La poesía de Aira. Silvio Mattoni

La poesía de Aira Silvio Mattoni Nada describe mejor la poesía en el presente que cierta noción de anormalidad, tanto desde el punto de vista intern

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La poesía de Aira

Silvio Mattoni

Nada describe mejor la poesía en el presente que cierta noción de anormalidad, tanto desde el punto de vista interno, es decir, una forma que usa la lengua para otra cosa que la transmisión de un contenido, como desde su aspecto exterior, libros no hechos para ser vendidos. Si lo normal apunta a la inteligibilidad y a la circulación, o sea la comercialización de lo inteligible, lo que llamamos poesía pareciera definir uno de sus límites, acaso involuntariamente, tal como un loco define por exclusión los límites de una neurosis funcional y más o menos adaptable a las exigencias sociales. Pero las normas van por un lado y lo que se sabe y lo que circula van por otro, renovándose incesantemente. Lo cual genera una incongruencia creciente en la vida cotidiana, al menos así lo pensó Pierre Klossowski a partir del caso patológico llamado Nietzsche: “Cuanto más se afirme esta incongruencia en la cotidianeidad moderna, más rigurosamente castigará la censura, ejercida no tanto en nombre de instituciones anacrónicas, como en el de la productividad de bienes con valor de cambio: sólo la producción y el cambio de objetos tienen lugar en el dominio de lo inteligible; y la capacidad de producir lo intercambiable establece una norma variable de ‘salud’ y de ‘enfermedad’, es decir, de justificación social. Moralmente – concluye Klossowski – esa censura, o bien acusa de ininteligibilidad o bien estigmatiza como improductivo a cualquiera que la transgreda.” 1 De alguna manera, para nosotros, lo que se entiende y se comunica no está separado de lo que se intercambia; lo inteligible es el valor de cambio. La poesía, por definición, no podría circular, venderse, en la medida en que se presente bajo un aspecto ininteligible. Y sin embargo, con el tiempo circula. Debido a la ley de renovación constante de lo comprensible, o sea de lo intercambiable, por lo cual nunca se detienen ni el saber ni la economía, sólo hace falta un círculo más amplio para que la más absurda de las poesías encuentre un sentido, se entienda e incluso se enseñe. En el mundo de la novela, que nace como un relato entendible, disfrutable, ya intercambiable, la anormalidad poética sería su costado serio, de tendencia futura, una entidad novelesca incomprensible cuya novedad llega hasta lo imperceptible. El ojo del mercado de novelas no puede ver aún esos pequeños monstruos cuya apariencia de miniaturas no les impide alzarse con la altivez de límites inauditos. 1

Pierre Klossowski, Nietzsche y el círculo vicioso, Altamira, La Plata, 1995, p. 149 (subrayados del autor).

