LA MARSELLESA (1937) Francia 130 min

VIERNES 8 21’30 h. Entrada libre (hasta completar aforo) Salón de Actos de la E.T.S. de Ingeniería de Edificación LA MARSELLESA (1937) Francia 130

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1937)
Ley 1306 de Divorcio (Gaceta Oficial 5034, de fecha 05/21/1937) Art. 1.- (Mod. por Ley No. 3932, del 20 sept. 1954, G.O. 7749), para que rija del sig

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VIERNES 8 21’30 h. Entrada libre (hasta completar aforo) Salón de Actos de la E.T.S. de Ingeniería de Edificación

LA MARSELLESA (1937)

Francia

130 min.

Título Orig.- La Marseillaise. Director.- Jean Renoir. Guión.- Jean Renoir, Carl Koch & Nina Martel-Dreyfus. Fotografía.- Jean-Serge Bourgoin, Alain Douarinou, Jean-Marie Maillols, Jean-Paul Alphen & Jean Louis (B/N). Montaje.- Marguerite Renoir & Marthe Hughet. Música.- Joseph Kosma, y temas de Wolfgang Amadeus Mozart, Johann Sebastian Bach, Lalande, Grétry, Rouget de Lisle & Rameau. Vestuario “Maria Antonieta”.- Coco Chanel. Sombras chinescas.- Lotte Reiniger. Productor.- André Seigneur. Producción.- C.G.T. & Société d’Exploitations et de Productions Cinématographies du Film La Marsellaise. Intérpretes.- Pierre Renoir (Luis XVI), Lise Delamare (Maria Antoniete), Louis Jouvet (Roederer), Jean Aquiatapace (el alcalde), Georges Spanelly (La Chesnaye), Aimé Clariond (Saint-Laurent), Andrex (Honoré Arnaud), Charles Blavette [y Edmond Ardisson] (Jean-Joseph Bomier), Nadia Sibirskaia (Louison). v.o.s.e.

Música de sala: “Sinfonía nº 36, Linz, KV 425” Wolfgang Amadeus Mozart

“Con LA MARSELLESA intenté hacer una película que modificara las condiciones normales de la producción y la explotación, aunque en el camino, la película se convirtió en una empresa absolutamente normal y se explotó normalmente. En algunos filmes mudos, como Le Tournoi y Le Bled, se utilizaron medios más importantes que aquí. Los medios de la Sociedad de las Novelas Históricas Filmadas -o más bien de los Filmes Históricos- eran enormes. Me quedé sorprendido por la longitud del guión. He vuelto a ver una copia en 16 mm que circula en las universidades. Rodé y monté un desfile de tambores del que me sentía muy orgulloso, pero desgraciadamente ha sido cortado; lo siento mucho, son muy bellos los tambores. En verdad, mi mayor placer en toda esa película, uno de mis recuerdos más profundos, tiene que ver con las escenas interpretadas por mi hermano y Lise Delamare. Me apasionó escribir y rodar las escenas de las Tullerías. Tengo la impresión de que ahí me acercaba mucho a la realidad, de que las cosas podrían haber sucedido así. Cuando las cosas presentan bruscamente un aspecto cotidiano, que suele infiltrarse siempre en las grandes ocasiones y en los grandes personajes de este mundo, cuando nos perdemos en las cosas nimias: los tomates... En Toni, la gente tiene una apariencia tan cotidiana que nos podemos permitir que hablen en un lenguaje poético, dado que la oposición a la poesía emana de su persona, de su comportamiento, de la manera en que van vestidos. Mientras que en un filme en el que, precisamente, la apariencia se halla lejos de la realidad, es necesario, mediante el diálogo, intentar acercarse a lo cotidiano. Es el sistema del equilibrio. Desde el punto de vista técnico -no hablo de inspiración, ni de calidad intrínseca-, lo más importante es conseguir mantener en el mismo nivel los platillos de la balanza y, cuando uno ha bajado mucho, hay que bajar también mucho el otro, inmediatamente después. Lo grave y complicado es que el equilibrio artístico es distinto para cada uno, y, personalmente, nunca me he podido convencer de que este equilibrio debía ser únicamente un equilibrio de la historia. Me dedico continuamente a restablecer el equilibrio en un filme, pero nunca tengo en mente que debo restablecerlo sólo con elementos de “acción”. Se puede restablecer el equilibrio con un objeto sobre una mesa, con un color, si es una película en color, con una frase que no quiere decir absolutamente nada, pero que tiene menos peso o más peso que la frase dicha antes. Este juego de equilibrio me impide absolutamente hacer una obra de propaganda. Es algo espantoso: pero, bueno, uno está obligado a admitir que cada cual tiene tantas buenas razones, ¡tan convincentes! La sensación que deja LA MARSELLESA es que los marselleses y los realistas tienen un mismo ideal, y lo que les separa es sobre todo un malentendido. Pero además están separados por

