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La mano del Parlamento en la política comercial por Jorge Riaboi 1 I.- Introducción y antecedentes En marzo de 2015, el análisis de los dos mega-acuerdos de comercio e inversión que negociaban la Unión Europea, Estados Unidos, Japón y otros 39 a 41 países, sólo podía elaborarse apelando a conjeturas, trascendidos o a la generosidad intelectual de colegas con algún conocimiento íntimo del tema. Todos sabían que era imposible anticipar dónde y cómo terminaría una historia que, en el caso de la Asociación del Transpacífico (TPP en su sigla inglesa), parecía tener fin cercano pero abierto. Era cómo organizar un asadito confiando en los pronósticos del Servicio Meteorológico Nacional. Menos claro resultaba juzgar el estado de avance real del proyecto de Asociación Transatlántica (TTIP), que era como contemplar la navegación de un gigantesco barco con el radar apagado e inmerso en un mar de observaciones pesimistas. Ambas iniciativas atraían enorme y justificado interés entre quienes suelen participar en la formulación y conducción de la política económica y la política exterior, en cuyas discusiones no se percibía el nivel de información y preparación necesaria para entender el alcance de lo que intentaban estudiar. Todo el escenario inducía a evocar un cartelito que reposaba sobre la barra de un histórico bar de Normandía, al norte de Francia, donde se leía una irónica advertencia hacia los turistas sin conocimiento del idioma local: “Estimado visitante, no haga la pregunta si no está en condiciones de entender la respuesta”. Sin juzgar las eventuales bondades, maldades o la utilidad real que encerraban tales procesos, la sola existencia de negociaciones para concretar mega-proyectos de comercio e inversión de semejante alcance, podía crear sincero interés por replantear el esquema de gobernabilidad como un poderoso estímulo para reescribir las normas de la política económica que impone un modelo de esa dimensión. Hay quien dice que su existencia sólo determinará las futuras disposiciones legales sobre todo lo que el Estado no podrá hacer para estimular a la industria a través de la histórica manipulación del comercio y las inversiones, dejando un incierto margen para crear lo que si podrá resultar lícito para manejar el fomento de proyectos consistentes con los nuevos objetivos del sistema. Lo primero estará formado por los datos de las actuales negociaciones, mientras que de ahí en más todo quedará a criterio de la imaginación política. En apariencia, los promotores de la idea se concentraron en regular en forma estricta el comercio, la inversión y la hoja de ruta de los canales centrales de esas actividades, lo que hoy supone dejar la cancha fácil para las operaciones de las cadenas 1
Economista. Diplomático (R), especializado en política y negociaciones comerciales y periodista profesional. Consultor Asociado de INTEGRAL.
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de valor. Esa sola sospecha supone un enorme aliciente para dar vida a esta historia y preguntarse por qué se dejaron cosas afuera, como las enormes sensibilidades del sector agrícola, las industrias culturales y todas las artes marciales con las que se defiende el proteccionismo regulatorio. Ello justifica la aventura de pensar el tema desde varios ángulos, incluidos los tabúes de las grandes potencias económicas. Durante la segunda mitad de 2014 el mundo asistió a esas negociaciones sin perder de vista dos notables elecciones legislativas, cuya gravitación no fue ponderada en su genuina magnitud. El simple recuento de votos ayudó a confirmar que las palancas de mando estaban saliendo del poder administrador para refugiarse en los recintos parlamentarios. Por distintas razones, el público europeo y estadounidense quiso ligar su suerte a quienes proponían cambiar el eje de los debates y ligarlo a la noción de restaurar la gobernabilidad interna y concretar una política comercial orientada a la reactivación, sin que ello significara abrazar el camino de nuevos sacrificios o ajustes heroicos. Todo ello mezclado con incipiente desconfianza hacia los populismos tradicionales, en ciertos casos por un evidente interés de alinear sus ideas con los brotes populistas de nueva generación. Y aunque los primeros manotazos legislativos no estuvieron libres de forcejeos ni contratiempos, la sociedad deseaba creer que por ahí estaba la clave para asegurar la reactivación económica en curso. Por intuición, la idea de las mayorías era olvidar los dictados de la tecnología y atornillar como sea las fuentes de trabajo, ajustar el concepto de desarrollo sostenible y desalentar las opciones de tipo legal que podían alterar, por la vía de resoluciones o interpretaciones surgidas en disputas extraterritoriales entre inversores y el Estado, el sentido y el espíritu de antiguas políticas públicas. Temían que al amparo de los megaacuerdos fueran cuestionadas o neutralizadas en cortes extraterritoriales las políticas ambientales, climáticas, sobre la protección de salud, educación pública, de producción y consumo de alimentos y acerca del sensible tema de las industrias culturales. Todo ello no implicaba desconocer la necesidad de introducir cambios de importancia en las disposiciones vigentes, sino la mera preferencia de hacer esos cambios a la luz del día, dentro y no fuera de las reglas de los mega-acuerdos, y en especial no importar impredecibles cambios de política originados en litigios creados por lobistas profesionales. En Bruselas, la nueva Comisario de Comercio, Cecilia Malmström, salió a plantear que sería bueno tener un mecanismo de disputa extraterritorial sobre inversiones, que parecía concitar el rechazo mayoritario del Euro-Parlamento, porque la ley de Estados Unidos no impedía discriminar a los inversores extranjeros, comentario que no vale la pena jerarquizar con nuestros propios comentarios. Baste decir que a la Comisario le vendría bien entender la jerarquía que se asigna, en ese sistema legal, a los tratados internacionales en el que se insertaría el mecanismo de solución de diferencias que ella defiende con muy precario conocimiento. De todos modos, los parlamentos de Washington y Estrasburgo daban la sensación de entender y coincidir en la importancia de brindar fuertes señales de certeza para asegurar la promoción de los grandes proyectos económicos, pero tenían dificultad en unificar criterios para trazar la ruta destinada a lograr ese objetivo. Las urnas también sirvieron para marcar la brecha que separaba a los alicaídos protagonistas del poder administrador, de los exultantes miembros del poder legislativo,
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lo que era síntoma de que le tocaría a la oposición, no al oficialismo, asumir la tácita responsabilidad de trazar el límite entre lo viable y lo utópico. Va de suyo que la nueva tarea incluía re-configurar el Congreso para que, en el caso de Estados Unidos, sus miembros ocuparan el centro del tinglado en la orientación de las grandes políticas de gobierno, e hicieran el esfuerzo de instalar mecanismos de cooperación en asuntos en los que, hasta fines de 2014, sólo existía una mentalidad orientada a bloquear las gestiones de la administración del Presidente Obama. También va de suyo que cualesquiera fuesen los reparos, acotaciones y lecturas que existía sobre la relación de fuerzas que emergió del proceso electoral, el poder legislativo se proponía manejar, hasta donde fuera posible, las prioridades de la nueva agenda cotidiana y los temas centrales de la política económica. Ese hecho debía empezar por reflejarse en la clase de autoridad que el Parlamento pensaba otorgar al Presidente Barack Obama para Promover el Comercio, así como en los requisitos que concibiera para facilitar el avance de los dos mega-acuerdos de comercio e inversión. Ambas decisiones formaban una unidad y su existencia secuencial constituía el prerequisito básico para negociar, aprobar, suscribir y ratificar esos proyectos. Por otra parte, esa agenda había estado presente en la inauguración de las sesiones de 2015 del Congreso de los Estados Unidos. Para la mayoría era obvio que América del Norte se creía exenta de apremios especiales o de sufrir el tipo de cuestionamientos no tradicionales a la clase política que ya eran rutina en Europa y América Latina, donde la iracundia sin planteos doctrinarios estaba quebrando la convivencia social. Tampoco era indispensable ser un especialista para entender que los actuales líderes del Congreso estadounidense y del Euro-Parlamento compartían el interés de dejar una marca en las ideas, ritmos y ambición de los procesos manejados por los negociadores comerciales del Poder Administrador. Además de hablar, estos anhelos aparecían con regularidad en ponencias, discrepancias y advertencias escritas, dejando saber lo que pasará o no pasará por el tamiz de esos cuerpos