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DERECHO CIVIL la sociedad de gananciales: caducidad de un modelo Vicente Guilarte Gutiérrez Catedrático de Derecho Civil En el presente trabajo se t

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la sociedad de gananciales: caducidad de un modelo Vicente Guilarte Gutiérrez Catedrático de Derecho Civil

En el presente trabajo se trata de exponer, desde una perspectiva histórica, el hecho de que las pautas estructurales de la sociedad de gananciales recogidas en el C.c. obedecen a un modelo familiar periclitado y que básicamente atendía a la compensación económica de una mujer dedicada a las labores del hogar e inhábil para la generación de los recursos patrimoniales que la familia preci saba. Dedicación e inhabilidad compensada por la comunicación ganancial. La consagración constitucional de la igualdad de los esposos debe inducir por ello a la implantación legal de la separación de bienes y, en todo caso, a rediseñar una sociedad de gananciales de origen paccionado que se base en la solidaridad con yugal llevando tal principio hasta sus últimas consecuencias tanto en el área de la gestión —que ha de ser solidaria y en ningún caso mancomunada— como en el de la responsabilidad de los bienes comunes. Paralelamente debe revisarse la idea de autonomía patrimonial de los esposos en el seno del consorcio conyugal propicia dora del caótico sistema de reembolsos que se ha revelado absolutamente imposi ble de articular en las liquidaciones secuentes a la crisis familiar fuente de no pocas tensiones con resultados mediáticamente tan combatidos.

SUMARIO 1.

PLANTEAMIENTO DEL TEMA.

2.

METODOLOGÍA A EMPLEAR.

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Vicente Guilarte Gutiérrez

3.

BREVE APUNTE SOBRE LA INCIDENCIA DE LAS CONVICCIONES SOCIALES IMPERANTES (Y SU ACTUALMENTE ACELERADA EVOLUCIÓN) SOBRE LAS NORMAS FAMILIARES.

4.

LOS ORÍGENES HISTÓRICOS DE LA GANANCIALIDAD.

5.

EL FUNDAMENTO Y FINALIDAD DE LA SOCIEDAD DE GANANCIALES EN EL MOMENTO DE SU ACOGIDA POR EL CÓDIGO CIVIL.

6.

LA SOCIEDAD DE GANANCIALES DURANTE EL IMPERIO DEL NACIONALCATOLICISMO.

7.

LA HISTÓRICA VOCACIÓN DE ETERNIDAD DE LA SOCIEDAD DE GANANCIALES.

8.

LA REFORMA DE 1981.

9.

LA TIBIEZA DE LA OPCIÓN LEGISLATIVA POR EL RÉGIMEN DE GANANCIALES.

10. OTRO DE LOS GRANDES MALES DEL SISTEMA: LA IMPERECEDERA LIQUIDACIÓN DE LAS SOCIEDADES CONYUGALES EN LAS SITUACIONES DE CRISIS MATRIMONIAL. 11. LA DISTINTA REALIDAD SOCIOLÓGICA SOBRE LA QUE PROYECTAR LA SOCIEDAD DE GANANCIALES. 11.1. La decadencia del postulado de la perennidad matrimonial. 11.2. La ablación radical del principio de autoridad marital. 11.3. La amortización de la idea de solidaridad patrimonial como principio rector de la economía del matrimonio. 11.4. La injuriosa inferioridad de la mujer. 12. EL SENTIDO DE LA CONTINUIDAD DE LA SOCIEDAD DE GANANCIALES COMO MODELO ECONÓMICO-MATRIMONIAL. 13. LAS LÍNEAS DE LA NUEVA SOCIEDAD DE GANANCIALES. 13.1. 13.2. 13.3. 13.4. 13.5. 13.6.

El cese de la sociedad de gananciales como régimen legal. La administración indistinta de la sociedad de gananciales. La presunción de ganancialidad pasiva. La desaparición de la concepción germanista de la co-propiedad ganancial. La revisión del sistema de reembolsos. Pensión compensatoria y ganancialidad.

14. A MODO DE CONCLUSIÓN.

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1.

PLANTEAMIENTO DEL TEMA

La relativa inocuidad de la pluma de quien lleva tiempo pensando en la sociedad de gananciales, advirtiendo sus reales distorsiones a través del conocimiento de una práctica errática en su conflictividad, determina la oportunidad de plasmar estas reflexiones de forma que quizás, por fin, alguna vez alguien con responsabilidades legislativas valore globalmente la actual y creo que definitiva caducidad del sistema de ganancialidad diseñado en el Código Civil (en adelante C.c.) pues, fundado pretéritamente en la desigualdad de los cónyuges, no ha podido soportar, a mi juicio, la reconversión propiciada por el tamiz constitucional que ha obligado a someterla al principio de igualdad. Tampoco ha digerido el entendimiento del matrimonio como situación de comunidad pasajera que los cónyuges, frecuentemente, disuelven1. Para estos nuevos planteamientos igualitarios y disociativos han de buscarse alternativas estructuralmente diferentes. De esta manera, tras casi veinticinco años de implantación del sistema que se diseña con las reformas de 1981, entiendo que no es posible seguir manteniendo como régimen legal —del que escasas veces se huye mediante negocios capitulares coetáneos al matrimonio— un sistema-tipo nacido para atender otro modelo matrimonial y que en sus líneas esenciales se construye en 1505 con ocasión de las Leyes de Toro. Ello propicia, a mi juicio, la necesidad de una profunda reforma para evitar la perpetuación de situaciones

1. En el año 2002 se han celebrado en España 209.065 matrimonios y ha habido 115.188 peticiones de separación o divorcio tramitados judicialmente, a los que debieran añadirse las crisis que no han cristalizado jurisdiccionalmente. (Fuente INE, publicada por El País, domingo 5 de junio de 2004). Ha de tenerse en cuenta que en 1982 —año en que se esperaba la avalancha de causas ante la nueva legislación— se instaron 16.334 peticiones de separación o divorcio y se celebraron, aproximadamente, los mismos matrimonios que en la actualidad (190.000). Desde dicho año 1982 todos los años se ha producido un progresivo pero fatal aumento de separaciones y divorcios y prácticamente se ha estancado el número de matrimonios.

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irresolubles e inaceptables que la praxis evidencia tanto ante la crisis matrimonial como ante la crisis patrimonial de la familia. Y todo ello viene en gran medida propiciado por un punto de partida incomprensible, que no debe cargarse en el debe del legislador sino en el de los prácticos, como lo es la arraigada idea que considera la propiedad en mano común de los bienes gananciales tan difícil de coordinar con el Registro de la Propiedad, con las legítimas expectativas de los acreedores y con la seguridad de los propios esposos en orden a conocer los perfiles de su derecho dominical, pues hoy no tienen ni tan siquiera la certeza de ser propietarios, uno y otro, de uno de cada dos euros consorciales. La inhabilidad del sistema para adecuarse a las nuevas necesidades aparece apriorísticamente constatada por otro hecho que debiera haber inquietado a alguien. El mismo consiste en apreciar la insuficiencia del sistema del C.c., aparentemente íntegro, para regular las vicisitudes de una materia que se ha visto necesitada de incorporar normas complementarias del sistema económico-matrimonial cada vez que una nueva Ley regulaba una materia que pudiera incidir sobre el hecho económico-matrimonial disciplinado por el Código. De esta manera nos vamos progresivamente encontrando con un sector de la realidad jurídica regulado a través de la técnica legislativa del acarreo —que tanto daño hizo por ejemplo en materia concursal— en términos que fatalmente propician la necesidad de una reforma inicialmente esbozada. En este sentido, sin remontarnos mucho en el tiempo, diremos que tal vía se abre con la Ley de Arrendamientos Urbanos que hubo de dar un tratamiento complementario a la vivienda familiar cuya detentación se sustentara en una relación arrendaticia, de igual manera que fue preciso tratar las consecuencias de las crisis matrimoniales en orden a la continuidad del alojamiento conyugal. En esa misma línea, si bien mucho mas catastróficamente, hay que pensar en la LEC que sin derogar expresamente el C.c. regula complementariamente dos de los grandes problemas prácticos que el sistema presenta: la ejecución sobre bienes gananciales (art. 541) y la liquidación de la sociedad conyugal (arts. 806 y ss.). Finalmente destacaremos que la Ley Concursal ha revelado de nuevo la insuficiencia del modelo de ganancialidad del Código civil pues específicamente se ha visto obligada a tratar —a veces disparatadamente— la insolvencia de la persona sometida al régimen de gananciales tanto en su art. 77 como en otros preceptos complementarios. El disparate fluye del análisis en profundidad del referido precepto

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que subordina el proceso liquidatorio concursal al de liquidación de la sociedad de gananciales del concursado. El resultado de todo ello es inabordable, caótico y, en definitiva, incomprensible. Permite rescatar palabras de GOROSABEL que proyectamos, sectorialmente, sobre nuestra institución: «la legislación española es un océano intransitable aun para el náutico más estudioso que se ocupara en pasarlo». No conocía el art. 1373 del C.c. y sus aledaños.

2.

METODOLOGÍA A EMPLEAR

No es sencillo encontrar soluciones a un problema sin duda complejo, pues obviamente no va a resultar fácil encontrar un sistema que unitariamente sirva para abordar el remedio a los problemas, enormes pero a la vez dispersos, que se presentan como más acuciantes. Ha de tenerse además en cuenta —ya lo apuntó sagazmente SAVATIER— que el régimen económico legal es un modelo genéricamente establecido por el legislador del que han de sacarse varios millones de ejemplares. Así las cosas creo oportuno rescatar el entendimiento de las finalidades y motivaciones que pretéritamente dieron lugar a la sociedad de gananciales. A partir de ahí, tras constatar las actuales deficiencias normativas del sistema, ha de buscarse una nueva fundamentación a la institución comunitaria que debe atender a los intereses actualmente en juego sin duda muy distintos los que en el pasado justificaron la instauración de tal modelo. A mi juicio el método histórico comparativo puede resultar particularmente fecundo para devolver la lógica a un régimen que inicialmente la tuvo pero que hoy —ante los profundos cambios sociológicos del matrimonio y familia a la que atiende— la ha perdido. Al hilo de lo anterior no cabe plantear, como hipótesis racionalmente posible, la de aceptar la extrema fungibilidad de un régimen económico matrimonial que ampare en su inmutable seno el entendimiento actual del papel de la mujer en la sociedad y el que por ejemplo expresaba GANIVET en su Idearium (1897): «si llega un día en el que la mujer de carrera, hoy tolerable por ser un

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bicho raro, se encuentre en todas partes habrá que suplicar a la providencia que caiga sobre nosotros una nueva invasión de bárbaros y de bárbaras, por que puestos en los extremos es preferible la barbarie a la ridiculez. La civili zación trae el rebajamiento y el caso particular de las mujeres lo patentiza». Frente a dicho entendimiento de la consideración de la mujer universitaria como rara avis es un hecho constatado que al día de hoy las mujeres con titulación superior son, por primera vez, mas que los hombres pues la tienen el 13,9% de las mujeres frente al 13,3% de los hombres. Debe añadirse a dicho dato que en la última década, concretamente a partir de 1991, se ha duplicado la proporción de mujeres universitarias, que en aquel momento alcanzaba el 6,8%. El aumento es significativamente inferior en los hombres, pues en 1991 existía un 8,3% de universitarios varones2. Obviamente no hay sistema normativo económico-matrimonial que pueda cobijar en su supuesto fáctico valoraciones del papel de la mujer tan diversas como son la expresada por GANIVET entonces y por la Magistrada COMAS hoy.

