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Entrevista Philippe Cuenat (2012) Cada cosa tiene dos asas: una por la que es llevadera, la otra, por la que no lo es. Epícteto, Manual (XLIII trad. José Manuel García de la Mora)
Philippe Cuenat: Desde hace aproximadamente treinta años algunos de tus temas casi no han variado. ¿Tus referencias estéticas, morales, políticas y espirituales siguen siendo igualmente las mismas? Pedro Peschiera: Así es, algunos de mis temas no han cambiado. Desde el principio, cuando comencé a concebir una iconografía, supe que había algunos temas que eran particularmente amplios, remanentes y útiles para lo que yo quería decir y que subsistirían largo tiempo. El contenido de mi trabajo tampoco ha variado mucho, ya que es profundo y multiforme. Sin embargo, el repertorio de motivos ha crecido y seguirá creciendo. He querido, pues, arar ancho y profundo elaborando la noción de familia de pinturas. De todas maneras, en tanto no perciba el agotamiento de una forma y sienta la necesidad, la urgencia y sobre todo el deseo de utilizar un tema determinado, continuaré haciéndolo. Mis referencias estéticas sí han evolucionado. Las influencias de la arquitectura románica, de la pintura del primer Renacimiento y el geometrismo arquitectónico siempre subsisten como una estructura de base, como un cimiento. Luego me he apasionado por la pintura veneciana del siglo XVI, por los paisajistas franceses e italianos del siglo XVII y por ciertos artistas contemporáneos. Esto no se refleja quizás de manera evidente todavía en mi pintura, pero yo creo que empieza a aparecer en mi manera de tratar el color. Me parece que para alguien que ama la pintura, los antiguos venecianos siempre serán actuales. Los miro a menudo, me es indispensable ir a beber a las fuentes, en mi caso las cosas se hacen lentamente y casi siempre de manera continua y sin rupturas. Es a partir de principios de la década de 1980 que poco a poco me volví agnóstico, fue un período difícil y decisivo. Esto tuvo como consecuencia que mis posiciones morales y políticas naturalmente cambiaran. De hecho, la tradición cristiana dejó una huella indeleble moralmente, pero ya sin el aspecto de renuncia algo ascética que me atraía tanto antes. Políticamente no tengo una posición fija. En algunos casos puedo ser conservador, en otros libertario. No me gusta lo políticamente correcto, no me gusta el pensamiento dominante en general. Ph. C.: Tu pintura se desarrolla en un espacio mimético, pero ese espacio no obedece verdaderamente a una intención naturalista o realista. ¿Deberíamos deducir que hay en ti una posición fundamentalmente anti-‐naturalista? ¿Eso provendría acaso del hecho de que tu trabajo se construye antes que nada en la imitatio, en la relación con los antiguos maestros? P.P.: Durante mi infancia y mi adolescencia en Lima, mi madre tenía en casa algunos libros de arte. Las reproducciones de las pinturas del Renacimiento hasta el siglo XX me cautivaron. No había museos que albergaran obras de los grandes maestros de la pintura occidental. Mi primera introducción al arte fue a través de reproducciones de obras figurativas, donde la mímesis y el espacio ilusionista dominaban.
