ENCUENTROS EN VERINES Casona de Verines. Pendueles (Asturias) Puntos de vista de un hipermétrope

ENCUENTROS EN VERINES 2015 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) Puntos de vista de un hipermétrope Pablo Auladell En mi turno, jugaré con dos dad

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ENCUENTROS EN VERINES 2015 Casona de Verines. Pendueles (Asturias)

Puntos de vista de un hipermétrope

Pablo Auladell En mi turno, jugaré con dos dados, si me lo permiten. Desde el comienzo de mi carrera (ah, ah, ah), he trabajado en un telar de dos hilos alternando ilustración (siempre en el ámbito del libro) y cómic. El porqué de esta dicotomía por la que me suelen preguntar muy a menudo (que si me considero más un ilustrador que un autor de cómic, que qué es más difícil hacer: un tebeo o un libro ilustrado… y tonterías por el estilo) se sustenta en una doble fascinación por la palabra literaria y por el dibujo. Trabajo ambos medios precisamente por esa característica esencial que tienen en común y que reúne las dos cosas que más me apasionan: el dibujo y la literatura. Ninguna de las dos facetas la entiendo ni la practico supeditada a la otra. No me siento como un ilustrador que hace cómics por divertimento ni como un dibujante de cómics que hace ilustración para ganar más dinero. Por tanto, a caballo entre mi trabajo en el cómic y el libro ilustrado, pondré encima de la mesa un puñado de puntos de vista y reflexiones que me han rondado la cabeza en estos últimos dos años y que he venido comentando en las charlas y cursos en los que he participado recientemente. No deben hacerme mucho caso, de todas formas: no olviden que quien les habla sobre estas cuestiones visuales es un hipermétrope, es decir, alguien sometido desde pequeño a una visión desmesurada, deformada de la realidad. Aunque, claro, dice Caballero Bonald en uno de sus poemarios que no sin deformarla, puede la realidad exhibir sus enigmas. 1 Habiéndome encontrado en estas dos, digamos, facetas de mi trabajo como autor con problemas muy similares y habiendo vivido una evolución de los acontecimientos prácticamente análoga en el cómic y en el libro ilustrado, lo que ya desde un primer momento me llamó la atención ha sido y es el colosal desconocimiento que existe entre los que, a priori, podrían considerarse miembros de una misma familia. Sobre todo, teniendo en cuenta que una de nuestras principales reivindicaciones de siempre ha sido la de acabar con el desconocimiento que tiene la sociedad sobre nuestra profesión. ¿Cómo nos puede extrañar que un conductor de autobús, el primo de mi mujer, licenciado en Económicas, o la peluquera de enfrente no tengan la más remota idea de lo que es un ilustrador ni en qué consiste su trabajo si ni siquiera nosotros sabemos lo necesario sobre nosotros mismos? 1

