ENCUENTROS EN VERINES Casona de Verines. Pendueles (Asturias)

ENCUENTROS EN VERINES 1997 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) VIAJAR, VIVIR, VOLVER. Vicenç Llorca Verines, septiembre de 1997. Del viaje como m

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ENCUENTROS EN VERINES 1997 Casona de Verines. Pendueles (Asturias)

VIAJAR, VIVIR, VOLVER. Vicenç Llorca Verines, septiembre de 1997. Del viaje como metáfora Decían los antiguos nautas que navegar es necesario, vivir no lo es. Sea como fuere, la hipérbole anuncia algo muy significativo: cómo el viaje se ha convertido en una metáfora perfecta de la vida. Partimos, vivimos, regresamos. Y en este trayecto se cumple un doble movimiento complementario: a medida que alcanzamos geografías físicas y humanas, nos adentramos en el bosque de nuestro interior. Por ello, todo viaje es un esfuerzo de conocimiento, comunicación, creación de mundo y ojos. Y esta triple condición de mente, palabra y mirada encuentra en la literatura cobijo y hábitat. La metáfora del viaje es consubstancial a la literatura misma y se halla en el origen de nuestra tradición literaria. De esta manera, la Odisea basa su argumento en el concepto de itinerario. El viaje de Ulises –paradójicamente exterior e interior a la vez- propone el regreso a la propia patria como un acto individual con implicaciones cósmicas. Zeus decreta el regreso bajo el influjo favorable de Atenea, pero Poseidón nunca verá con buenos ojos la autonomía del mortal Ulises y se opondrá tanto como podrá. Hoy día sustituiríamos el lenguaje mitológico por las palabras voluntad y azar. La obra puede comprenderse, pues, como una gran oda a la obra civilizadora de los griegos en el Mediterráneo y al triunfo para ello del culto a Atenea. En este sentido, la Odisea es un canto profundamente ciudadano: la polis simboliza la civilización, la posibilidad del arte de la navegación y el comercio frente al desorden salvaje, por ejemplo, de los cíclopes. Viajar es construir islas. Al mismo tiempo, la literatura recoge el hecho heroico y lo ensalza llevándolo a la eternidad. El viaje se convierte en un juego de espejos cuando Ulises escucha en la corte de Alcínoo al aedo Demódoco quien explica la disputa del mismo Ulises y Aquiles. En silencio, el protagonista contiene las lágrimas. Al explicar el recitador la gesta de Troya, la tristeza se apodera del héroe. El rey Alcínoo se percata de la situación y le obliga a darse a conocer. Dicen los versos en la magistral traducción de Carles Riba: “Digues-me el teu país i la teva ciutat i el teu poble (...) Mes a veure, parla’m i escriba’m això amb franquesa: com has anat tant errant i quins països tens vistos pel món, i llurs pobladors i ciutats de bon habitar-hi (...) Digues també per què plores i dins el teu cor et lamentes quan sents parlar de la sort dels dànaus argius i de Troia: l’han obrada els eterns, i són ells que a tants la ruïna han filat, perquè hi hagi cançons per als homes a néixer.”

