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ENTREVISTA Ignacio Merino, por RDF. Inmensa entrevista con Ignacio Merino, de las que ofrecen tanto y tantos matices, que en la cuarta lectura aún se descubren nuevos paisajes. Y es que Ignacio Merino tiene las cosas muy claras y es por ello que escribe con una claridad, una claridad serena, tranquila, erudita pero cercana, que quita el hipo y nos hace aprender, pero sobre todo, nos invita a la reflexión y nos deja con ese gesto de bascular la cabeza, diciéndonos: pues sí. Profundiza en la manera en que se escribe la Historia, profundiza en la Historia en sí, y además nos deja ver su mirada sin tapujos, agradezco desde aquí el esfuerzo quiero decir, la naturalidad de Ignacio por no cortarse un pelo en mostrar, cosa nada sencilla, lo que llevamos dentro. Para el lector que aún no le conozca, que serán pocos, destacar que Ignacio Merino es un escritor apasionado de la Historia, que ejerce su oficio con cariño, dedicación y muchísima sabiduría. Académicamente hablando, es Diplomado en Psicología y Filosofía Pura y Licenciado en Filología Inglesa, con una amplia trayectoria de publicaciones, tanto en prensa y revistas como novelas de índole histórica, además de haber trabajado en radio y dirigido el canal online Literalia.tv. Estamos encantados de mostrarles esta entrevista, disfrútenla.
ENTREVISTA a Ignacio Merino ¿Qué es la Historia? En sí misma una herencia, creo yo: el patrimonio antropológico de una comunidad que a modo de legado de los antepasados contiene diversos bienes y riquezas junto a pérdidas, ganancias y hasta deudas. Incluye hábitos y costumbres, cierta forma de ser y de sentir, arquetipos lingüísticos y culturales, símbolos e iconos comunes, viejos palacios, catedrales... Pero esto no sería más que una testamentaría fósil, de piedras y documentos, como quiso verla el Positivismo decimonónico, si no añadiéramos otros valores intangibles pero igualmente importantes e incluso cuantificables. Un pueblo, una ciudad, una provincia, una región, una nación de pueblos, un continente de naciones, tienen su pequeña y gran historia. La Historia aporta identidad, épica en la formación de la psicología común, mentalidad, arte, literatura, técnica, etc. Como abstracción podría ser una matrona fecunda y magnánima, parecida a esas esculturas romanas de las diosas que suelen verse en los frontispicios de las Academias; entidades superiores e inalcanzables para el ser humano aunque estén formadas de su misma esencia; madres nutricias que acogen en su seno a los humanos para fomentar su evolución, protegiendo con sabiduría más que guiando, pues sólo la luz de la inteligencia puede alumbrar el incierto camino del futuro. Digamos, ya de una vez, que esa frase que dice “Quien no conoce su Historia está condenado a repetirla” es una solemne majadería basada en un artificio del lenguaje y una falacia de la realidad pues, ay de nosotros, cuántas veces habremos repetido aquí y allá idénticos errores, no por conocidos menos evidentes.
Como disciplina entraña el estudio reposado de lo que sucedió e hizo que los tiempos evolucionaran y cambiaran. Logro difícil, ya sabemos, que pocos estudiosos alcanzan y aun así, como dijo el maestro John Eliot, sólo como chispa o fogonazo de lo que de verdad ocurrió. Porque la Historia entraña muchos vectores antropológicos, económicos, políticosociales y de otra índole, aunque siempre ha habido un Heródoto equilibrado frente a un Polibio enardecido, un Tucídides que consigna frente a un César que publicita, un Sánchez Albornoz erudito y cascarrabias frente a un Américo Castro cirujano con espíritu de autopsia que sólo ve lo grosero, lo que queda del cadáver. Como afición, la Historia suele significar pasión, pues es la auténtica parábola que nos enseña a través de mil bocas. Es como un friso extraordinario en el que zambullirse, un océano cuajado de tesoros. Viajar por la Historia, de la mano de una pluma amena, constituye un placer exquisito reservado a paladares enseñados, pero cualquier libación hecha con tino gusta y hasta arrebata al común de los mortales, como el buen vino. Y como éste despierta emociones latentes, obliga a aspirar a más, adorna los sueños, proporciona argumentos, presta brillantez al discurso social si se maneja bien. Y además de enseñar, pues ellos fueron como nosotros somos, hace disfrutar de lo lindo. Como crónica, finalmente, es lo que es, una larga consignación de las mayores lacras humanas: ambición, envidia, crimen, latrocinio, codicia, opresión... junto al libro áureo de las hazañas humanas en las que brilla la mejor condición, el afán de superación, la justicia, el heroísmo, la reconciliación, la largueza y hasta la arquitectura, por decir sólo una de las expresiones más genuinas desde que la especie salió de las cavernas y comenzó a construir templos, palacios y ciudades junto a los grandes ríos.