La primera novelita que publica César Aira en la editorial Belleza y Felicidad es de 2002 y se titula La pastilla de hormona. Sus catorce pequeñas páginas no cuentan precisamente demasiados sucesos, ni se encaminan hacia un desenlace. La amplitud de sus ambiciones y la ambigüedad casi cosmológica de su final la harían pertenecer al libérrimo género de la novela, cuyas reglas siempre están en trance de hacerse, antes que a la estructura calculada del cuento, que se asienta en la eficacia o en la suposición de determinados efectos. El protagonista efectúa un solo acto, casi un chiste pero sin auditorio, una broma privadísima, que “lo pinta de cuerpo entero”, según la frase hecha que Aira parece usar con la ambivalencia de un ready-made, transmutada desde su literalidad interior por su trasposición a la novela. El protagonista entonces se toma una pastilla de hormona que le habían recetado a su mujer, sin que sufra por ello otro efecto que la risa contenida, el absurdo de ese acto. Sin embargo, la ingesta inocua se asocia con otros impulsos ligeros, curiosos, del personaje serio y normal que pareciera buscar otros mundos, o agujeros y cortes que interrumpieran el mundo en que vive. Tal es el mundo de causas y efectos, de actos que desencadenan otros, donde toda invención y toda ocurrencia disparatada se encuentran con el realismo que las interpreta y las conecta con nuevos efectos y nuevas causas. El mínimo desliz, la decisión de hacer algo sin sentido y sin efecto, que apuntarían al mundo de la libertad, no pueden ser entendidos, interpretados por la inteligencia, sino como la más opaca estupidez. ¿Para qué tomarse una pastilla de hormona, hurtarla, sino para afirmar esa ínfima luz de libertad que no respeta ninguna causa, que no está encadenada a nada? Pero una vez que el matrimonio duerme, y el chiste privado de la pastilla se eclipsa con el sueño del gracioso secreto, la novela se pregunta por la oscuridad, la ciudad oscura y sus luces constantes, la materia misma de la noche y el silencio. Más allá de los autos y el alumbrado urbano, en el cielo negro, está el universo de estrellas, lleno de luces. Todo se describe como si fueran piezas dentro de piezas, iluminadas por focos estelares. El narrador imagina que “las puertas de espacio que se abren majestuosas e invisibles dan paso a nuevas cámaras de revelación de cuyos techos cuelgan otros focos inalcanzables…” 2 Y si bien la luz, hasta la más diminuta, penetra en la oscuridad sin que la tiniebla pueda apagarla, de todos modos, afuera de cámaras, espacios, envolturas infinitas, al final de la noche misma, no hay luz. Así lo describe, en este momento de extraño lirismo, dentro de una narración casi costumbrista sobre un marido chistoso, el visionario narrador: “Pero más allá… Mucho más allá, donde no alcanza ni siquiera el pensamiento, reina la oscuridad. Y ése es el Universo de verdad, la noche de las lejanías insondables. ¡Qué grande es la sombra! No tiene límites en su extensión, ni los tiene tampoco en su tiniebla, porque en sus honduras infinitas no hay un solo átomo encendido.” 2

César Aira, La pastilla de hormona, Belleza y Felicidad, Buenos Aires, 2002, p. s/n.

Y ese espacio ultralejano, oscuro, envuelve al otro, estrellado, que envuelve el mundo y finalmente la habitación del matrimonio que duerme. La continuidad del espacio hace que una ínfima luz, tan cercana a la oscuridad que apenas se distingue, parezca disipar hasta el nivel absoluto de lo negro. Como si fuera un pensamiento encapsulado que se expandiera hasta el infinito precisamente por estar contenido en su forma de miniatura. Y ese pensamiento, luz libre sin conciencia y sin inteligencia, es de alguna manera el velador de nuestro héroe, que se ha comprado una lámpara graduable para leer libros que no tiene ni conoce y que la deja a la mínima intensidad, sin apagarla. Como una estrella extinguida cuya luz sigue viajando y penetrando el corazón de la oscuridad millones de años después, ¿y por qué no eternamente?, así la sonrisita del personaje, que deja esa perilla al mínimo, apenas con un filamento luminoso al borde de lo perceptible, alumbra el fondo negro de la nada, de lo que absurdamente niega la posibilidad de una existencia libre. El chiste y el capricho sueñan con la libertad, como pastillas que contuvieran el crecimiento químico de una obra. El final de la novelita dice: “La luz bajaba y bajaba, hasta el mínimo, hasta tocar la oscuridad, y después, ya en la oscuridad, quedaba encapsulada en su cascarón de átomo, pequeñísima y secreta. Era la estrella más lejana, importada a la vida cotidiana por un duende juguetón, la última estrella del cielo… la más antigua… y su nombre era LA PASTILLA DE HORMONA.” Podemos preguntarnos, en un exceso de interpretación que se parece quizás al juego secreto del héroe novelesco, si acaso pensar en la libertad de la luz no sería lo más opuesto a la tiranía de la sombra, la nada o la oscuridad absoluta. ¿Y no será el capricho la forma más accesible del pensamiento que rebota y chisporrotea contra los límites de la necesidad? Y una chispa encapsulada así, que delira en un punto del espacio inimaginable más allá del pensamiento, ¿no será la no intercambiable luz de la poesía sólo devuelta a la literatura cuando a posteriori se conectan las luces, grandes y pequeñas, en constelaciones o en líneas que apuntan al horizonte? De tal modo, un capricho puede convertirse en un milagro, como en las divagaciones del primer poeta filósofo, que le redacta su obra a un tal Parménides en otra novela de Aira: “Porque la poesía, al no querer decir nada con el instrumento que servía para decir cosas, decía algo, que era a la vez algo y nada. Amaba ese enigma, pero estaba convencido de que no podía durar. Era demasiado extravagante. Eso se la hacía más preciosa. Efímera, la poesía era una flor rara que se había abierto por casualidad, y el milagro había querido que se abriera justo cuando él vivía.” 3 Y una novelita, ¿acaso quiere decir algo aparte de su exhibición del arte de la novela, aparte de la invención que la hizo florecer y el arabesco que la cierra? Otra, más reducida aún en tamaño, de sólo ocho páginas, y que quizás pueda confundirse con un cuento, se titula Picasso, también 3

