Cuentos de príncipes, princesas y demás

Cuentos de príncipes, princesas y demás para la princesa Irene Begoña Moreno Ilustraciones Andrés Gurdolich TEXTOS: Begoña Moreno ILUSTRACIONES

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Cuentos de príncipes, princesas y demás

para la princesa Irene

Begoña Moreno Ilustraciones

Andrés Gurdolich

TEXTOS:

Begoña Moreno

ILUSTRACIONES:

Andrés Gurdolich

El cuento de los príncipes que fueron el mejor regalo del mundo

El día que nacieron la princesa Irene y el príncipe Rodrigo, la luna tenía tantas ganas de conocerles que, cuando amaneció y apareció su amigo el sol, decidió quedarse un ratito con él antes de irse a dormir. Quería verles lo antes posible y esperar hasta que llegase de nuevo la noche ¡era demasiado!

Cuando por fin les vio se puso muy contenta, y pensó que había merecido la pena esperar. Eran los dos bebés más bonitos que había visto nunca. Bueno, recordaba que hacía quince años había conocido a otra princesa preciosa que se llamaba Beatriz, pero ¡había pasado ya tanto tiempo! Los príncipes Irene y Rodrigo eran tan bonitos que la luna pensó que, aunque el nombre de Irene era precioso, ella prefería llamarla «carita de mono», y a Rodrigo, que también tenía un nombre que le encantaba, «cosa bonita». Una vez que la luna vio que eran preciosos y estaban muy bien, quiso darles un beso antes de irse a dormir y bajó del cielo para hacerlo. Se acercó a la princesa Irene y tras darle un beso, le dijo: «por ser la princesa más bonita del mundo, te doy este beso mágico. Con él podrás ir por todo el mundo y todos sabrán que la luna te adora y nunca te dejará sola». Se acercó también al príncipe Rodrigo y después de darle otro beso mágico le dijo: «por ser el príncipe más bonito del mundo, te doy este beso mágico. Con él podrás ir por todo el mundo y todos sabrán que la luna te adora y nunca te dejará solo».

Después de darles los dos besos mágicos, la luna se marchó por fin a dormir, con una sonrisa tan grande que, cuando pasó al lado del sol, éste le preguntó por qué estaba tan contenta. Y ella le respondió mientras bostezaba: «porque acabo de conocer a los príncipes Irene y Rodrigo, los mejores regalos del mundo».

El barquito de cáscara de nuez de la princesa

Irene

A la princesa Irene le encantaba viajar. Le gustaba mucho sentarse en el coche, en su sillita, muy cerca de la de su hermano el príncipe Rodrigo, ponerse sus gafas de sol, y mirar por la ventanilla, mientras su mamá conducía, bajaba su ventanilla y ponía música. Un día, estando en el coche empezó a sonar la canción «Un barquito de cáscara de nuez» y la princesa Irene pensó que le gustaría mucho montarse en un barquito como ese para que la llevara muy lejos. Y se le ocurrió que si cerraba los ojos y cantaba la canción, a lo mejor lo conseguía. Y eso fue lo que hizo…

Un barquito, de cáscara de nuez, adornado, con velas de papel, se hizo hoy a la mar, para lejos llevar, gotitas doradas de miel. Un mosquito, sin miedo va en él, muy seguro de ser timonel. Y subiendo y bajando las olas, el barquito, ya se fue. Navegar sin temor, en el mar es lo mejor, no hay razón de ponerse a temblar. Y si viene negra tempestad, reír y remar y cantar. Navegar sin temor, en el mar es lo mejor. Y si el cielo está muy azul. El barquito va contento, por los mares, lejanos del sur.

Cuando la canción terminó, abrió los ojos y vio que seguía en el coche, sentada en su sillita, oyendo música con su hermano el príncipe Rodrigo. Pero no le importó nada, porque si navegar en un barquito de cáscara de nuez debía ser estupendo, ir en el coche con su hermano el príncipe Rodrigo, sus gafas de sol puestas, la ventanilla de su mamá bajada para que entrara el aire y le diera en la cara, y sentada en su sillita ¡también estaba genial!