Ignacio, tú eres un apasionado del estudio de nuestro pasado, y es que ese seguir el hilo desde nuestro presente hasta lo que ya sucedió, años, siglos, milenios atrás, en nuestra geografía y en las restantes, es verdaderamente trepidante, ese descubrir de dónde venimos y poder llegar a entender dónde estamos y el porqué. Sin embargo, y ahí lo más emocionante de todo, la ruta hacia nuestro pasado no es una autovía en línea recta, sino un sendero tremendamente estrecho y sinuoso donde hay más oscuridad que luz. Cuántos de nosotros se habrán dado cuenta, estando presentes en un suceso que luego difundió la prensa, por ejemplo, que de lo que se escribió sobre ello a lo que uno vio con sus ojos, había un sesgo, o un añadido, tan grande, que parecieran dos realidades distintas. Sin meternos en política, de momento, o al menos no del todo, ¿cómo se enfrenta el historiador a la búsqueda del suceso verdadero? Yo no diría que es un sendero tremendamente estrecho tal vez estuvieras pensando en algún suceso concreto sino un amplio continente con parajes bien conocidos, otros por explorar y muchísimos sólo parcialmente. Lo bueno del progreso es que vamos acumulando conocimiento y de esta manera cada día disponemos de más datos y sabemos más del pasado. Aun así, ya lo he dicho antes y cualquiera con gusto por la Historia lo sabe, no es fácil ‘aprehender’ el sentido total de un periodo o un hecho importante. Personalmente creo que la interpretación psicológica ha aportado una gran herramienta al estudio de la Historia. El análisis materialista del marxismo se queda corto, en mi opinión, lo mismo que los principios del estructuralismo y no digamos del positivismo con anteojeras. La Escuela de los Anales nos enseñó que ‘la mentalidad’ era una fuerza invisible que guía a pueblos enteros. Carl Gustav Jung lo confirmó con su espléndida definición de Lo Inconsciente Colectivo. El afán de poder, como nos recuerda Adler, es una pulsión aún más
fuerte que el sexo o el afán de riquezas, aunque todo pueda llegar a mezclarse. Y la opresión de las élites dirigentes sobre la masa trabajadora, tampoco es suficiente para explicar la vitalidad del fenómeno histórico. La Política, que es el arte de lo posible, debe estar fuera de la Historia como lente correctora, todo lo más como frontón que dé impulso a la pelota del historiador, como referencia o marco en el que desarrollar los fenómenos para entender, en ocasiones, su mecánica. Siguiendo con la búsqueda de lo cierto, hay una frase de Napoleón, que leí recientemente, aunque claro, en realidad no sé si la frase será suya... pero igualmente nos sirve para seguir: “La Historia es un conjunto de mentiras pactadas sobre las que hay un consenso general”. Esto es algo que me resulta apasionante, porque ciertamente el escenario político desde el que el historiador narra la Historia es limitante. Una pregunta curiosa me asalta sobre esto: ¿En qué momento de la Historia crees que se escribió más verídicamente la Historia? Y también región geográfica. Puede que la frase sea de Napoleón, no sé, dijo muchas majaderías el gran vanidoso (como “resistir es vencer”, por ejemplo, otra perla del gran perdedor/destructor). Creo que es una boutade, una verdad a medias [considerando que fuera de comienzos del siglo XIX]. La Historia no se pacta, simplemente ocurre. Que las fuerzas dominantes de un periodo la maquillen, por supuesto, pero luego llegan otros que le quitan los afeites y hasta le pueden poner otros peores hasta que un tercer contingente, más científico y neutro, lo restaura a su aspecto original. Te pondré un ejemplo que se me ocurre: la rebelión de Hermenegildo, el hijo de Leovigildo. En mi generación se estudió como un mártir del catolicismo, por oponerse a su padre el arriano Leovigildo, quien ordenó su decapitación. La España católica ha mantenido el
