinión de Mendoza, que Isabel tuvo muy presente. Aspirantes calificados no faltaban. El propio Cisneros, a quien la Reina pidió su opinión, abogó por el Arzobispo de Sevilla, don Diego Hurtado de Mendoza. Aquello mismo confirmó a Isabel en que Mendoza había tenido razón, y a la muerte de éste despechó un emisario al Papa pidiéndole la Bula de nombramiento de Arzobispo de Toledo a favor de Fray Francisco Jiménez. El Papa lo otorgó así, y las Bulas llegaron cuando Cisneros estaba bien ajeno de tal cosa y se encontraba enzarzado en su batalla con los frailes rebeldes.

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Érase por las cercanías de la Semana Santa y la Corte de hallaba en Madrid. Fray Francisco confesó a la Reina y luego le dijo que se iba a Ocaña a pasar en retiro los días santos. Así se dispuso a hacerlo, y se hallaba aparejado un borriquillo, en el que pensaba hacer el viaje, cuando acudieron a decirle que la Reina lo llamaba. Corrió a verla, y cuando le tuvo delante, Isabel le puso en la mano la Bula pontificia. Pensó Cisneros que se le llamaba como otras veces para descifrar el documento con exactitud y leyó en voz alta el encabezamiento, el cual halló que decía: Alejandro, obispo, siervo de los siervos de Dios, a nuestro venerable hermano Fray Francisco, electo Arzobispo toledano. Fue tal el asombro de que se sintió acometido que la Bula se le cayó al suelo y no se acordó siquiera de agacharse para recogerla. La Reina, sonriendo, la recogió y se dispuso a leer; pero Fray Francisco exclamó destempladamente: "Eso no es para mí". Y salió de la habitación mascullando frases ininteligibles, aunque una se entendió, que ha pasado a la Historia. Se quedó parado un momento en la antecámara pensando en que, naturalmente, Isabel tenía que haberle propuesto para arzobispo, cuando el Papa le nombraba, y dijo: "Sólo a una mujer se le ocurre semejante disparate". Salió de estampía, montó en el borriquillo y tomó el trote más ligero que pudo, como su fuese huyendo del mismo diablo. Atónita Isabel de aquella fuga, por mucho que a Fray Francisco conociera y estuviese acostumbrada a sus genialidades, tomó la precaución de firmar una orden dirigida a Cisneros mandándole que volviese, porque presumió que si le enviaba un recado verbal el fraile encontraría pretexto para no entenderlo bien y no hacerle caso. Despachó gente a caballo que emprendiera el galope en persecución de Cisneros, y hasta las proximidades de Pinto no vieron dibujarse sobre el polvo del sendero al fraile dando talonazos en la panza del borrico para obligarle a correr. Le rodearon y le enseñaron la orden. Firmada de puño de Su Majestad no había más que obedecerla. Regresó; pero si pensaban que porque regresase estaba dispuesto a aceptar el arzobispado..... Ni tiempo, ni reflexiones, ni ruegos, ni nada fueron suficientes para que aceptase. Dijo que no era digno, ni capaz de ser arzobispo de Toledo y que no aceptaba. La Reina no tuvo más remedio que escribir al Papa y rogarle el envío de otra Bula que redujese de una vez a la obediencia a aquel increíble tozudo, a aquel sacerdote que se negaba en redondo a aceptar el mejor puesto en la carrera eclesiástica que se podía alcanzar en España. La nueva Bula llegó estando la Corte en Burgos, y a ella fue llamado Cisneros para que la recibiese. No había salida: el Papa mandaba terminantemente a Fray Francisco que aceptase el cargo de arzobispo de Toledo. Había transcurrido medio año con Cisneros nombrado, con la Reina diciendo que sí, y él que no. Al leer la nueva Bula se inclinó humildemente, diciendo "hágase", y desde los Reyes al último caballero de la Corte desfilaron ante él besándole la mano. Iba a cumplir sesenta años, pero no estaba al final de su carrera. Puede decirse más bien que la había empezado tres años antes. No sabían en el palacio arzobispal de Toledo lo que sobre ellos venía a paso de carga. Organizada la residencia arzobispal como la casa de un gran príncipe, lo cual no anotamos a guisa de censura o vituperio, había en ella mayordomos y palafreneros, criados y pinches, cocineros y reposteros, gorrones y bufones. El nuevo Arzobispo hizo saber que no necesitaba de nadie y que cada uno podía arreglárselas como mejor pudiese. Para los servicios de la casa vendrían unos frailes franciscanos, muy pocos. Para comer, en no 26

faltando el pan y el agua, sobraban la cocina y la repostería. Para dormir, la tarima era muy sana, y en ella se podía tender un arzobispo con su hábito burdo de franciscano que le envolvía muy bien, y sobraban camareros y lacayos. Siguió vistiendo su sayal y sus sandalias de esparto, y declaró que el borriquillo que tenía era muy bueno y no necesitaba cambiar de cabalgadura. Tardó dos años en celebrar su entrada solemne en la capital de la diócesis, y durante ellos anduvo con la Corte de acá para allá o prosiguiendo su reforma del monacato. Era de ver a la Corte en viaje, con sus caballeros y chambelanes, y luego al señor Arzobispo de Toledo con su hábito remendado, aguijando con las sandalias a su borriquillo. La pingüe renta de la diócesis, de la que se negó en redondo a que se cercenase un solo maravedí, la empleaba en obras y caridades, y él seguía en la mayor pobreza con tan fiero desaliño y furiosa austeridad, que era una especie de lección, a la vez que de compromiso para todos. Isabel tuvo que informar de nuevo a Su santidad de lo que estaba pasando, y el Papa, que lo era Alejandro VI, sobre el cual, sin aceptar calumnias, podemos formarnos una idea diametralmente opuesta a la de nuestro franciscano, despachó un Breve ordenando al Arzobispo de Toledo que viviese como la autoridad y grandeza de su nuevo cargo requería. De nuevo le fue preciso a Cisneros obedecer. Despachó a casi todos sus frailes y admitió pajes de las mejores familias nobles y algunos criados. En cuanto al borriquillo, lo trocó por una mula y declaró que con todo aquello ya había bastante y no le forzasen a más. Sobre esta mula verificó su entrada oficial y solemne en Toledo, a mediados de septiembre de 1497. Tampoco resultó fácil conseguir que la entrada fuese solemne y oficial. Pero aquí tropezó con lo que los toledanos consideraban derecho imprescriptible. El Señor Arzobispo tenía que entrar en la ciudad solemnemente, con todas las campanas echadas al vuelo, y el cabildo y el clero, y los regidores saliendo a las afueras para saludarle en el camino, y la multitud aclamándole y arrojándole flores, y pidiéndole su bendición. No entraría Fray Francisco una noche cualquiera y como a escondidas, aunque así se lo había propuesto. La ciudad tenía su derecho adquirido y no lo podía ceder. Cisneros, que conjugaba su áspera virtud con un talento de primer orden, hubo de convencerse de que los toledanos tenían razón, y no esperó que le pidiesen otro Breve al Papa en el cual Su Santidad le ordenase que entrara en Toledo solemnemente. Se avino a ello de buena gana, montó en su mula y se dirigió a la ciudad a la luz del sol y a la hora prevista. Y además iba vestido no así como se quiera, sino que se había puesto zapatos y un traje talar bueno y su sombrero correspondiente. Nadie había visto jamás a Fray Francisco con aquel lujo, pero la ocasión lo merecía. Delante iba en alto la misma gran cruz de plata del Cardenal Mendoza. Cisneros miraba hacia lo lejos con rostro sereno y grave. Debió de ser poco dado a personales recuerdos, considerándolos como tiernas minucias sentimentales; pero debió venírsele a la memoria, al mirar aquella cruz, el momento en que perseguido por el Arzobispo Carrillo, se guareció junto a Mendoza, el cual pasó a la silla toledana en la que había de sucederle aquel capellán que dejaba en Sigüenza y que después se había metido a fraile.

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Pero no debió de detenerse mucho en estas ideas aquel forzado confesor de reinas y forzado Obispo. Más hondamente le preocupaba, por razón de su auténtica humildad, el porvenir de responsabilidades enormes al que había sido llamado. Su rostro resplandecía de noble serenidad y su figura transpiraba una dignidad sencilla. Extramuros de la ciudad percibió el alegre son de las campanas mayores y divisó al clero que avanzaba a rendirle pleitesía y acompañarle para entrar. Las campanas de Francia tal vez nunca tuvieron, ni en la gótica Cité, un sonido tan puro. En Luçon casi habían desaparecido para ser bronce de las guerras civiles. Y Richelieu, Obispo no andariego, sino viajero, que es cosa distinta, se encontraba en París, de capellán de Ana de Austria, acechando su oportunidad. Aquella oportunidad seguía estando del lado de la Reina madre, y también de su favorito Concini, aquel mariscal de Ancre al que le cantaban coplas. Por aquel camino el flamante Consejero de Estado podía obtener el ascenso que ambicionaba, y al fin lo obtuvo. Una combinación de camarilla dejó vacante la Secretaría de Estado de Asuntos Exteriores y Richelieu fue designado para ocuparla. Ya era ministro, y no había tenido que esperar más que hasta 1616, fecha en la que tenía treinta y un años. Su propósito no se limitaba a aquello; pero era necesario esperar y seguir preparándose. Aquella Secretaría de Estado era un lugar excelente de aprendizaje y de observación. No bastaba a los planes de Richelieu, que eran vastos y totales, pero esperaba demostrar desde allí su talento y su valía, hacer que sus miras prevaleciesen y ponerse en situación de volcar lo que tenía dentro. Sin embargo, había calculado mal. Cierto tipo de políticos tenaces conciben siempre las posibilidades desde el interior del Poder, pensando que habrá tiempo para ir tomando las posturas que la realidad aconseje. No tienen presente lo que pudiéramos llamar acción directa, es decir, el golpe brusco que en un momento lo cambia todo y no permite la evolución. Uno se queda en un instante al descubierto, sin posibilidad de saltar sobre un abismo que acaba de excavarse. Y esto fue lo que le sucedió al joven Obispo, y por eso no pudo ser ministro, de primera intención, más que cinco meses. La segunda coyuntura había de tardar en presentarse. El cálculo basado sobre su propia fuerza y valor no era erróneo, y se impuso al fin. Pero, ¡cuánto había de costarle una precipitación a quien había demostrado tener tanta paciencia! El mecanismo montado por María de Médicis y Concini funcionaba con la misma seguridad que una barquichuela en un mar alborotado. Precisamente por su leve fragilidad la barquichuela siempre flota. Pero, ¿qué ocurre si, de pronto, alguien abre en el fondo una tronera? La tronera se abrió por decisión inesperada y terrible del joven Luis XIII, apoyado en su consejero Luynes. Es una decisión no rara en la historia política del mundo. Se pensó sencillamente en asesinar a Concini. Y una mañana de abril de 1617, a la entrada del Louvre alguien quiso detener al mariscal, y como éste, de una manera lógica, inició una forma de resistencia, tres disparos alborotaron la calma primaveral y Concini cayó a tierra para no levantarse. Con aquello entraba Luis XIII verdaderamente en su mayoría de edad, aunque no tenía sino dieciséis años, y María de Médicis comprendía que su papel había terminado. ¿Qué posición podía adoptar Richelieu? Si la caída de Concini no hubiera sido fulminante y mortal, seguramente no le hubieran faltado amigos entre sus adversarios, porque los buenos políticos nunca dejan de tener amistades entre los que se hallan enfrente. Pero 28

ocurriendo las cosas de aquella manera Richelieu no tenía más que un camino: Puesto que había abierto una sima insalvable entre un campo y otro, lo mejor era no intentar el salto siquiera y jugar el papel del hombre leal que lo sacrifica todo por permanecer fiel al partido en que milita. Al salir la Reina María de Médicis para su destierro de Blois la siguió fielmente, dando ejemplo del más abnegado desinterés. Entonces sí que empieza a mostrarse la paciencia genial de Richelieu. Ocho años tarda en reconquistar las posiciones perdidas. Ocho años que para aquel que no esté seguro de sí mismo bastan para hacerle perder la ruta, despistarlo y obligarle a dar donde no hubiera pensado ni querido. Esta línea recta es otra de las peculiaridades geniales que enlaza a Cisneros con Richelieu. No importa si las rectas iban a parar a lugares muy diferentes. En Cisneros era una perpendicular hacia el cielo, y en Richelieu una horizontal tendida sobre la tierra. Pero ni uno ni otro dejaron nunca de seguirla. Como consecuencia de la diferente dirección, Cisneros se iba encontrando lo que buscaba, y lo que no buscaba, y Richelieu solamente lo que buscaba. Sin embargo, el esfuerzo de voluntad acaso era más difícil en el segundo. Echándose a volar hacia el cielo no es difícil divisar la tierra. Caminando por la tierra es más difícil divisarla. Cisneros es mucho más grande. Richelieu mucho más humano. El primero nos hace pensar en un santo. El segundo nada más que en un hombre. Pero, ¡qué hombre más extraordinariamente sagaz, más persuadido de una misión y más apoderado de un criterio! Los primeros tiempos después de su caída no son nada fáciles ni buenos. Se le teme, porque se le considera el más ducho de los consejeros de la Reina madre. En un momento dado, se encuentra en el último rincón de Francia, en Avignon, que casi es territorio extranjero, o al menos neutral, porque es territorio pontificio. El Papa Paulo V, por el fuero de la dignidad eclesiástica, protesta por el confinamiento de un Obispo, ordena que se le dé el mejor trato en su territorio y le brinda el apoyo que necesita. Pero Richelieu no acepta nada. Es una resignada víctima que no recurre en contra de su Rey al apoyo de nadie, ni siquiera a aquel tan legítimo. Nada más natural que un Obispo se apoye en el Papa. Pero lo que Richelieu anhela es reconquistar al Rey de Francia para gobernarle el reino, y llegada aquella ocasión en la cual confía, no quiere tener compromisos con nadie, ni con el Papa siquiera, que es también por entonces un señor temporal, cuyos intereses pueden resultar, cualquier día, contrapuestos a los de Francia. Tal actitud, firmemente sostenida, le vale una suavización de los rigores del Monarca que aprovecha para estrechar de nuevo las relaciones con la Reina madre, y para asumir uno de los papeles más simpáticos de este mundo: el de tratar de poner de acuerdo a un hijo con su madre, cosa que, si no se consigue, es a la vez agradecida por la madre y por el hijo. ¡Qué extraordinario resulta este período de la vida de Richelieu, como muestra su férrea voluntad! Lo más admirable, políticamente, de su devoción por María de Médicis es que era perfectamente falsa e insincera. No se le ocultaba que aquella señora tenía la cabeza vacía, y él no deseaba vegetar contemplando aquella ruinosa obesidad, sino volver al lado del Rey y gobernar a Francia. Pero hay que esperar un año, y luego otro, y otro. Se espera. Los nervios saltan de impaciencia y parece que no se tiene prisa. Aquella lealtad firme, aquella mediación constante y eficaz acaban por impresionar a Luis XIII, que sabe que Richelieu vale 29

mucho y que, al fin y al cabo, no le molestaría contar con él. Pero Richelieu, que no había querido renunciar al obispado de Luçon mientras fue ministro, parece ahora cada vez más apegado a sus estudios religiosos, y hasta escribe algunos tratados. La perfección de su espera consiste en que parezca que no está esperando nada. Y así comprende que el robustecimiento de su autoridad religiosa será el mejor camino para reconquistar la otra autoridad que anhela. El capelo cardenalicio le es de absoluta necesidad para completar su maniobra. No puede dudar de que el Papa esté bien dispuesto en su favor, ya que ha sido un prelado perseguido. Pero hace falta que el Rey lo solicite, y aquello es más difícil. La primera vez en que la madre se lo pide al hijo el resultado no es favorable. Hay que esperar. Nada en suma. Dos años más de la misma conducta firme e irreprochable, de la misma lealtad sin sombras, ni recelos, de la misma devoción abnegada. Luis XIII acaba por ceder. El prestigio de Richelieu es grande, y siempre que se habla de Cardenales posibles se piensa en él. El Papa está deseando que se lo pidan. Al fin, en septiembre de 1622, todo se ha hecho y el capelo llega. Richelieu tiene treinta y siete años y es cardenal. En lo sucesivo será muy difícil que no se cuente con él.

"CADA UNO SU OBRA" VI No se pueden contar por lo menudo, ni siquiera deteniéndose nada más que en lo importante, los hechos de la vida de Cisneros o de Richelieu. Fueron tantos, y supusieron tanto, que apenas si cabe apoyar la semblanza más que en sucesos capitales de máxima importancia general. Richelieu, elevado al cardenalato, era un hombre indispensable. Aun se acordaba Luis XIII de los tiempos de la Regencia y de Concini; pero no podía menos de reconocer que no tenía a mano otro hombre que se pareciese al Cardenal. María de Médicis, que no había perdido del todo la influencia sobre su hijo, acosaba a éste para que Richelieu volviese al Consejo. Ocurrió lo que tenía que ocurrir. Luis XIII fue cediendo. En abril de 1624 llamó de nuevo a Richelieu para hacerle consejero de Estado. Sucediéronse unos meses de trabajo intenso del cardenal para dar a entender al Rey lo que de él podía prometerse y la lealtad decidida con que podía contar. Era necesario y urgente edificar un futuro. El Monarca lo comprendió así y acabó por elevar a Richelieu al cargo de primer ministro, en agosto del mismo año. Estaban colmadas las ambiciones alimentadas, primero en Luçon y después, en los terribles años de oscuridad y destierro. Ahora el Cardenal estaba delante del mapa de Francia y de Europa, sobre la que tenía algunas cosas que hacer. Su obra le esperaba y puso manos a ella con el afán y el método que había madurado largamente. No se le ocultaba la enorme dificultad de su papel. Pero él no había nacido para empresas fáciles. Su decisión estaba tomada, y formado su criterio. En realidad se había pasado los años que llevaba de uso de razón preparándose para el cargo de primer ministro. Los peones de su juego se le presentaban en la siguiente forma: Los Habsburgos de España y de Austria mantenían la hegemonía de Europa y cercaban en realidad a Francia, manteniéndola siempre amenazada por el Este y por el Sur. Inglaterra mostraba un poderío 30