Durante estos casi veinte años como profesional he podido comprobar demasiadas veces cómo escritores, pintores o profesores de facultades de Bellas Artes desconocen absolutamente en qué consiste nuestra profesión, sobre la que tienen ideas de lo más peregrinas, así como prejuicios y estereotipos profundamente arraigados en su pensamiento (noto, no obstante, que el caso de los escritores ha mejorado sustancialmente, quizá porque ahora prácticamente todos los libros van ilustrados y el roce ha hecho el cariño). Mucho más desalentador ha sido comprobar ese mismo desconocimiento mutuo entre medios tan afines como el cómic y el libro ilustrado; sobre todo del cómic para con la ilustración. El mundo del cómic es de por sí un planeta aparte, un mundo muy particular lleno de paradojas, contradicciones y despropósitos. Y de un chovinismo feroz… Allí, en múltiples discusiones, he comprendido que, no ya sólo los aficionados y lectores, sino también muchos autores y críticos conciben la ilustración como un dibujo realizado en gran formato y con una técnica pictórica. 2 Hay un paralelismo muy significativo entre lo que ha sucedido en los últimos años con el libro ilustrado y con el cómic. Ambos vienen de atravesar un páramo atroz que todos los presentes conocemos bien y han llegado a una especie de tierra prometida, ensoñada durante décadas, donde todo está ilustrado, los cómics se venden en librerías y centros comerciales con aspecto de libro serio, los autores aparecemos en los media, damos conferencias y exponemos en museos y galerías de arte. Hemos pasado de un estadio en el que los libros con imágenes eran considerados como algo directamente infantil o para seres intelectualmente incapaces, a otro en el que todo parece que deba ir ilustrado. ¿Se puede/debe ilustrar todo? Yo creo que no. Como trataré de explicar más adelante, además, tampoco es del todo cierta esta edad de oro que se proclama a bombo y platillo, ya que en su mayor parte está cimentada sobre editoriales independientes, muchas de las cuales no tienen una auténtica estructura editorial (constan de un editor-mecenas y sus tiradas son testimoniales). En definitiva, mucho ruido y pocas nueces, o las nueces de siempre, para el autor. 3 El derrumbe de la industria y aquellos años en que tan difícil era publicar para un autor novel tuvo consecuencias realmente sorprendentes. Por un lado, como ya apuntara en su día Felipe Hernández Cava, se dio la paradoja de que, al no tener donde publicar, los autores comenzaron a desarrollar una libertad creativa y una ambición artística sin precedentes: libres del yugo de la colaboración semanal, quinquenal o mensual sujeta a estrictos parámetros estéticos, técnicos y de contenido, los autores se dedicaron a experimentar. Efectivamente, uno tiene mucho tiempo para pensar y complicarse la vida cuando no está inmerso en la vorágine de los plazos de una redacción o una agencia, situación en la que ya sólo se encuentran, prácticamente, los humoristas y los dibujantes superheroicos. Basta con charlar un rato o escuchar en alguna mesa redonda a alguno de aquellos dibujantes de la era de las agencias para ver que realizaban su trabajo sin mayores reflexiones ni cuerpo teórico que lo sustanciara, atentos sólo a parecerse lo más posible a 2

Raymond, Foster, Caniff o Kirby. Yo pertenezco a una generación de autores que aún conoció ese yermo editorial y mediático y que tuvo tiempo para pensar en lo que hacía. Y no hemos sido mejores por esto, como explicaré enseguida. 4 Últimamente, los ilustradores hacemos de todo menos dibujar. La radical transformación del sector editorial tradicional provocada por la aparición de las nuevas tecnologías conllevó, entre otras muchas cosas, la desaparición de muchos de los oficios relacionados con las artes gráficas y nos obligó a los ilustradores a convertirnos, de la noche a la mañana, en expertos en escaneado de originales, maquetación de libros y pre-impresión. Pero es que ahora, además, parece que debemos ser también cómicos de la legua, una suerte de parlanchines viajeros, docentes en multitud de talleres para niños, masterclasses para ilustradores en ciernes o cursos de verano para turistas culturales, como los llama Arnal Ballester. ¿Se han parado a pensar los alumnos de todos estos cursos que proliferan ahora por qué hay tantos cursos y másters sobre ilustración? ¿Será que los ilustradores no ganan suficiente dinero ilustrando y tienen que hacer otras cosas para sobrevivir? ¿Les estamos enseñando una profesión que a duras penas lo es para nosotros? ¿Igual que les ha pasado a los cantantes, que se han puesto a dar clases y consejos en infinidad de delirantes programas de TV donde se adiestra a ingenuos gimnastas vocales para ser famosos durante unos meses? 5 Hace años, la editorial Edelvives publicó Princesas, de Rebeca Dautremer, y el álbum tuvo un éxito brutal. A continuación, esa misma editorial creó una colección de cuentos tradicionales en vistosos álbumes de gran formato y, en lugar de confiar su realización a ciertos ilustradores españoles que ya habíamos hecho trabajos similares con resultados estéticos extraordinarios, encargaron el trabajo a un ilustrador francés, muy mediocre, y que me plagia constantemente, pero que posa muy bien en las fotos promocionales con un sombrerito bohemian gentleman y haciendo como que dibuja abrazado a sus perros carlinos. Un tipo inteligente: él sí sabía ya que todo es mercancía. Por aquel entonces, los ilustradores españoles nos sentíamos muy artistas pero nuestra calidad, sin duda superior a la de este ilustrador francés, no hizo que Edelvives pensara: vamos a hacer una colección con estos artistazos que tenemos. No. Lo que buscó la editorial fue una mercancía muy concreta: un ilustrador cuyo nombre sonara a francés y cuyas imágenes transmitieran un eco de las exitosas imágenes de Dautremer. Es el mercado el que encuentra la piedra filosofal y no el alquimista. La invisibilidad de nuestra profesión y la falta de prestigio social-institucional se debían, pues, a que nuestro trabajo no había sido puesto en valor y, por tanto, el mercado no precisaba dignificarlo. Por tanto, no nos equivoquemos. No es que, de pronto, el vulgo haya comprendido su error y, deslumbrados por fin ante nuestra luminosa presencia, se les haya desprendido el velo de ignorancia de su entendimiento. Ocurre que ahora tenemos más valor para el mercado (la industria editorial percibe que probablemente el libro en papel sólo continuará dando beneficios si se convierte en objeto artístico precioso, 3