La historia de diminuta Soy muy pequeña. Bueno, más que pequeña soy diminuta. Soy tan diminuta que, salvo que te esfuerces mucho mucho, no me ves cuando estoy sola. Pero la verdad es que no me importa serlo, porque todas mis amigas son igual de diminutas que yo, y sin embargo, cuando estamos todas juntas parecemos muy muy grandes, tan grandes como un rayo de sol. Además, esto de ser tan pequeña tiene sus ventajas. Por ejemplo, si quiero irme muy lejos, sólo tengo que subirme al zapato de un amigo y acompañarle charlando y riendo, comentando lo bien que se han portado este otoño las hojas al caerse de sus ramas muy despacito; o pedirle a mi amigo el viento que me lleve en su próximo viaje. También es bueno ser así de diminuta porque, si te apetece jugar, no tienes más que decírselo a la pelota de la princesa Irene.

Otro ejemplo de las ventajas de ser tan sumamente pequeña es que ¡puedes dormir en cualquier sitio! No te hacen falta ni grandes camas, ni inmensas sábanas, ni nada que se le parezca, porque si tienes frío le puedes decir a tu amigo el sol que te caliente o pedir a tu amiga la hoja seca que te tape un poquito, y ya está. Vamos, que estoy encantada con ser una minúscula mota de polvo.

¿A qué le sabe la luna a la abuela de la princesa Irene? Los príncipes Irene y Rodrigo tienen un cuento muy bonito que se titula «¿A qué sabe la luna?». En él, todos los animales de la selva se ponen de acuerdo para intentar llegar a la luna y poder comerse un pedacito.

En el cuento, gracias a que todos colaboran y se ayudan unos a otros, forman una inmensa pirámide con la que al final consiguen alcanzar la luna y probar un pedacito. Al hacerlo, se dan cuenta de que a cada uno la luna le sabe a aquello que más le gusta comer.

Así, al ratón le sabe a queso. A la tortuga a lechuga. Al león a un buen filete. Al elefante a una rica y tierna rama de árbol. Y a… ¡son demasiados para acordarse de todos!

Yo tuve la suerte de que me llamaran para ayudarles a hacer más alta la pirámide, por lo que también yo pude probar un poquito de luna. Y ¿sabéis a qué me supo a mí la luna? A los besos de los príncipes Irene y Rodrigo, o, si preferís llamarles como su amiga la luna, «carita de mono» y «cosa bonita».

Además, mis amigos los animales de la selva me dejaron que cogiera un trocito de luna para los príncipes Irene y Rodrigo. Y ¿sabéis a qué les supo a ellos la luna cuando la probaron? Pues a ¡croquetas y torrijas de su abuela!

El viento y la hoja Un día llegó el otoño, y parte de los árboles del parque perdieron sus hojas. El suelo lleno de hojas parecía una alfombra de muchos colores, verde, amarillo, marrón… Pisar tantas hojas era muy divertido, porque, además de que hacían que el suelo estuviese muy blandito, algunas hacían un ruido muy gracioso al pisarlas. ¡Parecían ranitas!

Un día, el viento que estaba muy aburrido decidió ponerse a soplar muy fuerte. Lo hizo tan fuerte que, desde lejos sólo se podía oír su soplido ¡ffuu, ffuu, ffuu!! Además de hacer mucho ruido, consiguió levantar las hojas esparcidas por el suelo. Ellas se pusieron a jugar con él muy contentas. Daban saltos, se perseguían las unas a las otras, y daban volteretas. Pero, la mayoría pronto se cansó y dejó de jugar con el viento para volver a tumbarse tranquilamente en el suelo. Sin embargo, una de ellas, una hoja muy grande y bonita, quiso seguir saltando, girando y corriendo con el viento un rato más. El viento estaba encantado porque él también se estaba divirtiendo mucho con ella y porque pensaba que era preciosa. Y realmente lo era. Imaginaos que era brillante como un diamante y que tenía ¡todos los colores del arco iris! El intenso rojo, el brillante naranja, el delicado amarillo, el alegre verde, el precioso azul, el oscuro añil y el luminoso violeta se juntaban en la hoja juguetona.