Fue sólo un tiempo después que descubrí las pinturas cubistas y el arte abstracto, el arte medieval, los primitivos italianos, siempre a través de libros, claro está. Mi situación era similar a la de mucha gente en Lima. Cuando decidí dedicarme a la pintura, tenía una vaga idea de la pintura abstracta, pero opté por una figuración más o menos ilusionista, digo más o menos porque amaba a Gauguin, Redon, Munch, el último período de Monet… Siempre supe que yo necesitaba temas o, en todo caso, un tema. La cuestión de la pintura “sola” no me interesaba y no tenía el menor deseo de practicarla. Me atraía, y siempre me atrae, el tema en la pintura —no de manera exclusiva en mi apreciación del arte de otros, por supuesto—, pero en lo que me concierne, absolutamente. Yo creo que todo está en el arte de lograr que el tema no destruya a la pintura, que aunque el tema sea fuerte, la pintura debe serlo más aún. Esta dialéctica es rica. Me parecía y me sigue pareciendo, a pesar de mi interés por el arte no figurativo y abstracto, que la pintura figurativa se presta más a jugar con la percepción del espectador y, al manipular la manera de representar las cosas, se le puede conducir hacia algún lugar, hacia una poética determinada. Las maneras de modificar, de modular, de acentuar o de aminorar los efectos del espacio ilusionista me parecen infinitas —con la ventaja de que éste está basado en una suerte de terreno que nos es común, que es la mímesis o la representación de las apariencias del mundo que nos rodea. La necesidad de una dirección general, aunque imprecisa, proyectada sobre la obra antes de que sea comenzada me es fundamental, aunque en el proceso ésta pueda variar. Por supuesto que, en mi caso, la dirección está lejos de ser de orden exclusivamente pictórico. Es quizás extraño, pero mi interés por el arte o por la pintura no viene directamente de mi vida, de mi experiencia del mundo, de mis observaciones de la realidad. Nace sobre todo de mi pasión por las pinturas mismas, ya sean muy antiguas, antiguas, menos antiguas o modernas; una pasión por el enorme inventario heredado a través de las épocas, aunque a menudo, cuando las miro y admiro, siempre me sucede que me olvido de su historia, ya que para mí eso no es lo más importante. Las pinturas que admiro, sea cual fuera la época a la que pertenezcan, tienen sobre mí un efecto muy estimulante, tanto a nivel mental como sensorial. Al principio me intimidan terriblemente, pero al mismo tiempo y sobre todo me dan muchísimas ganas de pintar. A menudo pienso que me hubiese encantado haberlas pintado… Sueño y trato de incorporarme, de hacer mías, desde hace ya tiempo, las pinturas que he apreciado; esto me sucede hasta hoy. El naturalismo, el realismo, no me convienen como camino: el rigor de la observación, la descripción, la imitación del mundo o la utilización de la fotografía en el procedimiento pictórico no me tientan. Siempre pensé que era demasiado subjetivo para poder ser realista. No es una cuestión de gusto, ya que a mí me gusta la pintura realista, simplemente no es un camino para mí. Siempre he tenido que tener una especie de distancia con respecto a la realidad. Por ejemplo, la concepción del espacio de las predelas de los primitivos, aquella del primer Renacimiento, y hasta la de los manieristas, han tenido en mí un gran efecto. El espacio verosímil, pero perfectamente mental y geométrico de Piero della Francesca me ha sido esencial, así como las distorsiones y las falsas perspectivas de los primitivos, los espacios muy encerrados, muy poblados y poco profundos de ciertos cuadros del Pontormo o del Rosso Fiorentino. Aprecio mucho los relieves donde lo convexo y lo cóncavo se contraponen de manera contrastada, apretada, el todo comprimido en un espacio muy restringido. Hay, desde luego, una manera imaginaria, subjetiva, de construir el espacio ilusionista. Utilizar un espacio cerrado como aquel que yo utilizo, con volúmenes prominentes, perspectivas