único y bello; los nuevos dispositivos de la industria del ocio precisan mucho de la imagen…) y, por tanto, urge dignificarnos para que seamos una mercancía aún más valiosa. En los media y en ciertas tertulias intelectuales hace ya tiempo que se habla, sin mayores profilaxis, de la ilustración como Arte y de los ilustradores como artistas. Piensen, por ejemplo, lo que ha sucedido también con el cómic/novela gráfica, lo mismo: a una nueva mercancía se le ha otorgado mayor dignidad. Según deduce Félix de Azúa, cuando una mercancía genera beneficios, cuando genera oro, lo siguiente es proceder enseguida a su ennoblecimiento. 6 Desde que comencé mi carrera (ah,ah,ah,ah), hace ya casi veinte años, he asistido a innumerables congresos, charlas, reuniones, asambleas y foros donde, invariablemente, se discutía a grandes voces sobre estas cuestiones: -la reivindicación constante de que se reconociera la ilustración como Arte Mayor, a la par con la pintura. Y al ilustrador como artista. Recuerden aquel famoso manifiesto de Brad Holland. Algo parecido se reivindicaba en los foros del cómic, en aquellos inolvidables debates en el Saló de Barcelona, año tras año, entre Jesús Cuadrado, los independientes, Antonio Martín, la gente de Norma o Glènat España, Toni Guiral… El cómic: el noveno Arte. -el berrinche perpetuo por la desoladora constatación del escaso oro que fluye hacia nuestros bolsillos en comparación con otros profesionales del mundo del libro y, no digamos, del Arte. -la llantina y el pataleo constante, la indignación de todo el planeta cómic: autores, editores, aficionados y críticos, ante la demoledora evidencia de que la sociedad española considerara como productos para niños los tebeos y como adulto inmaduro y con un preocupante síndrome de Peter Pan a aquel que continuara leyéndolos después de la pubertad. Después de haberme sumado en muchas ocasiones, lo confieso, a tamañas disquisiciones, los años transcurridos en primera línea de fuego y el devenir de los acontecimientos me han llevado, sin embargo, a conclusiones muy distintas de lo que pensaba al comenzar mi andadura: a. ¿Para qué queremos ser artistas? El ilustrador ha equivocado completamente el modelo en el que mirarse. La concepción romántica del artista con que nos hemos autopercibido siempre ha hecho un daño pavoroso a nuestra profesión. Esto se ha visto agudizado extraordinariamente en nuestras democracias absolutas basadas en redes sociales y en la democratización de la cultura en internet: pérdida de la excelencia, todos iguales, todo gratis. Cualquiera se convierte en artista en cuanto enseña lo que hace en un blog. Como auguraba, lleno de clarividencia, Arthur Cravan, pronto ya no veremos por la calle más que artistas y será un trabajo ímprobo encontrar un hombre.

