Macondo y McOndo: delirio sobre el pasado y el futuro de la novela latinoamericana desde el mirador del bicentenario

ESTUDIO 7 Macondo y McOndo: delirio sobre el pasado y el futuro de la novela “latinoamericana” desde el mirador del bicentenario∗ Gerald Martin Est

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Macondo y McOndo: delirio sobre el pasado y el futuro de la novela “latinoamericana” desde el mirador del bicentenario∗ Gerald Martin

Esta ponencia no es especialmente original pero pienso que su tema es importante. También su orientación. Creo profundamente en la necesidad de la memoria como la forma más privilegiada no sólo de conocer la historia, sino de aprender de ella. Sólo podemos proyectarnos en el futuro si no negamos nuestra historia con sus errores y con sus aciertos. Todos conocemos el cuento más corto de la historia, escrito por Augusto Monterroso: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Bueno, como ustedes verán, el dinosaurio soy yo. Tras haber visto la última película de James Cameron, puedo decir que el dinosaurio es mi “avatar”. Cuando desperté descubrí que yo mismo era el dinosaurio. Empecemos, camino al bicentenario, con 1992. En ese año, quinientos años después de la invasión y conquista, España y América Latina celebraron, ambas a su manera, el llamado “descubrimiento” de las llamadas “Indias”. Cuando numerosos latinoamericanos, entre ellos muchos indígenas, objetaron que no hacía falta descubrirlos, España inventó un eufemismo que se hizo oficial: “El encuentro de dos mundos”. A partir de ese momento, 1992, los españoles, aprovechando su posición estratégica en la comunidad europea, se han ido apoderando de una parte sustancial de las economías latinoamericanas sin excluir —gracias a sus editoriales, sus instituciones culturales (consulados e institutos Cervantes, etcétera), sus periódicos y sus premios— la orientación de la literatura latinoamericana. En gran medida España decide cuáles van a ser las obras y los autores latinoamericanos publicados y premiados en el mundo contemporáneo. Tras el quincentenario de la conquista, se anticipaban los próximos festejos del bicentenario de los movimientos de la independencia en 2010. Para una persona de mi edad, es casi increíble que dichas celebraciones hayan llegado con tanta rapidez. “¡Veinte años no es nada! ¡Qué febril la mirada…!”

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Del 9 al 12 de junio de 2010 se realizó, en la Universidad de Georgetown, en Washington D.C., el XXXVIII Congreso Internacional del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. El tema con el cual se convocó fue “Independencias, memoria y futuro”. Allí, Gerald Martin (Londres, 1944) participó con la conferencia magistral que hoy presentamos. Gerald Martín es PhD. por la Universidad de Edimburgo, del Reino Unido, de la que es profesor emérito; trabaja como docente investigador en la Universidad de Pittsburgh. Es figura central en los estudios sobre la literatura latinoamericana. Entre sus trabajos se encuentran la edición crítica de El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias, publicado en la Colección Archivos de la UNESCO en el año 2000, de la que es coordinador, así como del imprescindible Gabriel García Márquez, una vida, publicado por Debate, México, en 2009. Graffylia, Revista de la Facultad de Filosofía y Letras, agracece la generosidad y disposición de Gerald Martin para que su texto sea publicado por vez primera.

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A pesar de las previsibles dificultades diplomáticas entre España y sus excolonias en 1992, había sido muy fácil determinar la fecha de los festejos del quincentenario —el 12 de octubre, conocido variablemente como Día de la Raza, Día de la Hispanidad, Columbus Day y aun Día de la Resistencia Indígena. Pero esa fecha fue, para decirlo de alguna manera, una fecha organizada alrededor del protagonismo español. El bicentenario es una celebracíon múltiple y en ese sentido muy latinoamericana: se están celebrando muchas cosas diferentes, en lugares y fechas diferentes, y sin embargo también se está celebrando la misma cosa. Unidad y diversidad. Así es como se han conceptualizado, tradicionalmente, la identidad y la cultura latinoamericanas y así, precisamente, es como hay que concebir su literatura. Pero no nos adelantemos. (Entre paréntesis: el Brasil está participando en la gran fiesta hispanoamericana pero también está organizando su propia celebración, el Plan 2022.) En resumen, es mucho menos fácil celebrar el bicentenario que el llamado descubrimiento y no es fácil decidir qué se está celebrando, ya que en países como, por ejemplo, Colombia y Venezuela, mucho depende de la percepción no solamente de las tradiciones históricas nacionales sino también del gobierno en turno. Bolivia dio inicio al ciclo de celebraciones en julio de 2009 en homenaje a la rebelión de Chuquisaca el 25 de mayo de 1809, un homenaje organizado por el gobierno de Evo Morales, el primer presidente indígena de su país, lo que fue un momento profundamente significativo. En cambio México, que tiene motivación doble por la celebración en 2010 tomando en cuenta su declaración de independencia en 1810 y su revolución en 1910, ha perdido su Partido Revolucionario Institucional y está nuevamente en manos de un partido conservador en otra época de violencia social e inseguridad política. Y Cuba, que nada tuvo que ver con el centenario en 1910, celebró el 50 aniversario de la Revolución en enero de 2009 y se está enfrentando con un futuro incluso más inseguro que el de México. Pero probablemente es Venezuela, el nuevo aliado de Cuba, el país que está más comprometido con los festejos independentistas, no solamente porque Simón Bolívar era el más importante de todos los libertadores sino porque el país es, actualmente, una “república bolivariana” (desde 1999), lo cual quiere decir que parte de su proyecto nacional es la búsqueda de la unidad de los países hispanohablantes de América Latina e incluso, si fuera posible, la de todos los países de América Latina y El Caribe. Es el producto de una doctrina no solamente bolivariana sino anti-monroeiana y vale la pena de recordar que la doctrina de Monroe estará celebrando su propio bicentenario de aquí a trece años. La novela favorita de Hugo Chávez, parece, es El general en su laberinto de Gabriel García Márquez. Yo iba a hablar de García Márquez hoy —de ahí mi título original— pero me pareció que había cosas más importantes que discutir. Ustedes se habrán dado cuenta, quizás, de que estoy hablando de una entidad llamada (siempre provisionalmente) “América Latina”, con cierta seguridad de que ustedes sabrán a qué me estoy refiriendo. (Para el ciudadano de un país llamado oficialmente “United Kingdom of Great Britain and Northern Ireland” la situación político-semántica de América Latina no me parece especialmente dramática: soy londinense, inglés, irlandés, galés, escocés, británico, europeo y occidental, amén de otras cosas). Y sin embargo el nombre del supuesto continente o subcontinente ha disgustado siempre a ciertos comentaristas y algunos han sugerido que no solamente es poco satisfactorio sino una especie de enorme estafa porque da un nombre unitario a una realidad que no

