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MURCIA

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DISCURSO INAUGURAL LEIDO EN LA

ACADEMIA JÜEIDICA POR SU PRESIDENTE

D. TOMÁS SANCHEZ TEMBLEQU RESÚM EN DE LAS ACTAS DEL CÜRSO DE 1377 Á 1070 POR

D. JA C IN T O ZORRILLA Y MATEO S E C R E T A R I O DE LA MÍSALA

MADPJD ESTABLECIMIENTO TIPOGRAFICO DE FERNANDO CAO, d b

3 5 v a :A R T iis rE z ;,

1878

i.

^EÑ O R ES

yiOADÉMlOOS!

En cumplimiento de un deber que el reglamento y la gratitud me imponen de consuno, vengo por segunda vez á molestar vuestra aten­ ción desde esta tribuna, con ánimo de decir cuatro palabras acerca ue la libertada religiosa. • Al decidirme por este punto entre los muchos que la Ciencia del Derecho tiene hoy puestos á discusión, no se me han ocultado la tras­ cendencia y la gravedad que entraña, ni las grandes dificultades que de diferentes lados se oponen á una solución para todos teórica y prác­ ticamente aceptable. Si únicamente hubiera mirado la cuestión bajo este primer punto de vista, reconociendo como reconozco la escaséz de mis dotes intelectuales para tan àrdua empresa, yo mismo me habria recusado y declarado incapáz de llevarla á cabo, aunque no fuese más que con un mediano éxito, dejando su realización á una de esas inteligencias privilegiadas, que impasibles saben hacer frente y dar solución á los más intrincados problemas jurídicos. Pero no me he deiado llevar de esta primera impresión por desagradable que ine haya sido. La importancia misma del tema y su innegable oportuni­ dad en el momento histórico presente en todo el mundo y especial­ mente en nuestra patria; la preferencia que la mayor parte de vos­ otros habéis dado á todas las cuestiones de esta índole en la última campaña académica; los empeñados combates que durante ella ha­ béis sostenido contra el ultramontanismo, el cual, con gran sorpresa de todos aquellos que los han presenciado, siempre ha sido el primero en abandonar el campo: unas veces rechazado por el irresistible em pule de los decididos defensores de la libertad religiosa; otras alegan­ do para rehusar la lucha fútiles pretextos, tales como el considerar la cuestión del celibato eclesiástico esencialmente dogmática; a rela­ tiva á la soberanía temporal del Papa, que se discutía cuando el lúgu-

— 4 — bre tañido de la campana anunciaba al mundo católico la muerte del último representante de este derecho histórico, como punto dogmáti­ co también; la de las relaciones entre la Iglesia j el Estado del mismo modo , hasta el extremo de no encontrar dentro del vasto campo del Derecho canónico tema alguno que no mirase como dogmàtico ó cuasi dogmático, y cuya discusión no estimase extemporánea y al­ tamente peligrosa; todo esto, unido á cierta tendencia de mi parte al estudio de la cuestión religiosa bajo su aspecto jurídico, me ha deci­ dido á optar por la que dejo enunciada, á pesar de sus dificultades, confiado en que por este motivo hoy rnénos que nunca me ha de faltar vuestra benevolencia. El plan que me he trazado para hacer el estudio y la exposición del tema es de todos vosotros hárto conocido. La libertad religiosa se presenta á los ojos del jurisconsulto como un derecho verdadero ó fal­ so; todo derecho puede y debe ser considerado en si mismo^ en stc

fundamento racional y en su desenvolvimiento histórico: la nocion, el fundamento y el proceso histórico de la*“libertad religiosa serán, por consiguiente, el objeto de mi discurso, si me permitís dar tal nombre á este humilde trabajo, que no tiene para mí otro mérito que el de ser la expresión franca y leal de mi pensamiento, sobre un punto que re­ clama imperiosamente en nuestra patria una solución pronta y defi­ nitiva en vez de ineficaces paliativos, que, léjos de satisfacer, irritan á los defensores y adversarios de l'a libertad religiosa, y hacen imposi­ ble á despecho del progreso el planteamiento de la libertad de la ciencia.

I.

¿Qué es, pues, la libertad religiosa? Esta sencilla pregunta, dirigida desde este mismo sitio en dias no muy lejanos que pasaron para no vol­ ver, hubiera sido uno de los delitos más graves que de común acuer­ do castigaban la Iglesia y el Estado con las penas más atroces; pero gracias al movimiento progresivo de nuestra sociedad, negado única­ mente por los que sólo tienen ojos para ver trasnochados ideales que se ocultan para siempre en el tenebroso horizonte del pasado, me es permitido formulada en este instante sin el más ligero temor de que la espada de la justicia caiga sobre mi cabeza, y sin que la férrea mano de la intolerancia religiosa venga á ahogar mi voz. La libertad, como atributo esencial del hombre, por nadie es hoy

__ 5 — puesta en duda. Hubo un momento en que no sólo los legisladores sinó también los grandes filósofos llegaron á negar este principio; mas Aristóteles ha sido desautorizado en este punto por el sentido co­ mún de la civilización cristiana, y la razón escrita del gran pueblo, en cuanto á la esclavitud se refiere, ha sido condenada sin ser oida por los pueblos modernos, para quienes hombre y libertad son sinónimos. No les preguntéis en tono magistral qué es la libertad^ porque acaso como pueblos son adolescentes en general, y no están aún en condi­ ciones de definir científicamente sus ideas, obra de la madurez y de la reflexión; haced tremolar á su vista la bandera del progreso, y los vereis correr presurosos á la realización de su ideal; desplegad al viento el negro estandarte que simboliza sus pasadas desventuras, y permanecerán mudos y silenciosos en actitud de defensa, si no son sorprendidos por la astucia de la reacción, y sí vencidos por un m o­ mento, aguardando con impaciencia la hora de la redención. El pre­ dominio del sentimiento de libertad es un hecho innegable; tras él vendrá el período de la reflexión, y entóneos serán estériles todos los esfuerzos de los poderes históricos, encaminados á dar vida á las ins­ tituciones que se derrumban. La Ciencia, sin embargo, guia invisible de las modernas sociedades hácia su ideal, no marcha al través de las tinieblas; tiene conciencia de su misión, sabe el fin a que se dirige ó el ideal que persigue, cono­ ce los medios que á su realización conducen, y no ignora las grandes dificultades contra las cuales tiene que luchar: por eso los pueblos que la siguen no se apartan del camino derecho^ sinó cuando las infunda­ das pretensiones de la tradición son obstáculos á su libre desenvolvi­ miento. Porque ¿quién tiene derecho á oponerse á la realización del gran­ dioso ideal de los tiempos modernos, consistente en la libertad consi­ derada como facu ltad que tiene el hombre de determinarse á im ­

pulso propio en todas sus relaciones dependientes de la voluntad., den­ tro de las condiciones que Dios le ha prescrito en su naturaleza''^' ¿Acáso los mismos que ayer tronaban contra el despotismo pueden presentarse hoy ante la sociedad con la pretensión de haber llevado á cabo en unas cuantas horas de pasión y exclusivismo la obra magna que la humanidad no ha podido realizar en muchos siglos, y para cuya consumación, dentro de los límites siempre franqueables de nuestra finitud, son indispensables la cooperación de todos y el mayor desin­ terés? Tal pretensión fuera vana. Y si estos no tienen derecho á opo­ nerse al movimiento que conduce á un fin cuya legitimidad es indis­ cutible, su resistencia es injusta, y como tal debe ser removida me­ diante el ejercicio del derecho á la libertad., que tiene su origen en Dios mismo: quien concedió el fin no pudo ménos de otorgar los me­ dios, ó hizo de peor condición á la víctim a que sufre, que al tirano que oprime injustamente.

Pero la libertad, una en su esencia, es varia en sus manifestaciones, y, si dentro de esta variedad cabe establecer categorías, la suprema­ cía corresponde indudablemente á la libertad religiosa. Difícil ha sido en todo tiempo sostener las irritantes limitaciones de libertad que el hombre ha sufrido en el trascurso de los siglos; sólo la fuerza bruta puesta á las órdenes de la arbitrariedad, ha podido ha­ cer que la esclavitud, la mayor de todas las injusticias históricas, haya sido una verdad, ¿qué digo una verdad? un hecho consagrado por el derecho escrito y nada más que un hecho; pero cuando un poder opre­ sor ha intentado encadenar la conciencia religiosa de un pueblo, si éste se ha negado á sufrir tal imposición, todo esfuerzo ha sido inútil, todo procedimiento estéril, una simple protesta ha bastado para des­ concertar todos los planes. ¿Cómo explicar esta diferencia entre la li­ bertad en general de un lado y la libertad religiosa de otro, sinó por la supremacía de esta última? Si me preguntáis ahora qué es la libertad religiosa, la contestación no es difícil. Lo que se da en el género no puede ménos de darse en la especie; lo que se dice del todo, que aquí es la libertad, no puede mé­ nos de afirmarse de la parte ó sea de la libertad religiosa; si la liber­ tad en lo común á todas sus manifestaciones es lo que os he dicho cuando la he definido como ideal de las modernas sociedades, la li­ bertad religiosa no será otra cosa que la facu ltad que tiene el hom­

bre de determinarse à impulso propio .... Pero bajo lo común manifiesta siempre lo propio ó peculiar de las especies, del mismo modo que bajo la idea de humanidad, que ex­ presa lo común esencial á todos los hombres, caben y se armonizan las diferencias de razas, naciones, familias é individuos. Considerada en sí misma, la libertad religiosa se distingue por su fin de la liber­ tad en general; es una manifestación, la manifestación más elevada de la libertad de la conciencia, y consiste en facu ltad que tiene todo hombre de cultivar motu proprio las relaciones que le unen con Dios,

tal cual se reflejan en su conciencia, sin más limitaciones que las que le imponen la moral y el derecho, fines armónicos con la religión. Lo que para el psicólogo es una facultad, para el jurisconsulto es un derecho-, lo que aquél llama hombre, para el jurisconsulto se con­ vierte en ciudadano. Mirada, pues, bajo el prisma jurídico, la libertad religiosa es el derecho que tiene todo ciudadano à profesar la religión que en su conciencia estime verdadera, con las limitaciones comtmes á todo derecho sancionadas en la ley penal. El análisis de esta definición no sería del todo inoportuno, hoy que alguna de sus palabras es objeto de reñida controversia entre nues­ tros jurisconsultos; mas deseoso de ser breve, y confiado en que si la cosa definida descansa en un verdadero fundamento racional, la fór­ mula del concepto es accidental, paso á determinar el punto de apo­ yo de la libertad religiosa.

7 —

II.

« Para pedir al legislador el reconocimiento y la consagración de un derecho no hasta afirmar su existencia; preciso es además probar, no sólo su realidad, sinó también su oportunidad. La prueba de la realidad del derecho afirmado se obtiene por un doble procedimien­ to: haciéndole derivar de la naturaleza humana, fundamento eterno de todo derecho, como condición necesaria para la realización de un fin que el hombre debe cumplir, y poniendo de manifiesto lo absurdo, lo irracional, y, si es preciso, lo ineficaz de su negación; la de su oportunidad, haciendo ver que, juntamente con ser aquel derecho condición esencial para un fin racional, responde á una necesidad tan vivamente sentida en el momento que su consagración se pide, que sin ésta se ahoga una aspiración legítim a de la sociedad y se siguen necesariamente funestas consecuencias. Si dadas todas estas condi­ ciones el legislador permanece en actitud pasiva ó abiertamente hos­ til á las legítim as exigencias de la opinion pública que pide respetuo­ samente lo que tiene derecho á obtener, léjos de ser aquél la represen­ tación genuina de todos los ciudadanos, se convierte en un poder ar­ bitrario que es preciso aniquilar; porque si atendibles y respetables deben ser para él hasta las preocupaciones de los pueblos, no tiene el derecho á contrariar sinó el imperioso deber de satisfacer sus más le­ gítim as aspiraciones. Del doble aspecto bajo el cual ahora se nos presenta la libertad reli­ giosa, voy á examinar principalmente en este capítulo el’fundamento de aquel derecho, dejando la cuestión de su oportunidad para cuando haga aplicación de los principios al derecho constituido en nuestra patria. La libertad religiosa tiene sus raíces en lo más íntimo de la natura­ leza humana. No es el hombre un mero organismo material dispuesto para funcionar á impulso de las fuerzas ciegas y fatales de la natura­ leza; no es un espíritu condenado á reclusión temporal dentro de este organismo, al cual rige despótica y caprichosamente sin más fin que romper lo ántes posible las ligaduras que le oprimen, para vagar li­ bremente por las regiones de lo infinito sin la pesada carga de la ma­ teria grosera; no es tampoco unaam algám a de estos dos elementos, en la cual predomina el uno ú el otro según que las fuerzas exteriores que influyen sobre cada uno de ellos sean más ó ménos poderosas, y