naval creciente, en lucha con el poderío español, y Francia no representaba nada en el mar. Estas cuestiones políticas estaban envueltas en una ardua cuestión religiosa que tenía graves repercusiones dentro del propio territorio francés. Era necesario una doble labor que podía multiplicarse hasta presentar una faceta triple, o cuádruple. O múltiple, según los casos. Lo que hacía particularmente difícil la actuación de un ministro, por añadidura Cardenal, era que los Habsburgos, enemigos, representaban la causa católica en los campos de batalla europeos, y, en consecuencia, para combatirlos resultaba necesario buscar el apoyo de los príncipes protestantes, apoyándolos al mismo tiempo en su lucha con los católicos. Por otra parte, el peligro protestante en el interior representaba mucho políticamente, porque la minoría hugonote venía a ser un Estado dentro del Estado, con sus privilegios y casi su jurisdicción propia, con sus tropas y sus fuertes reductos. Se hacía necesario proceder de manera que el apoyo a los protestantes del exterior no resultase un robustecimiento de los del interior, y que el ataque a éstos no malquistase al ministro con los de fuera. Aquella obra, aparentemente imposible, fue la emprendida por Richelieu con una diplomacia prodigiosa y cambiante, según la cual, el apoyo a los príncipes protestantes extranjeros venía a ser la base de un derecho y de una mayor autoridad para atacar a los protestantes del interior de Francia. Es necesario un denodado esfuerzo de objetividad histórica para enjuiciar fríamente la obra de Richelieu desde un punto de vista católico y español. El juicio que, a última hora, formulaba Richelieu sobre sí mismo era éste: “No he tenido más enemigos que los del Estado". Y cuando el Papa tuvo noticia de su muerte, exclamó: “El Cardenal Richelieu tendrá bastantes cosas de las que dar cuenta a Dios". Pisamos, pues, terreno firme y no nos mueve pasión alguna cuando consideramos la obra de aquel hombre como gigantesca y perniciosa. Tampoco nos equivocamos al no admitir en su conducta política ninguna razón de orden superior espiritual. Se identificó con el Estado y quiso hacer de Francia un ideal superior a los otros. A este criterio ajustó su conducta, y por eso le vemos en el curso de su vida moviendo las piezas del tablero enorme sobre el que jugaba, sin escrúpulo alguno de naturaleza religiosa. Desde el punto de vista francés tampoco debe sorprendernos que España fuese uno de sus más importantes enemigos. En España encontraba fundidas, a mayor extremo que en otro lugar alguno, la aspiración católica y la nacional. Buscó la manera de aislarnos y debilitarnos. Si para ello tuvo que mover él, un Cardenal, a los protestantes contra nosotros, lo hizo. Y si tuvo que manchar la reputación, y amargar la vida de Ana de Austria, que era española y Reina de Francia, lo hizo también. El Estado por encima de todo. Ana de Austria, la bella española, no era ni podía ser feliz con Luis XIII. Este Rey tenía un complejo de inferioridad, creado por su madre, y en alianza extraña y curiosísima con los fueros y arrebatos de la suprema autoridad real. Ana de Austria, urge decirlo, no tenía un gran talento. Era una mujer digna de ser amada, pero que no resultaba apta para comprender la singular situación que encontró en la Corte francesa. Por otra parte, no olvidemos el factor natural, importantísimo, de que teniendo aproximadamente la misma 31

edad que el Rey, resultaba una mujer cuando se casó, mientras el Monarca era un niño. Matrimonio sin amor y con una diferencia efectiva, aunque no numérica, de años, no podía cuajar felizmente más que teniendo la mujer un excepcional talento. Ese no era, como hemos dicho, el caso de Ana de Austria, que vivía prácticamente separada de su marido, sin influencia verdadera en la política de Francia. Con todo, era española, y por lo tanto un peligro según el punto de vista de Richelieu. La novela ha tenido que hacer tanto como la Historia en el asunto de la maquinación urdida por el Cardenal para cavar lo más hondo posible el abismo que separaba al marido de la mujer, y realizar al mismo tiempo una jugada política de alcance internacional. Lo que parece verdad en todo aquel tejido de intrigas es que Richelieu aprovechó una maniobra que, en el fondo, iba dirigida contra él, para volverla contra sus enemigos y excitar al Rey aún más contra su esposa. Gobernaba Inglaterra, haciendo su voluntad, como favorito de Carlos I, el duque de Buckingham, personaje apuesto, valeroso, alocado y muy creído de su seducción y de su fortuna. A la intrigante duquesa de Chevreuse, se le ocurrió que una relación amorosa de la despechada y abandonada Ana de Austria con el galante duque, podría resultar una alianza de Inglaterra y de Francia contra Richelieu, arrojándolo del poder. Era una intriga femenina y loca, que no contaba con el elemento principal, que era la misma Reina. Se daba por seguro, operando con la moral de la señora de Chevreuse, que Ana no rehuiría el trato con un amante caballeroso y dueño efectivo de una nación, en los momentos en que el Rey, de una manera cruel y humillante, se negaba a hacer vida conyugal con ella. La combinación resultaba muy galante, y muy francesa, y de no haber dado con una española sosa y moral hubiera tal vez tenido resultados diferentes. Pero Ana de Austria no estaba a la altura de ciertas exquisiteces que la Chevreuse practicaba con alegre independencia, y la primera vez que el duque de Buckingham, creyendo seguro el terreno, inició la acción, la Reina comenzó a gritar y armó un escándalo como cualquier burguesa ofendida. En esto parece que quedó toda la novela, en un incidente ruidoso y molestísimo, en el que aquella "tonta" de española lo echó todo a perder con sus escrúpulos de colegiala. No había pasado más, y por consiguiente todo pudiera considerarse como un triunfo de Ana de Austria, si no hubiera estado el Cardenal allí para sacar todo el fruto posible de la aventura. Primer fruto: Alejar más a Luis XIII de su mujer, porque un marido, y más si es un Rey, y más si sus relaciones con su esposa son frías y despegadas, le molesta siempr e un incidente de esa índole, sobre todo habiendo quien lo resalte y le dé proporciones escandalosas, y no existiendo entre el matrimonio la cordialidad y franqueza necesarias para una explicación sin reservas. El Cardenal se guardó mucho de acusas de nada a la Reina, y se limitó a lamentarse de lo sucedido. Aquella lamentación era más que bastante para mantener viva la irritación del monarca y ahondar aquella separación tan beneficiosa para los propósitos del ministro, que alejaba del Rey la influencia española que más temible le podía resultar.

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Segundo fruto: Que le fuese prohibido a Buckingham todo acceso a territorio francés, con lo cual el ministro de Inglaterra, enemigo del Cardenal y amigo de los protestantes rebeldes del interior de Francia, quedaba inutilizado para toda acción que no fuese la guerra declarada. Y aún podríamos añadir otro fruto : El robustecimiento de la autoridad del Cardenal, que aún se basaba sobre precario, pues el favor de Luis XIII no le había sido otorgado francamente, sino que era un reconocimiento de sus dotes e iba acompañado de bastante recelo, ya que la suprema autoridad real suele ser celosa de la valía. Quedábales a los enemigos de Richelieu, después de su derrota, libre y expedito el camino de la conspiración y del asesinato. A ello se dedicaron ahincadamente, porque el ministro contaba con enemigos muy poderosos que podían ser y fueron, varias veces, amparo eficaz de conspiradores. El primero de estos enemigos era el duque de Anjou, hermano del Rey, tanto más temible cuanto que resultaba el heredero presunto, pues Ana vivía separada de su esposo y no había tenido más que un embarazo en los comienzos de su matrimonio, del que resultó un aborto desgraciado. Si el Rey no tenía hijos, el heredero del trono era su hermano. Y su hermano odiaba a aquel ministro que amenazaba con ser omnipotente. De las varias veces que la vida del Cardenal se vió en peligro, la primera de todas las que la Historia ha recogido fue la conspiración de Chaláis, conocida así por el que fue instrumento y víctima. Aquel pobre caballero Chaláis había entrado en la conspiración, con la ya citada Chevreuse, con amigos de Buckingham en Francia y con el duque de Anjou, especie de escurridizo y poco majestuoso "Deus ex machina". Richelieu lo descubrió todo a tiempo. Sabía que no le era posible herir a las cabezas principales. Pero quería mostrar de una vez que resultaba muy peligroso atacarle. Chaláis fue ejecutado. Al Rey le costó una enorme violencia, pero el aviso saludable estaba dado a los cuatro vientos. En medio de este combate de intrigas y de conspiraciones Richelieu planteó su obra y echó los principales jalones de ella. La cuestión de la Valtelina, resuelta con habilidad y con notoria falta de escrúpulos por el ministro, pudo dar, desde los primeros tiempos de su poderío, una muestra de lo que era capaz. La Valtelina era una faja de territorio, teóricamente neutral, que suponía un lazo de comunicación entre los Habsburgos de España y de Austria. Por Milán, la Valtelina suponía el acceso relativamente fácil a los países alpinos. Y Milán era como decir España. Desde allí se pasaba a Austria. Richelieu maniobró para inutilizar este nexo territorial entre las dos potencias que él combatía. Tuvo que manejar una baraja múltiple, en la que a veces jugaba contra el Pontífice, por lo menos en lo que éste era señor temporal. Pero si los primeros resultados favorables que obtuvo no eran definitivos, acabaron por serlo merced a la perseverancia y a la habilidad del juego diplomático de Richelieu. La obra que había asumido le llevaba a maniobrar contra España, apoyándose en los protestantes, y contra los protestantes infundiéndoles miedo con España. Es tal vez insigne como obra de un estadista, pero muchas veces sorprende que pueda ser la obra de un Cardenal. Y eso es lo que no ocurre nunca con la obra de Cisneros. Resultó digna de un estadista, pero era sobre todo digna de un Arzobispo que también fue Cardenal, aunque tardara bastante más en serlo que tardó años adelante el ministro francés. La obra de Fray Francisco, como 33

Arzobispo de Toledo, palidece, a pesar de su importancia, al lado de las que tenemos que describir en pro de la cultura nacional y de la patria española. Forzoso es, en este caso, más que en otro alguno, caminar fijando sólo la vista en los grandes hitos, ya que otra cosa no es posible a nuestro empeño. Cisneros realizó en su vasta diócesis una doble tarea encaminada a la restauración de templos y a la mejora de las costumbres y de la vida eclesiástica. Tropezó con grandes obstáculos como los había tropezado en la reforma monacal. Sus enemigos conseguían llevar a Roma informaciones falsas, y ya era Cisneros Arzobispo cuando su reforma se vió interrumpida y casi desautorizada cuando tuvo que hacer llegar, con mil trabajos las cosas a su punto para poder proseguir. En Toledo contó, desde el primer momento, con la enemiga del cabildo, al que quiso obligar a que viviese en comunidad. No eran aquellas las normas que habían regido hasta allí. Enviaron también su emisario a Roma; pero Cisneros lo supo oportunamente y logró una orden de los Reyes Católicos para que los hiciesen volver atrás apenas pisase la costa italiana. La indomable energía del Arzobispo consiguió mucho; pero hubo de ceder hábilmente en algunos extremos. El talento encuentra pronto vías para gobernar, Su vida, a pesar de que había tenido que ceder por orden pontificia en cuanto a las apariencias de cierto decoro y boato, continuaba en substancia siendo la misma que le hemos conocido. Solía entrar en su alcoba para acostarse, contemplar la cama suntuosa, o lecho del Arzobispo, como él decía, y tirar luego de una tarima que había debajo y tumbarse en ella para dormir. A aquello le llamaba él el lecho del fraile. Dormía aproximadamente unas cinco horas y se levantaba alrededor de las dos de la mañana. Decía su misa de alba, asistido por dos frailes franciscanos, rezaba sus oraciones, mientras lo afeitaban le leían en voz alta algún pasaje de la Biblia, y a las siete de la mañana comenzaban las audiencias que duraban cuatro horas, hasta las once. Recibía de pie a todo el mundo y se hartaba de dar avisos oportunos y de repartir limosnas. Se enteraba de centenares de memoriales, satisfacía a todos según justicia y cristiana caridad, y a las once de la mañana ya había cumplido la jornada de ocho horas. Entonces reunía a sus pajes y les daba lección de humanidades. Comía en reunión de teólogos y humanistas, y discutía con ellos puntos controvertidos de la Sagrada Escritura. Por la tarde se ocupaba de los asuntos de la diócesis, que le entretenían hasta la hora de la menguada cena, tras de la cual se retiraba a contemplar un momento la suntuosa cama del Arzobispo, volvía a tirar de la tarima y se tumbaba en ella las cuatro o cinco horas que faltaban hasta las dos. Se levantaba fresco, ágil y tranquilo, y volvía a empezar. Tenía, cuando le vemos hacer esta vida, sesenta y dos años. Pero no había de durar mucho en el pacífico y ordenado trabajo de gobernar su diócesis, porque asuntos de interés nacional le reclamarían, ya que los Reyes confiaban cada vez más en él y le llamaban con gran frecuencia para solicitar su consejo y ayuda. La pidieron en 1498 para una nueva empresa granadina de la que luego se hablará, porque antes de partir para ella quiso comenzar Cisneros el trazado de una de sus muchas y grandes obras, que fue la Universidad de Alcalá. Duróle ello todo el resto de la vida y aun quedaron 34

cosas por hacer; pero será bueno que demos ahora rápida cuenta del asunto, ya que no es posible seguir en todo rigurosamente la cronología. De 1498 a 1508 duró la construcción de la Universidad. Diez años empleados por Cisneros en otros menesteres importantes, mientras seguía su marcha lo que él había trazado y ordenado, y de lo que se ocupaba personalmente en todos los momentos posibles. La Universidad se abrió con profesores de lo más calificado de España y del extranjero, en el día de San Lucas de 1508. "Su fundador, dice Menéndez Pelayo, había excluido de aquellas aulas la enseñanza del Derecho Civil, reduciendo mucho la del Canónico. La Teología continuaba imperando, pero no ya en su forma antigua, dogmática y polémica, sino más bien en la de estudio e interpretación del texto Sagrado, para lo cual el conocimiento de los originales hebreo y griego, y el trabajo crítico de los humanistas eran preciso y necesario instrumento. Por eso en el período de gloria de la escuela complutense, que abarca los primeros sesenta años de su vida, se cultivaron en ella con igual amor la antigüedad profana y la sagrada... De las cuarenta y dos cátedras que el Cardenal estableció, seis eran de Gramática latina, cuatro de otras lenguas antiguas, cuatro de Retórica y ocho de Artes, o sea, de Filosofía. Con esta base de organización científica pudo impulsar Cisneros una de las obras más extraordinarias que se han hecho en favor de la cultura cristiana. Pudo verla terminada antes de morir, y gozarse en la contemplación del ejemplar impreso de aquella “Biblia Políglota", famosa en la Historia de los más nobles esfuerzos de la humanidad. La "Políglota contenía el texto hebreo, el griego de los Setenta, el caldaico para el Pentateuco, con las traducciones latinas de la "Vulgata" en interlínea; texto griego y latino del Nuevo Testamento y gramáticas y vocabularios de hebreo, caldeo, y griego. Todo ello estaba terminado de imprimir en 1517, en seis tomos, y nadie puede imaginar hoy los esfuerzos enormes que costó y el derroche de energía, de trabajo y de amor a la cultura. El Papa León X, generosamente, prestó códices griegos de la Biblioteca vaticana, cuyo transporte había de hacerse de Roma a Alcalá por emisarios especiales, que habían de emplear en el viaje largo tiempo. Hubo que fundir caracteres griegos, hebreos y caldeos que no se conocían en España, y ni siquiera duró cinco años la impresión total de la Biblia. La obra costó cincuenta mil escudos, cantidad fabulosa, que revela de qué modo le gustaba al Cardenal, para entonces ya era Cardenal, que se empleasen los dineros. Las obras debidas a su mecenazgo son muchas y a él se debe una protección decidida al arte de la imprenta que comenzaba a extenderse por entonces. A expensas suyas, publicó el Misal y el Breviario mozárabes, las obras del Tostado, muchas de Raimundo Lulio, y, por ejemplo, la "Agricultura" de Gabriel Alonso de Herrera, que mandó repartir gratis entre los labradores. Mecenas extraordinario, protector de la ciencia, defensor de la Religión y de la pureza de las costumbres, propagador de la fe. Aquella era la obra de Cisneros. Pero su virtud, su energía y su talento eran tan notorios que no podían dejarle que se ocupase sólo de ella. Era necesario que atendiese a más. Hemos de abandonar el recatado y agradable refugio de esta labor, que para explicarse necesitaría muchos capítulos, pues fue enorme la expansión de 35

cultura provocada por Cisneros con un sentido a la vez profundo y renovador. Porque la Universidad de Alcalá no obedece tan sólo al propósito de dejar una obra distinta en el terreno de lo material, sino de abrir paso a corrientes nuevas, a las que permanecía cerrada, por el momento, la Universidad de Salamanca. Las lecturas tenaces de la Sagrada Escritura realizadas por Cisneros a través de toda su vida, lo mismo en las Bibliotecas de Roma, que a través del ventanillo de Santorcaz, que aprendiendo hebreo con los judíos de Sigüenza, que meditando en el bosquecillo del convento franciscano en las afueras de Toledo, dieron espléndido fruto, no sólo en la formación de un hombre singular que había penetrado como pocos en el espíritu de los Santos Libros, sino de la creación de un foco de cultura que fue, durante cerca de un siglo, atracción de doctos y asombro de eruditos dentro y fuera de España. Al hombre que había acumulado y extendido sabiduría tan profunda y ciencia tan durable era al que había que acudir cuando una empresa vasta o difícil requería aquel vigor templado, aquella acerada voluntad, aquella sabiduría que había bebido en la fuente de donde le viene al hombre toda auténtica sabiduría. No se pueden contar por lo menudo, ni siquiera deteniéndose nada más que en lo importante, los hechos de la vida de Cisneros o de Richelieu. Fueron tantos, y supusieron tanto, que apenas si cabe apoyar la semblanza más que en sucesos capitales de máxima importancia general. Richelieu, elevado al cardenalato, era un hombre indispensable. Aun se acordaba Luis XIII de los tiempos de la Regencia y de Concini; pero no podía menos de reconocer que no tenía a mano otro hombre que se pareciese al Cardenal. María de Médicis, que no había perdido del todo la influencia sobre su hijo, acosaba a éste para que Richelieu volviese al Consejo. Ocurrió lo que tenía que ocurrir. Luis XIII fue cediendo. En abril de 1624 llamó de nuevo a Richelieu para hacerle consejero de Estado. Sucediéronse unos meses de trabajo intenso del cardenal para dar a entender al Rey lo que de él podía prometerse y la lealtad decidida con que podía contar. Era necesario y urgente edificar un futuro. El Monarca lo comprendió así y acabó por elevar a Richelieu al cargo de primer ministro, en agosto del mismo año. Estaban colmadas las ambiciones alimentadas, primero en Luçon y después, en los terribles años de oscuridad y destierro. Ahora el Cardenal estaba delante del mapa de Francia y de Europa, sobre la que tenía algunas cosas que hacer. Su obra le esperaba y puso manos a ella con el afán y el método que había madurado largamente. No se le ocultaba la enorme dificultad de su papel. Pero él no había nacido para empresas fáciles. Su decisión estaba tomada, y formado su criterio. En realidad se había pasado los años que llevaba de uso de razón preparándose para el cargo de primer ministro. Los peones de su juego se le presentaban en la siguiente forma: Los Habsburgos de España y de Austria mantenían la hegemonía de Europa y cercaban en realidad a Francia, manteniéndola siempre amenazada por el Este y por el Sur. Inglaterra mostraba un poderío naval creciente, en lucha con el poderío español, y Francia no representaba nada en el mar. Estas cuestiones políticas estaban envueltas en una ardua cuestión religiosa que tenía graves repercusiones dentro del propio territorio francés. Era necesario una doble labor que podía 36