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tiene nada de unitario —y en los casos más extremos se afirma que América Latina no existe. Y estas voces se están multiplicando en momentos en que no solamente se está celebrando el bicentenario de este continente aparentemente inexistente sino que varios países están tratando de conseguir un acercamiento entre las diferentes repúblicas por medio de organizaciones como ALBA y UNASUR; porque la independencia no produjo un solo continente —o país— unido sino veinte repúblicas autónomas. Y las clases dirigentes han estado, en general, muy contentas con esa situación. Los dos cuestionamientos recientes más notables de la idea de América Latina son The Idea of Latin America, del argentino Walter Mignolo, publicado en inglés en 2005 y El insomnio de Bolívar: cuatro consideraciones intempestivas sobre América Latina en el siglo xxi, del mexicano Jorge Volpi, publicado en España el año pasado por Debate, editorial que le otorgó el premio Debate junto con la Casa de América en Madrid. La tesis de Mignolo es más seria y sofisticada pero también es compleja y muy académica y probablemente irrelevante a mis propósitos aquí. Además, discutirlo en detalle nos llevaría a la cuestión de los Latins e Hispanics de Estados Unidos, una cuestión muy importante pero que nos distraería de nuestro tema central. Mi único comentario es que, como en otros casos, me parece que Mignolo hace de aprendiz de brujo y que su libro, si fuera leído por el gran público, produciría el contrario de lo que persigue. Irónicamente, a diferencia de muchos otros, Mignolo parece presuponer —como se dice en inglés, posiblemente “he presumes too much”— que América Latina es, de hecho, un territorio humano y cultural unitario y llega a recomendar que los países del continente abandonen su identidad “latina” y se conviertan en una especie de Indoamérica antes de metamorfosearse otra vez en… no sabemos qué. Yo sólo diría lo siguiente: “América Latina, no te deshagas de tu nombre antes de que Europa, la América anglosajona, Africa y Asia se deshagan de los suyos. Sería una forma de suicidio”. Pero nadie va a tomar en serio las ideas, por refinadas que sean, de un intelectual académico. Mucho más importante, entonces, por peligroso, es el libro de Jorge Volpi. Volpi, buen novelista, en este libro premiado en España, no nos habla desde posiciones posestructuralistas o desconstructivistas. Lo que él declara, en resumidas cuentas, es que América Latina nunca ha existido realmente: es un espejo, una ilusión ideológica y él espera que los diferentes países de América Latina se fusionen, eventualmente, o muy pronto si fuera posible, con Estados Unidos. Y no con otra versión de Estados Unidos sino con éste. Su libro, imaginando y narrando ese futuro, termina: A los más severos les resulta chocante que, para convertirse en una realidad palpable, el sueño bolivariano haya tenido que sumarse al Destino Manifiesto de los estadounidenses; otros, en cambio, deploran que los verdaderos centros de poder se hayan desplazado a Washington y Brasilia en detrimento de los países hispanohablantes. Como sea, más de 70 por ciento de la población ha aprobado la unión en tres distintos referendos. Pese a las críticas, el mayor logro de América Latina en sus tres siglos de historia ha consistido en desaparecer. (255)

Es aquí, en el contraste entre un Mignolo ilegible y un Volpi facilista, que los problemas del academicisimo se hacen desesperantes. Los críticos como Volpi, ideólogos públicos, en alianza tácita con los medios, han sido infinitamente más influyentes que nosotros, los académicos, en los últimos cuarenta años de la historia de América Latina.

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Bueno, ¿qué hay en un nombre? Lo que llamamos rosa con cualquier otro nombre tendría el mismo dulce aroma. Pues yo, dinosaurio que soy, sí pienso que América Latina existe y creo que es importante que siga existiendo, hasta nuevo aviso. Sí creo que mi vida, dedicada a dicho continente y a varios departamentos y programas de estudios denominados “latinoamericanos”, ha tenido algún significado. No es que piense que la denominación es ideal —pero sí pienso que existe un territorio cultural más o menos homogéneo (en su misma hibridez y heterogeneidad) y pienso mucho más: creo que es el “continente” (otro nombre problemático) más homogéneo del planeta y debería ser el último en renunciar a su profunda unidad cultural y moral e incluso a su nombre— problemático quizás porque, obviamente, Indo-Afro-Latino-América sería una etiqueta preferible, para empezar—y deben existir otras posibilidades que se me escapan. Pero la unidad de estos países me parece imprescindible, ahora y en el futuro. Volpi fue el líder de los llamados crackeros mexicanos de los años 90 (1996), que buscaban escaparse de las búsquedas de identidades y del realismo mágico que según ellos se veían doquier en aquella ya lejana y poco amena América Latina de dudosa existencia. Casi simultáneamente, el chileno-americano Alberto Fuguet organizó otro grupo alrededor de la antología llamada McOndo (1996), también obsesionada con el realismo mágico que, según parece, no solamente dominaba la prosa latinoamericana de aquellos años sino también daba una especie de unidad cultural a un continente de países con con muy pocas cosas en común. Para demostrarlo, al final del primer capítulo de su nuevo libro, Volpi pregunta: ¿Qué compartimos, en exclusiva, los latinoamericanos? ¿Lo mismo de siempre: la lengua, las tradiciones católicas, el derecho romano, unas cuantas costumbres de incierto origen indígena o africano y el recelo, ahora transformado en chistes y gracejadas, hacia España y EEUU? ¿Es todo? ¿Después de dos siglos de vida independiente eso es todo? ¿De verdad? (p. 85)

Bueno, a mí, dinosaurio que soy, me parece mucho. Mucho más de lo que comparten los países de Europa, Africa, Asia y Oceanía. Y además Volpi olvidó mencionar dos cosas importantes: la historia y la literatura —la literatura latinoamericana o iberoamericana que nos une a todos nosotros en el IILI. Pero volvamos al libro de Volpi. (Supongo que debería repetir que me parece un excelente escritor aunque lejos, a pesar de los premios asiduamente perseguidos y otorgados, de ser un escritor de primer rango; pero confieso que su visión de la política internacional y de la realidad latinoamericana es tan lejana de la mía que no soy el mejor juez de su obra y no estaría hablando de él si no fuera por la ansiedad que siento al darme cuenta de la omnipresencia de sus ideas en foros y tribunales sobre América Latina, su literatura y su destino —es decir: sí es una persona de primerísimo rango si hablamos de la regularidad de sus apariciones en los congresos y en los periódicos y de su influencia entre el llamado gran público. Su libro, muy ambicioso, aunque también muy repetitivo, está lleno de generalizaciones, para no decir caricaturas. Hace gala de una ironía —es muy amigo de las “bromas en serio”— una ironía que yo llamaría pérfida si ese adjetivo no se destinara exclusivamente a nosotros los ingleses. Suprime las contradicciones porque las contradicciones y las matices van en contra de sus propósitos. Como

