LA EDAD MEDIA. UN CONCEPTO PROBLEMÁTICO Y MULTIFUNCIONAL

Revista destiempos N°38 LA EDAD MEDIA. UN CONCEPTO PROBLEMÁTICO Y MULTIFUNCIONAL Antonio Rubial García Universidad Nacional Autónoma de México ♣ De

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LA EDAD MEDIA. UN CONCEPTO PROBLEMÁTICO Y MULTIFUNCIONAL Antonio Rubial García Universidad Nacional Autónoma de México

♣ De todas las periodizaciones que se han creado en Occidente para definir su historia la que se categoriza como medieval es sin duda la más problemática. Sabemos que toda periodización es arbitraria y corresponde a las necesidades de la época que la crea, pero ninguna tan injusta y tan poco fundamentada como la que atribuyó un carácter oscurantista a un periodo de mil años que van desde el siglo V al siglo XV. Petrarca y los autores italianos fueron los forjadores del término que exaltaba su propia época como una continuación de la antigüedad clásica y situaba a los siglos que separaban a ambas como un intermedio. Pero fue hasta el siglo XIX que con el surgimiento del concepto de Renacimiento se equipararía a éste con lo moderno frente a lo medieval, que se definiría como conservador. Esto se elaboró sobre la base que había creado la ilustración, la cual con su postura anticlerical había puesto las bases para construir una Edad Media tenebrosa e intransigente en contraste con la luminosidad y apertura del humanismo. Una concepción basada en prejuicios no podía ver esos mil años sino como un bloque continuo y sin cambios, pero con los estudios que desde fines del siglo XIX han ampliado el conocimiento de ese largo periodo, se han matizado las diferencias marcadas que separan los primeros siglos medievales de los últimos. Asimismo esos estudios han permitido establecer los grandes cambios propiciados por la actividad comercial y por las relaciones de conflicto y convivencia entre el cristianismo y el Islam, especialmente con las cruzadas y la reconquista ibérica, y el impacto que ambos fenómenos tuvieron en la conformación del mundo moderno. A pesar de todo aún

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subsiste el problema de definir cuando inicia y termina ese periodo. Para los estudiosos del mundo clásico, la Antigüedad terminaría en el siglo VII con la aparición del Islam y la ruptura de la unidad del mar Mediterráneo, mientras que para quienes se dedican al Renacimiento éste comenzaría en el siglo XIV por lo que la Edad Media terminaría en el siglo XIII. Al igual que la periodización temporal ha definido los límites del medioevo con base en supuestos arbitrarios, también se ha limitado el territorio medieval a la Europa central y en este sentido se ha impuesto el esquema centro-periferia. Esto no sólo ha reducido la Edad Media a la cristiandad, olvidando las importantes aportaciones del Islam, sino dentro de la misma Europa se ha privilegiado el estudio medieval, y sobre todo el concepto de feudalidad, a los territorios que abarcaba el reino carolingio y sus herederos Francia y Alemania. Estos países se constituirán así en la historiografía tradicional como el centro de Europa y desde ellos se consideraba la expansión hacia el norte, el este y el sur y por el camino de Santiago hacia Iberia. Pero éste supuesto proceso sería imposible de explicar sin la participación activa de esa “periferia”, cuyas aportaciones fueron determinantes en el desarrollo de Europa: Irlanda e Inglaterra cuyos sus monjes sentaron las bases de la civilización cristiana; la península ibérica con su realidad islámica y su situación de puente cultural entre oriente y occidente; Hungría, la otra frontera y paso forzoso de los cruzados; Italia con una Roma que tendrá un papel central desde el punto de vista simbólico; y por supuesto el cercano oriente con una Jerusalén cargada de sentidos. Es indudable que los cambios acontecidos en el Renacimiento y en la Europa central determinaron el principio de la modernidad y el fin de la Edad Media. Sin embargo, sigue en pie la discusión entre medievalistas y modernistas, que ha producido ríos de tinta, sobre cuáles fueron los verdaderos alcances de tales cambios. Eugenio Garin,1 por ejemplo, sostiene que hubo un cambio fundamental en el Renacimiento respecto al mundo anterior, pues se comenzó a romper con el paradigma basado en el pensamiento teológico para dar paso a otro sustentado en la ciencia y la racionalidad, con el subsecuente proceso de secularización. Otros autores como Jacques Heers2 han insistido en que el movimiento renacentista solamente se puede observar en una capa de intelectuales, pero la mayor parte de la población, y muchos letrados, continuaban viviendo en los esquemas mentales basados en el pensamiento cristiano medieval hasta muy avanzado el siglo XIX. Por ello, la escuela francesa ha creado el 1 2