aceleradas o aplanadas, iluminaciones arbitrarias, juegos de escalas, acabados planos o degradés atmosféricos y Dios sabe qué todavía… y todo esto sin siquiera contar el color… Todas estas maneras, todas estas posibilidades de tratar, de manipular el espacio ilusionista hacen que yo no pueda adecuarme al realismo, aunque quisiera, ya que el deseo de forzar un poco las cosas, de transfigurarlas, me es irresistible, es parte de un sentimiento de libertad, de posibilidad que siento al pintar. Es como si encontrase allí mis propios elementos, un lenguaje para construir un mundo, una visión. No creo ser un anti-‐realista o un anti-‐naturalista. Si la corriente dominante actual fuese el realismo o el naturalismo, entonces seguramente que las cosas podrían ser vistas así, pero yo creo simplemente que me es imposible ser lo uno o lo otro, desgraciadamente quizás, ya que me encantan los paisajes de Courbet, de Corot, tanto como Lucian Freud y las xilografías de Franz Gertsch… En lo que concierne a los antiguos, me gustaría inscribirme en una suerte de continuum temporal. ¿Por qué privarse, por qué excluir lo que sea? Tanto los antiguos como aquellos que lo son menos siempre me fueron esenciales. Ph. C.: Permíteme que insista un poco, porque me parece primordial en la relación que tienes con la pintura y la cuestión de la representación. Dices no haber estado tentado por la reproducción fotográfica. Sin embargo, fue en general por ese medio que la cuestión de la representación reapareció, y con ella la de la pintura, luego del arte formalista de los años 1969 – 1970. El otro eje de ese retorno a la pintura se presentó en el mismo período bajo la forma del primitivismo, del gesto, de la inmediatez, de lo instintivo, pero también del sueño, de un onirismo violento y espectacular. Este aspecto del retorno a la pintura hace parte, como su complemento más “conceptual”, del contexto en el cual te formaste. Acaso la pintura de Cucchi por ejemplo, o de otros artistas de la Transvanguardia, con su trabajo de esquematización del espacio. ¿Sus referencias anti-‐naturalistas, particularmente en el haber escogido el color, el color que me parece que es una característica importante de tu trabajo actualmente, han contado para ti? P.P.: Durante casi la totalidad de mis años de formación en Lima, y luego en Ginebra, yo no tuve un conocimiento preciso de lo que era el arte contemporáneo de la época. Como venía de lejos observaba aquello con una cierta distancia y sentí que me concernía poco o nada. En mi caso, el haber escogido hacer pintura se apoyaba en un conocimiento de la historia del arte bastante aproximativo y general, que comenzaba en el Renacimiento y terminaba al final del siglo XIX. Estaba algo informado sobre las primeras vanguardias del siglo XX, pero tenía la impresión de que estas habían sido propulsadas por pintores que poseían un oficio y un saber sobre lo que era la pintura y su historia, y que reaccionaban tomando una posición de ruptura. Esta no era en absoluto mi realidad. Yo quería encontrar mi camino en una historia más amplia y, sobre todo, más rica que aquella que trataba solamente sobre los períodos de vanguardia. Me parecía también que las vanguardias formaban una rama particular de la creación artística, que no la representaban verdaderamente en su totalidad ni constituían su único aspecto pertinente. Conocía un poco el Pop art, pero ignoraba casi totalmente el arte conceptual, el minimalismo y las otras tendencias de la época. Fue hacia el final de mis estudios en la escuela de arte y durante mi paso por la universidad que tuve un conocimiento mucho más profundo sobre la importancia de las vanguardias contemporáneas, así como de las limitaciones que éstas representaban, de su aspecto normativo y dogmático, pero mi dirección ya estaba tomada. Las cuestiones de las vanguardias no me inspiraron como algo a seguir ni como algo con respecto a lo que tenía que