mito durante siglos, pero los estudios sin sesgo han puesto las cosas en su sitio: Hermenegildo, que era el hijo amado de Leovigildo en quien iba a confiar el reino unido de Hispania junto a su hermano Recaredo (sí, la España que nace como estado hace casi mil quinientos años, con capital en Toledo y con la forma de gobierno de una monarquía hereditaria y protofeudal), era duque de la Bética, adorado por los sevillanos, un joven veinteañero que se le subió el poder a la cabeza y quiso formar su propio reino alzándose contra su padre. La conversión al catolicismo fue más una excusa que una razón para la rebelión, aunque la apoyaron de forma fanática su tío San Leandro (hermano de su madre) y su mujer Ingunda (princesa gala ultracatólica). Se unió a los bizantinos del Levante, al rey suevo de Galicia y al rey merovingio para arrebatar el poder a su padre, pero éste lo venció en sucesivas campañas. En nombre de su padre, Recaredo le ofreció el perdón si desistía, pero el testarudo Hermenegildo no quiso, no cejó y su delito de lesa majestad le costó la cabeza. Tiene gracia que fuera Felipe II, quien también tuvo un hijo que se le rebeló y un padre que le obligó a casarse con quien no quería, quien pidiera al Papa su canonización; pero así es el fanatismo religioso, ciego y contumaz como sabemos. El caso es que hoy la historia de Hermenegildo se conoce perfectamente, sólo hay matices en los que los especialistas disienten, pero no son cosa que empañen la verdad. La cuestión es que hoy se puede y se debe llegar a la verdad de muchas cuestiones históricas. Siguen las trincheras políticas y religiosas pero ya no pueden contra la libertad de estudio y publicación de la Historia. Hay muchísimos ejemplos más, claro está, lo que nos lleva a otra frase tan manida como estúpida e incierta: “La Historia siempre la escriben los vencedores”. A menudo ha sido así, pero ya no. Los vencedores escriben su historia y los perdedores la suya. En medio, se escribe la más real y objetiva. Un ejemplo paradigmático es la historiografía sobre la II República española y la Guerra
Civil del 36. En cuanto a qué período es en el que mejor se escribe la Historia, el actual sin duda. Y los ingleses y también en parte los norteamericanos (los del circuito universitario, me refiero) siguen siendo los grandes maestros, por sus sistemas universitarios más que nada, pero eso no quita para que haya grandes historiadores en todos los países de la Europa occidental. Del resto, la verdad, no sé decirte. Puedo decir tranquilamente que soy un enamorado de Harnold Hauser, su Historia social de la literatura y el arte me abrió tanto los ojos que creo que aún los tengo como platos. Me descubrió la enorme conexión entre política, economía y arte, que venía a ser cómo absorbemos nuestro entorno, llamémosle el input, y luego cómo lo representamos mediante el arte y nuestra vida en general, llamémosle el output, habiendo enormes paralelismos entre artes muy distantes tanto en tiempo como en lugar, porque con inputs similares suceden outputs casi idénticos. Ignacio, ¿la Historia se repite una y otra vez? Para extenderte ad líbitum sobre grandes y pequeñas repeticiones históricas... No, lo he dicho arriba, no lo creo en absoluto. Se repiten errores y hasta triunfos, claro pues ésa es la condición humana y unas generaciones pueden caer en parecidas trampas que las anteriores, pero no creo que la Historia sea un resultado automático, autónomo de la libertad sino el resultado de la capacidad creativa del ser humano, unas veces limitadita sí, pero otras asombrosa. En lo que sí creo es en ‘las rimas’ de la Historia, como lo ha llamado recientemente una autora. Por ejemplo, la Restauración de Alfonso XII el Pacificador en 1874 y la de Juan Carlos I el Demócrata en 1975. No sé, es posible que la Historia sea también un fenómeno psicológico que tiene su
propio biorritmo, al margen de la voluntad humana, lo que explicaría las modas, por ejemplo. En este sentido, me permití trazar una parábola que me interesó mucho: mientras investigaba y me documentaba para mi libro Elogio de la Amistad, me di cuenta de que el propio concepto y vínculo amical variaba según los periodos históricos, con parecida evolución a la mentalidad de cada época. Esto me llevó a pensar que podría haber una fuerza psicológica reguladora como factor del gran impulso inteligente que ordena todo lo que existe que encauza de alguna manera la Historia, que coordina sus muchas notas, digamos, en un pentagrama coherente que produce una melodía, más o menos agradable, más o menos compleja. Vamos a derivarnos hacia la literatura, hacia la novela como vehículo de mostrar nuestro pasado. La novela