Viento y hoja, hoja y viento, siguieron jugando juntos un buen rato. Él soplando y silbando. Ella girando, saltando y corriendo. De repente, se dieron cuenta de que estaban cansados y de que el sol se estaba despidiendo, lo que quería decir que era muy tarde y faltaba poco para que llegara la noche. Decidieron entonces despedirse también ellos hasta el día siguiente. Hoja y viento, viento y hoja dijeron adiós al sol, dijeron hola a la luna, que ya estaba en el sitio en el que iba a pasar la noche, y se despidieron como dos buenos amigos hasta el día siguiente. La hoja le dijo al viento: “adiós amigo viento, mañana nos volvemos a ver para jugar.” El viento le dijo a la hoja: “adiós amiga hoja, mañana nos volvemos a ver para jugar. Yo soplaré para que tú puedas saltar, girar y correr, y los demás puedan ver tus preciosos colores, que son los del arco iris.” Y con un beso parecido al que se dan los erizos, muy muy suave, se fueron a dormir.

Cuando se quiere hasta el infinito y más allá

Cuando quieres a alguien tanto que le quieres más que a nadie en el mundo, es que le quieres hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A). Y querer a alguien hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A) supone que no te importe que un día te diga que “eres una persona muy fatal”; y que tampoco te importe que cuando se enfada, no quiera ni darte besos ni jugar contigo. También supone estar pensando en él continuamente, y que cada cosa que veas o te cuenten, te recuerde a él. Otra cosa que ocurre cuando quieres a alguien hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A) es que cuando se pone malito ¡tú lo pasas fatal! y cuando se pone bueno te alegras ¡muchísimo! Cuando quieres a alguien hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A) cualquier cosa mala que le pase a él, preferirías un millón de veces que te pasara a ti. Cuando quieres a alguien hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A) una sonrisa suya te hace pensar que estás en el cielo y su risa te suena mejor que cualquier música de Mozart. Cuando quieres a alguien hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A) hasta los abrazos de oso te parecen poco cariñosos y los de tortuga, demasiado apresurados. Pero lo mejor de todo es que, cuando quieres a alguien hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A) el mejor momento del día llega con la noche, cuando se acurruca en tu regazo y dice “a dormir”. En ese momento, cuando quieres a alguien hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A) ¡no te cambiarías por nadie! Y ¿sabéis a quien quiero hasta el infinito y más allá (Hel∞y+A)? ¡A los príncipes Irene y Rodrigo (IyR)!

Los árboles que admiraban a… (Historia de El Bosque Animado de Wenceslao Fernández Flórez)

Hace algunos años, a un bosque con muchos árboles altos y verdes llegaron unos hombres. Iban vestidos de verde, con chalecos y cascos tan verdes como los árboles y otras plantas del bosque. Estos hombres llevaban muchas herramientas. Algunas eran grandes y otras pequeñas. Entre ellas había picos y palas, y otras que los habitantes del bosque nunca antes habían visto. Con estas herramientas hicieron un gran agujero en el suelo. Estuvieron trabajando toda una semana en el bosque, descansando sólo cuando la luna ocupaba el lugar del sol. De él se despedía y a él le deseaba felices sueños la luna con un “hasta mañana amigo sol”. La tarde del que luego se supo sería el último día de trabajo de los hombres, llegó a la linde del bosque un tractor cargado con un gran… ¡casi se me escapa el final del cuento!

Cuando los hombres que habían llegado al bosque una semana antes terminaron su trabajo, recogieron todas sus herramientas, incluidos picos y palas, y se marcharon muy contentos a descansar. Los árboles del bosque, que hasta ese momento no habían podido ver casi nada de lo que estaban haciendo, miraron curiosos hacia el lugar en el que habían estado trabajando y descubrieron con sorpresa que ¡tenían un nuevo compañero! Era un tronco muy alto, esbelto, estirado,… y ¡con cosas brillantes en lugar de ramas! Los árboles del bosque no sabían qué eran esas cosas tan brillantes, pero no por ello dejaron de admirarlas ¡eran tan bonitas! Todos pensaron que era posible que ese tronco fuese lo que el tractor había traído unos días antes. Como pronto llegó la noche, todos se fueron a dormir comentando lo elegante y bonito que era su nuevo compañero. Los árboles que estaban más cerca de él incluso llegaron a comentar ¡qué envidia nos da! Cuando llegó el amanecer del día siguiente, todos los habitantes del bosque, los conejos, los pájaros, los árboles, las flores, los zorros, las lagartijas, y … en fin, todos los que vivían por allí, le dijeron buenos días al sol y le contaron la noticia, por si acaso él todavía no se había dado cuenta. ¡Buenos días sol! ¿Sabes que tenemos un nuevo compañero? Mira, es ese tronco tan brillante y elegante de allí. El sol, tras desear a todos los buenos días, también comentó ¡qué bonito es! Lo he visto esta mañana nada más llegar porque es muy alto y, porque cuando he ido a saludarle con mis rayos, sus ramas se han puesto a jugar enseguida con ellos, produciendo grandes destellos. Los animales y plantas del bosque se alegraron mucho con esta noticia, pues pensaron que sería agradable tener a alguien tan simpático y divertido entre ellos.