— 8 — cuyo estado normal sea el de guerra á muerte entre dos rivales irre­ conciliables; el hombre, sin dejar de ser lo que el materialismo dice y lo que en contrario pretende el espiritualismo, es algo más; es, de un lado, un organismo material en que se equilibran todas las fuerzas de la naturaleza, dentro de la cual nace, se desarrolla y muere según le­ yes propias; de otro, un organismo psicológico, síntesis de las fuerzas y leyes del mundo moral; sobre estos dos aspectos relativos, un sér armónico, la armonía más complicada que en la realidad existe y la inteligencia humana puede concebir, donde bajo el principio más alto que á ésta es dado alcanzar, los organismos opuestos se unen fraternalmente sin confundirse, y se influyen recíprocamente sin ne­ garse; es, en fin, una imagen y semejanza de Dios, un microcosmos, según la expresión de antiguo consagrada, cuyos misterios van sien­ do descifrados por la Antropología, la Psicología y la Somatología, y cuyo fundamento real es proclamado por la Metafísica. Este microcosmos ó mundo en pequeño no es un mundo aislado. Si como sér físico es el hombre la determinación más perfecta, el resu­ men más acabado, la síntesis, en una palabra, de la naturaleza, y bajo tal concepto mantiene relaciones con todo lo que le rodea dentro del mundo infinito de la materia, como ente psicológico unido al cuerpo, ofrece un conjunto de relaciones mucho más complicado. El espíritu humano tiene ante todo un privilegio que no alcanza á los demás séres. Por medio del sentido intimo en sus dos manifesta­ ciones, el sentimiento inmediato y la conciencia, el alma se relaciona consigo misma bajo todos sus aspectos, en todas sus manifestaciones, desde el yo indeterminado, gérmen de nuestra personalidad, punto de partida para la formación de la obra del conocimiento, y principio á la vez de la ciencia analítica, hasta la más concreta de sus mani­ festaciones, llamada comunmente hecho de conciencia. Más aún; el espíritu humano en la plenitud de su desarrollo, no sólo se conoce, se siente y se ama, sinó que tiene además la propiedad de complicar más y más esta triple relación inmanente, constituyéndose en la m is­ ma relación de un modo positivo ó negativo con aquellas tres prime­ ras determinaciones, y combinándolas entre .sí de la manera que en­ seña la Psicología hasta llegar al más alto grado de intimidad po­ sible. Estos principios, señores académicos, no son un misterio para el entendimiento humano, por más que así lo crea cierta escuela, que, ó falta de razones para combatir y de inteligencia para comprender las doctrinas contrarias á las que ella sustenta, ó harto convenci­ da del triunfo efectivo de la razón en las altas regiones de la ciencia é inminente en el teatro de la vida real, no emplea en las más sérias discusiones otras armas que el ridículo, sin pensar que si su conducta fuera imitada por el adversario, éste tendría mucho más que ridiculi­ zar en el fondo y en la.forma de las pasadas y añejas teorías de la es­

— 9 — cuela á que me refiero; los principios ántes enunciados son verdades elementales de Psicología esperimental, verdades que el sentido co­ mún admite, y principios que el cristianismo proclama; y siendo á la vez el punto de partida para resolver la cuestión de la libertad reli­ giosa y el fundamento más sólido en que ésta descansa, voy á permi-tirme breves consideraciones sobre cada uno de ellos, á fin de poner de manifiesto con la mayor claridad que me sea posible las relacio­ nes del alma consigo misma tal cual hoy nos las presenta la única autoridad competente en esta materia: la ciencia psicológica. Que el espíritu humano en la plenitud de su desarrollo se conoce, se siente y se ama, es una verdad que no necesita demostración. Po­ nedla en duda ante el hombre ménos ilustrado, y una protesta ruda, pero elocuente, como todas las que nacen del fondo de la concien­ cia, será el único argumento que opondrá á vuestro excepticismo; desconocedla á la faz del mundo cristiano, y os constituiréis en abierta oposición con él, porque desconocéis una de las más altas máximas del cristianismo: el sacrosanto principio de la fraternidad universal; negadla, en fin, y la afirmáis, porque negar que el alma se relaciona consigo misma, es afirmar de algún modo esta relación. No necesito exponer á vuestra consideración todas las consecuencias que en los órdenes religioso, moral y jurídico se seguirían de tan incon­ cebible negación: la responsabilidad dentro de estas tres órdenes de relaciones habria desaparecido, el hombre sería el peor de los anima­ les, la sociedad imposible. Que la triple relación inmanente del alma consigo misma no es sólo tan sencilla como ántes he manifestado, sinó mucho más com­ plicada, siendo posible al espíritu humano referir unas á otras y com­ binar más aún aquellas tres primeras determinaciones hasta llegar al más alto grado de intimidad posible, es una verdad tan evidente como la anterior. No es mi ánimo desarrollar esta tésis con toda la latitud de que es susceptible; para ello tendría que arrancar á la Psicología uno de sus capítulos más extensos é importantes, que excede con mucho á los lím ites de un discurso académico, y siéndome imposible hacerlo en este momento, me limitaré á poner de manifiesto la verdad de las afirmaciones anteriores, basándome en una autoridad que no os ha de parecer sospechosa: me refiero á la máxima cristiana, ama... al

prójimo como á ti mismo. En efecto; para que el hombre pueda amar al prójimo como á sí mis­ mo, para que el principio de la fraternidad universal que el cristia­ nismo proclama sea una verdad y pueda ser algún dia un hecho efec­ tivo en la vida, es preciso ante todo que el hombre se ame á si mismo. Si amar es querer con el corazón, fuente del sentimiento, para que el hombre se ame, es indispensable que tenga el sentimiento de s i mismo. Y como nada se quiere que de algún modo no se conozca, el amor del hombre á sí mismo supone el conocimiento, la conciencia de si. Hé 2

— 10 — aquí, pues, la confirmación más completa de la triple relación inma­ nente de que ántes os he hablado. Pero hay más aún. Si el hombre debe amar á su prójimo como á s i mismo, para que este deber moral pueda ser cumplido, menester es, además de aquellas tres condicio­ nes, que el hombre sepa cómo debe amarse, lo cual supone la aplica­ ción de una determinación del sentido íntimo, la conciencia, á las de­ más, y confirma la posibilidad de referir unas á otras y combinarlas entre sí. Pero no es el espíritu humano un sér que vive encerrado en el or­ ganismo corporal sin relación alguna con el mundo exterior hasta que es llegado el momento fatal, desiderátum del espiritualismo, en que rompe para siempre los lazos que le unen con el cuerpo. Si tal fuera nuestra condición en la vida presente, el suicidio sería el cami­ no más derecho para llegar al cielo; pero por fortuna no es cierta la premisa de donde se deduce lógicamente tan terrible consecuencia. El alma por medio de los sentidos se pone en comunicación con el mundo exterior sensible, y mediante la razón con el mundo superior de las ideas, las causas, los principios y las leyes; de uno y otro lado recibe influencias que la determinan, pero esta determinación no es fatal, por grande que sea el influjo de los hechos y de las ideas. Dota­ da el alma de un quid divinum que es la libertad, para que el hombre traduzca su actividad en hechos no bastan las excitaciones producidas en el sistema nervioso, ni los poderosos atractivos de las ideas de lo verdadero, lo bueno, lo justo y lo bello, ni los mandatos categóricos de la conciencia; más aún, no bastan ni los preceptos ni los consejos que todas las religiones positivas ponen en boca de sus dioses diri­ giéndose directa ó indirectamente á los hombres, á pesar de las terri­ bles sanciones ultra-tumba que acompañan á algunos de ellos. El hombre, á quien el atributo que más distingue y eleva en el cuadro de la creación es la libertad, puede ceder á los impulsos de esas fuer­ zas que constantemente le solicitan; no sólo puede ceder, sinó que de hecho cede ordinariamente, abandonándose á las corrientes en que su doble naturaleza se determina; pero reinando en el mundo del espíritu la libertad, en contraposición al principio de la fatalidad que preside á todas las manifestaciones de la materia, la voluntad humana, léjos de dejarse llevar de los impulsos del bien, puede sobreponerse á ellos, y, rompiendo el eterno código en que se reflejan las leyes del mundo moral, moverse sin más norte ni gu ía que el capricho y la arbitra­ riedad. Hay, por consiguiente, en el hombre un mundo interior, en el cual sólo pueden tener entrada como principios determinantes aquellas influencias que han obtenido el pase de la voluntad: este mundo inte­ rior es la conciencia. Cuando en virtud de la propiedad que tiene de aislarse y concentrarse en sí misma se cierra á los influjos exteriores, vengan de donde vinieren, no hay poder humano capaz de vencer su

— 11 — resistencia; la fuerza bruta que científicamente ejercitada llega á obrar prodigios, puede vencer las mayores resistencias físicas; pero franquear el paso para invadir los dominios de la conciencia, jamás: cuantas veces lo ha intentado ha sido impotente, lo es en el presente, y lo será en el porvenir; la conciencia es un recinto sagrado é inviola­ ble dice el sentido común; su impenetrabilidad es tanto mayor, cuanto más se complica el tejido de las relaciones en que el alma se une consigo misma. _ ^ Ahora bien; si la religión es algo que á la conciencia se refiere, y esto es innegable, la conclusión anterior sería por si sola razón sufi­ ciente para rechazar desde luego toda solución contraria á la liber­ tad religiosa. Donde no hay libertad hay coacción. Todo sistema con­ trario al de libertad religiosa ha de fundarse más ó ménos en el principio de la fuerza. ¿Qué eficacia podrá producir contra la negación de la conciencia á aceptar una verdad religiosa que se intente impoPero ne es esto solamente lo que sirve de fundamento á la libertad religiosa; hay razones mucho más elevadas que la abonan, y ciso determinarlas. , , . 1 Las relaciones anteriormente afirmadas no son las únicas queel hombre mantiene. El espíritu humano se une al cuerpo, y sirve como un dócil instrumento en cuanto respeta sus propias le­ yes. Mediante los sentidos se relaciona también con el mundo exte­ rior, presencia en el espacio el grandioso espectáculo de los fenó­ menos de la naturaleza, rasga con una sola mirada el tupido velo de los siglos, penetra en el pasado del mundo moral, vé sobre la su­ perficie del planeta pueblos que ya no existen, sociedades que se di­ solvieron, grandes imperios que se derrumbaron; estudia sus leyes, usos y costumbres, su lengua, sus ciencias y sus artes, su industria, su comercio y su religión; reconstruye en la imaginación los templos de sus dioses; oye los tristes gemidos que exhalan las generaciones . que pasaron, víctimas de la ignorancia ó del despotismo; presencia los encarnizados combates librados contra la tiranía, las titánicas lu­ chas de pueblos contra pueblos, razas contra razas, civilizaciones con­ tra civilizaciones; hieren sus oidoslos gritos de alegría lanzados por los pueblos que consiguen dar un paso en el camino de su redención; sigue á éstos en su marcha progresiva, llega con ellos al a p o p o de su grandeza, y los acompaña en la época de su decadencia hasta los bordes mismos de su tumba; vuela entónces á otras regiones, encuen­ tra nuevos pueblos, los sigue igualm ente, y de este modo j a siempre en pos de la humanidad durante su penoso desenvolvimiento hasta llegar á su estado actual, que ofrece al observador un espectáculo no ménos sorprendente que el de la naturaleza. Todo esto, sin embargo, no consigue llenar las legitim as aspira­ ciones del espíritu humano. Sobre lo contingente, accidental y va-

e

~ 12 riable, supone algo estable y permanente, algo que dé unidad y con­ cierto á la infinita variedad de hechos que los sentidos le suministran; y siendo éstos impotentes para alcanzar el nuevo órden de cosas á cuyo conocimiento aspira, la razón se pone entónces en movimiento y cumple su misión en la obra de la Ciencia. Bajo el prisma racional, no es ya la naturaleza el bello desórden de fenómenos que mediante los sentidos se refleja en la conciencia; el mundo moral un conjunto de espíritus aislados que se determinan arbitrariamente, y la humanidad la mera suma de individuos de este género que bullen y se agitan en la superficie de la tierra, sin más móvil que el sensible, sin más derecho que la fuerza y sin otro fin que satisfacer sus apetitos, aunque para ello sea necesaria su mùtua des­ trucción; la naturaleza se presenta como un sér armónico, infinito en su género, donde sobre el aparente caos de lo sensible reina la más perfecta armonía; el mundo moral como la antítesis de la naturaleza, y la humanidad como la síntesis de estos dos mundos, en la cual se realizan en el más alto grado los tres grandes principios de todo or­ ganismo: la unidad, la variedad y la armonía. Tres mundos infinitos aparecen ya ante el espíritu; sorprendente cúmulo de materiales le rodean, sobre los cuales puede ejercitar sus fuerzas; principios, causas, leyes y hechos de tres órdenes distintos puede ya estudiar; mas todo esto no es todo lo cognoscible. La unión de los dos mundos elementales para constituir en la humanidad el compuesto y más complicado, es innegable; el hecho de su armonía evidente, puesto que reflejándose ésta en el más alto grado en la na­ turaleza humana, todo hombre culto ó inculto puede deponer acerca de tal hecho sin más que interrogarse á sí mismo. Ahora bien, ¿bajo qué condición se realiza en la naturaleza humana la armonía entre el espíritu y el cuerpo, ó entre el mundo físico y el mundo espiritual en el Universo? Tal es, señores académicos, la grave cuestión que surge naturalmente después de haber reconocido la existencia de dos mun­ dos elementales y la unión armónica de ambos. El fundamento de esta unión no puede ser la naturaleza, porque entónces el espíritu sería una determinación de la materia, el pensa­ miento una secreción del cerebro, el sentimiento un producto mate­ rial del corazón, y la libre voluntad un agente ciego y fatal como el vapor ó la electricidad. No puede serlo tampoco el espíritu, porque en este caso la materia, y como tal nuestro cuerpo, seria una deriva­ ción del elemento opuesto, y los agentes físicos una degeneración de los agentes psicológicos. ¿Dónde está, pues, el principio de la armonía del Universo? Si la mera observación de esos grandes sistemas astronómicos que se^ ciernen en el espacio infinito lleva irresistiblemente al entendi­ miento humano á suponer la existencia de una mano omnipotente que los tiene suspendidos de misteriosos hilos imperceptibles á núes-