multiplicarse hasta presentar una faceta triple, o cuádruple. O múltiple, según los casos. Lo que hacía particularmente difícil la actuación de un ministro, por añadidura Cardenal, era que los Habsburgos, enemigos, representaban la causa católica en los campos de batalla europeos, y, en consecuencia, para combatirlos resultaba necesario buscar el apoyo de los príncipes protestantes, apoyándolos al mismo tiempo en su lucha con los católicos. Por otra parte, el peligro protestante en el interior representaba mucho políticamente, porque la minoría hugonote venía a ser un Estado dentro del Estado, con sus privilegios y casi su jurisdicción propia, con sus tropas y sus fuertes reductos. Se hacía necesario proceder de manera que el apoyo a los protestantes del exterior no resultase un robustecimiento de los del interior, y que el ataque a éstos no malquistase al ministro con los de fuera. Aquella obra, aparentemente imposible, fue la emprendida por Richelieu con una diplomacia prodigiosa y cambiante, según la cual, el apoyo a los príncipes protestantes extranjeros venía a ser la base de un derecho y de una mayor autoridad para atacar a los protestantes del interior de Francia. Es necesario un denodado esfuerzo de objetividad histórica para enjuiciar fríamente la obra de Richelieu desde un punto de vista católico y español. El juicio que, a última hora, formulaba Richelieu sobre sí mismo era éste: “No he tenido más enemigos que los del Estado". Y cuando el Papa tuvo noticia de su muerte, exclamó: “El Cardenal Richelieu tendrá bastantes cosas de las que dar cuenta a Dios". Pisamos, pues, terreno firme y no nos mueve pasión alguna cuando consideramos la obra de aquel hombre como gigantesca y perniciosa. Tampoco nos equivocamos al no admitir en su conducta política ninguna razón de orden superior espiritual. Se identificó con el Estado y quiso hacer de Francia un ideal superior a los otros. A este criterio ajustó su conducta, y por eso le vemos en el curso de su vida moviendo las piezas del tablero enorme sobre el que jugaba, sin escrúpulo alguno de naturaleza religiosa. Desde el punto de vista francés tampoco debe sorprendernos que España fuese uno de sus más importantes enemigos. En España encontraba fundidas, a mayor extremo que en otro lugar alguno, la aspiración católica y la nacional. Buscó la manera de aislarnos y debilitarnos. Si para ello tuvo que mover él, un Cardenal, a los protestantes contra nosotros, lo hizo. Y si tuvo que manchar la reputación, y amargar la vida de Ana de Austria, que era española y Reina de Francia, lo hizo también. El Estado por encima de todo. Ana de Austria, la bella española, no era ni podía ser feliz con Luis XIII. Este Rey tenía un complejo de inferioridad, creado por su madre, y en alianza extraña y curiosísima con los fueros y arrebatos de la suprema autoridad real. Ana de Austria, urge decirlo, no tenía un gran talento. Era una mujer digna de ser amada, pero que no resultaba apta para comprender la singular situación que encontró en la Corte francesa. Por otra parte, no olvidemos el factor natural, importantísimo, de que teniendo aproximadamente la misma edad que el Rey, resultaba una mujer cuando se casó, mientras el Monarca era un niño. Matrimonio sin amor y con una diferencia efectiva, aunque no numérica, de años, no podía cuajar felizmente más que teniendo la mujer un excepcional talento. Ese no era, como 37

hemos dicho, el caso de Ana de Austria, que vivía prácticamente separada de su marido, sin influencia verdadera en la política de Francia. Con todo, era española, y por lo tanto un peligro según el punto de vista de Richelieu. La novela ha tenido que hacer tanto como la Historia en el asunto de la maquinación urdida por el Cardenal para cavar lo más hondo posible el abismo que separaba al marido de la mujer, y realizar al mismo tiempo una jugada política de alcance internacional. Lo que parece verdad en todo aquel tejido de intrigas es que Richelieu aprovechó una maniobra que, en el fondo, iba dirigida contra él, para volverla contra sus enemigos y excitar al Rey aún más contra su esposa. Gobernaba Inglaterra, haciendo su voluntad, como favorito de Carlos I, el duque de Buckingham, personaje apuesto, valeroso, alocado y muy creído de su seducción y de su fortuna. A la intrigante duquesa de Chevreuse, se le ocurrió que una relación amorosa de la despechada y abandonada Ana de Austria con el galante duque, podría resultar una alianza de Inglaterra y de Francia contra Richelieu, arrojándolo del poder. Era una intriga femenina y loca, que no contaba con el elemento principal, que era la misma Reina. Se daba por seguro, operando con la moral de la señora de Chevreuse, que Ana no rehuiría el trato con un amante caballeroso y dueño efectivo de una nación, en los momentos en que el Rey, de una manera cruel y humillante, se negaba a hacer vida conyugal con ella. La combinación resultaba muy galante, y muy francesa, y de no haber dado con una española sosa y moral hubiera tal vez tenido resultados diferentes. Pero Ana de Austria no estaba a la altura de ciertas exquisiteces que la Chevreuse practicaba con alegre independencia, y la primera vez que el duque de Buckingham, creyendo seguro el terreno, inició la acción, la Reina comenzó a gritar y armó un escándalo como cualquier burguesa ofendida. En esto parece que quedó toda la novela, en un incidente ruidoso y molestísimo, en el que aquella "tonta" de española lo echó todo a perder con sus escrúpulos de colegiala. No había pasado más, y por consiguiente todo pudiera considerarse como un triunfo de Ana de Austria, si no hubiera estado el Cardenal allí para sacar todo el fruto posible de la aventura. Primer fruto: Alejar más a Luis XIII de su mujer, porque un marido, y más si es un Rey, y más si sus relaciones con su esposa son frías y despegadas, le molesta siempre un incidente de esa índole, sobre todo habiendo quien lo resalte y le dé proporciones escandalosas, y no existiendo entre el matrimonio la cordialidad y franqueza necesarias para una explicación sin reservas. El Cardenal se guardó mucho de acusas de nada a la Reina, y se limitó a lamentarse de lo sucedido. Aquella lamentación era más que bastante para mantener viva la irritación del monarca y ahondar aquella separación tan beneficiosa para los propósitos del ministro, que alejaba del Rey la influencia española que más temible le podía resultar. Segundo fruto: Que le fuese prohibido a Buckingham todo acceso a territorio francés, con lo cual el ministro de Inglaterra, enemigo del Cardenal y amigo de los protestantes rebeldes del interior de Francia, quedaba inutilizado para toda acción que no fuese la guerra declarada. Y aún podríamos añadir otro fruto : El robustecimiento de la autoridad del 38

Cardenal, que aún se basaba sobre precario, pues el favor de Luis XIII no le había sido otorgado francamente, sino que era un reconocimiento de sus dotes e iba acompañado de bastante recelo, ya que la suprema autoridad real suele ser celosa de la valía. Quedábales a los enemigos de Richelieu, después de su derrota, libre y expedito el camino de la conspiración y del asesinato. A ello se dedicaron ahincadamente, porque el ministro contaba con enemigos muy poderosos que podían ser y fueron, varias veces, amparo eficaz de conspiradores. El primero de estos enemigos era el duque de Anjou, hermano del Rey, tanto más temible cuanto que resultaba el heredero presunto, pues Ana vivía separada de su esposo y no había tenido más que un embarazo en los comienzos de su matrimonio, del que resultó un aborto desgraciado. Si el Rey no tenía hijos, el heredero del trono era su hermano. Y su hermano odiaba a aquel ministro que amenazaba con ser omnipotente. De las varias veces que la vida del Cardenal se vió en peligro, la primera de todas las que la Historia ha recogido fue la conspiración de Chaláis, conocida así por el que fue instrumento y víctima. Aquel pobre caballero Chaláis había entrado en la conspiración, con la ya citada Chevreuse, con amigos de Buckingham en Francia y con el duque de Anjou, especie de escurridizo y poco majestuoso "Deus ex machina". Richelieu lo descubrió todo a tiempo. Sabía que no le era posible herir a las cabezas principales. Pero quería mostrar de una vez que resultaba muy peligroso atacarle. Chaláis fue ejecutado. Al Rey le costó una enorme violencia, pero el aviso saludable estaba dado a los cuatro vientos. En medio de este combate de intrigas y de conspiraciones Richelieu planteó su obra y echó los principales jalones de ella. La cuestión de la Valtelina, resuelta con habilidad y con notoria falta de escrúpulos por el ministro, pudo dar, desde los primeros tiempos de su poderío, una muestra de lo que era capaz. La Valtelina era una faja de territorio, teóricamente neutral, que suponía un lazo de comunicación entre los Habsburgos de España y de Austria. Por Milán, la Valtelina suponía el acceso relativamente fácil a los países alpinos. Y Milán era como decir España. Desde allí se pasaba a Austria. Richelieu maniobró para inutilizar este nexo territorial entre las dos potencias que él combatía. Tuvo que manejar una baraja múltiple, en la que a veces jugaba contra el Pontífice, por lo menos en lo que éste era señor temporal. Pero si los primeros resultados favorables que obtuvo no eran definitivos, acabaron por serlo merced a la perseverancia y a la habilidad del juego diplomático de Richelieu. La obra que había asumido le llevaba a maniobrar contra España, apoyándose en los protestantes, y contra los protestantes infundiéndoles miedo con España. Es tal vez insigne como obra de un estadista, pero muchas veces sorprende que pueda ser la obra de un Cardenal. Y eso es lo que no ocurre nunca con la obra de Cisneros. Resultó digna de un estadista, pero era sobre todo digna de un Arzobispo que también fue Cardenal, aunque tardara bastante más en serlo que tardó años adelante el ministro francés. La obra de Fray Francisco, como Arzobispo de Toledo, palidece, a pesar de su importancia, al lado de las que tenemos que describir en pro de la cultura nacional y de la patria española. Forzoso es, en este caso, más que en otro alguno, caminar fijando sólo la vista en los grandes hitos, ya que otra cosa no es posible a nuestro empeño. Cisneros realizó en su vasta diócesis una doble tarea encaminada 39

a la restauración de templos y a la mejora de las costumbres y de la vida eclesiástica. Tropezó con grandes obstáculos como los había tropezado en la reforma monacal. Sus enemigos conseguían llevar a Roma informaciones falsas, y ya era Cisneros Arzobispo cuando su reforma se vió interrumpida y casi desautorizada cuando tuvo que hacer llegar, con mil trabajos las cosas a su punto para poder proseguir. En Toledo contó, desde el primer momento, con la enemiga del cabildo, al que quiso obligar a que viviese en comunidad. No eran aquellas las normas que habían regido hasta allí. Enviaron también su emisario a Roma; pero Cisneros lo supo oportunamente y logró una orden de los Reyes Católicos para que los hiciesen volver atrás apenas pisase la costa italiana. La indomable energía del Arzobispo consiguió mucho; pero hubo de ceder hábilmente en algunos extremos. El talento encuentra pronto vías para gobernar, Su vida, a pesar de que había tenido que ceder por orden pontificia en cuanto a las apariencias de cierto decoro y boato, continuaba en substancia siendo la misma que le hemos conocido. Solía entrar en su alcoba para acostarse, contemplar la cama suntuosa, o lecho del Arzobispo, como él decía, y tirar luego de una tarima que había debajo y tumbarse en ella para dormir. A aquello le llamaba él el lecho del fraile. Dormía aproximadamente unas cinco horas y se levantaba alrededor de las dos de la mañana. Decía su misa de alba, asistido por dos frailes franciscanos, rezaba sus oraciones, mientras lo afeitaban le leían en voz alta algún pasaje de la Biblia, y a las siete de la mañana comenzaban las audiencias que duraban cuatro horas, hasta las once. Recibía de pie a todo el mundo y se hartaba de dar avisos oportunos y de repartir limosnas. Se enteraba de centenares de memoriales, satisfacía a todos según justicia y cristiana caridad, y a las once de la mañana ya había cumplido la jornada de ocho horas. Entonces reunía a sus pajes y les daba lección de humanidades. Comía en reunión de teólogos y humanistas, y discutía con ellos puntos controvertidos de la Sagrada Escritura. Por la tarde se ocupaba de los asuntos de la diócesis, que le entretenían hasta la hora de la menguada cena, tras de la cual se retiraba a contemplar un momento la suntuosa cama del Arzobispo, volvía a tirar de la tarima y se tumbaba en ella las cuatro o cinco horas que faltaban hasta las dos. Se levantaba fresco, ágil y tranquilo, y volvía a empezar. Tenía, cuando le vemos hacer esta vida, sesenta y dos años. Pero no había de durar mucho en el pacífico y ordenado trabajo de gobernar su diócesis, porque asuntos de interés nacional le reclamarían, ya que los Reyes confiaban cada vez más en él y le llamaban con gran frecuencia para solicitar su consejo y ayuda. La pidieron en 1498 para una nueva empresa granadina de la que luego se hablará, porque antes de partir para ella quiso comenzar Cisneros el trazado de una de sus muchas y grandes obras, que fue la Universidad de Alcalá. Duróle ello todo el resto de la vi da y aun quedaron cosas por hacer; pero será bueno que demos ahora rápida cuenta del asunto, ya que no es posible seguir en todo rigurosamente la cronología. De 1498 a 1508 duró la construcción de la Universidad. Diez años empleados por Cisneros en otros menesteres importantes, mientras seguía su marcha lo que él había trazado y ordenado, y de lo que se ocupaba 40

personalmente en todos los momentos posibles. La Universidad se abrió con profesores de lo más calificado de España y del extranjero, en el día de San Lucas de 1508. "Su fundador, dice Menéndez Pelayo, había excluido de aquellas aulas la enseñanza del Derecho Civil, reduciendo mucho la del Canónico. La Teología continuaba imperando, pero no ya en su forma antigua, dogmática y polémica, sino más bien en la de estudio e interpretación del texto Sagrado, para lo cual el conocimiento de los originales hebreo y griego, y el trabajo crítico de los humanistas eran preciso y necesario instrumento. Por eso en el período de gloria de la escuela complutense, que abarca los primeros sesenta años de su vida, se cultivaron en ella con igual amor la antigüedad profana y la sagrada... De las cuarenta y dos cátedras que el Cardenal estableció, seis eran de Gramática latina, cuatro de otras lenguas antiguas, cuatro de Retórica y ocho de Artes, o sea, de Filosofía. Con esta base de organización científica pudo impulsar Cisneros una de las obras más extraordinarias que se han hecho en favor de la cultura cristiana. Pudo verla terminada antes de morir, y gozarse en la contemplación del ejemplar impreso de aquella “Biblia Políglota", famosa en la Historia de los más nobles esfuerzos de la humanidad. La "Políglota contenía el texto hebreo, el griego de los Setenta, el caldaico para el Pentateuco, con las traducciones latinas de la "Vulgata" en interlínea; texto griego y latino del Nuevo Testamento y gramáticas y vocabularios de hebreo, caldeo, y griego. Todo ello estaba terminado de imprimir en 1517, en seis tomos, y nadie puede imaginar hoy los esfuerzos enormes que costó y el derroche de energía, de trabajo y de amor a la cultura. El Papa León X, generosamente, prestó códices griegos de la Biblioteca vaticana, cuyo transporte había de hacerse de Roma a Alcalá por emisarios especiales, que habían de emplear en el viaje largo tiempo. Hubo que fundir caracteres griegos, hebreos y caldeos que no se conocían en España, y ni siquiera duró cinco años la impresión total de la Biblia. La obra costó cincuenta mil escudos, cantidad fabulosa, que revela de qué modo le gustaba al Cardenal, para entonces ya era Cardenal, que se empleasen los dineros. Las obras debidas a su mecenazgo son muchas y a él se debe una protección decidida al arte de la imprenta que comenzaba a extenderse por entonces. A expensas suyas publicó el Misal y el Breviario mozárabes, las obras del Tostado, muchas de Raimundo Lulio, y, por ejemplo, la "Agricultura" de Gabriel Alonso de Herrera, que mandó repartir gratis entre los labradores. Mecenas extraordinario, protector de la ciencia, defensor de la Religión y de la pureza de las costumbres, propagador de la fe. Aquella era la obra de Cisneros. Pero su virtud, su energía y su talento eran tan notorios que no podían dejarle que se ocupase sólo de ella. Era necesario que atendiese a más. Hemos de abandonar el recatado y agradable refugio de esta labor, que para explicarse necesitaría muchos capítulos, pues fue enorme la expansión de cultura provocada por Cisneros con un sentido a la vez profundo y renovador. Porque la Universidad de Alcalá no obedece tan sólo al propósito de dejar una obra distinta en el terreno de lo material, sino de abrir paso a corrientes nuevas, a las que permanecía cerrada, por el momento, la Universidad de Salamanca.

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Las lecturas tenaces de la Sagrada Escritura realizadas por Cisneros a través de toda su vida, lo mismo en las Bibliotecas de Roma, que a través del ventanillo de Santorcaz, que aprendiendo hebreo con los judíos de Sigüenza, que meditando en el bosquecillo del convento franciscano en las afueras de Toledo, dieron espléndido fruto, no sólo en la formación de un hombre singular que había penetrado como pocos en el espíritu de los Santos Libros, sino de la creación de un foco de cultura que fue, durante cerca de un siglo, atracción de doctos y asombro de eruditos dentro y fuera de España. Al hombre que había acumulado y extendido sabiduría tan profunda y ciencia tan durable era al que había que acudir cuando una empresa vasta o difícil requería aquel vigor templado, aquella acerada voluntad, aquella sabiduría que había bebido en la fuente de donde le viene al hombre toda auténtica sabiduría.

