HACIA UNA CULTURA DE LA SOLIDARIDAD. Xabier Etxeberria

HACIA UNA CULTURA DE LA SOLIDARIDAD Xabier Etxeberria Los organizadores de este ciclo de charlas me han pedido que, en esta intervención que abre el c

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HACIA UNA CULTURA DE LA SOLIDARIDAD Xabier Etxeberria Los organizadores de este ciclo de charlas me han pedido que, en esta intervención que abre el ciclo, insista en dos cuestiones: 1) un diagnóstico de los valores socioculturales que sostienen nuestro sistema para ver en qué medida suponen “éticas insolidarias”; 2) pistas para avanzar hacia una cultura y una ética de la solidaridad. Entrando en la primera cuestión -el diagnóstico de nuestros valores socioculturales- hay que afirmar de arranque que nos hallamos en una situación aparentemente extraña. A primera vista, parece evidente que los valores dominantes no son los de la solidaridad sino los del egoismo competitivo; pero, por otro lado, nunca se han hecho tantas llamadas a la solidaridad como ahora ( piénsese, por ejemplo, en las campañas de los medios de comunicación, o en la relevancia social que se está dando al voluntariado). Se ha llegado a decir que, en estos años 90, las causas solidarias están de moda. ¿Cómo interpretar estos fenómenos aparentemente contradictorios? Para dar razón de los mismos conviene que echemos una mirada hacia atrás, a fin de detectar las raíces de nuestra actual mentalidad. Y dado que la vamos a analizar desde el punto de vista de la solidaridad, conviene también que avancemos algunas consideraciones iniciales -que luego completaremos y matizaremos- sobre lo que ésta puede significar. Comencemos por esto segundo, que nos dará pie para pasar a la primero. Solidaridad proviene de “solidus”, una palabra latina que ha tenido diversos usos, como el propio del campo de la construcción ( se habla de edificios sólidos, esto es, compactos, firmes, estables) o el del campo jurídico. Este segundo uso es particularmente significativo para nuestro caso. Remite a las obligaciones contraidas “in solidum” en las que , cuando hay varios acreedores, cada uno de ellos tiene derecho a exigir la totalidad del crédito y cuando hay varios deudores cada uno de ellos tiene el deber de asumir íntegramente la deuda, en el caso de que los demás se declaren insolventes. Esto es, ser solidario en este sentido es llevar las cargas de los otros y luchar por sus causas haciéndolas propias. En su uso actual, cargado ya de sentido moral, la solidaridad remite sobre todo a lo que implicaba su uso jurídico, pero suponiendo también la solidez de lo compacto. Desde esta etimología se nos sugiere además cuál es la base de la solidaridad: la empatía, que puede adquirir la forma de compasión en su sentido más noble, que es lo que hace varias personas se sientan un “solidus”; y nos sugiere igualmente cuál es su meta: el compartir lo que se tiene sin calcular el provecho personal, sino pensando en el bien de los otros y en el provecho del colectivo, que es lo que hace realidad el “solidus”. Pues bien, en las sociedades tradicionales se ha vivido con notable intensidad lo que podíamos llamar solidaridades orgánicas o sociológicas, solidaridades con aquéllos con quienes sentimos que participan de nuestra identidad grupal (familia, nación , comunidad de creencias, etc.) ¿Cuál era -es- su dimensión más positiva? Que resultaban -resultandecisivas para construir la identidad de las personas y para ofrecer el marco de seguridad que todos necesitamos. ¿Cuáles son sus peligros? Estos dos en especial: 1) El de no