~ 13 — tros ojos, hasta afirmar con elocuente acento; O cdi en arra7itglorian D ei, no es posible negar la existencia del Principio Absoluto, sea cual fuere el nombre con que se le designe, ante una armonía mucho más complicada que la de la Naturaleza, cual es la unión de ésta con el Espíritu en el Universo. Dios no puede ménos de existir, y si no exis­ tiera, no por eso quedaría triunfante el ateísmo: la inteligencia hu­ mana tendría necesidad de inventarlo, según la expresión de un filó­ sofo, aunque no fuera más que por la conveniencia de darse un punto de reposo en su marcha ascendente en busca del total objeto del cono­ cimiento. No trato en este momento de determinar las relaciones que al hom­ bre unen con Dios, ni de exponer el procedimiento mediante el cual el espíritu humano llega á obtener, además de la necesidad de la existencia, que la razón proclama, la v ista real del P rin cipio Abso­ luto, indispensable para conocerlas. Estas relaciones, sean las que fueren, no pueden ménos de existir, porque sin ellas Dios serta inne­ cesario; y Dios no puede ménos de reflejarse en la conciencia, porque sin esta vista real fuera imposible al hombre conocerle, é imposible también cultivar las relaciones que con El le unen. Mas sí los pueblos bárbaros, teniendo un sentimiento tan exaltado de su individualidad que no admitían hombre superior al hombre, cuando aún vivían en el estado primitivo, esto es, cuando todavía no habían traspasado los lí­ mites del mundo sensible de la naturaleza, sinó que sólo veian en el espacio una aparición y desaparición sucesiva y fugaz de fenómenos naturales, eran llevados por una fuerza irresistible á reconocer su su­ bordinación á un algo superior, de tal suerte que cuando la tempestad se cernía sobre su cabeza y el rayo y el trueno herían sus sentidos, corrían presurosos en busca de su arco y lanzaban sus flechas á las altas regiones, creyendo que en ellas sus dioses estaban en guerra con los dioses enemigos, é ineludible el deber de salir á la defensa de aquellos; si esto hace en la misma ó parecida forma todo sér racional que vive entregado al mero conocer por los sentidos, pero que tiene vírgenes todas las demás fuerzas de su alma, ¿qué debe hacer el hom­ bre civilizado que tiene conciencia de sí y ha llegado á cultivar las más nobles fuerzas de su espíritu, ante un Principio Absoluto superior á la naturaleza, al espíritu y á la humanidad, y fundamento de la ar­ monía que en ésta se realiza y de todas las armonías del Universo? ¿Podrá permanecer indiferente á la vista de Dios? Imposible. Unido á El en relación de conocimiento dentro de los límites de la finita inte­ ligencia humana, desde el momento en que ésta conoce á Dios de al­ gún modo, no puede ménos de despertarse en el alma un sentimiento elevado, el más puro de todos los sentimientos, el sentimiento reli­ gioso, y la voluntad determinarse en la vida según aquel principio. Entónces es cuando el hombre ve en sí mismo la imagen y semejanza de D ios, y reconoce la necesidad de vivir según El.

— 14 — Vivir según Dios: tal es el ideal del cristianismo en toda su pureza. Porque no es el vínculo religioso una mera relación de sentimiento; ántes que esto lo es de conocimiento, porque nada se siente que de algún modo no se conozca; y lo es también de voluntad, porque todo aquello que la inteligencia conoce como verdadero y el alma siente como bello, es generalmente querido como bueno; el vínculo religioso es un vínculo total, una relación que une al hombre íntegram ente con Dios. Las religiones que han olvidado esta verdad fundamental no han podido satisfacer todas las necesidades religiosas del espíritu humano. El mero sentimiento religioso engendra el fanatismo y hace al hombre cruel para con sus semejantes, en abierta oposición con la máxima cristiana: Ama... al prójimo como d ti mismo. La simple rela­ ción del conocimiento con Dios no mueve al hombre á vivir religio­ samente, porque entónces la voluntad no se determina á ello ó lo hace fríamente. Para que la religión exista, para que sea una verdad teó­ rica y prácticamente, es indispensable que la inteligencia preste luz y el sentimiento calor á la voluntad. Sin estas dos condiciones, las re­ ligiones arrastran una vida lánguida y miserable, y léjos de ser la expresión fidelísima, son un pálido reflejo de la Divinidad. Ahora bien; si la existencia del fin religioso para el hombre es inne­ gable; si su cumplimiento es necesario, aunque libre y espontáneo; si tiene sus raíces en lo más íntimo del espíritu humano, no puede mé­ nos de existir un conjunto de condiciones dependientes de la libre voluntad, sin las cuales su realización es imposible. Todo derecho es condición para un fin; todo fin supone un derecho. Si, pues, las reía ciones jurídicas de un órden cualquiera se califican atendiendo al fin para que sirven, aquel conjunto de condiciones jurídicas inherentes al órden religioso constituyen el órden juridico-religioso, el cual comprende entre otros y como fundamental el derecho de libertad religiosa, en el concepto ántes formulado. Y, por último, si el fin de­ termina los medios y el derecho es condición para todos los fines de la vida humana, fundada la necesidad religiosa que el hombre siente, en lo más íntimo del espíritu, en esta base y no en otra descansa todo el órden jurídico-religioso, siendo, por consiguiente, la naturaleza humana el fundamento eterno de la libertad religiosa.

15 -

IV.

Al mismo resultado conduce el segundo procedimiento, consistente en negar al ciudadano el derecho de libertad religiosa, y poner de manifiesto las consecuencias necesarias y lógicas de esta negación. El legislador no hace al ciudadano, sea individuo, sea persona moral ó colectiva. Independientemente de la voluntad de aquél, tiene éste una personalidad jurídica encarnada en su naturaleza, siendo la única misión del poder legislativo reconocerla y garantizarla, tan luego como se manifieste para perseguir un fin legítim o. Negar esta personalidad cuando el fin es racional, es querer reformar el plan de la creación, cuyo Autor puso al lado de cada fin derivado de nuestra naturaleza los medios jurídicos indispensables para su realización, y

hacer prevalecer un imposible. La negación de la libertad religiosa se encuentra en este caso. Entre las muchas formas que esta negación puede afectar, las prin­ cipales, únicas que me propongo examinar, son las siguientes: ó el Estado niega en absoluto al ciudadano el derecho natural que tiene á profesar la creencia que estime verdadera, no admitiendo religión alguna en el seno de la sociedad, ó le impone un Dios oficial con exclusión de cualquiera otro, ó proclama un Dios tolerante, oficial también, en coexistencia con el que cada ciudadano quiera tener por su cuenta y riesgo sin ostentación pública. En cualquiera de estos casos ¿qué es lo que sucede? Si en el primero ha de ser prácticamente una verdad la prohibición absoluta impuesta al ciudadano; si el Estado ha dicho no hay Dios ni, por tanto, religión, ni debe haber en la sociedad ni en el individuo el más ligero asomo de aquellas dos ideas, es indispensable reconocerle los medios necesarios para conseguir el fin que se propone. No entra­ ré yo á detallar cuáles sean éstos; pero todos convendréis conmigo en la necesidad de organizar policía de la conciencia, encargada de ahogar toda manifestación de Dios en el interior del individuo, y reli' giosa en el seno de la sociedad; y siendo para ello indispensable pene­ trar en lo más íntimo de la conciencia del hombre, el procedimiento, los medios y el fin vendrían á ser absurdos é irracionales, como con­ trarios á la naturaleza humana: la conciencia es sagrada é inviolable. No es ésta una situación imposible creada por mi imaginación. To­ dos sabéis que tan absurda teoría ha sido puesta en práctica, y no

— 16 — podéis ménos de recordar con horror los dias de luto que ha propor­ cionado á la humanidad. Pero prescindiendo de esto, y suponiendo que tal como la he presentado sea un imposible, no podréis ménos de admitirla como una verdad de hecho, si os demuestro que todas sus consecuencias se contienen en la segunda forma de la negación de la libertad religiosa, que no es sinó la primera con algunas modiflcaciones. En efecto; si el Estado impone al ciudadano un Dios oficial con ex­ clusión de cualquiera otro pública y privadamente,—que no otra cosa es la tan decantada unidad religiosa que la escuela ultramontana quiere hacer pasar en pleno siglo XIX como el desiderátum de la hu­ manidad,—ya no se trata sólo de arrancar de raíz toda idea religiosa distinta de la que el Estado profesa,—á lo cual se reduce la teoría anterior,—sinó que, ampliando más la negación, se intenta domiciliar en la conciencia del ciudadano un Dios y una religión independiente­ mente de su voluntad. Mas si para hacer valer la primera parte de esta teoría cuando os la presentaba aisladamente y la recibíais, como no podíais ménos de recibirla, con no poca repugnancia, era preciso conceder al Estado el derecho de crear una policía de la conciencia que obrando sobre ésta ahogase toda manifestación religiosa, ¿no será necesario esto mismo para hacer que la unidad religiosa sea una verdad? Y si además de extirpar es preciso obligar á la conciencia á aceptar una creencia, un dogma, ¿no será preciso, además de aquella fuerza, otra fuerza pública que se encargue de franquear el paso para imponer á la conciencia este dogma y esta creencia, el Dios y la reli­ gión del Estado? Y si ántes fué imposible romper el círculo interior del hombre para extraer el gérmen de toda idea de Dios, ¿no lo será también para introducir à f ortiori en la conciencia este mismo prin­ cipio? Si, pues, absurdos é irracionales son, como contrarios á la na­ turaleza humana, los medios y los procedimientos necesarios para hacer valer la primera teoría, absurdos é irracionales son también los procedimientos y ios medios á que el Estado tendría que apelar para que la unidad religiosa fuese una verdad, ó mejor, una apariencia, una ostentación, un terrible mito. Sí; la unidad religiosa, tal cual hoy nos la presenta la escuela ul­ tramontana, no podría ser otra cosa; para que lo fuese era preciso que la naturaleza del hombre cambiase radicalmente, y Dios no está dispuesto á reformar su obra; para que la unidad religiosa fuese una verdad, era necesario que el hombre careciese de una conciencia sa­ grada é enviolable, y el hombre no es tal si no está adornado de esta cualidad; para que el ideal del ultramontanismo no fuese una utópia y á la vez un insulto á la libertad humana, se hacía indispensable que el hombre dejase de ser libre, y el hombre siempre será libre; para que un pueblo se deje imponer este ideal, es necesario que caiga en el mayor grado de ignorancia y envilecimiento, haciendo abdicación

— 17 — de su conciencia, y los pueblos civilizados no se dejan arrastrar de repugnantes ideales; para que la intolerancia triunfe, en fin, á despe­ cho de la libertad religiosa en las modernas sociedades, es condición ineludible que éstas vuelvan á los siglos de barbàrie, y los tiempos pasan para no volver. Hubo un momento en que la aplicación de la teoría de la escuela ultramontana fué un hecho. Unidos por azares de la Historia la Igle­ sia y el Estado; confundidos los dos órdenes de relaciones, el religioso y el temporal; temerosos aquellos dos poderes de que el mundo se es­ capase de sus manos, y creyendo que sumadas sus fuerzas serian bas­ tantes para asegurar por siempre su dominación, intentaron llevar á cabo una obra, que no podia ménos de venir á tierra después de h a­ ber hecho derramar á los pueblos abundantes lágrimas y torrentes de sangre. El Estado poseía la fuerza material, la Iglesia la fuerza moral; aquella necesaria para destruir toda resistencia física; ésta para ven ­ cer toda oposición moral; «unamos nuestras fuerzas, dijeron las dos instituciones, y todo estará bajo nuestra jurisdicción.» Y en efecto, unieron sus fuerzas, intentaron imponer á la humanidad una sola creencia, juraron guerra á muferte á los infieles, vencieron al cuerpo entregándolo á las hogueras, pero no pudieron encadenar la concien­ cia religiosa; la protesta resonó eu el mundo, y los dos tiranos se des­ concertaron. ¿De qué medios se valieron para realizar su intento? La naturaleza de las cosas siempre es la misma; tuvieron necesidad de organizar la policía de la conciencia de que ántes os he hablado, y la organizaron; el ultramontanismo la denomina Santo Tribunal ó San­ to Oficio-, mas la voz de la conciencia herida la llamaba con razón

oprobio del Catolicismo. La tolerancia religiosa: tal es la tercera forma bajo la cual se pre­ senta la negación de la libertad religiosa. No me es posible hacer un estudio detenido de este sistema en sus distintas manifestaciones, porque, mero producto de circunstancias históricas y del momento, cambia y se modifica sin más regla que la conveniencia. En la impo­ sibilidad, sin embargo, de pasarle en silencio, voy á fijarme solamen­ te en aquella de sus formas cuya discusión nos interesa directamen­ te, y cuyos caractéres son: religión oficial y libertad restringida ó interior en cnanto á las comunidades religiosas que no son rechaza­ das por la moral pública. La simple enunciación de estos dos carac­ téres basta para comprender que no se trata de una fórmula definiti­ va, sinó de su sistema de transición altamente peligroso, que lo mis­ mo puede ser reemplazado por el de intolerancia que por el de liber­ tad. Lo más lógico, lo más natural, lo más conforme con la eterna ley del progreso que preside á todas las manifestaciones de la vida humana, es que el Dios oficial sea derivado por los dioses inferiores al grito de igualdad y libertad-, pero no siendo fatal el cumplimiento

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— 18 rde aquella ley, es posible también que el instinto de retrogradacion del Dios Estado, favorecido por ciertas misteriosas influencias, arro­ je del seno de la sociedad á los abismos de la conciencia á los dioses tolerados, y envuelva por un momento á las modernas sociedades en las densas tinieblas del oscurantismo y de la más refinada barbàrie. Esta segunda solución no debe inquietar grandemente a los pueblos que á despecho de la intolerancia supieron conquistar la libertad re­ ligiosa, por más que circunstancias del momento les hayan hecho re­ troceder al estado de mera tolerancia; mas tampoco deben dormirse sobre sus laureles, aunque sólo sea para evitar conflictos inútiles que la intolerancia siempre está dispuesta á promover lo demás; el tiem ­ po lo trae consigo sin necesidad de grandes esfuerzos de parte del hombre. El procedimiento más sencillo para poner á prueba el sistema de tolerancia religiosa, si nombre de sistema merece, sería convocar á una gran reunión á todos los dioses que viven dentro de la legalidad, y hacer que entre sí discutiesen su respectiva situación legal. En tan solemne acto judicial, los dioses tolerados, cualquiera que fuese su procedencia, no formarían más que una sola personalidad; el Dios del Estado otra, y el sentido común sería el amigable componedor de las dos partes. Concedida la palabra al Dios oficial, porque legalm en­ te es el primero y principal, tomando una actitud arrogante y ame­ nazadora se dirigiría á sus contrarios en estos ó parecidos términos;

pcómo queréis que se conceda la libertad plena a vosotros que os con­ sagráis únicamente á turbar el reposo de la sociedad'^ ¿cómo queréis^ ocupar las altas regiones oficiales, vosotros que sólo representáis^ á una parte exigua de los ciudadanosi Yo soy el representante del ór­ den, de la paz, de la calma y del reposo; yo soy el Dios de la genera­ lidad-, sólo yo tengo derecho á la supremacía-, vosotros por hoy, no mas que á un poco de tolerancia; que si los tiempos cambian otra cosa será. A tan elocuente discurso contestaría la voz de los contrarios de este modo:..... prescindamos de la misión que se nos atribuye en el seno

de la sociedad-, prescindamos también del pequeño número de proséli­ tos que se nos reconoce, porque el más ó el ménos no hace al caso-, y dejemos á un lado la representación del órden y de la paz, que la parte contraria hace suya, porqué sobre esto habria mucho que hablar. La cuestión que aquí se agita se reduce á estos sencillos términos: si nuestra pobre personalidad está reconocida por la parte contraria y somos, por consiguiente, dioses como ella, ipor qué no se nos conceden los mismos derechos^i Y si no somos dioses, ipor c¿ué se nos tolera como talesi iacaso por razón de las circunslanciasi más entónces, ¡oh Dios del Estado! ya no eres tal Dios-, has dejado de ser omnipotente; haz sinó que las circunstancias cambien por completo, y de este modo ten­ drás derecho al privilegio que ostentas y á pedir nuestra exclusión.