Eugenio Garin. Medioevo y Renacimiento, Madrid, Taurus, 1981. (Ensayistas, 188). Jacques Heers. La invención de la Edad Media, Barcelona, Editorial Crítica, 1995.

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concepto de sociedades de Antiguo régimen para hablar de la civilización propia de la era preindustrial, sin olvidar por supuesto que en los siglos XVI al XVIII se gestaron muchos de los fenómenos que darían origen al mundo moderno y que este se fue insertando paulatinamente en la mentalidad colectiva y de manera distinta en las diferentes regiones de Europa. No es mi intención dilucidar en esta breve charla sobre la Edad Media cuáles fueron los elementos novedosos que hicieron posible la transformación del mundo occidental y como se pasó de un paradigma definido por la religión, a otro marcado por la ciencia y finalmente al actual determinado por la economía; me interesa en cambio insistir en aquellos rasgos que nos permiten percibir las permanencias del mundo medieval hasta el siglo XVIII e incluso hasta nuestros días. Uno de los rasgos más importantes de esa continuidad es sin duda el pensamiento cristiano de corte agustiniano. La percepción del mundo terrenal como escenario de una lucha entre el bien y el mal, entre el vicio y la virtud, y de un final catastrófico para la humanidad seguido por un Juicio universal en el que Dios dará premios y castigos, infierno o gloria, a las almas, tendrá vigencia, a pesar de la ruptura ocasionada por la Reforma. La brujomanía, la demonología, la apocalíptica y las creencias en la salvación o la condenación eternas serán creencias que comparten tanto protestantes como católicos, aunque las convicciones sobre milagros, apariciones, santos y vírgenes fueron cuestionadas por las iglesias reformadas. Esto ocasionó que en muchos países pervivieran, por lo menos hasta el siglo XVII, la visión del Dios violento, iracundo y justiciero del Antiguo Testamento, y que ésta no fuera percibida como contradictoria respecto a la concepción amorosa y providente que se muestra en el Nuevo Testamento. Esas dos visiones de Dios hacían posible la convivencia de ideas tan opuestas como el amor al enemigo y el espíritu de cruzada, el llanto y el sufrimiento como ideales de vida en convivencia con la risa y el placer como paradigmas de la felicidad, la adecuación entre la renuncia al mundo, a la riqueza y al poder y las alianzas de los sectores eclesiásticos con los ricos y poderosos, o la persistencia de la esclavitud hasta el siglo XIX en sociedades cristianas que predicaban que todos los hombres eran iguales a los ojos de Dios, pero que justificaban la esclavización de los africanos a partir de la maldición bíblica que lanzó Noé contra los descendientes de Cam, supuesto padre de los negros.