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"SEGUNDA CONQUISTA DE GRANADA Y CONQUISTA DE LA ROCHELA" VII Los primeros cuidados de Cisneros para la fundación de la Universidad de Alcalá fueron interrumpidos por una llamada urgente de los Reyes Católicos, que reclamaban su presencia en Granada. Era por los años de 1499. La ciudad, en manos cristianas desde 1492, estaba gobernada, en lo civil, por el conde de Tendilla, y en lo religioso por Fray Hernando de Talavera, el santo varón que había confesado a Isabel antes que Fray Francisco, y que ocupaba la silla arzobispal en la ciudad andaluza. Ambos hombres llevaban a cabo su labor en la armonía más estrecha. Fray Hernando era un dechado de virtud y un amigo de los métodos lentos y suaves. El conde de Tendilla coincidía con él, y así de común acuerdo gobernaban entre ambos la ciudad y eran bien quistos en ella, y hasta muy queridos y admirados, sobre todo el Arzobispo, cuya bondad y caridad resultaban evidentes a los más refractarios de la población. Porque no hay que olvidar que Granada había sido conquistada a los moros, y en realidad estaba habitada por moros todavía. La creencia musulmana anidaba en la mayor parte de los corazones, y en la jerga absurda, mezcla del árabe y del castellano que hablaban allí, se elevaban muchas más oraciones a Alá y a Mahoma, su profeta, que al verdadero Dios, a Jesucristo y a su Santísima Madre. Con la perfecta unión que existía entre Estado e Iglesia, Tendilla y Fray Hernando, llevaban a una la evangelización de la ciudad. El de Talavera había hecho que los sacerdotes aprendiesen la algarabía que hablaba el pueblo y le predicasen en ella la verdad, para atraerlos por convencimiento. La obra era difícil y tarda, pero muy segura. Respondía al criterio respetable de un hombre como Fray Hernando, que murió en 42

olor de santidad, y hubiera dado indudablemente un día su fruto. Pero los Reyes Católicos se alarmaron al advertir que el número de conversiones era pequeño y que a los siete años de la conquista tenían aún a los moros dentro de casa. Y llamaron en su ayuda a Cisneros para que colaborara con Talavera, al que respetaban mucho, e imprimiese un rumbo nuevo a la situación. Hacía falta acabar con aquel problema. Ellos habían realizado la conquista material de Granada. Era necesario que Cisneros realizase la espiritual. El Arzobispo de Toledo se halló en un conflicto que tenía una parte política y una parte religiosa. La parte política era que los Reyes necesitaban urgentemente, como fuera, la pacificación y dominio espiritual de Granada. Como este dominio había de operarse mediante la conversión de los que profesaban el mahometismo, la parte religiosa del problema era fundamental. Si los musulmanes no se convertían, ¿existía una manera militar de convertirlos? Fray Hernando, (empecemos por decir que aquellos dos insignes varones mantuvieron posiciones contrarias, dentro de tratarse con la mayor amistad y caridad), opinaba que no había más recurso que el empleado por él. A eso replicaba Cisneros que con tal recurso sería cosa de cincuenta años la conversión de los granadinos, y Sus Altezas no podían esperar. Que esperen, venía a decir con sus razonamientos Talavera. Pero en el enérgico carácter de Cisneros brotó aquella razón puramente religiosa que él necesitaba para sentirse movido a una actuación dinámica y a fondo. ¿Y las almas que se fueran perdiendo durante aquellos cincuenta años? ¡Había que salvar a la gente, aunque fuera a cintarazos y contra su voluntad! Una vez puesto en marcha Cisneros con esta idea, iba a ser difícil detenerle. La segunda conquista de Granada iba a empezar. Por lo pronto, el ejército de invasión y ocupación llegó a las órdenes y a expensas de Cisneros, y fue que desparramó por todas las esquinas de la ciudad una gran tropa de sacerdotes que no dieron paz a la lengua, y comenzaron a predicar a voz en cuello y a instruir a los recalcitrantes. Por su parte Cisneros recibía en su residencia a los musulmanes más notables, y conversaba y discutía con ellos para convencerles y llevarlos a la verdadera fe. Su éxito fue, de momento, enorme; comenzaron las conversiones en masa y llegó un momento en que tenía que administrar el bautismo en grupos, echándoles el agua con un hisopo. El buen Fray Hernando recelaba un poco de aquello y temía que hubiese mucha falsa conversión; pero Cisneros, encendido en celo catequístico, proseguía su obra como si se tratase de una gran campaña militar y urgiese aniquilar al enemigo. Se emplearon los procedimientos más expeditivos compatibles con el caso, inclusive el de encerrar a pan y agua a algunos que tardaban mucho en convencerse. Talavera, que conocía mejor que Cisneros a los moros, temía una reacción por parte de los más distinguidos de la villa que podían tener una influencia sobre la multitud y arrastrarla a algo. Cisneros era aclamado por las calles y resultaba evidente que su energía había conseguido mucho. Pero....

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En efecto, si la conquista hubiera sido lo que fue en los primeros tiempos, nada más fácil ni de éxito mayor. Pero quedaban incidentes graves e inesperados, aunque no inesperados del todo para Fray Hernando, que comprendía que los moros más cultos e importantes tendrían por fuerza que intentar una reacción. Ésta se produjo, en efecto, con ocasión en que iba a ser detenida una joven que se negaba a convertirse. El populacho del Albaicín acometió a los agentes de la autoridad, formó una manifestación amenazadora, que engrosó rápidamente, y se dirigió a la residencia de Cisneros con el propósito de asesinarle. No se sabe cuántos de los que iban en aquel montón de levantiscos habían figurado entre los que Cisneros convirtió y bautizó, y días atrás le aclamaban por las calles. Pero esto no es raro en la multitud, y desde siglos se sabe la diferencia que va de un Domingo de Ramos a un Viernes Santo, siendo el mismo el protagonista y la misma multitud. Ahora bien, Cisneros con sus sesenta y tres años y las leguas que tenía andadas a pie, no estaba para asustarse por multitud de más o de menos. Se atrincheró en su casa, ordenó y dirigió la defensa, rechazó al enemigo y lo mantuvo a raya hasta que las fuerzas enviadas por Tendilla lo libertaron. Entonces los revoltosos formaron barricadas, cerraron el acceso al Albaicín y esperaron el ataque de las tropas, mientras Cisneros corría para Sevilla a dar cuenta de lo acaecido a los Reyes Católicos, que estaban allí, y que no dejarían de recibir noticias tendenciosas sobre los hechos. Llególe entonces la ocasión al de Talavera de mostrar que también sus métodos tenían alguna ventaja, y fue de esta manera: Que habiéndose fortificado los rebeldes de modo que sólo cabía contra ellos, que rechazaban todas las intimidaciones, una dura violencia, pidió realizar primero un ataque él solo. Y fue el ataque como tenía que ser siendo suyo. Encaramóse el señor Arzobispo a una de las barricadas, traspasóla y comenzó a avanzar llevando un crucifijo en alto hacia los revoltosos. Éstos quedaron admirados y les dolió cometer acto de crueldad alguna contra aquel anciano, al que conocían muy bien, y que seguía llegándose lentamente hasta ellos. Y Fray Hernando avanzaba un paso tras otro a compás de procesión, como si no hubiera ido allí a otra cosa que a pasear reverentemente la imagen del Crucificado. El resultado fue que los más contumaces terminaron rodeándole, cayendo de rodillas y besándole los hábitos, y el suceso acabó allí. Las fuerzas del gobernador pudieron entrar pacíficamente. Victoria notable del método de suavidad de Fray Hernando, y que había necesitado de una energía templada que no tenía pareja más que en la de Fray Francisco. La idea de estos dos prelados insignes, trabajando juntos en la evangelización de Granada es de las más hermosas que hoy podemos evocar al recuerdo de aquellos tiempos. Cisneros volvió de Sevilla con la renovada confianza de los Reyes Católicos, a los que, en efecto, habían llegado informaciones que él pudo desvirtuar. La rebelión estaba vencida en la ciudad, aunque no acabó con aquellos episodios, sino que tuvo otro inmediato y otros posteriores en las Alpujarras, a cuyos montes huyeron como unos dos millares de los que no querían someterse en Granada. Fray Francisco puso el colofón a su expeditivo método realizando una nueva operación a fondo, de las que a él le gustaban, para rematar a conciencia sus obras. Mandó practicar un registro por toda la ciudad y se hizo con cuanto 44

libro o escrito árabe pudo hallar a mano. Realizó un primer "donoso y grande escrutinio" y separó, para que fuesen conservadas, aquellas obras o tratados de medicina, agricultura o ciencia que pudieran ser útiles. Con todo lo demás, referente a filosofía, cerámica, religión musulmana, textos y comentarios atañentes a las creencias moras, etc., formó una gran pira y le prendió fuego en la plaza pública. ¿Cuántos libros ardieron en aquella ocasión? Los historiadores dan una cifra que oscila entre cinco mil y novecientos mil. Tal vez la primera sea pequeña, pero la segunda es enormemente exagerada. Poco importa para el valor y la significación del hecho. Cisneros remató su conquista espiritual destruyendo las armas espirituales del enemigo. Es esta segunda reconquista de Granada tal vez el acto más discutido de los que llevó a cabo Cisneros en su vida. Hemos pasado por un tiempo en el que se consideró unánimemente como un error. Estamos en otro en el que puede ser considerado desde nuevo punto de vista. Pero no es ésta una discusión a la que debamos entregarnos aquí. Los hechos nos acusan el relieve enérgico y decidido de una personalidad que no reconocía obstáculos cuando se trataba del servicio de la fe. Gritar en nombre de la cultura contra el hombre que estaba fundando la Universidad de Alcalá parece una manifestación de fariseísmo que merece poco respeto. Desapareció, sin duda, en la quema de libros, mucho de lo que hubiera servido de pasto a curiosos historiadores. Probablemente no desapareció nada que hubiera podido servir, de conservarse, al progreso moral o material de la humanidad. La encendida fe de Cisneros, unida a su colosal y dinámica energía, dieron por resultado un procedimiento político. A costa de lo que fuera, Granada había sido conquistada de nuevo. También Richelieu se empleó en una conquista famosa, y con verdadero acierto militar. Fue su gran batalla contra los protestantes del interior, pues ya sabemos que, en cuanto al exterior, consideraba las cosas de otra manera. Pero sin duda la conquista a que nos referimos es el suceso más glorioso de la existencia de Richelieu y el que más sin reservas nos permite que le ensalcemos, ya que en aquel caso procedió como un buen ministro contra unos rebeldes, y como buen católico contra unos herejes. Hubo de recordar, y recordó amorosamente su aprendizaje militar, y en momento oportuno pudo revistar las tropas montando a caballo gallardamente, pero vestido con el rojo traje de Cardenal. Se trataba de acabar con el problema de La Rochela, problema en el que radicaba toda la actitud de los hugonotes frente al Estado. Y esto porque los hugonotes habían logrado, en realidad, crear su pequeño Estado para ellos, con el que llegó a concertarse algunos años antes, en 1622, una especie de tratado de paz, como si de veras se tratase de una nación independiente. Y es que La Rochela, plaza fortificada, estaba a la orilla del mar, en posición estratégica tan ventajosa que sólo desde el mar podía dominársela. Francia carecía de fuerzas navales casi en absoluto, mucho más si se tiene en cuenta que los hugonotes de La Rochela contarían con el apoyo inglés. E Inglaterra tenía una escuadra poderosa. La clave de todas las posibilidades francesas, por lo que a La Rochele se refiere, estaba en conservar la isla de Re, en la misma boca del puerto. Mientras esta isla fuese de Richelieu, la empresa contra La Rochela sería posible. Si los ingleses la tomaban, la plaza, abastecida por 45

mar, podría resistir indefinidamente. Buckingham, el poderoso ministro inglés, veía esto tan claro como todo el mundo. Por eso decidió, sin declaración de guerra a Francia, el golpe de mano contra la isla, y marchó allá con una escuadra numerosa que llevaba a bordo una tropa diez veces superior a la que Richelieu tenía en Re, al mando del señor de Toiras. Aquel momento decisivo puso a prueba la actividad y la iniciativa militar de Richelieu. Tenía su ejército de tierra bien plantado ante La Rochela cercándola perfectamente, un baluarte frente a otro. No se disparaba un tiro. Los de la ciudad contemplaban a los sitiadores y gastaban chirigotas y baladronadas contra ellos. Por lo pronto, el interés de la lucha no estaba allí. Lo que pasaba en torno a Re era mucho más dramático y mucho más importante. El Cardenal tuvo noticia de la salida de Buckingham con su escuadra. No podía pensar en cerrarle el paso. Sabía que llegarían a la isla, establecerían el bloqueo y realizarían un desembarco. Se trataba solamente de burlar el bloqueo y llevar socorros a los defensores de Re, para que éstos prolongasen la resistencia. El ataque habría de durar lo que los pertrechos y provisiones que la escuadra trajese consigo. Si Toiras rechazaba el asalto y resistía bien, todo el problema estaba en socorrerle hasta que Buckingham, agotado, tuviese que reembarcar. El Cardenal, venciendo las enormes dificultades, organizó una flotilla ligera de embarcaciones de la costa vasca. No le fue fácil, porque el pleito religioso dividía a la gente, y muchos se negaban a embarcar porque eran hugonotes. Hidalgos y caballeros católicos embarcaron en lugar de muchos marinos y todo se dispuso con la velocidad requerida, que era mucha. Buckingham, como estaba previsto, había llegado a la isla de Re y había desembarcado en ella 10.000 hombres. La guarnición de Toiras, encerrada en San Martín tras de los muros, se componía de 1.200. Podían tener víveres para tres o cuatro semanas. Podía tirar otras dos comiéndose los caballos o las ratas, pero si no los socorrían tendría que rendirse. La toma por asalto no era muy de temer, a pesar del número de atacantes, por resultar sobremanera difícil a pecho descubierto, y según pensó con acierto Richelieu, porque Buckingham no pondría mucho interés en ello, ya que le bastaría con aguardar los resultados del bloqueo, que le pondría a San Martín y a la isla en la mano, como una fruta madura. Los buques de Francia no eran de temer, ni podrían filtrarse sin ser vistos, ni aunque alguno lo lograse podría arrimarse sin sentirse encallado en las estacadas que se habían colocado muy de propósito. No podía contar Buckingham, jefe experto pero no genial, con la genialidad del enemigo que tenía enfrente. Procedió conforme Richelieu esperaba, pero Richelieu no procedió conforme esperaba él. Dio un primer asalto a San Martín y fue rechazado. No quiso sacrificar gente para ganar lo que pensaba coger gratis, y se estuvo quieto esperando que la guarnición terminase con la última cosa masticable que tuviese. Entretanto unas cuantas embarcaciones vascas se filtraron por la línea inglesa, pudieron arrimar sin temor a las estacadas y dejaron en la isla agua potable, grasa, legumbres y harina. No mucho, pero la guarnición, que había dado fin de las caballerías, se sintió confortada y con nuevos bríos. Iban seis semanas de bloqueo y de sitio, y no pensaban en rendirse. Buckingham empezaba a sentirse inquieto. Un segundo asalto, realizado con escasa convicción no le dio mejor resultado que el primero. Sus tropas comenzaban a encontrarse mal y con pocas ganas de combatir. No sabía qué hacer y comenzaba a sentir ganas de retirarse. Se le acusa de ser un 46

militar bueno, que no sabía retroceder, aunque otros afirman que tampoco sabía avanzar. En la guerra hay que saber hacer lo último y también lo primero. No hizo ni una cosa ni otra, y Richelieu metió en San Martín una segunda expedición de víveres. Aquello estaba concluido. El tiempo comenzaba a jugar en contra de las tropas desembarcadas, a las que iban a faltarle los pertrechos. Cuando Buckingham se decidió al reembarque no pudo hacerlo ya sin pérdidas desastrosas, porque le hostilizaba una guarnición con elevada moral y que había comido. Richelieu conservaba la isla de Re, y por lo tanto La Rochela, incomunicada por mar y sitiada por tierra. Ya conocemos a nuestro hombre y sabemos que esperar no le apuraba. Durante la espera, que duró trece meses, porque los hugonotes de La Rochela no estaban dispuestos a rendirse hasta el final, se ocupó en algo tan importante como hacer un Ejército. El que tenía era numeroso y estaba bien equipado. No había que dejarle descansar. Lo revistaba, lo hacía ejercitarse, lo mantenía bien vestido, bien comido y bien pagado. Y él sí que no pensaba gastárselo en asaltar La Rochela, que ya caería. Para ello no perdonó ninguna precaución. Una de las más arduas empresas que realizó para asegurarse el triunfo fue la construcción de un dique que aislase a La Rochela de todo socorro posible por el mar, ni aunque se preparasen flotillas ligeras como las que él había preparado para aproximarse a Re Dos brigadas numerosas de obreros, que trabajaban a destajo, y que se ganaban el doble o el triple de un jornal corriente, comenzaron una por cada lado partiendo de la orilla del mar, al Norte y al Sur de la plaza, a construir el dique fuera del alcance de los disparos de los fortines. El agua tiene por allí muy poco fondo y la empresa era para emplear tenacidad y esfuerzo, pero no para dominar lo imposible. El dique quedó terminado, y los rocheleses perdieron la más mínima esperanza de socorro. En los días de la estancia de Buckingham en Re, durante sus infructuosos ataques a San Martín, fueron los cañones de La Rochela los que abrieron el fuego contra los sitiadores. Diversión ruidosa y poco eficaz, pero que le proporcionaba a Richelieu un nuevo tanto, ya que eran los rocheleses quienes comenzaban las hostilidades. Así se pasaron los meses. Conforme la dureza de la situación fue aumentando, hubo combates parciales en los que se disputaban con encarnizamiento un baluarte o un fortín. En realidad escaramuzas de heroísmo individual, pero sin influencia alguna sobre el resultado definitivo de la lucha. La Rochela estaba perdida como estallido hugonote semi-independiente, y estaba ganada para Su Majestad Luis XIII por su ministro el Cardenal Richelieu, que de esta manera se congraciaba con los católicos, le hacía un enorme servicio a la unidad francesa y se afianzaba definitivamente en al ánimo del Rey, que comprendía de cuánto era deudor a aquel hombre enjuto e incansable que revistaba las tropas a caballo vistiendo su purpúreo ropón cardenalicio. Hemos de ver en seguida que, a pesar de todo, aun tuvo que luchar con denuedo y audacia enormes para alcanzar la seguridad en el Poder. Sin embargo, representaba ya mucho haber acabado la lucha religiosa. Quedaban, de cierto, en el sur de Francia algunas ciudades 47

fuertes en las que los hugonotes podían intentar algo; pero después del ejemplo de la Rochela era muy difícil resucitar la guerra civil en aquel terreno. Y después de todo, ¿para qué? Repitamos, para valorar justamente las acciones de Richelieu, que aquel singularísimo Cardenal de la Iglesia católica no perseguía a los hugonotes, sino que sometía a los rebeldes contra el Estado, a los que perjudicaban la unidad francesa. Sometida La Rochela y derrotado el protestantismo en el campo de batalla, Richelieu les consiente a los herejes que practiquen tranquilamente su culto. Eso no le da ningún cuidado con tal de que la unidad política prevalezca. Quiere establecer ésta por encima de la unidad religiosa. No acepta que ésta sea la primordial. He aquí algo que ni en su siglo, ni dos siglos después, ni en momento alguno hubiera admitido Cisneros. Acabamos de ver que su acto político de Granada era el efecto de su lucha por convertir a los musulmanes. No existen en su vocabulario las palabras transigencia y tolerancia, que eran las favoritas de Richelieu. Tal vez éste no pudo hacer otra cosa desde el punto de vista de un ministro ; pero su obra fue de tal modo trascendental que dejó rota la unidad íntima del espíritu francés, y preparó el camino para futuras escisiones aún más terribles que la que él dominó. Ya hemos dicho que el don de larga vista no nos parece un don de Richelieu. Al quebrantar de la manera que decimos la unidad religiosa, tendió a los de la unidad política, que afianzaba provisionalmente el más peligroso de los lazos. Pero dejándonos de esta especulación, veamos los problemas que debe acometer después de la caída de La Rochela. Tiene que velar por el poderío exterior de Francia, entonces poco menos que nulo y tiene que defenderse de otros enemigos que aún le quedan. Para echar los jalones en el terreno de la política exterior realiza dos expediciones a Saboya, inspiradas en el mismo criterio que inspiró su anterior acción en la Valtelina: Introducir una cuña entre España y Austria, y tomar posiciones en el norte de Italia para combatirnos desde allí. Y este momento de las expediciones, mejor dicho, de la segunda de ellas, en coincidencia con una enfermedad de Luis XIII, es el que aprovechan los enemigos políticos de Richelieu para dirigirle un golpe que era mortal en la intención. Él sabía que la titánica obra de la unidad política de Francia le exigiría una lucha de este orden, después de la religiosa. Y tenía que esperar que el adversario atacara primero, porque su calidad le impedía, (la calidad del adversario), atacarle antes. Los enemigos no eran más que la madre del Rey, la mujer del Rey, y el hermano del Rey. Antes de relatar la batalla, expliquemos el único punto del planteamiento de ella que puede resultar obscuro para el lector. Éste se explica que la mujer del Rey, Ana de Austria, española, a la que Richelieu había querido perjudicar gravemente cuando el episodio de Buckingham, fuese su enemiga. Se explica también que Gastón de Orleáns, el hermano del Rey y su probable sucesor si no tenía hijos, que había ya entrado en la conspiración para matar a Richelieu que costó la vida a Chaláis, fuese también su enemigo. Pero la madre del Rey, María de Médicis, que había recibido los mayores homenajes del Cardenal, que había influido para que subiera a la cumbre, ¿por qué se volvía ahora contra él? La razón es, sin 48

embargo, sencilla: Porque Richelieu había acabado por significar como ministro todo lo contrario de María de Médicis, porque en realidad no resultaba un aliado suyo que le permitiera a ella gobernar al Rey, sino que gobernaba por sí mismo; porque iba contra la casa de Austria que María de Médicis quería favorecer, y por su tolerancia con el protestantismo, que era también opuesto a la política que María de Médicis preconizaba. Aquel que ella había considerado siervo suyo, resultaba un señor que no hacía lo que ella deseaba, sino lo contrario. Y ahora veamos cómo se desarrolla la gran batalla contra el ministro.