3. BREVE APUNTE SOBRE LA INCIDENCIA DE LAS CONVICCIONES SOCIALES IMPERANTES (Y SU ACTUALMENTE ACELERADA EVOLUCIÓN) SOBRE LAS NORMAS FAMILIARES No es fácil que en función de convicciones imperantes en una determinada sociedad se altere la plasmación positiva del derecho de propiedad o del contrato de compraventa. Mucho tienen que cambiar las estructuras de un país —solo cabe imaginar un acaecer revolucionario o profundamente involucionista— para que alguien con responsabilidades legislativas decida que el vendedor no tiene derecho al precio de la cosa vendida o para que el derecho de propiedad vea alterado el contenido de las facultades inherentes a la misma en

2. Diario El País, 26 de mayo de 2004, con datos del INE. Destacaremos también que según un estudio realizado por el Ministerio de Administraciones Públicas y el Instituto de la Mujer (Diario El País de 9 de junio de 2004) en el año 2002 las mujeres ocupaban el 48% de los puestos de la función pública cuando en 1977 solamente eran el 27%. En la más reciente administración autonómica tal proporción alcanzó en el año 2002 el 56,3%.

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los términos con los que aparecen plasmadas en el centenario Código, apenas matizado desde su origen en estas y otras básicas materias. Sin embargo en el ámbito familiar, y muy concretamente en el matrimonial, la cuestión se plantea muy diferentemente, pues ante la unión de hombre y mujer las convicciones inmutables no existen —al menos así lo evidencia la realidad convivencial— habiendo sufrido en los últimos tiempos una evolución acelerada que ha removido los más asentados pilares de esta institución. Incluso los iusnaturalistas mas acérrimos se verán en la necesidad de concluir, a modo de justificación de una imparable evolución social, que en el ámbito de las relaciones de pareja no se han sedimentado aún los inmutables caracteres que distinguen al hombre. La «debilidad natural» de la mujer preconizada por la escolástica y desde entonces pacíficamente asumida y divulgada, se ha visto radicalmente alterada a lo largo del siglo XX, no sabemos si como consecuencia de la pérdida por parte del varón de su «superior ta lento», equiparándose a la baja a la mujer, o como resultado de la constatada aptitud de la mujer para, también ella, generar un patrimonio propio. Aptitud que hace presuponer a su favor un talento del que hasta el presente siglo carecía. En cualquier caso para la acreditación de una realidad cambiante hasta el paroxismo quizás la técnica expositiva del esperpento resulte legítima para constatar que así ha acaecido. Decía KANT a finales del siglo XVIII, no mucho antes de la publicación del Code, que el matrimonio era una comunidad sexual cuya razón de ser radicaba en el mutuo uso de los órganos de un individuo del sexo diferente. Uso, seguía diciendo, «que puede ser natural —aquel por el cual se puede procrear a un semejante— o contra naturaleza que tiene lugar —y destaco la identidad de los supuestos que trataba— con una persona del mismo sexo o con un animal extraño a la especie humana». Todo ello aparecía en sus «Principios metafísicos del derecho» que significaban, por otro lado, un canto exacerbado a la exclusividad matrimonial como cauce de ese comercio sexual «pues si un hombre y una mujer quieren gozar recíprocamente uno de otro es necesariamente indispensable que se unan en matrimonio; así lo requiere la ley de derecho de la razón pura». Y sus reflexiones posteriores, con escaso desperdicio, nos hacen preguntarnos sobre los inciertos criterios que la humanidad utiliza para entronizar a sus

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mentores ideológicos: «la adquisición de un cierto miembro en el hombre equivale a la adquisición de toda la persona —porque la persona forma una unidad absoluta—. De donde se sigue que la cesión y aceptación de un sexo para uso de otro son, no solamente permitidas bajo condición de matrimonio, sino que no son posibles más que bajo esa única condición. Este derecho per sonal es también real porque si uno de los esposos se escapa, o se pone a disposición de una persona extraña, el otro tiene siempre el derecho incon testable de hacerle siempre volver a su poder, como una cosa». Asimismo el fundamento de la comunidad patrimonial, que en nuestro sistema adopta la forma de comunidad de adquisiciones, se asentaba para KANT en parecida base «pues la relación de los esposos es una relación de igual dad de posesión así de las personas que se poseen recíprocamente como de sus fortunas». De la comunidad sexual como motor y guía matrimonial a la comunidad patrimonial no hacía falta dar salto dialéctico alguno pues la primera llevaba fatalmente a la segunda. De cualquier manera sí destacaremos, al menos, que en el jaleado bicentenario de la muerte de tan gran filósofo no se han escuchado sus opiniones sobre el matrimonio y la homosexualidad. Tal incidencia de la carnalidad en la comunidad ganancial no es extraña al pensamiento de algunos de nuestros autores clásicos que la utilizaban a modo de justificación de la comunicación ganancial. Así por ejemplo decía DÍAZ DE MONTALVO (†1499) que la justificación y fundamento de la sociedad de gananciales está en el débito de la carne: «por él se contrae la sociedad, in dependientemente del lucro, en razón a que la mujer como socia que se constituye de su marido por la cohabitación debe participar en todo momen to, a partir de entonces, así de sus ventajas como de sus calamidades». El débito de la carne como fundamento de la sociedad de gananciales: no debemos despreciar apriorísticamente la idea. El matrimonio como reservado refugio, de clientela fija, donde el estipendio por la prestación continuada y exclusiva del servicio viene prefijado de antemano con ocasión del inicio del contrato matrimonial: en nuestro caso la mitad de las ganancias. En ello pensaba DÍAZ DE MONTALVO. En cualquier caso, y esta es la conclusión que quiero extraer de las precedentes lecturas, es obvio que al día de hoy el entendimiento kantiano de la comu-

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nidad matrimonial produciría —de expresarse sin cita de autoría— la persecución de los poderes públicos a quien lo defendiera estigmatizando, seguramente por la vía del delito, al que así se manifestara. A modo de ejercicio imaginativo alguien puede plantear qué ocurriría ante la lectura de tales pasajes con motivo de la discusión de una de nuestras incesantes, por el momento autonómicas, y semánticamente contradictorias Leyes de Parejas de Hecho. O, más imaginativamente aún, cuál sería la reacción de KANT si conociera que en una nación europea gobernada por un partido profundamente conservador estaba en discusión la adopción de hijos por parejas homosexuales. Pues bien, las reflexiones transcritas se pergeñaron no hace mucho cuando el dominio ya era como actualmente es y cuando la compraventa generaba, en su diseño positivo, muy similares obligaciones a las que hoy existen, pues únicamente hemos cambiado el objeto de los vicios ocultos: el animal por la máquina. Sin embargo en el ámbito del derecho de familia no puede el legislador permanecer impasible ante la realidad cambiante del hecho matrimonial, pues las normas pierden de inmediato una racionalidad donde en última instancia anclan su obligatoriedad. Por ello es oportuno indagar cuáles fueron las razones de la implantación del sistema de gananciales para comprobar si la norma que siguió aquel modelo es actualmente racional y susceptible de mantenimiento. Para ello debe partirse de un dato que apriorísticamente nos va a llevar a dar una respuesta negativa: la ganancialidad es en todo momento respuesta a una situación de desigualdad —intelectual, sexual, laboral o puramente física— que el reparto de la ganancia compensa. Paralelamente, cuando la igualdad entre marido y mujer va transitando desde una declaración programática a una realidad constatable la justificación del viejo sistema, como iremos viendo, quiebra por su base y necesita de otro fundamento y soluciones. Al hilo de lo anterior, para culminar estas reflexiones, cabe subrayar que si bien tras la reforma de 1981 no se produjeron grandes quebrantos en la aplicación del nuevo sistema ello fue debido, básicamente, a su consentida inobservancia, pues el sustrato sociológico sobre el que se proyectaba la normativa paritaria era profundamente desigual. De esta manera el que el C.c. instaurara la cogestión de la sociedad de gananciales no produjo problema alguno pues en la práctica quien inicialmente siguió gestionando en exclusiva el consorcio conyugal —dijera lo que dijera la norma— era el marido.

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Ahora bien, cuando la realidad sociológica va alterándose y la igualdad de las normas se plasma en una realidad matrimonial cada vez mas incontestablemente paritaria el sistema de la ganancialidad —nacido para combatir desigualdades— chirría en la práctica totalidad de sus aplicaciones básicas como poco a poco vamos a ir exponiendo.

4.

LOS ORÍGENES HISTÓRICOS DE LA GANANCIALIDAD

No es momento de entrar en el detalle de los orígenes históricos de un sistema que, realmente, a los efectos pretendidos, nos interesa desde el momento de su implantación en el Código Civil. Transitando brevemente por sus orígenes diremos, por referencia a nuestra nación, que su introducción es debida a los pueblos godos que siguen a la dominación romana plasmándose con una cierta concreción en el Fuero Juzgo. Sin embargo no se establece en aquel momento un sistema de reparto por mitad sino en proporción a las respectivas fortunas de los esposos, siendo los ulteriores Fueros Municipales los que, con algunas variantes, consagran la igualdad. Así acaece en Fueros como el de Cáceres, Plasencia, Oviedo, Alcalá, Cuenca y Nájera entre otros. Sin embargo, como digo, la uniformidad no era en aquel momento clara —estamos todavía en el primer milenio de nuestra era— pues Fueros como el de Alburquerque o Jerez de los Caballeros establecen la comunidad absoluta de bienes, mientras que el de Córdoba niega a la mujer toda participación en las ganancias y el de Daroca solo considera aplicable el régimen de ganancialidad caso de tener descendencia la mujer, sin duda para evitar que fallecida ésta pudieran pasar a sus ascendientes los bienes ganados por su esposo. Ulteriormente el Fuero Real —estamos ya en el siglo XIII— es el que sienta la base más precisa de la ganancialidad actual al dividir por mitad los bienes adquiridos por uno y otro viviendo de consuno. Tal idea estará desde entonces presente tanto en las Leyes de Estilo como en las de Toro, donde realmente se construye en su plenitud el régimen económico de comunidad de adquisiciones que es plenamente acogida en la Novísima Recopilación, de donde pasará sin disputa alguna al C.c. Régimen que en sus orígenes también tuvo sus detractores pues, por ejemplo, se preguntaba DÍAZ DE MON-

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TALVO por la justicia del sistema «si la mujer no pone trabajo o industria, si no que duerme acaso en lecho de seda, bien adornada y servida por otras mujeres», concluyendo que en estos casos «no es razonable que perciba el lucro de los bienes del marido o de los que éste consiga con su trabajo, ex puesto a los grandes peligros de la navegación, llevando mercaderías a lu gares remotos...». Y es que entonces, como ahora, la particularidad de determinados supuestos en un tema con un ámbito de aplicación tan amplio siempre va a plantear problemas, pues las leyes difícilmente pueden dar respuesta satisfactoria a tan variada gama de situaciones. Así las cosas parece que no fue solo desde las viejas costumbres godas de donde nació la idea de la ganancialidad sino en nuevas derivaciones producidas por otros sentimientos, resultantes de la evolución de los tiempos, entre los que sin duda se encuentra el papel de la mujer que, para algunos, el cristianismo va introduciendo en la cultura occidental. A tal efecto se pregunta SCAEVOLA, con lenguaje del momento, acerca de cuáles fueron estos otros elementos inspiradores de la acogida del sistema: ¿lo fue el concepto cada día más puro de la esencia del matrimonio? ¿Lo fue una penetración más levan tada y espiritual de la mujer, mediante el avance y desarrollo del sentimiento de igualdad predicado por el Redentor? ¿Lo fue en todo o en parte el espíritu ca balleresco que despertaron las luchas feudales, afinado en los deleites de la victoria y compartido con la mujer en las soledades augustas del castillo? Sea cual sea la razón es evidente que en un momento dado el predominio del sistema de la comunidad de adquisiciones, a repartir por mitad, es grande en los territorios de derecho común —eje vertebrador de la nación— y por ello pasará al Código civil en términos que propician el que proyectemos nuestras reflexiones sobre la manera con la que, en dicho momento, se justifica la existencia e implantación de la sociedad de gananciales.