Por eso, todos los árboles y flores que estaban cerca del nuevo habitante del bosque empezaron a dar los buenos días al recién llegado. Y lo mismo hicieron los animales que pasaban por allí. Pero el nuevo tronco a nadie devolvió el saludo. Permaneció todo el tiempo quieto, sin mover ni una sola de sus raras y brillantes ramas, sin responder siquiera al viento que, como pasaba por allí, había aprovechado para saludar al nuevo del lugar. Y lo mismo pasó al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente. Así, hasta una semana. Entonces, todos se cansaron de ser amables con él y, además de dejar de saludarle, empezaron a hablar de él tildándole de “estirado” y “poco amable”. Entre ellos se decían “¿pero quién se cree que es para ni siquiera molestarse en decirnos hola?” Y pasaron los días, y los meses, y los años, y todo siguió igual. Los árboles hablando con los pájaros que hacían en ellos sus nidos; las plantas con los conejos que pasaban corriendo camino de sus madrigueras; y todos hablando con las abejas, las mariposas, las ranas, las y las lagartijas que pasaban cerca.

Mientras, el tronco alto, elegante y con cosas brillantes en lugar de ramas, seguía callado, ajeno a todo y a todos los que pasaban a su alrededor. Un día, de pronto, llegaron unos hombres con chalecos y cascos verdes y una larga escalera. Uno de ellos colocó la larga escalera apoyada en el tronco alto, esbelto, elegante y poco simpático y se quedó sujetándola mientras uno de sus compañeros subía con mucho cuidado por ella, con unos alicates, unos cables y algo parecido a una bombilla en la mano. A la media hora, más o menos, volvió a bajar con los alicates en la mano, la cosa parecida a una bombilla, y parte de los cables con los que había subido. Nada más llegar al suelo, los hombres recogieron sus cosas y se marcharon por donde habían venido. Uno de los conejos del bosque, que tenía muy cerca de allí su madriguera, había cogido una rica zanahoria y se había quedado mirando a los hombres trabajar mientras se la comía. Cuando éstos se marcharon, dejó lo que le quedaba de zanahoria en el suelo (era muy grande y él un conejito bastante pequeño), y empezó a llamar al resto de los habitantes del bosque ¡venid amigos, acercaos, tengo una cosa importante que contaros! Cuando el conejito vio que ya había muchos amigos rodeándole empezó a decir:

acabo de descubrir que no tenemos nada que envidiarle al tronco elegante, alto, brillante y poco amable que todos estos años ha estado aquí entre nosotros. También he descubierto que no debemos hablar mal de él aunque haya estado todos estos años aquí erguido y callado, sin contestar siquiera a los saludos del viento. Si ha actuado de esa manera, no ha sido porque él haya querido, ni porque se creyese mejor que nosotros. Si lo ha hecho ha sido porque no podía hacerlo de otro modo. No es un árbol elegante y brillante lleno de vida, sino un ¡poste para la luz! Todos los habitantes del bosque se quedaron sorprendidos, pero enseguida reaccionaron exclamando ¡pobrecito! ¡él no tiene la culpa de nada! Y se quedaron pensando que de todo se puede sacar una enseñanza. En la historia del árbol que no lo era, la enseñanza fue que nunca se debe juzgar mal a nadie sin conocerle bien. Y desde ese día, todos los habitantes del bosque comenzaron a saludar de nuevo al que, hacía muchos años, había llegado al bosque y les había sorprendido con su elegancia y belleza, sin importarles que él nunca respondiera. Y aquí acaba el cuento del poste de de la luz al que todos creyeron árbol, y al que, seguro, le hubiera gustado serlo para poder hablar con el viento, con sus vecinos los árboles, y con los pájaros que se posasen en sus ramas.