César Aira, Parménides, Mondadori, Barcelona, 2006, p. 43.

publicada por Belleza y Felicidad en 2007. Si no fuera por la descripción de un cuadro imaginario, fantástico ya que lo hace aparecer un genio mágico, el principio y el final de esa novela podrían ser básicamente una situación inicial, un nudo que debe desatarse por medio de una decisión, y la sorpresa previsible que da la nota con que concluye una mínima aventura. Pero el cuadro se vuelve digresión inmensa dentro de la novela en miniatura, contiene un análisis del estilo de Picasso que permite ubicar a una reina y su corte española, una época de meninas con defectos físicos, un juego de palabras que origina todo el relato de vida de esa reina. La misma novelita es un jeroglífico de su procedimiento: tal como el genio de la botella en el museo Picasso plantea el problema de la identificación con los genios del arte, el de querer ser el otro, que el narrador sagazmente descarta porque quiere tener sólo el tiempo para ser él mismo, de igual modo la novela se aparta del deseo vanidoso de ser la gran obra y prefiere contener una enseñanza o una gracia. ¿Por qué no pensar en una moraleja, ya que se trata de un relato con genio que ofrece cumplir un deseo? Podría ser la siguiente: para tener genio hay que hacer, o sea inventar, de nada sirve querer ser, porque el nombre es una amenaza de repetición. La reina que debe elegir una flor en el cuadro mágico para darse cuenta de su defecto físico, puro efecto de un juego de palabras que explica la obra, se identifica con el narrador que debe decidirse a seguir una línea entre las posibles para que su deseo finalmente se cumpla. No podrá tener un Picasso, pero ha escrito Picasso. Sin embargo, la novela es un hallazgo, se la encontró hecha en el malentendido de una frase en español: “Escoja, su Majestad” – le dirían a la reina, o sea que elija literalmente la flor más bella del reino, pero sólo para insinuar, con infinita cortesía, que padece de una renguera que nadie le habría señalado antes. Y la anécdota o chiste infantil le volvería a Picasso desde su niñez española para agregarle un juego más a su distorsión de la perspectiva, donde el cubismo se transformaba a su vez en algo literal, “esa reinita chueca”. El chiste se explica en el cuadro, que a su vez contiene una historia interpretable de muchas maneras, y todo debe caber en las ensoñaciones de alguien que narra la novela, un sorprendido visitante del museo Picasso de París, “hispanoparlante, escritor argentino adicto a Duchamp y Roussel” 4. Y si el cuadro que aparece por obra del genio es una frase plegada y desplegada innumerables veces, también la novela lo es. ¿Y esa frase única no consistirá en decir algo sin querer decir nada, un despliegue del malentendido que no se detiene en ningún nombre? La poesía quisiera ser la lengua, y no tenerla a su disposición, pero ¿acaso no enseña la novelita del genio que no existe tal elevación al absoluto de unas frases o versos, que siempre hay una vida mundana y múltiples malentendidos? Querer ser un núcleo de intensidad y tener la intensidad a disposición constituyen una paradoja que anuda dentro de la literatura la invención novelesca con el ritmo poético. La paradoja es irresoluble: si se opta por ser un genio, la vida propia se vuelve