5. EL FUNDAMENTO Y FINALIDAD DE LA SOCIEDAD DE GANANCIALES EN EL MOMENTO DE SU ACOGIDA POR EL CÓDIGO CIVIL Ya hemos dicho que más que indagar en los orígenes de los sistemas comunitarios resulta oportuno encontrar la fundamentación expuesta por los prime-

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ros e insignes comentaristas del Código civil con motivo de la acogida a finales del siglo XIX de un sistema perfilado en sus líneas básicas por las Leyes de Toro. Ha de tenerse en cuenta que entonces, a diferencia de lo que ahora ocurre, la opción legislativa resultaba decisiva dada la inmutabilidad del régimen. Para unos, como ya hemos apuntado, la comunicación ganancial era resultado, a modo de compensación, del llamado débito carnal. Justificación siempre sugestiva pero que, por resultar un tanto simplista, se revela escasamente convincente. Más atinadamente se fundaba la razón de ser del sistema en la idea de solidaridad matrimonial de la que emanaba la necesaria igualdad patrimonial que la sociedad de gananciales instauraba, si bien en todo caso modulada por el principio de autoridad que nadie en aquel momento osaría discutir como perteneciente al marido. No obstante, la formulación de estas ideas se plasma en muy diversos términos que podemos ir exponiendo siguiendo una cadencia temporal no del todo rigurosa. «Razón de sociedad y unión de amor y trabajo para adquirir y conservar», comentaba Antonio GÓMEZ a la hora de justificar su fundamento por referencia al sistema adoptado en las Leyes de Toro. Solidaridad y desigualdad entre esposos era el fundamento expresado por el más misógino PALACIOS RUBIOS (†1524) al decir que «en el provecho de las cosas domésticas entran por mucho los consejos y mandatos de la mu jer; pues así como al varón le ha dado la Naturaleza cuerpo robusto y ánimo para sostener la casa con la industria y con el trabajo, ha dado la imbecilidad a la mujer para la curiosidad y no se tendrían muchas cosas sino por lo que las mujeres las custodian, conservan y distribuyen. Hay por lo tanto igualdad de diligencia en la que prestan los dos cónyuges para que las cosas comu nes se conserven y se aumenten». Todas estas ideas laten en el interesado sentir de Manuel ALONSO MARTÍNEZ —magnífica compañera encontró para su discurrir vital en Demetria Martín y Baraya— que no tiene empacho en hacer público su ejemplo: «el desdén con que muchos hablan de los cuidados domésticos encomendados a la mujer revela una supina ignorancia de la realidad de la vida y de los misterios del hogar. A veces está en eso mismo que se desprecia el secreto de una gran

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fortuna, sobre que, en general, es mas fácil adquirirla que acertar a conser varla, y para esto último sirve a las mil maravillas el espíritu de orden y eco nomía de la esposa y de la madre. Yo hice pingües ganancias de soltero, y hasta que me casé apenas si pude ahorrar un céntimo». D. Manuel casó a la entonces provecta edad de 30 años (1857), según él porque «al marchitarse las ilusiones de la vida pública me refugié en la vida de los afectos y busqué en el hogar el olvido de los sinsabores de la política». Es lo mismo que con parecidos términos expresa Benito GUTIÉRREZ: «la unidad del matrimonio hace desaparecer hasta la desigualdad de condicio nes: ¿cómo no ha de borrar la diferencia de fortunas? La naturaleza no per mite al marido exagerar sus trabajos ni a la mujer quejarse de sus sufrimientos: la ley desconocería los oficios de cada sexo, si por ser desi guales, hállanse más meritorios los que el marido desempeña. Si los medios de allegar recursos exigen varonil aptitud para soportar la fatiga, el secreto para conservarlos y disponer convenientemente su uso está en los cuidados domésticos que son del cargo exclusivo de la mujer. No sin motivo la provi dencia, que es de todo admirable, la ha dotado de un instinto de economía, el más poderoso auxiliar de la felicidad de las familias». Publicado el C.c. los autores se manifiestan en esta línea. Con claridad explica ambas ideas de solidaridad y desigualdad SCAEVOLA, a mi juicio quien mejor entendió en un primer momento el sistema. Nos decía que «toda dife rencia de origen, de mérito y de posición entre los cónyuges queda borrada por el hecho de la celebración del matrimonio. Más pobre o más rico el ma rido, más o menos cuidadosa la mujer, la realidad obliga a atribuir a los dos esposos una igual diligencia, un deseo idéntico en la conservación y aumen to de los bienes materiales». Recalcando la idea de solidaridad, si bien con otros términos, cuando insiste en que «el amor de los cónyuges, sirviendo de motivo constante para el perdón recíproco de los defectos produce desde luego una efectiva igualdad de colocación del uno y el otro en la parte eco nómica del consorcio». Junto con la idea de solidaridad está presente en su discurso la idea de compensación por la situación de natural inferioridad de la esposa, incapaz de desarrollar actividades fructíferas, pues «es evidente que desde que en esta sociedad se ha concedido a la mujer igual participación que al marido en las utilidades, parece haberse alejado toda idea de supremacía a favor del se -

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gundo salvo aquello que necesariamente le corresponde por razón de su se xo y por necesidad del buen régimen como es la dirección e iniciativa de los asuntos». Menos explícito en orden a la finalidad igualitaria de patrimonios a la que conduce la sociedad de gananciales —pues parece partir del presupuesto de la igualdad entre los cónyuges— es SÁNCHEZ ROMÁN, que considera en todo caso la bondad de un sistema que ha de calificarse como «armónico y or gánico en cuanto hace coexistir la noción de una propiedad individual de cada cónyuge, con la de una propiedad colectiva de orden conyugal; se con forma con la unidad del matrimonio a la vez que con el respeto y libertad in dividual de cada cónyuge». No obstante pronto se advierte en su discurso esa inobjetable realidad a la que la sociedad de gananciales atiende que no es sino la comunicación a la esposa de los bienes adquiridos por su marido pues, por ejemplo, nos habla de que «en lo que los gananciales son resulta do del trabajo de los cónyuges lo ordinario es que el principal o exclusivo ele mento de ingreso sea producto del esfuerzo personal del marido, a quien corresponde la idea de mayor actividad social, que se supone que trabaja pa ra la sociedad conyugal de la que es jefe, y se compensa con el valor del go bierno doméstico de la mujer...». Y finalmente, en términos que disipan cualquier duda de su entendimiento de la razón de ser del sistema, predica la utilidad de la sociedad de gananciales porque «en último término puede dar lugar a medios que proporcionen decorosa subsistencia a la mujer para su viudez, formando un pequeño capital con su mitad de gananciales, sobre todo de las que no lleven al matrimonio más que su virtud, su ternura, su dis creción y buen sentido en el gobierno de la casa...». Idílica composición de la trascendencia de su labor doméstica de la que no participaba plenamente FEBRERO, o al menos, dudaba de su universalidad pues «si alguna de las mujeres eran de las que nacen en el mundo para ser la catástrofe de cauda les y vidas, como muchísimas de estos tiempos, antes ayudarán a sus mari dos a caer que a levantarse». Es obvio que excede de nuestras posibilidades el análisis, que se augura interesantísimo, de las vicisitudes matrimoniales personales de los autores cuyas opiniones han quedado reflejadas, que tan distinto entendimiento tienen de la bondad del papel doméstico de la mujer: de lo concreto y propio a lo general y universal como explicación última del porqué de una tesis. De la felicidad matrimonial que irradian las palabras de ALONSO MARTÍNEZ a la

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demoledora crítica de GANIVET que quizás quepa vincular con el desencanto amoroso que le llevó a un suicidio fluvial en las frías tierras bálticas. Retomando el hilo discursivo abandonado por las anteriores reflexiones cabe expresar que en la misma línea de justificar el régimen consorcial en la ayuda al cónyuge socialmente desfavorecido se manifestaba MANRESA, fervoroso defensor del sistema de ganancialidad, del cual predica «que es el más propio para la clase trabajadora mientras que el régimen dotal es el más conveniente para las clases elevadas». Sin duda porque con el régimen de gananciales se ayuda a la mujer que de otra manera no tendría medio alguno de subsistencia. Finalmente, frente a la crítica de que la comunicación ganancial «puede co rromper las dulces inclinaciones de la esposa, haciéndola pensar en la fortu na que gracias a la laboriosidad de su marido puede reunir», manifiesta que quienes así se expresan «revelan un desconocimiento tan grande de la in fluencia de la mujer en el hogar doméstico y en el acrecentamiento de la for tuna familiar y una oposición tan ciega y tan parcial que apenas merecen contestación». Algo más tarde, discurren ya los felices años veinte, explicaba Clemente DE DIEGO con claridad los distintos papeles de uno y otro en la familia castellana que a su entender descansaba en dos bases: «las iniciativas las otorgan y reconocen las leyes al marido; las defensas, protección y seguridad, las es tablecen y dispensan las leyes a favor de la mujer». Casi inconscientemente, pone de relieve VALVERDE, poco después, esta misma fundamentación al sancionar, en las primeras líneas dedicadas a la sociedad de gananciales, que «nadie pone en duda que la sociedad de ga nanciales corrige en gran parte los defectos del régimen dotal al basarse en el principio insustituible de separación de patrimonios combinado con el de comunidad de adquisiciones, en virtud de la cual la mujer participa de las economías y beneficios que se realizan en común por los dos esposos». De nuevo la idea de la comunicación de beneficios a favor quien no ejerce trabajo o industria por parte de quien los obtiene. En definitiva no es difícil extraer de todas estas expresiones una idea clara de la fundamentación, finalidad y ventajas del sistema de adquisiciones que el C.c. propicia. En general la desigualdad corriente entre los dos esposos, al ser solo el marido quien procura directamente con su trabajo las adquisicio-

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nes del matrimonio, se compensa, según los autores, por el cuidado que pone la mujer en la crianza de los hijos y en la llevanza del régimen interior de la casa. La comunicación de beneficios a favor de quien no los obtiene materialmente surge además, de forma natural, como compensación por la puesta a disposición del consorcio de las relevantes cualidades físicas y morales de que se la supone dotada y entre las cuales todos los autores de la época destacaban «su instinto de economía, el más poderoso auxiliar de la felicidad de las familias». Por ello, para concluir, cabe resumir el entendimiento de las cosas interiorizado por SCAEVOLA al expresar «que si bien las aportaciones son desigua les, los medios con los que cada uno contribuye a la marcha de la sociedad desiguales también, pero el interés es común, los diferentes esfuerzos con vergen hacia el mismo fin y se admite que por esta igualdad de interés este deseo de mutua ayuda y este recíproco estímulo, tanto corresponden al uno como al otro de los dos socios las ganancias obtenidas». Solidaridad, desigualdad y principio de autoridad son las bases del sistema sin las cuales el mismo no se entiende.