— 19 — El sentido comnn entonces, á quien no dejarla de convencer estas úl­ tim as palabras, fallaría de plano y decretaría la liberfod religiosa. Mas no siendo posible resolver de este modo la cuestión, por falta de comunicación entre los contendientes, necesario es apelar á otro procedimiento para poner de manifiesto lo infundado del pretendido sin tema de tolerancia. El primer distintivo de este sistema es la religión oficial. No me de­ tendré á demostrar la falta de criterio religioso en la entidad Estado para adoptar esta ó la otra religión con preferencia á todas las demás, porque esto me llevaría muy léjos; voy á limitarme á combatir aquel principio con un criterio juridico-practico, cuya verdad es innegable. Desde el momento en que el Estado declara religión oficial una re­ ligión cualquiera, esta no es para el jurisconsulto como tal otra cosa que una % . Toda ley, para que así merezca ser llamada, ha de ge­ neral y obligatoria. La generalidad no es otra cosa que el mayor ó menor número de ciudadanos á quienes se aplica, que deben serlo to­ dos aquellos que estén en condiciones de poderla cumplir. El segundo carácter de la ley consiste en que las personas á quienes ésta se refiere la cumplan ineludiblemente, ó en caso de infracción sufran la sanción correspodiente. Ahora bien, ¿cuál es la generalidad de la religión ofi­ cial considerada como ley del Estado, que es como únicamente puede considerarla el jurisconsulto con el criterio que le es propio y pecu­ liar? ¿En qué consiste su fuerza obligatoria? ¿Cuándo llegará el caso de hacer efectiva la sanción civil ó penal de que no puede ménos de ir acompañada? Su generalidad es indeterminable, porque no es posi­ ble determinar los ciudadanos á quienes se impone, ó mejor, los que voluntariamente se la imponen; su fuerza obligatoria es nula, porque en tanto se cumple en cuanto conviene cumplirla; y su sanción es inútil, porque donde no hay obligación no puede haber infracción, ni, por consig'uiente, imposición de pena. ¿Qué clase de ley es, pues, esta que á ninguna de las demás se parece? En el sistema de intole­ rancia religiosa se concibe muy bien que la religión oficial sea bajo todos sus aspectos una verdadera ley del Estado; mas en el de tole­ rancia es un remedo de ley, una ley aparente que se resuelve en la nada, y que sólo produce efectos que se relacionan íntimamente con la cuestión de presupuestos, al efecto de la sustentación del culto y sus ministros. La libertad restringida ó interior, seg’uudo carácter del sistema de tolerancia religiosa, es una limitación tan infundada como la reli­ gión oficial. El ultramontanismo, en defecto de otras buenas cualida­ des, tiene la de ser lógico dentro de sus principios; dada la premisa, acepta todas sus consecuencias por terribles que sean; mas los parti­ darios del nuevo sistema, por el contrario, partiendo del mismo falso principio que aquella escuela, rompen abiertamente con la lógica.

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Dios es uno, ó de lo contrario es un mito; esta verdad se impone á todo el que admita el principio, cualquiera que sea la escuela jurídico-religiosa k que pertenezca; proclamando el Dios oficial, no debe haber para el Estado más Dios verdadero que el suyo. ¿Por qué, pues, bajo el nombre de tolerancia se falta á este principio inconcuso? ¿Por qué se reconoce siquiera no sea más que la posibilidad de otros dioses que el Dios del Estado? Los defensores de la intolerancia no incurren en esta inconsecuencia, que acusa por lo ménos falta de seguridad en la, verdad del principio que el Estado proclama. Y si esto es cier­ to, si el Estado duda y vacila, si es sólo sem i-creyente, lo cual des­ truye la fé, ¿por qué no sigue la máxima; in duhiis lihertasi Pero no es esta la única aberración. La libertad religiosa no es sólo el derecho inmanente que tiene todo hombre de seguir en su concien­ cia la religión que crea verdadera; este derecho existe indudablemen­ te; no sólo existe, sinó que es el fundamento de la libertad religiosa en el amplio sentido que antes la he definido; mas para ser ejercitado no se necesita su consagración por el Estado, porque á pesar de la voluntad de éste se ejerce, se ha ejercido y se ejercerá siempre. Lo que á este derecho le falta para ser verdaderamente tal, lo que nece­ sita para caer dentro del círculo de acción del poder legislativo, lo in ­ dispensable para que también lo sea su reconocimiento por parte del Estado, es que aquel derecho inmanente se traduzca al exterior, que no sólo tenga el ciudadano el derecho de darse un Dios en sn concien­ cia, sinó también el de decir ante la sociedad: este es mi Dios, esta es la religión que y oprofeso-, lo necesario, en fin, es la libertad de ma­ nifestación. Cuando un Estado reconoce la libertad religiosa sólo bajo el primer punto de vista ó sea el interior ó inmanente, nada otorga al ciudadano, porque le reconoce lo que no puede negarle; lo que el ciudadano puede y tiene entónces derecho á exigir, aunque no sea más que en nombre de la lógica, es lo que el Estado le niega, una consecuencia que se deduce del principio reconocido, la libertad de exteriorizar la creencia que profesa. Negad este derecho y habéis ne­ gado el principio. Miéntras el cristianismo vive en las catacumbas no hay para él libertad religiosa, porque no se le reconoce el derecho de exteriorizarse; no sólo no se le reconoce este derecho, sinó que por medio de las persecuciones trata el paganismo de arrancar de raiz la idea que se desarrollaba. Cuando la nueva religión que habia de re­ dimir al mundo adquiere la plenitud de sus derechos, no es tampoco cuando de perseguida pase á ser tolerada, sinó desde el momento en que Constantino proclama la libertad religiosa ó el derecho de todas las religiones á ostentarse públicamente. Nada de esto tiene el sistema de tolerancia. Reconoce, es verdad, la libertad exterior dentro del templo; pero el templo no es más que la continuación de la conciencia, la transición de ésta al mundo exterior, y si más no se concede, nada se ha reconocido. ¿Qué importa que

— 21 el Estado niegue la libertad de reunirse silenciosamente dentro de un lugar consagrado al culto? ¿puede acaso ser una verdad en la prác­ tica esta negación? De ninguna manera. Tal prohibición puede des­ truir los templos levantados é impedir la erección de otros nuevos; puede hacer imposible la celebración de reuniones numerosas, é im ­ posible también la comunicación simultánea de todos los fieles; mas no llegará nunca á aislar la conciencia individual, porque en defecto de templo hace de templo el hogar; si tampoco éste es respetado, ca­ lles y plazas se convierten en centros de comunicación, y si tan bár­ bara es la prohibición que no consiente la reunión de sólo dos indivi­ duos que profesen la misma creencia, sobran medios para burlar el rigorismo de la ley... Lo que es posible en todas partes á los hombres que ejercen una industria criminal ¿cómo no ha de serlo á los que no han cometido más delito que profesar una religión no tolerada exteriormente? La libertad en el interior del templo es, pues, tan necesa­ ria, tan inevitable como la libertad interior de la conciencia; la ley que sólo reconoce la primera, no difiere esencialmente de la que sin máscara proclama la verdadera intolerancia; ambas tienen de común el principio de la religión oficial; convienen también en la negación de las demás religiones, que en un sistema es absoluta y en el otro re­ lativa; pero además de esto, que ya es bastante para rechazar ambas teorías, el sistema de la tolerancia es ilógico y ficticio; es, en una pa­ labra, la conciliación aparente de dos principios antitéticos,—la into­ lerancia y la tolerancia,—ó una degeneración del primero. Pero lo absurdo y lo irracional de tal sistema no está sólo en sus principios; le penetra de tal modo, que llega hasta sus últimas conse­ cuencias. No todas las religiones pueden gozar, según él, de la canti­ dad nominal de derecho que concede; son únicamente aquellas que no son rechazadas por la m oral pública. Ahora bien; si la moral pú­ blica no las rechaza, si los principios que profesan son los que admite la generalidad de los ciudadanos, si aquellas y éstos han de convenir en lo fundamental de la moralidad,—pues de otra suerte ya no habrá tolerancia sinó intolerancia absoluta,—¿por qué no se concede á las re­ ligiones que están dentro de estas condiciones el derecho de manifes­ tación? Si la moralidad pública las rechaza, aunque no sea más que por motivos de órden público, debe el Estado condenarlas á vivir in­ teriormente ó excluirlas del seno de la sociedad; mas en otro caso, ¿qué se teme de su exteriorizacion? La condición impuesta á su exis­ tencia es más bien una razón en su apoyo de su libertad exterior. No quiero detenerme más sobre este punto, porque un sistema fal­ so en sus principios, ilógico en sus consecuencias, contradictorio con­ sigo mismo é ineficaz en la práctica, no merece más ámplia discu­ sión. Sólo la libertad religiosa puede dar una solución científica y definitiva al problema, reconociendo á todo ciudadano el derecho de seguir las inspiraciones de sn conciencia, é imponiendo al Estado él

deber de mantener á cada uno en la integridad de su derecho. Si la razón no dictase esta solución, la historia nos la ofrecería como el único remedio aplicado constantemente en circunstancias análogas á las en que hoy viven la mayor parte de los pueblos cultos.

V.

La historia de la libertad religiosa es la historia de la humanidad. Si la primera página de este gran libro estuviera escrita con la verdad fotográfica que la ciencia exige, en ella encontraríamos la primera manifestación de aquel derecho, por falsa y errónea que fuese, como no podia ménos de serlo, la concepción religiosa del hombre primiti­ vo. Su lenguaje, que ya supone alguna reflexión, debió ser, según la expresión de un escritor distinguido, el eco de la naturaleza en la con­ ciencia humana; su religión, por consiguiente, producto tan expontáneo al ménos como el lenguaje, no pudo ser otra cosa que una rela­ ción de subordinación á la naturaleza, y su Dios un sér ó un fenómeno natural. Sea de esto lo que fuere, el hecho es innegable; el origen de la religión en el tiempo lo fué también de la libertad religiosa. Desde el momento en que el hombre proclama la existencia de un principio su­ perior á su individualidad, y, sin darse acaso cuenta de su conducta, le erige un pobre altar formado de tosco leño y adornado de las galas que ostenta la virgen naturaleza primitiva, pone en ejercicio el más natural de todos sus derechos, bien distante de sospechar que un dia habían de levantarse instituciones que de él tratarían de despojarle. Desde el instante en que la religión se anunció á la conciencia humana con el carácter de religión natural basta el presente, á cada paso se encuentran en la Historia manifestaciones más ó ménos importantes de la libertad religiosa. Estudiar históricamente este derecho toman­ do como punto de partida acontecimientos de más ó ménos trascen­ dencia, como la reforma, es suponer que la intolerancia religiosa na­ ció con la humanidad, y se perpetuó hasta el comienzo de los tiempos modernos. Pero no; no debe confundirse el origen de la intolerancia dentro de nuestra civilización cristiana, con el mismo hecho dentro d e. otras civilizaciones; la libertad religiosa como la libertad en general, es tan antigua como el hombre; en todas las grandes épocas de su desenvolvimiento histórico se manifiesta como un hecho natural, miéntras que la intolerancia siempre es producto de circunstancias anormales y transitorias^ la intolerancia contra la cual hoy se protes­ ta no es la intolerancia pagana que un dia quiso ahogar la voz del cristianismo naciente; es otra intolerancia que tiene distinto origen y

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23 -

es producto de causas diferentes; aquella sucumbió, el cristianismo tomó posesión de la conciencia humana para iniciar y desarrollar en la vida de la humanidad una época mucho más fecunda que las civili­ zaciones anteriores; la época de nuestra redención se abre en nombre de la libertad religiosa, por más que causas extrañas, que es preciso estudiar, la hayan venido á eclipsar por un momento; por eso no ten­ go necesidad ni siquiera de bosquejar por completo la historia del derecho que vengo examinando, sinó que basta á mi propósito echar una rápida ojeada sobre la historia de la civilización moderna en g e ­ neral, y más principalmente sobre la del derecho patrio. La aparición del cristianismo en las circunstancias en que tuvo lu ­ gar, fué, como no podia ménos de ser, una explosión de la conciencia religiosa del individuo comprimida, una protesta en nombre de su li­ bertad, una reivindicación del derecho de libertad religiosa. Unido legalm ente el individuo á la familia y al Estado por toda clase de vínculos, morales, religiosos, económicos y jurídicos, hasta el extre­ mo de quedar anulado casi por completo el principio de individuali­ dad, el cristianismo no podia hablar de derecho en una sociedad en que todas las relaciones tenian este carácter, sin dar á su obra un co­ lorido político; no podia pedir abiertamente la separación de la Ig le­ sia y el Estado, sin negar al emperador el título de Pontífice máximo, que se resolvía en un conjunto de derechos mayestáticos; no podia, en fin, proclamar directamente tal segregación, porque para realizarla era preciso trastornar todo el organismo jurídico del Imperio, desde la esfera privada basta la manifestación más elevada del derecho pú­ blico. Por eso se acoge al círculo sagrado de la conciencia, se eleva desde él á la unidad de Dios, y habla en nombre de estos dos princi­ pios sin negar ostensiblemente el modo de ser jurídico de la corrom­ pida sociedad romana. Pero así como para toda construcción material hay una base común en que descansa y un centro de atracción que la solicita, toda cons­ trucción psicológica tiene súbase en la naturaleza humana, y su cen­ tro; de gravedad en la conciencia individual en que aquella se refleja todas las instituciones de cualquiera clase que sean, descansan en definitiva en el individuo; las consecuencias del cristianismo, que ve­ nía á renovar por completo al hombre interior, habían de trascen­ der necesariamente al órden jurídico, y reformada la conciencia indi­ vidual, el organismo del Imperio tenía que venir á tierra como un edificio atacado en sus cimientos. Roma lo presiente. Ella que en nombre del principio jurídico confundido con el religioso (1) se habia levantado sobre el mundo, no (1) La definición que de la Jurisprudencia nos lia legado el Derecho Ro­ mano es la prueba más clara de esta confusion: Diwiar%m atque Jitmanarum rerum scientia, in sti atqne injusti notitia.

