LA AMISTAD EN LA VIDA RELIGIOSA Una reflexión de teología espiritual

PIERRE GERVAIS LA AMISTAD EN LA VIDA RELIGIOSA Una reflexión de teología espiritual El autor aborda el tema de la amistad en la vida religiosa a trav

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PIERRE GERVAIS

LA AMISTAD EN LA VIDA RELIGIOSA Una reflexión de teología espiritual El autor aborda el tema de la amistad en la vida religiosa a través del prisma de una teología espiritual, es decir, presumiendo que hay en ella una realidad del Espíritu y, eventualmente, una gracia. Al mismo tiempo, presupone dos hechos: primero, que sólo la vida religiosa es capaz de pronunciarse sobre la verdad humana y espiritual de toda relación entre dos personas consagradas de distinto sexo; y segundo, que la vida religiosa posee todos los criterios para discernir y juzgar una tal amistad y, si se da el caso, dejarla que se desarrolle en el interior del don primordial, total y radical, que constituye la vocación religiosa. Une reflexión de théologie spirituelle, Vie consacrée, 52 (1982) 159-178

La vida consagrada Recordemos algunos rasgos fundamentales de la vida religiosa antes de abordar el tema de la amistad, entendida ésta como la relación privilegiada que compromete mutuamente dos personas consagradas en su afectividad más profunda. La vida religiosa está inscrita en un misterio de alianza: es una respuesta eminentemente personal a una llamada de Cristo, en los misterios de su vida terrestre y en su cuerpo transfigurado, que compromete la totalidad de la existencia. En esta respuesta expresada en términos de amor preferencial y, en este sentido exclusivo- el religioso se une a la misma persona de Cristo de tal modo que no sólo queda ligado a El, sino que queda, de una manera particular, configurado a su misterio pascual: el que manifestándose en su cuerpo glorioso se revela como el Viviente que suscita una comunidad de hermanos en un mismo Padre. Así, pues, el religioso encuentra y se consagra a aquél que se entrega a él en forma de comunidad. Su amor preferencial y virginal hacia Cristo es sostenido por la comunidad, a la cual Cristo lo ha integrado, para que se desarrolle espontáneamente en caridad fraterna. La vida religiosa, como don total y radical a Cristo en su Iglesia, ha sido afectiva y espiritualmente gratificante para multitud de hombres y mujeres a lo largo de los siglos. Y hoy día, en la incondicionalidad de su compromiso, es alegría y gozo para muchos, incluso en lo profundo de su fragilidad humana. ¿Qué decir, pues, de la amistad en la vida religiosa? En principio no se puede dudar de que una amistad de este tipo sea compatible con la vida religiosa, ni que pueda ser recibida y vivida por algunos como un don del Espíritu, ni que pueda fecundar la vocación religiosa, dando entrada a la intimidad del amor del Dios trinitario. Pero hay que reconocer que una tal experiencia espiritual puede ser un obstáculo a la moción del Espíritu: puede quitar la libertad propia de la vida religiosa, romper el resorte íntimo de ella. El rostro del ser amado puede sobreponerse al de Cristo empujando a las sombras a los hermanos y hermanas.

PIERRE GERVAIS Indiquemos además que una tal amistad no es necesaria al pleno desarrollo de la vocación, no le añade nada ni a nivel de signo ni a nivel de realidad, ya que ella no da ni afectiva ni espiritualmente- más que lo que la vida religiosa da y ofrece a toda persona que se compromete. Es un camino, entre tantos otros, trazado por Dios en el interior de una única llamada.