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Pero, ¿para qué queremos ser algo que hoy en día puede ser cualquiera, literalmente? Si queremos ser distintos, únicos, geniales, respetados, reconocidos… ¿no sería mejor reivindicar al artesano, al que sabe hacer las cosas con excelencia? Si los artistas clásicos se caracterizaban por “saber hacer algo con mayor destreza que los demás” y los modernos por “tener muy buenas ideas”, es decir, si hay una concepción de la labor artística en tanto que “habilidad” y una concepción intelectual y filosófica, encuentro que en el ilustrador se da una síntesis curiosa (cuyo paradigma podría ser, por ejemplo, Isidro Ferrer): mientras en el resto del arte moderno se han quedado en el puro concepto, en la pura idea, en el ilustrador esto se halla aún combinado con la maestría artesanal. b. ¿Para qué queremos que nuestra obra sea considerada Arte Mayor? De todas las artes, las que más precisan de un lugar propio donde aparecer o producirse son las artes plásticas. La pintura y la escultura se separaron de la arquitectura, donde tenían un sentido y un contexto, y desde entonces han vagado describiendo un alucinante periplo en el que se han autoinmolado. Me pregunto entonces: ¿de verdad queremos sufrir la autoaniquilación y la deriva, esperpéntica en ocasiones, que han sufrido las Artes Mayores? La ilustración de libros es, quizá, el último baluarte donde se pueden sostener aún, con sentido, los criterios más clásicos y sustanciales de lo que siempre se entendió por obra de arte: belleza, excelencia en la factura, estilo más o menos figurativo, contexto preciso, mensaje comprensible… La ilustración ha conservado su marco de sentido, el libro, y alcanza con naturalidad su plenitud en él. Es, pues, la única de las artes plásticas que no ha perdido su arquitectura. “Qué bonito. Parece un cuadro”, dice nuestro vecino cuando le enseñamos una de nuestras ilustraciones. Dejando aparte su ignorancia visual, lo dice porque la ilustración le recuerda lo que fue la pintura una vez: una imagen contextualizada, con sentido, realizada con excelencia técnica, y no el delirio rebeldísimo, transgresorísimo y subvencionado en el que, en muchas ocasiones, se ha convertido en nuestros días. De hecho, la ilustración pierde su esencia y su razón de ser, pierde su intención original, cuando sale del libro y la cuelgan en una exposición en un museo. Cuando juega a ser lo que no es queda como un fantasma entre dos mundos: no es un cuadro y tampoco es ya una ilustración, pues exenta no ilustra nada. Ahora mismo, en mi opinión, con el libro digital, corre el peligro de jugar a ser la ópera del siglo XXI: ser a la vez estampa, animación, cine, música, … es decir, devenir en un pastiche absurdo, no ser nada. 7 Hace unos cuantos años que he intentado olvidar disquisiciones como las que he venido comentando (si Arte Mayor o menor, si carne o pescado…) y centrarme en realizar un trabajo de calidad incontestable. Lo primero, para ello, ha sido desterrar para siempre esa concepción romántica del artista único, genial, del artista que llevas dentro y que has de liberar. Será, en todo caso, mi obra la que determine si soy, o no, artista; o poeta. Me parece que el asunto debería funcionar, más o menos, de esta manera: Yo hago un buen trabajo artesanal, sin pretensiones “artísticas”. Y estoy en un mercado. Mientras realizo ese trabajo, por las características de mi 5