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"DOÑA JUANA LA LOCA" VIII Para comprender bien la índole y la extensión de los problemas con los que Cisneros tuvo que enfrentarse en el último período de su vida, que fue precisamente aquél en el que cayó sobre su vieja y delgada espalda la mayor responsabilidad, hemos de dedicarnos ahora a seguir brevemente las desventuras familiares de la Reina Isabel, que si atañían sólo a ella, humanamente, como madre, la alcanzaba más de lleno como Soberana y alcanzaba también a la nación española, cuyo destino futuro se estaba jugando en una serie de azares de trascendencia imprevisible. Hemos de volver algún tiempo atrás, como antes hubimos de correr hacia adelante para dar alguna unidad a los episodios y mostrar su secuencia. El orden cronológico resulta, a veces, el más regular de los desórdenes. Antes de partir para Granada, reclamado, como hemos visto, por la situación religiosa de aquella ciudad, Cisneros tuvo que consolar a los Reyes Católicos por una inmensa desgracia: el príncipe Juan, heredero del trono, en el que verdaderamente se debía realizar la unión de las coronas de Aragón y Castilla, puesto que heredaría la una de su padre y la otra de su madre, había muerto a los pocos meses de casado. Vivía en pleno idilio con su mujer, la joven archiduquesa de Austria, Margarita, que tenía fama de ser una gran belleza y una mujer en extremo apasionada. No importa a nuestro relato las razones de la muerte del príncipe, sobre la que no dejan de lamentarse los cronistas de la época, por medio de sesudas y experimentadas consideraciones acerca de los males que trae a la juventud la entrega excesiva a las pasiones propias de la edad, por legítimas que fuesen. Murió el príncipe Juan, y la Reina, tras el momento doloroso, sólo tuvo las frases de cristiana resignación que reservaba siempre para los trances graves: "Dios me lo dio; Dios me lo quitó. Bendito sea". Pero el problema de la sucesión quedaba planteado, y había que resolverlo

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legalmente, con la desventaja enorme de tener entonces que empezar a espiar los vaivenes de una vida sin hacer, y perder la tranquilidad de creerlo todo resuelto en una vida ya hecha.

El príncipe Juan dejaba a su esposa en estado de gravidez. Si la Archiduquesa daba a luz un hijo, aquél era el heredero del trono. Cisneros consoló a la Reina con la austeridad que él sabía, y le ofreció aposento en Alcalá. Allí estuvo Isabel algún tiempo hasta que se le derribó la última ilusión concebida, porque el hijo de Margarita y de Juan, una niña, nació muerta. Se había secado la rama del árbol. La sucesión del trono pasaba a la mayor de las hijas de Isabel, llamada Isabel como ella, y que era por su matrimonio, reina de Portugal. Nueva ilusión y nuevo trabajo. Isabel de Portugal viene a Toledo, donde es jurada por heredera del trono. Cisneros recibe de ella el juramento de que guardará y hará cumplir las leyes del reino. En Zaragoza, las Cortes aragonesas no quieren jurar porque no admiten por reina a una mujer. Tras de mucho trabajo y no poca indignación de la Reina Católica, se consigue que los aragoneses juren que si la Reina de Portugal, que está embarazada, da a luz un niño, a aquél y no a otro jurarán por heredero. Y da a luz un niño, a quien bautiza Cisneros y pone de nombre Miguel. El júbilo es inmenso, pero empañado por el dolor. La madre ha muerto a las pocas horas del parto. La esperanza es ahora un niño de tierna edad, heredero de tres coronas. Los Reyes Católicos están inconsolables, y el viejo Cisneros tan apenado que la Reina tiene que consolarlo a él. El niño es sacado en andas para que la gente lo aclame y lo vea. Es casi la última ilusión de Isabel la Católica. Y dura un año. El 20 de julio de 1500, muere el príncipe Miguel en Granada. Otr a vez está sobre el tapete la sucesión del trono, y ahora con mayor gravedad que nunca. El derecho de sucesión pasa a la princesa doña Juana, tercera hija de los Reyes Católicos, que se hallaba en Flandes casada con el archiduque don Felipe de Austria, hermano de la archiduquesa Margarita. Fueron y vinieron los correos, y a principios de 1502 entraban en España doña Juana y don Felipe para ser jurados herederos; ella como reina y él como príncipe consorte, primero por Castilla y después por Aragón. Así fue. Entraron en Castilla y llegaron a Toledo, donde se les hizo un recibimiento grandioso, y Cisneros predicó el sermón en la catedral. La pareja produjo, a primera vista, una gran impresión. Felipe era de buen tipo, rostro blanco, modales desenvueltos y aspecto tan agradable que pronto se encontró justificado el mote de Felipe el Hermoso, con el que había de ser conocido por la Historia. Juana era una mujer nerviosa, soñadora, de muy buena presencia y enamoradísima de su marido, lo que le ocasionaba no pocas desazones, por ser Felipe hombre de escasa moral y entregarse a las aventuras que tan fáciles se le hacían por su condición de príncipe, unida a su elegante y sugestiva apostura. Juana era desgraciada en su matrimonio por esta razón, y sin embargo, de él nos vino el Emperador más famoso que ha tenido Europa, y que pudo llamarse a la vez I y V, porque era Carlos I de España y V de Alemania. Por aquel entonces, Juana, que no sabía ni vislumbró jamás nada de estas glorias futuras, languidecía de amor y de celos, que se aumentaron cuando su esposo, tras recorrer entre visitas y fiestas gran parte de España, declaró que le llamaban a Flandes negocios urgentes y dejó a su mujer al 50

lado de la Reina Católica, envejecida más que por la edad, que no era más que mediana, por el mucho trabajo y los sufrimientos y desilusiones que las desgracias le habían traído. Murmurábase ya de ciertas rarezas de la princesa Juana. Pero una noche en el castillo de la Mota, aquejada más que nunca del mal de ausencia, y cada vez más entregada a extrañas imaginaciones, saltó del lecho, y sólo con la camisa de dormir sobre la carne, salió al patio central y quiso traspasar el puente para ponerse en camino de aquella manera. El viento frío de la meseta castellana no ejercía influencia alguna sobre su penosa exaltación, y aquella figura blanca de reina triste y enloquecida increpaba a la guardia y la amenazaba con castigos tremendos porque no querían dejarla salir a que fuese así, desnuda y sola, por campos y caminos, atravesando Europa a la busca de su esposo ausente. La borrosa y lamentable silueta de doña Juana la Loca aparecía así, legada al futuro, en una noche fría del páramo castellano. No había perdido la razón de una manera absoluta, pero era ya una pobre obsesa capaz de arrebatos y exaltaciones increíbles. Isabel la Católica, que había perdido a su hijo, a su hija Isabel y a su nietecito Miguel de la Paz, comenzaba a ver ahora que la heredera de su trono había enloquecido. Avisadas las personas que debían serlo, Cisneros voló al castillo para ver de conformar y consolar a la Princesa; pero fueron vanas con ella sus artes de hombre cargado de enérgica razón. Fue la madre, la Reina Católica, la única que con el secreto que las madres poseen pudo reducir, momentáneamente, a Juana a la calma y a la razón. Así la mantuvo junto a sí durante unos meses, hasta que más tranquila aparentemente, pero con una exaltación interior terrible, hubo que llevarla a Laredo para que se embarcase en dirección a Brujas y se reunirse con Felipe. De Flandes llegaron para la Reina Católica noticias poco gratas del estado de salud de su hija y de la conducta de su yerno. Sería preciso meditar mucho cómo iba a quedar aquel trono que a ellos estaba destinado. La agobiaban pesadas melancolías y estaba muy falta de fuerzas. No tenía más que cincuenta y cuatro años, pero estaba irremediablemente fatigada. Una fiebre penosa y lenta la atacó y comenzó a consumirla. Pronto tuvo que renunciar a salir, y quedó tendida, con la cabeza muy despierta y llena de brío la voluntad. Con Cisneros que la confesaba y la acompañaba mucho tenía largas conversaciones en las que una recomendación sucedía a la otra. Era a principios de octubre. La opinión de los médicos era pesimista, aunque no se veía el fin inmediato. Cisneros tuvo que pedirle permiso para resolver asuntos urgentes de su diócesis y ella se lo dio de buena gana, aunque con mucha tristeza y melancolía. El Arzobispo se partió de su lado y ya no lo volvió a ver en este mundo. El 12 de octubre, era en 1504, Isabel redactó su testamento. Aún vivió, consumiéndose, hasta el fin de noviembre. El día 26 por la mañana recibió los Santos Sacramentos. Al mediodía entreabrió los ojos, vió mucha gente arrodillada en torno suyo, su esposo Fernando en primer término, y dijo: "No pidáis por mi vida; pedid por la salvación de mi alma". Pasó algún tiempo. Abrió otra vez los ojos, miró a su marido, le dirigió una sonrisa y le hizo un leve gesto de despedida con la mano. Así murió. Cuando la noticia llegó a Jiménez de Cisneros, aquel enérgico anciano de 68 años se echó a llorar, sollozando como un niño. Y en seguida tuvo que disponerse a afrontar grandes responsabilidades por aquella misma por quien lloraba. La Reina le había designado como uno de sus albaceas testamentarios. Y no era poca la tarea de hacer cumplir el testamento de Isabel la Católica.

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"DOÑA MARÍA, LA INCAUTA". VIII Luis XIII se hallaba muy delicado de salud, y la primera de las expediciones a Saboya lo quebrantó notablemente. Fue una invernada en los pasos de los Alpes, en malas condiciones, con el espíritu en tensión. Ahora el Rey languidecía de manera alarmante y se abrigaban temores de que pudiese morir. Estos temores rodearon a Luis XIII durante toda la vida, y no fue el menor de los méritos de Richelieu el sobreponerse a ellos y proceder como si el monarca fuese a vivir eternamente. Por lo pronto, el Cardenal estaba fuera, y rodeaban de amor y cuidados el lecho real la esposa y la madre de Luis. En la madre renacía el instinto, la imperiosa necesidad de la hembra de defender la vida del retoño. En la esposa, que hacía mucho tiempo lo era sólo nominal, revivían dormidas esperanzas que tomaban pábulo de una actitud arrepentida del Rey que, al sentirse próximo a morir reconocía que su conducta no había sido la de un esposo leal. Las dos mujeres recuperaban terreno a pasos agigantados en aquellos instantes en que las humanas preocupaciones de la salud, y la necesidad de la ternura aniñaban al Rey, separado de la influencia de aquel ministro enérgico que estaba defendiéndole el trono. Luis XIII después de pasar por un peligro grave, se encontraba mejor y se manifestaba agradecido a los cuidados de que había sido objeto. ¿De qué manera correspondería? De una manera muy fácil, replicaban las mujeres. De una manera que sólo le produciría bien a él, que era lo que ellas deseaban : despidiendo de una vez de su lado a aquel ministro absorbente que era como una sombra siniestra que tapaba al Rey, lo separaba de su familia y lo convertía en juguete de desmesuradas ambiciones. No se sabe a punto fijo lo que pasó en el secreto de la Cámara real; pero las dos mujeres debieron de obtener de Luis que les prometiese despedir a Richelieu. Al regresar éste observó en el acto que el ambiente se había enrarecido. Algunos cortesanos lo miraban con cierta compasión y no se ocultaban de él temblorosamente, para urdir sus pequeñas intrigas. Conociendo con su gran penetración psicológica algo de lo que ocurría, y sabiéndose de coro el carácter de los personajes del drama, hizo unas cuantas cosas audaces y de gran efecto. Por la mañana fue a ver al Rey y se enteró de que éste se hallaba en secreta y larga conferencia con su madre. Hizo entonces una maniobra atrevida y de gran espectáculo. Caminó por los pasillos del Louvre, que tan bien conocía, rodeó la cámara del Rey hasta dar con una puertecilla excusada, y como aquel que no sabe que hay visita y piensa que está desocupada la habitación, se presentó de pronto ante el Rey y su madre. La madre y el hijo, que estaban hablando de él, se quedaron cortados y suspensos. Richelieu permaneció erguido en la puertecilla un instante, clavando su mirada en María y en Luis, y luego retiróse con una inclinación de disculpa. El efecto fue sin duda extraordinario y tuvo el carácter de algo misterioso y omnipotente. Semejó la consecuencia de una fuerza superior a la que nada se le escapaba. Al Rey y a su madre les pareció. Como, si de pronto, hubiesen proyectado su conciencia sobre una pantalla. Y para reforzar aquella impresión de que todo lo sabía, Richelieu declinó algunas invitaciones que tenía para la noche y declaró 52

que se marchaba para sus tierras. Antes de que hablasen ni le pidiesen la dimisión, se daba por enterado y se marchaba. Fase decisiva de la maniobra. Había hecho sentir demasiado la necesidad de su presencia junto al Rey, y éste iba a encontrarse como huérfano sin tener a su lado el calor de aquella energía vigorosa. María cometió la torpeza de apremiar al hijo y descubrir razones personales. Luis se retiró a meditar, y a las pocas horas llamaba a Richelieu no para despedirlo, sino para entregarse a él más fuertemente que nunca. Los efectos próximos y lejanos de aquella crisis fueron enormes y determinaron el afianzamiento definitivo de Richelieu en el Poder. La insensata María perdió por sí misma todo el terreno conquistado, lanzándose primero a una peregrinación por tierras de Francia en busca de partidarios, y terminando en Flandes desterrada hasta el fin de sus días, maldiciendo al hijo ingrato, a su malvado ministro, que por cierto siempre había sabido explotar la tontería de aquella señora, y pudo permitirse el lujo de seguir dirigiéndose a ella con exagerado respeto como si siguiera considerando que todo se lo debía. Gastón de Orleans, que se había visto ya en el trono por la muerte de su hermano y que ahora se veía otra vez muy lejos de él, perdió el equilibrio, y formando un ejército de unos tres mil hombres fuera del país, entró en Francia en son de rebeldía planteando a campo abierto el problema político. Sus cálculos fallaron en gran parte, por fortuna para Richelieu, aunque no fallaron de tal modo que dejaran de darle al ministro alguna grave preocupación. Él ya se había cuidado de mostrar en qué terreno consideraba planteado el asunto, dándole un saludable aviso a los que tuvieran la cabeza a nivel un poco más bajo que la familia real. María de Médicis era tratada con muchísimo respeto; pero las personas con las que ella contaba para substituir la situación de Richelieu, al ser derribado éste, fueron heridas por el rayo con diversos pretextos urdidos por una implacable voluntad. Fue decapitado Marillac. Algún caballero demasiado hablador y chistoso pasó a hospedarse en La Bastilla, donde se estuvo todos los años que tardó en morirse el Cardenal. Era políticamente de la mayor importancia que todos supiesen que aquellos altos personajes que los incitaban a la revuelta no valían luego, una vez fracasados, para protegerles la vida. El procedimiento era tan terrible, como injusto y sabiamente político. Ningún descrédito mayor para los personajes de la familia real que verse perdonados y saludados con respeto por el ministro, mientras se cortaba la cabeza a quienes les habían seguido en su actitud. Visto el caso de Chaláis, que se tomara nota del de Marillac. Por esto y por la política seguida a raíz de la toma de La Rochela, fracasaron en gran parte los cálculos de Gastón de Orleáns. Pensaba él que al entrar en Francia con un ejército, en son de guerra contra Richelieu, se le agregarían los hugonotes y se le agregaría la nobleza, ya que unos y otros tenían cuantas atrasadas que saldar con el ministro. Pero los protestantes se estuvieron, en su gran mayoría, quietos en su casa. Les dolió La Rochela; pero al mismo tiempo les escarmentó, y como se había inaugurado la política de tolerancia no deseaban correr nuevas aventuras. Los nobles habían visto ya de lo que servía embarcarse con Gastón o con María de Médicis en empresas de guerra y conspiración. A ellos no les pasaba nada, y sus seguidores pagaban con sangre. Hacía falta hallarse muy altos, casi tan altos como el 53

mismo Rey, para atreverse a desafiar al Cardenal. Y por eso sólo se atrevió el que pudiera considerarse más alto de todos, dentro de no pertenecer directamente a la familia real: Montmorency, la más vieja y popular aristocracia de Francia. Joven, aventurero, valeroso, inmensamente rico, decidió jugar su carta y se sublevó levantando también su ejército. Aquel ejemplo podía ser muy peligroso. Estaba planteada la guerra civil política después de la guerra de religión. Los dos ejércitos, el de Gastón de Orleans y el de Montmorency, avanzaron casi sin obstáculos, aunque eludiendo plazas fuertes, con lo cual carecían de base, y llegaron a reunirse, formando una fuerza respetable. Pero la fortuna de las armas fue el fin favorable a Richelieu. Montmorency fue hecho prisionero después de buscar la muerte en vano, pues lo capturaron con más de quince heridas. La victoria estaba lograda, pero había que afirmarla. Era necesario demostrar que de la familia real abajo, ninguno. Ni que se llamase Montmorency, y fuese popular en toda Francia y de la más antigua nobleza. Un rebelde capturado con las armas en la mano, no tiene contra sí, en todos los tiempos y países, más que una sentencia, la muerte. Richelieu se manifestó inflexible, y el Rey, que había visto de qué manera las pasiones ponían en peligro la obra nacional, lo apoyó. María de Médicis quiso interceder, pero se había colocado con tal torpeza en posición hostil que su intervención no podía tener fuerza alguna. El pueblo de Toulouse se manifestó en la calle, gritó y pidió clemencia junto a los muros que guardaban a Montmorency. Todo en vano. La más ilustre cabeza de la aristocracia cayó en el patíbulo y no se le concedió más privilegio que el de la ejecución privada. Nada ni nadie podría ponerse en adelante a la autoridad de Richelieu. Esto era en 1632. La caída y muerte de Montmorency no era solamente un acto por el cual Richelieu se afianzaba en el Poder. Es que al afianzarse él aseguraba además a la Corona el verdadero dominio del Estado. La Edad Moderna no permitía ya que una nación viniese a ser el patrimonio, no sólo territorial sino político, de unas cuantas familias, tan poderosas casi, como la reinante y a veces más que ella, que poseían inmensas extensiones, plazas fuertes, ejércitos propios y cuanto hacía falta para crear una situación difícil en cuanto creyesen lesionados sus intereses o sus prerrogativas. La aventura de Montmorency era reveladora, pero precisamente por hallarse entre los primeros entre los que podían dejar de considerarse inviolables, era más ejemplar su castigo. Richelieu logró dar con él la sensación de firme autoridad de la Corona, y con aquello fue como comenzó a abrirle a Francia las vías como Estado moderno. En aquellos momentos puede decirse que terminaban sus luchas interiores, y el ministro quedaba libre para mirar al exterior y desarrollar sus planes. Su audacia política era tanta, y tan atrevido su juego, que el hombre que había vencido a los protestantes franceses estableció su alianza con los protestantes del exterior, con tal de ir cercando el poderío de los Habsburgos, que era su principal objetivo. Aquel Cardenal estaba unido con el peor de los enemigos que los católicos tenían en Europa. En la cumbre del Poder, que le hemos visto alcanzar con la victoria sobre Montmorency, la auténtica victoria fue la ejecución de éste, Richelieu se disponía a realizar su gran obra. María de Médicis quedó al fin derrotada y consagró a Richelieu un odio obstinadísimo. Ya conocemos la insustancial categoría de 54

aquella Señora, que era a la postre, la madre del Rey de Francia, y aunque su cortedad de visión política no le permitía grandes concepciones, ocupaba ostensiblemente una posición que venía a resultar bastante más católica que la del Cardenal Richelieu. María sentía mucho más afecto y simpatía por la posición española que por la posición francesa encarnada en Richelieu, y que era por una jugada del tablero político internacional, la posición protestante. Para ser justos, consignemos que no dejaba de preocupar a Richelieu la consideración de que estaba ahondando la división religiosa de Europa y favoreciendo a los herejes. Pero aquella afirmación suya, tan verdadera, de que no tenía más enemigos que los del Estado, le conducía a un callejón sin salida, porque enredada la Europa Central en una tremenda lucha de carácter religioso, lo que se hiciera en contra de Austria y España, campeones del catolicismo, para favorecer a Francia, se hacía en favor de los protestantes. Richelieu resolvió este dilema mirando por la unidad política de Francia antes que por la unidad religiosa de Europa. ********