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young fogey que es, utiliza el tono ingenuo del narrador de El periquillo sarniento, suponiendo —supongo— que comprenderemos que él es infinitamente más sabio y sofisticado de lo que parece. La verdad, sin embargo, es que no lo es. Y puesto que no reconoce las contradicciones reales de la historia, cae, inevitablemente, en ellas. ¿Cuál es la contradicción principal subyacente en toda su polémica? Dar por entendida, implícitamente, la existencia de América Latina y negarla, explícitamente, en cada página de su curiosa diatriba. Pues Volpi tiene una idea muy negativa de América Latina, cuya historia, dice, “es abominable y triste”. Sobre la independencia del continente, comenta: “Cuando las luchas de liberación contra los peninsulares se dieron por terminadas, los países surgidos a partir de las antiguas divisiones administrativas de la Colonia se enzarzaron en guerras aún más cruentas entre ellos… Perú, Chile y Bolivia mantienen hasta la fecha ácidas disputas territoriales… ¿Qué significaba ser chileno? Básicamente, no ser peruano.” Y se podrían citar cien ejemplos más. Pareciera que Volpi, a pesar de ser autor de la novela En busca de Klingsor, sobre los nazis, no conoce la historia europea de los últimos dos siglos ni sabe que la misma España también está radicalmente dividida hasta el día de hoy… No importa, América Latina fue, es y será, siempre, peor. Peores todavía son los políticos latinoamericanos. Declara Volpi: “Comparados con los zorros y sabandijas que antes nos sojuzgaron —Stroessner, Pinochet, Pérez Jiménez, Videla, Trujillo, Ríos Montt o el propio Castro—, los nuevos caudillos latinoamericanos, con Hugo Chávez a la cabeza, no dejan de ser personajes de opereta que apenas merecen una nota a pie de página en el panorama contemporáneo”. (Aunque en otra parte de su libro describe a Chávez, Morales y sus colegas como “monstruos y fantoches”). Debo confesar que hace muchos años no había leído un ensayo escrito desde semejante perspectiva estratosférica de superioridad mental y moral. Dice Volpi, sin darse cuenta de su posible impacto en un lector no políticamente correcto sino políticamente decente, que: “A más de quinientos años de la conquista, América Latina aún no ha resuelto qué hacer —política y discursivamente— con sus comunidades indígenas” (108). Uno se sentiría tentado a responder que son los indígenas los que decidirán pero Volpi también condena el “inviable indigenismo radical de Evo Morales” y añade, con sorna, que la nueva constitución de Bolivia es “un dechado de cursilería nacionalista… un patchwork capaz de reunir en unas cuantas líneas los discursos más contradictorios…” (231) Para defenderme contra los que puedan suponer que mi oposición es puramente knee-jerk, voy a citar una reseña de Carlos Bravo Regidor, en Letras Libres [enero 2010: 58-59], una revista en la que no tengo muchos aficionados, como algunos de ustedes acaso sabrán. Cito: La confusión [en este libro de Volpi]… alcanza vuelos dignos de Remedios la Bella cuando Volpi observa, a propósito de un mapa de América Latina, que “esa geografía imaginaria ha dejado de ser real”. O cuando, en una acelerada conclusión “no sin una buena dosis de optimismo”, advierte que la mejor manera de celebrar el bicentenario de las independencias sería “articular una ciudadanía –y una identidad– más amplia, donde América Latina vuelva a convertirse en una realidad posible”, y cinco páginas más tarde conjetura que en 2110 el sueño de Bolívar se sumará a la doctrina del Destino Manifiesto para integrar todo el continente americano en una próspera unión constitucional, los “Estados Unidos de las Américas”, de modo que “el mayor logro de América Latina en sus tres siglos de historia habrá consistido en desaparecer”. Bolívar al fin podrá dormir... en la cama del Tío Sam.

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Bueno, hasta aquí la historia y la política de América Latina. Sigamos hacia la literatura. En cuanto a nosotros, críticos literarios, Volpi comenta que no hemos reconocido nuestra “condición de cadáveres”. Cita el chiste que reza que: “Un crítico literario no es un escritor frustrado, sino un crítico literario frustrado” (192), e inventa uno propio cuando habla de “un puñado de críticos ponzoñosos y resentidos —es decir, un puñado de críticos…”. Semejantes chistes, desde luego, no son impedimento para que honre con su presencia a todos los congresos de crítica literaria donde se le invita. Me sorprende mucho no verlo aquí en Washington pero aún hay tiempo. Lo más sorprendente de todo esto es que Volpi y Fuguet son, en lo que a América Latina se refiere, ignorantes (lo digo en sentido técnico). Pero bueno, su ignorancia se justifica plenamente porque, como Volpi dice muchas veces, explícita e implícitamente, ya lo hemos visto, América Latina no es interesante ni mucho menos importante. No soy el primero en decir que Volpi y Fuguet son ignorantes: ellos mismos lo han proclamado con orgullo. Fuguet recuerda que cuando buscaba colegas para publicar sus cosas en su antología anti-magicorrealista en 1996, “Los contactos existían, pero más a nivel de amistad en países como Argentina, España y México. El resto del continente era territorio desconocido, virgen. No conocíamos a nadie. Llegamos a pensar que América Latina era un invento de los departamentos de español de las universidades norteamericanas. Salimos a conquistar McOndo y sólo descubrimos Macondo. Estábamos en serios problemas. Los árboles de la selva no nos dejaban ver la punta de los rascacielos.” Y cuando finalmente Fuguet encontró algunos escritores dignos de ser compañeros suyos, ¿que tenían todos ellos en común? Pues lo siguiente: [Que] Para nosotros, el Chapulín Colorado, Ricky Martin, Selena, Julio Iglesias y las telenovelas (o culebrones) son tan latinoamericanas como el candombe o el vallenato. Hispanoamérica está lleno de material exótico para seguir bailando al son de El cóndor pasa o Ellas bailan solas de Sting. Temerle a la cultura bastarda es negar nuestro propio mestizaje. Latinoamérica es el teatro Colón de Buenos Aires y Macchu Pichu, Siempre en Domingo y Magneto, Soda Stereo y Verónica Castro, Lucho Gatica, Gardel y Cantinflas, el Festival de Viña y el Festival de Cine de La Habana, es Puig y Cortázar, Onetti y Corín Tellado, la revista Vuelta y los tabloides sensacionalistas.