histórica es un género que llama mucho mi atención, porque es una buena forma de contar lo ocurrido, pues mediante la tensión de una intriga hace que el lector no abandone a las primeras de cambio... también hay que tener cuidado con lo viciada que pueda estar, la realidad sucedida, en manos y en favor de la ficción, y siguiendo con aquello de la novela como vehículo de mostrar nuestro pasado, nos encontramos con novelas, poemas y dramas de la antigüedad, que son ahora fuente de la que descubrir el pasado. ¿Qué novelas históricas contemporáneas, y qué textos del pasado, te han ayudado más para escribir tus propios textos? Seguro que has tenido que bregar muchísimo con algunos de ellos para sacar hechos fidedignos, cuéntanos sobre ello por favor. Ah, la novela histórica, cuánto vilipendio ha sufrido en sus carnes. Y todo por meter en el mismo saco lo que es y lo que no. Convendría aclarar, aunque estoy seguro de que tanto tú como los buenos lectores sabéis bien, que hay mucho libro ‘de género’ que no es histórico sino novela de intriga con disfraz.
El disfraz puede ser la opulencia de un escenario histórico conveniente o el apenas disimulado propósito de vender cuanto más papel mejor, como si el autor llevara una escueta máscara de carnaval sobre su casero disfraz de enfermera o senador romano. Hay muchísima morralla como todos sabemos y también alguna novela de intriga con fondo histórico brillante. De hecho, muchas de las grandes novelas (Guerra y Paz, por ejemplo) son ‘históricas’ porque describen con precisión una época. Hay autores que me han fascinado desde muy joven y por quienes siento gratitud y deuda, como Marguerite Yourcenar o Stefan Zweig, pero también hubo otros que me inclinaron por la novela descriptora de una época que no son considerados autores de novela histórica, como Scott Fitzgerald, por ejemplo. Lo estudié en la carrera, leí The Great Gasby y fue como una iluminación. Hasta entonces yo apenas leía novela. No me interesaba la ficción, con lo real tenía más que suficiente: crónicas, biografías filosofía, sociología, antropología... Con Fitzgerald me di cuenta de que en la novela cabía todo, que la cuestión era ser capaz de enhebrar una historia y bordar sobre ella lo que te diera la gana sin caer en el exceso. Fue cuando empezó mi largo camino hacia la novela, que más que a la ficción en sí, que sigue aburriéndome, es hacia el relato verosímil, que el lector lo haga suyo como real. El ejemplo más acabado para mí es Bomarzo, de Mujica Laínez, un relato esplendoroso de aquel extraño duque Orsini que construyó la villa más alucinante y surrealista de Italia en pleno Barroco. En esta obra extraordinaria, y tocho como casi todas las buenas, se mezclan con deliciosa armonía un lenguaje maestro y cautivador, la reconstrucción histórica precisa, la exquisitez del escenario más su contrapunto lóbrego y la intriga necesaria en cualquier historia. De niño leí mucho El Príncipe Valiente y hasta me tragué más de un Walter
Scott, pero la entrega vino luego. Amo la novela histórica, aunque ahora menos, tal vez porque haya saciado en parte mi sed por el pasado. Y he escrito unas cuantas. Al principio me guiaba un objetivo inconsciente por redimir perdedores, reivindicar y sacar a la luz de las candilejas personajes que tuvieron las riendas de la Historia en la mano y luego las perdieron, protagonistas victimados y condenados después al limbo de lo secundario. Puede que ese propósito tan quijotesco y español, que fue pulsión incontrolada y tal vez poco recomendable, también se me haya ido pasando con la edad, de hecho es así, pero de esta manera nacieron en la década anterior las biografías noveladas de El Empecinado, Leonor de Guzmán, Juan de la Cosa y Serrano Súñer y las novelas históricas El Druida Celtíbero y Alma de Juglar. En estas dos preferí la técnica, más libre, de personaje central de ficción en medio histórico estricto. En ambos libros, publicados en 2009 y 2011, quise narrar el aprendizaje de un chico que en principio estaba destinado a ser un perdedor pero que con su esfuerzo, coraje e inteligencia se erguía sobre el destino y conseguía una vida incluso superior a sus propósitos. Ambos protagonistas, Asio y Diego, conocen la ascesis de la persona que se cultiva