6.

LA SOCIEDAD DE GANANCIALES DURANTE EL IMPERIO DEL NACIONAL-CATOLICISMO

La escasa duración del periodo republicano —la segunda república— y su pronta y radical ablación dejaron escasa huella en la evolución del sistema matrimonial que aceleradamente pretendieron sus dirigentes revolucionar. Apuntaremos que en la época liberal que siguió a las Cortes de Cádiz tampoco se habían mostrado sus dirigentes proclives a alterar el entendimiento clásico del papel de la mujer pues el Proyecto de Código Civil de 1821, nacido en el segundo período constitucional (1821-1823), contiene en su curioso Discurso Preliminar la referencia a que el verdadero imperio de la mujer «es el que le dan sus virtudes, su afán por aliviar y complacer y no contrariar al jefe natural de la familia». Proyecto heterogéneo como fue descrito por DE CASTRO ya que pretendió conciliar ideas liberales, utópicas, positivistas y progresistas con la doctrina católica. De variopinto le calificaríamos hoy si bien establece sin rodeos en su art. 370 la inferioridad de la mujer respecto del varón.

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Tampoco la revolucionaria Ley de Matrimonio Civil de 1869, obra de MONTERO RÍOS, tuvo excesiva trascendencia social dada su pronta derogación en 1875. Retomando el hilo discursivo indicaremos que la 2ª República dio paso a la oscura época en la que nos vimos inmersos por mor de la victoria de la gloriosa revolución nacional católico-sindicalista que amortizó una tendencia que pausadamente se fue produciendo tras la II Guerra Mundial en el resto de los países occidentales. Obviamente no fue posible la natural evolución sociológica hacia postulados de igualdad, de forma que cuando accedemos de nuevo a la instauración del sistema democrático el matrimonio-tipo existente en nuestra realidad nacional es realmente heredero de la concepción más cristalinamente decimonónica y patriarcal que hemos tenido ocasión de detallar. Por ello no fue preciso durante todo este período de nuestra historia reciente materializar ninguna alteración en el sistema económico-matrimonial del C.c. para adecuarle a un modelo evidentemente continuista. En este sentido ninguna duda hay acerca del interés del régimen surgido de la guerra civil en propiciar enfáticamente el muy distinto papel del hombre y la mujer en el seno del matrimonio reservando para ésta las labores domésticas y el cuidado y atención de la prole. A la par la mujer casada debía ser la natural aplacadora de los instintos animales de su marido contribuyendo así a la paz familiar, patrimonial y personal. Tampoco el débito de la carne era ajeno a la fundamentación franquista de la comunicación ganancial que sin duda restaura ideológicamente la morgengave o donación de la mañana: ¡ay de la esposa que no entregara su virginidad en la noche nupcial! Y José Antonio nos decía que «la acción de la mujer, siempre dentro de casa, vendría a ser como esa fuerza retardatoria de las mareas que haciendo la cincha del globo modera el movimiento acelerado de la tierra». Nunca he comprendido las poéticas palabras del líder ni su fundamento geológico, pero evidencian su entendimiento del papel de la mujer, aplacadora de los naturales instintos del varón y recatada depositaria durante años de los más rancios valores de la moral cristiana pretridentina que el matrimonio, por el hecho de contraerlo, le proporcionaba. La iniciativa del marido, el freno de la mujer: de ello nos había hablado poco antes Clemente DE DIEGO menos poética pero más inteligiblemente.

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Durante este largo período de nuestra historia reciente las reformas legislativas del matrimonio, y por ende de la sociedad de gananciales, apenas tienen incidencia alguna en su realidad, pues solo los tibios intentos normativos de 1958 y 1975 arrojan un poco de luz sobre la mujer casada que permanece recónditamente cobijada en el hogar a la espera de que llegaran los frutos que Dios tuviera a bien enviarla y a los que con celo se dedicaría. En el ámbito patrimonial su papel poco había evolucionado en relación con la mujer visigótica. A modo de ejemplo de tal entendimiento decía MORENO MOCHOLI, glosador y actualizador de la obra de MANRESA, en la puesta al día de su derecho de familia tras la reforma de 1958, que se había llegado por fin a una situación de feliz equilibrio ante lo que la mujer demandaba frente a pasadas injusticias. Pero que ello había acaecido sin alterar la esencia inmutable de la naturaleza humana sobre la base del «principio de autoridad —en este caso del marido— que en el matrimonio como en toda sociedad hay que reco nocer y amparar». Y siguiendo con la exposición de este mismo autor vemos que, de nuevo, más de lo mismo: «autoridad firmemente mantenida con un sentido eminen temente cristiano del matrimonio, cohonestada la libertad y la justicia que de este modo son garantía del amor en el santuario del hogar, al reinar en ar monía, la mujer en su sagrado papel de esposa y madre, con la defensa y or den que al marido especialmente le corresponde». Y estábamos ya en 1968 cuando en París, en el mes de las flores, estaban debatiendo en las calles un modelo convivencial tan diferente.

7.

LA HISTÓRICA VOCACIÓN DE ETERNIDAD DE LA SOCIEDAD DE GANANCIALES

A lo largo de nuestra historia —tan vinculada a la moral católica— la perpetuidad del matrimonio, al que solo la muerte podía —por fin— hacer declinar, determinaba, como natural secuela, la vocación de eternidad de la sociedad de gananciales naturalmente pensada para co-existir durante toda la vida del matrimonio. Matrimonio eterno que había hecho decir a FALCÓN, nada más aprobarse el Código Civil, que «la sociedad de gananciales principia con el matrimonio y con el matrimonio concluye».

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A la par, cuando a partir de la reforma de 1975 se permite la alteración constante matrimonio del régimen consorcial, para normalmente transitar a uno de separación, tal permisividad empezó a ser utilizada en muchos casos como medio de defraudación de las expectativas de terceros acreedores, en otros como remedo sustitutorio del aún difícil acceso a la separación personal y, muy pocas veces, como natural tránsito de un matrimonio que, en función de la alteración de su base patrimonial, estima adecuado el sistema disociativo. La referida vocación de eternidad —matrimonial y consorcial— hizo que desde un primer momento la única realidad disolutoria que se contemplaba y trataba cuando estructuralmente se organizó en el C.c. la sociedad de gananciales fuera la muerte de uno de los cónyuges y, paralelamente, que el principal reparo que a lo largo de la historia de la institución se efectuaba sobre la misma era el del destino de los bienes de la fallecida esposa —en los casos en que, sin descendencia, premuriera a su marido— pues no se articulaba bien el sistema con la bondad de que pasara a los ascendientes de aquélla la mitad de lo ganado por su marido: la conocida anécdota del torero madrileño que, fallecida su esposa y en la tesitura de repartir con su suegro las ganancias de la lidia, manifestó ignorar que mientras él pisaba el albero y su suegro observaba los toros desde la barrera estuvieren toreando al alimón. Quizás por ello el Fuero de Córdoba había evitado comunicar a la esposa fallecida sin hijos la mitad de las ganancias obtenidas por su marido. La Ley del Divorcio de la 2.ª República no es sino puramente testimonial en el devenir de nuestros matrimonios3 como lo había sido la estigmatizada como sacrílega Ley de Matrimonio Civil de 1869 que, como es sabido, obligaba a los católicos a contraer matrimonio civil.

3. A pesar del evidente progresismo revolucionario de los mentores de la 2ª República existen datos que permiten intuir que también entonces la predicada igualdad extrema de hombre y mujer chocaba con una realidad constatable. De esta manera frente a las tesis de Clara Campoamor (diputada del Partido Republicano Radical de Lerroux), partidaria de otorgar el voto a la mujer con motivo de la discusión de la Constitución republicana —que finalmente se otorgó—, Victoria Kent, destacada militante del Partido Radical Socialista de Marcelino Domingo y Álvaro Albornoz, formación ubicada sin duda a la izquierda de las huestes de Lerroux, y por ende poco sospechosa de regresiva, sostuvo la idea contraria al otorgamiento de voto a la mujer basando su oposición en el carácter inculto, reaccionario y retrógrado que definía según ella por aquel entonces a la mujer española. La tesis igualitaria triunfó por un margen de 160 votos a favor y 120 en contra.

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En cualquier caso el entendimiento de la sociedad de gananciales como entidad destinada a su pervivencia y de la que solo la muerte juega como incidencia disolutoria determinó que muchas de las cuestiones que actualmente producen grandes distorsiones del sistema —disolución por divorcio o ante el embargo de bienes por terceros acreedores— fueran absolutamente ajenas a la construcción del sistema. Sistema radicalmente incapaz de afrontar esa realidad actual consistente en una sociedad de gananciales puramente coyuntural y efímera como el propio matrimonio pasó a serlo. El entendimiento de la propiedad ganancial como una propiedad en mano común —que tanto ha gustado al T.S.— refleja esa idea de eternidad, propia de las comunidades de tipo germánico desconocedoras de la acción de división, que decae radicalmente por su base, acercándonos a la más incidental comunidad romana cuando la sociedad conyugal nace con una tan tenue vocación de pervivencia: el matrimonio definido como fuente de divorcios.

8.

