LAETITIA D ARENBERG MAR EN JOSE IGNACIO

A principios de los años 60, cuando era una adolescente, visitaba la casa que hoy se convirtió en su refugio de José Ignacio, ya que era la única prop

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AariolLaiseca Salamanca, Juan Jose Rodrfguez Cueto. Ignacio Daniel Zamorano Garcia INGENIERIA QUIMICA. IJNIVEllSII3AD AUTONOMA METROLlTANA
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A principios de los años 60, cuando era una adolescente, visitaba la casa que hoy se convirtió en su refugio de José Ignacio, ya que era la única propiedad que podía comunicarse por clave morse con Punta del Este. Desde entonces, juró que algún día ese lugar sería suyo. Cuenta con sólo tres ambientes y una enorme galería en “L”, donde tanto Laetitia como su marido John pasan la mayor parte del tiempo. Derecha: la anfitriona recibió a ¡Hola! luciendo un collar de turquesas que pertenecía a su abuela y combinó con una pulsera y aros haciendo juego. En la foto, posa junto a su chihuahua Frida, su fiel compañera desde hace tres años.

LAETITIA D’ARENBERG la princesA ABRE LAS PUERTAS DE SU CASA DE MAR EN JOSE IGNACIO

Nació en Líbano y creció bajo la estricta educación de una de las familias con mayor estirpe de Bélgica. A los 73, tiene una energía arrolladora y está al frente de un imperio agropecuario en Uruguay 6

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“Cuando compré esta casa, agrandé las ventanas, armé una gran galería y construí mi cuarto en lo que era el garaje”

L

os títulos de nobleza jamás la encandilaron. Para la princesa Laetitia Marie Madelaine Suzanne Valentine de Belsunce d’Arenberg –o simplemente Laetitia, como prefiere que la llamen–, sus pasiones siempre estuvieron ligadas con la naturaleza y la necesidad de libertad. Por eso, cuando en 1945 la Segunda Guerra Mundial llegó a su fin y, junto con su madre, Marie-Thérèse de la Poëze d’Harambure y su hermano, Rodrigo, debieron abandonar el campo de su familia materna en Tours, Francia –donde había pasado los primeros siete años de su vida–, el mundo se le desmoronó. “Mi padre biológico [el marqués Henri de Belzunce] había muerto en combate en la batalla de Montecassino y cuando el príncipe Eric Engelbert, onceavo duque D’Arenberg, se enteró, empezó a visitar a mi madre, de quien se enamoró perdidamente. Yo lo conocía de toda la vida, era como un tío para mí. Hasta que se comprometieron y decidieron que nos mudaríamos a su hogar, en Suiza. Desde entonces, comencé a llamarlo ‘papá’”,

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confesó Laetitia a ¡Hola!, quien desde el 15 de febrero de 1956, cuando fue adoptada por el duque D’Arenberg, recibió el título de princesa y el tratamiento de Su Alteza Serenísima. Su infancia aristocrática nada tenía que ver con su vida en el campo, donde había crecido rodeada de doce primos hermanos, casi todos varones. “Lo único que conocíamos eran los tanques de guerra, las bicicletas y los aviones, que cuando sobrevolaban sabíamos que debíamos ocultarnos en una zanja. En Suiza, las ciudades estaban impecables y allí por primera vez vi un auto”, relata la emprendedora, hoy dueña de cuatro establecimientos en Uruguay cuyos dominios alcanzan un total de catorce mil hectáreas. Su vínculo con la tierra “charrúa” comenzó a fines de los años 50, cuando junto con su familia empezaron a pasar gran parte del año en Punta del Este. “A partir de octubre nos instalábamos en ‘Villa d’Arenberg’, la casa que construyó Eric, hasta principios de enero. Después nos

íbamos a Saint-Moritz. En marzo arrancaba las clases en un colegio como pupila y antes de regresar a Uruguay recorríamos Europa en familia. Pero yo siempre esperaba con ansias volver a Uruguay, donde desde que era una adolescente soñaba con tener mi propio campo”, confiesa Laetitia mientras ve caer el sol desde su refugio de mar en José Ignacio. –Esta propiedad está ubicada en un lugar estratégico del pueblo… –Compré este lugar hace treinta y cinco años, pero lo deseaba desde que era jovencita, siempre supe que iba a ser mío. Yo siempre venía a caballo con Mapi, mi institutriz. Viajábamos desde la parada 7 de Punta del Este, donde estaba la casa de mis padres, cruzaba los dos ríos, el de Maldonado, en La Barra, y la laguna de José Ignacio. A veces había que esperar porque el agua subía demasiado y la travesía podía durar hasta diez días. –¿Y esta casa ya estaba aquí? –En ese entonces, José Ignacio era sólo arena. Dejábamos los caballos del otro