Los anfitriones quieren conocer el viaje de su huésped. En un golpe de gracia sensacional, Ulises descubre su identidad, manifiesta el deseo de regresar a la patria de sus padres y comienza a explicar sus peripecias en primera persona mediante un flash-back que enriquece la estructura narrativa del relato. El regreso final de Ulises sitúa a la pequeña Ítaca como centro del mundo griego: allá tensará el arco de Heráclito para armonizar los contrarios. Con precisión, apuntará a la felicidad, disparará y ganará el pacto con los hombres y los dioses. La identidad habrá sido una mar en busca de la Isla. El imaginario medieval nos propone un viaje de las letras hacia el ideal caballeresco. Si el mar resulta fundamental en el viaje clásico, el bosque se convierte ahora en el escenario de la condición errática del héroe y en una alegoría de la mente humana mediante los seres que lo pueblan. Las aventuras de los caballeros de la mesa redonda configuran otra constelación de héroes con matices sentimentales múltiples que ha atravesado los siglos hasta las versiones cinematográficas de nuestros días. Dejando a un lado el ciclo de Bretaña, destaca en la literatura catalana la historia de Tirant lo Blanc, celebrada más tarde por Cervantes como la mejor novela del mundo por la verosimilitud de su estilo. El autor, Joanot Martorell, pone en Tirant las virtudes del caballero cristiano de Ramón Llull, y se inspira en el relato de Roger de Flor y los almogávares en Oriene –tal y como aparece en la Crònica de Ramón Muntanerpara crear un héroe singular que conseguirá lo que la historia desmentirá: reconquistar para la cristiandad Constantinopla. Inglaterra, Sicilia, Rodas, el Norte de África, la misma Constantinopla configuran el resumen de una geografía simbólica, que asume buena parte de los anhelos medievales de Europa. El desarrollo del humanismo y del entramado urbano europeo cristaliza en el Renacimiento, a partir de cuyo momento encontramos, por lo menos, dos fenómenos claves. Por un lado, el viaje a la ciudad de las ideas. El paradigma lo ofrece Tomás Moro al convertir el “utopos”, es decir, el no lugar, en ciudad inventada. La llamada “literatura utópica” nacida en Grecia encontrará así un nuevo impulso, como ha estudiado Raymond Trousson en su Historia de la literatura utópica. Junto a ello, el descubrimiento de América acelera el viaje de las letras a la modernidad. El Atlántico tendrá la misión de ensanchar la conciencia de límite espacial y aportará una noción de inmensidad terrestre paralela a la que, paso a paso, está procurando la astrofísica. Copérnico, Galileo, Kepler, Tycho Brahe, rompen la cúpula cerrada del cielo antiguo para abrir la mente a un universo infinito, como bien ha sabido explicar Alexandre Koyré en Del mundo cerrado al universo infinito. La literatura se verá influida por estos procesos, y ella misma los influirá. En el siglo XVIII, encontramos un magnífico ejemplo en Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Sólo que si en la Odisea teníamos una historia de repatriación, aquí asistimos a un viaje de expatriación hacia la condición cosmopolita del nuevo mundo y la necesidad de refundar los valores occidentales en nuevos territorios. A partir del siglo XVIII, el viaje adoptará numerosas formas, aunque a menudo la isla aparecerá como espacio protagonista de los mundos imaginados. Encontramos desde el sarcasmo sobre la humanidad en Los viajes de Gulliver de Swift, a las aventuras, más tarde, de La isla del tesoro de Stevenson. A partir de la Revolución Industrial, el condicionante tecnológico ilumina el viaje de la ciencia ficción. Jules Vernes será el maestro que prepara la fusión de la aventura y lo científico para el siglo XX. En herencia con esta tradición, tendríamos hitos tan importantes como el de Michael Crichton y su Parque Jurásico, novela popularizada en cine por Spielberg. Contemplamos en la cinematografía de este director el establecimiento de los nuevos mitos

científicos y tecnológicos como sustitutos de las representaciones mitológicas del mundo antiguo. Junto a ello, no hay que olvidar la influencia que el viaje espacial ha tenido en el imaginario de la segunda mitad del siglo XX. En este sentido resulta también fundamental la novela de Arthur C. Clarke, 2.001. Una odisea en el espacio, que sirvió de base para el guión de la célebre película dirigida por Stanley Kubrick. Odisea, palabra clave en todo argumento universal que tome el viaje como estructura central. Como vemos, la importancia del viaje para las humanidades a partir del siglo de las luces es impresionante. Con todo quisiera subrayar un aspecto que pudiera quedar escondido tras las líneas que hemos trazado. Se trata de la fastuosidad del viaje a Grecia por parte de los ilustrados alemanes – con Winckelmann a la cabeza-. Quizá tan pocas veces las letras han viajado tanto: ir a Grecia ha comportado su reinvención y crear para el mundo contemporáneo una noción, una imagen que explica muchos de nuestros anhelos. Muy interesante resulta el ensayo Los primeros viajeros a Grecia y el ideal helénico de David Constantine. Una poética del viaje No deja de ser curioso que el término metáfora signifique en griego “traslación”. La poesía es el viaje del significado mediante la palabra. Shakespeare en El sueño de una noche de verano pone en boca de Teseo el siguiente pensamiento: “la mirada del ardiente poeta en su hermoso delirio, va alternativamente de los cielos a la tierra y de la tierra a los cielos; y como la imaginación produce formas de objetos desconocidos, la pluma del poeta los metamorfosea y les asigna una morada etérea y un nombre.” Asignar morada y nombre es crear el viaje terrestre y cósmico. Desde esta perspectiva, la gran poesía europea del siglo XX podría ser comprendida como un gran viaje. Desde que el romanticismo rompió los límites y colocó la metáfora siempre en el confín, siempre en la conciencia de la inmensidad, la poesía no ha parado de ofrecernos viaje. Baudelaire resume esta sensibilidad por la vastedad: el viaje artificial, el viaje a la ciudad, el descenso al infierno, el deseo fracasado de cielo. Más tarde, hemos aprendido a volar con los ángeles de Rilke por la inmensidad del cielo de la elegía; o a visitar el mundo de la tierra gastada de Eliot; hemos puesto flores en el cementerio de árbol y mar de Valéry, cuando el mediodía nos abrasaba pero nos impulsaba a un sol más alto; y hemos conocido las raíces erráticas por los desiertos de Saint-John Perse, tras los espacios que tratamos de amar y habitar. O nos hemos sentado con Marcel Proust, uno de los viajeros estáticos de la palabra, para compartir toda una “recherche” hacia la construcción de la literatura como catedral donde reside, por fin, la alegría. Proust nos recuerda que “El único viaje verdadero, la única fuente de juventud, no sería ir a otros países, sino tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de cien otros, ver los cien universos que ve cada uno de ellos, que es cada uno de ellos; y esto podemos hacerlo gracias a un artista”. Sin establecer distinciones absolutas, creo que hay poetas más dados a lo espacial, y otros con una hipersensibilidad ante el tiempo. En mi caso, considero que estoy más cerca de los primeros. Mi libro La pèrdua – La perdida-, concibe cada una de sus tres partes como un viaje. “Del retorn” es una elegía a la imposibilidad de reconstruir el ritmo armónico del verso clásico; “Inacabada” plantea una exploración, desde la abstracción musical, por los límites de la descomposición de la realidad a través del lenguaje poético. En “L’últim retorn” se produce un viaje interior a la experiencia estética y otro externo a Italia. Así se define la metáfora de la vida como unos ojos que osan mirar; como unas manos que tocan hasta que sólo encuentran en su palma el vacío, la pérdida de