Cuando leí esto en 1996 o 1997 me dio pena, me sentí embarrassed. Sinceramente. Y no habría vuelto sobre estas palabras si no fuera por la ubicuidad fuguetiana y volpiana y por el gesto volpiano de tratar de apropiarse ideológicamente del bicentenario. Pero es que soy tan viejo como los dinosaurios. Cuando yo visité América Latina en 1965 el continente estaba lleno de jóvenes de clase media baja con ideas semejantes, incluso en la siempre menoscabada Bolivia. (Por otra parte yo lo comprendía muy bien porque acababa de salir de mi propio país colonial donde también se estaba hablando de lo mismo: que los ingleses teníamos derecho también a Elvis Presley y a los blue-jeans, etc., etc.). Cuando llegué a México en 1968 (el año en que nació Volpi), no solamente el Boom, recién bautizado, estaba en su apogeo sino que la Onda, en alta rebelión en contra del Boom, florecía en manos de lo que se iba a llamar la generación de Tlatelolco. Existía un canal en la radio dedicado exclusivamente a los Beatles. Los críticos nacionalistas hablaban continuamente de la enajenación y hasta traición de los escritores del Boom y de la Onda. Y sin embargo Fuguet, y Volpi, nos aseguran que ellos mismos inventaron la novella —en palabras de Volpi— de “sexo, drogas y rock ’n roll”. La Onda, José Agustín y Gustavo Sáinz y

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Parménides García Saldaña, entre otros, no se mencionan en el libro de Volpi. Es para ruborizarse. Tempus fuguet. O tempus forget. Un pequeño volpi de teatro. Fuguet termina su prólogo a la antología con lo siguiente: Latinoamérica es, irremediablemente, MTV latina, aquel alucinante consenso, ese flujo que coloniza nuestra conciencia a través del cable, y que se está convirtiendo en el mejor ejemplo del sueño bolivariano cumplido, más concreto y eficaz a la hora de hablar de unión que cientos de tratados o foros internacionales. De paso, digamos que McOndo es MTV latina, pero en papel y letras de molde.

Si no temiera salir de aquí con la etiqueta de viejo progre, o incluso ogro, diría que la diferencia entre estos jóvenes y los de las generaciones anteriores es que ellos no solamente han vuelto la espalda a su continente y su historia sino que se regodean en semejante enajenación y se comprometen únicamente con los dos imperios que les dan de comer: España, la primera y última colonizadora; y Estados Unidos, el imperio de los últimos dos siglos. Es difícil no pensar en figuras como Enrique Gómez Carrillo en otra época de globalización muy semejante a la nuestra. Volpi, por su parte, piensa que es muy chistoso e incluso lovable narrarnos, en las primeras páginas de su libro (uno piensa nuevamente en El periquillo sarniento), que sólo se dio cuenta de que era latinoamericano a la edad de los 28 años (o sea en 1996) cuando fue a vivir en España para estudiar filología (filología, digo) y descubrió, primero, que los españoles sí creían en una identidad latinoamericana generalizada y, además, aunque muy en segundo término, que los mismos mexicanos, argentinos y peruanos también encontraban semejanzas y paralelismos sorprendentes en sus experiencias y sus gustos. Siempre es peligroso decir que no hay nada nuevo bajo el sol; pero esta experiencia ha sido narrada y renarrada por todas las generaciones latinoamericanas de los últimos 150 años y sólo podría haber sido novedosa para jóvenes ignorantes que pensaban primero en Estados Unidos, segundo en Europa y tercero en su propio continente. Por otra parte, hay que preguntarse: ¿No hubo una música latinoamericana anterior a la que se transmite en MTV Latina? ¿No ha habido, desde antes de que nació Volpi, una Copa de Libertadores —de Libertadores, digo— transmitida todos los años en todos los países de América Latina gracias a la cual todos los equipos nacionales de fútbol de América Latina viajan por el continente y atraen la atención y el entusiasmo de las famosas multitudes de la región? Etc., etc. Nuevamente cito a Carlos Bravo Regidor en Letras Libres: El problema, casi sobra decirlo, no son las provocaciones, tremendas o desdentadas según la sensibilidad de quien las lea. El problema son las incoherencias: querer rescatar a América Latina del realismo mágico y, acto seguido, proclamar que la literatura latinoamericana ha dejado de existir; celebrar que la región se ha “normalizado” para, inmediatamente después, proceder al inventario de sus “anormalidades”; protestar contra la expectativa de otredad que el mercado internacional le impone al escritor latinoamericano, pero escribir un libro en el que América Latina sigue siendo un ámbito “radicalmente distinto” caracterizado, ay, por su “fecundo caos”.

Para que esta generación reclamara el “crack”, por así decirlo, en el edificio de la novela latinoamericana después del Boom, había que reescribir la historia de la literatura latinoamericana —lo malo de esto es que para reescribir algo es necesario haberlo leído alguna vez— y, especialmente, reinventar el revista de la facultad de filosofía y letras

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Boom. Aunque parezca increíble, Fuguet y Volpi decidieron que era verdad lo que suponían los lectores no hispanohablantes mal informados, especialmente en Estados Unidos: el Boom era más o menos el realismo mágico y García Márquez, como inventor de la maldición de Macondo, era el enemigo número uno. El Boom ¿magicorrealista? Mario Vargas Llosa, ¿magicorrealista? Y eso aparte, la familiaridad más superficial con la historia de la novela latinoamericana nos demuestra que García Márquez no había inventado el realismo mágico, cuyos orígenes se remontan a los años veinte y cuyo apogeo llegó a finales de los 40, con Asturias y Carpentier. Además, Macondo sólo aparece en una novela de García Márquez y en cuatro o cinco cuentos suyos. ¿Son novelas magicorrealistas El coronel no tiene quien le escribe, al comienzo de su carrera, o El general en su laberinto y Noticia de un secuestro, al final? ¿Cómo han logrado Volpi y Fuguet convencer a tantos lectores de que esta presentación absurda de la obra de sus predecesores es verdad? No se puede negar que Cien años de soledad es la más célebre de las novelas magicorrealistas (si exceptuamos a Rabelais) pero García Márquez nunca escribió otra novela semejante. El García Márquez que sale en las entrevistas y ensayos de estos jóvenes es un hombre de paja, o incluso un espantapájaros, sin relación alguna con el fenómeno real. Es difícil tomarlo en serio, todo esto. Pero su misma falta de seriedad me parece grave, gravísimo. Jorge Volpi sigue ganando premios aparentemente prestigiosos y sus entrevistas siguen saliendo en todos los periódicos de la América Latina en la que él no cree y también en los países no latinoamericanos (en la Feria de Madrid la semana pasada, por ejemplo), llenos de lectores que él considera ignorantes y que quiere educar con sus ideas no solamente retrógadas sino históricamente mal fundadas. En gran medida estos jóvenes se pusieron a protestar porque según ellos era muy difícil conseguir una editorial que los publicara, especialmente porque el mercado internacional buscaba productos específicamente latinoamericanos entre comillas, es decir exóticos y preferentemente mágicorrealistas. Pero esto, nuevamente, es una caricatura grotesca. Las primeras obras de Vargas Llosa no solamente no eran mágicorrealistas sino versaban sobre jóvenes de la clase media latinoamericana exactamente como los del Crack y de McOndo; y muchos cuentos de Julio Cortázar carecían completamente de signos de identidad latinoamericanos. Si fuera poco, los dos autores más comercialmente exitosos de toda la historia del continente, Isabel Allende y Paolo Coelho, se han dedicado a escribir sobre temas muy alejados de temáticas latinoamericanas. Si Volpi, Fuguet y sus contemporáneos quieren escribir novelas y cuentos sobre temas no latinoamericanos o incluso anti-latinoamericanos, están en su derecho. Pero es una lástima que sientan la necesidad de tergiversar toda la historia de la literatura latinoamericana para hacerse un espacio a base de una supuesta originalidad histórica totalmente falsa. Veamos. El llamado Boom de la novela latinoamericano tiene más o menos cincuenta años de existencia. De sus escritores más conocidos, tres están en vida y dos de ellos, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, siguen escribiendo y pueden publicar un artículo en, por ejemplo, El País de España, cuando les da la gana. Sus precursores directos e inmediatos eran Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Joao Guimarães Rosa, Clarice Lispector, Alejo Carpentier y Miguel Angel Asturias. Ambas generaciones, aparte de incluir escritores que producían lo que se puede llamar una obra, también eran, a diferencia de los modernistas que los precedían, conocedores de la historia y la historia literaria de su conti-