— 24 — podia desconocer, por inocente que fuese eu apariencia la predicación del cristianismo en cuanto á la libertad de la conciencia religiosa, que la realización de este principio era su total ruina; por eso, más bien que por la importancia numérica de los primeros cristianos, persigue á éstos cruelmente. Si la razón y la conciencia no afirmasen de consuno la verdad del derecho de libertad religiosa, la terrible prueba, prueba á muerte, á que fué sometido por los emperadores romanos en la época de las persecuciones, bastaria á convencernos de su realidad. Las utopias, meras creaciones del espíritu humano, jamás resisten á tan ruda prueba; las cárceles y las fieras, los suplicios y el escarnio, el hambre y las hogueras son medios bárbaros harto eficaces contra las revolu­ ciones insensatas, que de nada sirvieron contra el movimiento cris­ tiano. No habían trascurrido siglos desde que éste se inició, y la nueva Iglesia ya era tolerada de hecho en el seno del Imperio; pocos años habían corrido del siglo IV, y Constantino habia proclamado la igualdad ante la ley de todas las religiones existentes en el mundo sometido á su poder, concediendo á todas igual libertad ; se celebra en el año 325 el primer Concilio ecuménico de Nicea, y el mismo em­ perador que ántes se llamara con arrogancia Pontífice máximo, se apellida con humildad, aparente al ménos, mero policía de la Ig le­ sia, obispo de afuera', la libertad religiosa se ha convertido de hecho en derecho. Al triunfo del cristianismo debe seguir el derrumbamiento del Im­ perio; los bárbaros son los ejecutores inconscientes de este decreto, y al terminar el siglo Y el mundo de Occidente es un monton de ruinas sobre las cuales se disputan encarnizadamente los vencedores su asiento, y la Iglesia el único poder unitario capaz de hacer desapare­ cer el caos que envuelve á Europa y salvar la civilización. Grande es la misión de la Iglesia desde este momento. Vencedora del Imperio en el órden moral sin más arma que el derecho de libertad religiosa, su papel se reduce, si ha de ser consecuente consigo mis­ ma, á educar pueblos vírgenes para el régimen de la libertad; maes­ tra y tutora de los mismos, debe responder ante la historia de su di­ rección y enseñanza; liberal en la lucha y en los dias de prueba, debe serlo también en los de calma y recompensa; triunfante en nombre de una idea, debe tratar de arraigarla hondamente en el espíritu de los bárbaros; si no sigue esta conducta hará traición á sus principios, y cuando los pupilos se emancipen y pidan rendición de cuentas á su tutora, ésta sufrirá una doble sanción; la civil de restitución in integrum , si se apropia los bienes confiados á su administración, y la penal correspondiente á su delito. El primer deber de la Iglesia era conquistar moralmente á los bár­ baros. No hay necesidad de seguirla paso á paso en esta empresa; to ­ dos sabéis que entre el estado de barbàrie y el de civilización, repre­

— 25 — sentado este último por el cristianismo, hubo una fórmula de transi­ ción, el arrianismo, y no ignoráis las grandes luchas sostenidas entre ambos principios, basta que se cumplió, como no podia ménos de suceder, la eterna ley de la historia que da el predominio al elemento civilizador, al modo que en otro tiempo Gracia capta f e m m victorem cepit (1). Para poder juzgar con acierto la conducta de la Iglesia du­ rante el ejercicio de la tutela que las circunstancias pusieron en sus manos, basta trasladarse al momento en que comienzan á desarro­ llarse los gérmenes por ella depositados en el espíritu de los bárbaros, y ver si los resultados corresponden á las esperanzas concebidas. La Iglesia, para abrirse paso en el mundo antiguo al través de la corriente pagana, tuvo necesidad de proclamar la libertad de la con­ ciencia religiosa; y para asegurar eternamente su triunfo desde el dia en que éste fuese un hecho, la separación de las dos potestades; D ad á Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. De estos dos principios, el primero era la más firme garantía de la libertad del individuo, el segundo de la independencia de la Iglesia, y lógica­ mente considerados éste era una consecuencia de aquél, porque do­ tado el individuo del derecho de profesar la religión que en su con­ ciencia estime verdadera, la misión del Estado se reduce á garantir á todos ig4ialmente este derecho, sea cual fuere la comunión religiosa eu que se ejerza, lo cual se hace imposible desde el momento en que una Iglesia cualquiera se constituye en religión oficial. Tres son, por consiguiente, los principios que la inñuencia moral y material de la Iglesia durante la Edad Media debe producir: la inde­ pendencia del Estado, la de la Iglesia, y la del individuo que debe re­ nacer armado para siempre del derecho de libertad religiosa. Veamos si los hechos confirman la teoría. El individuo, la Iglesia y el Estado son las tres entidades jurídicas cuya independencia y armonía deben resultar de la inñuencia ejercida por el poder espiritual durante la Edad Media, si este no se aparta del camino que le fné trazado por el mismo Jesucristo. Al llegar al siglo XI la Iglesia se encuentra en el apogeo de su engrandicimiento político; emperadores, reyes, señores y pueblos están bajo su poder; no sólo interviene en los asuntos de conciencia, sinó también en los del órden temporal; la materia de sn jurisdicción no es únicamente el alma sinó también el cuerpo, el hombre todo, in capita et in memlris; y es tan grande la autoridad que sobre el mundo ejer­ cen los sucesores de San Pedro, que un simple anatema lanzado desde Roma á las más apartadas regiones, basta para conmover los tronos más arraigados, lo cual se explica sin dificultad recordando que, se­ gún ántes he manifestado, el fundamento de todas las construcciones psicológicas es la conciencia individual. Siendo la conciencia del (1)

Horat., lib. 2, epist. I, v. 156.

— 2o — hombre en la Edad Media un caos donde aparecen confundidos todos los órdenes de relaciones divinas y humanas, y poseedora la Iglesia de ese foco, no necesitaba más para imprimir rumbo al mundo. Si un Papa dotado de los medios necesarios para trasmitir instantánea­ mente sus órdenes á todos los pueblos, hubiera querido hacer danzar simultáneamente á toda la humanidad en un momento dado, este gran espectáculo se da en la tierra. Quien tuvo poder bastante para hacer que el Occidente entero se dirigiese en son de guerra contra el Oriente en la época de las cruzadas, no podia carecer de la autoridad moral necesaria para hacer que aquella comedia se representase. Lo único que faltaba era el telégrafo. En tales circunstancias, nada al parecer más fácil para los romanos pontífices que arreglar definitivamente el mundo. Si entónces un Papa se propone dar á Dios lo que es de Dios, al César lo que es del César y al individuo lo que es del individuo, nada á simple vista más factible; el omnipotente en la tierra, ¿cómo no habia de poder deslin­ dar tres campos confundidos, repartir equitativamente tres órdenes de atribuciones, dar á la Iglesia lo suyo, al Estado lo que le corres­ ponde y al individuo lo que en justicia se le debe, y entre otras cosas la libertad religiosa? Nada de esto sucedió, sin embargo; la confusión y el caos llegan hasta nuestros dias; la causa de un fenómeno tan extraordinario es lo que importa conocer, y los hechos deben decir claramente cuál fué el obstácolo que se opuso á la realización de una empresa que, llevada á cabo oportunamente, hubiera evitado á la humanidad, y especialmente á ciertos pueblos como el nuestro, tris­ tes dias de lucha, y un retraso de algunos siglos en la marcha de la civilización cristiana. De las dos entidades jurídicas, el individuo y el Estado, á quienes la Iglesia debia emancipar llegada la hora oportuna, la primera que se siente con fuerzas para vivir sin el apoyo tutelar y entabla sus re­ clamaciones ante el tribunal del Pontificado (juez y parte en el litigio que v a á tener lugar), es el Estado; de los diferentes Estados en que Europa está dividida en aquel momento, el primero que se levanta en demanda de su emancipación es el Imperio; el órden cronológico no puede ser más natural y lógico; es de mayor á menor; tras el Imperio irán los Estados inferiores, y á retaguardia el individuo. Si en este momento crítico de la historia de la humanidad en que tan grandes acontecimientos se preparan, y tan trascendentales pue­ den ser las resoluciones que se adopten, queréis leer el porvenir del mundo y descubrir la verdadera causa de los funestos sucesos que van á tener lugar, cuyas terribles consecuencias han de recaer, no sólo sobre aquellas generaciones, sinó también sobre las venideras, diri­ gid una mirada desde la cátedra de San Pedro á toda la gerarquía eclesiástica, desde el grado inmediato al Papa, basta la última de sus determinaciones representada, si queréis, por el humilde acólito.

— '21 — Nada más desconsolador, señores, para el hombre de verdadero es­ píritu cristiano; nada tan repugnante como el cuadro que ofrece la doble gerarquía; nada que contraste más con el purísimo ideal m o­ ral y religioso |>redicado por Jesucristo y los apóstoles, que las cos­ tumbres del clero de aquellos tiempos. El feudalismo invade la Igle­ sia; los obispos son más bien que ministros de Dios, orgullosos seño­ res feudales; en lugar de predicar se dedican á guerrear; en vez de las armas pastorales usan las temporales; su bogar es un castillo; el de­ corado de sus habitaciones lo constituyen símbolos de la caza y de la guerra; la imágen de Cristo, cubierta de polvo, está suspendida al lado de la brillante espada; á los Santos Evangelios remplazan las or­ denanzas militares ó algo parecido; el lugar que en el corazón del casto sacerdote corresponde á la mística esposa de Jesucristo es ocu­ pado por una ó más barraganas; en una palabra, lo divino y lo hu­ mano, la religioso y lo profano se confunden de tal manera, que si el fundador de la Iglesia viene en aquel momento al mundo, pone fuego á la obra por él mismo levantada y regada con su sangre. Nada exa­ gero. La titánica lucha sostenida por Gregorio YII en el siglo XI con­ tra la inmoralidad del clero no tendría razón de ser, si el cuadro tra­ zado no fuese una verdad; los Concilios celebrados en Roma por el mismo Papa á fin de estirpar labarraganía en que vivían los obispos, no tendrían objeto; los anatemas lanzados contra los clérigos concubinarios fueran otras tantas injusticias, y la autorización concedida, ó mejor, el deber impuesto al pueblo de no oir misa del eclesiástico embarraganado y retirarse cuando la estuviese celebrando, si estaba manchado de tan feo vicio, no fuera una medida pontificia, sinó una locura de Hildebrando. La verdad histórica no destruye la verdad cristiana; la corrupción de los hombres no desvirtúa la esencia del cristianismo, ni ésta es la causa de aquella; por eso la historia debe ser presentada con sus verdaderos colores. La causa de la postración de la Iglesia en el momento histórico á que me refiero, fué el mate­ rialismo en que habia caido; la de este el feudalismo, y la razón de todo la ambición. En tales circunstancias, ¿cuál habia de ser el obs­ táculo que impidiese la realización de los principios que la Iglesia de­ bia ser la primera eu llevar á la práctica? Aun suponiendo en los ro­ manos pontífices la intención de llevar á cabo la empresa, dudo si la habrían podido realizar; pero la dificultad habia de ser mucho mayor, si, como sucedió, ni los papas ni los obispos estaban dispuestos á ac­ ceder á las justas instancias de los genuinos representantes de los pueblos en el órden temporal. Las exigencias del emperador de Alemania para con el Papa eran justas. Cuando Enrique IV presenta á Gregorio VII su demanda, el verdadero fin á que se dirige es reivindicar sus derechos como empe­ rador, y la consecuencia hubiera sido desenfeudalizar la Iglesia, con­ dición indispensable para moralizarla. Pero el Papa, léjos de acceder

