La Viña de Naboth. La República Dominicana TOMO I

La Viña de Naboth La República Dominicana 1844-1924 TOMO I Ruinas del Alcázar de Colón SUMNER WELLES LA VIÑA DE NABOTH La República Dominicana 18

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La Viña de Naboth La República Dominicana 1844-1924 TOMO I

Ruinas del Alcázar de Colón

SUMNER WELLES

LA VIÑA DE NABOTH La República Dominicana 1844-1924

TOMO I

Basado en la traducción de MANFREDO A. MOORE Corrección, ampliación y actualización de la traducción de RAMÓN CEDANO MELO

Sociedad Dominicana de Bibliófilos Inc.

SOCIEDAD DOMINICANA DE BIBLIÓFILOS 2006

Sumner Welles, Benjamin La Viña de Naboth. / Sumner Welles Santo Domingo, República Dominicana Sociedad Dominicana de Bibliófilos 3ra. edición en castellano. 398 páginas ISBN: 9945-8558-4-0 (Encuadernación de lujo) 9945-8558-1-6 (Encuadernación rústica)

TEMA DE LA OBRA Historia Dominicana

© Colección Bibliófilos 2000 Sociedad Dominicana de Bibliófilos (2006) SUPERVISIÓN DE LA EDICIÓN: Octavio Amiama De Castro

COORDINADOR POR BANRESERVAS: Luis O. Brea Franco CUIDADO DE EDICIÓN: Mario Suárez

DISEÑO GRÁFICO Y DIAGRAMACIÓN ELECTRÓNICA: Iris M. Cuevas

DISEÑO DE PORTADA: Carla Brea

IMPRESIÓN: Editora Manatí

Impreso en la República Dominicana Printed in the Dominican Republic

BANCO DE RESERVAS DE LA REPÚBLICA DOMINICANA Daniel Toribio A DMINISTRADOR GENERAL M IEMBRO EX OFICIO

CONSEJO

DE

DIRECTORES

Lic. Vicente Bengoa S ECRETARIO DE ESTADO P RESIDENTE EX OFICIO

DE

FINAZAS,

Lic. Mícalo E. Bermúdez M IEMBRO V ICEPRESIDENTE Dra. Andreína Amaro Reyes S ECRETARIA GENERAL V OCALES Ing. Manuel Guerrero V. Lic. Domingo Dauhajre Selman Lic. Luis A. Encarnación Pimentel Dr. Joaquín Ramírez de la Rocha Lic. Luis Mejía Oviedo Lic. Mariano Mella S UPLENTES DE VOCALES Lic. Danilo Díaz Lic. Héctor Herrera Cabral Ing. Ramón de la Rocha Pimentel Ing. Manuel Enrique Tavárez Mirabal Lic. Estela Fernández de Abreu Lic. Ada N. Wiscovitch C.

SOCIEDAD DOMINICANA DE BIBLIÓFILOS CONSEJO DIRECTIVO Mariano Mella P RESIDENTE Dennis R. Simó V ICEPRESIDENTE Tomás Fernández W. T ESORERO Manuel García Arévalo V ICETESORERO Octavio Amiama de Castro S ECRETARIO Sócrates Olivo Álvarez V ICESECRETARIO Julio Ortega Tous Eugenio Pérez Montás Miguel De Camps Mu-Kien Sang Ben Edwin Espinal V OCALES Antonio Morel C OMISARIO DE C UENTAS José Alcántara Almánzar Andrés L. Mateo Manuel Mora Serrano Virtudes Uribe Eduardo Fernández Pichardo Amadeo Julián Guillermo Piña Contreras Emilio Cordero Michel A SESORES Enrique Apolinar Henríquez † Gustavo Tavares Espaillat Frank Moya Pons Juan Tomás Tavares K. Bernardo Vega José Chez Checo Juan Daniel Balcácer E X PRESIDENTES Jesús Navarro Zerpa O JECUTIVO D IRECTOR EJECUTIV

Estatuilla otorgada a la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc. Premio Brugal Cree en su Gente. Renglón Ar te y Cultura. Año 2004.

CONTENIDO PRESENTACIÓN, por Daniel Toribio .................................................... 13 INTRODUCCIÓN, por Mariano Mella ................................................... 15 PRÓLOGO, por Octavio Amiama De Castro ....................................... 17 PRÓLOGO, por Dr. L. S. Rowe ................................................. 29 INTRODUCCIÓN ..................................................................... 31 CAPÍTULO I. LOS

PRIMEROS AÑOS DE INDEPENDENCIA .................... 71

CAPÍTULO II. SANTANA

Y

BÁEZ ............................................. 127

CAPÍTULO

III.

LA

CAPÍTULO

IV.

REPERCUSIONES

OCUPACIÓN ESPAÑOLA

................................. 183

DE LA INSURRECCIÓN ...................

241

CAPÍTULO V. NEGOCIACIONES PARA LA ANEXIÓN A LOS ESTADOS UNIDOS ..................................................................... 285 CAPÍTULO

VI.

CAPÍTULO

VII.

ÍNDICE

DE BÁEZ LA

A

HEUREAUX ..................................... 321

DICTADURA DE

DE NOMBRES

ULISES HEUREAUX ................. 345

........................................................... 383

PRESENTACIÓN Constituye para mí un alto honor, en mi calidad de Administrador General del Banco de Reservas, presentar a la consideración de los dominicanos esta reedición de la conocida obra: “La Viña de Naboth”, de Benjamín Sumner Welles, quien fuera comisionado del presidente estadounidense Warren Harding, durante los años 1922 al 1925, para negociar el cese de la ocupación de los Estados Unidos en nuestro país, iniciada en el 1916. La nueva versión, realizada con pulcritud por el Lic. Ramón Cedano, presenta un texto bien depurado, fiel en su totalidad al original inglés correspondiente a la edición de 1928. Es una traducción que corresponde línea por línea al texto de base. Se pueden resaltar como novedades de esta edición, la inclusión de las notas de referencia del autor, colocadas a pie de página, que fueron omitidas en las traducciones anteriores. Estas notas resultan un instrumento indispensable para los académicos, investigadores y lectores acuciosos, porque facilita el cotejo de las fuentes primarias utilizadas para redactar el libro. Otro aporte es que la división de los capítulos, en cada tomo, corresponde a la versión original. El tomo I comprende los capítulos del 1 al 7; y en el II, aparecen los capítulos del 8 al 16 y los apéndices, anexando en la presente edición todos los documentos y fotografías que aparecían en la edición original en inglés. El libro de Sumner Welles ofrece una interpretación de la historia dominicana, que tiende a subrayar la fragilidad institucional y la preeminencia en nuestra historia de líderes con personalidades complejas, poca instrucción y reducidos horizontes históricos. Esta fue la causa principal —a su juicio— del fracaso de la República y constituye la mejor justificación —según el autor— para la deplorable ocupación norteamericana del 1916. Habría que resaltar que Sumner Welles, a raíz de su misión como negociador del fin de la ocupación, trabó gran amistad con el presidente Horacio Vásquez, de quien se ha dicho fue el directo inspirador de la obra.

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Para situar adecuadamente la figura y la incidencia histórica de Benjamín Sumner Welles habría que recordar, que poco después de la conclusión de la ocupación estadounidense en el país, tendría la espinosa misión de actuar como embajador de los Estados Unidos en Cuba, en los años difíciles de las postrimerías de la dictadura de Gerardo Machado; fue actor de primera fila en el proceso de transición que tuvo como protagonista al entonces sargento Fulgencio Batista, quien desde la mitad de los años treinta hasta la llegada de Fidel Castro dominó la política cubana. Antes de concluir, deseo resaltar la productiva colaboración que se ha establecido entre nuestra institución y la benemérita Sociedad Dominicana de Bibliófilos, fundada en el año 1973, con la finalidad de promover el conocimiento de lo dominicano mediante la publicación y difusión de obras de importancia indiscutible sobre nuestro país, su historia y su cultura. El libro que presentamos es el primer fruto vigoroso de esa intensa unión de esfuerzos que —espero— ayude a consolidar los estudios acerca de las diversas vertientes en que se expresa la rica identidad de nuestro pueblo. Daniel Toribio Administrador General

INTRODUCCIÓN El Consejo Directivo de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc., siente especial satisfacción en publicar La Viña de Naboth, del destacado escritor norteamericano Benjamin Sumner Welles, con prólogo de nuestro Secretario, el abogado, escritor y diplomático Octavio Amiama De Castro. La publicación de esta obra constituye un eslabón de extraordinaria importancia para el estudio de “esas oscuras etapas de nuestra vida pública”. El Banco de Reservas de la República Dominicana, con su Administrador General, Daniel Toribio a la cabeza, se ha asociado a nuestro esfuerzo otorgando el apoyo financiero necesario para la edición de esta importante obra, gesto que agradecemos profundamente. Esta obra ha sido traducida magistralmente del original en inglés por el licenciado Ramón Cedano, a quien expresamos nuestro agradecimiento. Esperamos que la presente edición sirva a los lectores para entender mejor el pasado y sus consecuencias en el presente. Mariano Mella Presidente Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc. Santo Domingo, D. N., República Dominicana Septiembre del 2006.