LA REFORMA DE 1981

La Constitución de 1978 determina la necesidad ineludible de revolucionar el sistema, al menos en apariencia, de forma que, súbitamente, el que alguien planteara como hipótesis de trabajo legislativo la existencia de una real diversidad de roles conyugales que eventualmente mediatizara el desarrollo pleno de la igualdad normativa en el seno del matrimonio pasó a ser considerado como una aberración ideológica, pues el marido y la mujer habían pasado a ser fatalmente iguales y así debían recogerlo todas las leyes. Lo dice la Constitución (art. 14) y no se cansa de repetirlo el legislador de la reforma civil de 1981, que incluso expresamente lo recoge en el art. 66 del C.c., por si alguna duda quedara. En esta tesitura, sin embargo, se sigue considerando como régimen legal de aplicación supletoria el de gananciales, por lo que de inmediato surge la pregunta a la que tal opción había dado respuesta: ¿por qué no adoptar el régimen de separación, mucho más respetuoso con los nuevos vientos de libertad, igualdad y autonomía patrimonial de los esposos aún en el seno del matrimonio? ¿Por qué persistir con la comunicación ganancial?, término des-

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criptivo que ya utilizó FEBRERO. La respuesta es conocida y sin duda no puede ser criticada. Sin discutir la teórica bondad del régimen disociativo y su adecuación a los nuevos tiempos su implantación habría obviado la natural forma de protección de la mujer casada todavía generalizadamente entregada a las labores domésticas pues, dijeran lo que dijeran Constitución y leyes civiles, el papel desempeñado por la esposa española en 1981 se encontraba aún profundamente degradado en relación con el desarrollado por su marido y señor: no es hasta muy entrados los 90 cuando la publicidad televisiva deja, por fin, de hablarnos del descanso del guerrero que, tras la dura jornada laboral, llega a un hogar cálidamente dispuesto por la complaciente y hacendosa esposa y madre. Por ello, con ocasión de la reforma de 1981 se reincide en el establecimiento de la sociedad de gananciales como régimen naturalmente protector de la desigualdad real de los esposos de igual manera que se diseña de forma extrema la hoy inaceptable regulación de la pensión compensatoria tendente a la persistencia de tal protección más allá de la propia vida del matrimonio: la pensión compensatoria como subliminal freno de un divorcio propiciable por los maridos españoles y que no pocos responsables políticos seguían considerando por aquel entonces intrínsecamente perverso. Así las cosas durante el matrimonio la comunicación ganancial sirve a la corrección de la desigualdad sociológica de marido y mujer, haciendo a ésta partícipe de los beneficios que el trabajo y la industria de aquél proporciona al grupo. Finalizado el matrimonio —como se aventuró que frecuentemente pudiera ocurrir tras la implantación de la Ley del Divorcio— la pensión compensatoria seguirá determinando la comunicación ganancial de los resultados del trabajo o industria del marido, con vocación de eternidad, y sin que a mi juicio pudiera fundarse su otorgamiento en la solidaridad matrimonial —ya inexistente— sino en el deseo de gravar a los maridos pudientes con los gastos de sostenimiento de su ex esposa que el sistema de previsión estatal no quería asumir. Extinguido el matrimonio tal comunicación persistirá a favor de la mujer virtuosa salvo que pierda su virtud y compostura y se entregue maritalmente a otra persona (art. 100 del C.c.). Se la compensa no tanto por el débito de la carne como por la abstinencia y pretérita exclusividad sexual omisiva que debe seguir manteniendo para ser acreedora de la pensión compensatoria: ¿cómo justificar si no la pérdida de la pensión compensatoria de-

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rivada del hecho de convivir con una nueva pareja, aun pobre de solemnidad? Todo ello nos recuerda algo a la tradición patria, recogida por FEBRERO, en cuya virtud no se comunicaban a la mujer los bienes gananciales «si contra la voluntad de su marido va a casa de hombres sospechosos, en cu yo caso se supone ella serlo» o «cuando una viuda vive escandalosamente en cuyo caso debe restituir los bienes a los herederos de su marido».

9.

LA TIBIEZA DE LA OPCIÓN LEGISLATIVA POR EL RÉGIMEN DE GANANCIALES

Aun asumido en 1981 el sistema de gananciales como régimen legal hay datos de su regulación que revelan en aquel momento la contradicción entre lo que fue y lo que debía haber sido. A tal efecto, cabe traer a colación en primer lugar el sistema de administración y el subsiguiente régimen de responsabilidad —fundamentalmente externa, frente a terceros acreedores— de la sociedad de gananciales cuyo desfase se revela hoy absoluto. De esta manera, a propósito de la administración del consorcio conyugal el legislador no se atreve a instaurar la administración indistinta de la sociedad de gananciales, natural secuela de la solidaridad matrimonial en que se funda el sistema de gananciales. Tal fórmula, mucho más racional para organizar la gestión del consorcio, era la que nos mostraban legislaciones próximas como la francesa o italiana. Por el contrario el legislador parte del principio de cogestión —la gestión conjunta del art. 1375 C.c.— antinatural por entorpecedora de la actividad económica conyugal que, por otro lado, se ve necesariamente obligado a atemperar con numerosas excepciones que eviten el colapso de tal gestión (arts. 1319, 1378, 1379, 1381, 1382, 1384, 1385 y 1386 del C.c.). Solidaridad para la comunicación ganancial pero mancomunidad para su gestión. Ahora bien, las razones de tal opción legislativa fácilmente se nos alcanzan y eran por aquel entonces, que no hoy, fatalmente plausibles. La admisibilidad de la gestión indistinta como principio básico de la economía familiar perpetuaría y sacralizaría una realidad que se quiere combatir en aquel

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momento. Significaría dar carta de naturaleza al mantenimiento de la superioridad patrimonial del marido que de esta manera seguiría gestionando con exclusividad el consorcio conyugal pero esta vez ya con el asentimiento del legislador constitucional y sin quiebra del principio de igualdad. La lucha del legislador entre el ser y el deber ser. De igual manera el legislador se vio obligado a construir un complejísimo sistema de responsabilidad de los bienes comunes frente a actividades individuales de uno solo de los cónyuges —el esposo—. Sistema de una artificiosidad extrema y cuya utilización fraudulenta ha sido constante. En su virtud no se permitió que el haber ganancial pudiera responsabilizarse, indistintamente, frente a cualquier actuación de los esposos sino que, a partir del art. 1365 C.c., se construye un complejo sistema dirigido en principio a preservar tales bienes comunes de la actividad que unilateralmente seguiría realizando el esposo y que pareció pensarse —idea absurda— que a partir de entonces no realizaría sin contar con el consentimiento de su esposa. Finalmente, para articular la defensa de tal esposa ante la eventual continuidad de esa gestión unilateral del marido se crea el art. 1373 C.c., uno de los grandes males actuales del sistema, persistentemente inaplicado por los órganos judiciales, cuya extrema incoherencia ha sido finalmente reforzada por el art. 541 de la LEC. Este, como todos los medios de protección del interés del cónyuge no gestor —es asimismo el ejemplo del patrimonio familiar italiano— ha sido generalizadamente utilizado de forma fraudulenta, en perjuicio de acreedores, haciéndose valer por tal esposa una falta de consentimiento a las actividades de su cónyuge, obstaculizadora de la traba de bienes comunes, que nunca frente a aquél se hubiera atrevido a manifestar. Paralelamente, y con ello acabo esta breve síntesis de las incoherencias —a menudo obligadas— de la reforma de 1981, se instaura radicalmente lo que LACRUZ, descriptivamente, denominó el «equilibrio obligacional» entre las masas patrimoniales existentes en el seno de la familia, en las antípodas de la idea de solidaridad familiar, mediante el recurso a un complejísimo y exacerbado sistema de reembolsos (art. 1358 C.c.), determinante de la actual imposibilidad práctica de reconstruir unos patrimonios frecuentemente entremezclados mediante la existencia de numerosas relaciones jurídicas entre ellos que, cuando surgen, nadie tiene intención de considerar reembolsables. Solo cuando la crisis matrimonial estalla reaparece la virtualidad de unos cré-

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ditos que en su momento obviamente nadie pretendió detentar. El exacerbado sistema de reembolsos es, como veremos, frontalmente contrario a la idea de solidaridad familiar y necesariamente derogable en el nuevo entendimiento de las cosas si alguien tiene interés real en que se pueda cabalmente liquidar una sociedad de gananciales disuelta como consecuencia de la crisis afectiva de los esposos. Dicho resultado es sistemáticamente incoherente si pensamos que en el régimen de separación la solución, sin duda mucho más solidaria, es diferente. Allí la proporcionalidad en la atención de las cargas matrimoniales (art. 1438 C.c.) determina que aunque aquéllas se hayan sufragado en su integridad por uno de los esposos en función de que solo él tuviera capacidad económica para afrontarlas, no por ello nace un derecho a su futuro reembolso en el caso de que su cónyuge mejore de fortuna: si esto acaece se alterará la proporcionalidad en el reparto de cargas pero sin mirar al pasado como teóricamente siempre ha de hacerse en el régimen de gananciales. Y a propósito de este particular rescataremos de nuevo el sentir de SCAEVOLA profundamente crítico con el viejo sistema liquidatorio del C.c., ayuno sin embargo de la complejidad restitutoria del nuevo Código. La crítica se proyectaba sobre el hecho de que en tal trance se posibilitaba que terceras personas, sobre todo los herederos de la fallecida esposa, pudieran cuestionar lo que nunca se había cuestionado durante la vigencia del matrimonio conyugal: «va a suce der acaso lo que hasta entonces había sido imposible; donde hasta entonces la mujer jamás había intentado atenuar la amplísima libertad de dirección y dispo sición del marido va a venir de la calle quien se atribuya este derecho; quien re vise y censure la administración del esposo durante tantos años, le interrogue sobre las más insignificantes y olvidadas de sus disposiciones y le discuta el precio de las ropas que se compró y de las comidas con las que se regalara». Pues bien, lo que realmente propician las normas que analizamos, originadoras de ese llamado equilibrio obligacional de las masas patrimoniales coexistentes en el seno de la familia, no es solo la posibilidad de que sean tales terceros los que cuestionen el proceder del marido sino que sea la propia esposa, en contra de sus propios actos, continuados y reveladores de la plena confianza en la gestión de aquél, quien tras mediar la crisis afectiva reniegue de todo y pase a discutir «el precio de las ropas que se compró y de las co midas con que se regalara». Y lo que es más grave, pretenda el reembolso

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de gastos gustosamente utilizados en el solaz o necesidad familiar: pretenda la restitución a cargo del consorcio del viaje a Disneylandia pagado con la herencia de su querida y colateral tía. Y lo hará como extemporáneo castigo por la pérdida de afecto de un cónyuge ingrato. Nada hay más contrario a la solidaridad en que pretendidamente se funda la instauración de la sociedad de gananciales que el pedir la rendición de cuentas de todos —y la crisis matrimonial determina la universalidad de la pretensión— los gastos realizados con cargo al patrimonio privativo de un esposo pero en beneficio de la familia. Pretensión que, como hemos visto, resulta en principio inviable en el, a estos efectos, más solidario régimen de separación.

10. OTRO DE LOS GRANDES MALES DEL SISTEMA: LA IMPERECEDERA LIQUIDACIÓN DE LAS SOCIEDADES CONYUGALES EN LAS SITUACIONES DE CRISIS MATRIMONIAL Vinculada con la reflexión anterior debe valorarse otra circunstancia que altera enormemente un lógico declinar de la sociedad de gananciales. A tal efecto no resulta excesivamente arriesgado aventurar que con frecuencia la liquidación de una sociedad de gananciales planteada y resuelta contenciosamente (arts. 806 a 809 LEC) en todos sus trámites —situación que no es infrecuente ante el conflicto matrimonial de los esposos— pueda tener una vida temporalmente superior a la del propio matrimonio. Así las cosas es también un fenómeno fácilmente apreciable que la tensión que de ello deriva resulta socialmente inaceptable como ya ha tenido ocasión de intuir el nuevo y recientemente nombrado Notario Mayor del Reino apuntando, como una de las primera líneas de actuación de su reinado, que «es tamos convencidos de que la simplificación del régimen económico matrimonial y del régimen jurídico de la separación y disolución no solamen te agilizará la justicia civil sino que contribuirá a desactivar muchas de las si tuaciones conflictivas que desembocan en violencia» 4.

4.

Declaraciones del Ministro de Justicia Sr. LÓPEZ AGUILAR al Diario El País, 17 de mayo de 2004.