institucionales, hecho que permitió identificar el abismo de enfoques que conviven dentro de cada gobierno. Tal escenario se notaba con mayor intensidad en Washington que en Bruselas y Estrasburgo, ya que en el Viejo Continente la fuerte oleada opositora no había producido un cambio tan aplastante como el que se registró en la otra orilla del Atlántico. En las tres capitales se sabía que la suerte de muchas iniciativas comenzaba a depender menos de lo que decidiera o negociara cada Poder administrador, que de los insumos o topes finales que quisiera imponer el Poder legislativo. La clave o barómetro de la realidad, comenzó a localizarse en cómo se preparaba cada poder legislativo para ratificar o frenar los tratados internacionales, algo que años atrás habría sido un trámite menos complejo, o si se quiere relativamente formal, en el que no siempre se entendía a cabalidad el derecho parlamentario a tener la primera y la última palabra de cada una de esas decisiones. Lo que registraba ese cambio, fue la intensidad del nuevo involucramiento legislativo. Ese poder quería definir los términos de referencia de la política comercial, hacer un seguimiento activo y detallado de las negociaciones, y dictaminar sin presión artificial el resultado de cada proceso. En la práctica, eso implicaba que los gobiernos extranjeros podían terminar negociando las reglas y compromisos de política comercial con los parlamentos y no con el poder administrador, lo que en todo caso no sería la primera vez. El Euro-Parlamento ya había rebotado sin compasión un acuerdo sobre
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propiedad intelectual negociado por un grupo de naciones de alto desarrollo conocido como ACTA (un acuerdo “OMC plus” sobre propiedad intelectual), lo que se comenta en la segunda parte de esta nota, en el que había tenido protagónico desempeño la Comisión de la UE. Por ese motivo, los pronósticos se orientaban a interpretar qué clase de entendimiento podría surgir de la nueva relación casera entre las distintas ramas del gobierno de las grandes potencias. Esa pregunta tenía contornos dramáticos en el caso estadounidense, por la existencia de un Poder Ejecutivo Demócrata, notoriamente débil, confuso e incapaz de disciplinar a su propia tropa, y un Congreso mayoritariamente Republicano, con gran vocación de imponer presencia e impulsar otra agenda o distinta intensidad en el manejo de los viejos temas de agenda. Con la prevención de que los antecedentes conocidos del Congreso, como el caprichoso bloqueo presupuestario, o la guerrita sin cuartel contra el seguro de salud, no constituían una gran carta de presentación para definir los sensibles y complejos textos finales de sendos megaacuerdos de comercio e inversión. El otro tema que siempre estuvo presente, pero se evitaba discutir frontalmente en público, eran los precedentes vinculados con el obvio riesgo de negociar dos veces los textos de cada uno de esos intrincados acuerdos. México, Corea del Sur y otras naciones vivieron en carne propia la reapertura de textos cerrados y suscriptos con Washington. Uno de los casos más prominentes y lejanos fue el acuerdo bilateral de acceso al NAFTA que negociaron Estados Unidos y México, cuyo texto fue reabierto por la administración del Presidente Bill Clinton con el llamativo propósito de incluir, en sendas Notas Suplementarias (side-letters), un paquete de reglas ambientales y laborales bastante sugestivas. Lo más curioso del asunto, es que la reapertura no la hizo el gobierno del país en desarrollo, sino una nación desarrollada que tenía y tiene un pobre y discutible curriculum verde y laboral. Estados Unidos nunca aceptó ser parte activa del Protocolo de Tokio, la Convención sobre Diversidad Biológica y otros tratados emblemáticos que surgieron de foro s ambientalistas o climáticos de diverso pelaje y niveles de seriedad. Adicionalmente, Washington da cátedra de derechos laborales pero sólo suscribió dos de las ocho Convenciones de la OIT y registra, en su territorio, llamativos ejemplos de mano de obra esclava (en cárceles o bajo prácticas infrahumanas de contratación de trabajadores temporales, como las que se aplican a quienes llegan todos los años a levantar las cosechas agrícolas y otras tareas habitualmente mal pagas), lo que no suele impedirle enviar frecuentes misiones de auditoría laboral a países como Perú, Guatemala y otras naciones hemisféricas que supuestamente incumplen standards fijados en los respectivos TLC’s bilaterales. Renegociar un tratado, cuando un gobierno ya agotó su margen de flexibilidad e interés político en la negociación original, supone un gravísimo y costoso error de enfoque. Un escenario que en estos días México, Chile, Canadá y Japón dudaban en convalidar en ciertos rubros de la TPP, con el argumento de que harían conocer su oferta final cuando se pusieran sobre la mesa las cartas finales del gobierno y el Congreso estadounidense, porque los gobiernos de Tokio y Ottawa (que tampoco suelen ser beatos, ni escasos de mañas) estaban curtidos en eso de pagar en exceso por las disputas domésticas que son comunes en Washington. Uno de los sectores donde se jugaba esta clase de póker era el acceso al mercado para los productos lácteos, algo que suele exasperar al gobierno de Nueva Zelandia.
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Una parte sustancial de las reglas y concesiones incorporadas a cada uno de los proyectos de mega-acuerdo, nunca fueron realmente novedosas. Eran las mismas iniciativas que años atrás habían terminado en el archivo tras circular sin suerte en las dos últimas décadas del siglo pasado en la OMC, en acuerdos regionales o en otros foros especializados. En la actualidad, la pasada molestia o rechazo a esas ideas sobre inversiones estaba un poco fuera de moda aunque subsistía, por distintos motivos, en los recintos del Euro-Parlamento y en el contexto de ciertos gobiernos europeos (Alemania en primer lugar), lo que ponía al descubierto el temor político de sus gobiernos cuando al mismo tiempo se encontraban jaqueados por recurrentes crisis socio-económicas, la aparición de fuertes movimientos populistas como Indignados, Podemos, el nuevo partido que accedió al gobierno de Grecia, la derecha francesa que preside la Sra. Marine Le Pen y hasta por la irrupción de acciones segregacionistas como las que decidieron promover grupos de catalanes y escoceses. En la década del 90 no había sido posible aprobar disciplinas globales sobre inversión, o un mecanismo extraterritorial de solución de diferencias entre inversores y el Estado (enfoque similar al que Washington propuso para ambos mega-acuerdos y ya existía en el marco del CIADI), por mucho menos. Entonces se archivó en minutos el texto final prácticamente consensuado de Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI), negociado en el contexto de la OECD, sólo para no irritar a ONG’s que protestaban contra la globalización con la presencia de un puñadito de militantes ostensiblemente bien alimentados y equipados (vaya uno a saber con qué fondos mesiánicos), debido al ruido que hacían en los barrios elegantes de París. Era un texto en el que los anexos con las listas de excepción ocupaban mayor espacio que las páginas dispositivas. A esta altura los lectores saben que uno de esos mega-proyectos es bilateral, sienta alrededor de la misma mesa a la UE y los Estados Unidos y se lo conoce como Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (o por su sigla inglesa TTIP). Su obvio contenido se asemeja al modelo de lo que Europa ya aprobara meses atrás con Canadá y con el enfoque que pretende incorporar en la revisión del acuerdo de libre comercio suscripto años atrás con México. En suma, Bruselas estaba concentrada en la tarea de echarle casi la misma NAFTA a toda América del Norte, aunque el menú que discute con Washington es de mayor amplitud. El otro mega-acuerdo convocaba, en su etapa inicial, a doce naciones, se llama Asociación Transpacífica y es identificado por su sigla inglesa TPP. Mientras el segundo parece un proyecto casi terminado, los actores del primero todavía no estaban seguros acerca de “qué deseaba ser la TTIP cuando sea grande”, si es que algún día el ejercicio en curso la inducía a ser grande. En los pasillos del Congreso de Estados Unidos se daba por descontado que el avance de ambas iniciativas dependía de cómo fueran procesados los borradores o proyectos que llegaran al poder legislativo, y de si ello se verificaba antes o después de que el Congreso le repusiera al Jefe de la Casa Blanca la autoridad legal para conducir la Promoción del Comercio. Si el texto de los mega-acuerdos llegaba en cualquier formato (como borrador o como tratado inicialado) antes de aprobarse por ley la mencionada autoridad, o si su texto no respondía a los lineamientos que intentaba definir la mayoría de la legislatura estadounidense en el marco de esa norma, las aludidas negociaciones estarían condenadas al archivo, a la congeladora o, en el mejor de los casos, a una diabólica revisión punto por punto de las disposiciones y compromisos ya acordados