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nente. Ese conocimiento de la historia, ese dominio del pensamiento histórico, parece que están en vías de desaparecer. Y El insomnio de Bolívar es el síntoma más aterrador de lo que nos está pasando. Volpi nos cuenta, sin embargo, que la “unidad” de los modernistas decimonónicos era “ejemplar” (naturalmente el nombre José Martí no aparece en su libro), pero la aparente unidad de los novelistas del Boom era “falsa”. Omite toda referencia a la generación crucial, la vanguardista, que revolucionaba la literatura latinoamericana entre los 20 y los 60. Es más: habla de “la vasta trama [aparentemente monolítica] que va del modernismo al Boom” para dar la impresión de que su generación, la del Crack, es la única generación representativa de una ruptura. Volpi parece ignorar —o suprimir— a característica más persistente de la literatura latinoamericana, que es su oscilación entre una visión americanista y cosmopolita de su empresa creativa. La importancia del Boom —y en esto reflejaba los propósitos de la socialdemocracia de postguerra— es que quiso asimilar y así superar esa alternación. Volpi y Fuguet no se dan cuenta de que ellos no representan una ruptura definitiva ni siquiera interesante sino el más reciente viraje hacia el cosmopolitismo o, incluso, hacia una recolonización de América Latina desde fuera. Volpi declara, desafiante, como si fuera un mérito, que su generación es totalmente apolítica y que él mismo siente —y cito— “el orgulloso desencanto de quien reconoce los límites de su responsabilidad frente a la historia” (p. 171). Y es verdad: una gran porción de los escritores latinoamericanos han renunciado a la política, aunque, como sabemos, nosotros, los “cadáveres”, hemos practicado la crítica literaria más política del planeta en los últimos cuarenta años, sin mucho éxito, para decir la verdad. Cadáveres no; ilusos quizás sí. Si lleváramos a cabo un breve proceso de autocrítica la diagnosis sería, creo, el autoengaño. Pero aquí llegamos al momento cómico del libro de Volpi, el momento en que el Terminator de la literatura latinoamericana tiene que enfrentarse con su némesis, el gran Detective Salvaje: Roberto Bolaño. El mismo Volpi reconoce que Bolaño es un problema para su generación porque el título de la sección sobre el novelista chileno es “Bolaño, perturbación”; pero Volpi no quiere reconocer que la perturbación no es tanto el impacto de Bolaño en la percepción mundial de la novela latinoamericana sino más bien el impacto desastroso que Bolaño, quien ganó el Premio Gallegos en el año en que salió En busca de Klingsor, ha hecho en las definiciones interesadas que Volpi y Fuguet han elaborado alrededor de la novela latinoamericana contemporánea. [Ver también Sarah Pollack, que sigue la misma línea desde el lado estadunidense: “Roberto Bolaño and the Translation of Latin American Literature in the United States». Debió decir « reception » instead of « translation »] Volpi trata de resolver el problema de varias maneras, cada cual más desesperada. Primero, sugiere que la recepción de Bolaño en EEUU es diferente a la que se dio en América Latina y es mucho menos relevante. (“Sin duda —comenta—, la relación entre la vida y la obra posee un encanto mayor en EEUU que en otras partes.”) Volpi no se da cuenta de que acaba de reinventar, por enésima vez, la América Latina que él ha borrado del mapa de la misma manera en que la Reina Victoria borró la república de Bolivia en el siglo xix. Y tampoco se da cuenta de que el antecedente más importante —yo diría paradigmático— de esta percepción variable fue Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, leído de manera muy diferente dentro y fuera de América Latina, pero igualmente exitoso en ambos ámbitos.

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Segundo, frente a la imposibilidad de negar que Bolaño es un escritor latinoamericano, en el sentido tradicional del adjetivo, Volpi decreta que es, no solamente un escritor genial sino también el “ultimo” escritor latinoamericano. Pero todos sabemos que “ultimo” en Español no solamente quiere decir “last”, lo que Volpi quisiera sugerir, sino también “latest”, que sería mi predicción: o sea, habrá muchos otros escritores latinoamericanos antes de que América Latina desaparezca más allá del horizonte. De hecho, Bolaño es un buen candidato para ser el novelista “más latinoamericano de la historia”, como se puede inferir no solamente de sus textos sino del discurso que dio en Caracas en 1999, cuando comentó que “realmente significa poco, ser colombiano o ser venezolano, y en este punto volvemos como rebotados por un rayo a la b de Bolívar, que no era disléxico y al que no le hubiera disgustado una América Latina unida, un gusto que comparto con el Libertador, pues a mí lo mismo me da que digan que soy chileno, aunque algunos colegas chilenos prefieran verme como mexicano, o que digan que soy mexicano, aunque algunos colegas mexicanos prefieren considerarme español” [Letras libres, octubre 1999: 40-43], etc. Es, indudablemente, un contratiempo alarmante el surgimiento de Bolaño pero Volpi lo sobrevive y concluye: Decenas de jóvenes imitan sus historias “fractales” [las de Bolaño], sus juegos y bravatas estilísticas, sus tramas como callejones sin salida, sus delirantes monólogos o su erudición metaliteraria, pero en cambio no han buscado el diálogo o la confrontación con sus predecesores —con la vasta trama que va del modernismo al Boom— que se encuentra en casi todos sus libros… ninguno siente la obligación de medirse con sus padres y abuelos latinoamericanos ninguno se siente ligado a una literatura nacional… Cada uno escribe lo que mejor puede, ajena a escuelas o movimientos, y eso es todo… hay que aceptar, al final, que no hay rasgos compartidos, que la literatura latinoamericana es, de manera irremediable, una entelequia, una agrupación artificial sin sustento… la literatura latinoamericana ya no existe.