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He de convenir mi asentimiento a tal reflexión y, sobre todo, que para atajar el problema de la dilación de los procesos liquidatorios debe actuarse no tanto sobre las normas procesales, recientemente innovadas por la LEC, como sobre las reglas sustantivas, pues es allí donde está el mal: en el sistema de reembolsos y en la inviable construcción de un inventario que conforme a los arts. 1397 y 1398 del C.c. refleje fielmente las vicisitudes patrimoniales del consorcio tanto activa como pasivamente. Apuntaremos finalmente que la falta de tradición jurídica sobre una materia cuya conflictividad era inexistente hasta 1981 —la disolución solo devenía como consecuencia de la muerte de uno de los cónyuges— ha ocasionado que desde dicha reforma estemos dando tumbos imaginativos, legislador y comentaristas, con el caótico resultado que ha quedado expresado.

11. LA DISTINTA REALIDAD SOCIOLÓGICA SOBRE LA QUE PROYECTAR LA SOCIEDAD DE GANANCIALES Decíamos, sintéticamente, que la razón de ser de la sociedad de gananciales se anclaba en un triple presupuesto que, a la vez, le servía de justificación: solidaridad matrimonial, inferioridad de la esposa y necesaria autoridad marital. Todo ello proyectado sobre un matrimonio eterno que había hecho decir a FALCÓN que «la sociedad de gananciales principia con el matrimo nio y con el matrimonio concluye». Pues bien, no está de más revisar individualizadamente la realidad de tales postulados sociológicos. 11.1. LA DECADENCIA DEL POSTULADO DE LA PERENNIDAD MATRIMONIAL

Obvio resulta poner de relieve, al margen de ulteriores precisiones, el gran cambio sufrido por nuestra realidad matrimonial. La perennidad del matrimonio, causante de la natural continuidad de la sociedad de gananciales, está puesta en cuestión por una realidad divorcista incuestionable. El matrimonio, fuente de divorcios, así definido como queda dicho por MARX (Groucho), de lo cual la Estadística —reflejada en la nota inicial de este trabajo— nos da cabal e inexorable noticia.

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11.2.

LA ABLACIÓN RADICAL DEL PRINCIPIO DE AUTORIDAD MARITAL

Con independencia de esa pérdida de eternidad de la institución matrimonial, y por ende de la sociedad de gananciales, nadie puede atreverse a afirmar, a nivel de principios, la imperiosa necesidad de organizar autoritariamente la sociedad conyugal en función de esa superioridad que se presuponía al marido y de la que incluso el Redentor —y cito a los clásicos— nos había dado noticia insertándola en la propia esencia del ser humano. Si la superioridad del marido conformara parte de la naturaleza de la institución matrimonial habría que convenir que la evolución, ahora darwiniana, de esta faceta del ser humano ha sido frenética en el último siglo. Ahora bien, tal pérdida de autoridad natural del marido no significa que, paccionadamente, no pueda persistirse en la misma. De esta manera si bien en la tradición histórica este principio de autoridad marital era incuestionable venía en gran medida justificado por otro hecho que en la práctica asimismo lo era: quien proporcionaba con su trabajo e industria los recursos económicos era quien lógicamente los debía gestionar. Si así se sigue haciendo, es decir si solo uno de los cónyuges proporciona recursos económicos a la familia, no debe haber problema en admitir que sea él quien gestione tales recursos.

11.3. LA AMORTIZACIÓN DE LA IDEA DE SOLIDARIDAD PATRIMONIAL COMO PRINCIPIO RECTOR DE LA ECONOMÍA DEL MATRIMONIO

El segundo gran pilar del sistema se fundaba en la idea de solidaridad matrimonial determinante de que con base en ella se organizara la economía del matrimonio, una de cuyas secuelas, fatalmente necesaria, era la comunicación ganancial: el igualar las fortunas de uno y otro en lo que a las futuras adquisiciones se refiere. Pero en el ámbito patrimonial esa solidaridad ha dejado de ser un prius lógico o normativo que esté presente en nuestra organización matrimonial. Por ello, tras la reforma de 1981, el T.S. ha manifestado insistentemente que el matrimonio no restringe ni la capacidad ni la autonomía patrimonial de uno y otro cónyuge (SS. de 20 de enero de 1989, 2 de julio de 1990, 24 de octubre de 1990 y 5 de febrero de 1991 entre otras).

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Es asimismo un anhelo evidente de la generalidad de los hombres y mujeres casaderos el lograr una autonomía económica que no le haga depender en todo caso de su pareja ante la eventualidad de que deje de serlo. En esta línea se encuadra la en su día impensable doctrina en cuya virtud la naturaleza de las indemnizaciones por despido, bajas incentivadas o similares, ya no depende del momento de su percepción —STS de 25 de marzo de 1988— sino que se consideran un derecho inherente a la personalidad, de donde se concluye en todo caso su privatividad (SSTS de 22 de diciembre de 1999 y 29 de junio de 2000). Conclusión evidentemente poco respetuosa con la idea de comunicación ganancial de todo lo que genéricamente el varón y la mujer adquieran. La autonomía patrimonial de los esposos, aun en régimen de gananciales, ha sido también persistentemente expresada en la normativa tributaria donde, quizás con designios recaudatorios escasamente altruistas, el legislador siempre ha tendido en el IRPF a individualizar los rendimientos del trabajo personal en clara derogación del art. 1347.1 del C.c. De esta manera esa solidaridad patrimonial de la pareja —base pretérita de la comunicación ganancial— ya no es una fatal consecuencia de la unión de los seres sino que, a lo sumo, se ha convertido en una específica opción de los esposos que la prefieran a la aportación individual de recursos al colectivo. Estos pueden encaminar su actividad económica con una perspectiva individual o colectiva y, en este segundo caso, puede seguir siendo válido el modelo de quien con su atención a la infraestructura doméstica —la logística del hogar— colabora indirectamente en la obtención de los rendimientos que permiten su sustento. En este caso se habrá optado paccionadamente por una solidaridad patrimonial que sin duda legitima la comunicación ganancial.

11.4.

LA INJURIOSA INFERIORIDAD DE LA MUJER

Finalmente diremos que hablar a estas alturas de la inferioridad apriorística de la esposa, de su incapacidad natural o de su falta de talento para la generación de recursos económicos no resulta, por irreal, ni tan siquiera planteable. De esta forma, en principio, el legislador en su diseño dispositivo de la economía del matrimonio no tiene que pensar en compensar nada porque

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no hay desigualdad previa alguna: realidad aún no plenamente consolidada pero a la que el acceso de la mujer al trabajo en casi iguales condiciones que el hombre llegará a consolidar definitiva y totalmente. Paralelamente concluiríamos que la comunicación ganancial, cuando persista, ya no se podrá fundamentar en una distribución de papeles que la sociedad haya impuesto: el infecundo de la esposa y el productivo del marido.

12. EL SENTIDO DE LA CONTINUIDAD DE LA SOCIEDAD DE GANANCIALES COMO MODELO ECONÓMICO-MATRIMONIAL Con tan diferentes planteamientos sociológicos es obvio que la sociedad de gananciales —y la comunicación ganancial en que esencialmente consiste— puede persistir pero sobre unos presupuestos normativos absolutamente diversos que la idea de evitar el enriquecimiento injusto de uno de sus miembros a costa del otro —como sustitutiva de la compensación de la inferioridad natural— puede ayudar a comprender. Pero sobre todo diremos que tal comunicación ganancial ha de ser resultado de una solidaridad patrimonial expresamente querida por los cónyuges —en ningún caso impuesta por el legislador— que, a la vez, ha de llevarse en el modelo que se diseñe hasta sus últimas consecuencias entre las que, como iremos analizando, nunca puede estar ni el principio de gestión mancomunada, contrario a aquella idea esencial de solidaridad que debe impregnar necesariamente todo el sistema, ni el equilibrio obligacional entre las masas patrimoniales de la familia. Y a la vez, para evitar las grandes disfunciones que la práctica liquidatoria ha propiciado debe volverse a la idea de la copropiedad ordinaria como fórmula de detentación de los bienes comunes —incidental, como la propia sociedad conyugal— que en función de razones que ignoro alguien obvió en un momento dado. Ello evitará, como digo, la inviabilidad del sistema de agresión por terceros de los bienes comunes ante deudas legítimas pues los excesos que en tal orden pueda haber realizado un cónyuge, excediendo su gestión del consorcio, deberán ventilarse en la esfera interna. Sede natural a la que conduce para solventar todos estos problemas la idea de solidaridad que no puede utilizarse o desecharse arbitrariamente.

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13.

LAS LÍNEAS DE LA NUEVA SOCIEDAD DE GANANCIALES

Las consideraciones que preceden llevan a que la sociedad de gananciales que el legislador diseñe ha de asentarse en unos postulados muy diferentes a los que soportaron su establecimiento hace ya tiempo y, asimismo, alcanzada la igualdad sociológica de los esposos, debe llevarse a sus últimas consecuencias dicho principio de igualdad que la reforma de 1981 no se atrevió aún a plasmar en la regulación del sistema de gananciales.

13.1.

EL CESE DE LA SOCIEDAD DE GANANCIALES COMO RÉGIMEN LEGAL

Entiendo que al día de hoy debe revisarse la consideración de la sociedad de gananciales como régimen legal, pues en principio el modelo matrimonial que sociológicamente con ella se atiende no es el que impera ya en nuestra realidad social. Resulta obvio destacar que la regulación de una institución jurídica que se organice a través de una normativa dispositiva —como lo es la analizada— debe buscar la adecuación de sus soluciones al mayor número de supuestos reales, pues de otra manera llevaría a su persistente inaplicación a través del ejercicio de la autonomía de la voluntad por parte de los destinatarios de la norma. Por el contrario esa adaptación del sistema normativo a las necesidades que ejemplarmente atiende propiciará el «éxito» del mismo. Y a tal efecto no es de despreciar un dato estadístico recientemente revelado: en la sociedad española solo un 14% de los matrimonios entiende que el papel de la mujer debe seguir siendo el que tradicionalmente se describía como «sus labores». En este sentido la efectiva igualdad de los esposos, así como el hecho de la incorporación de la mujer al trabajo y su capacidad para generar un patrimonio propio —lo que presupone un talento que en función de ello le era negado por el liberalismo decimonónico más radical—, hace inoportuno aceptar como modelo básico de organizar la economía matrimonial el de la sociedad de gananciales. Ha de tenerse en cuenta que la colectivización de los beneficios debe suponer una opción expresamente querida por los cónyuges, pues