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Precisamente esa percepción de un Dios justiciero, muy presente en la literatura apocalíptica, era la que inspiraba la exclusión del otro, el no cristiano, y la justificación de la guerra contra él y de la intolerancia. Así, la conciencia de una cristiandad en lucha frente al Islam continuaría siendo el origen de la identidad de la Europa cristiana frente al mundo musulmán, en especial frente al Turco, hasta el siglo XVII. Esa misma falta de respeto a la otredad impondría la cristianización de los nativos americanos como consecuencia de la conquista de los territorios llevada a cabo por el imperio español, o las persecuciones y matanzas contra los judíos que siguieron dándose en el mundo católico hasta el siglo XVII y en la Alemania nazi hasta el XX. De hecho, la presencia de un Dios justiciero siguió siendo la base que justificaba que el gobernante civil legítimo tuviera entre sus atributos el poder de juzgar y castigar como una actividad delegada por la misma divinidad hasta el siglo XVIII. Se continuaba así utilizando el esquema familiar de obediencia medieval: el Papa y el rey eran los paterfamilias de unos fieles y súbditos considerados como niños necesitados de guía y castigo. Por ello toda desobediencia (incluidas la rebelión y la herejía) seguía siendo considerada un ataque directo a la autoridad de Dios. Se abría así la justificación para condenar a la pena de muerte o a castigos violentos (como las mutilaciones o los azotes) a todo aquel que el orden monárquico, divinamente inspirado, considerara “culpable”. El segundo rasgo que muestra esa pervivencia de los valores medievales en la “edad moderna” está relacionado con las tecnologías comunicativas. La imprenta fue sin lugar a dudas uno de los inventos más revolucionarios y transformadores de la comunicación al permitir la expansión de los conocimientos en amplios sectores de la sociedad, el cuestionamiento de las verdades absolutas y la aparición del pensamiento científico. Pero grandes masas de población continuaron teniendo a la oralidad y a las imágenes como sus principales fuentes de información, manteniéndose al margen de la alfabetización. Esto significaba que el paradigma retórico continuó marcando los mensajes comunicativos. La retórica se constituía en una manera totalizadora de percibir la realidad; no sólo modeló la forma del discurso, también condicionó sus contenidos pues todo lo conocido, la naturaleza y la historia, lo material y lo espiritual, fueron susceptibles de ser utilizados como instrumentos para dar una enseñanza moral. Como instrumento de la comunicación oral, la retórica era reiterativa, amplificadora (es decir decía lo mismo de muchas maneras) e iba dirigida a la emotividad, no a la racionalidad. En el conocimiento retórico estamos ante una lógica figurativa basada en imágenes y en analogías, en

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la que no existían conocimientos novedosos, por lo cual los ya existentes debían ser mantenidos gracias a la memoria y a la repetición. Un tercer aspecto de continuidad es la pervivencia de la cultura cortesana. La visión retórica concebía el universo como algo cerrado y jerárquico, ordenado por Dios para cumplir una finalidad determinada y basaba su éxito comunicativo en dos campos: el uso bello y elocuente del lenguaje y la estilización de la conducta corporal, es decir los buenos modales cortesanos. La retórica se convirtió así en un sistema único de comunicación que sólo podía funcionar en sociedades jerarquizadas (como las occidentales de los siglos XVI, XVII y XVIII) para las cuales hablar bien y vestirse y comportarse con propiedad eran elementos que diferenciaban al cortesano del plebeyo. Por ello la “buena educación” de las aristocracias se centraba básicamente en el manejo adecuado de la comunicación oral y gestual (humanista) pues esos eran los rasgos que hacían a los “humanos” distintos de las “bestias”. El elemento cortesano de las sociedades llamadas “modernas” era sólo un aspecto de la continuidad del carácter estamental medieval de la sociedad. Sobre todo en el mundo católico se mantuvo la pervivencia de los valores nobiliarios y caballerescos por lo menos hasta el siglo XVII, como la idea del amor cortés y de las hazañas guerreras como signo de prestigio, así como la permanencia de un sector eclesiástico que detentaba fueros y privilegios. Además del esquema estamental, en muchas regiones se siguió funcionando bajo un sistema corporativo en el cual cada uno de los cuerpos sociales (gremios, consulados, cabildos, provincias religiosas, cofradías) presentaba fuertes autonomías, estructuras jurídicas inamovibles, posibilidades de sufragio y un cúmulo de signos que le daban identidad (estandartes, vestimenta, escudos, santos, liturgias, edificaciones religiosas y, algunos, hasta crónicas). Estos aparatos de representación eran fundamentales para una sociedad que tenía en la teatralización, la apariencia y el boato externo desarrollado en los rituales cotidianos, el único instrumento por medio del cual se hacía visible algo tan abstracto como el poder, la autoridad y las instituciones. Dentro de este esquema de unidad, esta sociedad estamental y corporativa (donde cada quien ocupaba un lugar predeterminado por Dios) se percibía a sí misma bajo un modelo jerárquico. A la cabeza de ella se encontraba el rey, representado con la corona, el trono y el cetro y simbolizado por el sol, emblema de la centralización monárquica. El reino terrenal quedaba además sacralizado pues en el cielo Cristo era un rey coronado rodeado de una corte de santos y con una reina, su madre María. Esta visión de un reino sin fisuras y sujeto a la voluntad de un monarca todopoderoso no era, sin embargo, más que un discurso retórico pues el