PRÓLOGO A la presente reedición de la obra de Benjamin Sumner Welles, La Viña de Naboth.

POR OCTAVIO AMIAMA DE CASTRO, Secretario de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos. Esta obra que nuestra Sociedad de Bibliófilos se ha propuesto reeditar, fue publicada originalmente en idioma inglés, por la Editora Payson & Clarke de New York, en 1928, con prólogo de Leo S. Rowe, director de la antigua Unión Panamericana. Dicho libro constaba de 2 volúmenes. La primera edición en lengua castellana fue impresa en Santiago de los Caballeros, República Dominicana, y fue objeto de una correcta traducción por parte del señor Manfredo Moore, por encargo de la Sociedad Amantes de la Luz de la mencionada ciudad, e impresa en la Editorial “El Diario” en 1939. Se ha especulado —y con probabilidad de que sea cierto— que la publicación de esta obra en nuestro país fue hecha obedeciendo al interés de la tiranía imperante en esos años para tratar de congraciarse con Sumner Welles, intención ésta, que de ser cierta, fue infructuosa. El 4 de abril de 1939, Henry Norweb, ministro encargado de la legación de los Estados Unidos de América en República Dominicana, le informó a Sumner Welles, que de acuerdo con la opinión del Dr. Julio Ortega Frier, el libro Naboth´s Vinegard había sido traducido en la Universidad de Santo Domingo; que pronto habría de ser publicada con su permiso, y que algunas cinco mil copias serían distribuidas en éste y otros países latinoamericanos. Igualmente entendía que el mismo proceso se estaba llevando a cabo en la publicación de la obra de Melvin M. Knight “The Americans in Santo Domingo”, editada en Nueva York en 1928 y luego traducida y publicada en 1939 por la Universidad de Santo Domingo, hoy Autónoma. Esta obra en su forma impresa fue un extracto o resumen del estudio original, que debió ser mucho más detallado y mejor documentado, pero este no ha podido ser localizado para su publicación

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íntegra, pese a sostenidos esfuerzos por parte de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, según se expresa en las palabras liminares de la edición que lleva el número 37 de nuestra colección de Cultura Dominicana, de 1980, impresa en la cantidad de 2,250 ejemplares. Como dato curioso que revela que Norweb se llevaba bien con Trujillo está la anécdota de que el Generalísimo le obsequiara al diplomático norteamericano una medalla de oro de 24 quilates y de una onza troy de peso, vaciada, no acuñada. Dicha medalla, de la cual solo se hicieron unos tres o cuatro ejemplares, fue subastada por el suscrito a los sucesores de Norweb. Puede verse la imagen de dicha medalla, su anverso y reverso, en las portadas del libro Mito y Cultura en la Era de Trujillo, de Andrés L. Mateo, 1993. Al parecer, los editores de la primera traducción al idioma de Cervantes de La Viña de Naboth, o quizás su traductor, o quienes encargaron la edición, suprimieron de la versión original en inglés varios párrafos y notas de la obra los cuales les parecieron inconvenientes publicar en la edición en castellano de la obra. Posteriormente, a mediados de la década de los años setentas del pasado siglo, la Editora Taller, de Santo Domingo, empresa que ha realizado una invaluable labor de rescate de numerosas obras escasas de nuestra bibliografía, reeditó en castellano la obra de Sumner Welles, enriqueciéndola con algunos interesantes documentos anexos, como un memorándum presumiblemente escrito por Julio Ortega Frier, relativo a la intervención del señor Benjamín Sumner Welles en la República Dominicana. Ambas ediciones en castellano, la de la Editora El Diario, de 1939, así como la primera reedición de la Editora Taller, 1975, se han ido tornando casi imposibles de obtener. Según se afirma, la edición completa de 1939 permaneció íntegramente guardada en un almacén de dicha empresa, pudiendo ser conocida por un limitado grupo de personas, porque empleados de la Editora El Diario pudieron sacar subrepticiamente algunos ejemplares de La Viña de Naboth. Por la doble razón de su escasez y de la importancia que reviste la obra en cuestión para los numerosos interesados en el estudio de esas oscuras etapas de nuestra vida pública, la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, con su propósito llevado a cabo por varias décadas de democratizar el conocimiento de obras que antaño solo podían ser encontradas en algunas selectas bibliotecas, ha desarrollado la noble y valiosa voluntad de que las obras mas importantes de nuestra bibliografía (escritas y editadas en nuestro país o en el exterior) pudieran llegar a precios económicos a las manos de las personas interesadas en adquirir estas obras clásicas. Continuando con esta tradición la sociedad se ha propuesto realizar una nueva reedición de La Viña de Naboth, esta vez en forma más completa, traducida del libro original en inglés de 1928, con mucho acierto y dedicación por el Lic. Ramón Cedano.

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Curiosamente, como expresa el gran escritor argentino Jorge Luis Borges (A quien le fuera negado injustamente el Premio Nobel de Literatura), quien escribe acerca de la vida como un “inexplicable laberinto de destinos”. Ese destino condujo a dos hombres de una misma familia en tiempos históricos distintos a jugar un destacado papel en la historia de una isla del Caribe… La República Dominicana. El senador Charles Sumner, quien era tío abuelo de Sumner Welles, nació en el seno de una familia acomodada de Boston, Massachussets, en la segunda década del siglo XIX. Su destino fue el de cruzarse con el de una porción de nuestra pequeña isla en el mar Caribe, como también le sucedería a su sobrino Nieto, Benjamín Sumner Welles, algunas decenas de años más adelante por este extraño cuadro de destinos cruzados, que hacen más amenas e interesantes las historias. Nacido en el mes de enero de 1811, en la mañana de los Reyes Magos, Charles Sumner sería para los adeptos a horóscopos un típico capricorniano. En 1834, a los 23 años de edad, alcanzó su graduación como abogado en la prestigiosa Escuela de Leyes de la Universidad de Harvard, siendo admitido poco después a postular en los tribunales. El prefirió, no obstante, invertir los siguientes tres años de su vida en viajar y anudar relaciones en Europa, como era y es usual entre los vástagos de familias acomodadas en cualquier parte del mundo. En 1841 lo encontramos ya establecido en un bufete en su ciudad natal. Pero observamos que, como es frecuente entre abogados, poco a poco se fue inclinando por la docencia en su misma Alma Mater de Harvard. Sumner tuvo un destacado papel en la elevación e impulso del sistema de instrucción pública en Massachussets, así como el de la reforma de las prisiones. Una de sus más brillantes facetas consistió en ser un destacado paladín de la abolición de la esclavitud. Un 24 de abril (unos ciento catorce años antes de la llamada Guerra Civil en Santo Domingo, que tuvo su especie de colofón con la segunda intervención armada norteamericana en el país) Charles Sumner fue electo senador. Estando en funciones senatoriales, tuvo un altercado con un colega, el cual estaba iracundo por algunos comentarios emitidos por Sumner relativos al estado de la Unión, que el senador ofendido representaba. La discusión pasó de las palabras a los hechos y Sumner acabó recibiendo una terrible golpiza cuyos efectos se prolongaron por tres años. Su estado natal lo reeligió con el argumento de que su silla vacía era “la muestra más elocuente del fracaso de la libertad de palabra y de la resistencia a la esclavitud”. Algún tiempo después fue designado jefe del Comité de Relaciones Exteriores del Senado de los Estados Unidos de América. Fue en el desempeño de esas funciones que le tocó oponerse a las tentativas del presidente Ulises Simpson Grant, elegido en 1869, a los 46 años de edad (solo