reconocer la autonomía de los individuos, diluyendo su identidad en la identidad grupal; 2) el de ser solidaridades cerradas, en las que la fuerte cohesión interna se expresa como insolidaridad hacia el exterior. La sensibilidad moderna se va a rebelar especialmente contra el primero de los peligros. Frente a la persona definida decisivamente como miembro de una comunidad, va a afirmar con rotundidad al individuo autónomo y de algún modo autosuficiente. Lo que va a tener serias consecuencias sobre el modo de entender la solidaridad. El pensador que ha hecho una descripción ya clásica de esta mentalidad que, surgida en los albores de la modernidad ha acabado por extenderse y arraigar en todos nosotros, es Macpherson, con sus tesis sobre el individualismo posesivo, que define del siguiente modo1 : - Lo que hace humano a un hombre es ser libre de las dependencias de los demás. El individuo es esencialmente propietario de su propia persona y de sus capacidades, por las cuales nada debe a la sociedad. - La libertad de la dependencia de los demás significa libertad de cualquier relación con los demás, salvo aquellas relaciones en las que el individuo entra voluntariamente por su propio interés. La sociedad humana consiste en una serie de relaciones mercantiles. - La sociedad política es una invención humana para garantizar estas relaciones mercantiles. Sólo puede limitar la libertad de cada uno en la medida y modo en que es estrictamente necesario para garantizar la libertad de los demás. La metáfora de los hongos de Hobbes es especialmente expresiva de esta nueva imagen del hombre sobre sí mismo. Una imagen que se ha ido matizando, pero a su vez extendiéndose y ganando fuerza. Desde ella, la solidaridad tal como ha sido definida antes, deja de tener sentido. El ideal que aparece con fuerza, en cambio, es del de la autorrealización a partir de la autonomía. Se reconoce que de cara a esa autorrealización individual son necesarias las relaciones con los demás, pero éstas están subordinadas al propio proyecto personal. No se desconocen los riesgos que implica la convivencia de individuos autónomos que buscan su propio interés, pero se pretenden frenar, por un lado, con propuestas políticas que protejan las libertades, la vida y la propiedad y, por otro, con propuestas éticas como estas: 1) el egoísmo ilustrado: que cada uno busque inteligentemente su propio interés es el mejor modo de cubrir el interés de todos; 2) la cooperación calculada, que continúa ese mismo egoísmo. Desde esta perspectiva, si soy “solidario” es porque me lo pide la búsqueda inteligente de mi propio interés o porque forma parte de un proyecto de autorrealización que me satisface. Hay otro elemento de la mentalidad moderna que debe resaltarse. Si es individualismo posesivo se debe a que el ideal de autorrealización, aparte de pretender poseerse a sí mismo, es visto sobre todo como ideal de posesión individual de bienes. Dado además que se va a disponer de unos medios -la tecnociencia- para generar bienes como nunca antes, la ambición de poseer se dispara. Es algo que anuncia ya Descartes con 1

Ver C. B. MACPHERSON, La teoría política del individualismo posesivo, Fontanella, Barcelona, 1970, 225 ss.

exultación, cuando ve en el horizonte a los humanos convertidos en “dueños y poseedores de la naturaleza”2. Es decir, los proyectos de autorrealización pasan a ser proyectos de competición en las posesiones, implicando además una relación con la naturaleza que es de explotación, con lo que se rompe toda perspectiva de relación solidaria con ella. ¿Cuáles son las carencias más graves de una mentalidad como ésta? Dos de ellas, sus debilidades en su concepción de la ética y su concepción de un individuo presocial que no existe (los humanos sólo somos humanos en comunidades concretas), las voy a retomar a su modo más adelante. De momento quiero referirme a otras dos. En primer lugar, esta mentalidad supone que los individuos autónomos están todos en las mismas condiciones de cara a la competición, lo cual, evidentemente, no es cierto; es decir, ignora la existencia de los desfavorecidos. En segundo lugar, minimiza el hecho de que la competición “libre” por las posesiones conduce a que algunos -la mayoría- tengan que alienar su capacidad de trabajo en condiciones especialmente penosas, que deben ser calificadas como explotación. Es normal que desfavorecidos y explotados se rebelaran contra esta situación. ¿Cómo lo hacen ? Generando solidaridades grupales horizontales (los sindicatos son la expresión más destacada) a través de las cuales obtienen diversas mejoras en esa alienación de la capacidad de trabajo y con las que se avanza -junto con otras fuerzas sociales- hacia la gestación de un Estado de bienestar -en la versión más alicorta- o un Estado Social de Derecho -en su versión más ambiciosa- (dejo aquí de lado la experiencia de los Estados comunistas, que no hemos vivido). Me interesa resaltar este tema del Estado porque es el tercer factor (junto con el de individualidad autónoma y el ideal de posesión) que configura el modo de ver y practicar la solidaridad, limando los ángulos más duros de los anteriores. Efectivamente, si de los individuos se espera la prosecución de sus propios intereses, del Estado de bienestar se espera que, además de garantizar las libertades, institucionalice una solidaridad vertical, redistribuyendo un cierto porcentaje de la riqueza a fin de que las necesidades básicas de las personas estén cubiertas, estando especialmente atento, de cara a ello, a quienes tienen más carencias. El egoísmo de la vida privada y el riesgo de desamparo al que puede conducir a algunos, se vería así equilibrado por esta solidaridad desde el Estado, que evidentemente proviene de las aportaciones de los ciudadanos. Hay que reconocer que en este sentido, y por la capacidad que tienen las instituciones de llegar a los otros sin rostro, al “otro cualquiera”, en aquellos países en los que ha funcionado razonablemente bien este ideal de Estado se han llevado a la práctica solidaridades a niveles antes no alcanzados. Pero estas compensaciones a la insolidaridad individual desde el Estado tienen serias debilidades. En primer lugar, la actual crisis del propio Estado de bienestar, en la que aquí no voy a entrar. En segundo lugar, la conexión con una ciudadanía en sí egoísta que es reticente a compartir: el Estado de bienestar que la representa puede repartir “excedentes” que se generan en tiempos de bonanza; es muy difícil que organice el compartir con criterios equitativos en tiempos de escasez, precisamente en los tiempos en que es más necesario. En tercer lugar, los Estados tienden a funcionar como “solidaridad 2