Pero todo esto lo dijo Borges, de una manera mucho más interesante, aunque tampoco muy convincente, hace más de 80 años. Un ejemplo: “La mayor ventaja de pertenecer a una tierra sin tradiciones (porque no somos ni españoles ni indios) es que uno tiene que contentarse con el Universo o, por lo menos, con la cultura occidental.” La literatura de un continente Hasta aquí Volpi. Ahora quiero dar una visión personal. No es especialmente original pero siento la necesidad —y el deber— de darla en estos momentos tan auspiciosos y a la vez tan peligrosos para América Latina. Desgraciadamente para Volpi, él no puede evitar que nosotros, los cadáveres ponzoñosos, lo caractericemos y lo contextualicemos. Él es, a pesar de sus aspavientos y negaciones, un fenómeno tan típicamente latinoamericano como los novelistas de la tierra. Hace más de 150 años que tenemos jóvenes escritores enajenados lamentando la realidad de América Latina y buscando su incorporación dentro de otras entidades. Es más: todo el mundo sabe que en 1810 existía una capa criolla totalmente contraria a la independencia de América Latina. Ellos resultaron ser, dentro de poco, los antibolivarianos de aquel entonces y hay muchos anti-bolivarianos ahora. Están en su derecho: pero por favor, no nos digan que no hay alternativa, que la política es una pérdida de tiempo, que América Latina no existe, ni tampoco su literatura; y no nos digan, finalmente, que es posible reinventar la rueda, en este caso la unidad.

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¿Qué pienso yo, aquí y ahora, de la historia de la literatura latinoamericana doscientos años después de la independencia? Primero, existe. Existirá en cincuenta años. Si existirá de aquí a doscientos años, no sé. Podría decir lo mismo de la humanidad. Lo que sí sé es que la literatura latinoamericana no terminó en 1996. Segundo, su aspecto más llamativo es que, desde el comienzo, un impulso emancipatorio es visible —audible— en la mayoría de las obras más interesantes de las llamadas Indias. Y esta percepción no es una imposición ideológica retrospectiva. Tercero, la famosa búsqueda de identidad, tan desdeñada por Volpi y sus correligionarios, que se inició en los primeros años de la independencia y siguió de una manera a veces ingenua hasta los años 70 del siglo pasado, lejos de ser una entelequia, era el anticipo más importante de la condición globalizada compartida ahora por todos los hombres y mujeres del planeta en la época de la globalización. Hasta los ingleses —o británicos— estamos buscando nuestra identidad en este siglo xxi. Cuarto, después de tantos años de estar pensando en estos temas, yo veo el problema desde un punto de vista diametralmente opuesto al de la gran mayoría de mis colegas, historiadores y críticos literarios. Para mí, una literatura latinoamericana más o menos unificada, a falta de otro adjetivo (no puedo decir homogéneo, aunque me siento muy tentado a hacerlo), no existe por ser la expresión unificada de una región más o menos unificada; al contrario, yo afirmo que podemos demostrar que América Latina existe en gran medida porque también existe, más allá de las polémicas realidades geopolíticas y culturales, una literatura unificada que sobredetermina sus más de veintiún literaturas nacionales y que semantifica, sistematiza y unifica, de la manera más material que se podría imaginar, ese espacio geocultural históricamente construida que llamamos, provisionalmente, América Latina. O, para expresarlo de una manera más contundente, es la literatura latinoamericana la que confirma la existencia de América Latina, y no al revés. Lo cual, en mi opinión, es una situación mucho más satisfactoria. Quinto, quizás el aspecto más interesante y probablemente crucial de esta gran narrativa es una historia preponderantemente invisible, a saber, la relación —diacrónica y sincrónica— entre las literaturas de las veintitantas naciones individuales y el constructo que, por ahora, llamamos “literatura latinoamericana”. Esta cuestión, increíblemente, ha sido ignorada casi totalmente por los historiadores. A nadie se le ha ocurrido hacer literatura comparada dentro de la literatura latinoamericana porque todos intuyen que, con todo y ser veinte países, hay una sola literatura. Sin embargo, no es tan sencillo. De todos modos, cuando Volpi, para regresar momentáneamente a él, nos dice, para subrayar sus tesis, que “las relaciones culturales entre [los países latinoamericanos] se han reducido al mínimo” (p. 146), no se da cuenta de que América Latina, como probablemente diría Bolaño, es un solo país con veinte provincias. Su problema es que no tiene una sola capital. Sexto, los latinoamericanos son, a la vez, “indo-americanos”, “afro-americanos” y “euro-americanos”; también son occidentales y universales. Podría ser un estatuto muy privilegiado y para un escritor lo es: el resultado es que, sin duda, su literatura es la primera literatura plenamente globalizada del planeta. A partir de los años sesenta, cuando problemas de identidad, influencias, parodias, simulacros y desencantos se volvieron preocupaciones mundiales, todo el

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planeta empezó a asumir un aspecto latinoamericano. Sabemos ahora que todas las naciones, todas las razas son, realmente, “mezcladas e impuras”, todos los orígenes son problemáticos e imposibles de demostrar. Pero solamente en América Latina los pensadores y escritores han sido tan agudamente conscientes de esta realidad universal desde el comienzo mismo de su empresa literaria, hace más de quinientos años y, con una intensidad incomparable, desde hace un siglo. Es más, de esto, en un sentido muy profundo, es de lo que se ha tratado dicha literatura, es su tema central. Es asombroso que Volpi y Fuguet no se hayan dado cuenta de esta importante verdad, divisada por pensadores como José Martí, Pedro Henríquez Ureña, Luis Alberto Sánchez y muchos otros hace más de 80 años. Ellos no habrían recomendado que América Latina fuera incorporada, en plan de desigualdad, en Estados Unidos. En el siglo veinte muchos pensábamos que México era, probablemente, el país más latinoamericano del continente. Ahora, sin embargo, varios intelectuales mexicanos piensan lo contrario. Yo, sin embargo, prefiero recordar tres voces mexicanas de los años 50. Leopoldo Zea, siguiendo a Hegel, propuso que los latinoamericanos aprendieran a asimilar su historia en vez de negarla. Y Octavio Paz fue el primer latinoamericano en decir, en una frase famosa olvidada por las generaciones contemporáneas, que era erróneo pensar que los problemas identitarios de los latinoamericanos eran únicos: Zea ha estudiado la enajenación americana, el no ser nosotros mismos y el ser pensados por otros. Esta enajenación —más que nuestras particularidades— constituye nuestra manera propia de ser. Pero se trata de una situación universal, compartida por todos los hombres. Tener conciencia de esto es empezar a tener conciencia de nosotros mismos. En efecto, hemos vivido en la periferia de la historia. Hoy, el centro, el núcleo de la sociedad mundial, se ha disgregado y todos nos hemos convertido en seres periféricos, hasta los europeos y los norteamericanos. Todos estamos al margen porque ya no hay centro…. Pues tras este derrumbe general de la Razón y la Fe, de Dios y la Utopía, no se levantan ya nuevos o viejos sistemas intelectuales, capaces de albergar nuestra angustia y tranquilizar nuestro desconcierto; frente a nosotros no hay nada. Estamos al fin solos. Como todos los hombres… Allí, en la soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios. Somos, por primera vez en la historia, contemporáneos de todos los hombres. (El laberinto de la soledad)