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superado en juventud en ese alto oficio, por John Fitzgerald Kennedy), quien concibió el propósito de anexarse la porción dominicana de la isla de Santo Domingo, incitado desde la misma isla por políticos corruptos, empeñados en la venta de su patria. Jean Price-Mars, el eximio historiador haitiano, dice de Charles Sumner, que: “Glorificaba donde se erguía los imperecederos valores de la fraternidad e igualdad, de alta talla moral”. Haití sentía temores por el hecho de que si los EE.UU. se adueñaban de la República Dominicana podían tentarse a reestablecer la esclavitud de los pobladores de la raza negra, así como ver alejarse las posibilidades de conquista de nuestro territorio. En diciembre de 1870, el presidente Grant envió al Congreso sus memorias en las cuales se enumeraban las supuestas ventajas que podían obtenerse de anexar la República Dominicana a la Gran Unión. Fue en esa oportunidad que Sumner pronunció su célebre discurso inspirado en el tema que se expresa en el Primer Libro de los Reyes, en su capítulo vigésimo primero, versículos 1, 2 y 3 de la Biblia, que tratan de “La Viña de Naboth”. Ocurrió, según relata dicho texto, que Naboth, de la tribu de Jezrael, poseía una viña cerca del palacio del Rey Acab, de Samaria. El rey se dirigió a Naboth y le dijo: dame tu viña para hacer mi huerto, ya que está muy cerca de mi casa y en cambio, te daré una viña mejor o si te parece, la pagaré con dinero. Entonces Naboth le dijo al rey: el Señor me prohíbe que yo entregue la heredad de mis padres. Acerca de este pasaje, veamos lo que dice Price-Mars: “El orador extrajo del simbolismo bíblico la lección moral que su elocuencia punitiva administraba a quienes en el mar Caribe se obstinaban en enajenar la heredad de sus padres”. Los años finales de Sumner fueron amargados por el fracaso de algunos de sus más preciados logros. Luego de ser depuesto de su cargo en el Senado, fue objeto de un intento de voto de censura que al final fue anulado. Pero Sumner, haciendo caso omiso del consejo de su médico, se presentó al hemiciclo a oponerse a su voto de censura. Al parecer, la vehemencia de los debates y las consiguientes emociones agitaron más de lo debido su viejo y cansado corazón. La noche anterior había sentido los alarmantes síntomas de una angina pectoris. Al siguiente día falleció, a los 63 años de edad, transcurría el año de 1874. No cabe la menor duda de que la valiente postura del senador contra las reiteradas tentativas del presidente Grant de anexarse la Republica Dominicana, le produjeron amargos resentimientos al presidente, en contra de su persona. No obstante que algunas de las razones aducidas por Sumner para oponerse a la anexión de nuestro país no fueron “muy elegantes”, debemos agradecer su defensa de nuestra independencia, así como se lo han agradecido los haitianos.

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Benjamín Sumner Welles, el autor de la obra que ha reeditado la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, nació en 1892 en el seno de una familia de buena posición, que cimentaba su prestigio en el hecho de que sus ascendientes habían llegado a América a bordo del navío Mayflower, donde numerosos peregrinos provenientes de la Gran Bretaña desembarcaron en Plymouth en 1620, aspirando a la libertad de cultos y a una mejoría económica en sus vidas. Cuando Welles abrió sus ojos a la luz, una gran parte del mundo se aprestaba a la celebración del IV Centenario del Descubrimiento de América. Siendo un niño, actuó como paje en las bodas de Franklyn Delano Roosevelt con su prima Anna Eleanor Roosevelt. Desde entonces Welles fue considerado como un miembro de esa influyente y prestigiosa familia. Estudió en Groton y en Harvard, llegó a expresarse en seis idiomas y su instinto para la política internacional era notable, por no decir excepcional. Luego de su graduación en 1914, el joven Benjamín Sumner Welles inició su carrera diplomática como Secretario de la Embajada Americana en Japón. Más tarde, fue trasladado a Buenos Aires, ciudad donde perfeccionó sus conocimientos de la lengua española y se familiarizó y compenetró con la idiosincrasia y las costumbres latinoamericanas. El presidente Harding lo comisionó desde 1922 hasta 1925 para dirigir las negociaciones que tuvieron como resultado la terminación del gobierno militar de ocupación en la República Dominicana. Expresan Alan R. Millet y Peter Mallowsri en su documentada Historia Militar de los Estados Unidos, que “En el centro del soleado Caribe, la verde isla de La Española, inquietaba también al Departamento de Estado, principalmente porque sus gobiernos pretendían la intervención extranjera e intencionalmente fracasaban en establecer administraciones eficaces y democráticas”. En abril de 1933, Benjamin Sumner Welles, Subsecretario de Estado para Asuntos Latinoamericanos, tuvo que dejar temporalmente ese cargo para asumir el de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de los EE.UU. en Cuba. Fue el enviado personal del presidente Roosevelt en los difíciles días que precedieron y siguieron a la caída de la dictadura del presidente Gerardo Machado, y el paso del poder al coronel Fulgencio Batista. Las ocupaciones gemelas que duraron hasta 1924 en la Republica Dominicana y hasta 1934 en Haití, absorbieron muchas unidades de infantería de marina destinadas a la instrucción como parte de la Fuerza de Base Avanzada y no acreditaron especialmente al cuerpo, el cual fue acusado de cometer atrocidades. La efectividad general de la administración militar norteamericana en ambos países no resultó duradera o despertó las simpatías públicas y las dos naciones cayeron en dictaduras tras la retirada de los Estados Unidos. Las tareas de Welles que tuvieron como resultado la terminación del gobierno militar de ocupación en la República Dominicana, así como la

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evacuación de los contingentes militares de la fuerza de ocupación al decir de ciertos autores, fueron desempeñadas con sumo tacto, notable habilidad y modestia ejemplar. En el cumplimiento de su encomienda, anudó una buena amistad con el presidente dominicano Horacio Vásquez Lajara, quien quedó en el poder tras la intervención. En 1932, al llegar a la presidencia de los Estados Unidos de América, Franklin Delano Roosevelt, éste invitó a Sumner Welles a que le asesorara sobre asuntos latinoamericanos. Un año más tarde, Welles se convirtió en el arquitecto de la política del Buen Vecino, gracias a su posición como Secretario de Estado Adjunto. Como Secretario de Estado interino, el día 19 de octubre de 1937, remitió al presidente Roosevelt un informe emanado de la Legación Americana en Santo Domingo, en el cual se reportaban fieros sucesos en la frontera de este país con Haití, que habrían producido ya “centenares o miles de muertos y heridos”. En su carta Welles afirmó que “El presidente de Haití se ha comportado con un extraordinario grado de prudencia. Ha logrado obtener del presidente de la Republica Dominicana su aquiescencia para que sea llevada a cabo una investigación conjunta, hecha por ambos países y al parecer se ha confirmado el pago de compensaciones”. Carlos Dávila (1887-1955), eminente político chileno, quien fuera presidente de su país en 1932 y posteriormente Secretario General de la OEA desde 1954 hasta 1955, vino comisionado a Santo Domingo y se instaló en unas oficinas en la calle de Las Damas de la Zona Colonial, donde trabajaba en ropa interior por el calor, examinando las distintas propuestas hechas con la finalidad de resolver la crisis generada por la matanza de haitianos por efectivos militares dominicanos alentados por Trujillo. En esas investigaciones de Dávila, contribuía el experto internacionalista italo-cubano Orestes Ferrara. Finalmente fueron desechadas varias propuestas, unas que pedían que se aplicara el Pacto Gondra, otras que se estableciera una vigilancia internacional en la frontera dominico-haitiana, etc., y se concluyó que el consejo más atinado y práctico de todos los examinados, lo constituía una sugerencia hecha por el Lic. Manuel Antonio Amiama (1899-1991) quien era miembro de una comisión que se reunía en la Cancillería Dominicana. La propuesta en cuestión, que se explicaba en una simple página era dejar de lado todos los tratados internacionales y proceder a establecer una indemnización que debía ser pagada por la Republica Dominicana al gobierno haitiano. Trujillo asustado por las consecuencias de sus acciones, decidió acallar todas las voces que le acusaban y procedió a ofrecer la suma de US$750,000.00