algo evidente, que es esencial en la historia del mundo: el hecho de estar o no de acuerdo con las fechas. Sucede a veces que principios excelentes, indiscutibles, y absolutamente defendibles, desaparecen y se convierten incluso en letales y nefastos, sencillamente porque ya han dejado de aplicarse en su época. Es una cuestión de matrimonio entre los seres humanos, sus ideas, sus costumbres, sus hábitos, y el momento, cuestión que es esencial en la historia del mundo. Es muy importante que haya coincidencia entre los hechos, los sentimientos y el tiempo. Luis XVI es un perdedor porque no tenía nada que hacer en aquella época. No quiero decir que estuviera bien o mal: simplemente que no tenía nada que hacer. La monarquía no tenía nada que hacer. Por lo demás, se puede incluso afirmar que, durante las revoluciones, no son los revolucionarios los ganadores, son los reaccionarios los perdedores. Y eso es algo sumamente diferente. Incluso si no hubiera revolucionarios, perderían los reaccionarios, perderían por sí mismos. No es en absoluto una cuestión de superioridad o de inferioridad. Llega un momento en la historia del mundo en que el diplodocus -o el pueblo judío- desaparece y es reemplazado por el dinosaurio, el que, por su parte, se siente muy feliz con una densidad de aire diferente y un alimento de los bosques que le conviene. Y, después, llega un momento dado en que él desaparece igualmente. Lo mismo que las especies animales, desaparecen los sentimientos y las ideas, no importa que sean buenos o malos. Sencillamente, ya no pueden alimentarse con su medio ambiente. Creo que se trata de un problema de alimentación, de alimentación de los sentimientos y de las ideas.”