"LA HORA DECISIVA" IX No es momento oportuno para analizar ahora, punto por punto, el testamento de la reina Isabel, precioso documento histórico de interés inagotable. Pero sí hay que reparar en aquellos puntos de él que más atañían a Cisneros y más preparadas y dispuestas le dejaban las vías de su actuación. Isabel se marchó de este mundo atenazada por un gran dolor que soportaba en silencio: el estado de su hija Juana, que era, sin embargo, la heredera legítima del trono. El incidente de Medina del Campo había dejado en Isabel impresión tristísima, y las noticias que llegaron luego de Flandes, entre ellas las de cierto incidente escandaloso en el que Juana había golpeado y agredido públicamente, agarrándola de los cabellos, a una mujer a la que consideraba amante de Felipe, la sumieron en tal abatimiento y vergüenza que su enfermedad se apresuró y se precipitó. Al redactar su testamento, pensando ante todo en el bien de España, todo iba enderezado, con la máxima prudencia y cautela, a prevenir las contingencias que el estado mental de su hija y el carácter del esposo de ésta pudieran acarrear. Nada declara taxativamente, pero los mandatos que deja, y el estilo y forma en que van establecidos, revela lo que ocurría en el ánimo de la Soberana, y los recelos y dudas que pasaban por él. "Conformándome con lo que debo e soy obligada de derecho".... Con estas palabras instituye a Juana como su heredera y pide a todos que le presten obediencia y sumisión, y al ilustrísimo príncipe don Felipe "como su marido". Pero inmediatamente piensa en la nube de aventureros de Flandes, paisanos y amigotes de Felipe, que puede caer sobre España como una tempestad apoderándose de cargos y prebendas. Y tras de razonar los males que acarrean a un país, que tiene usos y costumbres propios, el que vengan de fuera a 55

gobernarlo con otros usos y otras costumbres, dice : "Ordeno y mando que de aquí en adelante no se den las dichas Alcaldías y Tenencias de Alcázares, ni castillos, ni fortalezas, ni gobernación, ni cargo ni oficio que tenga en cualquier manera aneja jurisdicción alguna, ni oficio de justicia, ni oficio de ciudades, ni villas, ni lugares de estos mis Reinos y Señoríos, ni de los oficios mayores de los dichos Reinos y Señoríos, ni de la Casa e Corte a personas algunas, de cualquier estado o condición que sean, que no sean naturales de ellos". Y a continuación se plantea, en el tono de una previsión remota, que nosotros sabemos que era inmediata, el problema de la princesa Juana: "Por cuanto pueda acaecer que al tiempo que Nuestro Señor de esta vida presente me llevare, la dicha Princesa mi hija no esté en estos Reinos, o después que a ellos viniere, en algún tiempo haya de ir o estar fuera de ellos, o estando en ellos no quiera o no pueda atender en la gobernación de ellos, e para cuando lo tal acaeciere, es razón que se dé orden para que la gobernación de ellos haya de quedar, y quede, de manera que sean bien regidos e gobernados en paz, e la justicia administrada como debe... , quiero remediar y proveer, como debo y soy obligada, para cuando los dichos casos o alguno de ellos acaeciere... , acatando la grandeza y excelente nobleza y esclarecidas virtudes del Rey, mi Señor, e la mucha experiencia que en la gobernación ha tenido y tiene... , ordeno y mando que cada e cuando la Princesa mi hija no estuviere en estos mis Reinos e después que a ellos viniere, o en algún tiempo haya de ir y estar fuera de ellos, o estando en ellos no quisiere, o no pudiere entender en la gobernación de ellos, que en cualquiera de los dichos casos el Rey, mi Señor, rija, administre e gobierne los dichos mis Reinos e Señoríos, e tenga la administración e gobernación de ellos por la dicha Princesa, hasta tanto que el infante don Carlos, mi nieto, sea de edad legítima, a lo menos de veinte años cumplidos para los regir y gobernar". He aquí una cláusula previsora, importantísima, que puede dar mucha preocupación y quehacer a los ejecutores testamentarios, por cuanto puede ocurrir lo que la Reina no prevé a pesar de su previsión, o lo que tal vez ha previsto, pero la prudencia le impide declararlo. De la incapacidad de su hija está más convencida que nadie, puesto que la conoce mejor que nadie. Pero si sucede que los nobles castellanos no quieren reconocer la autoridad del rey de Aragón, o algo más extraño y más difícil, pero posible : que fallezca en plena juventud el marido de Juana, que ésta, con aquel acontecimiento acabe de perder la razón, y que en aquel preciso instante don Fernando se encuentre fuera del Reino... ¿Qué ocurriría entonces? La Reina no ha llegado tan lejos, pero ha dejado en la primera fila de ejecutores testamentarios a uno de quien se fía, y en tales condiciones que sobre él vendrá a parar la responsabilidad de lo que suceda en aquel caso insólito: "E dejo por mis testamentarios e ejecutores de este mi testamento e última voluntad al Rey, mi Señor, porque según el mucho e gran amor que a Su Señoría tengo y me tiene, será mejor e más presto ejecutarlo; e al muy Reverendo en Cristo Padre don Francisco Jiménez, Arzobispo de Toledo, mi Confesor e del mi Consejo".... Vienen luego los demás albaceas, pero se advierte que siendo a veces difícil con que se reúnan todos, bastará con que se hallen presentes el Rey y el Arzobispo para que la reunión tenga el mismo valor y fuerza 56

que si se hubieran hallado todos presentes, lo cual otorga, sin duda, a Cisneros una categoría eminente en la ejecución del testamento de Isabel, inmediata a la de Fernando. Desde entonces, hasta que llegue el momento de entregar el Reino de España en manos de Carlos, Cisneros será la máxima figura de la situación y tendrá que intervenir en todo con su consejo, con su decisión y con su energía. La Reina Isabel había tomado en el fondo, hasta aquellas previsiones que, a primera vista, parecían habérsele escapado. Por lo que pudiera ocurrir, dejaba a Cisneros, aquel pobre fraile franciscano a quien un día llamó para que la confesara. El pobre fraile tuvo en seguida mucho que hacer. Fernando, cumpliendo el testamento, reunió Cortes y fue proclamado Regente mientras llegaban doña Juana y don Felipe. Empezó éste sus maquinaciones contra su suegro escribiéndole que renunciara a la Regencia, y como Fernando escribiese a Juana declarándole las razones que tenía, Lope Conchillos, el portador de la misiva, fue encarcelado por Felipe, el cual aisló a su mujer de todo contacto con españoles, agravando con ello el estado de su razón. Preparaba entretanto el Archiduque, en combinación con el Rey de Francia, una acción sobre Nápoles, y en razones políticas derivadas de esto, hay que fundar, en primer término, la decisión tomada por Fernando, y que tan lamentable pareció en Castilla, de contraer segundas nupcias con Germana de Foix, la sobrina de Luis XII. Pero esto no hace al caso para referirlo aquí por lo menudo, y no afecta a Cisneros sino en cuanto adoptó, por fidelidad a la memoria de Isabel y conveniencia de España, el partido de defender a Fernando y animarle a sujetar a los nobles rebeldes, lo que hizo con tal energía que arrolló a los embajadores de Felipe y les amenazó con que si no era liberado inmediatamente Lope Conchillos, el Archiduque no entraría jamás en España. Conchillos fue puesto en libertad, y por fin Juana y Felipe se vinieron para "estos Reinos" donde era de temer que entre la locura de la una y los compromisos y hábitos flamencos del otro no se avecinasen días de paz. Felipe gobernaba solo. Aunque las Cortes habían reconocido reina a Juana, negándose a declarar su incapacidad, y como es cierto que se hallaba falta de juicio, él gobernaba a su placer y no muy de acuerdo con el estamento de la Reina Católica. En uno de sus desafueros mayores le salió al paso Cisneros, dejó en suspenso las órdenes de Felipe, echó los setenta años que tenía sobre su mula parda y fuese a ver al Rey consorte para decirle tales cosas que éste se disculpó y ofreció no tomar en lo sucesivo disposición de alguna importancia sin que Cisneros la hubiese visto. Pero todo habría marchado de mal en peor, si a poco más de dos meses que estaba en España, no le diera a Felipe una pulmonía que al sexto día se lo llevó al otro mundo. Ordenó la loca que embalsamaran el cadáver de su marido y con él anduvo errante después sin quererse convencer de que estaba muerto. Cisneros había reunido con tiempo a los nobles para que pensasen lo que había de hacerse, y pronto adquirió la convicción de que no contaba con el apoyo preciso la tesis de llamar a Fernando, que era la que él sostenía. Se constituyó una Junta encargada de velar por la seguridad de Reino, y a Cisneros se le encomendó que velase por doña Juana. Tanto valía decir que nuestro franciscano era Regente de España, y que doña Isabel, si no previó

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taxativamente los sucesos, dejó en buen sitio a quien pudiera hacerles frente, si a mano venía. La labor de Cisneros durante aquella breve etapa da más idea de su talento que ninguna otra de sus intervenciones anteriores en la vida de España, porque en aquella ocasión tuvo, como quien dice, que prescindir de sí mismo y dominar su propia personalidad en aras de un interés superior de servicio a la Patria. No se le reconoce apenas en algunas anécdotas de estos tiempos que nos lo muestran lleno de una flexibilidad que jamás se hubiera sospechado en el Arzobispo de Toledo y en el hombre de la segunda conquista de Granada. Pero mientras no se suavizasen las asperezas y se fuera viendo la necesidad del regreso del Rey Fernando, por cuya vuelta trabajaba Cisneros incesantemente, había que contar con Juana, que era la Reina en propiedad y la que tenía que firmar los decretos, que en muchas ocasiones no se conseguía que firmase. Juana, por otra parte, había quedado en estado de gravidez y Cisneros tenía grandes temores de que cualquier circunstancia determinase su muerte, y entonces, sin haber regresado Fernando, el problema fuera insoluble. En aquella ocasión realizó Juana la más famosa de sus locuras. Decidió de pronto que no podía permanecer viviendo en la ciudad en la que había muerto su marido, y afirmó que saldría de Burgos inmediatamente. Pero antes fue a la Cartuja de Miraflores, mandó abrir la tumba del esposo, y que todos reconocieran el montón de carne momia que allí había como cuerpo de Felipe. Entonces hizo que sellaran el ataúd y declaró que se lo llevaba con ella en su viaje. Cierto cartujo inocentón y tan loco como ella, le había hablado de muertes aparentes y resurrecciones increíbles, y la pobre mujer, que sabía que para embalsamarlo habían vaciado de sus entrañas aquel cuerpo, lo quiso llevar consigo. Fueron vanos los razonamientos que se le hicieron, y emprendió la peregrinación con gran cortejo de caballeros, eclesiásticos y portadores de antorchas, y en avanzadísimo período de embarazo. Fue aquel uno de los cortejos más extraños que la Historia ha visto. La loca quería caminar de noche, pues afirmaba que así debían hacer las viudas. Era invierno en Castilla y la fantástica procesión discurría sobre las planicies heladas a la luz de las antorchas. A veces le daba a la Reina por detener el cortejo a la orilla del camino y destapar el ataúd, y allí se estaba mirando los restos las horas frías. El viejo Cisneros, con sus setenta y un años, iba montado en su mula, vigilando a aquella infeliz que salía de cuenta en enero y se estaba por diciembre con aquellas expansiones. Si sobreviniese un percance sería terrible. Los nobles habían dado más de una muestra de rebelión. Cisneros había tenido que enviar fuerzas de Granada para sujetar al duque de Medinaceli, que quería apoderarse de Gibraltar. Había comenzado a formar un ejército en Burgos, y gobernaba prácticamente por encima de la ley, pues Juana se negaba a firmar cualquier decreto. Era imprescindible el pronto regreso de Fernando. En el interregno Juana proseguía su peregrinación, pálida, sin sangre, vestida de luto, con la mirada fija en el ataúd de Felipe. Dios quiso que, a pesar de todo, diese a luz normalmente a una niña, a quien Cisneros bautizó y puso Catalina de nombre. Y a poco llegó Fernando, que 58

logró reducir a su hija y que morase definitivamente en Tordesillas, donde pasó largos años de locura, Reina fantasma, viendo morir a todos los que estaban a su alrededor. Fernando había venido con el Gran Capitán y tropas escogidas de las que habían hecho las gloriosas campañas de Italia. Entró en Castilla, y la fuerza que le acompañaba, unida a la habilidad diplomática que nunca le abandonó, resolvió las querellas entabladas y devolvió a Cisneros, por lo tanto, el sosiego y la paz del ánimo, librándole de las preocupaciones que por la unidad de España había padecido durante un tiempo de labor intensísima y de grave inquietud. Ejecutor testamentario de Isabel la Católica, había sabido mantenerse a la altura de su misión, y a él se debió, de manera singularísima, que la obra de aquella Reina no se resquebrajase y quedara como ella la deseó. Fernando traía de Italia un merecido obsequio para Cisneros: el capelo de Cardenal que le había concedido el Papa Julio II. Le hizo ceremoniosa entrega de él. Ya Fray Francisco Jiménez era el Cardenal Cisneros de quien nos habla la Historia. En la cumbre del Poder, que le hemos visto alcanzar con la victoria sobre Montmorency, (la auténtica victoria fue la ejecución de éste), Richelieu se disponía a realizar su gran obra, sin dejar por eso de sentirse cercado y rodeado de enemigos diversos y sinuosos. Durante mucho tiempo le persiguió la animadversión de María de Médicis, de quien dicen algunos historiadores que al hacer el Cardenal aquella aparición que desvió el curso de la conversación de la madre y el hijo, María perdió la serenidad y acudiendo a su viejo y familiar idioma italiano cubrió al ministro de tremendas injurias que llegaron a perturbar su serenidad y a hacer que se considerase perdido. Pero aquella fue una escena que no tuvo más testigos que los propios interesados en cuya referencia no podemos confiar plenamente. Poco importa. María de Médicis quedó al fin derrotada y consagró a Richelieu un odio obstinadísimo. Ya conocemos la insustancial categoría de aquella Señora, de quien había dicho el Papa, confidencialmente: "Más fácil que romper su cabeza con un martillo, sería romper un hierro". Pues aquella cabeza dura era, a la postre, la madre del Rey de Francia, y aunque su cortedad de visión política no le permitía grandes concepciones, ocupaba ostensiblemente una posición que venía a resultar bastante más católica que la del Cardenal Richelieu. María de Médicis sentía mucho más afecto y simpatía por la posición española que por la posición francesa, encarnada en Richelieu, y que era, por una jugada del tablero político internacional, la posición protestante. Para ser justos, consignemos que no dejaba de preocupar a Richelieu, y en un momento crítico le hizo retroceder en una negociación empezada, la consideración de que estaba ahondando la división religiosa de Europa, y favoreciendo a los herejes. Pero aquella afirmación suya, tan verdadera, de que "no tenía más enemigos que los del Estado", le conducía a un callejón sin salida, porque enredada la Europa Central en una tremenda lucha de carácter religioso, lo que hiciera en contra de España y Austria, campeones del 59

catolicismo, para favorecer a Francia, se hacía en favor de los protestantes. Richelieu resolvió este dilema mirando por la unidad política de Francia antes que por la unidad religiosa de Europa. Es el verdadero autor de la Francia contemporánea, en la que sembró unos gérmenes y a la que dio unas características que en su desarrollo han llegado hasta consecuencias que no es preciso analizar aquí. Por aquella época hizo dos cosas que, durante tres siglos, ha sido Francia: una Academia y un Ejército. Richelieu es el fundador de la Academia francesa y del Ejército francés. Luis XIV aún no había nacido y parecía que no iba a nacer, según era de apática la virilidad de Luis XIII, más aficionado a platónicos devaneos que al cumplimiento de sus deberes conyugales. Y sin embargo, Richelieu le dejó preparado el terreno. Aquel Cardenal que iba ya para los cincuenta años, estaba enfermo y padecía, según se murmuraba, raros ataques de enajenación que ponía en un compromiso a su servidumbre, llevó adelante una labor gigantesca, a la que debemos mirar fríamente, sin dejarnos llevar de la idea de que fue un enemigo de España. Pero en el fondo era tan enemigo de España como un momento pudo parecer amigo de Gustavo Adolfo, enemigo acérrimo del catolicismo. Se sirvió de Gustavo Adolfo sin quererle, porque con ello le parecía servir a Francia. Atacó a España en el momento oportuno y favoreció las disensiones interiores del reinado de Felipe IV, porque con ello logró lo que siempre había deseado, situar la frontera en los Pirineos. De sus intrigas con los príncipes protestantes alemanes acabó por obtener Alsacia. Y atizaba la llama en todo lo que era en Europa lucha y odio para favorecer a su país. España, sacudida pronto por las sublevaciones de Portugal y de Cataluña, demostró a Richelieu, sin embargo, lo que eran aquellos Tercios que habían asombrado al mundo, y apenas iniciada la guerra de 1635, las tropas de Flandes llegaron hasta las cercanías de París. Aquello fue acaso lo que más influyó para que Richelieu se decidiese a echar las bases de un ejército. Su puesto en la Corte se mantiene firme, pero no sin ser objeto de graves ataques. En cuanto entramos en el campo de los métodos de gobierno y defensa de la autoridad, nos encontramos con que abundan las semejanzas de este hombre con Cisneros, que también tuvo que domeñar a los nobles, y que cuando estaba defendiendo la unidad nacional tenía que ocuparse de las extravagancias de doña Juana la Loca. Richelieu tenía que permanecer atento a increíbles y sutiles fuerzas. Luis XIII se había enamorado de María de Hautefort. Sostiene con ella una de aquellas "ententes" que le han hecho famoso y que no pasan de un dulce floreo y una poética conversación. La de Hautefort es dama de honor de Ana de Austria, y ésta, que conoce la índole singular de las relaciones prefiere no darse por entendida, y valerse más bien de aquella influencia, porque Ana también representa, como es sabido, una política contraria a la de Richelieu. María de Hautefort acaba por ir a un convento a llorar sus platónicos amores, y Luis XIII queda libre para comenzar otro idilio. No cabe duda que la política del Cardenal funciona bien, y su autoridad es tan firme que el mismo Rey le tiene un poco de miedo, y prefiere que no le hablen de aquel hombre que le resuelve todos los problemas.