El árbol tímido…

(Adaptación de una historia de Caín de José Saramago) Había una vez un niño al que le encantaban los árboles. Le gustaban casi todos, los grandes y los pequeños, los altos y los bajos, los que perdían sus hojas en otoño y los que las conservaban. Le gustaban tanto que un día su mamá le ayudó a plantar un arbolito en su propio jardín. Desde el primer día, el niño quiso mucho a su arbolito. Tanto le quería que nada más plantarlo, se sentó a su lado para verlo crecer. Cuando su mamá le vio allí sentado se acercó a preguntarle qué hacía. Él le respondió que mirar cómo crecía su arbolito. A ella le hizo gracia el entusiasmo de su hijo por su nuevo amigo, pero temía que llegara la noche y con ella el frío, y que su hijo se pusiera malito por quedarse sentado allí tanto tiempo. Por eso, para evitar que siguiera sentado allí sin moverse le dijo: “hijo mío, yo creo que harías mejor en entrar en casa y dejar de mirar al arbolito, porque los árboles son muy tímidos, y les da vergüenza crecer mientras alguien está cerca de ellos”. El niño miró muy serio a su mamá y le respondió: “mamá, eso les pasará a otros árboles y a otras personas, pero no a mi arbolito y a mí. Nos queremos tanto que seguro que a él no le importa nada que me quede aquí mirándole. Pero, como no estoy seguro de que no le dé vergüenza que le mires tú, creo que es mejor que no te quedes aquí a nuestro lado”. La madre se quedó sorprendida de la reacción de su hijo, pero pensó que era mejor hacerle caso. Al fin y al cabo, era bueno que su hijo quisiese tanto a su arbolito y seguro que, en cuanto tuviera frío entraría en casa a tomarse un vaso de leche caliente y una torrija de su abuela. Y colorín colorado, la pequeña historia del arbolito tímido, se ha terminado.

Hasta el infinito y más allá Había una vez un país muy muy lejano. Y en ese país tan lejano vivían los príncipes Irene y Rodrigo. Los dos príncipes eran muy fuertes, valientes, buenos, listos y guapos. Así al menos decía la canción que les gustaba cantar cuando estaban contentos. Me llamo Irene, y soy muy fuerte. Me llamo Irene, y soy valiente. Me llamo Irene, y soy muy buena. Me llamo Irene, y soy muy lista. Me llamo Irene, y soy muy guapa.

Los dos príncipes eran tan fuertes, valientes, buenos, listos y guapos, que su mamá les quería hasta el cielo. Y ellos también querían a su mamá hasta el cielo. Su abuela, que por cierto, les hacía las comidas más ricas del mundo, les quería hasta la montaña. Y claro, los príncipes Irene y Rodrigo también querían a su abuela hasta la montaña. Y una de sus tías, que como todas las demás, pensaba que eran lo más bonito del mundo, quería a Irene y Rodrigo hasta el infinito y más allá. Y el infinito está muy muy lejos, de verdad. Incluso más lejos que el país muy muy lejano en el que vivían los príncipes Irene y Rodrigo.

El nenúfar y la rana Érase una vez un estanque que estaba en medio de un bosque, que estaba en medio de un valle rodeado de montañas muy altas. Las montañas eran tan altas que siempre estaban cubiertas por nieve muy blanca. Y era parte de esta nieve la que, cuando llegaba la primavera se derretía y se convertía en agua que llegaba al estanque.

En el estanque había mucha vida. Por ejemplo, estaba rodeado de altos juncos, que no dejaban de silbar en cuanto el viento soplaba entre ellos. Y dentro del agua había muchos peces, algas y otras plantas y, sobre todo, renacuajos y ranitas.

Uno de los renacuajos nacidos durante la primavera se convirtió muy rápido en una hermosa ranita verde. Además de muy bonita, esta ranita era muy divertida. Tenía muchos amigos con los que no paraba de jugar y reír. Entre todos sus amigos, con el que más jugaba y se reía era un precioso nenúfar. Con él jugaba a dar saltos inmensos al agua, navegaba como si su amigo el nenúfar fuese un barco, y hablaba de todo lo que le pasaba por la cabeza.