y asciende en el mundo por sus propios méritos, pero siempre fieles a su verdad, a sus principios, que en ambos, y sin que me lo propusiera conscientemente, basculaban sobre el rechazo total a la guerra como pasatiempo. Asio es un joven arévaco, lo que me permitía describir y fantasear sobre los celtíberos, pero también indagar y expresar cosas asombrosas y ciertas sobre aquellos pueblos que vivían en la Península antes de que cartagineses y romanos trajesen su enfrentamiento al solar spanio. Todo lo que hace Amílcar en el libro es cierto, pero mi descripción como un anciano pervertido que goza azotando al hermoso caudillo celta, es de mi cosecha. El hecho de adjudicar a Asio un padre natural espartano que vive en Ampurias me permitió hablar de las diferencias entre la mentalidad helénica y la celtíbera, y al mismo tiempo colocar a este hijo bastardo de un linaje arévaco como un desclasado que sufre
la ignominia de una sociedad hipócrita y es capaz de enfrentarse a ella. La descripción del rito de iniciación de su hermanastro, el príncipe Giscón, como consagrado al régulo Istolacio, era algo que siempre quise escribir: una ceremonia celta a la luz de la luna en un claro del bosque, una iniciación en la que los hongos y brebajes de los druidas conseguían un potentísimo efecto de ‘trip’ en el recipiendario. Me lo inventé todo, por supuesto, pues no hay testimonios directos de tales ceremonias, que yo sepa. Cánticos y plegarias incluidos, la forma en que se administraban las drogas y el obligar al iniciado a cabalgar completamente alucinado sobre un toro de piedra. Pero el relato debía poseer tal grado de verosimilitud que me escribió un profesor de Universidad (creo que de antropología), muy correcto y admirado, preguntándome las fuentes en las que me había inspirado. Tuve que contestarle que para encontrarlas tendría que abrirme la cabeza. Y esta es la cuestión fundamental: verosimilitud. La novela, como el cine, se basa en un artificio tácito entre autor y lector/espectador que se acepta con naturalidad. Lo que sucede en la pantalla o en el libro es verosímil y por tanto cierto, aunque sea una reconstrucción artística con mucha tramoya. Y lo es en la medida en que la imaginación lo reconoce como tal. Podríamos decir, para entender la naturalidad con el que el ser humano acoge la representación de una realidad posible, que la capacidad de fabular y viajar por mundos imaginarios es como el principio básico de la mecánica cuántica que nos enseña la certeza de mundos paralelos que no vemos en la plana realidad. Que una novela histórica enganche dependerá, pues, tanto de un estilo depurado de escritura como del grado de verismo. A mayor grado, mayor interés. ‘Las Memorias de Adriano’, por ejemplo, tienen un sustrato absolutamente verídico, un aliento verosímil, un entramado históricolírico capaz de emocionarnos y hasta trastornarnos por su intensa belleza. Este es
uno de los títulos que más influencia ha ejercido sobre mí. Lo leí en español, en la inmensa traducción de Cortázar y luego tuve ocasión de leerlo en francés (durante un viaje por Francia en los años 70) y en inglés (durante un verano en Cambridge en los 80). En las tres ocasiones me estremecí de la cabeza a los pies y lloré bastante. Confieso que la figura del emperador filósofo (y no me refiero a su ahijado Marco Aurelio), de origen hispano, helenista, esteticista, pacificador y honesto, siempre me fascinó como el verdadero ejemplo de Príncipe, y no el retorcido hijoputa que pretende el adulador Maquiavelo cuando ofrece el modelo a Il Magnifico para que lo perdone, fijándose al parecer en Fernando el Católico, lo que significa que el avieso florentino conocía mal al rey catalanoaragonés, pues junto a su habilidad diplomática y frialdad política, aquel ilustre hijo del Renacimiento tuvo unas miras superiores que permitieron que su reinado, junto a su inteligente y genuina esposa, fuera un prodigio cultural y un modelo en la consecución de un Estado unido sobre bases muy dispares [junto a otros grandes abusos y desgracias, naturalmente], igual que Adriano, por cierto. Pero la guinda del pastel de la Yourcenar, el postre exquisito al rico manjar que nos ofrece, es la aproximación al muchacho bitinio, el ser angelical y bellísimo por el que Adriano hubiera rendido el mundo y que prefirió por ello quitarse la vida no fuera a estorbar el designio magnífico del amado. Un personaje que siempre me estremece cuando lo invoco; no hay mayor ejemplo de entrega, aunque fuera errada y dolorosa como un estilete directo al corazón. Creo que me he emocionado en esta pregunta y me he alargado demasiado, lo siento. Nada que disculpar, gracias a miles por la extensión, las explicaciones y por todos los apuntes históricos que nos muestras Ignacio, es un placer la verdad. Me interesa mucho el concepto de verosimilitud como lo has