El descubrimiento del otro Partimos del "mejor de los casos": de dos personas que están profundamente "contentas en su vocación". Un día descubren cuán importante es el lugar que cada una tiene en la vida de la otra; se reconocen de golpe juntas, tocadas, amadas en lo que tienen de único y de mejor y que a menudo quedaba oculto a sus propios ojos; sentimientos, hasta entonces desconocidos, se despiertan en ellas; en este instante, quiéranlo o no, el corazón se siente repartido; pronto o tarde se plantea la cuestión: ¿hasta qué punto este lazo de amistad que se va reforzando día a día es un obstáculo a un amor más grande y a una disponibilidad más total? (Esta pregunta no es necesariamente fruto de un sentimiento de culpabilidad, sino que nace de la delicadeza del corazón). La respuesta puede ser doble: a) La ruptura, en el sentimiento, vivo y confuso al mismo tiempo, de que late una amenaza a algo fundamental. Esta reacción "negativa puede ser el resultado de un temor estéril o el signo de la libertad divina. ¿Quién podría decirlo? (Donde está en juego la afectividad, no hay nunca un comportamiento humano plenamente transparente). La ruptura no es la solución a toda tensión interior: incluso puede conducir a todos los "callejones sin salida", violentándose uno a sí mismo inútilmente, que es en último término la violencia al Espíritu. Las tensiones son también caminos, ciertamente oscuros, utilizados por Dios. b) No encontrar, experimentándolo claro y confusamente al mismo tiempo, motivos para la ruptura. La emotividad que ahora sienten no era lo que habían buscado en el encuentro, ni pone necesariamente en duda la rectitud interior de ellas. Esta emotividad puede ser considerada como una interferencia indebida y no querida: es algo advenedizo en relación a lo esencial -esta fidelidad constante de cada uno en su responsabilidad solitaria ante Dios- que en un primer momento ha permitido el descubrimiento mutuo. (Lo que conforta se muestra más fundamental que lo que turba). El presente es un momento de confianza: en el Dios que ya ha actuado en la vida de uno y otro. El futuro es un momento abierto: ¿esta relación abre un camino liberador para Dios o nos separa subrepticiamente de él?, ¿es la gracia de un momento o marcará más profundamente su vida religiosa? Y en caso afirmativo, ¿cómo dará Dios a cada uno el ser fiel a lo que El ya ha puesto en sus corazones? Hay un no-saber que no tiene nada de angustioso, reflejo del secreto de Dios sobre toda vida. Y a veces este no-saber abre un debate interior que se puede extender a lo largo de muchos años, ya que aquí se trata del vínculo de toda una vida a su Dios. Este debate es la obra del Espíritu, cuya finalidad no es otra que la de centrar toda la afectividad

PIERRE GERVAIS humana, incluso en lo que tiene de más oscuro y más vehemente, en aquél que ha sido el primero en mirarle: el Cristo en su humanidad en el corazón de la Iglesia.

La referencia a Cristo Pasado el primer momento de euforia espiritual, los interesados descubren que no son ángeles y experimentan en sí mismos una tensión que no pueden acallar todas las protestas verbales. Están movidos por sentimientos y afectos de los que no son dueños y que llegan a impregnar la totalidad de su manera de ser: es el 'momento en que experimentan -quizá por primera vez en su existencia- su pobreza y su fragilidad. La persona consagrada reconoce en su propia carne su incapacidad de amar con un amor límpido y total, no sólo al otro, sino sobre todo a su Dios, a este Dios misterioso y sin embargo, en su proximidad, fuente de todo amor. De hecho, quizá en estas horas, por primera vez y en un giro que marcará ya toda su vida, descubra que la oración, antes que un impulso del hombre hacia Dios, es en primer lugar y fundamental una acción de Dios en el hombre y sobre el hombre. La soledad aceptada ante Dios abre la puerta a esta palabra de paz y de gracia que nadie puede darse a sí mismo. Movida por sus sentimientos y afectos la persona consagrada se descubre así, en la fe, movida por Dios y por su Espíritu, que sólo en el respeto de las personas suscita la verdadera comunión. Así se ahonda en ella, en la paciencia, esta disponibilidad profunda que permite recibir como don lo que Dios da, y recibirlo a la luz del don primero, el don de su propia vocación. En la oración encuentra y experimenta a Cristo para ser, misteriosa pero realmente, configurada a El. Si la confusión de sus sentimientos y afectos, puesta delante de Dios, fue comunión en la pasión de Cristo, la paz recibida es ya fuerza de su Resurrección. Consagrados ya en cuerpo y alma a su Señor, es El quien, en este instante, se une a ellos en su humanidad herida y quien, recreándolos interiormente, se da a ellos, en su humanidad y en su divinidad, sellando así de nuevo este amor preferencial, y en este sentido exclusivo, que es el meollo de su consagración. Nada en esta soledad aceptada ante Dios descubre cuál es el designio de Dios sobre cada uno de ellos. La amistad ya es para ellos una gracia por este fruto que produce en ellos, cualquiera que fuera la significación ulterior para sus vidas.