las cosas. Ahora bien, la victoria ha consistido en la conciencia de haber viajado hacia el final, invirtiendo así el camino de un sentido. Este primer viaje me había proporcionado un elemento que cristalizaría en mi siguiente obra: la plaza. Detrás había un estar: la reconstrucción de las plazas de Barcelona. Y un viaje: Italia y sus plazas, dotadas de un mecanismo poético, sutil y frágil a la vez. Venecia, por ejemplo, no es una ciudad de canales, sino un enjambre de plazas. Perderse en San Zacaria una tarde de primavera tras haber descubierto una Madonna de Giovanni Bellini y acabar en la Piazza San Marco mientras la gente enciende cirios de Semana Santa en la basílica es poder respirar con pulmones de plaza. Italia tiene esa suerte: la forma de una plaza puede ser el resultado de un claustro clausurado, del renacer de los clásicos, de un estadio antiguo sin atletas... Roma y Navonna, Florencia y la Signoria, Siena y la Piazza del campo: el sueño de una plaza. Tras conocer y vivir las plazas italianas, nadie puede crear de la misma manera. Me sentía, pues, tocado por un sentido, un sentimiento y una sensualidad de plaza. De ahí nacía Places de mans –Plazas de manos-. En la obra ensayaba expresar cómo las plazas son las manos de una ciudad, y cómo las manos del cuerpo son como plazas. El sentido del viaje en La pèrdua ofrecía más tarde el gozo del amor como sentido cósmico. Culminaba así la homofonía del título en catalán: las plazas de las manos eran las plazas de los amantes y cristalizaba en una poética del pacto. Vino después L’amic desert –El amigo desierto- con otro juego. Tomaba la palabra “desert” en su matiz medieval de “dejar”, mientras que “Amic” se refería a la figura humana en el diálogo místico con Dios en la literatura de Ramon Llull –Llibre d’Amic e Amat-. El libro parte así de la elegía de quien ha tenido que viajar por fuerza y desde el exilio evoca al amigo ausente. Desde África, el poeta constata que la plaza está desierta. Con todo, en el seno de la soledad irrumpe el deseo de la alteridad y, de repente, el desierto se vuelve amigo. De este modo concluía un tríptico sobre el viaje y la aventura de ser, el deseo de amar y la búsqueda de sentido. Con Atles d’aigua –Atlas de agua-, mi última obra poética, he abierto una nueva etapa en la que la poesía del ser elaborada anteriormente deja paso a la del “ser en”, al hábitat. Aquí el viaje lo es todo porque he intentado crear una cartografía poética. Efectivamente, el yo poético, convertido en una especie de cartógrafo de Vermeer, traza con el compás de la palabra los límites de la pasión. Por ello, se viaja en extensión y en intención bajo la certeza de que todo intento de mapa es siempre una cartografía acuática. La primera parte del libro, “Arc d’aigua” recuerda que la elipse del mundo, la curvatura de los ojos están marcadas por la humedad: ríos, estrechos, costas, hielo, torrentes... configuran el espacio del agua donde se engendra la vida. Viajo desde los grandes ríos centroeuropeos al hielo que se funde con el estío nórdico; del lenguaje de los continentes que se besan en los estrechos, a las playas mallorquinas donde la sensualidad da paso al oro de las horas. La segunda parte, “Terra del temps” pone esta vida originada sobre los elementos terrestres: el fuego y el viento en Ruán, el barro en el Bierville de Carles Riba; el vino que aproxima las voces de los siglos en un restaurante de Bath; o la resistencia del ser en la autopista. La parte final, “El triomf dels mamífers”, quiere mostrar cómo esa vida arraigada se corona en la inteligencia humana, frágil y seductora, derrotada en su victoria. Estamos ante una épica mística que habla del deseo de transcender. Por ello, reconstruyo la “Odisea” a partir de sintagmas significativos de la tradición ribiana, o escribo sentado como el escriba egipcio del Louvre; me paseo por los campanarios románicos del Pirineo, o sueño con los campos de Tarragona en febrero, poblados de

almendros que me abrazan –con Maragall- y me endulzan la imagen del fallecer. Viaje de las letras y en las letras. Viaje por la mente de lo que vive, bajo la convicción de que la vida es haber tenido ojos en medio de la muerte. Y la literatura, escribirlo.

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