comentando, ese poder narrar verosímilmente sucesos que no hayan sucedido más allá de nuestra imaginación pudiendo pasar por reales, en cuanto a que sucedieron en un tiempo y en un lugar, cuando no fue así. Es para tener muy en cuenta, tanto en periodismo, como en la recreación de la Historia, como en el mismo día a día... lo dejo aquí como un simple subrayado y me voy directo a tu literatura: Serrano Suñer, historia de una conducta, con Planeta, en 1996. Tu primera publicación, ¿cómo fue el proceso de publicación y qué supuso para ti? Creo que fue bastante conflictiva, que tuvo muchas idas y venidas de opinión. Tu pregunta tiene dos partes, así que empezaré por la primera. La verosimilitud es la clave de la novela realmente histórica. Para empezar, y aunque introduzcamos personajes o elementos de ficción, el entramado debe ser verídico, contrastado y documentado. Pero si buscamos ‘narrar’ una historia dentro de la Historia, debemos aportar algo más que la escueta relación de documentos, piedras mudas y cronología. La Fenomenología nos enseñó que la Historia tiene ‘espíritu’, vida propia y hasta sus leyes, las comprendamos o no, la Escuela de los Anales enriqueció la perspectiva con los distintos enfoques que debe tener la narración histórica y, por fin, el postmodernismo llegó a la conclusión de que no se podía comprender la Historia si no introducíamos la visión de la vida cotidiana y la psicología humana. Lo verosímil son los trajes que ponemos a lo Veraz para que salga a escena y no esté desnudo. Y ahí radica el arte de la novela histórica. Con el primer libro que publiqué, el de Serrano, seguí este criterio y al resultado lo llamé biopic. En 1996 el término no se había hecho aún popular y la mayoría de los críticos lo adoptaron. Se trataba de una novela biográfica y, como reproducía situaciones de hacía 50 años y ya muy superadas (afortunadamente) se trata desde luego de una novela histórica. Resultaba curioso que un antifranquista redomado como yo, que había sufrido cárcel a
los 18 años por luchar contra la dictadura (1971) me descolgara con un libro sobre este señor. También fue muy curioso que entre la sorprendente buena acogida general, los más entusiastas fueran precisamente gente de izquierdas, empezando por Paul Preston que prologó el libro. Lo que ocurrió es que conocí a Serrano durante mis estudios diplomáticos, fui a entrevistarlo y surgió el flechazo, jajaja, vamos que nos caímos tan bien que me convertí en su confidente. Entonces él tenía 89 años, estaba perfecto de cabeza, y tuvimos muchísimos encuentros hasta que cumplió 100 y lo celebramos él y yo solos en los jardines de su casa malagueña donde me invitaba una quincena todos los años. Tras seis años de continuas conversaciones, me decidí a escribir el libro. Ya tenía, pues, la primera condición objetiva para mi tarea: conocer a fondo el personaje y su contexto (me empapé, por supuesto, de bibliografía). Cuando lo llevé a Planeta lo quisieron publicar de inmediato como primero de la colección La España Plural, aunque la cosa sufrió un montón de incidencias hasta que salió y lo presenté en el Palace de Madrid junto a Umbral. De todos modos esto se cuenta perfectamente, y con bastante humor debo añadir, en la nueva versión que he publicado en diciembre del año pasado, mi vigesimotercer libro y último de momento: Serrano Suñer: Valido a su Pesar [La Esfera de los Libros]. Pero eso es lo bueno de la novela: podemos ampliar la verosimilitud mediante escenas y subtramas del argumento principal, es decir que tenemos la posibilidad de enriquecer la percepción que existe sobre un periodo histórico. Aquí estamos hablando de una divulgación digna, no de erudición historicista claro. Y esta capacidad que tiene la novela, o el cine, de ‘ponernos en situación’ representa una herramienta muy valiosa para el autor, pero también peligrosa. Se necesita mucha agilidad y conocimiento. Es como si quieres hacer un documental sobre la mafia; no hace falta que hayas estudiado cinco años sobre ello, pero sí documentarte bien, ‘empaparte’, captar la mentalidad, entender el ambiente, conocer las costumbres, la jerga, el modo de hacer y,