Ver El discurso del método, Madrid, Alianza, 1979, 117-118

sociológica cerrada”, es decir, a ceñirse a las solidaridades internas de tal modo que pueden suponer insolidaridades graves hacia el exterior. Piénsese en el trato dado a los inmigrantes o en el famoso 0’7, “limosna”, no redistribución solidaria de la riqueza, dada además cicateramente y con graves ambigüedades. Por último, esta dejación al Estado de los deberes de solidaridad puede alimentar indirectamente la propia insolidaridad de la mentalidad dominante, inhibiendo la acción de los ciudadanos y haciéndoles a estos más usuarios de servicios del Estado que partícipes de una tarea común. Con esto no quiero decir que el Estado debe dejar de ser el canal de una fuerte solidaridad vertical sino que, para que la solidaridad global sea más consistente y auténtica, debe articularse con la solidaridad que tiene que surgir de la dinámica de la sociedad civil y debe abrirse a políticas internacionales de justicia solidaria a través de organismos adecuados a nivel mundial. Que esta dinámica moderna es en su conjunto fuertemente insolidaria se muestra en los hechos: nunca las diferencias entre los humanos han sido tan fuertes como hasta ahora, nunca ha habido tanta distancia entre las potencialidades que existen en el momento presente y las realidades a las que llega la mayoría de la población humana, precisamente cuando la interdependencia y la globalización se han hecho más fuertes a nivel mundial3. Esto es especialmente palpable cuando se contempla la realidad Norte - Sur, pero también se detecta en las bolsas de marginación y pobreza existentes en los países en los que ha funcionado más o menos bien la solidaridad desde el Estado. ¿Quiere esto decir que hay que volver a las solidaridades dominantes en la premodernidad? No exactamente. De lo que se trata es de avanzar hacia una ética de la solidaridad que reasuma las conquistas modernas tratando de superar sus limitaciones. Lo que me da pie para pasar a desarrollar el segundo objetivo que se me marcó para la charla: el de señalar pistas para avanzar hacia una cultura y una ética de la solidaridad. El primer tema que podemos plantearnos de cara a ello es ver el modo como debemos reasumir nuestras solidaridades “orgánicas”, las solidaridades con quienes forman parte de nuestros grupos de pertenencia, con la familia, la confesión religiosa, la nación, la etnoidentidad, el partido o el sindicato, etc. Primero hay que ser conscientes de que frente al individualismo moderno que pretende ignorar nuestras diferentes pertenencias, o al menos relegarlas a su insignificancia, el que pertenencias de este tipo se den, con sus correspondientes solidaridades, parece ser algo inherente a la condición humana: no se trataría de negarlo sino vivirlo positivamente desde el punto de vista ético. La solución no está, por eso, en la imparcialidad abstracta que pide que “todos cuenten como uno y nadie como más de uno” ( Bentham), pues esta formulación en principio atractiva ignora 3