Finalmente, algunos años más tarde, otro mexicano, José Luis Martínez, con todo y ser un gran abogado del nacionalismo literario mexicano, resumió de una manera clásica, la especificidad de la literatura latinoamericana, su combinación casi única de la unidad y la diversidad: La primera singularidad de América Latina es su existencia como tal, esto es, como un conjunto de veinte países con ligas históricas, sociales y culturales tan profundas que hacen de ellos una unidad en muchos sentidos. Otros grupos de países se encuentran relacionadas por su historia o por su raza, por su lengua y por su religión o por pactos políticos y económicos, pero no es frecuente que coincidan todos estos vínculos, y lo es aún menos que, como en el caso de Latinoamérica, los rasgos comunes sean más fuertes que la voluntad de individualización y aun que las disidencias. (Unidad y diversidad de la literatura latinoamericana)

Todas estas percepciones, y muchas otras, fueron cristalizadas subterránea y simultáneamente por García Márquez en Cien años de soledad, un libro que resolvió tantos problemas históricos, intelectuales y literarios a la vez que su extraordinario éxito internacional no tiene nada de sorprendente. Llamarlo “mágicorrealista” era no solamente una simplificación sino una distracción.

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Pero ¿qué hay de común entre, por ejemplo, Guatemala y Argentina? Bueno mucho más que entre Inglaterra y Polonia, ambos supuestamente “europeos”; más que entre Inglaterra y Francia, vecinos que han compartido mil años de historia; más incluso que entre las diferentes regiones de la India, un solo país donde las divisiones religiosas y linguísticas son mucho más radicales que en América Latina. Me dirán: pero usted ignora la supresión de las diferentes culturas indígenas que desde hace quinientos años no han podido vivir, hablar y escribir como habrían querido. Y es verdad; pero genéticamente los indígenas de ambos continentes americanos tienen identidades biológicas muy semejantes; y los antropólogos nos han enseñado una cadena no interrumpida de pensamiento mitológico que va de norte a sur de los dos continentes separados por sus diferentes imperialismos. Ellos también tienen una base de unidad. Examinemos entonces la dialéctica que mencioné entre las literaturas latinoamericanas nacionales y la gran literatura latinoamericana continental. La literatura brasileña es más similar a la hispanoamericana que a cualquier otra, sin exceptuar la portuguesa, la norteamericana o la francesa, con cada una de las cuales tiene facetas importantes en común. Pero la brasileña y la hispanoamericana han sido literaturas intertextuales solamente a partir de los años 60. Podríamos decir que hasta entonces fueron literaturas paralelas y semejantes pero que ahora se traslapan. Tomemos como otro ejemplo la literatura mexicana. Es parte de la literatura hispánica, obviamente (sólo que el adjetivo “hispánico” no tiene nada de obvio); también de la literatura hispanoamericana (que también incluye la puertorriqueña); tambien debe ser incluida en la literatura iberoamericana (con Brasil) y, finalmente, en la literatura latinoamericana (con Brasil y Haití). Resta decidir si la literatura latinoamericana es una sola literatura con veintitantas sub-literaturas regionales o si habría que pensar en veintitantas literaturas nacionales la mayoría de cuyos exponentes eran más conscientes del horizonte nacional que el continental —en este caso las semejanzas familiares serían, por decirlo así, más estructurales que conscientes— mientras que, al mismo tiempo, dentro de cada país, y más unas veces que otras, existirían otros escritores plenamente conscientes de la dimensión continental, que se concebirían como contribuyentes a una literatura latinoamericana transnacional. Dicho lo cual sería absurdo negar que también hay una literatura latinoamericana construida más bien por los críticos e historiadores. Por ejemplo, si pensamos en el siglo xix, México sólo tiene una obra plenamente aceptada como representativa de algo fundamental en ese siglo, El periquillo sarniento, supuestamente la primera novela picaresca del continente. Por contraste, y paradojalmente, Argentina, un país sin importancia alguna en el período colonial, tiene una serie de obras consideradas imprescindibles en cualquier historia somera de la literatura continental. Martín Fierro es solamente el más conocido, una obra no solamente argentina sino latinoamericana, incluida para que el continente pueda tener, al comienzo de su historia independiente, no solamente una novela picaresca sino también, un poco tardíamente, un gran poema épico. Como se ve, la literatura latinoamericana, como la misma América Latina, es a veces una ilusión (sólo a veces), a veces un deseo y a veces una construcción; pero para mí, desde el comienzo, ha sido una realidad mucho más sólida que, por ejemplo, la llamada “literatura europea”.