Pensativa, Laetitia confiesa que desde que ocupó su casa de José Ignacio intentó encontrar el azul que había visto durante sus veranos en Mykonos. “Cuando llegué, las puertas eran fucsias y yo las cambié por blancas. Después, elegí un rosa pálido y ahora tiene el color que tanto busqué. Me recuerda a Grecia, me da paz”, asegura. En la otra página, arriba: en el living, como en el resto del hogar, conviven distintos estilos: sillones Luis XV, una mesa de ratán, una lámpara de pie escandinava y un cuadro de Mickey Mouse realizado por una artista norteamericana. En la otra página, abajo: fanática de los pájaros, durante diversos viajes que hizo a las islas del Caribe compró aves de papel maché. 9

“A los treinta y pico, le dije a mi padre que quería trabajar. Entonces me compró ‘Los Fresnos’, mi primer campo en Uruguay”

Arriba: en una de las habitaciones, la princesa se encargó de armar una sala de estar. Sobre la cómoda de madera ubicó algunas de las pocas fotos que hay en la casa: una de su hijo mayor, Sigismund, en el centro una imagen de ella junto a su actual marido y otra de su heredero menor, Guntram. En el ambiente también son protagonistas las mariposas disecadas, un obsequio de cumpleaños de su hermano Rodrigo que le trajo de Brasil. Derecha: las manijas de las puertas corredizas fueron compradas en Filipinas diez años atrás. Izquierda, arriba: “Un día mi primo Marek me hizo este regalo. Y me dijo: ‘Tenes el corazón como un alcaucil, tenés que endurecerlo porque la gente te lo va a romper en mil pedazos”, cuenta. Es un recuerdo que atesora, aunque asegura que jamás pudo cumplir con el pedido de su primo. Izquierda, abajo: en una mesa ratona que yace en la galería se puede ver la fotografía de su madre, MarieThérèse de la Poëze d’Harambure. Además, se pueden distinguir dos automóviles en miniatura. Uno es un premio a la elegancia que obtuvo el Ford 1934 de John y otro lo ganó Laetitia con su Chrysler Imperial 1937. “Compartimos la pasión por los autos”, dice. 10

lado de la ruta y veníamos caminando hasta acá, la única propiedad que tenía comunicación con Punta del Este. Con mi institutriz dormíamos en el faro, cubiertas con edredones que traíamos en los caballos. –¿A quién pertenecía esta casa? –A Blanca Martorell, que era la única que tenía teléfono. Es una de las casas más viejas de la zona. Es pequeña pero casi no la cambié. Lo único que hice fue hacer ventanas más grandes y donde ella tenía estacionado su Ford T, levanté una pared para hacer mi cuarto. En el baño, tenía un pozo negro con un tubo que salía del techo hacia la reserva de agua. Cuando era chica, venía aquí y soñaba con vivir algún día lejos de todo. LA PRINCESA QUE QUERIA SER LIBRE A los 18 años, sus padres le dijeron que debía casarse. “Yo no quería formar una familia, no era mi sueño. Prefería salir y divertirme, conocer el mundo…”, recuerda con algo de melancolía. Finalmente, dos

años después, se casó en Austria por Civil con el archiduque Leopoldo Francisco de Habsburgo-Lorena, príncipe de Toscana. Y luego, dieron el sí por Iglesia en Francia. “Enseguida tuvimos a nuestros dos hijos, Sigismund y Guntram, que tienen catorce meses de diferencia”, cuenta. –¿Esa vida tan severa la convirtió hoy en una mujer liberal? –Se me saltaron los tapones a los 30. No quería tener una vida tan superficial. Al fin y al cabo, me peleé con mi familia, cerré la puerta y me fui de mi casa. Sucedió cuando me separé de Leopoldo. –¿Cuánto duró el matrimonio? –Siete años. Me hice responsable de la separación. El tenía su vida y yo la mía y no podíamos seguir así. Era un desastre. Además, yo tenía una colagenosis (enfermedad crónica y autoinmune en los tejidos del organismo) y como estaba muy enferma necesitaba cuidarme. Cuando les dije a mis padres fue tremendo. Me advirtieron que no querían verme más. Y no permitieron que 11