profesión, tengo la posibilidad de realizar paralelamente una serie de investigaciones estéticas, filosóficas, literarias, etc. que me permiten alcanzar esa trascendencia del “artista” y redundan en que mi trabajo sea misterioso y bello , y no se quede en una simple artesanía. Es decir, lo contrario de lo que haría el autor envenenado de romanticismo, que se enfrenta a su obra con la concepción de “artista” y “trascendencia” a priori. El resultado es la impostación o que una obra mediocre quede justificada por un simbolismo explicado mediante varias páginas del catálogo de la exposición. 8 En el delirante y contradictorio mundo del cómic, se ha gimoteado mucho, como acabo de apuntar, por lo injusto que era que se consideraran los tebeos cosa de niños. ¡Pero luego esos mismos indignados salían en el telediario, cuando hacían el reportaje del Saló de Barcelona, disfrazados de Yoda o leyendo un Spiderman mientras se zampaban un bollicao en pantalón corto! O siempre que algún autor o editorial realizaba un producto de veras adulto y para adultos, se les estigmatizaba de inmediato como gafapastas o intelectualoides. En alguna mesa redonda de por aquí, por mi tierra, me han presentado como dibujante de estilo artístico. Más concretamente, dijeron que yo era de estilo artístico en lo plástico. Ah, ah, ah. ¿Qué diablos significa eso? Estoy convencido de que estaban, en el fondo, burlándose de mí. 9 Lo peor que le puede pasar a un arte es querer ser otra cosa. Es el famoso ut pictura poesis de Horacio, la envidia entre las Artes: todas quieren ser lo que no son. El cómic siempre anda queriendo ser otra cosa, y me parece que ése ha sido y es uno de sus mayores errores. Muy pocos autores corrigen ese vicio. Curiosamente, sobre todo, los autores que han vuelto a los orígenes del medio, al abc esencial, a lo primitivo que, ahora lo comprendemos, resulta que era lo más moderno (Chris Ware, Schrauwen…) El cómic primero quiso ser cine y ahora quiere ser Literatura. ¿Cómo lo llamaremos ahora: la Literatura de los pobres o, más exactamente, la Literatura de los perezosos, de aquellos a los que les da pereza leer textos largos? Yo no he leído nunca tan pocos tebeos como desde el boom de la novela gráfica. Porque para leer una historia de cabecitas parlantes de 500 páginas, donde el dibujo es prácticamente prescindible, me leo una novela. El tebeo consiste, en esencia, en un equilibrio entre el texto y la imagen. El acercamiento al cine o a la Literatura rompen ese equilibrio. No hay tebeos que hayan aguantado peor el paso de los años que los tebeos de los ochenta, donde claramente se trataba de hacer cine en viñetas o se intentaba dignificar el medio con ínfulas literarias y poéticas que no tenían una respuesta gráfica adecuada. El cómic, en cuanto se pone demasiado panorámico e hiperrealista se convierte en película (los cómics actuales de superhéroes, con ese horroroso coloreado digital… me da auténtica grima ese uso empalagoso, como de chicle, que se le da muchas veces al color digital. Buscando un aspecto similar al de las películas 3D) y entonces prefiero la película. 6