La referencia a la comunidad Todo amor entre dos seres tiende a crear alrededor de ellos un espacio de intimidad que los lleva a definirse cada vez más el uno por el otro. Exige tiempos prolongados de presencia mutua. Igual ocurrirá en el amor entre un religioso y una religiosa. Pero el amor que Cristo da en la vida religiosa es siempre apertura y presencia a todos. Debe, pues, contrariar una tendencia, que como tal procede del amor conyugal. Todo afecto de amistad entre dos seres consagrados deberá pasar por la prueba de un descubrimiento de los lazos eclesiales.

PIERRE GERVAIS Concretamente: las exigenc ias de la vida comunitaria y apostólica pasarán delante del legítimo deseo de la presencia mutua; los deseos y necesidades de los hermanos y hermanas tendrán prioridad respecto de los propios proyectos; evitar las tensiones inútiles en la comunidad usando la discreción necesaria en sus relaciones mutuas; entregarse a las exigencias de la labor apostólica y a las disposiciones de los superiores. En una palabra: buscar en los acontecimientos de cada día la manera de ir abriendo el círculo que tendería a encerrarse sobre su propia intimidad y descubrir cada vez más de nuevo lo que precisamente los une: el amor incondicional del Señor en la presencia de sus hermanos y hermanas en la Iglesia. Es ciertamente una ascesis que a veces será experimentada como la muerte a lo más querido. Algunos verán en esta tensión un motivo para rechazar toda amistad privilegiada, ignorando que es quizá esta tensión, vivida en la fe, el lugar de un verdadero renacer a la comunidad. ¿No es ésta -entendida no sólo como comunidad local, sino también como congregación religiosa y como Iglesia- la que ha hecho posible el encuentro y la que permite que toda amistad auténtica crezca según la medida del buen querer divino? Quizá habiendo aprendido en su amor a reconocerse en el respeto mutuo, serán más capaces de una cierta calidad de acogida y de presencia de cara a sus hermanos y hermanas. Quizá en esta libertad espiritual que les ha abierto el uno al otro, tendrán algo más de esta libertad interior que da el ser todo a todos en la comunidad.

La apertura de conciencia Para empezar digamos que la comunidad no tiene ningún "derecho de mirada" sobre la intimidad propia a la amistad entre dos personas consagradas. Esta amistad -lazo singular suscitado por Dios, cuyo alcance real escapa incluso a los dos interesados- no puede ser clasificada dentro de las categorías sociales según las cuales los hombres se reconocen habitualmente y corre el peligro de ser incomprendida. Pero, como toda gracia, engrandece y fortifica al hombre interior en la medida en que sea respetada. Este respeto es doble: por un lado, la voluntad en el religioso de no querer apropiarse algo que es de Dios; por otro lado, la capacidad de dejarse probar y confirmar, incluso en sus certezas más íntimas, por la voz de otro, testigo de la Iglesia, el habitualmente llamado "director espiritual". En toda situación en que la afectividad juega un papel importante, esta abertura de conciencia es un elemento decisivo: no sólo para ser hondamente obediente a la voz del Señor sino también para no dañar a la otra persona cuya vida ha quedado comprometida. Fiarse del buen humor y del sentido común para ir solventando las tensiones que inevitablemente se producen en la historia de toda amistad no basta. Sería desconocer las realidades espirituales que están en juego: sería olvidar que el hombre llega al límite de su propia fragilidad allí donde el amor deja de ser palabra para convertirse en realidad; sería olvidar la simple evidencia de que toda amistad se hace siempre "entre dos", y que lo que en ciertos momentos no tiene importancia para uno puede afectar profundamente al otro; sería sobre todo presuponer tontamente que en toda situación en