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en principio la igualdad de acceso de uno y otro al mundo laboral —y a la obtención de recursos económicos— hace innecesaria la genérica tutela del legislador al cónyuge cuya inferioridad apriorística ya no es tal. Finalmente diremos que la potenciación de la autonomía patrimonial de los esposos en el ámbito del matrimonio —en el orden de prioridades vitales no se busca ya un buen esposo sino un buen empleo— resulta en principio contraria a la idea de puesta en común de las ganancias obtenidas por uno y otro ya que, en definitiva, el nuevo modelo familiar parece que se atiende mejor desde la perspectiva de la separación de bienes. Obviamente ha de tenerse presente que la opción legislativa no resulta decisiva desde el momento en que los esposos —sea cual sea el régimen legal— pueden adoptar como sistema que discipline su economía el que tengan a bien. En cualquier caso entiendo preferente que desde la norma dispositiva finalmente transitemos hacia la separación de bienes en función de las expresadas razones. De forma paralela, diremos que la implantación de la sociedad de gananciales seguirá teniendo sentido cuando expresamente los esposos quieran utilizarla para obtener de ella las finalidades que pretéritamente se alcanzaban bajo el modelo familiar tradicional: el matrimonio en el que uno solo de los cónyuges obtenía rendimientos económicos y el otro permitía, con su labor en el hogar, la dedicación exclusiva de aquél a las actividades fructíferas. De igual manera también servirá para organizar la economía matrimonial de quienes, aun poseyendo tanto uno como otro empleo o actividad remunerada, entienden que la solidaridad matrimonial debe llevar a igualar patrimonialmente la obtención de rendimientos diferentes. Incluso para quienes, aun sustancialmente iguales en el ámbito laboral o empresarial, optan voluntariamente por la solidaridad patrimonial plena en lugar de la autonomía a la que conduce el régimen de separación. Pero lo que no debe olvidarse en estos dos últimos casos es que la solidaridad que propicia la existencia de una masa patrimonial común —el activo ganancial— debe tener su reflejo en el ámbito del hipotético pasivo consorcial, de forma que todos los activos de uno y otro están sometidos al principio de ganancialidad pasiva que quizás redunde en un momento dado en perjuicio de alguno de ellos. En este sentido, como vengo destacando, parece que ha

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de ser consustancial con el propio sistema el que, al igual que se comunican los rendimientos y ganancias, también se comuniquen las deudas, pues toda actividad que genere ingresos comunes ha de originar asimismo deudas comunes, al menos en la perspectiva externa. Y quizás, aunque la idea exige de una reflexión mas profunda, el modelotipo que en la norma dispositiva deba regular el C.c. sea el de la comunidad universal, natural secuela de la solidaridad patrimonial, que sin embargo es obvio que presente reticencias en nuestro derecho dada la tradicional restricción del régimen comunitario al de adquisiciones constante matrimonio.

13.2. LA ADMINISTRACIÓN INDISTINTA DE LA SOCIEDAD DE GANANCIALES

Como queda dicho, otra de las cuestiones que necesariamente ha de ser, a mi juicio, objeto de reforma es el actual régimen de gestión de los bienes comunes basada hasta ahora, como he puesto de relieve, en el principio de administración conjunta. Principio que tuvo su justificación en el año 1981 pero que hoy carece de fundamento alguno. A tal efecto debe insistirse en que la idea de solidaridad matrimonial, derivada de haberse concertado voluntariamente el régimen de gananciales y el mutuo acceso a los beneficios ajenos, propicia necesariamente reflejar dicha solidaridad sobre la gestión del interés común ante la natural confianza en que uno y otro llevará a cabo la misma de la manera más adecuada a dicho interés. Así deben entenderlo también quienes se relacionen patrimonialmente con la economía conyugal de forma que tal gestión ha de resultar indistinta y sin matización o restricción apriorística alguna, pues los eventuales excesos o fraudes que puedan realizarse por un cónyuge en tal ámbito —ontológicamente inusuales— deberán resolverse, por lo insólito de su acaecer, en la esfera interna del matrimonio sin afectar a terceros confiados en la total comunidad de los esposos a la hora de concertar la dirección de sus negocios. A lo sumo quizás quepa establecer alguna genérica restricción para los actos dispositivos gratuitos y, en su caso, para los que afecten a la estabilidad de la vivienda familiar. No obstante este tema resulta cuestionable precisamente en función de que las medidas defensivas otorgadas al cónyuge que no gestiona

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la economía de la familia se convierten fácilmente en medidas defraudatorias del acreedor. Por ello ha de pensarse si en el modelo de economía conyugal que el legislador busca prima la aceptación de que la vivienda familiar sirva al crédito familiar estando sujeta plenamente a los avatares del discurrir patrimonial del consorcio o, por el contrario, se busque su protección sustrayéndola de la responsabilidad por la actividad económica de una familia que de esta manera perdería parte de su capacidad de crédito. Complementando tal diseño diremos que la crisis afectiva de los esposos, que a estos efectos ha de vincularse con el momento en que se atisbe cualquier indicio de ruptura convivencial, debe producir automáticamente el cese de un sistema basado en la más absoluta confianza, pues la quiebra de la convivencia arrumba frontalmente el fundamento que sirve a la predicada gestión solidaria de los intereses comunes. Las consecuencias de este cambio en el diseño normativo de la gestión de la comunidad conyugal son decisivas pues se evitaría con ello la utilización fraudulenta del principio de cogestión y se garantizaría la seguridad del tráfico —fomentando y propiciando el crédito familiar— en términos mucho más coherentes que los potenciados con el actual sistema que teóricamente se dirige a la protección del interés del otro cónyuge, habitualmente innecesaria en la fase de normalidad convivencial. De esta manera no será ya imprescindible que el acreedor, a efectos de traba de bienes comunes —normalmente los únicos que existen— indague si la deuda encaja en el complejo detalle de los supuestos de responsabilidad externa del art. 1365 C.c. ante actos individuales del cónyuge que gestione con exclusividad los intereses comunes.

13.3.

LA PRESUNCIÓN DE GANANCIALIDAD PASIVA

Corolario natural de la instauración de la actuación indistinta es el que cualquier acto de uno y otro cónyuge responsabilizará en la esfera externa los bienes comunes al margen de las «cuentas» que entre esposos tengan a bien plantearse caso de actuaciones excesivas. Y ello a salvo de que se trate de actuaciones dispositivas gratuitas —fácilmente identificables por los terceros— o atinentes a la estabilidad del domicilio familiar.

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De esta manera, aun sin necesidad de establecerlo expresamente, la gestión indistinta del consorcio determina que deba partirse del principio de ganancialidad pasiva de toda deuda concertada por cualquiera de los esposos que se encuentren sometidos al régimen de la sociedad de gananciales.

13.4.

LA DESAPARICIÓN DE LA CONCEPCIÓN GERMANISTA DE LA CO-PROPIEDAD GANANCIAL

Creo asimismo imprescindible hacer desaparecer definitivamente de nuestras mentes —que no de la regulación positiva donde nunca ha estado— la abstrusa concepción germanista de la propiedad ganancial que, a mi juicio, ninguna ventaja proporciona determinando un innecesario confusionismo sobre una institución poco precisada de ayudas doctrinales para devenir ingobernable. La única comunidad que nuestro C.c. conoce es la proindivisión romana sobre la cual podría proyectarse, sin dificultad alguna, la detentación individual de los bienes gananciales tal y como por ejemplo expresamente refiere el Código s u izo, cuyo art. 215 parte de que los bienes de la comunidad universal matrimonial pertenecen proindiviso a ambos cónyuges sin que el marido y la mujer puedan disponer de su parte salvo conjuntamente como establece su art. 217. Por lo tanto la referida conceptuación debiera ir acompañada, a lo sumo, de la imposibilidad de enajenar uno solo de los esposos durante la vigencia del régimen las cuotas en concretos bienes gananciales afectos a sufragar atenciones familiares, si bien en ningún caso ello impediría la traba y realización de esas mitades indivisas por deudas privativas —si alguna existe—, lo que implicaría necesariamente la desafectación del bien a la «ganancialidad». El hecho de que con el nuevo diseño serían externamente comunes la práctica totalidad de las deudas familiares hace que el tema, teóricamente cuestionable, resultara en la práctica escasamente conflictivo. Alternativamente a este planteamiento comunitario pudiera pensarse —como en sus orígenes se pensó— en la catalogación de la sociedad económicoconyugal como sociedad regular colectiva dotada de personalidad jurídica en términos que permitan aprovechar la tecnología jurídica desarrollada en el ámbito mercantil a propósito de tal institución. Idea que recientemente he oído expresar a PANTALEÓN PRIETO, en absoluto despreciable, susceptible

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de matización y que a mi juicio, junto con sus innegables ventajas, puede presentar problemas de adaptación y sobre todo propiciar, de nuevo, el fraude de acreedores mediante la creación de una figura intermedia que facilite el desvío de actividades desde los esposos hacia su «sociedad» o viceversa, en función de las conveniencias de la evolución patrimonial de la familia. En cualquier caso no hay duda de que apriorísticamente sus ventajas son evidentes en relación con la actual y confusa idea mancomunada de la detentación de los bienes gananciales y que el objetivo básico, antes de proceder a la valoración de cual sea el nuevo modelo a seguir, es el rechazo definitivo de la concepción germanista actualmente vigente. A lo sumo podría convenirse paccionadamente que la propiedad de los bienes adquiridos durante la vigencia de la comunidad se detentase en mano común por si algún recalcitrante de tal concepción, nostálgico del oscurantismo germanista, existe y persistiera en hacer valer las ventajas de su continuidad. Como en reiteradas ocasiones he expresado no he conseguido intuir los beneficios de tal concepción rescatada por nuestro T.S. tras la reforma de 1981 para, en un primer momento, evitar las fraudulentas tercerías de dominio con las que se trataba de encauzar el ejercicio de la facultad del art. 1373 por esposas «pretendidamente» quejosas de la actuación de sus omnipotentes maridos en el trance de hacer frente común contra un acreedor que amenazaba la indemnidad patrimonial de la familia. Tal alteración en la naturaleza de la sociedad conyugal y en la forma de detentación dominical de los bienes comunes permitirá eludir algunas de las más perniciosas disfunciones actuales del sistema: a) En primer lugar simplificará enormemente el tratamiento registral de los bienes conyugales, actualmente rodeado de una complejidad extrema tanto en orden a su inscripción y tráfico (arts. 93 a 95 RH) como en orden a las consecuencias derivadas de la crisis patrimonial de la familia que originen el embargo de tales bienes (art. 144 RH). Respecto de la primera de tales cuestiones la inscripción de cada bien en régimen de comunidad ordinaria se beneficiaría de la simplicidad de tal institución y de la larga tradición existente en tal sentido. Por otro lado la universalidad del pasivo ganancial, en su relación externa, facilitaría asimismo la anotación del embargo sobre bienes comunes para lo que no

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sería obstáculo la individualidad de la deuda con las matizaciones necesarias para la protección de la vivienda familiar si es que se entiende oportuno persistir en ella. b) Sobre todo evitará uno de los grandes males del sistema, atentatorio de los elementales principios de la seguridad del crédito, como lo es la necesidad de liquidar el consorcio conyugal para que pueda aparecer una propiedad actual y concreta sobre determinados bienes en los cuales materializar la traba por parte de los acreedores frente a deudas de uno solo de los cónyuges. Situación insólita pues como tal ha de considerarse el que se obligue a los acreedores a transitar por tan complejo proceso liquidatorio que no tiene parangón en el derecho comparado y que, en su formulación actual, ancla su origen en un distorsionado entendimiento de una pretérita reflexión jurisprudencial —ya manifestada por el TS en la Sentencia de 21 de octubre de 1857— en cuya virtud en tanto no se liquide el consorcio conyugal no se puede saber si existen bienes gananciales. Afirmación cuya razón de ser —hoy absolutamente periclitada— radicaba en que tanto el derecho precodificado como más tarde el viejo art. 1422 del C.c. exigían, para conocer la existencia de tales ganancias, que previamente se entregaran a la esposa sus bienes parafernales y dotales. Fórmula con la que de alguna manera se compensaba la entrega al marido de las omnímodas facultades gestoras del consorcio conyugal. Es decir, en la actualidad la predicada falta de una propiedad actual sobre concretos bienes gananciales —o sobre una cuota de los mismos— en tanto no se liquide el consorcio conyugal ha determinado que el legislador articule un complejo sistema de realización por parte de los acreedores que obliga a la liquidación de la sociedad conyugal si así lo quiere —siempre fraudulentamente— el otro cónyuge (arts. 1373 C.c., 541 LEC y, para colmo, art. 77 de la Ley Concursal). Tal planteamiento es absolutamente inasumible, como queda reiteradamente expresado, por serlo el hecho de que el otro cónyuge pueda eludir la realización inicial de los bienes comunes —en lugar de liquidar los excesos de adjudicación en la esfera interna— mediante la utilización de los mecanismos procesales del art. 541 de la LEC y 77 de la Ley Concursal que obligan al acreedor a iniciar un largo recorrido con paralización de la traba para, finalmente, apremiar exclusivamente la parte que en tales bienes corresponda al cónyuge deudor.