Hay quienes no se explican, quizás porque no se detienen a mirar dentro de la diafanidad que hay en el fondo de esta paradoja de su casi invisible (pero tal vez por eso peculiarísimo y lleno de alta distinción) estilo, ese misterio de la personalidad de Jean Renoir que le permite, en algunas de sus obras mayores (y en realidad no las tiene menores, pues incluso en sus películas menos ambiciosas hay siempre un destello repentino de este alto vuelo, que brota de una simple pincelada ejecutada con asombrosa transparencia y aparente, sólo aparente, facilidad), combinar generosidad y radicalidad, fuerza afirmadora y energía negadora; de otra manera, esa singularidad del espíritu que George Bernard Shaw consideró distintiva de algunos muy escasos hombres revolucionarios (se refería en concreto a León Trotski) capacitados para descuartizar despiadadamente una idea o un acto sin rozar (o rozándola en forma de caricia) la piel del personaje que realiza ese acto o mantiene esa idea. Son las chispas que saltan, como de un pedernal, de esa explosiva y no obstante plácida paradoja de estilo, las que nos permiten orientarnos en el enigma de un cineasta que en ocasiones compone imágenes de gran dureza, a veces incluso extremadamente duras, pero moldeadas paradójicamente sobre una materia no abrupta ni violenta, sino por el contrario suave y deslizante, hasta el punto de que, en ellas, lo patético, lo excepcional y lo amargo se manifiestan en forma inexplicablemente simpática, común y dulce. ¿Con qué otro filtro en los ojos, que no sea el de esta rara identidad de contrarios que se anudan en su espíritu, podemos entrever por qué en la terrible rugosidad y aspereza de La regla del juego (1939) aflora un juego de interrelaciones humanas gozoso, lleno de tan contagiosa vitalidad, que nos conmueve hasta el punto de hacernos querer salir de la cómoda poltrona de la butaca y participar en él, jugar a él, ser parte, y parte agradecida, de ese trasiego esquinado, miserable, incluso abominable, de siniestras idas y venidas de un grupo humano sinuoso, torvo y despreciable? La capacidad de afirmar (es decir: de darle acceso a las raíces de la palabra sustantiva, ésa que los trágicos griegos concedían a sus personajes, de modo que todos tenían el mismo poder de convicción) lo que niega; de dar vías de aprecio a aquello que desprecia, es uno de los rasgos distintivos del artista de genio, que es el que hace estallar una y otra vez la eterna pregunta sin repuesta de cómo y por qué Dante logró convertir su “Infierno” en un ámbito poético tanto o más reconfortante que su cielo y por qué este trueque conduce inexorablemente al inquietante indicio de que en los entrelineados de la “Divina Comedia” el poeta sembró sombrías evidencias de que hay algo infernal en ese cielo (es decir: en la afirmación), y de celestial en aquel infierno (es decir: en la negación). Y es esta innombrable pregunta la que nos sitúa en la antesala de la potencia expresiva de LA MARSELLESA, un apasionado canto a un grupo de tozudos y alegres regicidas, o tal vez deicidas, en

cuya música salta de pronto un conjunto de notas (no chirriante y desarmónico, sino por el contrario necesario para el equilibrio de la equilibradísima composición de la compleja película) elevador de su contrario: el acorde del rey, o tal vez del dios. Estamos ante ese leve toque (volvemos a la pincelada transparente de Renoir, supremo impresionista del cine) en el que Luis, el polo negativo del relato, se despide de su mundo, y por consiguiente del mundo, con una conmovedora sacudida de elegancia, esa salida de escena que le concede Renoir y que le permite abrir de par en par su condición humana, al hacerle descubrir la exquisitez de un alimento, un humilde tomate, en el que paladea el sabor de un manjar sublime, desconocido y que, recién importado de América, está fatalmente destinado a convertirse inmediatamente en rancho cotidiano de sus hambrientos súbditos, es decir: de sus asesinos ejecutores. Todo Renoir está contenido en esa ráfaga de apacible