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LA TEMPORADA DEL MACHETE HABLAN LOS ASESINOS EN RUANDA Un informe realizado por JEAN HATZFELD Traducido del francés por LINDA COVERDALE Prólogo escrito por SUSAN SONTAG FARRAR, STRAUS AND GIROUX/NUEVA YORK
LA PRIMERA VEZ FULGENCE: La primera vez le rompí el cráneo a una señora de la tercera edad con un garrote. Pero ella ya estaba tumbada en el suelo casi muerta, por eso no sentí la muerte al final de mi brazo. Fui a casa esa noche sin siquiera pensar en ello. Al día siguiente maté a algunos vivos y que se habían recuperado. Fue el día de la masacre en la iglesia, así que, fue un día especial. Debido al alboroto, recuerdo que empecé a golpear sin ver a quién, dándole a todo lo que se aproximaba con la multitud, por así decirlo. No podíamos mover las piernas por la aglomeración, y los codos se chocaban. En cierto momento vi un chorro de sangre frente a mis ojos, mojando la piel y la ropa de una persona a punto de caer, a pesar de que la luz era tenue la vi cayéndose. Percibí que venía de mi machete. Miré la cuchilla y estaba húmeda. Me asusté y me deslicé entre las personas para salir, ya sin ver más a esa persona. Cuando estaba afuera, me sentía ansioso por ir a casa, había hecho lo suficiente. Esa persona a la que acababa de golpear era una mamá, y me sentía muy mal, incluso bajo la luz tenue, como para acabar con ella. PANCRACE: No recuerdo a quién asesiné la primera vez porque no identifiqué a esa persona entre la multitud. Había comenzado a asesinar a varias personas sin verles la cara, es decir, yo lanzaba golpes y oía un griterío, pero venía de todas partes, por eso era como una mezcla de los resoplidos y llantos de todos ellos. Aun así, recuerdo a la primera persona que me miró en el momento del golpe mortal. Eso sí significó algo. Si te dan la cara en el instante mortal, los ojos de la persona que asesinas son inmortales. Tienen un terrible color negro. Te estremecen más que los chorros de sangre y el estertor de la muerte, incluso en medio del caos de la agonía. Los ojos de la víctima, para el asesino, son su calamidad si esta lo mira directamente. Representan la culpa de la persona que asesina. ALPHONSE: Fue antes de la decisión sobre la inmensa cantidad total de asesinatos. Un grupo de Tutsis se había retirado al bosque de Kintwi para oponer resistencia. Los vimos detrás de las arboledas, estaban parados con piedras y ramas o herramientas. Los cubrimos con las granadas que algunos de nuestros líderes lanzaron. Luego llegó el gran momento de actuar. Los Tutsis se dispersaron y los perseguimos. En la estampida, un hombre de edad no muy robusto fue derribado mientras corría. Cayó frente a mí. Lo corté por la espalda con mi inkota, una cuchilla filuda para sacrificar ganado, la había tomado esa mañana.