PIERRE GERVAIS que su ser espiritual es puesto a prueba, un cierto sentido común nos hará salir de ella. (Este presupuesto es la negación de todo el orden espiritual, ya que no disponemos ni de Dios ni de sus caminos. Es El quien dispone de nosotros y nos mete en sus caminos). El papel de este testigo de la Iglesia no es el de "consagrar" una amistad cuyo alcance real sobre los dos (normalmente no conocerá más que a uno) no puede captar, ni en el presente ni en el futuro. Su papel será el de ayudar a situar a la persona consagrada en su relación viva a Cristo y en sus relaciones con su comunidad; es decir, confirmarla en la gracia de su primera vocación. Y también integrar en la Iglesia una relación que en su singularidad podría ser experimentada, no sin un cierto sufrimiento, por las dos personas interesadas al margen del bien común de la vida religiosa y de la Iglesia.

La amistad como realidad espiritual Pero, esta amistad entre dos personas consagradas ¿no es un amor imposible? ¿No queda sometida a ciertas exigencias (amor preferencial por Cristo, disponibilidad honda a la comunidad y a sus superiores, abertura de conciencia...) que son su misma negación? ¿Qué le queda como cosa propia? Yo me atrevería casi a decir: todo. Un tal amor no se distingue del amor conyugal por ser puro don de Dios, pues todo amor es don de Dios. Tampoco se distingue por el hecho de que el amor entre dos personas consagradas excluya la sexualidad: el amor, don de lo alto, toca siempre los cuerpos. Pero, y aquí es quizás donde se inscribe la diferencia fundamental entre ellos, el amor -don de lo alto- se simboliza desde un primer momento de manera radicalmente diferente en un caso y en otro precisamente en lo que respecta la relación al cuerpo. El amor conyugal -continuación del acto creador de Dios- es un acto de confianza fundamental en la vida, la que ellos se comunican mutuamente y la que ellos no pueden dar si no juntos. Pero la unión sexual -afirmación suprema de vida y, al mismo tiempo, suprema tentativa de exorcizar su escondida caducidad- debe deshacerse y, al deshacerse, da paso a una nueva vida y signa también una muerte: la de ellos mismos. Quedan así configurados a un misterio mayor que ellos mismos: a la misma persona de Cristo en su misterio de muerte y resurrección. Con razón, pues, el Nuevo Testamento hace de esta unión el signo y el sacramento del amor fiel y constante de Cristo a su Iglesia. De otra forma es el amor de amistad entre dos personas consagradas. Desde el principio ha sido vivido en el horizonte de una relación constitutiva, personal y preferencial a Cristo en su misterio de muerte y resurrección. Esta relación es anticipación de los tiempos futuros en el presente de la Iglesia. Es también aceptación de una muerte, la firmada por el triple voto religioso, y es, en esta muerte, afirmación tangible de esta vida nueva de la que vive todo cristiano en la espera de su manifestación definitiva. Y si este amor toca ciertamente los cuerpos, lo hará de una manera radicalmente distinta del amor conyugal. Aunque experimenten, incluso con fuerza, la atracción de los cuerpos (pues es una exigencia de la vida), no se entregarán a ella ni aceptarán -no sea más que por un solo instante- el abrazo de la unión sexual. No lo menosprecian, pero para ellos la vida no puede sino quedar abierta para que en este espacio tangible trazado entre ellos, desde el principio e incluso en su carne, pueda afirmarse siempre de nuevo