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Es una lástima, entonces, que las veinte historias nacionales y la gran historia continental no hayan sido sistematizadas. Mi experiencia me dice que la gran mayoría de los especialistas no solamente no han viajado por el continente entero sino que sólo tienen el conocimiento más superficial de las literaturas nacionales de la región, con sus escritores, obras, movimientos y escuelas. La historia de la literatura latinoamericana como sistema o proceso no existe, y mucho menos la historia de cómo este proceso ha cambiado a través de las decadas, siguiendo los diferentes ritmos de la historia, la cultura y la literatura misma en cada una de las diferentes repúblicas y en sus relaciones unas con otras. Lo que se ha escrito, básicamente, es la relación de cincuenta o sesenta escritores canónicos unos con otros, y esto también incluso de una manera muy repetitiva. Mis lecturas de Volpi y Fuguet me dan la impresión de que actualmente hay menos familiaridad que nunca con esta historia tan complicada y tan fascinante que se puede vislumbrar o intuir pero que nunca se ha escrito. Dentro de esta historia un instrumento analítico fundamental sería la relación entre lo que podríamos llamar provincias (con sus capitales regionales); naciones (con sus capitales nacionales); el continente (con sus cuatro o cinco capitales: la Ciudad de México, Buenos Aires, Rio/Sao Paulo y, sobre todo, París); Europa y Norteamérica (el “primer Mundo” o Centro) y la Universalidad (todo aquello más el resto del llamado Tercer Mundo). Quiero subrayar el hecho de que si escogemos una estructura con tres términos (nación, continente, planeta) o con cinco términos (provincia, nación, continente, centros, mundo), es el continente, América Latina, el que constituye el eje de la estructura. Estoy tratando de decir muchas —demasiadas— cosas en pocas páginas. Quiero terminar entonces con algo que es una sugerencia antes que una demostración de mis tesis. Casi una pregunta. ¿Qué experimento puede haber, cómo se puede comprobar la existencia de la literatura latinoamericana? Citaré dos ejemplos de breves estudios posibles. Primero, María, de Jorge Isaacs. Las ficciones fundacionales del siglo diecinueve ejemplifican no solamente las semejanzas externas de las familias extendidas literarias sino también la intertextualidad de las tradiciones familiares. María (1867) fue el primer best-seller continental, una curiosa precursora latina de Gone with the Wind, con 40 ediciones en todas las regiones de América Latina en los veinte años después de su publicación. Ya para su centenario en 1967 se habían publicado más de 150 ediciones legales y probablemente igual o mayor cantidad de ediciones ilegales. El libro ha sido filmado varias veces, ha sido convertido en telenovela, radionovela y libro gráfico, porque, como un crítico ha anotado, “ninguna otra obra ha tenido una influencia tan fuerte en la vida emocional de América Latina.” Pero María es, también, el primer ejemplo de un fenómeno decisivo y especialmente revelador: el clásico latinoamericano que no viaja. Se trataba de un libro que, con todo y ser profunda y patentemente colombiano, fue recibido como si fuera un romance nacional definitivo en cada uno de los países latinoamericanos por lectores cuya “comunidad imaginada” se había convertido, repentina y mágicamente, en América Latina (en vez de Bolivia, México o Perú, etc.) con la sola lectura de ese texto. Y sin embargo, el mismo texto sólo tuvo un impacto mínimo cuando se tradujo a las lenguas europeas más importantes. Pensar en esto es reproducir la experiencia de los arqueólogos cuando, encontrando el fragmento de alguna tinaja milenaria, pueden ya empezar a imaginar y explicar toda una cultura. El fenómeno María es, en mi opinión, la prueba de que,

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ya en 1867, “América Latina” existía: existía porque una común cultura existía, con sus correspondientes “estructuras de sentimiento”, como habría dicho Raymond Williams, y esta novela aparentemente sin mayores cualidades literarias ni señas de identidad culturales conmovió y enamoró a miles de lectoras —y lectores— de clase media en todos los países de lo que José Martí aún no había llamado “nuestra América”. Y sin embargo resultó incapaz de viajar fuera del continente. Mi pregunta, pues: ¿Por qué María, tan semejante en apariencia a otros romances nacionales, logró establecer una comunidad lectora continental; y por qué, teniendo ese alcance continental, fue incapaz de cualquier propulsión transcontinental? Un desafío para la crítica literaria, histórica y sociológica. Sería fascinante comparar María con otra novela colombiana, publicada exactamente un siglo después, que sí resolvió todo los problemas indefinidos que circunscribieran a María y conquistó el mundo entero: Cien años de soledad, un libro tan complejo y multifacético que fue leído, como las dos grandes novelas de Bolaño, de manera diferente en cada país y dentro de la conciencia de cada lector. Pero no nos queda el tiempo necesario. Pasemos entonces al ejemplo más extraordinario del fenómeno María, del fenómeno de la novela latinoamericana que no viaja, en el siglo xx. Es el ejemplo más extraordinario porque es muy posible que sea la novela latinoamericana más admirada del siglo xx —dentro de América Latina. Dos ganadores del Premio Nobel (Miguel Angel Asturias y Gabriel García Márquez) me han confiado que es la novela que más les habría gustado escribir. Me refiero, desde luego, a Pedro Páramo de Juan Rulfo, publicado en 1955, muy pocos años antes del Boom. A pesar del hecho bastante obvio de que es una versión latinoamericana de un clásico europeo, Cumbres Borrascosas de Emily Bronte, es otro ejemplo de un libro celebrado en toda América Latina y sin embargo incapaz de penetrar otros mercados culturales. Repito mi pregunta: ¿Cómo puede ser que una novela casi unánimemente aclamada en América Latina, una novela además “modernista” al estilo de Woolf y Faulkner, no haya logrado universalizar su hazaña? Pedro Páramo podría ser la piedra de Rosetta de la crítica literaria latinoamericana. En cuanto al presente, por ahora, por lo menos en su concepción tradicional, visible, la histórica búsqueda de identidad se está metamorfoseando. Hoy en día son el lenguaje y la escritura, el cuerpo y la sexualidad, el sujeto individual y la ideología, la conciencia y los medios, los que preocupan a los escritores latinoamericanos. Pero invisiblemente podemos estar seguros de que la literatura latinoamericana sigue, simultáneamente, reflejando, descifrando e inventando la nueva identidad del continente. No podría ser de otra manera. Ya dije que todo el planeta ha sido contagiado no solamente de realismo mágico sino de toda la gama de preocupaciones tradicionales de la literatura latinoamericana. Es especialmente irónico, pues, que en una época en que todo el mundo viaja hacia la experiencia histórica de América Latina, muchos representantes especialmente visibles de las nuevas generaciones latinoamericanas quieran exiliarse del continente, el continente cuya literatura era el anticipo más prófetico del llamado postmodernismo y de la globalización. Yo creo, sinceramente, que se van a arrepentir —y mucho antes de que lleguen a la condición de “cadáveres”. (Son evangélicos que creen en el “diseño inteligente” en vez de la evolución.) Lo que yo percibo —el espejismo del dinosaurio quizás, que no sabe que se murio hace muchos milenios— es el mismo kaleidoscopio latinoamericano de siempre, reordenado, incluso revolucionado, el mismo la-

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berinto de espejos enfocado desde nuevos puntos de vista. Yo sigo viendo una solución de continuidad donde Volpi y Fuguet ven ruptura. Y sigo creyendo que los latinoamericanos sólo alcanzarán el reconocimiento que merecen cuando, políticamente y culturalmente, aprovechen la dialéctica incomparable entre nación y continente, individuo y colectividad, que es la contribución especial e imprescindible de América Latina a nuestro planeta que sólo sobrevivirá si la humanidad se convierte en una sola comunidad. América Latina es una gran nación inconclusa; su literatura lo demuestra y ha sido siempre —aunque no sea muy fashionable afirmarlo— una plataforma esencial para la construcción de dicha nación. Mayo de 2010

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