Un joven a mi lado me ayudó de forma silenciosa con su machete, como si la victima fuera suya. Cuando escuchamos que el hombre estaba acabado, mi joven colega me indicó que lo conocía desde hace mucho tiempo. Su propia casa estaba más arriba en la colina donde quedaba la del hombre. Dijo que estaba contento de haberse librado del hombre de esa manera, se podía ver que estaba satisfecho. Yo conocía a este hombre por su nombre, pero no había escuchado nada desagradable sobre él. Esa noche le conté todo a mi esposa. Ella solo conocía detalles generales sobre él; no lo discutimos y me fui a dormir. Todo había salido muy bien, sin necesidad de forcejeo por mi parte. Básicamente, esa primera vez estaba muy sorprendido por la rapidez de la muerte, y también por la suavidad del golpe, si podría decirlo así. Nunca antes había asesinado, nunca había visto la muerte a los ojos, nunca lo había considerado. Nunca lo había intentado en un animal de sangre caliente. Ya que tenía dinero, en las fechas de matrimonios o navidad, solía pagar a un joven para que matara a las gallinas detrás de la casa, solo para evitar todo ese desorden. JEAN-BAPTISTE: Estábamos en un camino regresando de los pantanos. Algunos jóvenes inspeccionaron la casa de un hombre llamado Ababanganyingabo. Ellos lo desaprobaron porque este Hutu de Gisenyi era conocido por asociarse con los Tutsis y bien podría darles una mano. Descubrieron que él había ayudado a algunos Tutsis a esconder sus vacas detrás de su casa, en un corral, creo. Ellos rodearon al hombre y lo dejaron indefenso. Luego escuché mi nombre. Me llamaron porque sabían que estaba casado con una Tutsi. La noticia sobre el ajuste de Ababanganyingabo se estaban difundiendo, las personas aguardaban, todos enardecidos porque habían estado asesinando. Alguien dijo al público: “Jean-Baptiste, si quieres salvar la vida de tu esposa Spéciose Mukandahunga, tienes que aniquilar a este hombre ahora mismo. ¡Es un estafador! Muéstranos que no eres de ese tipo”. Esta persona volteó y ordenó: “Dame una cuchilla”. Yo había elegido a mi esposa por amor a su belleza, ella era alta y muy amable, era muy cariñosa conmigo y yo sentía mucha pena de pensar en perderla. La multitud había crecido. Cogí el machete, di el primer golpe. Cuando vi la sangre borbotear, di un salto atrás. Algunos me bloquearon por detrás y me empujaron adelante por ambos codos. Cerré los ojos en la algarabía y di un segundo golpe como el primero. Estaba hecho, las personas lo aprobaron, estaban satisfechas y se marcharon. Me retiré. Me fui a sentar en la banca de un pequeño cabaret, tomé un trago, nunca volví la mirada en esa infeliz dirección. Más tarde me enteré de que ese hombre siguió moviéndose por dos largas horas antes de morir. Con el tiempo nos acostumbramos a matar sin tantas evasivas. PIO: Había matado pollos pero nunca a un animal de la magnitud de un hombre como una cabra o una vaca. A la primera persona la acabé en un segundo, sin pensar en nada, incluso aunque fuera un vecino muy cercano en mi colina.
En verdad, solo lo reconocí más tarde: le había quitado la vida a un vecino. Quiero decir, en el momento mortal, no vi en él lo que había sido antes; golpeé a alguien que ya no era ni un conocido ni un extraño para mí, que ya no era exactamente ordinario, es decir, una persona a la que ves todos los días. Sus características eran de hecho similares a las de la persona que conocía, pero nada me recordó con firmeza que había vivido a su lado por un largo tiempo. No estoy seguro de que me puedan entender verdaderamente. Lo conocía de vista, sin saber de él. Fue la primera víctima a la que maté; mi visión y mi mente se habían nublado. ÉLIE: Como soldado retirado, ya había matado a dos civiles durante la agitación de algunas protestas en 1992. La primera fue una trabajadora social del área de Kanazi. Tenía buena reputación y un modesto reconocimiento. Apunté una flecha sin pensarlo mucho y le di. La vi caer, aunque no escuché su llanto por la gran distancia que había entre nosotros. Di media vuelta y me alejé a zancadas en dirección opuesta, sin presenciar sus últimos segundos de vida. Posteriormente, me sancionaron con una penalidad. También escuché reprimendas a la distancia por parte de su familia y amenazas de cárcel, pero no me topé con ninguna consecuencia penosa. En 1994, durante los asesinatos en los pantanos, pensé que tenía mucha suerte porque pude usar mi