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Pues bien la existencia de cuota —asimismo la alternativa consideración de los bienes como pertenecientes a una sociedad colectiva— obviaría tal problema y facilitaría enormemente la liquidación de la sociedad de gananciales incluso entre esposos una vez abierta la crisis familiar pues podrán acudir, si así lo prefieren, a la división particularizada de la cosa común cuando el único patrimonio ganancial a liquidar sea la vivienda familiar. Esta sería otra de las grandes ventajas a alcanzar con el nuevo diseño, pues evitará el enquistamiento de una situación de conflictividad jurisdiccional que, en supuestos de divorcio y separación, mediatizan enormemente la solución final de la crisis matrimonial generando no pocos episodios de la llamada violencia de género tal y como ya se ha advertido desde instancias políticas5. c) Finalmente es revelador de una solución absolutamente lógica el contenido del 78, apartados 3º y 4º, de la Ley Concursal, que permitiría un derecho preferente del otro cónyuge —como fórmula real de preservar su indemnidad— para, sin perjuicio del acreedor, adquirir el bien ganancial que fuera objeto de hipotética traba por una deuda externamente común.

13.5.

LA REVISIÓN DEL SISTEMA DE REEMBOLSOS

Otro de los grandes males prácticos del sistema radica en la profunda contradicción entre la idea de comunicación ganancial, fruto de la solidaridad conyugal, y la ultradefensa del equilibrio obligacional que se patentiza en la necesidad de reintegrar6 a los patrimonios privativos de todas las cantidades que, a cargo de éstos, se hayan destinado a atenciones comunes: la recu-

5.

Declaraciones del Ministro de Justicia Sr. LÓPEZ AGUILAR al Diario El País, 17 de mayo de 2004.

6. He tenido reciente ocasión de apreciar otra fórmula con la que jurisdiccionalmente se combate el perverso efecto establecido en la Ley si bien, para ello, es preciso una larga cambiada al principio de legalidad. Concretamente el supuesto de hecho radicaba en decidir la privatividad de una indemnización por despido destinada a una atención común. El debate en primera instancia concluye mediante la errada consideración de la ganancialidad de la indemnización, fórmula con la que el Juzgador evita el no querido efecto normativo. La Audiencia de Palencia (SAP de 31 de mayo de 2004) consciente del error del Juzgador considera la privatividad de tal indemnización pero, mucho más alegalmente, mantiene la misma consecuencia afirmando lo que nadie había afirmado: no se ha acreditado el destino de la referida indemnización. Todo menos aplicar la Ley, pues le parece injusta.

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peración en el momento liquidatorio —y actualizadamente— de las sumas privativamente pertenecientes a uno de los esposos, normalmente recibidas a título gratuito inter vivos o mortis causa y gustosamente utilizadas en la mejora de las condiciones de vida familiares, es absolutamente incompatible con la idea de solidaridad que además, como hemos puesto de relieve, no tiene parangón en el régimen disociativo. Por ello entiendo que debe revisarse la expresada idea del equilibrio obligacional y considerar que todos los gastos realizados en atenciones comunes con patrimonios privativos no dan lugar a reembolso alguno en el momento liquidatorio salvo que así expresamente se convenga en el momento del eventual devengo: es oportuno saber por los cónyuges si una determinada liberalidad que uno de ellos tiene para con la familia es tal o por el contrario es una inversión que en un momento dado pretenda recuperar incrementada en el interés legal.

13.6.

PENSIÓN COMPENSATORIA Y GANANCIALIDAD

Si bien la pensión compensatoria y su revisión exige un análisis de más largo aliento sí que parece oportuno sentar, al menos, alguna idea básica de tal institución en relación con la sociedad de gananciales. En este sentido entiendo que la solidaridad matrimonial determina, mientras exista, la posibilidad de que los esposos, como opción económica básica, acepten trasvasarse mutuamente sus rendimientos; normalmente en función de que solo uno de ellos accede a su obtención mientras que el otro se ocupa de las labores domésticas que permiten la dedicación de su cónyuge a las tareas productivas. Diríamos que la comunicación ganancial cumple durante la vigencia de la sociedad conyugal esa función equilibradora o compensadora de los papeles de uno y otro para evitar, evidentemente, un enriquecimiento injusto de quien realiza labores patrimonialmente fecundas en detrimento de quien aporta un esfuerzo necesario para que aquellas otras lo sean. Sin embargo finalizado el régimen resulta difícil pensar en la continuidad de la «comunicación» ganancial —y la pensión compensatoria no es sino eso— pues falta la base esencial para que así se produjera desde el momento en que el divorcio ha hecho que los esposos pasen a ser alimenticiamente extraños entre sí. La labor de asistencia social —única no solventable a través

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del recurso al principio de enriquecimiento injusto— no parece que deba ser atendida por quien carece de vínculo alguno que legitime su prestación. En función de estas reflexiones previas diré que, a mi juicio, la pensión compensatoria solo tiene sentido desde la perspectiva de la ganancialidad como institución que pueda servir para evitar el enriquecimiento injusto de un esposo a costa de otro. Y para ello ya tenemos, en el ámbito del derecho común, el art. 1438 del C.c. que debe ser reorientado y ubicado como norma de régimen matrimonial primario sancionando su aplicación en cualquier régimen y sea cual sea el tipo de colaboración de un esposo a las actividades del otro, no solo la doméstica. En cualquier caso su incidencia debe ser muy diferente tras la disolución de una sociedad de gananciales a la que deba tener tras la extinción de un régimen de separación, pues en aquel caso ha de valorarse que el eventual enriquecimiento se habrá ido compensando, vigente el régimen, con una comunicación patrimonial inexistente en el ámbito de los regímenes disociativos. El fundamento de esa compensación ha de residenciarse exclusivamente en la proscripción del enriquecimiento injusto de alguien a costa de otro tal y como ya está predicando el T.S. para «comunicar» de alguna manera al convivente los bienes que con su colaboración y tras la ruptura haya obtenido su pareja. Dicha fundamentación entiendo que es la misma, medie o no matrimonio, si bien las soluciones cuantitativas de la compensación serán diferentes en función de los expresados factores.

14.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Desde GANIVET a nuestros días hemos caminado mucho. Desde su llamamiento a las hordas bárbaras para que, como mal menor, impusieran su barbarie y de esa manera abdicar del disparate que sería generalizar la instrucción de la mujer no solo hemos andado mucho sino, en estos últimos años, meses, muy deprisa. Quizás sea por ello momento de detenernos para sedimentar impulsos pendulares y evitar los excesos de una inicialmente pergeñada como Ley de Protección Integral a la Mujer, luego Ley Integral contra la violencia doméstica y al parecer hoy Ley Integral contra la violencia do-

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méstica o por razón de sexo, que se aventura coyuntural y mediática, y en cuya beneficiosa incidencia electoral creen firmemente tanto unos como otros prebostes del sistema y sus augures. A pesar de que ya, por fin, empiezan a oírse voces que denuncian una utilización fraudulenta de los poco meditados remedios contra la violencia de género7 contra cuya denuncia ya han clamado, de inmediato, furibundamente, las militantes Asociaciones feministas. Ahora bien, si el camino recorrido por nuestra realidad matrimonial nos ha llevado a la hora de definir el nuevo papel de la mujer a confines inexplorados, la economía del matrimonio, y su diseño legislativo, no ha sufrido en sus pautas estructurales apenas variación alguna quizás por su menor eco mediático. La adaptación al principio de igualdad, acaecido en 1981, no ha hecho sino que finalmente se resientan todas sus costuras. Con tal perspectiva creo que ha llegado ya el momento de alterar todo ello y propiciar dispositivamente desde el C.c. el modelo disociativo dejando la sociedad de gananciales para aquellos matrimonios en los que la situación de desigualdad persista o en los que, como acaeció a Alonso MARTÍNEZ, se piense que la labor de la mujer no deba ser fructífera sino cautelar y ahorradora. Complementariamente entiendo que, como primera medida para adaptarnos al devenir de los tiempos, la implantación del régimen consorcial debe exigir una voluntad expresa de los esposos y, sobre todo, una organización racional del sistema basado en la solidaridad y confianza mutua que ha de llevarse hasta sus últimos extremos de forma que su estructura y reglas no puedan ser nunca utilizadas como instrumento defraudatorio de terceros, tal y como ahora frecuentemente acaece. Ello propiciará también, como se ha expuesto, una relativa simplicidad del abrumador trámite liquidatorio actual que ha de seguirse en supuestos de crisis afectiva. Y dicha finalidad se alcanzará no tanto con el manido e inútil acortamiento de los plazos y trámites procesales —que algo aunque poco ayudará— como a través de la simplificación sustantiva de las reglas sustantivas del sistema que precedentemente hemos expuesto. Lo que en todo caso creo debe interiorizarse por quien tras asomarse a estas páginas se muestre proclive a aceptar alguna de sus ideas es que la ace-

7. Declaraciones de la Juez-Decana de Barcelona (El País, 28 de mayo de 2004). En la misma línea comunicado de los Jueces de Instrucción de Madrid (El País, 29 de mayo de 2004).

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lerada evolución habida tanto en la «inmutable» naturaleza del matrimonio como en el papel de los cónyuges en su seno hace apriorísticamente inservible un modelo anclado en sus líneas básicas en las Leyes de Toro. Desde la hoy periclitada convicción de la existencia de un derecho incontestable del varón para lograr que fuera reintegrada a su poder la mujer que se hubiera escapado del tálamo hasta el alejamiento, anillamiento o incluso encarcelamiento del decimonónico marido que no quiere sino el reintegro de «su» mujer a su natural «auctoritas», el giro ideológico de quienes detentan el poder es copernicano y no ha ido acompañado de una reforma del modelo económico-matrimonial básico. Alguien pensará —si bien al día de hoy es mejor que no lo exprese— que tan excesivo era aquel entendimiento de la represión de género como la que parece que en sentido inverso se nos avecina. Pero, a la vez, tal reflexión nos debe servir para valorar que el hasta ahora inamovible modelo ganancial no puede persistir inmutable ante tan rica y variopinta realidad ideológica. Lo que a Kant o Ganivet servía no puede satisfacernos. Mucho menos a la Magistrada Comas con cuya connivencia espero contar.

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