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como compensación a haitianos desplazados, muertos o heridos, así como a reparar los daños de locales o propiedades que detectaran en territorio dominicano. El dinero pasó de las manos más o menos mestizas o mulatas de los dominicanos, a las manos más o menos negras de los haitianos y ¡san! se acabó. Y los muertos: ¡Bien gracias!. Unos diez años más tarde, laborando el Lic. Manuel A. Amiama como Consultor Jurídico del Poder Ejecutivo, algunas veces tenía que ver a Trujillo en el despacho de éste, tan pronto llegaba, Trujillo tomaba de un estante cercano un tomito delgado encuadernado en piel roja y agitándolo le decía: aquí tengo tu propuesta. No cabe duda que eres de mis mejores “salomones” (como denominaba a sus mejores asesores). Ignorante de esos hechos plenamente, el valioso y afectuoso periodista Dr. Francisco Dorte Duque, escribió un artículo sobre el consejo que “Orestes Ferrara diera a Trujillo”. De este modo sorteó el tirano la crisis más peligrosa de su prolongado mandato. También logró apaciguar a su enemigo jurado Benjamín Summer Welles, quien como sabemos había vivido en nuestro país y cultivado estrechas relaciones de amistad con miembros del gobierno de Horacio Vásquez Lajara o con el mismo presidente. A pesar de la brillante trayectoria de Welles en el Departamento de Estado, no pudo mejorar sus relaciones personales con el canciller Cordell Hull (18751955), personaje que concluyó un tratado con Trujillo, en el cual fueron zanjados problemas financieros del pasado. A pesar del prestigio de Cordell Hull, quien recibiera el premio Nóbel de la Paz en 1945, por sus esfuerzos por constituir la Organización de las Naciones Unidas, sentía amargos celos contra Welles y maniobró para que no obstante sus meritos fuera retirado del servicio diplomático. En su retiro, la salud de Welles se deterioró progresivamente. Se entregó completamente a la bebida hasta extremos peligrosos. Era evidente que su espíritu era torturado por ciertos demonios interiores. Por esos tiempos Trujillo hizo publicar unos panfletos contra Welles y Sprouille Braden, afirmando que Welles tenía tendencias homosexuales. Para sorpresa de quien esto escribe en un documento obtenido por Internet titulado “Back when Remembers / Summer Welles”, se afirma que su espíritu cedió y fue acusado de conducta homosexual y de ocuparse un personaje de su categoría en tener debilidades por camareros y mozos de servicio. En 1956 la prestigiosa revista Confidential, publicó abiertamente los problemas de Welles, quien al saberlo, intentó el suicidio en un paraje cercano a su casa, obviamente sin lograrlo. En 1961, terminó la vida del hombre que con tanta determinación se opuso a Trujillo. Los dos hombres murieron en ese mismo año.

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Su obra “La Viña de Naboth” ha sido traducida al castellano dos veces y fue acogida siempre con entusiasmo por el público interesado. Una callecita de Santo Domingo lleva su nombre, que aunque es de menor importancia que la que dedicada a su tío abuelo Charles Summer, es una muestra, como lo es este libro, del agradecimiento de nuestro pueblo por su ayuda.

Este libro está dedicado al amor indomable a la libertad del Pueblo dominicano

Pero Naboth respondió a Ahab: —No permita Dios que yo te dé lo que he heredado de mis padres. (I. Reyes, 21, v. 3.)

PRÓLOGO DR. L. S. ROWE Durante muchos años los estudiantes norteamericanos de asuntos latinoamericanos han estado esperando la aparición de una historia documentada de la República Dominicana. La excelente obra del Juez Schoenrich está agotada. Además esa obra fue escrita en época anterior, cuando todavía no se habían producido los cambios significativos que recientemente se han operado en la República Dominicana, la cual ha presenciado el restablecimiento del régimen constitucional. La terminación de la ocupación militar de las fuerzas estadounidenses señala un paso preciso en el desarrollo de la política exterior estadounidense y, por lo tanto, tiene una gran importancia la exposición al público y, sobre todo, a los estudiante de nuestra política hacia Latinoamérica, de los pasos sucesivos dados hasta llegar la retirada final. El señor Sumner Welles, tanto por su experiencia como por su preparación, es la persona indicada para prestar este servicio. El importante papel que desempeñó en su calidad de Comisionado de los Estados Unidos para supervisar la ejecución del plan de evacuación, combinado con su conocimiento excepcional de las relaciones latinoamericanas, lo coloca en una posición extraordinariamente favorable para desempeñar esta tarea. Además de estar plenamente familiarizado con cada detalle del proceso, posee la ventaja de la comprensión simpática del punto de vista dominicano, lo que fue de valor inestimable para nuestro Gobierno en la solución de una situación delicada y difícil. Si falta algo en esta obra, es que el autor, con la modestia y humildad debidas, ha pasado por alto ponderar el importante papel que él mismo jugó en el establecimiento del gobierno constitucional en la República Dominicana y la destreza con que fue llevado a cabo el plan dominicano de reorganización. El señor Welles se ha hecho acreedor del agradecimiento de todo aficionado al estudio de los asuntos latinoamericanos por esta admirable y acuciosa historia del desarrollo de las instituciones políticas de la República Dominicana.

INTRODUCCIÓN 1 La vida en la colonia española de Santo Domingo, durante los primeros años de la última mitad del siglo XVIII, tenía un sabor a romance no igualado, ni siquiera aproximadamente tal vez, por las otras colonias del Nuevo Mundo, a pesar de lo poco que los residentes de la colonia puedan haberse percatado de ello. La prosperidad material de la parte francesa de la isla (que ahora ocupa la República de Haití) había concitado sobre sí la atención de Europa, mientras que la declinación gradual de la importancia comercial de la parte española, desde la época en que el Descubridor de América, don Cristóbal Colón había sido su gobernador, y desde el período en que Santo Domingo había sido el centro del Imperio de la Corona española, había hecho que el Viejo Mundo olvidara al más antiguo asentamiento del Nuevo Mundo que caía en un sopor en su remanso pacífico del Caribe azul. La comunicación entre Santo Domingo y la Madre Patria había sido restringida por Real Cédula a los navíos de velas que con decreciente frecuencia cruzaban el océano desde España, o a los galeones ocasionales que hacían el trayecto entre las colonias más ricas de España en las Indias Occidentales, Cuba y Puerto Rico, y el puerto de Santo Domingo. Al iniciarse la última década del siglo XVIII, la población de la parte española de la isla había disminuido a 125,000 habitantes, de los cuales solo cerca de 40,000 pertenecían a la casta dirigente, unos 60,000 eran esclavos negros y el resto formaba un grupo de mulatos y “cuarterones” de categoría indeterminada. Las 19,000 millas cuadradas de la colonia española estaban parceladas en grandes plantaciones y hatos, pertenecientes en su mayoría a propietarios ausentes. Del otro lado de la frontera, los franceses, por medio de un sistema de riego, habían convertido los terrenos áridos en fértiles y productivos, en estado de cultivo intenso. No sucedió así en la parte española. Durante los primeros años de la colonia, la fuente principal de su riqueza habían sido sus minas de oro y de cobre, y cuando el mineral superficial se hubo agotado, las minas fueron abandonadas una a una, y ya a principios del

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siglo XVIII los colonos se dedicaban exclusivamente a la agricultura. La producción de azúcar que había empezado en los primeros años del siglo XVI en Santo Domingo, antes de que se hubiera implantado en ninguna otra parte del Nuevo Mundo, había aumentado gradualmente en importancia. Los cultivadores de caña habían desarrollado sus campos a lo largo de la costa sur y en la región norte cercana a la frontera francesa, en donde quiera que la exportación del producto fuera relativamente fácil. La falta de caminos y de vías fluviales navegables impedía el cultivo de la caña en los valles fertilísimos del Cibao, de manera que los terrenos alrededor de Santiago de los Caballeros se utilizaban por consiguiente para el pastoreo o para la siembra de los cultivos necesarios para los requisitos de cada plantación. A medida que se empobrecía la colonia, los caminos que habían sido construidos se veían invadidos y obstruidos por la exuberante vegetación tropical, ésta y la gran distancia entre las residencias de los dueños de las plantaciones vecinas dificultaban el contacto frecuente entre los dueños de fincas. Solamente durante las sequías prolongadas podían los señores aventurarse a salir en sus pesados coches con menos peligro de verse atascados en un atolladero. Cada jefe de hacienda era virtualmente un dictador, responsable de sí mismo solamente. La dificultad en los medios de comunicación bastaba para impedir que el gobierno colonial ejerciera una supervisión eficiente sobre los habitantes de la colonia, y aunque era frecuente la promulgación de leyes y reglamentos que estipulaban los derechos y deberes de los colonos entre ellos mismos, sus relaciones con el gobierno colonial y el trato a sus esclavos, los decretos en su mayoría no eran respetados. La vida se deslizaba tranquilamente; un día seguía a otro día con ritmo monótono. El sol salía todos los días y brillaba siempre, excepto cuando había aguaceros de media hora de duración durante la temporada de lluvia, o cuando se presentaba un ciclón con una duración de dos o tres días, lo que sucedía cada cierto tiempo. La agradable frescura del invierno suave y seco era seguida por la caliente humedad de la primavera y del verano. Una excursión a una plantación vecina era un acontecimiento divertido, y un viaje más largo a la Capital o a Santiago marcaba una época de placentera recordación. Un viaje a través del océano, para visitar España, era una aspiración que una vez en la vida lograban realizar los miembros más afortunados de la familia de unos pocos hacendados; pero la mayoría de los españoles pasaban toda su existencia en sus propias plantaciones. La innata falta de iniciativa y la influencia enervante del clima tropical no sólo hacía que estos lotófagos se sintieran contentos de su suerte sino también extremadamente indiferentes hacia lo que pasaba en el resto del mundo.