No se olvide que es esta distancia entre las posibilidades y las realidades, esta distancia entre los favorecidos y los desfavorecidos la que pone de manifiesto que no funciona la solidaridad. En realidad puede decirse, con los informes sobre el desarrollo humano de PNUD, que en los últimos 20 años ha habido un notable crecimiento económico y mejora de sus condiciones de vida para 1.500 millones de habitantes, pero, en ese mismo período retroceden 1.600 millones, en general entre los que ya eran los más pobres, mientras que el 20% más rico aumenta decisivamente su participación en los ingresos mundiales (del 70 al 85%). Es decir, la dinámica que llevamos está polarizando cada vez más a los habitantes del planeta, la distancia que separa a los pobres de los ricos se está agrandando cada vez más. Las posibilidades humanas de esperanza de vida, educación y salud crecen, pero sólo una cuarta parte de la población mundial las realiza satisfactoriamente, mientras que una quinta parte está a una distancia fortísima de los niveles que hoy en día es posible alcanzar.

esas pertenencias inevitables e ignora igualmente las desigualdades de facto desde las que hay personas -las desfavorecidas- que deben contar de modo especial. La solución está en vivir las solidaridades internas de modo tal que se eviten sus graves riesgos, que ya antes señalé. Concretamente, frente al riesgo de que las solidaridades grupales diluyan las identidades de las personas, hay que afirmar que éticamente esas solidaridades se justifican sólo cuando, desde este punto de vista, son también solidaridades para gestar y potenciar la autonomía de las personas que las componen: hay aquí algo muy válido de la mentalidad moderna a lo que no podemos renuciar. Y frente al riesgo de ser solidaridades cerradas, insolidarias frente al exterior, hay que afirmar que éticamente sólo se justifican cuando, imaginándolas generalizadas, vemos que plenifican al conjunto de la humanidad y cuando sirven expresamente para potenciar la solidaridad extragrupal. Comentando algo más la primera de las exigencias -la de respetar/potenciar la aautonomía- hay que huir, decía, del extremo colectivista, pero igualmente, añado, del extremo individualista. Precisamente por haber resaltado la modernidad este extremo, se ha abocado a circunstancias sociales que están empujando a la vuelta a las solidaridades de grupo (revalorización de la familia o de la nación ) y que están haciendo especialmente necesaria la solidaridad en contextos como los nuestros. Efectivamente: 1) Se da, por un lado, un enorme aumento en las exigencias de rendimiento de los individuos, desde la liberalización de las expectativas de rol tradicionales y la ampliación de los espacios de juego de las opciones posibles; 2) pero este aumento no va acompañado del equipamiento de medios y contexto y sí de la erosión de las solidaridades comunitarias. Frente a ello, hay que buscar la vivencia inseparable de la afirmación de la autonomía del sujeto y la afirmación de su esencial vinculación comunitaria4. Esto debe hacerse, de todos modos, evitando las solidaridades cerradas. Paso con ello a comentar la segunda exigencia que antes he señalado -la de solidaridad abierta-, que debe expresarse en solidaridad hacia quienes no forman parte de nuestros grupos de pertenencia. Se define por los tres rasgos siguientes5 : - Es solidaridad dirigida a todo el hombre (totalidad en profundidad) y a todos lo hombres (totalidad en amplitud), es decir, el “grupo de pertenencia” es aquí la humanidad: nada humano, ningún ser humano me es ajeno; ninguna de mis otras pertencias particulares puedo vivirlas en contradicción con ésta, más aún, debo vivirlas potenciando a ésta. - Es solidaridad que se expresa en el marco de la igualdad, es decir, solidaridad que asume la justicia, con todo lo que ella implica: obligatoriedad, horizonte de igualdad, perspectiva estructural. - Es solidaridad que se abre a todos desde la perspectiva de los menos favorecidos, para afirmar el ideal de igualdad “de todos los sujetos teniendo en cuenta la condición de 4