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Un poco más difícil que el asunto de la Hautefort resulta el de María Luisa de Lafayette, su sucesora. También es dulce y espiritual; pero más cauta o más sincera, en vez de aguadar a que Richelieu se ponga en guardia y la meta en un convento, se encierra ella primero dejando al Rey a media miel con el noble y honrado pretexto de que el platonismo corría peligro de quebrarse. Luis se anima un poco, parece salir de su apatía y se marcha a verla al convento. Y allí, con una reja que los divide y asegura el platonismo para siempre, hablan tres horas. No llevarían más de una cuando el Cardenal tenía noticia de que se estaba celebrando aquella conversación. María Luisa aprovechaba la ocasión para decirle al Rey, con el desinterés que ha probado al encerrase voluntariamente entre rejas, que su ministro lo está anulando, que hace mal en portarse con su madre como un ingrato, que él, el Rey cristianísimo les está haciendo el juego a los protestantes de Europa..... , un ataque a fondo, en suma, contra el Cardenal y su política. Ya sabemos que Richelieu había sospechado algo, y destaca al Padre Caussin, confesor del Monarca, para que averigüe si ocurre algo. Pero el Padre Caussin es más amigo de la novicia que de Richelieu y contesta con vaguedades al Cardenal, mientras aprovecha la coyuntura para deslizar en el oído del Rey algunas frases oportunas: Que se reconcilie con su madre, que haga la paz con las potencias y rebaje los impuestos que las guerras han hecho subir, que no llene de dolor a la Santa Sede manteniendo alianza con los protestantes. En suma, sin decir nada de Richelieu, que haga lo contrario de lo que le aconseja Richelieu, y por lo tanto que despida a éste. Pero Luis, que por algo era hijo de Enrique IV, finge tomarlo en serio, y le pide al Padre Caussin que le exponga todos aquellos razonamientos al Cardenal. El buen confesor ha hecho un papel semejante al de María de Médicis. Le han cogido, quedará al descubierto y el Cardenal continuará siendo el árbitro absoluto de la política francesa. A decir verdad, estos ataques eran débiles de suyo, pero podían ser, y era, el zumbido de un insecto que acaba por irritar y por distraer al hombre inclinado sobre su labor. El tener que estar diciendo constantemente: "o éste o yo", era molesto, pero de efecto seguro cuando ya se había vencido diciendo al Rey, "o Montmorency o yo”, y más discretamente, "o vuestra madre o yo". El poder de aquel hombre es omnímodo. La guerra está tornándose en su favor. Francia se afirma y se ensancha. En el interior todo obedece. Ya puede respirar tranquilo, aunque su salud parece dar indicios de que no le queda mucho tiempo para ocuparse en esa monótona pero importantísima tarea de respirar. Si algo faltaba para considerar el porvenir más serenamente, ese algo ocurre el 5 de septiembre de 1638. Un acercamiento del Rey y la Reina ha dado su fruto, y Francia ya tiene un Delfín después de haberlo esperado durante veintitrés años. Richelieu está contento a la vista de aquel niño. Y eso que para él no puede tener sentido el saber que aquel niño se llamará Luis XIV.

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"DOS MANERAS DE NAVEGAR" X Navegar por las aguas de la Tierra y por las de la vida requiere un estilo propio cuando la navegación se lleva a cabo con un propósito firme y una ruta clara. Los dos hombres cuya vida es tema de estas páginas realizaron ambos una navegación trascendental, acorde con su propia manera de ser y proceder. Richelieu navegó lentamente por un río, en el cual desde las dos orillas le acechaba el peligro de la muerte. Cisneros navegó por el mar, a la conquista de infieles, con el peligro delante. Richelieu bajaba lentamente por el Ródano. Era en aquel año de 1642 en los que se cumplían los planes del Cardenal y parecía que éste, comprendiendo que ya había terminado, se disponía a morir. Tenía el ánimo entero y afilada la mente. Viajaba en una barcaza con un gran toldo o dosel que le abrigaba de las caricias demasiado insistentes del sol y del aire. La barcaza era arrastrada con gran lentitud desde el camino de sirga sobre un agua casi inmóvil, como cansada por el duro estiaje. El Cardenal estaba tendido en una especie de lecho de campaña, con una mesa portátil sobre las piernas. Papeles confusos, la pluma en la mano, a veces los ojos perdidos en la lejanía. Junto a él un secretario atento. Y de cuando en vez, emisarios diligentes que dan cuenta de sucesos o reciben órdenes. Allá en el Sur se está riñendo la última batalla por Perpignan, y Francia va a alcanzar en fin los Pirineos. Todo va bien. El Cardenal domina sus dolores. Está cubierto de erupciones y llagas, en un estado septicémico difuso que no se sabe hacia qué órgano apuntará al fin para localizarse y herir con golpe mortal. Pero mientras eso llega, la cabeza está despejada y hay mucho que hacer. Richelieu examina cansadamente sus papeles; pero de pronto se incorpora con uno de ellos en la mano. Toda su acerada voluntad le ha encendido los ojos en reflejos metálicos que no presagian nada bueno. Su suerte, su policía...., lo que se quiera, acaba de traer a sus manos un secreto terrible. No tiembla por sí mismo, aunque todavía quedan algunos que quieran adelantar las horas contadas de Richelieu. Lo importante es que éste tiene en las manos la pieza decisiva de la famosa conspiración de Cinq-Mars. El ministro, a sus cincuenta y siete años, que valen por ciento cincuenta y siete de otro hombre cualquiera, no se asombra de nada. Sin embargo, mientras contempla la plácida y casi imperceptible corriente del Ródano, se le vienen a la mente algunos recuerdos. No hace reflexiones amargas. Fija, sencillamente los peones del juego. La cosa había empezado por una buena acción que el Cardenal llevó a cabo, como otras muchas, procurando que coincidiese con un interés de su política. Para este hombre los actos habían dejado de ser, desde mucho tiempo atrás, malos o buenos: eran sencillamente políticos o impolíticos. Su antiguo servidor Effiat, en quien él había confiado como en su camisa, teniendo en cuenta que ni de su camisa se fiaba por entero, había dejado al morir un muchachote sin fortuna a quien, por llamar de alguna manera le dieron el título de marqués de Cinq-Mars, título que no radicaba en parte alguna. Era buen mozo, alto y alegre, simpático y decidor, y parecía inteligente, aunque no debía serlo mucho porque tenía con las mujeres una suerte excesiva. Pero 62

las personas muy inteligentes tampoco eran muy deseadas por Richelieu en el cargo que había elegido para premiar en el muchacho los servicios del padre. Lo quería para compañero de Luis XIII, para distraerlo del aburrimiento continuo con sus baladronadas jocundas, sus donaires y gracias. Era un bien para el Estado y para Richelieu que el Monarca no se aburriese, ni se ocupase tampoco demasiado de los asuntos políticos. Un poco de atención, un poco de alegría, y a dejar que trabaje el ministro, que para eso está. Cinq-Mars fue compañero de Luis XIII, porque Richelieu le presentó en la Corte cuando el muchacho tenía diecinueve años de edad y las damas se lo comían con la mirada. Luis XIII recibió muy bien a su nuevo amigo, y éste experimentó pronto las desventajas de la amistad del Rey. Nunca ha dado muchas satisfacciones el ser amigo de un poderoso de quien se depende; pero con aquel taciturno Monarca, de apática sensualidad, que contraía relaciones platónicas con las damas y tenía amistades sentimentales, la cosa era verdaderamente difícil. Aquello lo podía aguantar el que quisiera el medro antes que nada, el que tuviese naturaleza de reptil, pero no un muchacho lleno de juventud auténtica y de alegría sana, que quería a las mujeres un punto más allá de lo platónico, y con los hombres jugaba, o esgrimía, o cazaba, o celebraba comilonas, pero no representaba escenas de amistad infantil, celosa y plagada de remotas sugerencias. Cinq-Mars, en una palabra, no podía aguantar al Rey, y se propuso prosperar rápidamente a su lado para hacerse una posición y ser fuerte contra el Rey mismo. La protección de Richelieu le valió para alcanzar muy pronto en la Corte el cargo de caballerizo mayor, envidiado puesto, porque tenía buena paga, gran uniforme y ciertos privilegios acerca de la persona real. Pero CinqMars, que se veía, a los veinte años, en tan buena situación, quiso más, y entonces fue cuando comenzó a tropezar con Richelieu. Cinq-Mars quiso ser Consejero de Estado y quiso casarse con María de Mantua, la hija del conde de Nevers. Algo así como entrar sin pedir permiso, ni haber sido citado, en el domicilio particular de Richelieu. Encendió, según cuenta Belloc, con dos frases, un despecho en Cinq-Mars que llegó a convertirse en odio, en la medida en que esta pasión podía albergarse en un joven ligero e insensato. Dejó que el flamante caballerizo asistiese al Consejo; pero no trató delante de él ninguna cuestión de importancia, porque, según dijo después, éstas no debían ventilarse delante de los niños. En cuanto al casamiento, que contrariaba los planes de política exterior de Richelieu, éste se limitó a decir que no creía que ella se hubiese olvidado de su linaje hasta tal punto. En efecto, Cinq-Mars era un niño para sentarse en el Consejo de Estado, y la hija del duque de Nevers era una estrella distante si se comparaba su nobleza, del más rancio abolengo, con la improvisada del hijo de Effiat. Pero siendo verdad las dos cosas, era evidente que Richelieu las había expresado de la manera más dura posible para producir el efecto de contener la audacia del joven y encerrarla en ciertos límites. Cinq-Mars, como todos los jóvenes impetuosos y encumbrados rápidamente, era 63

refractario a aprender, y confiaba demasiado en su fuerza. Empezó, como otros varios que habían acabado malísimamente, a hablar con el Rey pestes del Cardenal y a burlarse de él en los círculos de la Corte, cosa de la que el Cardenal tomaba nota, pues no dejaba de llegar a sus oídos. Por todas las señas éste era un joven de los que habían nacido para cabeza de turco en las jugadas contra el ministro, y que éste, sintiéndolo mucho, se veía obligado a decapitar con un suspiro de lástima y de deseo de substituirlos con el hermano de Luis XIII, por ejemplo, que siempre estaba detrás de todas las maquinaciones contra Richelieu. El de Gastón era un caso de incompatibilidad irremediable con el Cardenal. El príncipe era un poco malvado, bastante tonto y lleno de una ambición imprudente. Necesitaba, como una exigencia de su naturaleza, conspirar contra Richelieu, que le daba miedo. ¿Qué se hacía contra un hombre tan inteligente? ¿Cómo proceder con él? ¿No sería el dueño de todo cuanto quisiera? Esto se preguntaba Gastón, poco después de nacido el que había de ser Luis XIV y en vísperas de la muerte de Luis XIII. Esta muerte se veía venir. ¿Qué ocurriría después de ella sino que el Cardenal se haría el amo de todo? El temor a Richelieu era tanto, que Gastón no se daba cuenta de que el que estaba próximo a morir era aquel Cardenal que tanto le preocupaba. Estaban todos en realidad tan acostumbrados a él, y tan hechos a ampararse en él por la sensación de fuerza que daba en los momentos graves, que se especulaba sobre la muerte de Luis XIII a cada enfermedad que tenía, y nadie contaba con la muerte del Cardenal, que estaba, a ojos vista, gravísimo. Parecía que no había de morirse nunca y que estaría permanentemente viéndolo todo a distancia y moviéndolo todo a su voluntad. Gastón, y en parte también Ana de Austria, querían acabar con aquel hombre. El complot fue el de más vuelo que se había trazado hasta entonces, e incluyó a Cinq-Mars como persona que estaba muy bien situada con el Rey y que parecía odiar al Cardenal. Tenía dos partes; una, efectuar un Tratado secreto con España deshaciendo la política de Richelieu; otra, asesinar a éste. Estaban tan unidos él y su política, que no se podía pensar en acabar con ésta si no se terminaba con su autor, ni bastaba suprimir a Richelieu si continuaba en marcha la máquina que él había montado. Por otra parte, mezclando el complot contra el Cardenal con una desviación o anulación completa de su política, se podía contar con que los enemigos exteriores no suscitasen dificultades a los que tomasen las riendas del Gobierno de las manos inertes de Richelieu. El Tratado secreto con España estaba ya en borrador, y en algún punto, a lo largo del Ródano, aguardaba Cinq-Mars con algunos amigos el momento de dar muerte al Cardenal durante su pausada navegación. Y he aquí que antes de que esto sucediese, no se sabe de qué manera, allí, bajo el dosel donde le hemos visto manejando sus papeles, recibió el ministro aquel borrador del Tratado secreto con España y unas notas confidenciales que lo explicaban todo. Envió aviso a Luis XIII, y los dos hombres, casi de lecho a lecho, meditaron sobre lo que se había de hacer. Como 64

siempre, se vino a dar en que Ana de Austria no podía ser molestada, en que Gastón estaba lejos de los lugares de peligro, y en que había que escarmentar a los incautos. Cinq-Mars era la cabeza indicada para caer en aquella ocasión. El alegre joven estaba en Narbona conjugando los placeres de Venus con los de Baco, porque al fin y a la postre el hombre debe vivir una vida completa. Le avisaron de que corría peligro, pero cuando quiso huir no pudo. Estaba preso y fue conducido a Lyon, donde también arrastraron al Cardenal en su barcaza. El proceso resultó terminante y el delito probado. Cinq-Mars, en compañía de Thou, otro joven locuelo que había tomado parte en la conspiración por amistad, fue decapitado. Dio muestras de un valor extraordinario antes de morir. El Cardenal, cumplido su deber, siempre político, terminó días después la campaña con la caída de Perpignan en poder de los franceses, y dio por concluida la navegación. No le quedaba apenas tiempo para terminar la obra, la de la vida, y era un cuerpo que se descomponía lentamente. Con todo, regresó a París para seguir trabajando, pues nunca se permitió el descanso más leve en su labor. Ésta hacía ya dieciocho años que duraba. Cisneros, acabadas sus preocupaciones del instante con el regreso de Fernando el Católico y puestas en marcha las cosas en su diócesis y en su Universidad, maquina algunas cosas convenientes para el Estado. No tiene más que setenta y tres años y está el hombre en la flor de su vida, decidido y animoso, dispuesto a navegar contra viento y marea. Ahora tiene conversaciones con el Gran Capitán y está muy animado sobre las posibilidades que se ofrecen en África. Su idea de la guerra es puramente española. La guerra es una lucha contra los infieles para la defensa y propagación de la fe. Los infieles han sido ya barridos de España. Pero están al otro lado del Mediterráneo amenazando siempre. Por gusto del Cardenal se haría una gran Cruzada contra todos los infieles corriendo hasta los Santos Lugares, pero puede empezarse por Orán, que está cerca. Había planeado las cosas bien, se había asesorado de conocedores del terreno y creía que la empresa era posible. En cuanto a los gastos de ella, allí estaban las rentas de la Archidiócesis de Toledo dispuestas para lo que fuere menester. Se consultó el caso con Fernando V que, buen diplomático, no dijo que no ni que sí, aunque interpuso bastantes dilaciones, tal vez porque no desease que nadie levantase la cabeza muy en alto dentro de su reino. Pero a la postre las conveniencias de la expedición eran tales que dejó proceder a Cisneros, y lo amparó ordenando levas de gente y proporcionándole capitanes aguerridos. Organizó su empresa Fray Francisco partiendo de Toledo, donde impetró la protección divina, marchando a embarcarse en Cartagena con su tropa, de la que era capitán el famoso Pedro Navarro. En Cartagena embarcaron el 13 de mayo del citado 1509, y llegaron a la vista de Orán el día de la Asunción por la tarde. Al amanecer desembarcaron las tropas de los ochenta barcos que componían la escuadra y comenzaron su avance contra la ciudad. Cisneros les había echado un discurso breve, mixto de arenga de general y platica de Arzobispo, y después había requerido su mula 65

para marchar con los soldados hacia donde sonaban los tiros. Disuadiéronle, casi por las malas, de aquel loco empeño, y se quedó cerca de las naves mirando subir a las tropas repecho arriba en lucha contra los moros berberiscos que se les oponían. En un momento determinado fue el Cardenal quien mandó que entrara en juego la caballería que se había quedado a bordo, refuerzo muy oportuno, y también fue él quien, consultado por Pedro Navarro, dio la orden de asalto a la fortaleza, que terminó victoriosamente en medio de una gran mortandad. Cisneros entró en la ciudad al otro día, echando bendiciones adiestro y siniestro y consagrando las mezquitas, una a Nuestra Señora de la Encarnación y otra a Santiago. Del botín cobrado, sólo quiso la quinta parte para ofrecerlo al Rey, a quien le correspondía, y dejó lo demás a beneficio de las tropas. A los tres días se embarcó de nuevo y se volvió a España, un poco más seco y acartonado, si eso era posible, pero con su reata de cautivos y dejándose a las espaldas a Orán ganado. Así navegaba Cisneros por la vida, un poco al azar, lleno de confianza y de valor, y marchando hacia los escollos sin pretender rodearlos. Sucédense algunos años en los que continúa y acrecienta España su obra de unidad, firme y hábilmente regida por Fernando V. El Cardenal Cisneros es siempre figura preeminente, y con gran frecuencia se acude a su saber y consejo, aunque el natural desconfiado del Rey estableciera algún roce entre aquellos dos principales testamentarios de Isabel la Católica. No podemos detenernos en narrar empresas, sin duda importantes, como la guerra de Navarra. Tampoco nos hemos detenido en el caso de Jiménez de Cisneros en el cargo de gran Inquisidor, al que fue llamado en momentos de apuro, como siempre solía llamársele para todo, y que desempeñó con equidad y con acierto, no llevando su natural energía más allá de los límites precisos, exigidos por la defensa de la Religión y de la misma seguridad del Estado. Años de gloriosa ancianidad en los que Cisneros trabaja con ahínco en sus diversas actividades y permanece firme en su salud corporal y espiritual, sin saber que la Historia le reserva aún un papel que desempeñar, pero dispuesto siempre para emplearse en lo que su deber le exija. Y fue el caso que durante el año 1515 comenzó a quebrantarse seriamente la salud del Rey, la cual durante aquel verano y el otoño siguiente acentuó su decadencia adquiriendo todos, en enero de 1516, la convicción de que había llegado la hora del tránsito para el Monarca. Dispúsose éste a dejar bien ordenados los asuntos de la tierra, y en largo testamento, obscurecido por la fama del de Isabel, pero acaso tan interesante como el de ésta, abordó necesariamente el tema de su sucesión y de las medidas que habían de asegurar el buen orden para ello. Reina de Castilla lo seguía siendo de nombre y de derecho doña Juana la Loca, recluida y aislada del mundo, fantasma con el que no se podía contar. La herencia recaía en don Carlos, nieto de los Reyes Católicos, como Rey, cuando doña Juana muriese, y entretanto como Gobernador General. Pero don Carlos se hallaba en Flandes y había de pasar tiempo antes de que se aparejase a venir a España. Durante su ausencia alguien había de 66