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resiste, en vez de escusarse pro ratione temporum, alegando la resis­ tencia que necesariamente habia de encontrar en el clero, dado su es­ tado, ó la circunstancia de no haber llegado aún la hora de la eman­ cipación, se opone tenazmente á ésta, y se declara superior á todos los poderes de la tierra: Yo soy el Sol; los emperadores, reyes y seño­ res son mis satélites, era la figura de que se valia Gregorio VII fren­ te á Enrique IV. El resultado de este primer conflicto fueron las guer­ ras entre el Pontificado y el Imperio. No es necesario á mi objeto reseñar estas luchas: su verdadera cau­ sa y sus resultados son lo único que importa consignar. La Iglesia no tenía derecho á oponerse á la separación de las dos potestades, porque ella habia sido la primera en proclamar esta sepa­ ración frente al Imperio romano. Constituida en la situación en que ahora la vemos, falta á sus propios principios y se pone en contradic­ ción consigo misma. El resultado de la lucha era, pues, fácil de pre­ ver: á los reñidos combates entre el Pontificado y el Imperio debían suceder las transacciones y concordatos, y á estos, que son el signo de la decadencia política de Roma, el triunfo del Imperio y de las nacio^ nalidades. Así sucedió. Debilitado el poder político de los Papas por los .emperadores, los reyes se apresuraron á formular sus demandas en el mismo sentido, y con cada uno de ellos se reproducen las mis­ mas contiendas y se llega á iguales resultados. Las nacionalidades co­ mienzan á emanciparse, y más tarde entablan contra la Iglesia la ac­ ción de restitución in inlegrum, que todos sabéis como se llevó á cabo. En los conflictos habidos entre las dos potestades, el individuo no ha podido ménos de despertar y rectificar el concepto que ántes le m e­ reciera la autoridad eclesiástica. Si en vista de la actitud de la Igle­ sia frente á los reyes, como representantes de los Estados, quiere de­ ducir la en que ésta ha de colocarse cuando él trate de hacer valer sus derechos y principalmente el de libertad religiosa, nada más fácil que esta deducción: intolerante el Pontificado para con las naciones, mucho más ha de serlo con el individuo. Pero á esta dificultad que inevitablemente iba á oponerse á la conquista de aquel derecho, se agregaba otra mucho más insuperable. Emancipadas las nacionali­ dades del poder eclesiástico, la misión de los reyes era constituirlas fuertemente bajo el punto de vista unitario; para ello tenian que comprimir temporalmente al individuo, y no les convenia dar gran impulso al desarrollo de los derechos individuales; la libertad religio­ sa era uno de los más importantes; las dos potestades están interesa­ das en contrariarle, y la unión de ambas á este fin se hace necesaria. Y en efecto, tan pronto como el individuo comienza á dar señales de vida, vemos á la Iglesia y al Estado coaligados para atajar la nueva corriente individualista que se desarrolla; aquella necesita del Estado para contener la reforma religiosa que se anuncia, y el Estado á su

— 29 — vez necesita de la Iglesia para llevar á cabo la obra del absolutismo; la unión de ambas instituciones es un hecho, y la intolerancia reli­ giosa un derecho doblemente sancionado. ¿Qué recurso queda al individuo? Si la Iglesia fuese el único poder que le contrariase, su situación nada tendría de difícil; pero unidas sus fuerzas á las del Estado, no le queda otro recurso que acogerse, como un dia lo hizo el cristianismo, al círculo de la conciencia, y des­ de él hacer frente á. los dos poderes opresores. La Iglesia creyó asegu ­ rado de este modo el único poder que le quedaba; mas cuando el Pon­ tificado protegido por los reyes se entregaba á mil excesos para entrar en el renacimiento, la voz de Lutero suena en Alemania, y la protesta viene á salvar al individuo. Desde este momento se entabla la lucha re­ ligiosa entre protestantes y católicos, la Iglesia se divide, el individuo padece cruelmente, y los mismos que en un principio se convirtieron en ejecutores de los sangrientos fallos del Santo Oficio, aceptan hoy la tolerancia como único medio de poner fin á una contienda que sólo puede resolverse definitivamente con el criterio de la libertad. La Iglesia Católica en premio de sn intolerancia é inconsecuencia, des­ pués de haber sufrido la sanción civil de restitución, sufre boy las consecuencias del indiferentismo religioso, al cual sólo la lucb^ legal que ha de surgir de la libertad religiosa entre los opuestos principios, puede poner feliz término. En esta lucha el triunfo será indudable­ mente del catolicismo ilustrado; mas para conseguir la victoria es indispensable el combate, y para que éste comience es necesaria la libertad religiosa. A un exceso de pereza en las sociedades como en el individuo, sucede siempre un período de gran actividad (I).

V I.

La marcha de ios sucesos en nuestra patria se ha realizado según la ley general que ha presidido á su desolvimiento en Europa, viniendo á ser las diferencias que en este punto nos separan de los demás pne blos la confirmación más completado los principios asentados. Desde el momento en que á la reacción pontificia secundada por el Estado en cuanto se dirigía á comprimir al individuo, sucedió la revo­ lución protestante, las diferencias entre los distintos pueblos com­ prendidos en el teatro de la lucha, habían de consistir principalmente (1) Balines. Criterio.

— 30 — en el predominio de uno de los dos principios beligerantes; la intole­ rancia ó la reform a. A España cupo en suerte ser más intolerante que el Papa, y por eso debia ser la patria de San Ignacio de Loyola, re­ presentante del primero de aquellos dos principios. Para hacer un estudio completo del espíritu de la Iglesia española durante su desenvolvimiento histórico, los quince siglos que median desde la invasión de los bárbaros hasta nuestros dias, pueden divi­ dirse en cuatro períodos: el visigótico, el de la reconquista, el de la intolerancia manifiesta que comienza en los reyes católicos, y el que inaugura la Constitución del año 12. Al invadir los visigodos nuestra península, donde el catolicismo habia echado profundas raíces, la religión que les acompañaba era el arrianismo. A la lucha entre godos y romanos debían cooperar, por consiguiente, las diferencias religiosas, y el resultado de esta lucha en el órden religioso no debia ser el mismo que en los demás órdenes de relaciones. Vencedores los bárbaros y dueños del territorio, se apro­ piaron la mayor parte del suelo y respetaron á los vencidos sus le­ yes, usos, costumbres y religión; pero no conforme la Iglesia con la situación en que se hallaba constituida, trata de conquistar las re­ giones oficiales, y da comienzo á una lucha político-religiosa cuyos protagonistas fueron Leovigildo en nombre del arrianismo, y su hijo Hermenegildo al frente del elemento católico. El resultado de esta lucha de todos es conocido. Hubo exceso de crueldad por parte de Leovigildo, sí; como padre y como rey fué vengativo y tirano; mas no por esto puede tildarse de intolerante al arrianismo, porque para ello sería preciso hacer el deslinde de las personalidades que ostenta Leovigildo, y ver en qué concepto fué el verdugo de su hijo. El ultra­ montanismo que al tratar de juzgar los actos de los romanos pontífi­ ces, lo primero que hace es determinar si obraron como papas ó como reyes, no puede oponerse á esta exigencia. Si el arrianismo fué into­ lerante en aquel momento, menester es probarlo; miéntras esto no se haga tiene de su parte una presunción favorable, porque tolerante á raiz del triunfo que le hizo dueño de España, no se explica fácilmente cómo en tan corto espacio de tiempo pudo cambiar por completo. Lo que no admite duda es la intolerancia católica que se manifiesta des­ pués del tercer Concilio toledano. Las verdades de hecho pueden dar lugar á controversia; pero cuando ésta se reduce á la esfera del dere­ cho, la historia está escrita en los códigos: abrid nuestro Enero Juz go y en él hallareis las pruebas más irrecusables de la intolerancia ca­ tólica para con los judíos. Mucho se ha discutido acerca de las causas que produjeron la súbi­ ta destrucción del imperio visigodo, sin que hasta el presente se haya llegado á una solución definitiva. La cuestión, sin embargo, no es im ­ posible de resolver. Para hallar las causas de la destrucción de un or­ ganismo cualquiera, lo primero es determinar su naturaleza, y des-

— 31 — pues examinar si el principio disolvente es interior ó exterior. De una y otra parte pueden venir las influencias nocivas; lo que no sucederá jamás es que causas ajenas á la naturaleza de un organismo sean la causa de su muerte. Si se trata, por consiguiente, de un organismo jurídico, de naturaleza jurídica debe ser el agente destructor. La in ­ tolerancia religiosa, como negación de un derecho inherente á la na­ turaleza humana, cuyo ejercicio era necesario en el seno del imperio visigodo, fué una de las principales causas de su ruina. Paso por alto el primer período de la época de la reconquista, por*que anómalo y excepcional, no ofrece una solución jurídica que pueda considerarse como ley general. En el terreno de los hechos el senti­ miento patriótico y el religioso se confunden, pero en esta confusión no predomina el elemento religioso, de lo cual es una prueba plena el hecho de colocar el Cid la silla de su rey sobre la del Papa. El Código de las Partidas, con cuya aparición se abre un nuevo pe­ ríodo, por más que no tuviese desde luego fuerza obligatoria, refleja ya en alto grado la influencia que en tiempos no lejanos iba á ejercer el poder eclesiástico, y consigna las inmunidades y privilegios conce­ didos á la Iglesia, lo cual significa que no era ciertamente á la libertad religiosa á donde se caminaba, sinó al absolutismo de los reyes que habia de traer consigo la intolerancia religiosa. Terminada la reconquista por los Reyes Católicos y constituida en el órden material la unidad nacional, se inaugura la tercera época, y en ella es donde se manifiesta claramente el espíritu de intolerancia. Los Rejms Católicos fueron altamente intolerantes, lo fué también el Cardenal Cisneros, y lo habían de ser igualm ente Cárlos I y sus suce­ sores. Y no se crea que la intolerancia de los fundadores de nuestra nacionalidad era producto de una sumisión ciega al Pontificado; de­ bia serlo más bien de conveniencias políticas, por cuanto los mismos Reyes Católicos llegaron en algún momento hasta amenazar al Ro­ mano Pontífice con apartar el reino de su obediencia. Pero cuando más se acentúa la intolerancia fué desde el reinado de Cárlos I, por haber coincidido con su advenimiento la explosión de la reforma en Alemania. Desde este momento puede decirse con verdad que España fué más papista que el Papa y más intoleran­ te que la intolerancia misma. No se limitaron nuestros reyes á preser­ varnos de la influencia del protestantismo mediante los buenos servi­ cios del Tribunal del Santo Oficio] no bastaron las hogueras que por espacio de tres siglos nos iluminaron, permaneciendo, sin embargo, en el más denso oscurantismo; no era suficiente apartarnos del movi­ miento de la civilización; para que la obra fuese completa era preciso que la actividad nacional se ejercitase en conquistar un nuevo mun­ do, y que los rios de oro que de él venían fuesen á derretirse en ex­ trañas tierras en la persecución de los herejes, permaneciendo entre­ tanto este país sumido en la mayor miseria.

— 32 — La historia de los tres últimos siglos puede reasumirse en estos tér­ minos; la intolerancia religiosa es una de las causas más poderosas de la postración actual de España. Mayor detenimiento exige en verdad el estudio de la época de la intolerancia religiosa en nuestra patria; grande es el cúmulo de m a­ teriales que la Historia nos ofrece para poder formar una idea exacta del espíritu de los siglos XVI, XVII y XVIII; pero no creo necesario desarrollar con gran extensión esta parte, porque, sobre no consen­ tirlo los estrechos límites del cuadro que me he trazado, me parece hasta cierto punto inútil un estudiú, que sólo vendría á ponernos de manifiesto actos de inhumanidad y harbárie, ultrajes inferidos al cris­ tianismo y á la naturaleza.humana por los antepasados del ultramon­ tanismo de nuestros dias, y, para decirlo de una vez, la negación más absoluta y brutal de la libertad religiosa y del libre pensamiento hu­ mano, escrita en las leyes con letras de sangre, y traducida práctica­ mente en hechos, que, léjos de reflejar la mansedumbre y caridad cris­ tianas, revelan en sus autores un espíritu rabioso y vengativo, que re­ cuerda los nombres de los más acérrimos perseguidores del cristianis­ mo naciente, y puede muy bien ser el precedente histórico de aquel mónstruo consagrado, que en nuestras últimas discordias civiles re­ correría las provincias insurreccionadas sediento de sangre y de ven ­ ganza. Si no hubiéramos presenciado estos hechos, nos parecería im ­ posible el cuadro que la Historia nos presenta de los tres siglos que realizaron el ideal del ultramontanismo. Pero apartemos la vista del pasado y vengam os al presente, ó sea al último período. Lo confieso con franqueza, señores académicos. Al leer las páginas de nuestra Historia en el presente siglo, llevando en mi pensamiento el concepto de la libertad religiosa, despierta en mi alma tal variedad de sentimientos, brillan en mi cerebro tan encontrados pensamientos, que unas veces preveo para mi patria un porvenir no lejano, satura­ do de libertad y grandeza, y otras temo se abran las tumbas, y vuel­ van á la vida odiosas instituciones que han desaparecido como por encanto. Acostumbrado á recorrer siglos y siglos en la Edad Media sin presenciar otra cosa que desórden y confusion por todas partes, hastiado de ver trascurrir después más de trescientos años sin legarse otra cosa que absolutismo é intolerancia, me pregunto al pasar la vista por las páginas que reflejan nuestro modo de ser en los últimos tiempos: ¿es posible que unos cuantos momentos hayan bastado para trasformar por completo la faz de nuestra nacionalidad? ¿es quimera ó realidad la súbita desaparición de aquellas instituciones que pare­ cían gozar de la inmutabilidad y de la eternidad? ¿no es una ilusión óptica el cuadro que se ofrece á nuestra vista, luminoso en compara­ ción con el pasado? ¿no será todo ello un mero producto de los extra­ víos de la imaginación calenturienta, sin correspondencia en la rea­ lidad de la vida? y en filtimo caso, y suponiendo que en la realidad eNis*