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Estado real no podía ejercer sus funciones (mantener la paz y el orden y administrar justicia) si no establecía pactos con las fuerzas sociales que detentaban el poder económico. Los estados absolutistas conservaban así el carácter pactista y patrimonialista que había caracterizado a las monarquías medievales. A diferencia del estado administrador y burocratizado moderno, el medieval era un árbitro que intentaban armonizar posiciones antagónicas con la ayuda de un reducido número de funcionarios. Esa limitación afectaba incluso a su sistema fiscal el cual era muy precario. De hecho, al no existir una economía de mercado propiamente dicha, la posibilidad de manejar una hacienda pública eficiente era muy difícil. Hay autores que hablan de la existencia de una economía moral, marcada más por criterios religiosos que por el sentido de la ganancia con miras a multiplicar los beneficios. La economía moral convertía el bienestar económico en una obligación pues quien obtenía riqueza, lo hacía por la gracias de Dios, por lo cual debía aplicar parte de ella a obras de beneficencia, a fiestas patronales y a embellecer iglesias para el culto. Por eso la Iglesia elevó el trabajo de los mercaderes a ser una actividad necesaria y útil para la sociedad pues eran los administradores de los bienes otorgados por la divinidad en beneficio de la colectividad. Eso provocaba que un elevado porcentaje de las ganancias se destinara a la ostentación de los poderosos y a la mayor alabanza a Dios en lugar de derivarse hacia las actividades productivas. Este esquema de una economía sujeta a valores religiosos también pervivió en muchos países de Europa y América hasta el siglo XIX. Hemos insistido en que la pervivencia de valores medievales en el mundo llamado moderno se dio en diferentes grados en las distintas regiones de Europa. La ruptura protestante había generado en el continente no sólo dos grupos políticos y religiosos sino dos concepciones distintas de la cultura occidental: aquella racionalista e individualista que ponía como base del conocimiento la búsqueda de verdades demostrables por la experimentación, con lo que nacería la ciencia moderna; y otra emocionalista y populista, que centraba en la metafísica y en la retórica sus parámetros de realidad, que adornaba con un vistoso ropaje metafórico y emblemático su sentido trágico de la vida y que desplegaba un impresionante aparato visual y textual, en rituales, fiestas y espectáculos que continuaban funcionando con los valores propios de la Edad Media. Es en esta cultura en la que se insertaron los virreinatos de Nueva España y Perú y por cual podemos considerarlos en algunos aspectos como una continuación del medioevo europeo. Desde la evangelización cuyo proceso tanto en los contenidos como en los métodos (catequesis, imágenes como

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instrumentos didácticos, sustitución de fiestas) es profundamente medieval, hasta la exuberante cultura barroca, América se convertirá en una extensión de la cristiandad católica. Muchos de esos valores que podemos llamar por comodidad “medievales”, fueron desdibujándose con la aparición de las revoluciones del siglo XIX. La revolución industrial marcó el paso definitivo hacia la economía capitalista que no necesitaba de valores morales para justificarse. La revolución francesa dio inicio al proceso de disolución de la sociedad estamental y corporativa, monárquica y feudal hacia una sociedad democrática y un estado administrador. Con la formación de una razón de Estado que se justificaba en sí misma, la necesidad del apoyo religioso sobre lo político se hizo innecesario y con él desaparecieron las canonizaciones de los gobernantes y las representaciones celestiales como símbolos de autoridad. La revolución científica iniciada en el siglo XVII marcó la desaparición del modelo retórico basado en verdades reveladas absolutas y en argumentos de autoridad para sustituirlo por un pensamiento lógico sustentado en la observación, la demostración y la experimentación. Finalmente la otra gran revolución, el secularismo, surgido como consecuencia de la pluralidad de ofertas religiosas y después de las sangrientas guerras por estas cuestiones que asolaron a la Europa de los siglos XVI y XVII; el problema de las creencias pasó a convertirse en un asunto de conciencia privado, lo que trajo consigo la aparición de una sociedad secularizada que comenzaba a ver la tolerancia religiosa como la única manera de convivencia para poder construir una sociedad civil respetuosa e igualitaria. Nuestra visión del mundo, modelada por estas revoluciones decimonónicas, pudiera producir en nosotros la extrañeza respecto a lo que consideramos sociedades preindustriales, pero no es así del todo. “La civilización cristiana, señala Ricardo Ancira, ha sido a tal grado dominante que ha conseguido imponer al resto del planeta el año cero del calendario y efemérides como la Navidad, la semana santa y el descanso dominical”. El sentido de la Historia que ve el acontecer humano como un proceso de perfeccionamiento sigue siendo profundamente cristiana, aunque ya no le encontremos a los acontecimientos ninguna trascendencia. El poder de las imágenes en nuestra cultura dominada por los massmedia y su utilización como mecanismo de control y manipulación de una sociedad supuestamente alfabetizada, fue un fenómeno iniciado en Occidente desde el siglo