PIERRE GERVAIS aquél que es su esperanza y su vida y que actúa ya desde ahora en ellos la fuerza de su resurrección. Ni frustraciones, ni ambigüedades, ni el sentimiento de meterse en una "tercera vía" cualquiera: ellos no forman una pareja. El solo hecho de reconocer serenamente en la fe el cuerpo del otro como posesión de Dios inscribe en su propia carne el momento presente como don recibido, en la esperanza de una comunión que sólo Dios puede dar y que ya da de hecho en este lazo de amistad que ha creado entre ellos. El amor que les une es desde el principio amor virginal, tal como siempre lo ha entendido la vida religiosa. Toca ciertamente los cuerpos, pero en la renuncia que les afecta y que pone al descubierto su caducidad, los hace penetrar de un modo particular en el mismo corazón del misterio cristiano. ¿Acaso el último testamento del amor y de la fidelidad de Dios hacia los hombres no ha quedado grabado en la más frágil y la más amenazada de las realidades, en esta carne que es el hombre, convertida en cuerpo entregado y en sangre derramada de Cristo? La renuncia aceptada por las dos personas interesadas es, en la fe, vivo reconocimiento de la Eucaristía en todo su realismo "carnal" y adhesión -a través de su misterio de muerte- a esta comunión de vida de la que la Eucaristía es el signo y que Cristo opera ya en su Iglesia por la fuerza del Espíritu. Esta renuncia efectiva es afirmación de una fuerza de resurrección y de una ternura de Dios, de donde desciende, en la libertad y el respeto, toda ternura humana. La Eucaristía es, pues, el lugar preciso en que se anuda el lazo singular que puede unir dos personas consagradas. Este lazo, lo tendrán que vivir en la alegría y en el sufrimiento. Ellas deberán manifestárselo con las mismas palabras de toda pareja, que encontrarán, ahondando en este misterio, exactitud y rectitud, procurando aquella pacificación interior a la cual aspira todo ser. El único límite a la confidencia no será otro que la voluntad de Dios y esta voluntad se verifica en la lib ertad siempre reencontrada y reconfirmada de cada uno en el respeto recíproco del secreto de Dios sobre uno y otro. Si todavía existe el deseo, éste es ya el deseo del Espíritu: ver crecer al otro cada día más en Dios mismo, según la medida de su primera vocación y alegrarse de verlo y encontrar aquí su alegría. Por haber aceptado una muerte, les será concedido de acceder en el Espíritu a un misterio de intimidad, del cual ellos no pueden disponer, ya que es al mismo tiempo misterio de Dios sobre cada una de sus vidas. Un mismo amor -don de lo alto- se simboliza diferentemente si se expresa en el amor conyugal o en la amistad entre dos personas consagradas. El primero goza de un reconocimiento social. El segundo no lo tiene, ni en el interior de la comunidad religiosa. Y siempre será así. Y sin embargo, hay aquí una expresión auténtica de esta gracia común a todos aquellos que están en la vida consagrada.

En Cristo y en la Iglesia La vida religiosa tiene su origen en el misterio de Cristo y de su Iglesia, misterio de alianza y de intimidad de la Iglesia con su Señor, descrito siempre por la Escritura y la