— a s­ ta cuanto la imaginación refleja, ¿será transitorio ó duradero? ¿será provisional ó definitivo? ¿habrá avance ó retroceso? ¿se habrá llegado al fin, ó existirá, por el contrario, más allá de las columnas de Hércu­ les un nuevo mundo, un mundo virgen y desconocido que Dios haya reservado á la fé y á la constancia de un pueblo largo tiempo ator­ mentado por el despotismo y la intolerancia? Tal es, señores, el in­ terrogatorio que me dirijo, el diálogo que mi alma sostiene consigo misma, después de haber estudiado año por año, dia por dia, momen­ to por momento este grandioso siglo en que vivimos, esta agitada época^que todos presenciamos, estas reacciones y revoluciones que se suceden sin cesar, desde que en nuestra patria se inaugura el régi­ men de la libertad. Dudo y vacilo, es lo cierto; temo y padezco, es verdad, al ver que un dia se levanta imponente el coloso que nos ar­ rastra hácia el porvenir, y que al siguiente cae desfallecido, dejando los destinos de la patria en manos de la reacción, que parece va á lle­ varnos al punto de partida del movimiento progresivo; dudo y vacilo, temo y padezco, sí, al ver agitada la nave del Estado por el ímpetu de encontrados vientos, que unas veces parece la elevan al cielo entre el cántico de las olas, otras la hacen descender como si fuera al abismo ante el peligro de la tempestad, y otras, en fin, la arrastran en opues­ tas direcciones, sin norte ni guia aparente, hasta el punto de hacer temer su destrucción al chocar contra la roca; pero cuando presencio las luchas de nuestros partidos ilustrados, que ya no son luchas de fieras, y observo que toda revolución aporta algo útil á la civilización, y que ninguna reacción llega en su retroceso al punto de partida, no puedo ménos de desechar toda duda y recobrar la perdida calma, con­ vencido de que el progreso de mi patria, aunque lento y paulatino, porque hay obstáculos que impiden se haga más rápidamente, es un hecho visible y una verdad innegable. Sólo el ultramontanismo niega tal conclusión; sólo el ciego afirma que la luz no existe; sólo el apa­ sionado pinta el porvenir con los más negros colores, el presente som­ brío, y el pasado alegre y risueño como un paraíso perdido que en­ cierra el ideal del mundo. Pero no me dejo llevar de sus aseveraciones ni seducir de sus idea­ les; sostengo mi conclusión, acepto el reto que me dirige, y voy á la discusión sereno, fiado en que aquél que dijo al mundo... ¡adelan te!m pudo engañar al hombre, como tratan de hacerlo los que llamándose sus representantes, gritan á la humanidad Tres momentos comprende el último período de nuestra Historia: el tiempo que vá desde la aparición del sistema constitucional hasta el año 1868; el período revolucionario que entónces comienza, y desde su desaparición hasta el momento presente. Voy hacer ligeras indi­ caciones sobre cada uno de ellos, y no temáis falte en lo más mínimo á los respetos que ántes que la ley me impone mi propia dignidad. Después que nuestra patria asombró al mundo con su no extingui-

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— 34 — da y proverbial grandeza, escribiendo su epopeya en la^ lucha contra el gran tirano, quiso salir del estado en que el absolutismo la tenía postrada, y su voluntad fué un hecho. La Constitución de 1812, cua­ lesquiera que sean sus defectos, será siempre para España en el órden político, lo que el Evangelio para la humanidad en el órden moral; la nueva ley ó ley de gracia, el símbolo de nuestra redención, el adveni­ miento de la libertad, que ahuyentó de nuestro suelo el despotismo y la inveterada intolerancia eclesiástica. No proclamó, es verdad, el principio de libertad religiosa; dijo, por el contrario, que la religión católica, apostolica roniana^seria ETERNAMENTE la religión del Estado; mas no por eso es digna de censura; hizo cuanto podia hacer, abolió lo que más odioso bacia en la práctica este principio, y el paso dado fué un progreso. Yinieron luégo las reacciones y revoluciones que todos conocéis, todas nuestras Constituciones proclamaron el principio que en aquella se consigna, pero el poder intolerante quedaba profundamente debilitado, y dada la premisa, no podia tardar en surgir la consecuencia. La Constitución de 1869, lógica en este punto, proclama el principio de libertad religiosa. No deduce todas las consecuencias que forzosa­ mente han de nacer de este principio; no llega á establecer de dere­ cho la separación entre la Iglesia y el Estado; fué indudablemente en esto algo tímida; revela desconocimiento de la índole del ultramon­ tanismo, que, léjos de mostrarse agradecido al respeto del legislador, habia de manifestarse, como lo hizo, altamente ofendido; mas sea de ello lo que fuere, no debemos llevar la exigencia hasta el punto de p e­ dirlo todo en un momento; la obra de la revolución fué un progreso; el principio de libertad religiosa quedó sancionado; en nuestra Histo­ ria contamos ya este precedente que uno de nuestros pasados reyes hubiera intentado borrar del tiempo si en sus dias se hubiese procla­ mado, y, después de todo, algo se ha aprendido para el porvenir: la in ­ gratitud del ultramontanismo no puede quedar impune, y hoy mismo está sufriendo en parte, por más que no lo manifieste, la pena que tiene merecida. ¡Qué contraste, señores académicos! En los PaisesBajos eran los ultramontanos, eran los obispos los que en el seno de la representación nacional pedían con desaforados gritos la libertad religiosa, llegando hasta amenazar con la destrucción de la patria si no se les otorgaba, y en España, por el contrario, son los obispos y los ultramontanos los que por todos los medios han combatido la li­ bertad religiosa y han intentado volver al estado anterior á 1868. Pero no era posible volver. Los tiempos pasan, las revoluciones se suceden, y las sociedades siempre progresan. Echada por tierra la Constitución que por espacio de seis años fué el blanco del ultramon­ tanismo, las cosas no volvieron al ser y al estado que tenian ántes; la intolerancia religiosa no volvió á prevalecer; la Constitución última tenía que conservar algo bueno por más que fuera nuevo, y el prm-

_ 35 — cipio de tolerancia está escrito en ella. El retroceso es manifiesto, pero ¿no se ha progresado algo desde 1867? ¿negará el ultramontanismo la ley que se le impone? De ninguna manera. El principio de la toleran­ cia no sólo tiene la autoridad de una ley constitucional, no sólo es un principip de libertad y un progreso, es además una premisa de donde tarde ó temprano ha de surgir una consecuencia. La Constitución de 1812 decia que la religión católica, apostólica romana sería etcTnamente la religión del Estado, con exclusión de cualquiera otra] la de 1876 salva la exclusión y admite la tolerancia religiosa. ¿Cuál de las dos tiene razón? Y no se crea que la reforma introducida no obedece mas que al ca­ pricho. La base 11.^ de la Constitución lleva consigo un comentario, cuya autoridad no seré yo quien la ponga en duda: «tres siglos de in ­ tolerancia religiosa, decia uno de nuestros más eminentes repúblíoos (1), y la influencia de las ideas modernas, han hecho imposible el

restablecimiento de la unidad religiosa.^ Ahora bien; combatido el principio por dos tendencias opuestas, atacado y no acatado sinó d fo rtio ri por el ultramontanismo, y cre­ ciente siempre el influjo de las ideas modernas, ¿cuál será la resultan­ te de estas dos fuerzas? Si la intolerancia, sobran las ideas modernas. Si éstas, la libertad religiosa es su conciencia. ¿Cuál de las dos solu­ ciones prevalecerá? Nadie mejor que vosotros con vuestro ilustrado criterio puede dar la solución. Por lo que á mí toca, voy á concluir emitiendo algunas consideraciones en apoyo de la opinión que he venido á sostener. La libertad religiosa es un derecho enclavado en lo mas intimo de la naturaleza humana; la razón y la conciencia le aflrman de consuno; el cristianismo le proclama; la Historia le ofrece como el único reme­ dio aplicado á las g’randes crisis religiosas que la humanidad ha atra­ vesado; los principios opuestos son absurdos é irracionales cualquiera que sea. la forma bajo la cual se manifiesten; los pueblos que marchan al frente de la civilización le aceptan; el mismo ultramontanismo le ha reclamado; el sistema de tolerancia es de transición; el catolicismo en nuestra patria necesita luchar, tiene enfrente dos enem igos que le amenazan, el protestantismo y el indiferentismo, y contra este últi­ mo nada puede el Estado. Si, pues, la unidad religiosa es imposible y la intolerancia insoportable, no lo dudéis, el porvenir próximo de Es­ paña no puede ser otro que la libertad religiosa. No la temáis, señores académicos. Si en todos los órdenes de la vida este es el ideal que preside, no hay razón para que otra cosa suceda en el órden religioso, que es el más libre y espontáneo. No os mos­ tréis indiferentes á la cuestión religiosa que hoy se agita en todo el mundo; porque si son muchos los que viven en el estado de indiferen(1) El señor presidente del Consejo de ministros.

— 36 — eia, la ciencia no puede permanecer indiferente; aunque no fuese más que para demostrar que la religión era una quimera, y no una necesi­ dad del espíritu, su cooperación fuera necesaria. La cuestión, por otra parte, encierra una gran trascendencia. Allí donde existe el más lig e­ ro asomo de intolerancia religiosa ó la religión no es un fin que se rea­ liza libremente por el individuo asociado con espontaneidad, la ciencia vive entre cadenas. Como representantes de la ciencia, como hom ­ bres de religión y como españoles amantes de esta patria digna de mejor suerte, estáis, pues, en el deber de preparar por todos los m e­ dios legales la solución definitiva de un problema que á todos se im­ pone. De otra suerte, la ciencia seguirá alimentándose de la Teología, y miéntras los demás pueblos crecen y se desarrollan, España perma­ necerá largo tiempo en las tinieblas, sin levantarse de la postración intelectual y material eu que yace, gracias al dominio que sobre ella han ejercido el absolutismo y la teocracia.

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RESUMEN D I LAS

SISMES fil U iCADIlll JDRlDlCi DURANTE EL CÜRSO DE 1877-78

LEIDO POR

DON JA C IN TO ZO R R IL LA Y MATEO SECRETARI O

DE

LA

miSEA

|SeÑORES yACADÉmiOOSí

La natural impaciencia que sentiréis por esciicliar la autorizada de nuestro distinguido Presidente, y el carácter tradicional que á estas Memorias reviste, hará, por más que otro fuera mi deseo, sea muy breve en la lectura de la reseña bistórico-estadística que el cum­ plimiento de un deber reglamentario me coloca en la ineludible ne­ cesidad de hacer y en la que á grandes rasgos, como á esta clase de escritos cumple, os he de describir los importantes trabajos académi­ cos que esta Corporación ha realizado durante el curso que acaba de finar; trabajos que os demostrarán el floreciente y próspero estado á que han sabido elevarla la asiduidad, constancia y talento de los se­ ñores académicos que en sus frecuentes discusiones han tomado parte. El dia 21 de Octubre del año próximo pasado tuvo lug’ar, ante un numeroso y distinguido público, y bajo la presidencia del Illmo. señor Rector de la Universidad Central, y con asistencia de muchos de los señores Profesores de la facultad de Derecho de la misma, la solemne apertura de esta Academia, y siguiendo los trámites y prescripciones reglamentarios, su digno Presidente D. Tomás Sánchez Tembleque leyó un erudito y profundo discurso sobre E l concepto de la pena, en el que con sólidos fundamentos filosóficos, elocuentemente expuestos, atacó las antiguas teorías del derecho de penar, estableciendo él ver­ dadero carácter de la pena, que no consistía, según su ilustrada opi­ nión, en un mal sinó que es simplemente un medio racional y justo para la reparación del órden universal del derecho perturbado en cualquiera de sus esferas. Inútil es advertir, porque será conocido de la mayoría de los que me escuchan, que el discurso inaugural á que voz

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— 42 — me refiero en las anteriores lineas, es digno de los altos conocimientos y reconocida ilustración del Sr. Sánchez Tembleque. Acto continuo, el revisor D. José Lopez de Ceraio, por ausencia de los señores secretarios, leyó una bien escrita Memoria en la cual se contenían sucinta y gráficamente todos los trabajos, tanto académi­ cos como administrativos, que se habían llevado acabo durante el curso de 1876-77. E l celibato del clero, fné el tema con que comenzaron nuestros debates en la sesión celebrada el dia 3 de Noviembre, siendo ámplia y detenidamente discutido en las sesiones que hasta la del 3 de Di­ ciembre ocuparon la atención de la Academia, por los Sres. Domín­ guez, Turón y Boscá, Villapadierna, Ordoñez, Calderón, Santos Secay, Perez Sierra y Miquel, que le defendieron con gran copia de datos y razonamientos, y por los Sres. Rovillard, Hernando y Alvarez, García Muñoz, Navarro Amandi y Arino que enérgicamente le combatieron, colocando el debate á la mayor altura, y demostrando el profundo conocimiento que de la materia que se discutía tenian los oradores que en él tomaron parte. Tanto los defensores de la institución, que era objeto del tema, como sus impugnadores, usaron de todos los argumentos que su clara inteligencia les sugiriera para declarar triunfante su doctrina, y en particular es mi deber hacer constar la espontaneidad con que el se­ ñor Ariño se levantó á contestar la teoría expuesta por el Sr. Domín­ guez, pronunciando improvisadamente un florido discurso, por todos aplaudido, que nos dió á conocer las relevantes dotes y vasto saber, muchas veces demostradas, del digno ex-Secretario de esta Corpora­ ción científica. El Sr. Domínguez, como mantenedor del tema, defendió el celiba­ to del clero, por altas razones de conveniencia para la doctrina cató­ lica, pretendiendo demostrar ser ese el espíritu del cristianismo desde los primeros tiempos, que si bien no empieza estableciéndole, tiende á conseguirlo, como lo prueban disposiciones esclesiásticas encami­ nadas á este objeto, citando al efecto, entre otras, las emanadas de varios Concilios Aureanenses y primero de Letran, y las dadas por Gregorio VII en las que este Pontífice amenaza de excomunión á los que oigan misas de clérigos no célibes. Todo lo que, en sentir del Sr. Domínguez, revela la tendencia á que el celibato se plantee como institución en los Códigos. Tratando la cuestión bajo otro aspecto, termina haciendo apreciables consideraciones sobre los inconvenien­ tes que resultarían del matrimonio de los sacerdotes que, como re­ presentantes de Dios en la tierra, tan sólo á Él deben consagrar­ se, sin que los deberes que la familia impone le roben el tiem ­ po que para la práctica de la religión cristiana y ejercicio de su divina misión les es necesario, pues indudablemente que, entre­ gados los eclesiásticos al ministerio del culto y contemplación de las