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César Aira, Picasso, Belleza y Felicidad, Buenos Aires, 2007, p. 7.

imposible y las obras irrelevantes, meros documentos de lo que se es; si se prefiere tener resultados, medir la capacidad por lo que se ha hecho, toda la vida se transforma en pasado y el yo se convierte en póstumo, un muerto viviente. Aira, o el genio embotellado en la plaqueta sin tapas de Picasso, lo atestigua: “La angustia de un problema sin solución me envolvió, como sucede en las pesadillas.” En 2010, se publica otra novelita sobre un dilema para un personaje que narra, y sólo hay un personaje más, si puede llamarse así a un animal, El perro, que le da título a la plaqueta. El narrador viaja en un colectivo porteño hacia el cual ladra un perro, que empieza a perseguir al colectivo, sin detenerse hasta que logra darle alcance en una parada, sube y muerde a nuestro protagonista. Hay una estructura clásica, por más que resulte absurda, y es que el narrador puede haber muerto al final, sin que eso le impida contarnos su pasado. De inmediato, uno se pregunta qué representa el perro: ¿una aparición de la culpa, una pesadilla? ¿De qué puede haber sido culpable el yo que cuenta la historia para que la memoria sin palabras de un animal se transforme en instrumento de su destino? En todo caso, no se dirá por qué razón el perro persigue al yo, sólo se sabrá que esa razón vale más que mil palabras. Es una novela sobre el acto, el encuentro y la ejecución de un acto que cierra el círculo de la culpabilidad. Quizás sólo el hecho de haber existido y hablado desencadenó una cadena de actos, los cometidos para sobrevivir, que ahora un simple perro, con su supuesta inferioridad de ladridos y dientes, llegaría a clausurar. El narrador continúa con una especie de comportamiento estético, aunque sospeche que el ataque del perro será inevitable. Y precisamente su retórica y su narración paso a paso, tranco a tranco del incansable perro, encuentran su culminación, un arabesco de complejidad, en el momento decisivo. Ese momento es lo imposible, el silencio, cuando ya no hay nada que contar. El silencio tiene una fecha. Antes, se lee esta extraña imagen de la edad madura, su avatar pesadillesco, cuando el escritor contemplativo ve venir al perro de su pasado: “Lo veía joven, vigoroso, elástico, más joven que yo, más vital (en mí la vida había ido desagotándose todos estos años, como el agua de una bañadera), sus ladridos retumbaban en el interior con una fuerza intacta, los dientes blanquísimos en las fauces que ya se cerraban sobre mi carne, los ojos brillantes que no habían dejado por un instante de estar fijos en los míos.” 5 En la historia del perro que persigue a un narrador culpable de existir, y de hablar, se esconde pues algo más, una especie de arte de vivir, un recuerdo del agotamiento de toda vida, cuando el pasado, aunque no se recuerde casi para nada, se adensa con su atmósfera de culpa. La culpa tal vez no sea más que una huella ilegible de las cosas que no se hicieron, y por lo tanto, del peso de lo que sí se hizo, puesto que los hechos y las decisiones, siempre apresuradas por definición, son la causa de todas las posibilidades no realizadas, perdidas para siempre. Vivir con

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César Aira, El perro, Belleza y Felicidad, Buenos Aires, 2010, p. 12.