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Los niños se desarrollaban prontamente, llegando a ser hombres y mujeres a muy temprana edad. El acontecimiento más importante de la vida de una señorita, su matrimonio, era concertado con el hijo de algún hacendado vecino y verificado cuando ella contaba con quince o dieciséis años. Después de eso, su único interés y su única ocupación eran el cuidado de sus niños y la dirección de la servidumbre de su casa. Cuando el rendimiento de las cosechas era favorable, abundaba el dinero, pero había poco en qué gastarlo. El interés de los hombres de familia se circunscribía a los límites de la plantación o hato. Desde la salida del sol hasta su ocaso, pasaban el día a caballo, recorriendo toda la extensión de sus campos para asegurarse de que el capataz de sangre mestiza extraía la labor necesaria de los brazos esclavos en la época de la siembra; o yendo al puerto más cercano para vender la cosecha a un precio ventajoso. El periódico era desconocido. Las noticias locales tardaban semanas y meses en viajar; y de España quizás una vez en el año llegaba un buque que traía cartas con noticias de lo que acontecía en la Europa lejana. La vida en las ciudades no se diferenciaba mucho. La ciudad Capital, Santo Domingo, contaba unas treinta mil almas, y era quizá donde la existencia era más variada y de mayor semejanza a la vida urbana continental de la época. La ciudad edificada por el Comendador Ovando, a los treinta años de fundada, había alcanzado tales rasgos de magnificencia y tan imponentes edificios habían sido construidos, por causa de la prosperidad creciente de la colonia, que se le había dicho al emperador Carlos V que el gobernador general y el arzobispo de Santo Domingo ocupaban palacios más suntuosos que las residencias imperiales de las ciudades de sus dominios europeos. En el siglo XVIII subsistía la tradición del lujo, pero la insignificancia y pobreza en que se había hundido la colonia habían despojado la ciudad del esplendor que irradiaba en la época ya ida de su hegemonía comercial. Su lugar en el centro del área de producción azucarera sureña le hacen conservar cierto grado de vida comercial, pero su importancia principal consistía en que seguía siendo la residencia del Gobernador de la colonia y sede de la Real Audiencia, la sede del arzobispo, y el cuartel principal del estamento militar. Este, en la postrimerías del siglo XVIII, estaba formado por doce compañías de veteranos españoles. Los muros de la antigua ciudad seguían intactos; en su proximidad se erguía el antiguo palacio del Gobernador; frente al río Ozama; el Cabildo ocupaba un lado de la Plaza Central. El Arzobispado, a sólo una cuadra de distancia, y la Catedral, modelada por orden del emperador Carlos V sobre el plano de una basílica romana, con otros antiguos y hermosos ejemplares de la arquitectura eclesiástica, completan la lista de las edificaciones de mayor importancia. Las calles de la ciudad eran estrechas y tortuosas, y las casas, siguiendo la costumbre colonial española, presentaban a la calle sus paredes carentes de

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adornos, salvo los casos infrecuentes de balcones y rejas de hierro forjado de las amplias ventanas, huérfanas de cristales, pero defendidas por macizos batientes de madera, que quedaban herméticamente atrancadas al caer la noche. La construcción de las casas permitía en lo posible la circulación libre del aire durante las horas de claridad solar; pero una vez puesto el sol, la creencia universal de que el aire de la noche era deletéreo, hacía que se sellaran herméticamente todas las aberturas. Las casas eran en su mayoría de una sola planta, y la vida de la familia se deslizaba en el patio y en los aposentos que daban hacia él. Las paredes de las salas eran blanqueadas con cal y carecían de cortinas decorativas u otro tipo de adorno. La vida social de la Capital consistía en un paseo por la plaza después de las horas de trabajo, cuando la brisa de la tarde soplaba desde el Caribe para refrescar a la ciudad de los rayos abrasadores del sol. Era entonces cuando se reunían los amigos para conversar y las damas de la ciudad tenían la oportunidad de verse. Esos paseos vespertinos y la Misa Mayor de los domingos, o en los días de fiesta, ofrecían las únicas oportunidades de contacto social. Durante el día, excepto para ir a misa, ninguna mujer honorable se dejaba ver por las calles. Las damas españolas de entonces, para presentarse a la vista del público, llevaban puesta una vestimenta universal: una falda corta de seda negra y una mantilla del mismo color que cubría su cabeza y caía hasta la cintura. Debajo de los pliegues de la mantilla, a veces se alcanzaba a percibir un trocito de la camisa de fina gasa transparente que era la única cubierta para sus senos. La monotonía del vestuario femenino era compensada en parte por el colorido pintoresco de los trajes de los hombres, que eran idénticos a los que entonces se usaban en España. En las mejores casas y entre las familias más pudientes, el contraste de esplendor y la extrema pobreza sorprendían al visitante de ocasión. Los muebles, importados de España o hechos de maderas finas del país, según diseños traídos de allá, tenían la profusa ornamentación del estilo rococó muy arraigado en el gusto español del siglo XVIII. Las damas y los caballeros de las familias más ricas, se trajeaban lujosamente cuando recibían a los visitantes en sus hogares, mientras que los esclavos del servicio doméstico que los atendían estaban vestidos de harapos, que, daban asco, según algunos escritores de la época. Los entretenimientos eran pocos e infrecuentes, aunque de vez en cuando el capitán general o los miembros de la Real Audiencia podrían ofrecer una recepción para las familias más distinguidas de la ciudad. Las líneas divisorias entre las capas sociales se observaban con rigor, y la población estaba divida, por común aceptación, en clases más allá de cuyos límites el individuo podría rara vez pasar. Al residente o funcionario blanco de la clase más alta se le daba el tratamiento de “señor don”; al blanco más pobre se daba el de “don”; al hombre

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libre de posición independiente por cuyas venas corrían algunas gotas de sangre africana, se le trataba simplemente de “señor”; y todos los demás colonos se clasificaban reunidos en un grupo que no merecía ninguna forma distintiva de tratamiento. No existía trato social entre las diferentes clases. En las llanuras del Cibao, la ciudad de Santiago de los Caballeros había ganado en importancia como consecuencia de la destrucción de los pueblos de Concepción de La Vega, Puerto Plata y Monte Cristi, por terremoto e incendio, y a fines del Siglo XVIII, tenía una población aproximadamente igual a la de la Capital; aunque le hacía falta la gloria refleja que Santo Domingo poseía por ser sede del gobierno real. Las otras poblaciones carecían de importancia, pues es probable que ni Azua, La Vega, Puerto Plata, Monte Cristi ni Cotuí contaran con cinco mil habitantes. La vida corría por sendas suaves. Si bien la colonia no poseía la estupenda magnificencia, la febril actividad ni la prosperidad comercial de la vecina posesión francesa; tampoco se sentía allí aquel sentimiento de suspenso, la siniestra sensación de la inminencia de alguna catástrofe, que se nota a menudo en los escritos de viajeros que ese entonces visitaron el Saint-Domingue francés, en donde una escasa población de cuarenta mil colonos blancos mantenía en la mas abyecta esclavitud a medio millón de esclavos recién traídos de las selvas de África occidental. Durante los primeros años de la colonia española, el trabajo manual había sido hecho por los aborígenes arahuacos a quienes los españoles habían sometido a la esclavitud, inmediatamente después del primer asentamiento de Colón. El trabajo duro al cual no estaban acostumbrados, la pestilencia y las revueltas fueron concausas que contribuyeron al exterminio de las tribus aborígenes antes de cumplirse un siglo luego de que fuese establecida la colonia, y la importación de esclavos africanos había sido introducida en menor escala tanto en la colonia española como en la francesa antes de que terminara el siglo XVI. Sin embargo, el tráfico de esclavos hacia la colonia española jamás alcanzó las proporciones tan elevadas que llegó a tener en la parte francesa, en donde las condiciones en que se ejercía la esclavitud parece que no condujeron a la longevidad y la consiguiente rápida propagación de los africanos, de manera que la gran mayoría de los esclavos que trabajaban en las plantaciones francesas eran negros recién traídos del África; y donde los esclavos de la segunda generación eran considerados una rareza. Sin duda no eran infrecuentes los abusos cometidos por los amos hacia sus esclavos en la parte española; pero es evidente que esos abusos no constituían la rutina diaria, como sucedía en el Saint-Domingue francés. Esto, junto con la circunstancia de que la mayoría de esclavos existentes en la colonia española habían nacido y crecido en las “estancias” de sus amos, explica la no existencia del odio recíproco entre amos y esclavos, tan evidente en las plantaciones de la parte francesa.