“Hace casi nueve años que murió mi hermano Rodrigo y sigo esperando volver a entrar a ‘Villa d’Arenberg’. Hoy ya no me importa la propiedad, pero quiero las cosas que me corresponden”

Arriba: la pequeña puerta azul de estilo medieval es original de la casa y conduce al cuarto principal. “Me recuerda a la puerta de un castillo, jamás la sacaría, es perfecta”, asegura. Abajo: lo que más disfruta Laetitia de su casa en José Ignacio es invitar a sus amigos. Y para que todos ingresen de buen ánimo colgó en la entrada un adorno con instrumentos musicales que le regalaron en Nueva Orleans. Derecha: al rojo vivo, con un elegante vestido de seda plisada de Isaac Mizrahi, la dueña de casa posa con la biografía de Marie-Laure de Noailles, una de sus lecturas de verano.

me llevara a mis hijos, por lo que ellos se quedaron a su cargo. EL VINCULO CON SU HERMANO –Entonces, ¿recurrió a Rodrigo? –Viví una vida de locos con mi hermano. Pensé que podía arreglármelas sola, pero no fue tan fácil, ya que mi familia me dio la espalda y no tenía plata. La plata no te da la felicidad pero sí te ayuda a hacer más llevadera la vida. Eramos parte del jet set y vivíamos entre el alcohol, las salidas y todo lo que te puedas imaginar. Aunque me divertía, me quedaba anonadada con las cosas que veía. Había otras ovejas negras de familias reconocidas que terminaron arruinados en la droga. Yo, por suerte, nunca caí en eso. Tenía una mentalidad cautelosa porque había trabajado en hospitales y sabía lo que sucedía con los adictos. –¿Qué lamenta de esa época? –Haber caído en el alcohol sin darme 12

cuenta fue lo peor. Pero hice el clic durante un viaje a California donde empecé a ver cosas y situaciones que me superaron. Me empecé a preguntar qué estaba haciendo. Por suerte, todavía me quedaban mi educación y mis momentos de lucidez. Rodrigo no se daba cuenta porque nunca estaba consciente. Estaba siempre alcoholizado o drogado. –¿Intentó sacarlo de sus adicciones? –Sí, muchas veces. Siempre presentí que terminaría así, muerto a los 61 años por una sobredosis. Hacía veinte años que no podía hablar con él. Estaba completamente aislado, viviendo en “Villa d’Arenberg” con mi madre y con su mujer [Patricia della Giovampaola]. Pero la mayoría del tiempo estaba solo, tomando y no quería ver a nadie porque no podía afrontar su realidad. Todo se descompaginó cuando mi padre empezó a envejecer y fue diagnosticado de Alzheimer en un grado tan alto que se perdía por todos 13

“Compré este lugar hace treinta y cinco años, pero lo deseaba desde que era adolescente y siempre supe que iba a ser mío. Cuando tenés una mente que vuela como la mía, las cosas suceden”

Arriba: en el jardín de la casa, ubicada a metros del faro, se puede apreciar a diario el imponente atardecer de José Ignacio. Entre otras confesiones, la multifacética Laetitia dice que muchos intentaron comprar su propiedad, pero jamás aceptó las ofertas. “Los sueños no se venden”, explica. Abajo: este “rancho”, como lo llama su dueña, conserva gran parte de su construcción inicial. Sólo se sumaron la galería y la habitación principal. En la otra página, abajo: los cómodos sillones son el lugar ideal para recibir a sus invitados. Los reflectoresseguidores que iluminan la galería fueron comprados en Nueva York más de veinte años atrás.