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entre los gobiernos de las partes. Eso era lo que decían a cada rato los titulares de los principales Comités del Senado y la Cámara de Representantes de Estados Unidos. A los congresistas y senadores les importaba redefinir el proceso e intervenir en cada detalle de la concepción y aprobación de los antedichos mega-acuerdos y de cualquier otro instrumento que pudiera llegar a sus oficinas para ser ratificado. Como se verá posteriormente, los temas que deseaban intercalar, ya eran de conocimiento de la clase política y todos daban por sentado que algunos no habrían de ser digeribles para la contraparte extranjera, como sucede con ciertas nociones y propuestas sobre inversión, propiedad intelectual, subsidios agrícolas, comercio de Estado, reglas laborales y política cambiaria. En esa misma línea de demandas, los reformistas u opositores máximos de la política comercial del Presidente Obama no eran los republicanos, sino el 90 por ciento de la bancada de 188 Representantes del Partido Demócrata que sencillamente no querían darle la legislación fast-track al Jefe de su propio gobierno, porque descreían sin reservas del proceso de liberalización del comercio. Tampoco los republicanos ardían en deseos de soltarle mucho oxígeno político al actual habitante de la Casa Blanca, cuyo mandato concluirá en enero de 2017, pero exhibían mayor simpatía doctrinaria hacia el objetivo de ampliar selectivamente las oportunidades regionales y globales (en ese orden) del comercio exterior. Uno de los debates, que entonces precedía a la confección del texto final sobre Autoridad para la Promoción de Comercio, estaba referido a la conveniencia de imponer una cláusula gatillo para desactivar el uso del mecanismo central del “fast-track” (el que consiste en abordar el proceso de ratificación con el método de aprobarlo o desaprobarlo en bloque, sin reabrir parte por parte el texto negociado por el Poder Ejecutivo), instaurando el derecho de que una minoría pudiera requerir ese bloqueo del procedimiento cuando hubiese motivos que así lo “justifiquen”. Sugestivamente, tal propuesta contaba con el respaldo de los legisladores oficialistas y de un grupo no despreciable de la oposición Republicana. Un laberinto que graficaba con visible crudeza la soledad del Presidente Obama. El otro rasgo de estos procesos, es que las gestiones y debates no se encuadraban en las disciplinas vinculadas con la distribución de responsabilidades o competencias primarias que cabe a cada una de las ramas institucionales del gobierno. Va de suyo que en estos comentarios no se procura incursionar en los problemas de derecho constitucional emergentes de tal conducta, sino sólo a describir la utilidad o inutilidad, en ocasiones la viabilidad, de las acciones que fueron surgiendo durante el aludido proceso. En pocas palabras, a determinar si el trato que recibió Barack Obama puede obligar a que futuros mandatarios deban malgastar paciencia, energía y tiempo político en recuperar el tono muscular y las atribuciones perdidas de hecho en el manejo de la investidura presidencial. Todo esto no pasa desapercibido para los interlocutores extranjeros, quienes trabajaban a destajo para descifrar cuánto valía la opinión que brindaban sus contrapartes respecto del patrimonio de derechos y obligaciones que se podía obtener al concretarse cada uno de los dos mega-tratados en debate. Ellos sabían cuáles eran las posibles consecuencias de negociar con representantes de un Poder Ejecutivo débil obligado a arreglar sus asuntos con un parlamento fuerte y totalmente controlado por la oposición. Tenían el mismo dilema que ponía de cabeza a quienes sólo intentaban analizar la negociación de esos dos acuerdos “emblemáticos” con viejos
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criterios profesionales. A todos les resultaba difícil ajustarse a los sucesivos cambios de ideas y expectativas respecto de la fecha en la que se suponía terminado y aprobado el borrador final de la Asociación Transpacífica (de Comercio e Inversión ó TPP), o sobre cómo y cuándo se iban a retomar, y el contenido que iban a tener, los debates sustantivos en el marco del proyecto de Asociación Transatlántica (ó TTIP). En marzo de 2015, el problema no radicaba en la falta sino el exceso de nuevas ideas, dónde nunca terminaba por quedar escrito en la piedra el nivel final de reforma que se buscaba y cuáles eran las referencias comunes para medir lo que sería progreso o fracaso en esas cruciales negociaciones. Por lo pronto, en el caso del TTIP desde el vamos dejó de hablarse de eliminar o ajustar la legislación básica o sensible de las partes, en especial las que se consideraban como las bacterias o tumores políticos que dieron vida a los pilares del proteccionismo regulatorio. Tampoco nadie sabía cómo encajaba todo eso en la noción de que estas iniciativas habrían de constituir el mayor legado de política comercial que pensaba dejar el Presidente Barack Obama, si los nuevos instrumentos quedaban finalmente armados, en varios de sus capítulos medulares, con reglas cosméticas (más el TTIP que el TPP). Lo único que daban por cierto es que a partir de febrero o marzo de 2016 Estados Unidos dejaría todo para concentrarse en elegir al nuevo Jefe de la Casa Blanca y el frente externo desaparecería del radar hasta febrero de 2017. Para entonces el mundo se encogería de hombros, silbaría bajito y tendría que conformarse con pronosticar el consumo de cerveza en las convenciones primarias. Aunque desde mediados de 2014 se veía inminente la exitosa finalización de las negociaciones de la TPP, las señales de optimismo nunca fueron creíbles. Los analistas terminaron por convencerse de que era inútil especular sobre cuánta energía deseaban invertir el Presidente Obama y los miembros del Congreso para reconectarse con las demandas objetivas de la política comercial. Hasta 2013 la Casa Blanca disfrutaba haciendo la plancha o mirando con indiferencia el activismo y los intentos de otros gobiernos por reinstalar las negociaciones multilaterales en la OMC, y miraba con visible descreimiento la posibilidad de tomar parte en los mega-acuerdos. Esa conducta, que venía de lejos y nunca fue patrimonio exclusivo de la administración actual, explica la paralización de la Ronda Doha de la OMC (formalmente desde 2008, pero en los hechos desde mucho antes); los sucesivos fracasos de las negociaciones sobre Cambio Climático y el menoscabo de otras agendas que podían haber ayudado al control de algunas hecatombes terrestres. Recién en enero de 2015, tras agotar el 75 por ciento de su gestión, y con una agenda desacoplada del riesgo electoral, el ocupante de la oficina Ovalada decidió pedir al Congreso la renovación de la Autoridad Legal para Promover el Comercio (fast-track), lo que, en esas condiciones, era un corto y tambaleante paso en la buena dirección de alguien que decía querer apoyo legislativo para terminar esos megaacuerdos y prever alguna otra contingencia del bienio final de su gobierno, que es la estantería donde siempre podría caer la aparente reactivación de la OMC. El análisis doméstico del tema nunca llevó a pensar en la incidencia de tres factores que, por una frívola idea de corrección política, parecían evitar los socios extranjeros de los Estados Unidos: a) las derivaciones que podrían surgir del exceso de micro-management parlamentario en la negociación de los dos mega-acuerdos, un enfoque que tendía a empobrecer aún más la autoridad constitucional y la competencia