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XII, etapa en la que se pusieron las bases para la comunicación audiovisual dirigida a comunidades analfabetas. Y qué decir del sentimiento de culpa, inseparable del binomio pecado-castigo, que sigue funcionando en la psique de los hombres occidentales y que, como ha demostrado Evelyn Pewzner, está enraizado en la cultura judeocristiana y pervive en muchas de las psicopatologías actuales.3 Otro ejemplo lo constituye la discusión actual en la comunidad europea sobre la asimilación o el respeto a las poblaciones islámicas cada vez más numerosas en el continente, y si se puede seguir hablando de una Europa definida a partir de la cultura cristiana. El antisemitismo que derivó en el holocausto del siglo XX no fue sino la continuidad de un antijudaísmo cristiano con fuertes raíces medievales. La violencia sigue formando parte de la vida cotidiana, la idea de guerra santa está latente aún en los discursos nortemericanos para justificar su intromisión en los países islámicos. La pena de muerte por razones criminales o simplemente ideológicas sigue siendo practicada en algunos países, y la reclusión de los inadaptados en la mayor parte de los regímenes legales del mundo se da a partir de la visión de la justicia vindicativa, que considera el castigo como el pago de una deuda social, aunque se vaya introduciendo tímidamente la idea de rehabilitación y reintegración a la sociedad, más acorde con los nuevos tiempos. Y en nuestro mundo, incluso en los países más ricos, sigue existiendo la violencia laboral, familiar, sexual, estatal o de clase y es tan vigente como lo era en la Edad Media. Esta pervivencia es aún más notoria en sociedades híbridas, como la nuestra, donde los valores y prácticas de un mundo moderno, democrático, secularizado y plural conviven con elementos de las sociedades de Antiguo Régimen aún vigentes. Baste mencionar la presencia de prácticas corporativas con rasgos medievales en los sindicatos, instituciones como el clientelismo y el compadrazgo en el ámbito político, el uso y abuso del espacio público para la celebración de procesiones y fiestas religiosas o el dispendio de recursos que familias y comunidades realizan en festejos donde se gastan hasta lo que no tienen. Dicha pervivencia se puede observar en el español que usamos en México, como lo ha mostrado Ricardo Ancira respecto a los temas de la religión y la sumisión. Respecto al primero, este autor señala: “Es por lo menos paradójico que hasta el ateo más ortodoxo tenga compadres, que hable de calor infernal, del éxodo del campo a la ciudad, de reformas que quedaron en el limbo, manzanas de la discordia, chivos expiatorios y Evelyne Pewzner, El hombre culpable. La locura y la falta en Occidente, trad. Sergio Villaseñor, México, Fondo de Cultura Económica/ Universidad de Guadalajara, 1999. (Colección Popular, 568). 3