tomar posición o que dar cuenta en mi trabajo de modo explícito. Las elecciones, los procesos y las problemáticas de las vanguardias tenían poco o nada que ver con mi relación con la vida y el mundo. El resultado es que mi elección de hacer pintura, y más aún pintura figurativa, tuvo poco que ver con una reacción contra el formalismo extremo de las tendencias precedentes o con una reflexión sobre el retorno a la pintura y a la representación mediatizada por la fotografía, al primitivismo, al neo-‐expresionismo o a la Transvanguardia italiana. Para mí nunca fue cuestión de poner una subjetividad espontánea en primer plano, ya fuera por medio de la pincelada, por un tratamiento fogoso de la materia pictórica o por una suerte de mitología personal que relataría únicamente mi propia historia. Creo que las influencias más manifiestas en mi trabajo son la “pittura metafisica” de Giorgio de Chirico, la arquitectura románica y también mucho aquella de los primitivos italianos con su espacio que, a causa justamente de su ingenuidad y de su libertad con respecto a la perspectiva, aparecían como plásticamente “modernos”. Quisiera mencionar a una artista peruana de origen japonés, Tilsa Tsuchiya. Ella tuvo una influencia mayor sobre mi pintura. Mi gusto por la calidad de las superficies pictóricas, así como mi descubrimiento de la veladura, provienen de mi encuentro con ella y de mi admiración por su arte. Luego vino Piero, Rothko y sus planos algo atmosféricos. Los paisajes de Kiefer o las obras de Anish Kapoor me tocan más que Enzo Cucchi (del cual he visto pocas obras) y los otros… He mirado también los planos de color de Matisse y de Brice Marden, las superficies de color vibrante de Bonnard mucho antes que aquellas de Cucchi. Sin embargo, tengo que admitir que mi pintura y su espacio —y hasta su color— tienen algo de intrínsecamente italianos. Es verdad que el hecho de haber acercado mis fachadas al primer plano de manera extrema, hasta ocupar la casi totalidad de la superficie del cuadro, constituye un acto radical —hipérbole del tema, sobredimensionado, que se vuelve plano de color, superficie para poder experimentar con el color cada vez más intensamente—, un acto que puede “pasar” por muy siglo XX. En suma, mi trabajo debe poco al arte de los últimos cincuenta años. Mi identidad estética, mi sensibilidad, mis afinidades íntimas han primado sobre un posicionamiento más comprometido y más positivo en cuanto a la producción de lo nuevo. Ph. C.: Quedémonos todavía un poco con el color. ¿Cómo concibes su rol en tu trabajo? Por provocación, ¿podríamos decir que te permite variar infinitamente la apariencia de una obra que se repite siempre? P.P.: Una vez que las fachadas y los otros motivos se acercaron considerablemente al primer plano, me di cuenta de que eso me permitía utilizar grandes superficies donde el color podía ser aplicado de modo más o menos fragmentado, para favorecer su vibración. Primero utilicé tonos muy oscuros, queriendo distanciarme de las pinturas más bien claras que había hecho antes, en mi período de formación, y que representaban paisajes desérticos con arquitecturas. Con el tiempo y sintiéndome más seguro, los tonos se fueron aclarando y los colores se fueron intensificando. Poco a poco, el color fue tomando una importancia primordial, aunque no fuese utilizado de manera pura o cruda. El color es generalmente modulado por una cantidad de veladuras. El empleo de veladuras sobre superficies extensas me permitió atisbar la enorme riqueza y las posibilidades del color. Este manejo lento y progresivo del color ejerce actualmente sobre mí una suerte de fascinación y se ha vuelto, para mí, un terreno de exploración. Los efectos de profundidad, de luminosidad, de intensidad y de atmósfera que