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primaria del Poder administrador (Ejecutivo); en especial cuando la virtud de retomar compromisos más explícitos con la expansión del comercio y la inversión global, ello se convertía en un instrumento para menoscabar el funcionamiento de las instituciones de la República y para reducir la previsibilidad misma del proceso negociador; b) la inexistencia de un modelo apropiado para concebir un mega-acuerdo Transatlántico compatible con la envergadura e importancia de dos potencias hegemónicas de igual rango, cuyo discurso o enfoque original preveía la noción de desmantelar los aranceles y las restricciones no arancelarias aplicables al comercio y facilitar con rigurosidad la inversión, no el propósito de impulsar criterios cosméticos como “facilitar, consultar o mejorar las normas de aplicación” de los grandes temas de disputa bilateral; a poco de comenzar el intento de dar contenido al TTIP fue visible que no existía vocación por tocar los pilares del proteccionismo regulatorio, ni por crear una respuesta superadora a las legendarias contiendas que rigen el uso e intercambio de la moderna ingeniería genética en los campos vegetal, animal y humano, o aún el objetivo de normalizar el comercio de industrias culturales; habían desaparecido, de hecho, los impulsos necesarios para concebir un “acuerdo real de nueva generación”; y c) el costo suplementario que debían pagar las naciones en desarrollo que aceptaban integrar una relación entre iguales con poderes hegemónicos como Estados Unidos (y Japón) en el caso de la TPP, escenario al que nadie llegó con la intención de ejercer un disfuncional derecho al pataleo. En estos casos, una relación entre iguales no es una relación entre iguales, por cuanto supone dar trato preferencial a las naciones desarrolladas, ya que éstas últimas no suelen renunciar al derecho de subsidiar su comercio y a otras ventajas consolidadas en el Sistema Multilateral de Comercio (la noción de “grandfathering”). Sus participantes sabían que el derecho a participar en el mega-proyecto dependía de la voluntad de aceptar obligaciones que normalmente hubieran tomado con pinzas o rechazado total o parcialmente en foros como la OMC o en los clásicos acuerdos de libre comercio. Entre ellas, usar las obligaciones sobre standards laborales, ambientales y climáticas con la exclusiva finalidad de igualar artificialmente los incentivos y costos de localización de inversiones; neutralizar las ventajas competitivas de exportación o la tendencia a tercerizar la producción y el comercio en el territorio de países en desarrollo (PED) con menores costos de procesamiento, enfoques a los que cuesta encontrarles parentesco con la meta de preservar la calidad del medio ambiente, mitigar el cambio climático o promover la genuina equidad y elevación social de los trabajadores. Aunque se callaran o dijeran lo contrario, los interlocutores de Washington nunca estuvieron cómodos negociando en un escenario donde prevaleció la incertidumbre. Nueva Zelandia no ocultó su inconformidad y expresó en forma diáfana el pensamiento de casi todos los socios del TPP. La ya crónica ausencia de fast-track los obligaba a prever dónde podía terminar la negociación de un texto sujeto a una detallada, autónoma y sorpresiva auditoría del Poder legislativo. Hasta enero de 2015 la Casa Blanca manejaba despreocupadamente ambos mega-acuerdos con el bagaje de llevar
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ocho años sin autoridad legal para la promoción del comercio bajo los términos del proceso de fast-track (los dos últimos de George Bush Jr. y los seis que acumulaba de gestión el Presidente Barack Obama). Y si bien todos los socios de Washington decían apostar a que, como en los viejos Western, en el momento oportuno habría de “llegar la caballería”, diariamente aparecían conflictos domésticos que contribuían a dilatar la confección y aprobación del mecanismo de fast-track. Sólo desde que comenzó el año 2015, el Congreso vio afectado el accionar de esa legislación por el congelamiento de los aportes financieros que recibían los representantes Demócratas de organizaciones gremiales vinculadas con la AFL-CIO, las que querían inducirlos a votar en contra de la legislación de fast-track; o por el creciente y sensible debate orientado a condicionar ese proyecto de ley a la aprobación de una norma que defina como subsidio accionable, sujeto a medidas correctivas o de represalia, la política cambiaria de países que emplean la subvaluación artificial del tipo de cambio como ventaja competitiva, aspecto que se describe con mayor detalle en otros párrafos de la presente reflexión. Ambos episodios se sumaban al apriete destinados a restar flexibilidad a la ley de Promoción de Comercio. Quienes alguna vez fueron negociadores comerciales, no podían ignorar que ese método de trabajo llevaba en sí el germen de las bajas ambiciones. El exceso de consultas y debate público, cuya existencia no está en tela de juicio y es un elemento sustancial de la democracia, convierte las mesas de trabajo en verdaderos torneos de divergencia política, donde los representantes de cada gobierno no hablan para cerrar un buen trato, sino para reproducir el libreto que esperan oír “sus tribunas” (léase sus lobistas sectoriales). Cabe recordar que en el caso del TPP se involucraron doce países de diferentes regiones, tamaño, importancia y desarrollo, entre ellos tres latinoamericanos (Chile, México y Perú) que, desde el punto de vista de los principios, habían adherido al completo replanteo y actualización de las reglas del intercambio regional y global, así como a la noción de generar normas exigentes para conducir el fomento de la inversión. Sus gobiernos no eran ajenos a la idea de crear un nuevo patrón o modelo de referencia global aplicable a todos los foros y negociaciones de comercio e inversión, lo que hacía prever que tarde o temprano los países que hoy no quedaran involucrados en la concepción de esas reglas, en el futuro se verían obligados a aplicarlas sin haber sido parte del proceso de negociación. Estos últimos serían suscriptores de contratos de adhesión concebidos en foros en los que no tuvieron acceso. Pero el tema de fondo se orientaba en otra dirección. Las dos iniciativas regionales se fueron pergeñando con el deliberado propósito de ampliar y regular el mercado sin depender del lento avance de los procesos que se conducen en la OMC y con la obvia intención de no convocar a China, ya que casi todos los escenarios de competencia con ese país eran una pesadilla para sus respectivas economías. Desde esa perspectiva, los miembros del TPP y el TTIP estaban haciendo una especie de vaciamiento del Sistema Multilateral de Comercio (otra forma de llamar a la OMC), ya que en los mega-acuerdos se discutían temas similares sin caer en el riesgo inmediato de compartir el resultado con los competidores asiáticos que dominan casi todos los nichos
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del mercado internacional. Y, sobre todo, sin darles participación en el ejercicio de elaborar y definir las reglas del juego. Además, el grupo duro de las naciones que se anotaron en los aludidos proyectos sabía que divagar sobre la liberalización comercial, no produciría una nueva y cómoda liberalización del comercio. Basta con mirar el inventario de proyectos aprobados por Estados Unidos y Europa en los últimos tiempos, para apreciar de qué modo la retórica superó a la sustancia. Eso no fue un accidente. Hacía unos quince años que Washington había optado por desentenderse de su antiguo liderazgo en el proceso de liberalización comercial. A fines de los 90’s los dos partidos mayoritarios de Estados Unidos bajaron su nivel de entusiasmo por comprar riesgos poco manejables y, desde el fiasco autoprovocado por Bill Clinton en oportunidad de realizarse en Seattle la Conferencia Ministerial de la OMC mantenían, con pocas variantes, esa línea de conducta. Primero, fueron apagando las discusiones principistas. Luego, evitaron alimentar el debate público contra la percepción popular que se forjó en torno a las presuntas consecuencias de la apertura económica. Y aunque Estados Unidos y la UE vivieron plagados de sesiones académicas y discretas jornadas entre pares donde se reconocía que los modelos de impacto eran poco menos que inservibles por sus datos y premisas, el sentimiento mayoritario fue que los hechos nunca llegaron a secundar la comprobación de las ventajas y virtudes asignados a la creación de acuerdos regionales de comercio. Esos estudios no mitigaron la decepción pública que había acerca del NAFTA, el expansionismo asiático y otras iniciativas que supuestamente iban a ser creadoras y no destructoras netas de oportunidades de inversión, ingreso y trabajos bien pagos. Ejemplo de esa desilusión fue la masiva tercerización de negocios en mercados de bajo costo y pobre legislación, como sucedió a todas luces con la indirecta absorción de beneficios que consiguió Asia por la existencia de casi todos estos proyectos. Sólo que Asia consiguió esos negocios porque entendió dónde estaba la clave de su aprovechamiento, no sólo por sus mega-desviaciones de política comercial. En adición a ello, los temores del público de las naciones desarrolladas y emergentes fueron extendiéndose al juicio o prejuicio económico que podía ser creado en torno de los acuerdos que debían negociarse para mitigar el cambio climático. Como hecho anecdótico, no deja de ser paradójico que Estados Unidos, que siempre encabezó la prédica vinculada con la defensa del uso de los principios y evidencias científicas para sustentar el derecho a comercializar productos agrícolas como las carnes con hormonas protectoras del crecimiento, los eventos con Organismos Genéticamente Modificados (OGM’s) y los métodos sanitarios de inmunización, con cuya orientación general (las evidencias y principios científicos) la Argentina siempre quiso estar de acuerdo, decidiera renegar, sin sólido fundamento, del diagnóstico que respaldaba el 97 por ciento de la comunidad científica internacional, cuyos miembros aceptaban y aceptan la existencia del cambio climático y lo atribuyen, en alta medida, a las acciones destructivas del hombre en el manejo de los recursos naturales y de los sistemas ecológicos. En estas paradojas doctrinarias, de alta influencia en la opinión pública, es posible reconocer varios niveles de responsabilidad o de conductas pasivas. La gente de ECIPE suele destacar que el lobby contra la globalización estaba y está mucho mejor financiado que el lobby de quienes patrocinan las diversas formas de liberalización