Ver G. AMENGUAL, “ La solidaridad como alternativa”, Revista Internacional de Filosofía Política,1 (1993) 135-141. 5 Ver M. VIDAL, Para comprender la solidaridad: virtud y principio ético, Estella, Verbo Divino, 1996

asimetría en que se encuentran los individuos y los grupos menos favorecidos”6. Esta es en realidad la característica que más especifica a la solidaridad como tal. La solidaridad no se define tanto por su pura relación universal, cuanto por el compromiso respecto al amenazado, no se define por su imparcialidad sino por su “parcialidad” por el débil y oprimido,o, si se quiere, persigue la imparcialidad (igualdad) a través de esa parcialidad. Es desde esta característica desde donde la solidaridad matiza decisivamente el sentido liberal de la justicia, dando una fuerte relevancia moral a las omisiones. Desde el liberalismo individualista se ha insisitido en que soy libre de hacer lo que quiera con tal de que no haga daño directamente a nadie. Frente a ello, la ética de la solidaridad, revelando el sentido pleno de la justicia, afirma el deber de ayuda positiva al otro necesitado. ¿Puede decirse que además de revelar el sentido pleno de la justicia la desborda? Hay quienes temen responder afirmativamente a esta pregunta, porque ven el riesgo de potenciar solidaridades que sustituyen a una justicia que no se realiza (como pasa con la “caridad” en su sentido peyorativo); reclaman, por eso, que lo decisivo es la justicia. Otros, desde la otra vertiente, temen que se confinen entonces las exigencias propias de la solidaridad al campo de lo supererogatorio, no de lo obligatorio. Ante estos riesgos reales creo: 1) que hay que afirmar que el “ojo solidario” supone la justicia, con todo lo que ella implica (los tres aspectos antes señalados); 2) que abre, por otro lado, a la justicia al ámbito de la acción positiva; 3) que, además, y asegurado lo que antecede con rotundidad, hay también en él un impulso que desborda los esquemas de reciprocidadobligatoriedad de la justicia para abocar a la ética de la sobreabundancia del don (Ricoeur). La parábola del samaritano es una extraordinaria expresión de este modo de solidaridad abierta: hace prójimo al más distante y desde él a todos; lo hace porque se compadece de él desde su condición de víctima; asume el deber de justicia de ayudar al herido; la ayuda es sobreabundante y sin cálculos personales; en esa ayuda recibe del herido su condición de sujeto pleno. Cuando hoy en día hablamos de solidaridad tendemos a referirnos normalmente a esta solidaridad que realizan las personas por impulso propio dirigiendo su acción hacia los más necesitados, especialmente fuera de sus grupos de pertenencia. Para afinarla éticamente hay que ser conscientes de sus riesgos: 1) creernos secretamente superiores; 2) ayudar desde el horizonte de nuestros propios objetivos y valoraciones, sin estar abiertos a los del otro; 3) ser los únicos sujetos ante unos “objetos” que reciben nuestras atenciones. Es la versión paternalista de la solidaridad, la que olvida que debe estar al servicio de la autonomía del otro. Para evitar estos riegos es fundamental: - Que la solidaridad se viva en el marco del paradigma moral que sintetiza las tres dimensiones aparecidas hasta ahora: justicia-solidaridad-autonomía, “ en el sentido de que la justicia (derechos humanos) marca el mínimo moral prioritario y universalizable, a la vez que garantiza que la solidaridad sea auténtica (esto es, no viole los derechos); la solidaridad, por su parte, se revela como el sentido último de la justicia, además de

6

Ibid. 91.