puedo obtener me interesan muchísimo. Uno puede ver el color venir, madurar y florecer. Me atrae también “pensar” los colores antes de que sean aplicados sobre la tela, me gusta especular mentalmente sobre ellos y sus interacciones. Otra característica del color que me es muy importante es su aspecto tan profundamente sensorial y emotivo. No es este el lugar para extenderme sobre la larguísima lista de investigaciones, de reflexiones o de doctrinas sobre el color a través de la historia, sobre su simbolismo, sobre sus efectos psicológicos, etc. Conozco algunos de los textos fundadores, pero me es suficiente constatar hasta qué punto los colores tienen efectos significativos que resuenan en mí —fenómenos emotivos, afectivos, que conducen a una suerte de empirismo del goce con respecto al color. El placer, el goce de la pintura siempre fueron parte integrante de mi trabajo. Al mismo tiempo, es claro que no hago una pintura de carácter hedonista, las preocupaciones y la dirección del trabajo van más allá del simple placer. Es por esto que me puedo permitir acentuar este aspecto sensorial. El color en mi pintura tiene que ver con la seducción, con la voluntad de conducir al espectador. El color carga la estructura icónico-‐ conceptual —los motivos, los objetos, las superficies— de una intensidad que la transfigura, precisamente porque no es del todo un color realista. De esto resulta un sentimiento de presencia que tiene que ver con la manera como el color ha sido aplicado; su fragmentación en pequeños toques acumulados produce una densidad. Esta sensación de densidad se debe también a la percepción del tiempo, a su concentración en la abundante sobre-‐imposición de capas, de toques y de veladuras que forman la superficie de mis pinturas. La idea de que mi obra se repite siempre cambiando de apariencia es una lectura que considero valedera. Puede perfectamente justificarse, aunque se trate de una visión empobrecedora. Reducir la obra a esa repetición sería un poco triste. Yo tengo otra visión de las cosas. Desde el principio, cuando instauré la noción de familia de pinturas, el aspecto de la repetición había sido tomado en cuenta, porque sabía que algunos motivos iban a volver de manera más o menos continua durante un lapso de tiempo indeterminado. Como lo dije antes, concebí mi trabajo desde el origen a partir de familias o grupos de cuadros interconectados por sus analogías formales o por sus fraternidades conceptuales, de modo que varios motivos puedan ser retomados indefinidamente. Actualmente, la influencia del color sobre los humores o sobre los estados de ánimo me parece fundamental. Uno de mis Mantos de un amarillo limón tiene poco que ver con otro de un amarillo dorado, por ejemplo. Son dos realidades sensoriales y afectivas diferentes. Esta variación, que podría pasar por anodina, es para mí irresistible, indispensable. ¡Ambas realidades piden, exigen existir! Cada una amerita ser una realidad total, autónoma, un cuadro en sí. Imaginemos entonces el efecto de un Manto rojo sangre y comparémoslo al amarillo limón. Allí estamos verdaderamente ante dos realidades, dos experiencias profundamente distintas, aunque el motivo sea muy similar, aunque sea el mismo, ¿cómo ignorarlo? ¿El hecho de que el motivo vuelva transformado en otra realidad sensorial y emotiva querría automáticamente decir que se trata de “repetición”? ¿Así de simple? Por otro lado, ¿acaso el cambio o la variación del objeto, del motivo o hasta de la temática es suficiente para poder hablar de cambio? En mi opinión, el poder del color puede influir sobre el contenido del cuadro. Podría en cierta medida modificarlo, contradecirlo o magnificarlo, por ejemplo (pero más allá de las palabras, claro está), enriquecerlo de alguna manera o de otra. Me parece que no se trata de un trabajo de simple “relleno”. Mantengo lo que decía al principio, en tanto no perciba el agotamiento de una forma y sienta la necesidad, la urgencia y sobre todo el deseo de utilizar un motivo o un tema determinado, continuaré haciéndolo. En mi caso, frecuentemente, es como si las pinturas mostraran su necesidad de ser, su urgencia de existir. El cuadro se impone por sí mismo. Lo que