Cuando se pone demasiado literario, se vuelve farragoso, hiperextenso y prefiero la novela y sus posibilidades. Un tebeo debe parecerse a un tebeo y eso implica no salirse de unas leyes para supuestamente “ensanchar las fronteras del género”. Realmente, lo único que se consigue es convertirse en otra cosa y, además, fracasada. Todos aquellos experimentalismos, acercamientos a “lo adulto”… ahora vemos que quedaron más cerca de la fotonovela o de una sucesión de pequeñas y pesadas pantallitas de TV. El cómic sirve para contar historias. Pero habría que preguntarse si sirve para contarlas así, cargando la tinta en lo literario o en lo visual. Habría que buscar otras maneras de relacionar palabra e imagen que no conviertan la historieta en el storyboard de una película o en una novela adornada con dibujos. Chris Ware quería contar historias cotidianas pero se dio cuenta de que con el “método cine” le quedaban ridículas, como de fotonovela. Y asombrosamente su innovación consiste en no innovar nada, en utilizar el abecedario más primigenio del medio. Y asombrosamente funciona, todo es más verosímil así. 10 Una manera de plantear el cómic que hace tiempo vengo trabajando y que no me supe explicar hasta que asistí hace poco a una interesantísima charla en el Splash de Sagunto entre Álvaro Pons y Javier Olivares: comentaba Javier que encuentra mucho más cercano el cómic al teatro que al cine. Porque en un tebeo todo es ilusión, truco, artificio. Son líneas de tinta, convenciones visuales, iconos. Es una tramoya, un decorado. El cine, que también es ilusión, claro, se encuentra, sin embargo, mucho más cerca de la imagen real. De hecho, los tebeos funcionan mejor cuanto más alejados están de ese referente real. Los tebeos de superhéroes, por ejemplo, resultan visualmente ridículos cuanto más se esfuerzan por parecerse a la realidad o, más exactamente, a la realidad del cine, intentando imitar los efectos especiales de luces y texturas de éste. Por el contrario, resultan mucho más elegantes, fluidos y creíbles, más verosímiles, cuando asumen presupuestos teatrales. 11 Después de cientos de experimentaciones (que si acuarelas, que si bocadillos y cartelas invisibles o recuadradas, que si plumilla o manchas, que si historias personales o impersonales (???)) he llegado a la conclusión de que el cómic tiene un vocabulario básico, una sintaxis elemental que es esencial no tocar, y que lo que mejor le sienta son las técnicas sencillas y que aseguren una buena legibilidad. En cuanto a las historias, eso, que sean historias. A ser posible sin costumbrismos, sin sentimentalismos y que no parezcan un documental o una serie de televisión. Resumiendo, que después de explorar unos cuantos caminos a mí lo que me gusta de un tebeo es que parezca un tebeo. 12 Hace unos meses he terminado un tebeo de trescientas páginas. Realizar este proyecto me ha llevado al convencimiento de que al cómic le cuadra más una contención en la extensión, funciona mejor un relato con menos páginas. 7