PIERRE GERVAIS Tradición bajo una doble afirmación: la Iglesia es al mismo tiempo Esposa (Cristo la ha amado entregándose por ella) y Cuerpo de Cristo (en la diversidad de sus miembros unidos por la caridad). Es un solo y único misterio. La vida consagrada constituye igualmente en el seno de la Iglesia un misterio de alianza, y queda definida por una doble referencia: una relación viva a la persona de Cristo expresada en términos de amor preferencial y una relación a hermanos y hermanas en comunidad que se expresa en términos de amor y de servicio fraternales. Y es en la confluencia de esta doble relación que la amistad entre dos personas consagradas se manifiesta y se refue rza en su auténtica realidad espiritual. La historia del encuentro y de la amistad entre un hombre y una mujer en la vida religiosa (el hecho de ser amado y de amar) no nos remite solamente a un Dios de silencio en el fondo del corazón de cada uno, sino a otra historia de alianza, a la de un Dios que ha amado el primero y que, uniéndose al hombre, ha sellado con él un misterio de intimidad que la tradición cristiana, siguiendo el Cantar de los Cantares, ha descrito según las imágenes más vivas del simbolismo en que se expresa el amor conyugal. Este simbolismo recuerda que el amor que puede unir un hombre y una mujer en la vida religiosa no sólo remite a un don primero y a su historia de alianza, sino que brota, como de una fuente inagotable, de este don y de esta historia. Es la alianza siempre renovada que Cristo sella con cada uno la que posibilita una alianza de intimidad y de amor entre personas consagradas. Es la viva presencia de Cristo en cada uno la que posibilita la presencia mutua. Es el hecho de que Cristo ya es el todo de sus corazones lo que posibilita que dos personas puedan ser -según la gracia de Dios y por la fuerza de su Espíritu- el todo el uno para el otro. La amistad entre dos personas consagradas no tiene otra medida que la amistad que, en primer lugar, une a cada una de ellas con aquél que se ha entregado antes a ellas y por ellas. Aquí reside la fuente de su constante renovación. Si a veces hay una cierta reticencia a utilizar este simbolismo del amor conyugal para expresar la relación viva de la persona consagrada a su Señor, es debido al hecho de que muy a menudo este simbolismo ha sido utilizado y vivido independientemente de esta otra dimensión, también constitutiva, de nuestro ser cristiano: del vínculo de caridad y de servicio que, en el interior de la Iglesia, nos hace a todos hijos e hijas de un mismo Padre en Cristo. En efecto, sólo en el servicio desinteresado, en la diaconía de todos los días, allí donde el Señor quiere y donde él envía, se construye -para el religioso- este cuerpo que es su propio cuerpo. Lo que es verdadero de la vida cristiana y de la vida consagrada, lo es también muy particularmente de la amistad entre dos personas consagradas. Hemos visto cómo esta amistad sólo podía crecer permaneciendo abierta a la comunidad. Más que decir que la amistad remite a la comunidad como a su punto de apoyo, sería más justo decir que ella es recibida como un don continuamente renovado de la misma comunidad, en su inagotable novedad del servicio fraternal y desinteresado. Así, pues, la alegría de uno y otro, la alegría que une, se revela como la alegría -siempre nueva- de ver al otro, con toda la libertad interior, a través de las dificultades y esperanzas de cada día, servir total y desinteresadamente allí donde la obediencia lo ha colocado, aunque esta tarea - y todos los lazos humanos que ésta entreteje- los mantenga

PIERRE GERVAIS distanciados. Esta alegría en la distancia es ya presencia mutua en el Señor, y es una presencia más viva que la mera proximidad física. Y es esta alegría la que convierte todo momento de encuentro, cualquiera que éste sea, en un don siempre nuevo de Dios.

Conclusión Lo que en un primer momento se nos presentaba como criterios, normas exteriores objetivas, para juzgar y probar la amistad entre dos personas consagradas, se nos revela ahora como el alma misma de esta amistad, ya que ella no puede ser otra cosa que amor preferencial de ellos dos por su Señor y servicio desinteresado a la Iglesia en la obediencia. La gracia de la amistad no añade nada a la gracia de la vocación religiosa. Tampoco le es algo necesario. Si alguna necesidad hay, esta necesidad sería la de la libertad del Espíritu, esta necesidad interior a toda gracia, en su gratitud y en su carácter imprevisible. Nadie tiene el derecho de desconocer o de menospreciar este don que Dios le hace. Por el contrario, debe mantenerse fiel a esta gracia con todas sus fuerzas a través de la fidelidad de toda una vida. Pero si es verdad que no hay ningún derecho a dudar de esta gracia, tampoco hay ningún título de gloriarse de ella. Tradujo y condensó: MIQUEL SUÑOL

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