marcar la vía del perfeccionismo moral; por último, la autonomía marca la madurez moral tanto en la justificación como en la aplicación práctica”7 . - Que se tenga una fuerte conciencia de nuestra mutua interdependencia y del amplio abanico de las necesidades, posibilidades y derechos en el que todos podemos vivir nuestro papel de dar y recibir. Para empezar, debemos ser conscientes de que hay interdependencias de hecho, de que los humanos estamos “in solidum” para muchas cosas en circunstancias tales que suponen la discriminación y marginación de la mayoría; es de justicia solidaria transformar esas “solidaridades” espurias en solidaridades según los derechos, que muchas veces deben comenzar por ser “restitución de lo debido”. Junto a ello, hay que cultivar el recibir dando y el dar recibiendo que da plenitud a ambos movimientos, algo que para una mirada afinada no es nada difícil de percibir. Solo conscientes de todo esto podremos vivir con sentido el momento de la sobreabundancia del don, del dar aunque no estuviera obligado, al que antes me he referido. - Por último, yendo al fondo último de la realidad ética, hay que vivir la solidaridad no como iniciativa sino como obediencia que destruye la verticalidad sin destruir lo mejor de la autonomía (purifica a ésta desde una muy especial “heteronomía”: el “rostro del otro”). Lévinas tiene unas afirmaciones preciosas a este respecto: Si el sujeto tiene alguna “iniciativa” es sólo la exposición a la exposición extrema del otro, como receptividad pura: “El uno se expone al otro como una piel se expone a aquello que la hiere”. Ese otro se me presenta como una “extraña autoridad desarmada” que me habla silenciosamente desde su “altura”, imponiéndome un mandato, pero a la vez desde su fragilidad, solicitándome, despertando en mí una responsabilidad que no he elegido, “a mi pesar”, que me define como obediencia, como “heme aquí”, y que de ese modo me constituye como sujeto, como uno-para-el-otro: “Hay en la aparición del rostro un mandamiento, como si un amo me hablase. Sin embargo, al mismo tiempo, el rostro del otro está desprotegido; es el pobre por el que yo puedo todo y a quien todo debo. Y yo, quien quiera que sea, pero en tanto que primera persona, soy aquél que se las apaña para hallar los recursos que respondan a la llamada” 8 . Dije al comenzar esta charla que entre nosotros convivía una cultura de la insolidaridad con la constante llamada a causas solidarias. Esta última, cuando es eficaz y auténtica, puede ir transformando la primera. Pero a veces la primera puede malear a la segunda, incitar a formas de “solidaridad” que siguen siendo expresión de la cultura individualista narcisista posmoderna. A este respecto y centrado especialmente en la relación del Norte con el Sur, L.A. Aranguren analiza cuatro modelos de solidaridad: el modelo espectáculo, el modelo campañas, el modelo cooperación y el modelo encuentro9 . En una crítica acerada de los dos primeros destaca cómo convierten la solidaridad en artículo de consumo y en emotividad mediática que enmascara los problemas sociales de fondo. El modelo de cooperación pretende ir más al fondo de las cosas, pero le cuesta despegarse de un protagonismo que arrincona la autonomía del Sur; por eso hay que reasumirlo y desbordarlo en la solidaridad como encuentro que, desde la capacidad de analizar la realidad de injusticia en que vivimos, “nace en la experiencia del encuentro 7

J. RUBIO CARRACEDO, “El paradigma ético: justicia, solidaridad y autonomía”; Philosophica Malacitana, VII (1994) 8 E. LEVINAS, Ética e infinito, Madrid, Visor. 9 Ver L.A. ARANGUREN, Educar en la reinvención de la solidaridad, Bilbao, Bakeaz, 1997.

afectante con la realidad del otro herido en su dignidad de persona y que se nos manifiesta como no-persona desde el momento en que es tratado como cosa, como excluído, como ‘nadie’. Esta experiencia de encuentro puede llevar a la solidaridad próxima con el cercano, y a distancia ( que no distante) con los pueblos del Sur. En ambos casos se trata de potenciar los procesos de promoción y crecimiento de las personas y colectivos con los que se realiza la acción solidaria; en esta circunstancia, se puede y debe trabajar desde proyectos de acción concretos, como en el caso de la solidaridad como cooperación (...) pero haciendo que formen parte de un proceso global de promoción humana, de dinamización comunitaria en el territorio, de autogestión de los propios problemas y soluciones, de ayuda mutua y de invención de nuevas formas de profundización en la democracia de base”10 . No es objetivo de esta charla, sino de las siguientes, analizar estas solidaridades concretas. Sólo he apuntado a ellas para resaltar que es importante que estemos atentos a que no se nos cuele subrepticiamente, de modo paradójico, un transfondo insolidario. Pamplona, 11-11-97

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Ibid. 6.

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