conjuga muy bien con mi propia urgencia y mi deseo. Esta urgencia y este deseo son para mí como garantes del no-‐agotamiento de las formas. Pareciera que mi obra será siempre la misma, pero hay que saber que en pintura todo es apariencia. Si la apariencia de la pintura cambia, entonces la pintura cambia con ella. Ph. C.: El color y su magnificencia decorativa, su sensualidad, ¿no serían acaso el primer signo de una negación de la historia, de la variación, del cambio? ¿Qué responderías a aquellos que dicen que tu trabajo encarna la imagen de un mundo ideal, sin referencia a lo “secular”, lo que lo asimilaría a un espacio utópico, anacrónico, cuya referencia mayor sería religiosa? P.P.: Yo no creo que la magnificencia ni la sensualidad del color sean forzosamente, únicamente decorativas. El color no está allí sólo para dar placer. No es prohibido que el color pueda tener también una dimensión más compleja y más profunda que el solo placer superficial. Quizás todo depende de la intención que lo motiva y de lo que el pintor hace con él. Pero para regresar a la pregunta, si es verdad que mi trabajo no hace ninguna referencia directa o explícita a nuestra época, esto no quiere decir que todo indicio de nuestro tiempo esté ausente. Mis pinturas no habrían podido existir en otra época. Ellas implican una presencia humana implícita, ya que la casi totalidad de las imágenes/motivos representados (fachadas, boles, barcas, etc.) son objetos hechos por la mano del hombre, y su representación, quizás a causa de la falta de mediación, juega un rol dramático o teatralizado con respecto al espectador. Estos motivos ponen en escena al espectador, lo solicitan, lo interrogan; es a él a quien incumbe el hacerse una idea de la naturaleza de éstos y de sus posibles significaciones. Las construcciones, si bien recuerdan la arquitectura religiosa románica, no indican ni la función ni la naturaleza de los edificios o fachadas. Asimilando ciertas tendencias de la época, éstas han sido depuradas, “modernizadas”. El reduccionismo y la amplificación de los motivos que aparecen en mi obra hacia fines de la década de 1980, con la intención de producir un impacto más rotundo en el espectador, coinciden con mi tardío descubrimiento del arte minimalista de los años 70. Si no hubo influencia propiamente dicha, se podría decir que un cierto formalismo en boga puede haber jugado un rol asegurador. Aunque no atestigüe de manera evidente la época o la historia del arte de los últimos setenta años, mi pintura se inscribe en la historia y en su tiempo. No es utópica, ya que nunca se presenta como ejemplo o modelo; en todo caso sería más bien a-‐tópica. Si mi pintura fuese realidad sería estrictamente insoportable, invivible. Se trata de un mundo ideal en la medida en que toda escena o paisaje ordenado en pintura lo es, así como lo es toda abstracción o estilización de orden formal. Piero es tan ideal como Poussin, o Mondrian, y Morandi tanto como Rothko. Mi trabajo en pintura es un trabajo contemplativo, utiliza referentes que hacen alusión a lo antiguo y a lo sacro, emplea una técnica manual, muy lenta y elaborada, lo que presupone una voluntad de vivir el tiempo de manera menos acelerada; no es sorpresa que algunos puedan percibirla como anacrónica. En tanto que occidentales modernos o posmodernos tenemos acceso a un inventario de prácticas artísticas verdaderamente enorme, ¿por qué no activarlo, por qué no servirnos de él? La posibilidad de apropiárnoslo, de utilizar ciertos fragmentos de esta herencia que nos sean aún inteligibles para hablar de nosotros ahora podría revelarse pertinente y me parece completamente legítimo.