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global o regional del comercio y las inversiones. Lo que les faltaría decir, es que el lobby de la globalización suele tener el reloj de política ambiental, climática y laboral selectivamente atrasado. También, que se aplica a defender intereses y posturas que no entiende ni se entienden cabalmente, salvo que se simpatice con la óptica de pensar que las futuras generaciones tienen la obligación de arreglarse como puedan con las hipotecas y otras barbaridades que se acumularon por mal uso de los recursos naturales y las innecesarias agresiones al medio ambiente y al equilibrio climático. Esa clase de antecedentes permite entender por qué hay procesos contradictorios, con ritmos diferenciados y negociaciones que ahora pueden requerir otros tiempos, ya que aún la suerte final del TPP dependía más de los conflictos hogareños entre la Casa Blanca y el Congreso de los Estados Unidos, que de eliminar las sustantivas brechas que subsistían (al escribirse este comentario) en el marco de la negociación plurilateral del tratado. Algo similar puede ocurrir con el TTIP, donde los “amigables” cruces entre el Euro-Parlamento y las autoridades de Bruselas, anunciaban una posible colisión sobre varios enfoques centrales de esas negociaciones. Entre ellos, la posibilidad de aceptar o no el mecanismo extraterritorial de solución de diferencias entre los Inversores y el Estado anfitrión de las inversiones. A fines de 2013 la Comisión de la UE había decidido suspender las negociaciones bilaterales sobre el tema inversión con los Estados Unidos (en el marco del TTIP), hasta realizar una amplia consulta popular, que generó más de 150.000 respuestas. Al ver el tamaño, características y tenor de los comentarios recibidos, Bruselas optó por dilatar todo lo posible la difusión de sus conclusiones finales sobre este tema y seguía abierto un escenario de conflicto entre la Comisión de la UE y el Euro-Parlamento. El TPP se ciñe, hasta donde lo permiten las sensibilidades y limitaciones de cada país, al modelo, escenario, agenda y contenido legal inspirado por los Estados Unidos, con las moderaciones sectoriales o temáticas que fueron requiriendo los gobiernos de sociedades tan disímiles como la japonesa o vietnamita, o los retoques económico-culturales que demandaron cada uno de los otros socios, incluidas las lógicas pero mal instrumentadas objeciones interpuestas por Australia y Nueva Zelandia a la noción de tolerar el uso de subsidios a la exportación agrícola y a las normas sobre propiedad intelectual demandadas en esta clase de Acuerdos. Hasta Chile, generalmente un país receptivo a todas las formas de liberalización económica que no tocan sus sectores sensibles, oponía firme resistencia al concepto de abstenerse de usar las restricciones a los movimientos de capitales que contempla su legislación nacional. Si bien pedirle a Vietnam que termine su amplio comercio de Estado o aplique seriamente las normas laborales, atadas a una central única de trabajadores con vínculo directo al partido Comunista, podría considerarse un exceso de humor político, la realidad dirá si, al final del camino, sigue siendo la única verdad. Cuando Washington discutía las interminables accesiones de China y Rusia a la OMC, se le dio por creer y entender lo que quiso creer y entender, y no necesariamente lo que decían los datos reales acerca de la continuidad del comercio de Estado, la vieja cultura proteccionista y regulatoria, o la obvia manipulación de datos sobre los subsidios agrícolas. Los hechos que siguieron a las respectivas y celebradas accesiones al Sistema Multilateral de Comercio, hablan por sí mismos.
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Según lo que trascendió en charlas de amigos, los miembros de la TPP parecen haber aceptado ciertas fórmulas de compromiso para diferir el impacto anticipado de las reformas pactadas en sectores sensibles como la liberalización agrícola, el comercio automotriz, el comercio de Estado o el sustancial y disparatado aumento de exigencias sobre de derechos de propiedad intelectual establecidas en el Acuerdo TRIPS de las OMC. No estaba definido si las dos naciones de Oceanía iban a ceder o no a último momento. Siete de las doce naciones agrupadas en la TPP (Estados Unidos, México, Canadá, Australia, Perú, Chile y Singapur) ya se tenían tomado el tiempo de negociaciones previas de parecido tenor, debido a que las últimas seis cuentan con sendos acuerdos bilaterales de libre comercio más livianos y vigentes con Washington. No sucede lo mismo con Brunei, Nueva Zelandia, Vietnam, Malasia y Japón, para quienes el TPP supone una especie de bautismo de fuego. Además, el grupo deberá procesar en conjunto, más adelante, los pedidos de incorporación de Corea del Sur (que también ya tiene un TLC anterior con Estados Unidos) y Taiwán (territorio que China considera parte de su soberanía y por lo tanto en disputa). Quizás el mejor diagnóstico sobre la anomia circunstancial (?) en la que parece haber caído el otro mega-proyecto (el Transatlántico ó TTIP), se puede encontrar en el sucinto y brillante paper que elaboró Hosuk Lee-Makiyama, analista del Centro Europeo para la Política Económica Internacional (ECIPE en su sigla inglesa), publicado por ese Centro en enero de 2015 (The TransAtlantic Trade and Investment Partnership: an Accident Report). Si bien el texto no es perfecto, debido a que el autor omite o subestima ciertos antecedentes de gran relevancia, cayendo en errores parecidos a los que Washington quiso aceptar en las antedichas accesiones de las grandes naciones socialistas a la OMC, su escrito se caracteriza por llamar a las cosas por su nombre y por la infrecuente virtud de decir en pocas palabras lo que otros suelen callar o versear sin piedad. El ECIPE es un foro de investigaciones orientado a la defensa de la liberalización del comercio y las inversiones, apenas sesgado por su reconocible aroma a Viejo Continente. II.- El temario de la nueva política comercial. Como los principales rasgos de los mega-acuerdos todavía no son familiares en círculos profesionales o en la dirigencia política de los países que están fuera de las negociaciones, parece útil hacer un sintético muestreo de los enfoques que en teoría se encuentran en debate. El objetivo es concentrar la atención en los fundamentos y posibles alcances que se asigna a los nuevos y viejos temas que habrían conseguido acoplarse a las reglas de cada uno de esos tratados. Va de suyo, que tal realidad debería metabolizarse rápidamente por aquellos gobiernos y clases políticas que se interesan en ser parte de esta clase de ejercicios sin tener una razonable idea de lo que verdaderamente sucede o está en juego. 1.- Aspectos cambiarios: la dirigencia política de Estados Unidos desea incluir las manipulaciones cambiarias con efecto competitivo o, los que es igual, la subvaluación artificial de la moneda con fines comerciales, como un subsidio accionable. Es decir, sujeto a la aplicación de derechos compensatorios como