resolución de un violento movimiento de contrarios. LA MARSELLESA surgió en 1937-38 como un encargo político del Frente Popular, destinado a película-foco de resistencia y de movilización de la memoria histórica de las clases medias y obreras de Francia, frente a la marea creciente del expansionismo fascista nazi. Era Renoir hombre de la izquierda y lo era de forma callada y no gestual o verbalmente radical, pero no tenía condición de hombre de partido, y desde el poder le encargaron (en parte tal vez por eso y como forma de limar las disensiones intestinas frentepopulistas) hurgar en los orígenes del canto nacional francés y recordar el origen revolucionario de una música que entonaban también como propia los fascistas franceses, frente a los que había que marcar las distancias y decirles que esos acordes fueron llevados como una antorcha, a lo largo de la gran caminata desde su ciudad a París, por los soldados de un regimiento de Marsella, compuesto de parias revolucionarios sublevados, contra un rey que era custodiado por otro regimiento, éste compuesto por reaccionarios, atildados y disciplinados mercenarios reclutados en la Suiza alemana, que hablaban en alemán, como la mujer austríaca del rey, por lo que éste era, en palabras esculpidas por Saint-Just, un “bárbaro extranjero”. Y ese impulso “promarsellés y antialemán” alentó, sin mover un sólo grano de la tentación racista o nacionalista, a Jean Renoir a convertir en cine la música, sonora o callada, de la imaginación jacobina. Eso es, en definitiva, LA MARSELLESA. El acorde de los soldados revolucionarios marselleses. Un grupo, una piña humana portadora de un canto y un signo de identidad colectivo de la génesis de la Francia libre. ¿Cómo filmarlo sino como embrión introceable de una futura colectividad en marcha? Este rasgo del fondo, clave de la película, queda fijado de forma memorable en la escena del arranque de los marselleses hacia el camino de París, uno de los planos-secuencia supremos de la historia del cine. No le cabía a Renoir en la cabeza, o en la ética de su oficio, la idea de rodar por partes esa vital escena de 5 minutos y era para él forzoso filmarla en continuidad. ¿Por qué? Años después, cuando el film, tras perderse durante la guerra mundial, fue rescatado a finales de los años sesenta, rememoró el instante que desembocó en el prodigio: “Rodé la salida de los marselleses en un solo plano por dos razones. Una: que si lo hubiese hecho en tomas parciales para después enlazarlas en montaje, la película se encarecería mucho, porque hubiera tenido que mantener en el rodaje un grupo muy numeroso de figurantes al menos durante tres días. Y otra: que los intérpretes, cuando se les corta durante una escena, difícilmente vuelven a encontrar el mismo sentimiento que se han visto obligados a interrumpir con ese corte. La inspiración de un actor es sagrada, y en aquella escena era indispensable mantenerla intacta, pues era un personaje colectivo que debía mantenerse como tal. Todos aquellos actores eran marselleses, como la guardia suiza de Versalles estaba compuesta por actores suizos o por alemanes de regiones cercanas a Suiza”. De ahí a la médula del pensamiento jacobino de que la revolución es un instante de alta y sagrada inspiración colectiva hay un solo pequeño paso, imposible de no dar por Jean Renoir detrás de una cámara, pese a que ésta estuviera pagada en parte por dinero estalinista y esa idea fuera también médula del entonces innombrable pensamiento trotskista. En otra ocasión fue todavía más explícito: “Tuve que detenerme nada más que un instante en la figura de Saint-Just y sin embargo me hubiera gustado dedicarle mucho más tiempo. Saint Just (el más consecuente y radical de los jacobinos) llevó gente a la guillotina como consecuencia de su campaña de instauración en Francia del sistema métrico. Es fantástico. Hay que comprender que (detrás de estas ejecuciones) está lo que entonces significaba el sistema métrico desde un punto de vista democrático: la posibilidad de hacer llegar a