regir el Estado. Y aquel Regente, después de madurar mucho la determinación, dispuso don Fernando en su testamento que fuese el Cardenal Jiménez de Cisneros. Nuevamente el testamento real dejaba un cargo de trascendencia suma para Fray Francisco. ¿Qué no sabría aquel fraile nacido en el reinado de don Juan II, criado en el de Enrique IV, que había visto nacer y morir a Isabel I, y que ahora, a la muerte de Fernando, se disponía que guardase el puesto para el nuevo monarca? He aquí el párrafo del testamento de don Fernando que concierne a Cisneros : "Y porque por ausencia del dicho Ilustrísimo Príncipe don Carlos, nuestro nieto, hasta que él provea de la dicha administración y gobernación de estos Reinos, ni se siga algún escándalo e inconveniente, nos parece que sería bien nombrar alguna persona de autoridad, buen celo y conciencia para la cosa pública de estos dichos Reinos, para que esté en lugar del dicho Príncipe hasta tanto que él provea lo que se debe hacer para bien y utilidad de aquellos. Por ende, confiado en la conciencia, religión, rectitud y buen celo del Reverendísimo Don Fray Francisco Jiménez, Cardenal de España, Arzobispo de Toledo, Primado de las Españas, Canciller Mayor de Castilla, y que se le acordará del amor que la dicha Serenísima Señora Reina doña Isabel, nuestra mujer, y Nos siempre le tuvimos, le nombramos y señalamos en nombre del dicho Ilustrísimo Príncipe don Carlos, nuestro nieto, para que administre, provea y gobierne estos dichos Reinos, y para que el dicho Cardenal haga las otras cosas que Nos hacíamos, y podíamos, y deberíamos hacer en tiempo de nuestra gobernación ; que para esto, si necesario es, le damos poder cumplido". Este testamento fue redactado y subscrito al caer la tarde del 22 de Enero de 1516 en Madrigalejo, cerca de Guadalupe. Al amanecer del día 23 moría el Rey don Fernando a los sesenta y cuatro años de edad. Los nobles recibieron la noticia con frialdad exterior y acaso interno regocijo, pensando que cesaban las duras sujeciones a las que la autoridad del Rey les había sometido. En su lugar, y mientras llegaba el príncipe don Carlos, quedaba al frente del Reino un anciano que en aquel mismo año cumplía los ochenta. Fuéronle a comunicar la carga nueva que caía sobre sus viejos hombros, y que no tenía más remedio que dejar todos los asuntos de su diócesis, que le eran tan queridos, para emprender otro viaje a través de España y llegar hasta Guadalupe, donde le esperaban para reconocerle como Regente de Castilla. Hubo de marchar inmediatamente, respondiendo a la llamada de un supremo deber, y se encontró en seguida con los primeros obstáculos, que no habían de dejar de perseguirle en varia forma durante el tiempo que Carlos tardase en venir. Primero, fue una tentativa del principito Fernando, movido por Germana de Foix, para asumir la Regencia. Aquello no podía tener éxito alguno, porque los nobles no lo habían de aceptar. Un poco más importante fue el obstáculo presentado por Adriano de Utrech, que exhibió un nombramiento de Regente firmado por don Carlos. Es decir, mientras Fernando V al morir nombraba quien guardase el Reino en espera de Carlos, Carlos había otorgado su representación a otra persona.

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Legalmente el testamento de Isabel la católica resolvió la cuestión en favor de Jiménez de Cisneros, pues no pudiendo según él, entrar el Príncipe don Carlos en posesión del trono hasta los veinte años de edad, no podía nombrar Regente, ya que no había cumplido la edad requerida. A pesar de todo, optóse por resolver el problema consultando al mismo don Carlos sobre cuál de los dos Regentes prefería. La contestación llegó al cabo de algún tiempo, y revela ya las dotes que más adelante habían de hacer del Príncipe el gran Emperador Carlos V, pues aunque al pronto se inclinaba más al lado flamenco, como lo mostró también en España, tuvo la prudencia de confirmar a Cisneros como Regente, dejando a Adriano de Utrech con el carácter de embajador suyo cerca del gran Cardenal. Algunos sucesos que éste había tenido que resolver, en el entretanto, desde Guadalupe, hiciéronle ver que aquello tomaba un poco a trasmano y decidió, por lo pronto, trasladarse a Madrid, pequeña villa entonces, pero a la que su posición de centro geográfico de España comenzaba a abrir así las puerta de la fortuna.

"HASTA EL FINAL" XI Llegamos al término de nuestro relato. En él hemos acompañado a Cisneros y a Richelieu hasta la cumbre del éxito en la misma puerta de la muerte. Richelieu tiene todo lo que ha querido y nadie, salvo el Rey, es más que él en Francia. Cisneros tiene todo lo que no ha querido, y nadie, salvo el Rey, es más que él en España. Característica que enlaza de nuevo a través del tiempo la vida de estos dos hombres es que trabajaron incesantemente hasta el final. Cisneros murió de ochenta y dos años. Richelieu de cincuenta y siete. Esto es lo de menos, porque todo el mundo se muere a la misma edad, ya que la vida terrena no es cosa mensurable en función de la eternidad que aguarda. Cisneros y Richelieu murieron de viejos, de trabajados, de haber cumplido cada uno su misión según la entendían. A este entender, a las exigencias de su razón y su naturaleza, se debe el que uno empezase su carrera a los veintiún años y el otro cuando pasaba de cincuenta. La ambición acucia y la virtud espera. La primera lima los años, y la segunda los hace lentos y dilatados. Para la primera los días son relámpagos nerviosos, para la segunda plácidos intermedios. La virtud siempre tiene tiempo y la ambición siempre tiene prisa. Pero hasta el final Cisneros y Richelieu fueron fieles a sí mismos. Richelieu antes de morir, firmó un importante decreto. Cisneros recitó los Salmos hasta que le faltó el aliento. La concordancia magnífica entre la manera de vivir y de morir es otro aspecto del paralelismo de estos hombres, tan diferentes en su manera de ser y tan parecidos en algunos aspectos de su obra. Veamos cómo transcurrieron para ellos los últimos momentos de una vida que ambos habían consagrado a una labor. La obra estaba lograda. Pero se aproximaba el momento de la suprema rendición de cuentas ante el Supremo Juez. Richelieu llegó a París después de haber conseguido sus objetivos en el Sur y de haber yugulado la conspiración de la que fue víctima Cinq-Mars. Estaba 68

quebrantadísimo de salud y sufría enormemente. Su cuerpo estaba cubierto de pústulas, y el estado septicémico amenazaba concluir la obra. De improviso vino la localización. A fines de noviembre se le declaró una neumonía, según se cree, pues tal enfermedad no figuraba con tal nombre en la época. Parece que debió de ser una neumonía por lo que de los síntomas de la enfermedad se nos refiere. El enfermo quedó postrado e inmóvil en el lecho, quejándose de constantes punzadas y dolores, el día 29 de noviembre; pero siguió despechando desde su alcoba los asuntos del Estado, y aún el 1º de diciembre arrancó del Rey la firma de un decreto que estimaba importante. Fue aquel su último acto de Gobierno. Luis XIII, que estaba también herido de muerte y que había de vivir muy poco, como si la energía del Cardenal fuera la que le daba a él fuerzas para subsistir, lo visitó en su casa al saber que estaba grave. No parecía tan fuertemente contristado como hubiera sido de suponer. En realidad nunca unió a aquellos hombres un verdadero afecto, sino una tarea común para la cual necesitaban el uno del otro. Richelieu no podía ser Rey por sí mismo y necesitaba del monarca para refrendar sus medidas. El Rey era incapaz de aquella laboriosidad y de aquella energía de Richelieu, y necesitaba de éste para que la tuviese por él. Pero no es lo mismo que dos personas se necesiten porque se aman, que tengan que guardar la apariencia del amor porque se necesiten. En realidad Luis XIII temió siempre que el Cardenal le sobreviviera, y al verle morir sentía una alegría maliciosa e irreprimible que sienten algunos enfermos cuando ven que otros se les adelantan en el camino de la muerte. Sin embargo el Rey, incapaz de fingir que estaba profundamente dolorido, reconocía que tenía con aquel hombre enormes deudas y que le debía ciertas pruebas de estimación superiores a las que pudiese dar a nadie. Así, durante su visita atendió personalmente al enfermo, y llegada la hora de darle la alimentación que se le había prescrito, le preparó por sus propias manos una taza de caldo con dos yemas batidas y le ayudó a incorporarse en la cama para que tomase la substanciosa mezcla. Comprendía que Richelieu se había ganado aquel alimento preparado y administrado por mano de Rey, y por eso se lo preparó y se lo dio. De lo que pasaba en el interior de su alma es temerario intentar más averiguaciones. El día 2 de diciembre Richelieu entró en la agonía, una agonía lenta, llena de ahogos, en la que quedaba libre la lucidez mental en medio de una gran postración. Se llamó al Vicario de San Eustaquio, que vino con los Sacramentos. Antes de administrárselos le formuló la pregunta de que si perdonaba a todos sus enemigos, a lo cual dio Richelieu la famosa y ya referida contestación: "No he tenido más enemigos que los del Estado". La respuesta es, sin duda, impropia de un espíritu cristiano en tal momento, pero da medida de la capacidad política de Richelieu y de esa seguridad en sí mismo y en su visión de las cosas que el gran político tiene siempre. No vacila, ni se pregunta si pudo confundirse alguna vez a sí mismo con el Estado. En realidad, no siente odio alguno, ni lo ha sentido en los momentos más difíciles al 69

ordenar una ejecución. Los espectros de Chaláis, de Montmorency o de Cinq-Mars no le perturban lo más mínimo. No fue él quien mató a aquellos hombres. No murieron porque se hubiesen sublevado o hubiesen conspirado contra él. Murieron justamente porque eran enemigos del Estado. Richelieu no divisa otra razón, ni en la hora suprema en la cual los problemas de conciencia presentan su cariz más agudo. No está arrepentido de nada de lo que ha hecho. Su manera de ver de político era constitutivo en él, era su ser mismo. Y en este aspecto, aquella frase del pobre Vicario de San Eustaquio, dicha en aquel momento, era el más elocuente de los discursos que había pronunciado en su vida. El 4 de diciembre, era el año 1642, un fraile rezaba junto al lecho de Richelieu, ya inmóvil y con un estertor breve, precursor del último minuto. No podía hablar, pero podía oír. El fraile le dirigía las últimas exhortaciones y le tenía una mano cogida. En respuesta a ella Richelieu le apretó suavemente la mano, como dándole a entender que todo lo oía y de todo se enteraba. Luego se quedó quieto. Al rato se hicieron las pruebas habituales para comprobar si aún salía algún aliento de aquella boca. Pero el alma del Cardenal ya no estaba allí. Estaba donde las razones de Estado no tienen peso, y cada uno responde por sí mismo estrictamente, sin posibles subterfugios. El cuerpo fue embalsamado y se le enterró solemnemente en la capilla de la Sorbona. No había de descansar allí apaciblemente, porque siglo y medio después hubo en Francia una Revolución, que el señor Cardenal ignoraba hasta qué punto había contribuido él a preparar, y en las revoluciones se practica, como una especie de rito macabro, la violación de tumbas. La de Richelieu fue abierta y destrozada, y un joven revolucionario tuvo la curiosidad de llevarse la momificada cabeza del Cardenal a su casa, para tenerla allí como una especie de trofeo, símbolo de victoria de la luz contra el oscurantismo. La cabeza fue conservada, y pasó como curiosidad interesante, de unas manos a otras. Por fin Richelieu fue entrando cada vez más dentro de la Historia, y se le miraba con menos pasión y más respetuosa frialdad. Por esto un día su cabeza pudo volver a ser colocada junto al resto del cuerpo y allí esperar uno y otra, el momento definitivo de la resurrección de la carne.

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"ANTE EL SUPREMO JUEZ" SEGUNDA PARTE XI Los años de la breve Regencia de Cisneros, que no llegaron a dos, hubieran podido ser más cortos aún si el Príncipe Carlos, bien avenido con los ocios de Flandes, no hubiese demorado cuanto pudo el venir a la áspera España, que al fin le había de conquistar y hacerle suyo. Que el Príncipe criado en las sensualidades flamencas terminase un día en el solitario Monasterio de Yuste, es la mayor victoria que ha obtenido esta Castilla que "hace a los hombres y los deshace”, esta madre tan rectilínea y tan austera que conserva siempre como un profundo rastro de virginidad. Pero de momento el joven Carlos dejaba que el viejo Cisneros se las entendiese con los nobles levantiscos que habían pensado en aprovechar la ocasión para resarcirse de los golpes que a su altanería y a sus privilegios habían asestado los Reyes Católicos. Les costaba mucho darse cuenta de que no podían con un fraile de ochenta años, de origen modesto. Ellos, que tenían el orgullo de la cuna, vivían sometidos a un hidalgüelo; ellos, que mostraban la valentía militar, tenían que obedecer a un hombre que se vestía por la cabeza; ellos, que eran jóvenes y llenos de fuego, habían de vivir dominados por un anciano acartonado y ochentón que parecía una momia viviente. Les costó mucho percatarse de que en realidad era así. Pero desde la famosa anécdota, puesta en duda por la Historia como todas las anécdotas bonitas, en la cual Cisneros exclama "estos son mis poderes" mostrándoles sus tropas a los nobles ensoberbecidos, hasta el efectivo episodio de Villadefrades, el pueblo rebelde contra el que Cisneros marchó y al que mandó arrasar totalmente y sembrar de sal el terreno que había ocupado, sería interminable referir los rasgos enérgicos del indomable anciano al que no pudieron apartar de su puesto y que supo mantener su autoridad entregando íntegros los Reinos que se le habían confiado al que al fin llegó para hacerse cargo de ellos como su legítima herencia. Por un momento, pudo temerse que no tendría tiempo de esperar la llegada del Príncipe. Iba para los ochenta y dos años y estaba ya enfermo. Él no debía tener, seriamente, más que la última enfermedad. Le entraron unas fiebres infecciosas, cuya naturaleza y diagnóstico no sabemos si es fácil hacer. Se caracterizaban por su intermitencia y por sus grandes oscilaciones, que agotaban aquella naturaleza entre bajadas y subidas de la temperatura. Empezaron a manifestársele síntomas claros de tener un mal de índole infecciosa. Le salió una gran pupa en la cabeza y se le inflamaron y reventaron los dedos, que vertían pus. Se le creyó moribundo, como lo estaba en realidad, y hubo un conato suelto de rebelión enconada. Temblando de fiebre y de enojo, dispuso la marcha de las tropas, y procedió con tal rapidez y brío que sus enemigos quedaron aterrados y hubieron de solicitar su perdón. Era 71

septiembre de 1517 y Cisneros se sentía morir. Quiso Dios que llegara oportunamente el príncipe Carlos, y el glorioso anciano quedase libre de la carga y responsabilidad. Aun quiso seguir, como era su obligación, la ruta del Príncipe y salirle al encuentro, para lo cual se hizo trasladar a Roa, desde donde fácilmente podía tomar el camino que más le conviniese, según el que Carlos tomara. Le metieron en una litera lo más abrigada posible, y se cubrió las manos y los pies, debiendo ser esta las segunda vez que se calzó con zapatos. La primera, para entrar en Toledo como Arzobispo. La segunda, para ir camino de la muerte, que para él fue, seguramente, ir camino del cielo. Su agotamiento era tal y tan poca vida le quedaba, que llevaba en las manos una bola de metal caliente para que no se le quedasen yertas e incapaces de movimiento. En Roa se instaló ya en la mitad de octubre. Vinieron los crudos días de Todos los Santos, y se vió que el gran Cardenal se acababa. Confesó y comulgó, recibió todos los Sacramentos con la ejemplaridad que puede suponerse, y el día 8 de noviembre empezó a faltarle el aire y le pilló la muerte en mitad de su recitación de los Salmos. Eran las cuatro de la tarde. Lo enterraron en la capilla del Colegio Mayor de San Ildefonso en un sepulcro de mármol, símbolo de la tersura insobornable de su alma y de su corazón. Un elegante epitafio, en latín culto y perfilado, fue puesto sobre la tumba de Cisneros. En él se recuerdan, con la indispensable y lapidaria concreción, las características principales de este hombre singularísimo, lección de inagotable eficacia para toda conducta y todo proceder. Dícese de él en el epitafio, entre otras cosas, que ciñó la púrpura con el sayal y lo que es más importante, que llevó al mismo tiempo, sin pretenderlo, diadema y cogulla. "Sin pretenderlo". Estas dos palabras resumen toda la enorme lección de la existencia ejemplar de Jiménez de Cisneros. Todo se le dio de añadidura a su virtud y a su constancia, a su tesón y a su fe, a su energía y a su austeridad. Verdadera personificación de la España que, al lograr su unidad en la fe católica, iba a derramarse por el mundo y se le iban a dar mundos de añadidura, pudo llevar Cisneros sobre la tonsura de sacerdote y la humilde cabeza del franciscano una corona de Regente de su Patria. El contraste enorme de aquella juventud pobre y hambrienta con los puestos altísimos a que había de llegar el que pasara por tantos trabajos y penalidades, encierra un sublime ejemplo. Fray Francisco de Cisneros, gran Cardenal de España, Regente de Castilla, fundador de Alcalá, conquistador de Orán, consumido el cuerpo en penitencia, ardiente el alma de ideales.... Síntesis perdurable de la Patria que le vió nacer y que ayudó a formar.

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ÍNDICE PRÓLOGO ........................................................................................................ 1 I.

ESPAÑA, 1436/ FRANCIA, 1585 ....................................................... 2

II.

UN TEÓLOGO POR VOCACIÓN Y UNO POR CONVENIENCIA ............ 7

III.

EL ARCIPRESTE DE UCEDA Y EL OBISPO DE LUçON ........................ 12

IV.

EL CAPELLÁN DE ANA Y EL CONFESOR DE ISABEL LA CATÓLICA .... 18

V.

UN ARZOBISPO DE SESENTA AÑOS................................................ 25

VI.

CADA UNO SU OBRA...................................................................... 30

VII.

SEGUNDA CONQUISTA DE GRANADA Y CONQUISTA DE LA ROCHELA ........................................................................................ 42

VIII. DOÑA JUANA LA LOCA................................................................... 49 DOÑA MARÍA LA INCAUTA ............................................................ 52 IX.

LA HORA DECISIVA......................................................................... 55

X.

DOS MANERAS DE NAVEGAR ........................................................ 62

XI.

HASTA EL FINAL ............................................................................. 68 ANTE EL SUPREMO JUEZ ................................................................ 71

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