En cuanto a la cuestión religiosa, es un poco un cliché, pero toca varios aspectos de nuestra existencia y no solamente el hecho de seguir de cerca o de lejos una doctrina o una creencia determinada. Es, en el fondo, el problema del sentido, y toda idea que implique la noción de calidad o de ética es en una cierta medida tributaria de este problema. Yo no creo que mi pintura haga referencia a la religión stricto sensu. De manera general —y poniendo de lado mi agnosticismo—, se podría decir que hay en mi trabajo un aspecto metafísico o espiritual, aunque sea como ausencia. Para decirlo brevemente, el nexo ya quizás no está, pero la huella aún perdura. Por su imaginería connotada, su técnica pictórica, por el tiempo y el trabajo invertido en cada cuadro, mi pintura alude a la cuestión del sentido, al hecho de que éste parece inaccesible; se apoya sobre la noción de vacío, sobre lo que espera ser colmado, sobre la ausencia de sentido último y hasta sobre la ausencia de todo sentido, punto final. Ella se inscribe a su manera como una de las innumerables posibilidades de vivir y de hacer arte en este siglo, pero se rehúsa a dar cuenta de nuestro tiempo de modo periodístico o sociológico. Es pues un caso bien atípico en nuestra contemporaneidad, espero que todavía haya lugar para acogerlo. Ph. C.: ¿Acaso ese lugar podría definirse por tu relación a una “peruanidad”? Dicho de otra manera y si es que la pregunta es pertinente, ¿cómo se define tu posición con respecto al arte y a la historia de tu país de origen? P.P.: Es ciertamente posible, pero el “lugar” en el cual pensaba, perdona la pretensión, tendría lugar en el contexto del arte en general. El hecho de que yo sea peruano siempre está allí, es mi base, hace parte de lo que me constituye, pero de modo implícito y no explícito. Soy consciente, pero en el fondo pienso rara vez en eso. Es sobre todo con respecto a la situación geográfica y a la historia cultural de mi país que yo podría situar esa “peruanidad”, mi “peruanidad”. El hecho de que yo haya nacido en una familia de cultura y de costumbres completamente occidentales, en un país lejos de las grandes metrópolis culturales, y que dependía y depende todavía en cierta manera culturalmente de ellas ilustra un aspecto importante de mi identidad cultural. En mi infancia no tuve mucho contacto ni con el arte precolombino ni con el arte colonial del Perú. En el colegio nos enseñaban la historia de las culturas pre-‐incas e incas así como la de la época colonial, pero el acento no estaba puesto tanto sobre el arte. Aprendíamos las cosas bajo una óptica occidental un poco decimonónica y el arte precolombino era estudiado como algo agotado, así como el arte azteca o el arte egipcio —un arte y una estética que ya habían vivido, su ciclo ya había concluido, su tiempo cumplido. Ese arte era el vestigio de un pasado, de una cultura no occidental que ya no estaba totalmente viva como antes de la conquista. Además, como el contacto con el arte moderno en el colegio era prácticamente inexistente, no teníamos referentes modernos como Paul Klee, Albers u otros, que hubiesen podido sensibilizarnos en relación al arte del antiguo Perú y hacernos ver lo que había de admirable, de recuperable en él. Yo sé que la experiencia de otros artistas fue muy diferente de la mía. Conozco gente que muy temprano en su vida tuvo un contacto estético importante y hasta esencial, ya sea con el arte precolombino o con el arte colonial del Perú. El arte precolombino ha dejado una marca profunda en muchos artistas peruanos importantes. En mi caso, el modelo por excelencia era el occidente europeo o norteamericano, de donde
provenía la casi totalidad de nuestra cultura. Podría decir que mi cultura y mi relación al arte se construyó con la mirada dirigida hacia las metrópolis occidentales, la especificidad peruana quedando en la periferia. No hay que olvidar que hasta los años de 1970 —yo me fui del Perú en 1975—, la actualidad artística estaba centrada en Europa y los Estados Unidos y que, además, el debate sobre la significación colonialista o post-‐colonialista de esta situación estaba en gran parte todavía en esa época determinado por la intelligentsia marxista occidental. La agenda intelectual, en todo caso en el campo del arte, aún no había pasado a ser posmoderna ni las narrativas plurales. Es pues, sobre todo, una mirada lejana, ansiosa e ingenua hacia los polos culturales occidentales lo que me ha formado e inspirado y lo que, a pesar de vivir en Europa desde hace tanto tiempo, me