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Tampoco había en la colonia española el desprecio y el prejuicio en contra de los mulatos o cuarterones que existía en la colonia que estaba bajo el control francés. Si bien es cierto que en la parte española no había contacto social entre blancos y libertos de sangre mestiza, no había evidencia de la antipatía racial que existía hacia estos últimos en el territorio francés. La comunicación entre las dos colonias que compartían la isla era poco frecuente, de manera que en 1790 los colonos españoles se creían seguros en su paraíso terrenal, en donde gozaban de una prosperidad inesperada por el repentino aumento en el precio del azúcar, sin sospechar que las negras nubes que se acumulaban amenazadoras en el horizonte occidental, habían de oscurecer la placidez azul de su propio cielo tropical; ni soñaban que la precipitada excursión del Rey de Francia desde Versalles a París fuese la primera premonición de la catástrofe que dentro de breves años destruiría sus plantaciones y sus hogares y que ellos mismos, si la muerte no les sorprendía primero, tendrían que huir a tierras extrañas.

2 El decreto de 1789, impuesto a la nobleza y al clero de Francia, que disponía la renovada representación del Tercer Estado en los Estados Generales, produjo gran satisfacción entre los habitantes del Saint-Domingue francés, en donde reinaba el descontento, desde hacia tiempo, con la administración del Gobierno continental, y sólo el Gobernador de la colonia, M. DuChilleau, se opuso a la acción de la Asamblea Provincial de interpretar que el decreto incluía tanto a las colonias francesas como al mismo territorio de Francia. Como resultado de esta interpretación, fueron elegidos dieciocho diputados y enviados inmediatamente a participar en las deliberaciones de los Estados Generales; de los cuales seis fueron admitidos como representantes de la Colonia. Entonces los mulatos y libertos negros, incitados por la recién formada sociedad Les Amis du Negre, de Paris, reclamaron su participación en la dirección de los asuntos de la Colonia. La proclamación del 20 de agosto, conocida como la Declaración de los Derechos del Hombre aumentó la agitación ya empezada por los hombres de color para adquirir su emancipación política. Entonces, sólo entonces, los colonos blancos que habían aceptado tan alegremente el anterior decreto de los Estados Generales empezaron a arrepentirse de su decisión de haber reclamado representación en la Asamblea de Francia. La lucha de razas se había iniciado. Fue sólo entonces que la mayoría de los blancos pusieron de lado sus celos locales para presentar un frente unido contra el peligro negro que amenazaba a su clase. Los mulatos a una sola voz exigían las ventajas políticas que ambicionaban. Ambos grupos, blancos y mulatos, eran antagónicos, por necesidad, y ambos eran igualmente opuestos al avance de los numerosos

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negros libertos. Tan tirante era la situación, que no tardaron en producirse numerosos tumultos y desórdenes locales. Cuando la noticia de estas perturbaciones llegó a Francia, hizo que la Asamblea General retrocediera momentáneamente de su actitud anterior y declarara que el Decreto de 1789 era aplicable únicamente a los habitantes de la misma Francia. Los términos de este nuevo decreto provocaron tal descontento, y los discursos pronunciados en la Asamblea Provincial, reunida en San Marcos, fueron de una vehemencia tan radical que el gobernador general creyó procedente decretar la disolución de la Asamblea, acusando a sus miembros de haber incubado el proyecto de declarar el país independiente de la madre patria. Los habitantes de la parte norte de la colonia apoyaron al gobernador; los habitantes del resto de la colonia se levantaron en defensa de sus anunciados derechos. La guerra civil era inminente cuando la Asamblea Provincial, determinada a evitar el conflicto, resolvió enviar ochenta y cinco de sus miembros a Francia para justificar la acción que habían tomado ante a la Asamblea Nacional. El gobernador y los habitantes esperaban con ansiedad el veredicto de la Asamblea Nacional cuando sucedió un incidente que tuvo gran significación a la luz de los sucesos posteriores. Un joven mulato nombrado Ogé, que había sido educado en Paris, y quien, al estallar la revolución, se había convertido en protegido del Abate Gregoire, y a través de su influencia en miembro prominente de “Les Amis du Negre”, se embarcó sigilosamente para Saint-Domingue, persuadido de que todo cuanto necesitaba su casta era que él la encabezara para lograr las ventajas que los mulatos pedían. Al llegar a la colonia, dirigió una carta al gobernador, en la que le acusaba de haber ignorado el decreto de la Asamblea Nacional que establecía los “derechos del hombre” y en la que conminaba a conceder inmediatamente a todos los emancipados de la colonia los privilegios de que gozaban los blancos, so pena de que en caso de negación, los mulatos arrancarían esos privilegios por la fuerza de las armas. Los mulatos insurrectos fueron atacados y dispersados de inmediato por las tropas del gobernador. Ogé y algunos de sus compañeros que se habían refugiado en la parte española, fueron entregados por las autoridades españolas al gobernador de la Colonia francesa. Ogé y el principal de sus seguidores fueron ejecutados luego de que sus cuerpos habían sido descuartizados sobre la rueda. Aunque los mulatos quedaron aplastados momentáneamente; la muerte de sus líderes los impulsó a buscar la revancha en nuevos levantamientos que fueron sofocados en sangre. Los jefes de la segunda insurrección fueron ejecutados por el gobernador. Las medidas crueles produjeron tal conmoción en París, que la Asamblea Nacional promulgó un decreto reconociendo a todo

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individuo nacido en la colonia de padres libres los mismos derechos y prerrogativas de que gozaban los ciudadanos de Francia. La recepción de este decreto en Saint-Domingue produjo la desesperación de los habitantes blancos, quienes decidieron tomar en sus propias manos la protección de sus privilegios y de su propiedad que el Gobierno colonial no podía obviamente proporcionarles. El Gobierno colonial estaba encabezado ahora por el Gobernador general Blanchelande. Los blancos, motu proprio, procedieron de inmediato a elegir diputados para formar una nueva Asamblea. Esta fue convocada para reunirse en Léogane el 9 de agosto, con el propósito de resistir a toda costa al decreto último de la Asamblea Nacional. Los mulatos se sublevaron de nuevo, pero los de la Asamblea, creyendo que tenían dominada la situación, no hicieron caso. Entonces, en fecha 23 de agosto, estalló la tempestad. En una plantación de Noé, un pequeño grupo de siete u ocho esclavos mataron al dueño y sus capataces. Parece que fue el resultado de una gran conspiración, pues antes de terminarse el día los negros de otras plantaciones vecinas habían matado a sus amos y prendido fuego a las casas y a los cañaverales. La conflagración, que se inició en el norte, se extendió hacia el este y el sur. Los dueños de las plantaciones, sabedores de la animosidad que existía entre los mulatos y los negros, y visto que estos últimos no habían tomado parte en las rebeliones de los mulatos, fueron injustificadamente confiados y estaban absolutamente desprevenidos. Una vez hubo caído la noche y los hacendados se habían recogido con sus familias en sus hogares, los esclavos insurrectos rodearon las casas y les pegaron fuego. Los hombres blancos, impotentes ante el número abrumador de los negros fueron sacrificados primero; un destino peor fue reservado para las mujeres y los niños; y tras torturas que desafían toda descripción, estos también fueron asesinados. Nuestras mentes modernas no alcanzan a imaginar lo espantosamente horripilante de esos primeros días del terror de 1791. No obstante la falta de los medios de comunicación, debido al estado de perturbación de la colonia, las noticias difundidas por los pocos esclavos que permanecieron fieles a sus amos, y por el escaso puñado de blancos que lograron escapar con vida de la matanza general en el norte, llegaron a las plantaciones del oeste y del sur. Aislados en medio de las hordas negras, traídas de las selvas africanas por ellos y por sus antepasados, la huida era casi imposible. Cada noche, cuando cedía el breve crepúsculo en pleno verano tropical, tenían que haber temido que era llegado el momento de su destrucción. Cada aurora traía la incertidumbre de si sobrevivirían o no hasta el anochecer. Unos pocos, perseguidos como animales de caza, escaparon a Puerto Príncipe y al Cabo, donde todavía se les ofrecía la protección de las tropas francesas. Entonces comenzaron a huir en una fuga pavorosa desde el país las familias escapaban a los Estados Unidos o las islas de las Indias Occidentales