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cualquier otro subsidio a la exportación de los que están explícitamente prohibidos bajo las reglas de la OMC (tal como lo disponen el Artículo 1 y las reglas complementarias del Acuerdo sobre Subsidios y Derechos Compensatorios). Hasta donde nos informan colegas familiarizados con estos procesos, Washington quiere introducir disposiciones en el TPP sobre este asunto y también acometer el desafortunado error de aprobar, unilateralmente, legislación doméstica sobre el tema. El debate no es nuevo y fue desarrollado, sin consecuencias prácticas, en el marco del Grupo de los 20. El ex Ministro de Finanzas de Brasil, Guido Mantega, país que no está involucrado en ninguno de los mega-acuerdos, solía referirse a la subvaluación monetaria como “una guerra de divisas” de graves efectos comerciales, monetarios y cambiarios. Y no le faltaba razón, siempre que se recuerde mirar todos los componentes del problema. Quien aún no es capaz de registrar con seriedad esas complejas trampas competitivas, debería pensar por unos segundos en lo que le pasaría a cualquiera de los miembros del MERCOSUR, o a Chile, ante la imposibilidad de ajustar su política cambiaria o ejercer un racional control sobre el flujo de capitales con instrumentos habituales de mercado o de comando y control con vistas al mercado (empleando funcionalmente operaciones de mercado abierto, que son centrales en una moderna política cambiaria o monetaria, o aún de medidas de control como las que se usan para limpiar en la actualidad el sistema bancario y sus cuasi delictivas operaciones cambiarias en el caso de algunas entidades del Atlántico Norte bajo supervisión de la autoridad monetaria). Un testimonio de la obsesión por el tema, es que un grupo de Senadores y Representantes de Estados Unidos ya introdujeron un proyecto de legislación sobre la manipulación cambiaria con fines competitivos. En principio se dijo que estas reglas deberían estar atadas a la nueva autoridad del Presidente para la Promoción del Comercio. Otro grupo dijo estar en condiciones de aprobar esas disposiciones como una Ley independiente. Pero los legisladores más radicalizados, hablan de no aceptar ningún mega-acuerdo sin la existencia de reglas fuertes en la materia, como sucede con el influyente senador Demócrata por Nueva York Charles “Chuck” Schumer. El antedicho proyecto sería aprobado con o sin atender su consistencia con las obligaciones internacionales de los Estados Unidos (la OMC), lo que tampoco constituye una verdadera novedad. En el pasado, la iniciativa de llevar la discusión cambiaria a la OMC, en el marco de la Ronda Doha, tampoco halló terreno fértil. Nadie discute, me incluyo en ese bando, que la subvaluación artificial de la moneda de naciones con clara incidencia en el comercio global, es una medida que genera indudables y graves efectos económicos y comerciales, ya que ayuda a desplazar las exportaciones o a frenar importaciones (una figura que se contempla en el histórico Artículo XVI del GATT y que se conoce como el desplazamiento de mercado (“market displacement”)). Entre los ejemplos emblemáticos que se suelen citar sobre la revaluación artificial de otras monedas, figura en primer lugar la persistente alineación de la moneda china (el Yuan o Remimbí) respecto del dólar estadounidense y de otras divisas mundiales. El problema es que el Sistema Multilateral de Comercio no contempla, por ahora, disposiciones sobre política monetaria y financiera. Las reglas existentes sólo aluden al valor de la moneda al hablar de la preservación de los compromisos de acceso a los mercados (concesiones arancelarias) adquiridos en el Sistema Multilateral de Comercio, como sucede con el
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Artículo II del GATT; al crédito subsidiado, como se puede advertir en los anexos del Acuerdo sobre Subsidios y Derechos Compensatorios (cuyo anexo k hace una referencia cruzada -cross reference- sobre cómo tratar los créditos comerciales a la exportación) e, indirectamente, a los problemas monetarios identificados en los Artículos XII, XIV, XV y XVIII del mismo GATT (éste último sobre problemas de balanzas de pagos). Los efectos del crédito sobre el desplazamiento de comercio con subsidios también se mencionan en el Artículo 10 y otras disposiciones relacionadas del Acuerdo sobre Agricultura aprobado en la Ronda Uruguay, pero sus aspectos dispositivos aún no fueron reglamentados, mientras que sus consecuencias legales son subutilizadas por ignorancia o indolencia (un tema que se discutió en 1995/1998 de manera bastante ordenada en un marco que recibe apoyo técnico de la OECD). El otro asunto sugestivo, peligroso y potencialmente ilegal, se refiere a que en Washington se gestiona la existencia de esta clase de legislación nacional sin importar su inconsistencia con los compromisos de Estados Unidos en la OMC. Esto supone varias cosas. Entre ellas, ratificar la existencia de los deliberados vicios del enfoque unilateralista (el que ese gobierno nunca terminó de abandonar con la complicidad, pasividad o indolencia de la membresía de la OMC), un reflejo político que se creía sepultado al concluir, en 1994, la Ronda Uruguay del GATT, y fue una de las razones explícitas del entusiasmo que prevaleció al conocerse el resultado final de dichas negociaciones. En ese momento el mundo celebraba la liberalización del comercio como un sustancial aporte y no una injusta carga u obstáculo para el desarrollo, la paz y el intercambio globales. Más de sesenta y ocho años de crecimiento ininterrumpido del comercio confirmaban sin reservas la validez de tal diagnóstico. El artículo XVI del Acuerdo de Marrakech prohíbe, de manera expresa, la aplicación de las disposiciones unilaterales como la Sección 301 de la ley de comercio estadounidense, y de cualquier medida que se oponga a las disposiciones de ese Acuerdo constitucional de la OMC y sus anexos, pero Washington, que es parte de la Organización, suele imaginar que el incumplimiento de las reglas aplicables a todos los mortales no supone que sea algo que deba perturbar la creatividad o el buen dormir de sus legisladores. Que la antedicha fue la intención y el consenso de los negociadores del Sistema Multilateral de Comercio, no se aprende sólo en los libros de texto. Los debates de la época en el Consejo General del GATT no dejaron duda alguna sobre el particular y me tocó ser actor directo de tales ejercicios. Una respuesta viable, sería llevar el tema de la manipulación cambiaria al Fondo Monetario Internacional, que es el espacio lógico para discutir los efectos de medidas monetarias y cambiarias relacionadas con la balanza de pagos en un contexto donde hay personal técnico y reglas para evaluar esos hechos. La opción sólo choca con la ansiedad de sus patrocinadores y con las limitaciones de la fuerza de aplicación (enforcement) de las decisiones del Fondo, así como con la dificultad que hay para determinar cuándo se tiene enfrente un tipo de cambio de equilibrio, cuándo es resultado de ajustes o manipulaciones impropias y cuál es el tamaño del desvío que constituye un subsidio accionable, lo que cae en el terreno de la política comercial. Desde ese punto de vista, la OMC es el acuerdo con mayor poder contractual que existe en el planeta. Lo curioso es que, en medio de estos debates, un grupo de legisladores Demócratas le dijo a su propio gobierno que las medidas para reprimir las operaciones cambiarias de los bancos
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centrales serían negativas para los Estados Unidos, por cuanto su reforma ataría las manos de Washington para establecer medidas de control de capitales (sic). ¿Es que alguien se lo dijo al Senador Schumer?. La totalidad de las aludidas opciones se encontraban, en los tres primeros meses de 2015, desparramadas por todas las oficinas del Congreso, la Secretaría del Tesoro y el USTR que debaten esta cuestión (y alguna copia puede haber caído en el Fondo Monetario). 2.- El comercio de servicios: la idea de profundizar la liberalización del comercio de servicios tanto en los “acuerdos regionales o mega-acuerdos de nueva generación” como en el marco del proyecto “Acuerdo Plurilateral sobre Comercio de Servicios” (conocido por su sigla inglesa TISA), que negocia un amplio pero exclusivo grupo de gobiernos en la OMC, viene de lejos y registra algunas paradojas notables. El país que lideró la introducción del comercio de servicios en esa Organización fue Estados Unidos (cuya economía es generada en 1,2 por ciento por la agricultura, el 19 por ciento por la industria y en un 80 por ciento por el sector de servicios), el que nunca quiso incluir, en ningún proceso de liberalización comercial, el transporte aéreo y marítimo. El primero de esos medios, porque las negociaciones bilaterales de acceso a los mercados en el contexto de la industria aérea son más redituables para conseguir derechos o libertades de transporte, que la denominada política de cielos abiertos. El segundo, porque todavía rige la famosa Jones Act que reserva, por razones de seguridad, el importante transporte marítimo de cabotaje dentro de los Estados Unidos, para los armadores de esa bandera. Naturalmente, la explicación es bastante más compleja, pero no se aparta de esas dos orientaciones básicas. Y, según las informaciones disponibles, hasta ahora el transporte no parece entrar en el TISA ni en los mega-acuerdos regionales. De todos modos ¿qué importancia o ventaja puede tener liberar el transporte para ejercer el comercio? (el lector distraído debería entender que esa pregunta intenta ser retórica e irónica al mismo tiempo). Recientemente Uruguay fue aceptado como miembro del TISA. Tampoco Estados Unidos ofrece un enfoque claro acerca de lo que quiere o lo que no quiere ver como cooperación en materia de regulaciones financieras en el marco del TTIP y ello parecía atentar contra el nivel de los compromisos que podrían alcanzarse en ese frente y en el conjunto de la negociación bilateral sobre acceso a los mercados, tema que puede tener rápida corrección. Al redactarse esta nota, la moneda estaba en el aire y Europa se mostraba muy descontenta con la actitud de Washington. En términos generales, el objetivo de las negociaciones en el marco del TISA y de los mega-acuerdos estaba destinada a mejorar sustancialmente el nivel de los compromisos de acceso a los mercados de servicios, lo que debería reflejarse en la amplitud de las concesiones, en el número y cobertura de los sectores incluidos, en los mecanismos de liberalización y en la flexibilización de los requisitos de acceso. Respecto de la amplitud de las concesiones, la noción que planteaban Estados Unidos y otros países con objetivos ambiciosos, era la de incluir todos los servicios de una determinada actividad sectorial con la salvedad de aquellos que se considerasen sensibles y formaran parte de una pequeña “lista negativa” o de excepciones. En cambio, la UE proponía el mismo objetivo con un enfoque inverso; el de establecer una amplia “lista positiva”. Al lector no entrenado, ambos enfoques le pueden parecer similares o equivalentes, pero sin duda esa es una conclusión absolutamente falsa. El enfoque de Estados Unidos