Un trabajo así se prolonga tanto en el tiempo que uno es en ese período tres o cuatro yoes distintos. Los intereses van cambiando, la forma de dibujar, … es casi imposible, diría yo, mantener la unidad estética. Se habla mucho de que el cómic es un medio que lo puede abarcar todo. Yo creo que habría que pensar mejor en los límites y aprovecharlos bien. El concepto de límite de Eugenio Trías, por ejemplo. El límite como valor, no como desventaja. Quizá el cómic no pueda abarcarlo todo. ¿Y qué? Quizá el cómic no funcione con 500 páginas, como puede hacerlo una novela. ¿Y qué problema habría, de ser así? 13 Suele decirse que uno ilustra, dibuja, porque le gusta contar historias. Que con la ilustración se cuentan historias. Me parece que no es exactamente así. En mi caso, por lo menos, no es así. Antes bien, estoy un poco saturado de historias, todas esas series de televisión, toda esa información en reportajes y noticieros que se cuenta ahora con pulso de historia, casi noveladas, esa acumulación de asuntos ya casi insoportable. Me interesa mucho más el cómo se cuentan las cosas. Por eso soy ilustrador, dibujante. El ilustrador se posiciona en una lectura, en un modo de contar. Ilustrar no es exactamente contar historias, ya las cuenta el texto. Ilustrar es ofrecer un modo de contar esa historia. Por eso el ilustrador debe ser un buen lector, porque debe convencer de que ha encontrado el mejor modo de contar esa historia. 14 Recientemente, escuché en una conferencia que el pasado se había convertido en estos últimos treinta años en el material principal con el que han trabajado los artistas. Me parece evidente que el cómic no es ajeno a esta afirmación. Si en los 70-80 la historieta andaba absolutamente concentrada en la ensoñación de un futuro bien post-nuclear, bien de colonización espacial, ahora se nutre fundamentalmente de un pasado en clave de memoria histórica o de un presente leído y contado con óptica de reportero y que, por tanto, se convierte también en pasado a los cinco minutos. Con las utopías liquidadas tras la amarga comprobación de sus sangrientas/delirantes encarnaciones y acosado por las crisis económicas y la barbarie terrorista, el hombre del siglo XXI se ha olvidado del futuro y ya sólo se preocupa de que no le rebane el cuello la hoja afiladísima de un presente veloz y despiadado (llegar a fin de mes supone una visión de futuro muy modesta). En todo caso, mira al pasado añorando una Arcadia perdida, que nunca fue tal ni llegó a habitar; o anda con la mirada estupefacta de aquel que todavía no ha acertado a explicarse quién le ha robado las manzanas sagradas del porvenir. Se ha dicho que sería deseable superar este momento de desconcierto, recobrarnos de la hipnótica contemplación de las ruinas y que vuelvan los artistas a fijar su mirada en el futuro para situarnos en él, para dar cuenta de las nuevas mitologías y religiones (siempre un nuevo panteón viene a sustituir al desaparecido: ¿será internet, la democracia absoluta, el imperio de los bienintencionados…?) no siendo ya, probablemente, la pintura el medio más adecuado para dar esa respuesta y sí, por ejemplo, el cine o el vídeo. Que también lo sea el cómic es una posibilidad que se me antoja muy 8

verosímil, dado que aúna muchas de las virtudes de todos los anteriores y suma la de su potentísima inmediatez y legibilidad. 15 Ahora, más que nunca, cuando me enfrento a la tarea de ilustrar un libro, me ocupa muchísimo tiempo encontrar el modo de que mis ilustraciones para ese libro tengan un sentido. Es decir, que no dé un poco lo mismo si ese libro lleva imágenes o no. Más que nunca, encuentro imprescindible no caer en la mera ornamentación. Últimamente, he ilustrado varios libros clásicos. Decía Juan Benet que los clásicos ya no están en la calle, nadie los lee, aunque quedan muy bien en un estante sobre el piano. De modo que la única utilidad de un clásico consiste en ser explotado por un moderno. Parece que ahora hay un extraordinario florecimiento de pequeñas editoriales dedicadas a la recuperación de clásicos de serie B, clásicos olvidados, de países ignotos. Lo clásico se ha puesto de moda. Lo antiguo es moderno. Intento, como decía antes, que ilustrar estos clásicos tenga algún sentido. Que el hecho de que ese libro lleve imágenes sea pertinente de alguna forma. Me ayuda mucho lo que le escuché a Luis Alberto de Cuenca: un clásico permanece y sigue vivo, vigente, sólo si hay una nueva lectura. Y cada generación hace una lectura diferente. Ilustrarlo, por tanto, será realizar esa lectura que lo devuelva a la vida y ya sólo eso, en principio, dotará de sentido a mi trabajo. Desde hace algunos años, he venido aplicando a mi trabajo como ilustrador y autor de cómic, he tratado de adaptar a mi territorio de actuación ideas y conceptos leídos o escuchados en libros de ensayo, conferencias, entrevistas, etc. relacionados con el mundo de la Literatura, la Filosofía o el Arte (igual que otros colegas aplican en su trabajo ideas provenientes del cine o la música). Así, mucho de lo aquí expuesto está relacionado con la lectura de obras como Diccionario de las Artes (Félix de Azúa), La inspiración y el estilo (Juan Benet), Memorias (Balthus) y diversos escritos de Eduardo Arroyo, Antonio Escohotado, Gombrich… Pablo Auladell, septiembre de 2015

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