antigua pistola del ejército. Es una de nuestras costumbres militares dejar que un suboficial conserve su arma al final de su carrera. Matar con un arma es un juego en comparación con el machete, no es tan de cerca. ADALBERT: El primer día, no me molesté en matar directamente, porque al inicio mi trabajo era dictar órdenes y dar ánimos al equipo. Era el jefe. Tiré granadas por doquier al tumulto del otro lado, pero sin experimentar los efectos de la muerte, excepto por los gritos. Sobre la primera persona que maté con un machete, no recuerdo los detalles precisos. Estaba ayudando a la iglesia. Di grandes golpes, ataqué hogares en todos los lados, sentí la presión del esfuerzo pero no la muerte, no había dolor personal en el alboroto. Por lo tanto, la que considero como verdadera primera vez y que distingo como un recuerdo perdurable, para mí, fue cuando maté a dos niños, un 17 de abril. Esa mañana rondábamos por ahí, buscando sacar a los Tutsis que podían estar escondidos en terrenos en Rugazi. Me topé con dos niños sentados en la esquina de una casa. Estaban quietos como ratones. Les pedí que salieran; se pararon, querían mostrar que eran buenos. Hice que caminaran delante de nuestro grupo, para llevarlos de vuelta a la plaza de la ciudad en Nyarunazi. Era momento de ir a casa, entonces mis hombres y yo partimos, hablando sobre nuestro día. Como líder, recientemente había recibido una pistola, además de las granadas. Mientras caminaba, sin pensar, decidí ponerla a prueba. Puse a ambos niños uno al lado del otro a veinte metros de distancia, me paré quieto y les disparé dos
veces en la espalda. Era la primera vez en mi vida que usaba una pistola, porque cazar ya no es una costumbre en Bugesera desde que los animales salvajes desaparecieron. Para mí, fue extraño ver a los niños caer sin hacer ruido. Fue casi gratamente fácil. Seguí caminando sin hacer esfuerzo por verificar si ellos estaban realmente muertos. Ni siquiera sé si los llevaron a un lugar más adecuado y los cubrieron. Ahora, con mucha frecuencia, me embarga el recuerdo de esos niños, disparados sin rodeos, como si fuera una broma. IGNACE: Estábamos registrando un terreno cuando alguien gritó que una pequeña tropa de Tutsis estaba escondida en las minas de casiterita negra de Birombe, unas minas abandonadas en la colina de Rusekera. El engaño de los Tutsis nos molestó, fuimos de inmediato en una incursión y los rodeamos. Los que tenían granadas empezaron a lanzarlas hacia los Tutsis, para dispersarlos, pero algunos se habían escondido dentro de los túneles. Lo sabíamos y nos tomó treinta minutos llegar al final de la galería principal y volver. Era muy arriesgado estar en la oscuridad llena de esos peligrosos Tutsis. Por eso cortamos arbustos y recolectamos objetos de madera de las casas desiertas, bloqueamos la galería con esta leña, y encendimos la pila. Los Tutsis murieron por el humo o las llamas, eran veintisiete. Esto pasó el 22 de abril, lo recuerdo perfectamente. Era mi primera expedición mortal y la más lamentable debido a lo desagradable de las quemaduras. LÉOPORD: Desde esa mañana las personas habían empezado a reunir coraje para matar en las calles. Se podían oír los disparos en la cima de la colina Kayumba: eran soldados, dirigiendo a un grupo de fugitivos devuelta a la aldea1 e iglesia de Nyamata. Esto nos indicó que el día se pondría candente. Tomé mi machete, salí de casa y fui al centro de la ciudad. En todas partes, las personas ya estaban cazando. En el mercado vi a un hombre corriendo hacia mí. Bajaba de la colina Kayumba, sin aire y asustado, buscando solo escapar, y no me vio. Yo estaba a la cabeza, y mientras pasaba, le di un corte con el machete al nivel del cuello, en la vena vulnerable. Lo hice naturalmente, sin pensar. Apuntarle fue simple, ya que el hombre no se defendió. No hizo ningún movimiento de defensa, cayó sin gritar, sin quejarse. No sentí nada, solo lo dejé caer. Miré alrededor; los asesinatos seguían por todas partes. Seguí persiguiendo a los fugitivos todo el día. Era extenuante y estimulante, como una distracción imprevista. Ni siquiera llevé la cuenta. No lo hice durante el enfrentamiento, ni después, ya que sabía que comenzaría de nuevo. No puedo decir, sinceramente, a cuántos maté, porque olvidé a algunos a lo largo del camino. 1
Grupo de construcciones (escuelas, clínicas, hospitales, residencias) alrededor de una iglesia. Nota del traductor.