esa ambivalencia es ser presa de unas fauces que a la vez se esperan y nos sorprenden. La poesía aspira a detener su cierre desgarrador en la carne que escribe; la novela enseña que eso ya pasó. En 2011, otra novelita, ya de más de veinte páginas, permite el despliegue de una historia sin embargo sencillísima. Su tema es el plegado de servilletas de papel, o más bien lo efímero de ese arte, si puede decirse así, porque en última instancia todo arte, y por excelencia la literatura, consistiría en plegar y ahuecar un material que está destinado a disolverse en los movimientos de la vida. En este caso, en la historia titulada En el café, la vida es una nenita de tres o cuatro años para cuya curiosidad inagotable todos los parroquianos de un pequeño bar construyen figuras de papel. Siguiendo la línea de una miniatura cada vez más detallada, por saltos cualitativos que serían inverosímiles si se dejaran de explicar en un continuo, los distintos clientes del café le regalan servilletas a la niña con forma de: un barquito, un avioncito – dos comienzos de una serie que todos conocemos –, una muñeca vestida de bailarina, una gallina, un payaso – atravesado por una mancha de café casi azarosa –, un pocillo de café, un ramo de flores, una réplica del museo Guggenheim de Bilbao, un velero en el cual llegaba la emperatriz Catalina la Grande con el príncipe Potemkim a la península de Crimea – en cuya descripción se desplegará todo un acontecimiento sepultado de inmediato por un prosaico charco de Coca Cola. En este punto, la serie podría parar, se ha llegado a un límite aparente, pero los admiradores de la nena siguen, o tal vez sólo compiten en la excelencia de lo inútil, se convierten en artistas por un minuto. Otro le regala un Pensador de Rodin, otro una mamá canguro con un cangurito bebé que sale de su bolsa marsupial, y cuando la nena está en la puerta, apurada por su madre que ha charlado sin parar y sin prestarle atención a tantos dones recibidos y destruidos, un poliedro de papel. Con esta figura abstracta, en la medida en que no representa nada, no es una escultura figurativa, termina la serie, pero en verdad sus límites son obra del azar. Las posibilidades infinitas de la serie, sin embargo, serían sólo apariencias, puesto que la vida está del lado de la pérdida, esa agitación alocada de la nena que salta alegremente y que desarma casi de inmediato cada una de las figuritas de papel. Aira, en el café, escribió: “tomar y perder, gozar y dejar ir. Todo pasa, y es por eso que estamos aquí. La eternidad, o sus simulacros más o menos logrados, no pertenecen a la vida.” 6 Como un poema que incita al carpe diem, que lo pronuncia en su tono imperativo, la nena gasta su goce y las obras que se lo provocan. Pero la fuente de esas labores artísticas del momento está en ella misma. Es un poema que no tiene prosa que lo explique, un pliegue que no puede ser desplegado a riesgo de destruir su forma. No obstante, la novelita despliega sus observaciones y admira esas habilidades técnicas de representación, que de algún modo son también las suyas, que logran simular en una servilleta la corte imperial rusa y tan sólo para el instante siguiente de un sacudimiento infantil. Ese momento, en que el papel plegado 6

César Aira, En el café, Belleza y Felicidad, Buenos Aires, 2011, p. 4.

llega a su acmé, su punto óptimo, como en el acmeísmo ruso, sería el poema que extrae del tiempo desplegado una joya suspendida y frágil, pero deslumbrante. Cualquier pasaje de la vida puede ser ese acmé, ese plegamiento que alza sus velas en el mar infinito del poema posible. Si la novela sólo fuera la prosa que explica un acmé plegado, no se detendría nunca, pero lo hace. En el final, tras las páginas de un aleteo que cuenta y descuenta los hechos, la novela se cura de su tendencia al despliegue infinito, se autolimita y así encuentra la vida y la salud. Lo menos duradero se torna significativo, el encuentro casual se escribe con aspecto de plaqueta, la pobreza del libro lírico. Así, Aira recibe la vestimenta del poema, que no es el verso, sino la miniatura novelesca. Porque también el poema, desde que empezó a ponerse por escrito y dejó de ser cantado o recitado, se dirige sin descanso hacia la novela, esa idea libre de un libro.

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