por supuesto disponer de una visión panorámica sobre el contexto social, político y económico. No es fácil escribir Historia, no, ni tampoco armar una novela histórica, aunque está mal que lo diga alguien que lo ha practicado a fondo. Lo que quiero decir es que hay que ser extremadamente cuidadoso. Saberse muy bien el tema para poder jugar con él. Eso es precisamente lo que me ocurrió con Historia de una Conducta. Creo que la primera vez que te leí fue en la revista Historia y Vida, has trabajado mucho para diferentes publicaciones y además has estado en El Mundo, en radio también, y fundaste un canal online de literatura, Literalia.tv, entre otras muchas facetas, pero siempre con el estudio de la Historia y la literatura como centro. Me gustaría saber un poco sobre cómo fueron tus sensaciones en estos diferentes medios, ¿nos harías una breve Historia de tus sensaciones en estas vías de divulgación? Es cierto que las sensaciones son distintas, incluso entre la Literatura y la Historia, como es obvio. La más excitante es la radio, sin duda. Hay algo muy erótico en tener esa alcachofa cerca de los labios y saber que a través de ella alguien te escucha, que ese ‘alguien’ puede ser una mujer madura, un hombre viajando, personas distintas, incluso gente que te conoce. Dispongo afortunadamente de una voz ad hoc, bastante persuasiva, con la que me gusta jugar. También me encanta la mezcla de libertad y decoro que exige la radio, lo mismo que la televisión, lo que ocurre es que en la tele se ponen en juego más elementos y cuando se habla de Historia de alguna forma y sin quererlo te acabas envarando. Escribir temas históricos es un placer solitario. La forma en que yo lo hago, tratando de descubrir las motivaciones psicológicas, te coloca en una posición de ventaja porque, lo mismo que el arqueólogo apasionado o el investigador, crees en tu trabajo, en tus posibilidades, tienes expectativas ciertas de llegar a conclusiones propias que no tienen por qué ser la bomba
pero sí aportar alguna luz nueva. La novela histórica es un arma de doble filo: emociona tratar con materiales auténticos, pero tienes que ser extremadamente cuidadoso con la inserción de ficciones y a veces el trabajo es muy laborioso. Hay que conservar la cabeza fría para que el cronista no devore al escritor ni el fabulador se suba a la grupa del amanuense. Es un trabajo combinado de abogado, fiscal y juez, con el toque de un hábil secretario que debe saber consignar con soltura el meollo de la cuestión y sus distintas capas. Lo mejor es, sin duda, la ficción escrita, cuando trabajas en buenas condiciones y la inspiración se convierte en una comunicación fluida con algún sutil departamento cerebral que te va dictando, a veces tan deprisa que no te da tiempo a poner todas las notas, como decía el doliente Tchaikovski. La otra cara es muy cruda: cuando no puedes establecer comunicación despejada, cuando lo que escribes no sale del tabernáculo sino de las capillitas laterales del cerebro y resulta que luego te parece flojo, odioso, inmundo, ridículo, excesivo, pobre o absurdo, según los casos. Lo mejor en esos casos es poner la cabeza debajo del grifo de agua fría, servirte un whisky doble o cocinar algo complicado, por ejemplo y después, como quien no quiere la cosa, volver al tajo. El oficio de escribir, o el de hablar para el público, requieren entrenamiento y técnica. Es como interpretar música en un instrumento, hay que currar a tope para sacar lo mejor del instrumento, de la partitura y de ti. Estás preparando El rumor de la Verdad, y ya sólo desde el título y con lo que comentas en tu biografía para la revista (Una Historia de España a través de símbolos e imágenes), promete muchísimo. ¿Nos anticiparías un poco sobre este nuevo trabajo?