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supone que, todo aquello que no entra originalmente en la “lista negativa” acordada, en el futuro quedará automáticamente liberado, o sea incorporado sin negociación específica o adicional a la lista de compromisos de acceso a los mercados, como por ejemplo los nuevos servicios que suelen acompañar a la introducción de nuevas tecnologías o sus nuevos mecanismos de comercialización. En cambio, el enfoque europeo presupone que todo lo que no está en la lista positiva deberá ser negociado caso por caso, con lo que se veta cualquier expansión automática futura del paquete de compromisos de acceso al mercado de servicios. En donde se pueden ver con claridad estos casos, es en las concesiones de otro Acuerdo que se viene renegociando en la OMC y se refiere a las reglas y concesiones de productos vinculados con las Tecnologías de la Información (conocido por su sigla inglesa ITA). ¿Qué valor tiene ahora una negociación sobre concesiones arancelarias y no arancelarias aplicables al comercio de viejos modelos de fax?. ¿De qué sirve tener ahora una concesión sobre servicios de telex?. ¿Cuántos productos y servicios han aparecido y desaparecido de la canasta de los productos incluidos en las tecnologías de la información durante los veinte últimos años?. En otro plano: ¿puede un país con la estructura de producción del tipo que desarrolló la Argentina, ser parte de esos acuerdos?.¿Tiene futuro una producción de tecnologías de la información como la que desarrolló la Argentina, sin ser parte de esos acuerdos?. ¿Es conveniente producir tecnología de la información más cara que la que ofrece el mercado internacional?. ¿Es lógico no ser parte de las cadenas internacionales de valor de esos productos?. 3.- Subsidios agrícolas en el TPP: con buen criterio, Australia y Nueva Zelandia parecen haber sostenido, en el marco de ese Acuerdo, que la eliminación de aranceles y restricciones no arancelarias en el intercambio regional debería contemplar la paralela eliminación de subsidios a la exportación. Ese criterio es parte de la mayoría de los acuerdos de integración que se conocen, incluido el MERCOSUR, pero esa es una norma que nunca se aplica fielmente (Ver la Resolución 10 del Mercado Común del Sur de 1994). Luego de varios debates Estados Unidos aceptó esa postura en el marco del TPP, cosa a la que se había negado rotundamente durante las negociaciones del ALCA, porque en este último proyecto se topó con contrapartes hemisféricas que se sometieron en forma voluntaria a la absurda e infundada lógica de que ese tema sólo podía resolverse en la OMC. El caso es que los dos gobiernos de Oceanía merecen media felicitación, por cuanto lo único que se habría acordado es terminar con los subsidios directos a la exportación (los que están identificados en el Anexo IV de las Listas de Compromisos de la OMC), no con los subsidios que Estados Unidos aplica a través de la Commodity Credit Corporation (CCC) a los créditos, seguros y otros elementos de la financiación agrícola, cuyo paquete incluye plazos injustificados y subsidio a las tasas de interés que se pagan por el uso de cada uno de esos instrumentos. Los subsidios al crédito son los más influyentes de la competencia en el comercio agrícola. Varias de esas condiciones fueron ajustadas por Washington tras perder un panel sobre algodón con Brasil. También es cuestionable que la ayuda interna se considere como ayuda exclusiva a la producción, cuando ello permite sostener una oferta, incluyendo la oferta exportable, que en su mayor parte no existiría sin esos subsidios. A principios de 2002 hice una propuesta destinada a neutralizar, haciendo uso de mecanismos existentes y aplicados en la OMC, la existencia de comercio subsidiado en el marco de Acuerdos
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Regionales de Comercio. Una versión de esa propuesta fue publicada, en octubre de 2006, por la Revista de Comercio Exterior del CEI titulada “Las mil caras de los subsidios agrícolas”. 4.- Acceso a los mercados: el criterio general con que se venían negociando los megaacuerdos es el de eliminar en su totalidad, o lo más cerca posible a la totalidad, los aranceles a la importación y a la exportación de productos no agrícolas, lo que incluye la imposibilidad de renegociar las concesiones que queden definidas bajo ese compromiso, opción que subsiste en las reglas de la OMC bajo las disposiciones del Artículo XXVIII y otras disposiciones del GATT 1994. También se prevé eliminar la existencia de autorizaciones especiales (waivers) vinculadas con el fomento de las inversiones directas y se establecen reglas de origen que benefician a los participantes de los mega-acuerdos o, en su defecto, que crean un beneficio al que no tendrán acceso terceras partes. Contra lo que se suponía inicialmente, fue descartada la introducción de cambios en los derechos y obligaciones sobre Medidas Sanitarias y Fitosanitarias, así como sobre el manejo de los Obstáculos Técnicos al Comercio Exterior (SPS y TBT en sus siglas inglesas). Simplemente se apela a la transparencia, la coordinación, la simplificación, las consultas, las equivalencias y otros mecanismos de facilitación de comercio, pero no se esperaban modificaciones a las normas controversiales sobre el comercio de Organismos Genéticamente Modificados, Carnes con Hormonas promotoras del Crecimiento, etc. En el caso del sector agrícola, también estaban bajo discusión algunas medidas sobre administración de cuotas tarifarias (cuotas con aranceles preferenciales que permiten hacer viable el comercio de productos altamente protegidos), la eliminación de impuestos a la exportación y las modalidades de ayuda alimentaria. Respecto de las medidas aplicables a la inversión, se detectaba el interés por brindar trato nacional a las gestiones vinculadas con la pre y post-radicación de capitales extranjeros; la eventual noción de trato de Nación más Favorecida (NMF), la creación y uso de códigos de buenas prácticas, la aplicación sistemática de los criterios tipificados en el Acuerdo TRIMS de la OMC, etc. En adición a ello, se proponía el establecimiento de normas razonables para el acceso de personal y gerenciamiento; y, por último, la creación de un mecanismo extraterritorial de solución de diferencias entre el Inversor y el Estado anfitrión, cuya existencia levantara tantas polémicas en el plano internacional. Cabe recordar que Alemania está escaldada por el resultado de un litigio que le obligó a reconocer daños por la eliminación de la industria nucleo-eléctrica dentro su territorio, decisión que fue cuestionada por Suecia, país involucrado en ese desarrollo. La medida de Berlín se fundamentó, verídicamente, en medidas de política ambiental y de mitigación del cambio climático. En materia de Compras Públicas, el debate se asienta a nivel del Acuerdo Plurilateral existente en la OMC y en el deseo de mejoras que se buscaban en los megaproyectos, como la obligación de dar acceso a las adquisiciones de los Estados provinciales y las municipalidades, algo que Estados Unidos rechazó de plano en el contexto del TTIP. Según algunos, ese enfoque estaba lejos de ser un tema cerrado, pero