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satanizaciones. También que, sin rubor, llame mesías a los políticos populistas, afirme no comulgar con una idea (ni con ruedas de molino); que piense que martirio y tortura son sustantivos intercambiables, estime que alguien predica en el desierto y lamente vivir un vía crucis (o calvario) cuando tramita algo en una oficina gubernamental”.4 Frases como “ni yendo a bailar a Chalma”, “no se puede repicar y andar en la procesión”, “en el pecado se lleva la penitencia”, “estar en el limbo”, “sin pena ni gloria”, son una muestra clara de esas permanencias medievales. Los mexicanos “estamos conscientes tanto del poder divino como de la fragilidad de nuestras expectativas, por ello decimos que haremos algo si Dios quiere/primero Dios; cuando el interlocutor pronostica algo negativo, las invocaciones Dios guarde la hora o ni lo quiera/mande Dios mitigan el temor. Hacer una tarea como Dios manda significa hacerla apropiadamente”. En cuanto al lenguaje de sumisión, que nos recuerda una sociedad fuertemente jerarquizada y estamental como la medieval, Ancira señala la manera como utilizamos, en todas las lenguas de Occidente, las metáforas orientacionales, que según la lingüística cognoscitiva tematizan nuestra situación en el espacio: “Así, por ejemplo, en la mayoría de las culturas el futuro está adelante y el pasado, atrás. Del mismo modo, adentro, central y profundo son positivos; afuera, periférico y superficial, no. Dos metáforas están correlacionadas: arriba es bueno (alta calidad/autoestima; altitud de miras, levantar el ánimo, estar encumbrado, sentimientos elevados…) y, consecuentemente, abajo es malo (baja calidad/autoestima/pasiones; ser rastrero, tener el ánimo por los suelos, ir cuesta abajo…). El criterio espacial alta/baja se usa también al hablar de clases sociales, con la peculiaridad de que entre ambos extremos se sitúa la llamada clase media”.5 Seguimos llamamos palacio a una casa lujosa; una cena puede ser regia, imagen que en ocasiones involucra al alto clero para expresar también lujo: bocatto di cardinale. Cuando algo se considera muy valioso es la joya de la corona. Existen expresiones como clima/ambiente imperante/reinante; se sueña con los príncipes azules que al parecer tienen la sangre de ese color. Hay realeza en el ajedrez así como entre abejas, metales, casimires, barajas, fiestas navideñas y mariposas. El que coronar signifique “perfeccionar, completar una obra” nos presenta otra manipulación lingüística: corona es igual a perfección; igual sucede con el adjetivo Ricardo Ancira, “Están clavadas dos cruces. Lengua y Religión”. Revista Este país. Tendencias y opiniones, Abril, 2012. 5 Ricardo Ancira, “Entonces que mi reina. Lenguaje y sumisión”, Revista Este País. Tendencias y opiniones, junio de 2013. 4

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majestuoso, aplicado por ejemplo a un paisaje. Todos deseamos vivir a cuerpo de rey y seguimos denominando noble, al que tiene virtudes encomiables y villano (que era el campesino habitante de la villa) al malvado. Hasta hace no mucho tiempo a los niños mexicanos se les obligaba a responder “mande”, cuando se les preguntaba algo, palabra que remite a los mandamientos bíblicos y a una sociedad de servilismo y sumisión. De acuerdo a Jacques Le Goff,6 la superposición en una misma época de estratos históricos distintos genera la convivencia de visiones opuestas e incluso contradictorias. Esas tensiones internas, como las llama constituyen, la dinámica de la sociedad. En nuestro México conviven esos estratos históricos que causan esas contradicciones que nos son tan evidentes. Una moral católica que ha interiorizado la culpa, pero que al mismo tiempo deriva la salvación del cumplimiento de rituales, hace posible que los narcos o los delincuentes cumplan con sus obligaciones religiosas con la Iglesia y den limosnas y al mismo tiempo lleven a cabo actos moralmente deleznables. Sólo en una sociedad donde conviven estratos contradictorios se puede dar una tanatofilia que ve la muerte “sin miedo” aparente y que tiene un culto por los muertos tan exuberante y al mismo tiempo esté tan cargada de erotofilia y de entrega a la fiesta y al desfogue de los instintos. Sólo acá convive la idea de Providencia, que implica una mente que regula el proceso histórico con una meta, con la idea de Fortuna, tan cara al mundo antiguo, en la que el Hado ciego y sin intencionalidad ocasiona el ascenso o la caída de los hombres. Vivir en la contradicción es propio de estas sociedades híbridas, modernizadas a medias y con un fuerte arraigo en valores que muy bien podemos denominar “medievales”. La nuestra es una de esas sociedades.

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Jacques Le Goff, En busca de la Edad Media, Barcelona, Paidos, 2003, p. 151.

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