El hombre al que maté en el mercado, puedo contar el recuerdo exacto de esto porque él fue el primero. Para otros, esto es tenebroso, ya no puedo llevar un registro en mi memoria. No los considero importantes; en el momento de esos asesinatos ni siquiera noté la cosa diminuta que me convertiría en un asesino.
APRENDIZAJE ADALBERT: Varios agricultores no se sentían capaces de matar, pero resultaron ser escrupulosos. En cualquier caso, la manera de hacerlo fue por medio de la imitación. Hacerlo una y otra vez: la repetición solucionó la torpeza. Creo que es así para cualquier tipo de trabajo manual. PANCRACE: Muchas personas no sabían cómo asesinar, pero esa no fue una desventaja, porque había interahamwe para guiarlos en sus primeros pasos. Al principio el interahamwe llegó en bus de las colinas vecinas para echar una mano. Eran más hábiles, más imperturbables. Claramente estaban más especializados. Daban consejos sobre qué caminos tomar y qué golpes usar, qué técnicas. Al pasar, gritarían: “Haz como yo. Si crees que lo estás haciendo mal, ¡pide ayuda!”. Usaban su tiempo libre para iniciar a aquellos que parecían frágiles con su forma de matar. Ese entrenamiento sucedía solo los primeros días; después teníamos que arreglárnosla y pulir nuestros rudimentarios métodos. ALPHONSE: La primera vez cortas tímidamente, después el tiempo te ayuda a acostumbrarte a esto. Algunos colegas aprendieron la forma exacta de golpear, al costado del cuello o en la parte posterior de la cabeza, para precipitar la muerte. Pero otros colegas eran muy torpes hasta el final. Sus movimientos eran lentos, no se atrevían, golpeaban el brazo en lugar del cuello, por ejemplo, luego corrían gritando: “Ya está, ¡yo maté a este!”. Pero todos sabían que era mentira. Un especialista tenía que intervenir, alcanzar al objetivo y deshacerse de él. ÉLIE: El garrote es más devastador, pero el machete es más natural. Los ruandeses están acostumbrados al machete desde su niñez. Agarrar un machete, es lo que hacemos todas las mañanas. Cortamos sorgos, podamos árboles de plátanos, cortamos vid, matamos pollos. Cada mujer y niña pequeña pide prestado el machete para las tareas simples, como cortar leña. Cualquiera que sea el trabajo, el mismo gesto siempre fluye sin problemas a través de nuestras manos. La cuchilla, cuando se usa para cortar ramas, animales u hombres, no tiene nada que decir. Al final, un hombre es como un animal: le das un golpe fuerte en la cabeza o el cuello y se van al suelo. En los primeros días, algunos que ya han sacrificado pollos, y especialmente cabras, tienen ventaja, lo cual es entendible. Después, todos se acostumbran a la nueva actividad y los holgazanes se ponen al corriente. Solo los jóvenes, muy fuertes y deseosos, usan los garrotes. El garrote no tiene ningún uso en la agricultura, pero es más adecuado para la forma en que ellos intentan destacar, de pavonearse en la multitud. Lo mismo pasa con las lanzas y
arcos: aquellos que aún las tienen pueden considerar entretenido prestarlas o hacer alarde de ellas. PIO: Hubo algunos que resultaron ser asesinos naturales, y ellos respaldaban a sus camaradas en lugares peligrosos. Pero cada persona tenía permitido aprender a su propia forma, de acuerdo a su carácter. Se mataba de la forma en que se conocía, de la forma en que se sentía, cada uno a su propio ritmo. No había instrucciones formales sobre cómo hacerlo, pero sí de continuar en eso. También debemos mencionar un algo destacable que nos estimulaba. Muchos Tutsis mostraban un miedo terrible a ser asesinados, incluso antes de que empezáramos a golpearlos. Dejaban de lado su perturbadora agitación. Se encogían de miedo o se mantenían inmóviles. De este modo, ese terror nos ayudaría a golpearlos. Es más tentador matar a una cabra temblorosa y quejumbrosa que a una llena de vida y juguetona, si se puede decir así. FULGENCE: A los torpes se les seguía con precaución, por su posible incompetencia. El interahamwe les hacía cumplidos o reprimendas. A veces, si