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vecinas, pero la gran mayoría de los colonos blancos del norte fueron linchados en sus hogares. ¨ Por días y semanas, el horizonte, según la descripción de un testigo ocular, fue un “muro de llamas que continuamente vomitaban columnas de densa y negra humareda, que podría asemejarse a las espantosas nubes de tormentas que avanzan cargadas de truenos y rayos.”

3 Durante los años de 1791 y 1792, la vida se deslizaba plácidamente en la Colonia española, sin que se notara la más leve señal de preocupación, ningún indicio de que se abrigara algún temor de que los horrores que azotaban a la colonia francesa pudieran extenderse a su propio territorio. Cierto es que el Gobierno de España, al tener noticia de la rebelión de los esclavos que se había escenificado en el Saint-Domingue francés, ordenó que un regimiento fuera enviado desde Puerto Rico para reforzar la guarnición de Santo Domingo, y que el capitán general, don Joaquín García, tomó medidas para reforzar las guardias fronterizas de Dajabón y San Rafael; pero -aparte de estas medidas- nada evidenciaba que la rebelión de la parte occidental de la isla perturbara la confiada tranquilidad de los estancieros españoles. Es probable que las débiles tentativas de los primeros Comisionados Civiles enviados por la Asamblea Nacional de Francia para reconciliar a realistas coloniales en una justa apreciación de los “derechos del hombre” y para persuadir a aquellos jacobinos que amaran a sus hermanos de piel oscura, más bien provocaran la risa que la ansiedad entre los colonos españoles. Después de haber llegado en septiembre de 1792 a Cabo Francés el segundo grupo de Comisionados Civiles, encabezados por el siniestro y corrompido Sonthonax, los funcionarios españoles empezaron a expresar un sentimiento de vivo desdén, cuando no de disimulada alarma, por la política de ensalzamiento hacia los negros implantada por los Comisionados franceses. Pero el pánico no cundió y los colonos españoles no se percataron del inmenso peligro que amenazaba a su propia patria hasta que llegó a Santo Domingo la escalofriante noticia de que la Asamblea Nacional de Francia había declarado la guerra a España como represalia por la negativa del Monarca español a reconocer el Gobierno responsable de la muerte de su primo. El 7 de marzo de 1793 fue declarada la guerra. Las milicias de Santiago de los Caballeros y de otros pueblos del Cibao fueron organizadas y marcharon a la frontera por orden del capitán general, pero los Comisionados franceses estaban demasiado empeñados en su tentativa de reconciliar lo irreconciliable en la colonia francesa para poder pensar en preparar una ofensiva contra los españoles de la parte oriental de la isla.

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Durante las perturbaciones de los dos años precedentes, muchos realistas franceses se habían refugiado en las impenetrables selvas de las enhiestas montañas fronterizas. Aquí obtuvieron el apoyo de un número considerable de ex esclavos, cuyos jefes, descontentos con la política de los Comisionados, tomaron la extraña decisión de unir su suerte a la de sus antiguos amos. Los realistas blancos formaban una minoría poco numerosa, pero el apoyo de los jefes negros les daba una importancia que no dejó de ser reconocida inmediatamente por don Joaquín García; y por la mediación del Padre Juan Vásquez, cura de Dajabón, pronto se llegó a un entendimiento. Mediante éste, los dos generales supremos de estos negros, Biassou y Jean François; convinieron en cooperar con las tropas españolas, no solamente para rechazar cualquier ataque que los franceses pudieran lanzar a través de la frontera, sino para hacer, también, incursiones constantes al territorio francés para molestar a los franceses y así dificultar sus operaciones al momento de emprender cualquier medida concertada. Se puede apreciar la satisfacción que experimentaron las autoridades españolas, con la adquisición bajo su bandera de los caudillos negros, por el hecho de que el capitán general de Santo Domingo solicitó y obtuvo que el Gobierno español concediera a algunos de los negros, no sólo altas condecoraciones, sino alto rango en el escalafón militar de España. Entre estos últimos, destacado por ser el lugarteniente de Jean François, estaba el tristemente célebre Toussaint L’Ouverture. Las hostilidades entre españoles y franceses continuaban siendo incoherentes. La intervención de Inglaterra, que efectuó un desembarco de un contingente de tropas e invadió la península sur de la colonia francesa, imposibilitó como nunca antes que los franceses emprendieran alguna ofensiva contra los españoles y sus aliados negros. Cuando llegó la primavera del año 1794 la situación en que se encontraban los Comisionados jacobinos era desesperante. En el norte, las tropas francesas, reducidas ahora a una fracción de su número anterior, estaban atrincheradas en Puerto de Paz. El momento parecía oportuno para que los españoles tomaran la ofensiva, y don Joaquín García fraguó el proyecto de invadir la colonia francesa y capturar la Ciudad del Cabo, que constituía la posición más fuerte de las tropas francesas. Para la ejecución de este plan, se juzgó indispensable la participación de las tropas negras, pero tan pronto el proyecto fue comunicada a los caudillos negros surgió la disensión entre ellos, y Toussaint L’Ouverture que había intrigado durante varios meses para superar a Jean Francois en la estima de los españoles, sin que le sonriera el éxito, escogió la oportunidad para entrar en tratos con el general Laveaux, comandante de las fuerzas francesas de Puerto de Paz, por el rango y emolumentos que les eran acordados por los españoles a Jean François. Las proposiciones de Toussaint fueron jubilosamente aceptadas por el general francés, y en mayo de ese año Toussaint se pasó con 4,000 de sus

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tropas negras al bando francés, después de matar a los oficiales españoles aliados a él, al igual que todo soldado español que encontró en su camino. El Marqués de Armona, refiriéndose a Toussaint había escrito, pocos días antes de su deserción, a sus colegas de Santo Domingo, “que Dios no había echado a este mundo un alma más pura. “Pero esta estimación de los méritos del viejo ex cochero puede ser perdonada o excusada por la ignorancia en que se hallaba el Marqués de Armona de los hechos que habían de producirse en el futuro cercano. Ahora bien esta excusa no se puede alegar a favor de nuestro orador, Wendell Phillips, tan aplaudido por los auditorios abolicionistas de la década de los años de 1850, quien declamara en uno de sus discursos aplaudidos:

De aquí a medio siglo, cuando la verdad sea reconocida, la musa de la Historia presentará a Foción por los helenos, Bruto por los romanos, Hampton por Inglaterra, Lafayette por Francia, George Washington como la gloriosa flor de nuestra primera civilización, y John Brown como la fruta madura de nuestra hora meridiana; y luego, inundando su péñola de brillante luz solar, escribirá sobre la bóveda azul, por encima de todos el nombre ilustre del soldado, estadista y mártir: Toussaint L´ Overture. La traición de Toussaint desorganizó completamente los planes de la ofensiva española, dando lugar a que sus tropas tuviesen que abandonar posiciones que habían conquistado y tomar una actitud defensiva detrás de la línea fronteriza. Los colonos españoles nunca tuvieron mucho entusiasmo por la guerra, así es que recibieron con regocijo general la noticia de que se había comenzado las negociaciones entre el Gobierno de la Madre Patria y el de Francia para llegar a la paz; pero cuando fueron conocidos los términos del Tratado de Paz firmado en Basilea, el 22 de julio de 1795, ni un terremoto podría haber producido una consternación mayor. El monarca español, con la mayor desconsideración por los súbditos de cuya lealtad él nunca había tenido razón en quejarse, no había titubeado en ratificar el tratado que estipulaba la cesión de la parte española de la isla a Francia, para ser gobernada por las autoridades del Santo Domingo francés El paraíso terrestre estaba ahora totalmente convulsionado. Tan pronto como tuvieron noticia de los últimos acontecimientos, muchos hacendados que no se habían movido de sus posesiones durante años, aparejaron sus viejos coches y fueron a la capital a implorar al capitán general y a la Audiencia para que dieran algunos pasos que persuadieran al Rey de que modificase los términos del tratado. Un plan tras otro fue propuesto, discutido y luego desechado. Fueron enviados diputados a España en vano. El señor Roume, un miembro de la primera Comisión Civil enviada por la Asamblea a la parte francesa, estaba ya en Madrid acordando los detalles de la