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Washington no había dado, hasta finalizar el primer trimestre de 2015, voluntad alguna de cambio en ese enfoque. 5.- Propiedad Intelectual: La intención de desarrollar este punto se vincula con el objetivo de presentar una pequeña muestra de los actuales debates en el ámbito de los mega-proyectos. La última experiencia de menor escala que se realizara para profundizar las reglas del Acuerdo TRIPS de la OMC fue el texto del Anti-Counterfeiting Trade Agreement (ACTA), un intento destinado a mejorar la protección contra la producción y venta de productos falsificados en general, algo que culminó y reflejó el esfuerzo de alrededor de una docena de participantes en un texto que llegó al EuroParlamento y ese órgano se negó a ratificarlo, lo que dejó en un muy incómoda posición a la Comisión de la Unión Europea, representante del Viejo Continente en el proceso. Esa inesperada derivación indujo a archivar sin más trámite el Acuerdo. Pero hubo otro proceso aleccionador. Hasta donde alcanzan nuestras informaciones, Estados Unidos solicitó, en ambos mega-proyectos (TPP y TTIP), una protección especial para los datos considerados como confidenciales, por un período de doce años, en favor de las presentaciones destinadas a obtener patentes para las denominadas “drogas biológicas”. Se suele alegar que la preparación de esas solicitudes es difícil, cara y encierra material sensible y creativo de largos procesos de maduración e investigación. En el caso de esos fármacos, también se alega que sirven para combatir males de alta complejidad como el cáncer, la artritis reumatológica, la esclerosis múltiple y otras enfermedades terminales. El fundamento para manejar un ciclo tan prolongado de confidencialidad en la protección de datos se basa, según hemos recogido entre los especialistas del ramo, en dos razones: a) brindarle certeza legal al inversor; y b) desalentar la introducción de drogas biosimilares que afecten la rentabilidad o viabilidad comercial de las drogas originales, cuyos procesos de investigación son, como se dijo, largos y caros. Curiosamente, la primera demanda oficial de protección que Estados Unidos realizara en el marco del TPP había sido orientada a conseguir siete años; la segunda 12 años y, de acuerdo a nuestras informaciones, la gente de la industria dice informalmente que podría convivir sin problemas con un período de ocho años, plazo que sería más que razonable y suficiente. Las tres propuestas fueron generadas por el mismo gobierno, de manera que no fue un juego de demandas y contraofertas con terceros. Y, como es posible adivinar, ese festival de demandas contradictorias, no le hizo ningún favor a la imagen de seriedad de los postulantes oficiales y privados que negocian el tema. En la parte final de los 90’s, el USTR había emplazado al gobierno argentino por brindar escasa e inadecuada protección a los datos sometidos al procesamiento del Instituto Nacional de Protección Intelectual (INPI) de nuestro país. Pero lo más llamativo de estas gestiones, es que el actual pedido de protección de datos todavía no puede relacionarse con una definición aceptada de lo que constituye una droga biológica, de manera que Estados Unidos está pidiendo ese derecho para un producto que aún no está en condiciones de ser descripto como tal por el consenso de las organizaciones científicas relevantes, o por entidades de suficiente respaldo profesional y aceptables para las partes que negocian la TPP.
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Ante esta clase de situaciones, parece que Australia, y probablemente Nueva Zelandia, indicaron que sus gobiernos no pueden ofrecer, en el marco de la TPP, ningún compromiso sobre propiedad intelectual que suponga modificar la legislación nacional existente sobre propiedad intelectual (atada al Acuerdo TRIPS de la OMC). La misma reticencia se aprecia en los casos de Canadá, Malasia y Tailandia, cuyas industrias ya están en condiciones de ofrecer productos biosimilares. A todos les llama la atención la demanda de los negociadores estadounidenses, por cuánto la experiencia indica que el desarrollo de un producto biosimilar consume un proceso que insume de doce años a un cuarto de siglo, de manera que existe una protección natural sin necesidad de contar con la regulación solicitada. Cabe imaginar que países como Brasil, Argentina, Uruguay y otras naciones productoras de drogas y fármacos de alta exigencia, deberían seguir estos temas y todas las contingencias de las nuevas ideas que hay sobre propiedad intelectual, porque éstas pueden incidir sobre los miembros y los no miembros de proyectos como el TPP. En apariencia, la delegación oficial de Estados Unidos apadrinó la presentación de los lobistas de la industria farmacéutica sin evaluar a fondo esos datos. El Acuerdo TRIPS se refiere a esa clase de protección en su Artículo 39:3. Otro de los terrenos en que existe disputas sobre propiedad intelectual, es uno en el que desde hace tres décadas tiene a la UE como parte demandante. Se refiere a la extensión de los derechos vinculados con las Indicaciones Geográficas y de Origen, cuya vigencia actual se restringe a los vinos y licores, pero a la que Bruselas desea agregar todos los alimentos regionales de determinadas características como el emblemático jamón de Parma (un jamón crudo muy rico producido en esa región, pero jamón crudo al fin). Quienes negocian estos temas deberían entender que: a) la lista tal como se plantea es infinita y está sujeta a la ilimitada creatividad de la Comisión de la UE, que siempre busca el modo de producir ingresos a partir de teorías exóticas; b) el reconocimiento de esos derechos supone el pago de retribuciones por su uso o explotación, de manera que es un costo empresario que repercute sobre la balanza de pagos y cuyo valor, dada la indefinición de posibilidades, es muy difícil de mensurar; y c) esta modalidad puede crecer y multiplicar los peajes por derechos lógicos o ilógicos con la misma calma. Obviamente, la agenda de temas referidos a la propiedad intelectual es muy vasta e implica un profundo análisis académico, empresario y legal. Los tres casos mencionados en esta reseña son sólo ejemplos de la clase de artillería temática que existe en los mega-proyectos. 6.- La reacción del Euro-Parlamento respecto de las instrucciones para negociar el TTIP: al escribirse este comentario, se estaba efectuando la cuarta o la quinta (uno pierde la cuenta) de las versiones que el Comité de Comercio del Euro-Parlamento que dirige Berndt Lange, comenzó a redactar para su oportuno envío a la Comisario de Comercio de la Comisión de la UE, Cecilia Malmström. Al ver más de 400 enmiendas, el redactor de estas reflexiones estimó oportuno señalar que los temas considerados son casi siempre los mismos y hacer un resumen no demasiado preciso de su contenido, el que comprende:
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a) el rechazo a casi todas las versiones del mecanismo de disputas extra-regional entre el inversor y el Estado anfitrión de las inversiones; el temor europeo de que por la puerta de las disputas legales resulte posible vulnerar las políticas de la UE en materia medioambiental, cambio climático, ingeniería genética, industrias culturales, defensa de la salud y la seguridad alimentaria, etc.; la opinión de los legisladores, que coincide con la que sostiene el gobierno alemán, es que la confiabilidad del sistema jurídico europeo está lo suficientemente demostrada como para necesitar el uso complementario de tribunales extra-territoriales para impartir justicia legítima; b) el deseo europeo de poner a salvo la privacidad de los ciudadanos ante las políticas públicas y privadas de Seguridad Nacional que aplican las agencias e instituciones de los Estados Unidos, apoyadas en mecanismos informáticos de servicios oficiales de espionaje y en el aporte de empresas globales de Internet, telecomunicaciones y de otras entidades que tienen acceso a los antecedentes personales de consumidores y ciudadanos; c)la no modificación de las normas restrictivas del Viejo Continente en materia de producción y consumo de Organismos Genéticamente Modificados, el rechazo a la importación de carnes con hormonas promotoras del crecimiento (a pesar de que la UE perdió la disputa en la OMC), y la total preservación de las medidas protectoras de las industrias culturales. Comentario final: La precedente reseña es sólo una muestra de lo que plantea e intenta hacer un grupo estratégico de países con economías altamente influyentes en materia de reglas y compromisos de mercado en el ámbito del comercio, la inversión, las cadenas de valor, el comercio de Estado, compras del sector público, política agrícola e industrial y la protección de la propiedad intelectual. Por lo tanto los precedentes comentarios no suponen un esfuerzo de predicción, sino una mera señal de alerta respecto de lo mucho que nos falta conocer de aquello que sucede en el mundo y puede afectar nuestro futuro. Sería un gravísimo error mirar para otro lado. Estamos viendo una fracción de lo que ocurre en el escenario del que somos, voluntaria o involuntariamente, nos guste o no, una pieza más. La realidad nos obligará a participar en estos eventos y lo único que nos cabe decidir es si queremos estar entre los que conciben las reglas, o entre los que se verán obligados a firmar contratos de adhesión y aplicar las reglas ya escritas por otros. Esa es la cuestión, diría Willy Shakespeare.
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