querían ser estrictos, la amonestación era acabar con la persona herida, lo que fuese necesario. El culpable tenía que continuar el trabajo hasta el final. Lo peor era ser forzado a hacerlo frente a tus propios colegas. Éramos muy pocos al inicio. Eso no duró mucho, gracias a nuestra familiaridad con el machete en los campos. Es tan natural. Si a ti y a mí nos dan un bolígrafo, tú probarás tener más comodidad al escribir que yo, sin celos de mi parte. Para nosotros, el machete fue lo que aprendimos a usar y afilar. También, para las autoridades, es más económico que las pistolas. Por lo tanto, aprendimos a hacer el trabajo con el instrumento básico que teníamos. JEAN-BAPTISTE: Si pruebas ser muy inocente con el machete, se te podría privar de recompensas, para acercarte a la dirección correcta. Si un día se burlan de ti, no te tomaste el tiempo para desarrollarte bien. Si fuiste a casa con las manos vacías, podrías incluso ser regañado por tu esposa y tus hijos. En cualquier caso, cada uno tiene una forma propia de matar. Alguien que no se acostumbró a liquidar a su víctima podría seguir caminando o pedir ayuda. Encontraría a un camarada de apoyo detrás de él. Ningún colega se ha quejado de ser maltratado por su torpeza. Las burlas y mofas, podrían ocurrir, pero nunca malos tratos. LÉOPORD: Solo tomé el machete: uno porque tenía uno en casa, y dos porque sabía cómo usarlo. Si tienes habilidad con una herramienta, es fácil usarla para todo, como limpiar la maleza o matar en los pantanos. El tiempo permitió a todos mejorar su forma de hacerlo. La única regla estricta era llegar con un machete que corte bien. Se les afilaba por lo menos dos veces a la semana. Esto no era un problema gracias a nuestras piedras de afilar.
A cualquiera que golpeara chueco, o solo pretendiera golpear, lo alentábamos, le dábamos sugerencias para mejorar. Él también se le podría obligar a tomar otro turno con un Tutsi, en un pantano o frente a una casa, y a matar a la víctima antes que sus colegas, para garantizar que ha escuchado bien. JOSEPH-DÉSIRÉ: Los chapuceros, siempre hay algunos de ellos alrededor, especialmente cuando despachamos a los heridos. Si naciste tímido, es difícil cambiarlo con los pantanos llevando sangre. Por eso, aquellos que se sienten relajados ayudan a los que se sienten incómodos. Esto no es formal mientras se mantenga. IGNACE: Algunos cazan como cabras que comen pasto, otros como bestias salvajes. Algunos cazan lentamente porque tienen miedo, algunos porque son perezosos. Algunos golpean suavemente con maldad, algunos golpean tan rápido como para acabar e ir a casa temprano a hacer algo más. Eso no era importante, era la técnica y personalidad de cada uno. A mí se me exoneró de recorrer a pie los pantanos porque era mayor. Mi trabajo era patrullar sigilosamente a través de los campos circundantes. Elegí el método ancestral, con arco y flechas, para atravesar a algunos Tutsis que pasaban por el camino. Como un veterano, conocía ese estilo de cacería vigilante desde mi niñez. Jean: “Esta es una costumbre de Ruanda que los pequeños niños imiten a sus padres y hermanos mayores, al ir tras ellos para copiar. Es así como aprenden sobre el arte de la siembra y la cosecha de las primeras eras. Así es como muchos empiezan a merodear tras los perros, para ubicar a los Tutsis y ponerlos al descubierto. Así es como unos cuantos niños empezaron a matar en los arbustos circundantes. Pero no en la mugre de los pantanos. Allí abajo era muy difícil para los pequeños moverse con libertad. De todas formas, estaba prohibido por los intimidadores”. Clémentine: “Yo vi a padres enseñando a sus hijos cómo cortar. Les hacían imitar los golpes del machete. Demostraban su habilidad en los muertos, o en los vivos que habían capturado durante el día. Los niños usualmente lo intentaban con otros niños, porque tenían similar tamaño. Pero la mayoría de las personas no quería involucrar a los niños directamente en esos actos sangrientos, pero sí podían ver, claro”.