todos el conocimiento de las matemáticas, para que éstas no estuvieran reservadas a las clases sociales instruidas”. De otra manera, y como conclusión: Renoir se sumerge en aquella idea antes aludida del infierno celestial, a sus ojos reencarnada en la fascinación, no exenta de horror, que experimenta por la (al mismo tiempo diabólica y angelical) figura de Saint-Just, aquel sorprendente muchacho (murió guillotinado en el Thermidor contrarrevolucionario, a los 23 años) que en tres años de vida pública llevó la lógica de la sangre jacobina a sus últimas consecuencias y cuya sombra se diluye en la gota de esa misma sangre que circuló en las arterias de Jean Renoir mientras vivió y que ahora asoma en las transparentes imágenes de LA MARSELLESA. Texto: Ángel Fernández-Santos, “La Marsellesa”, en Jean Renoir, rev. Nosferatu, nº 17-18, marzo 1995.

François Truffaut escribió que LA MARSELLESA era un montaje de noticiarios de la Revolución Francesa, y que nadie como Renoir podría hacer algo parecido, o rodar una película sobre los hombres de las cavernas que pareciera un auténtico documental. En tiempos de reformulación del cine documental, la idea resulta de lo más interesante, y contemplar LA MARSELLESA bajo ese prisma depara más de una agradable sorpresa. El film nació ya con vocación didáctica en tiempos crispados y expectantes, con la Segunda Guerra Mundial a la vuelta de la esquina y una crisis intensa en la política francesa. Sabido es que fue costeado por suscripción popular y con el abierto apoyo del Frente Popular. Cada bono comprado por la gente costaba dos francos, ese dinero se invertía en la producción y después se descontaba del precio de la entrada una vez se estrenara la película. La vocación popular de LA MARSELLESA surgía ya con su original proceso de financiación y su visión histórica no se ceñía a los grandes acontecimientos, sino a los pequeños detalles cotidianos -como los orígenes del himno revolucionario que da título al film-, a los personajes más anónimos sin por ello dejar en la cuneta del relato a los más relevantes y conocidos. No están Danton o Robespierre. Sí tienen presencia Luis XVI (encarnado por el hermano del director, Pierre Renoir) y María Antonieta (Lise Delamare), aunque el protagonismo recae en las gentes del pueblo y, especialmente, en los marselleses, gente como Honoré Arnaud o Jean-Joseph Bomier, quizá una nota a pie de página en algunos libros de historia y personajes relevantes en el film de Renoir. LA MARSELLESA se anuncia como la crónica de algunos hechos que contribuyeron a la caída de la monarquía y, con la excepción de la secuencia en la que se muestra la relación entre la Nación y la Libertad a través de un espectáculo de sombras chinescas -diseñado por Lotte Reiniger, la maestra alemana de las películas de siluetas-, el estilo es abiertamente el de un naturalismo casi documental tanto por lo que atañe a las escenas con el pueblo como a las que se desarrollan en el palacio de Versalles. No hay ironía en estas últimas, sino sentido de la observación y meticuloso realismo al mostrar las reacciones del monarca y su esposa ante la toma de la Bastilla; la discusión sobre si hacer público o no el manifiesto de adhesión al rey redactado por las fuerzas más reaccionarias acaba derivando con pasmosa naturalidad en un debate sobre las habilidades en la caza del sobrino de la reina. Sí la hay, de ironía, en la dialéctica acostumbrada entre clases sociales antagónicas: bailes y juegos de salón de los aristócratas refugiados en un castillo lejos de su añorado hábitat natural, Versalles, y las asambleas de obreros y estibadores del puerto marsellés. Renoir deja claro de buenas a primeras el estado de la cuestión: Anatole Roux, apodado “Cabri” (Edouard Delmot), otro de los cazadores furtivos en el cine del director, enviudó pronto y ha visto morir a todos sus hijos, y en cambio se alegra de ello porque el presente es terrible y el futuro, peor. Aunque antes de desaparecer por las colinas les dice a sus improvisados camaradas que espera el triunfo de la revolución, “Cabri” singulariza el escepticismo de todo un país y la escasa esperanza en que las formas sociales den un giro radical y los más necesitados dejen de estarlo. La película intenta poner remedio a ese escepticismo (desdoblándose en artefacto histórico y en reflexión sobre el presente), aceptar que el desorden

provocado por la revolución llevará definitivamente al orden, a un nuevo y mejor orden, e implantar una noción directa del didactismo en secuencias como la de Arnaud (Andrex) explicándole al marqués de Saint-Laurent (Aimé Clariond) qué significan los nuevos conceptos de Nación y Ciudadanos, o aquella en la que un revolucionario enseña cómo se carga y dispara un fusil: Renoir parece estar dando instrucciones al espectador. A veces, el film es más voluntarioso que creíble pese a ese naturalismo desdoblado en documento de hechos pretéritos. La música, por ejemplo, refuerza innecesariamente la severidad en la decisión de un personaje, el momento histórico que se dispone a vivir. LA MARSELLESA adolece de un exceso de filmación de discursos y proclamas, al parecer la única forma posible de capturar en pantalla un proceso revolucionario. Todo es minuciosamente procesado en el relato, hasta la misma genealogía del himno revolucionario. En sus fases más inspiradas y concretas, dentro de un film con múltiples puntos de vista y focos de atención, Renoir sabe filmar muy bien una idea, un concepto: los travellings y panorámicas combinadas que siguen al batallón marsellés antes de partir hacia París cantando “La Marsellesa”. Texto: Quim Casas, “Flashback: Jean Renoir en tres tiempos”, rev. Dirigido, enero 2010.

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