forma todavía. Ser peruano y amar profundamente el arte y la cultura europea, estar embebido, pero siempre sabiendo que no soy europeo y que no podré nunca serlo, que siempre estaré lejos, constituye en gran parte mi peruanidad. Ph. C.: ¿Cual sería el estatus de tus trabajos anexos? Te lo pregunto pensando en la idea de que esos trabajos que llegaron más tardíamente a tu obra abren un nuevo espacio de representación y parecen más cercanos a las búsquedas actuales, sobre todo en lo que concierne a la citación y el lugar de la palabra frente a la imagen. P.P.: Concibo mis fotograbados, mis serigrafías y más recientemente mis digigrafías como un complemento de mi pintura; una manera de explicitar las cuestiones que son parte de mí, de proponer un statement o de poner en evidencia ciertos aspectos de mi búsqueda pictórica. Generalmente, estos trabajos consisten en una reflexión, donde la imagen y el verbo se unen en una síntesis conceptual que trata específicamente sobre mi actividad pictórica; otras veces su relación con la pintura es menos directa y tratan más sobre mis intereses filosóficos o mis posiciones estéticas. Pero esas obras están siempre ligadas de cerca o de lejos a mi trabajo de pintura, de donde proviene su razón de ser. Es verdad, esas obras no nacieron al mismo tiempo que la pintura, sino que llegaron más tarde y tienen que ver con el contexto en el cual me encontraba en la época. Fueron para mí una manera de “abrir una puerta” sobre la particularidad de mi pintura, una manera de hacerla más accesible a un público, a una crítica que yo percibía como menos interesada en la pintura —y sobre todo en una pintura que, sin pasar por la fotografía, utilizaba el espacio perspectivo y que era de una factura sensual, sensorial y artesanal— que en un arte de orden puramente conceptual y distanciado. Sin embargo, quisiera precisar que estos trabajos han formado parte de mi obra desde mi primera exposición individual y que a partir de entonces han acompañado casi todas mi exposiciones. Estas obras me han ayudado y motivado considerablemente en mi reflexión sobre mi pintura, creando una suerte de dialéctica entre la pintura, su factura, su contenido más bien contemplativo y su difícil contexto histórico. Mis trabajos más recientes en el campo de lo múltiple están basados conceptualmente en la concepción hermética, que hizo furor en el Renacimiento, en las correspondencias entre el microcosmos (el hombre) y el macrocosmos (el mundo, el universo). Citando dos obras aparentemente dispares de dos grandes artistas europeos de diferentes épocas, afirmo mi filiación con la tradición pictórica de Occidente. Una de las imágenes indica mi interés por los receptáculos en tanto objetos que esperan un contenido y, por extensión, por los paisajes que representan una cavidad, un estanque. Es el caso del paisaje con lago, por ejemplo, pero trato de sugerir lo mismo a partir de la figura humana.
No sé si continuaré haciendo estos “trabajos anexos”, como tú los llamas, ya que no nacen de la misma necesidad interior que las pinturas. Ellos pertenecen más a la necesidad de justificar que a la de mostrar. Constituyen en cierta manera el aspecto exclusivamente cerebral, discursivo y estratégico de mi obra, su lado “frío” y “ligero”, si uno quiere, lo que no implica que estén desprovistos de una cierta poesía. Las citaciones, síntoma tan posmoderno, vienen de aquello que me apropio, de lo que incorporo a mi trabajo: conceptos, dichos, inventarios, fragmentos de lecturas, obras de arte que me nutren. En rotundo contraste con mis pinturas, no es extraño que estos “trabajos anexos”, por su factura “tecnológica” y su ausencia casi total de intervención artesanal, por su acabado impersonal y hasta industrial, parezcan más actuales, teniendo en cuenta la postura de distanciamiento y de mediación característica de tantas de las creaciones propias de la época. Por otro lado, se podría decir que la acumulación masiva de letras, de signos y de palabras que termina por hacer aparecer las imágenes en estos trabajos constituye como un eco de la enorme acumulación de toques pictóricos que hacen surgir la imagen en la superficie de mis pinturas. Estas obras se integran aparentemente sin problema, sin suscitar sospechas ni resistencias en el contexto artístico actual. Casi impermeables a los prejuicios contemporáneos, su sola presencia hace que mucho antes de ser comprendidas (suponiendo que alguna vez lo sean), cautiven e intriguen y sean generalmente aceptadas de entrada. Felizmente…