Un día, la ranita verde y su amigo el precioso nenúfar se pusieron a hablar de lo que más le gustaba hacer a cada uno de ellos. El nenúfar dijo que para él lo mejor era estar tranquilamente en el agua del estanque, descansando mientras los rayos del sol calentaban sus pétalos. La ranita le dijo que para ella lo mejor era descansar sobre él, mientras los rayos del sol le calentaban suavemente.

Cuando la ranita terminó de hablar, los dos amigos se miraron, sonrieron y exclamaron ¡pero si a los dos lo que más nos gusta hacer es lo mismo! Y además ¡si nos encanta es porque estamos juntos!

El hermoso nenúfar y la preciosa ranita verde se dieron cuenta así de que lo realmente importante, más que cualquier otra cosa, era que se querían mucho, que eran muy buenos amigos. Y en ese momento decidieron que siempre se iban a portar muy bien el uno con el otro, que si alguna vez alguno de ellos se enfadaba, debería recordar que, más importante que un enfado era saber que cuando estaban los dos juntos ¡eran muy felices!

Y, desde ese día, siguieron siendo los mejores amigos del mundo, felices cuando estaban juntos. Y felices y amigos siguen siendo hoy, porque cada vez que paso cerca de su estanque les veo jugar y reírse mucho.

El cuento de la bruja buena Todos hemos oído historias de brujas malas y feas, a las que nadie quería. Sin embargo, como en todo, también en el mundo de las brujas hay excepciones. Una es muy conocida, la de la Brujita Tapita, que era muy despistada ¡se miraba en la pared en lugar de en un espejo! Pero muy buena, porque cogía las pesadillas de los niños, las cocinaba, y las convertía en golosinas y turrón. Pero la Brujita Tapita no es la única bruja buena del mundo, hay más. Yo, por ejemplo, conozco a una que es estupenda y muy guapa y divertida. Además, quiere mucho a los niños que se portan bien. Lo que más le gusta a la Brujita Camaleón, que así se llama la bruja buena, bonita y divertida que yo conozco, es empujar muy fuerte el columpio de los niños, para que suba muy alto. A ellos les encanta y siempre se ríen a carcajadas y le dicen ¡más fuerte! A la Brujita Camaleón también le gusta mucho cantar canciones divertidas y bonitas. Una de las que más le gusta se titula Chiquitita, y le gusta mucho porque a una amiga suya, la princesa Irene ¡le encanta! La canción dice así:

Chiquitita dime por qué tu dolor hoy te encadena. En tus ojos hay una sombra de gran pena. No quisiera verte así, aunque quieras disimularlo, si es que tan triste estás, para qué quieres callarlo. Chiquitita dímelo tú, en mi hombro aquí llorando. Cuenta conmigo ya, para así seguir hablando. Tan segura te conocí y ahora tú ala quebrada. Déjamelaarreglar yo la quiero ver curada. Chiquitita sabes muy bien, que las penas vienen y van y desaparecen. Otra vez vas a bailar y serás feliz, como flores que florecen.

Chiquitita dime por qué, tu dolor hoy te encadena. en tus ojos hay una sombra de gran pena. No quisiera verte así, aunque quieras disimularlo. Si es que tan triste estás, para qué quieres callarlo. Chiquitita sabes muy bien, que las penas vienen y van y desaparecen. Otra vez vas a bailar y serás feliz, como flores que florecen. Chiquitita no hay que llorar, las estrellas brillan por ti haya en lo alto. Quiero verte sonreír para compartir, tu alegría chiquitita. Otra vez quiero compartir tu alegría chiquitita. Otra vez quiero compartir tu alegría chiquitita.

Chiquitita no hay que llorar, las estrellas brillan por ti haya en lo alto. Quiero verte sonreír para compartir, tu alegría chiquitita. Otra vez quiero compartir tu alegría chiquitita.

Pero lo que más le gusta en el mundo a la Brujita Camaléon, es acompañar a los príncipes Irene y Rodrigo a la cama, darles un beso de buenas noches (o muchos), y desearles felices sueños.

Cuentos de príncipes, princesas y demás

para la princesa Irene

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