Lo hago encantado porque no es secreto y me está apasionando, la verdad. Fue una propuesta del editor de Ariel que hemos ido ahormando. Trata de símbolos e imágenes que forman parte de este país, unos evidentes y otros apenas reconocidos. Tirando del hilo de cada uno explico el contexto histórico desde una perspectiva original, más psicológica. Ya he encontrado verdaderas maravillas como el Octógono Andaluz, por ejemplo, que se remonta a Tartessos, o la Niña Bonita que fue la representación de la I República antes de llegar a simbolizar el número 15. Firmé el contrato en marzo y comencé diversos enfoques hasta que di con el actual: un estilo culto –con perdón pero desenfadado, con rigor pero con humor, agradable de leer y que aporte conocimiento lo menos prescindible posible. El libro saldrá en 2015. Para cerrar la entrevista Ignacio, ¿cuáles crees que serán los hechos de nuestro tiempo que más se destacarán cuando ya seamos Historia? Me gusta poco hacer previsiones o adivinaciones tanto en Historia como en Política o Economía; todas fallan o no tienen en cuenta factores que aparecen después de la previsión. De todas formas creo que los temas actuales se concentrarán más en los fenómenos que en las personas, ya se ha acabado el tiempo de las grandes figuras en el espacio público, salvo excepciones como el Papa Francisco, por ejemplo, pero es que la Iglesia Católica es aún una sociedad bajomedieval de organización cesárea y obediencia feudal. Se resaltará, naturalmente, la Primavera árabe, con el fin de los regímenes laicos, de falso socialismo, basados en el dominio de un clan como Irak o Siria y lo que venga. El resurgir del yihadismo se verá a la luz de un grandísimo error de finales de los 70 y principios de los 80, que fue el apoyo a Jomeini por parte de los intelectuales de izquierda, esencialmente franceses. Yo no puedo olvidar la imagen de mi admirado Foucault (admiración bastante crítica, por otra parte) hablando en su favor y pidiendo su instalación en Irán. Se verá el
declive de la potencia USA como gendarme del mundo, afortunadamente, aunque el proceso aún será lento. El principio del siglo XXI, las dos décadas primeras al menos, pasarán como un tiempo de confusión civil y psicológica, una especie de resaca del postmodernismo alegre, los regímenes comunistas del Telón de Acero y una búsqueda más sosegada de un modelo de convivencia social más tolerante hacia las minorías. La era del consumo se diversifica y se vuelve cada vez más sofisticada, pero la conciencia ecológica avanza y ya nadie intenta contaminar impunemente. Hace cien años acababa la Belle Epoque en un conflicto provocado por el conflicto tajante entre una oligarquía aristocrática con afanes imperiales y unos movimientos de masas que exigían la participación de primer rango en la Historia. Hoy no es igual, a pesar de lo que digan. La crisis es de conciencia y de convivencia entre distintas sensibilidades. Las guerras son exocéntricas, las instituciones mundiales pesan cada vez más aunque la ONU siga siendo en gran parte inútil. En fin, que es muy difícil decir qué les va a interesar en el futuro, más allá de lo que leemos a diario en los titulares de prensa, pero tal vez sea porque lo más importante quede fuera de esos titulares y sean cosas que atañen a la evolución y revolución de la persona y de la mentalidad de las comunidades.