— 43 — cosas sagradas, conviene estén separados de otras clases de obliga­ ciones que podrían distraerlos de aquellos santos objetos. El Sr. Rovillard se fundó principalmente para combatirle en que la Iglesia no debe contrariar las leyes de la Naturaleza, y como ésta, se­ gún los mandatos de Dios, tiene un fin que llenar, y es el contenido en el crescite et multiplicamini et replete terram, no debia imponerse á los clérigos la obligación de vivir en celibato perpètua y constan­ temente, añadiendo que en los libros sagrados se encuentran prece­ dentes conformes con sus principios, recordando, entre otros, la Epís­ tola de San Pablo y la doctrina de San Bernardo, concluyendo por afirmar que la historia de la Iglesia no está conforme con esta institu­ ción que ha sufrido diversas alternativas en diferentes épocas, sobre todo hasta el Concilio IV de Letran. En estas mismas ideas abundaban los Sres. Hernando y Alvarez, Peñasco, Goya, Albarado, García Muñoz y Navarro Amandi, y pro­ curaron esclarecer esta materia, sosteniendo que la prohibición im ­ puesta al eclesiástico de poder contraer matrimonio, era una fuente de constante inmoralidad, según la Historia lo atestigua, perjudicial á la sociedad, contraria á la naturaleza humana y opuesta á la razón, demostrando la gran conveniencia y necesidad de su desaparición para el bienestar y provecho del catolicismo, siendo estas afirmacio­ nes combatidas con lucidez por los Sres. Toledo, Turón, Ordoñez, Calderón, Santos Secay y Miquel, que se mostraron partidarios decididos y ardientes defensores del celibato del clero, cuya in stitu ­ ción consideraban impuesta por las leyes divinas, y necesariamente indispensable para la existencia de la Iglesia cristiana y del espíritu católico; reasumiendo esta discusión el Sr. Sánchez Tembleque, con la brillantez que era de esperar, dada la importancia del tema y la amplitud del debate, examinó la cuestión bajo el punto de vista his­ tórico, filosófico y jurídico, y vino á decidirse por la no existencia del celibato, que, en su sentir, no solamente era inútil, sinó hasta perju­ dicial y opuesto á las palabras de Dios, que dijo: Creced y m ultipli­

caos y llenad la tierra. Bajo la presidencia del distinguido catedrático de esta Universidad, D. Pedro Lopez Sánchez, tuvo lugar en las sesiones celebradas el 6,13 y 20 de Diciembre del 77, y 3, 10 y 17 de Enero del 78, la discusión del importante tema Derecho de intervención. Planteó la cuestión con grande acierto y precisión, nuestro querido tesorero D. Rafael Angulo, que habló en pró de ella, manifestando que el derecho de intervención subsistirá miéntras las naciones existan, pues de la misma manera que en el Estado hay poder para intervenir en las acciones de los ciudadanos, así los pueblos deben ser intervenidos por una entidad superior que, á manera de derecho de defensa, establezca el que aquellos hubieran infringido; esta entidad superior, añadía el orador, debe ser la raza; los pueblos, constituidos dentro de

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una misma, son los que deben ejercer esa intervención para que el vulnerado derecho se restablezca. El Sr. Sánchez Tembleque, que sostuvo la teoría sentada por el s e ­ ñor Angulo, la defendió basada en los adelantos del derecho interna­ cional y en el progreso de la especie humana que va destruyendo, con la civilización, las diferencias de religión y raza. El Sr. Fernandez Cid, que terció en el debate demostrando una vez más á cuantos tuvimos el placer de escucharle las dotes oratorias poco comunes que le adornan y sus muchos conocimientos jurídicos, no admitió las ideas sentadas por los defensores del tema, porque en su creencia, el derecho de intervención ataca la igualdad de las naciona­ lidades, queda siempre reducido al del más fuerte, y no es otra cosa que la sustitución d éla soberanía de una nación por la de otra más poderosa que viola su independencia siempre absoluta, dando lugar á tristes hechos como la intervención de Polonia y la de 1823 en nues­ tra patria. El Sr. Cánovas pretende buscar el fundamento de esta institución en los elementos constitutivos de las naciones, y afirma debe admi­ tirse y ejercitarse este derecho, no guiados por móviles ambiciosos ni egoístas, sinó únicamente por el principio de fraternidad que debe existir entre ellas, de idéntica manera que existe entre los individuos. El Sr. Domínguez la funda en la arbitrariedad, porque, sea cual­ quiera la entidad que lo ejerza, supone preferencia y prestigio. Toma­ ron también parte en esta discusión los señores Villapadierna, N a­ varro, Amandi, Miquel, Arnal yXruisasola, Yagüe, López y López y García Muñoz, los cuales, en sus bellas peroraciones, procuraron es­ clarecer esta materia, cuyo debate terminó reasumiéndole el señor Presidente con un elocuente y trascendental discurso, en el que estu­ dió la cuestión bajo el aspecto histórico y filosófico. El tema P oder temporal del Romano Pontijíce, se discutió en las sesiones celebradas en 31 de Enero, 7,14, 21 y 28 de Febrero, siendo presididas por D. Antonio Fernandez Cid, primer Vicepresidente de esta Academia. El Sr. Ordoñez se declaró decidido defensor del poder temporal, cuyo origen encontraba en la donación hecha por los Carlovingios á los pontífices del ducado de Rávena después de haber auxiliado á estos de las agresiones de los lombardos. Se extiende en largas y eruditas investigaciones históricas; sostiene la compatibilidad del poder tem ­ poral con el espiritual, afirmando que los pontífices, al ejercerlos, no traspasan los deberes que, como sucesores de San Pedro, tienen que llenar en la tierra, y concluye asegurando, que esta institución es conveniente y útil para el buen gobierno, independencia y bienestar de la Santa Iglesia. El Sr. Domínguez refutó lo expuesto por el Sr. Ordoñez, atacando el poder temporal de los papas, que dijo ser estéril y opuesto á los

— 45 piincipiüs de nuestra religión; hizo notar que sus defensores no acu­ dieron en apoyo de sus doctrinas á los textos bíblicos y Sagradas Es­ crituras, razón que claramente se explica, segim la opinion del se­ ñor Domínguez, teniendo en cuenta que Jesucristo le condena y re­ g a z a como lo prueban sus palabras; D ada Dios lo quees de Dios, y af' tesa r lo que es del César. Se extiende en consideraciones filosóficas respecto á las dos soberanías, haciendo su distinción y opinando que las os son completamente independientes, y ninguna superior á la otra, y deduciendo de estos principios la consecuencia de que los romanos pontífices no deben ejercer el poder temporal, termina manifestando que su reaparición sería uu gran retroceso, que traería al mundo p a n d ísim os perjuicios, reaparición que considera difícil después de haberse conseguido en virtud de tantos trabajos la unidad italiana, que es la causa del derecho y Dios la proteje. El Sr. Salcedo (D. Angel) se ocupó de la cuestión de si los Estados romanos han de pertenecer ó no al sucesor de San Pedro, y en sn des­ p o l l o pretende probar que la Santa Sede puede poseer temporalidap s , añadiendo que Roma, bajo los pontífices, gozaba de libertad é ip ep en d en cia, que han sido holladas y desconocidas en los últimos tiempos b astaci extremo de verse preso y oprimido su legítim o rey y soberano; siendo digno término de la discusión el resúmen del se­ ñor Fernandez Cid que, después de hacerse cargo de las opiniones emitidas, niega las ventajas de la existencia del poder temporal, des­ conociendo su necesidad y su justicia. Discutióse en las sesiones del 14, 21 y 28 de Marzo la legitimidad de la prescripción, sesiones presididas por el Sr. Cámara y Ortiz, se­ gundo vicepresidente de esta Corporación, y amenizadas por los dis­ cursos que en pró de la proposición pronunciaron los Sres. Perez N isarre, Fernandez Cid, Contreras y Rada, Ordoñez y Molina y Ortega, y en contra los Sres. Ariño, SaezDomingo, Fernandez TaujuI y Yagüe, que examinaron con acierto y claridad la cuestión, sosteniendo los primeros, que la prescripción era de derecho natural, apoyándola por razones de conveniencia social, justicia y utilidad; y afirmando sus contrarios ser una institución cnya legitimidad no aparece confir­ mada en ninguna legislación positiva, sanciona el despojo de la pro­ piedad y falta á la buena fé, condición indispensable en toda clase de actos y contratos jurídicos, terminando tan animado debate con el resúmen del señor presidente, que defiende la prescripción como modo de adquirir el dominio, estudiándola en el terreno del derecho natural y del derecho positivo, y creyendo que, como institución de éste, no debe discutirse si es ó no legítim a, puesto que por él está cousagrada. Los Sres. Muñoz y Calderón, Nisarre, SaezD om ingo y Vilanova, discutieron en las sesiones de 4, 11, 25 y 30 de Abril si Debe concederse a la mujer la administración de los bienes parafernales. El pri­

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— 46 — mero de dichos señores se cupó de nuestro derecho positivo respecto al asunto que se debatía, y examinando la ley 17, tit. XI, Part. 4. , afirmó que la cuestión estaba resuelta, y que debia concederse á la mujer el derecho de administrar los bienes extradotales de que es propietaria. Ataca esta opinión el Sr. Saez y Domingo, que apoya los derechos del marido, después de sentar, que á pesar de hallarse admitido por nuestras leyes y jurisprudencia que la mujer se pueda reservar la administración de los bienes parafernales, ésta no debe ser en principio la regla jurídica, puesto que coloca á la mujer fuera de la misión que debe desempeñar en la familia, cuya unidad viola. ^ El Sr. Muñoz y Rodríguez dice que la mujer tiene capacidad jurídi­ ca para ser sugeto de derecho, y que con ninguna razón se le pueden negar aquellos á que es acreedora. No admite la familia como quieren las leyes de Partida, porque son trasunto fiel de las romanas, en las que el marido es la única persona con autoridad en ella reconocida por el derecho. El señor Angulo, hizo un brillante resúmen del punto discutido, examinando si debia tratarse dentro del terreno d,el derecho natural ó única y exclusivamente del derecho positivo; si contestada esta pre­ gunta afirmativa ó negativam ente, podia la mujer administrar los bienes extradotales; si nuestro, derecho positivo la concede clara y concretamente la administración de los referidos bienes, y por últi­ mo, si la mujer era inferior física ó intelectualmente al hombre Al tratar de la primera cuestión, la admitió desde luego dentro del do­ minio del derecho natural; bajo el punto de vista de éste, sostenía que la mujer debia ser la administradora de los bienes parafernales; y pasando al derecho positivo, presentaba la contradicción en que e.stán la ley de Partida y la 55 de Toro y Pragmática de 1623; citó varios fallos del Tribunal Supremo, desfavorables al marido, y desechó la autoridad de la ley Hipotecaria y de Matrimonio civil, por razón de no haber sido hechas con el objeto de regular las re­ laciones económicas de la familia, sinó que cada una de ellas tenía muy distintos fines, y concluyó defendiendo la igualdad de los dos sexos en punto á capacidad, tanto física como intelectual.^ Terminó la Academia sus tareas científicas con una bien escrita Memoria del Sr. Fernandez Cid Sobre el modo de constituir el Sena­ do, que fué discutida en los dias 1.°, 8 y 10 de Mayo, por los señores Angulo, Ariño, Sánchez Tembleque, Salcedo y Zorrilla. En Junta g’eneral, celebrada el 27 de Octubre, se procedió á la elec­ ción de la Directiva, conforme disponen nuestros Estatutos, quedan­ do constituida en esta forma: Presidente, D. Tomás Sánchez Temble­ que; Vicepresidentes, D. Antonio Fernandez Cid y D. Diego Cámara; Tesorero, D. Rafael Angulo; Revisor, D. José López de Cerain; Secre­ tarios, D. Jacinto Zorrilla y D. Manuel Lozano, y \ ocales, D. Jocjé Rústelo, D. Francisco Durán, D. José Collanles, D. Miguel Domin-

— 47 ^ guez, D. Antonio Rovillard y D. Rafael Rico, que fundado en motivos de salud presentó la dimisión de su cargo, siendo provisto en la Jun­ ta del 22 de Enero, y elegido para desempeñarle el académico D. José Horma. Atenta esta Corporación á su constante deseo de estudiar y apre­ ciar los adelantamientos de la Ciencia del Derecho, y deseando con o­ cer de una manera minuciosa los trabajos que se preparaban para el Congreso penitenciario de Stokolmo, accedió gustosa al ofrecimiento que de ser en él su representante, nos hizo el distinguido juriscon­ sulto y reputado publicista D. Juan Valero de Tornos. Creo inter­ pretar los sentimientos que os animan, ofreciendo á dicho señor el testimonio de nuestro sincero reconocimiento, por la honrosa distin­ ción que nos ha dispensado, así como también es mi deber dedicar un cariñoso recuerdo de respetuosa gratitud al limo, señor Rector de esta Universidad, por su constante protección, y enviar mi cordial y expresiva felicitación á los señores académicos que han tomado parte en las discusiones del pasado curso, cuyo cuadro tan malamente he sabido bosquejar, y que los triunfos y lauros por, ellos conquista­ dos sean móvil y estímulo constante para que los nuevos sócios, que no han terciado en estas lides científicas, imiten su laudable ejemplo, cumpliendo de este modo el fin de nuestro instituto, cuyo enalteci­ miento y prestigio debemos procurar.

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