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lados y no reconocía a nadie [Eric Engelbert murió en 2007]. –¿La entristece no haber pasado los últimos años de Rodrigo a su lado? –Lamento no haber hecho un pacto con Rodrigo. El creía que yo estaba en su contra y nunca entendieron que yo quería ayudarlo. Intenté mucho tiempo por las buenas, pero nunca pude. Cuando hablábamos yo quedaba en shock porque mi hermano era un hombre más bueno, generoso y adorable, pero cuando me refería a sus problemas, enloquecía. –¿Tampoco intentó acercarse por el lado de Patricia? –¡No! Imposible. El necesitaba una mujer que estuviera cuidándolo y que le exigiera que se pusiera bien, sin dejarlo destruirse. Creo que cuando uno ingresa a una familia que se está destrozando entre sí, es un poco responsable por no poner paños fríos e intentar mediar. Los últimos veinte años en mi familia fueron una tragedia. Se murió mi padre y mi hermano puso la pata

arriba de mi madre, que empezó a decaer. Entre los problemas de Rodrigo, el malestar de mi madre y yo, que estaba prohibida por mi propio hermano en “Villa d’Arenberg”, era todo un caos. Ver caer a una familia tan fuerte hizo que a mis 73 años siga en juicio para poder probar que tengo todo el derecho a entrar en esa propiedad y quedarme con los recuerdos y las pertenencias de mis padres. –¿Quién inició el juicio? –Yo, veinte años atrás. Tuve que advertirle a mi hermano que no podía adueñarse de cosas que no eran suyas. Y él me respondió diciéndome que no podía entrar a su casa y que todo lo que estaba allí era de él. Hace casi nueve años que murió mi hermano y todavía sigo esperando. Fue mi único techo durante mi juventud y ahora no puedo entrar. Hoy ya no me importa la propiedad, pero quiero las cosas que me corresponden para mis hijos y mis nietos. 15

“Me hubiera gustado ser artista, siempre fui una enamorada del cine y el teatro. Pero para mis padres dedicarme a la actuación nunca fue una opción” Arriba: dueña de la marca Lapataia, Laetitia sigue cumpliendo sus sueños. Desde hace quince años cría caballos árabes y en noviembre del año pasado, Excálibur, que tiene apenas tres años, ganó tres coronas, una de ellas, la Mundial. Abajo: si bien la casa no tiene nombre, a lo lejos se pueden ver tres banderas que identifican el lugar: la de Inglaterra, por John, la de Uruguay y la de la familia D’Arenberg.

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LOS HOMBRES DE SU VIDA –¿Cómo se describe en su rol de madre después de haber tenido una educación tan exigida? –Fui y soy una madre bastante severa, pero siempre les expliqué a mis hijos los porqués de los “no”. –¿Cómo podría definir a cada uno de sus “herederos”? –Los dos son amorosos, hombres con excelentes corazones pero muy distintos entre sí. Guntram tiene una manera de ser muy fácil, es abierto, sociable, no tiene prejuicios, no le tiene miedo a nada y lo malo lo afronta sin vueltas. Es simple de corazón y de mente. Sigismund es mucho más complejo. Se hace preguntas todo el tiempo, es muy racional. Y ama la vida europea. Entre ellos no se hablan mucho, son dos mundos opuestos, no cuajan. –En 2008, Guntram tuvo un grave accidente en moto y perdió una pierna. ¿Cómo vive hoy su realidad? –Está instalado en Miami, donde tiene la mejor atención. Pero es un hombre latino, y el mundo sajón le cuesta muchísimo. Está muy bien, con su familia, viviendo la vida. –¿Y cómo se lleva con sus nietos?

–Son unos amores. Tengo dos mujeres y tres varones. Como abuela me divierto y no soy nada exigente porque confío que más allá de todo son seres educados. Las cárceles no son para mí. El ser humano necesita libertad. –Hablando de amor, hace veintiséis años que está en pareja con John [Anson]… –Es un hombre que trajo paz y serenidad a mi vida, algo que no tiene precio. A su lado me siento protegida porque siempre tengo a alguien sobre quien recaer, con él sé que no estoy sola. John no tiene recovecos, hablamos nuestras dudas, somos muy buenos compañeros, nos entendemos, los dos adoramos la naturaleza. Es muy independiente y respeta mis tiempos. Tenemos una vida en la que nos complementamos, nunca hubo espinas en nuestro camino. Me casé muy enamorada y ahora, que ya somos grandes [John tiene 83], somos los mejores compañeros.



Texto: Paula Galloni Fotos: Tadeo Jones Producción: Rodolfo Vera Calderón Peinado y maquillaje: Mariela Reboledo

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