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evacuación con las autoridades españolas. El cambio de nacionalidad y verse sometidos a la nueva forma de gobierno que había sido implantada con resultados tan desastrosos en la colonia francesa, les pareció intolerable; pero para la mayoría de los colonos españoles el abandono de sus hogares y sus posesiones donde ellos y sus padres habían vivido durante varias generaciones, para emprender la peregrinación hacia tierras nuevas, les pareció más insoportable. Sin embargo, algunos prefirieron la expatriación al sometimiento al gobierno francés, y emigraron a Luisiana, a Cuba, Puerto Rico y Maracaibo; pero los informes que gradualmente se filtraban en la colonia sobre las penurias y los malos tratos sufridos por los emigrados determinó que la mayoría se quedara en sus haciendas y hatos, a la expectativa de lo que les reservará el porvenir. Luego de que su conferencia prelimar en Madrid hubo concluido exitosamente, Roume se hizo a la vela para Santo Domingo. Llegó a este destino en abril de 1796, para completar el traspaso de la colonia a las autoridades francesas. Sus negociaciones con los funcionarios de la colonia españoles fueron prolongadas; aunque Bayajá, la sede del cuartel general de las fuerzas españolas, fue entregado al general Laveaux el 16 de junio de ese verano. Toussaint L’Ouverture, cuya influencia estaba en constante crecimiento, pudo obtener del Directorio, entonces la autoridad suprema de Francia, autorización para ocupar Bánica y Las Caobas con las tropas bajo su mando. Se puede mejor imaginar que describir la consternación que produjeron en los habitantes españoles estos acontecimientos. Abandonados por su rey, se vieron expuestos a los excesos de la dominación del jefe negro que apenas dos años antes les había traicionado y causado las matanzas de sus propios oficiales y tropas. Sin embargo, el hado benigno los favoreció temporalmente con la llegada de una nueva fuerza expedicionaria británica, a las órdenes del general Howe, a la Mole de San Nicolás. Esto distrajo la atención de Toussaint de la ejecución de sus planes de ocupación del territorio español. Este momentáneo tiempo de espera no fue, con todo, de gran beneficio para los colonos. La incertidumbre de su precaria situación había menguado grandemente sus medios de vida. El poco comercio que todavía se hacía se había paralizado completamente debido al incremento de la piratería en el Caribe, que ahora permitía Inglaterra como represalia al Tratado de Basilea y por la indignación que le causó el infame “pacto de familia” suscrito por Godoy en Perignon el 18 de agosto de 1796. Los productos embarcados en los puertos de Santo Domingo eran confiscados casi de manera invariable por los corsarios; ya estaban tan envalentonados que hacían frecuentes incursiones sobre el litoral dominicano. Las autoridades se vieronn impotentes para contenerlas. Y la situación llegó a ser tan angustiosa que en el transcurso de dos años casi todas las familias

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españolas cuyos medios lo permitían, y a pesar de su apego a su país, abandonaron la isla. El aumento de la pobreza, la falta de disciplina, y sobre todo el conocimiento gradualmente adquirido por los esclavos de los españoles, de las hazañas y los éxitos de sus hermanos de la parte francesa, produjo un estado de inquietud entre los negros de la parte española. Esto culminó en la sublevación de los esclavos del Marqués de Iranda en su plantación de Boca de Nigua, cerca de la Capital, que fue sofocada por las medidas enérgicas tomadas por el administrador de la finca, sobrino del dueño. Esta rebelión, aunque reprimida, fue seguida de otras que también fueron abatidas sin dilación; pero estos sucesos intensificaron la desesperación de los colonos.

4 Es probable que desde el principio de su carrera Toussaint L’Ouverture concibiera el proyecto de construir un estado negro que abarcara la isla entera. Parece confirmar esta suposición el hecho de que cuando los ingleses se retiraron definitivamente en 1795, habían concertado con Toussaint un acuerdo en que convenían en evacuar las posiciones que ocupaban y reconocer como un estado neutral la isla de Haití, designando la isla con el nombre dado por los indígenas. Entre tanto, Toussaint, con protestas de lealtad a Francia, excitó al Comisionado Roume a terminar las negociaciones para la ocupación de la parte española bajo el Tratado de Basilea, y pidió autorización para él emprender la ocupación en nombre de la República Francesa. Es evidente que Roume sospechaba de las intenciones del negro, pues demoró mientras pudo en responder a las exigencias de Toussaint. Esperando llegar a un arreglo transaccional que atenuara el desasosiego de los habitantes españoles y suavizara la oposición al traspaso de la autoridad, Roume ordenó al comandante en jefe francés que designara al general Agé, un cuarterón inteligente, para que pasara con tropas blancas a Santo Domingo a ultimar los arreglos para la ocupación. Al llegar a la ciudad Capital el general Agé, la población entera dirigió al cabildo la petición de que se pospusiera el traspaso final hasta conocer el resultado de las gestiones de la diputación enviada a Madrid y París a exponer la situación de la colonia y hacer una última suplica por la revocación de las órdenes emitidas por la Corona de España. La petición mereció la aprobación del capitán general y del Ayuntamiento, y en consecuencia don Joaquín García informó al Comisionado francés que la demanda del general Agé de que la fuese entregada inmediatamente a los franceses no debía ser acatada sin dar tiempo a la gestión de los delegados coloniales. El populacho de la ciudad, sospechando que se estaba llegando a algún arreglo secreto, y a pesar de las seguridades dadas por el capitán general,

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intentó un asalto contra el general Agé, en el Monasterio de Santa Clara donde estaba alojado, y gracias a la intervención personal del general García, quien tomó al general Agé en su coche y lo condujo afuera de los muros de la ciudad, fue como Agé pudo llegar sano y salvo al territorio francés. La situación llegó a ser tan tirante que Roume aunque ratificó el decreto sobre el traspaso inmediato de la soberanía, se dirigió a Puerto Príncipe y despachó a un agente a Francia para recomendar encarecidamente al Directorio la conveniencia de posponer la ocupación y a pedir que impidiera que Toussaint fuera, en ningún caso, quien ejecutara la ocupación. La ausencia prolongada de Roume de la parte francesa le había facilitado a Toussaint la conquista de supremacía que tanto había ambicionado; y ahora, enterado de las diligencias practicadas por aquél, tomó la ley en sus propias manos, y primero redujo a Roume a prisión y luego lo embarcó precipitadamente en un buque que salía para los Estados Unidos. En seguida se preparó de nuevo para ocupar militarmente la parte española, le despachó una carta a don Joaquín García en la que exigía reparación del insulto inferido por el populacho español al Gobierno francés en la persona del general Age, y despachó dos ejércitos contra Santo Domingo: uno por el sur a la orden de su hermano Paul L’Ouverture y el otro por el norte bajo el mando del general Moyse. Las relaciones de cordialidad entre las autoridades españolas de Santo Domingo y los oficiales franceses de la expedición de Agé, resultan del hecho de que todos esos oficiales estaban presentes en un baile que celebraban las pocas familias que aun permanecían en Santo Domingo, la Noche Buena, cuando cundió la horrible noticia de la inminencia de la temida invasión de Toussaint. En el norte, las escasas tropas regulares y la milicia local fueron rápidamente vencidas por el ejército negro de Moyse; pero en el sur, la guarnición de la capital reforzada con la milicia, formó un pequeño ejercito de 1500 hombres bajo el mando conjunto del general Núñez, español y el general francés Chanlatte, que hizo brava resistencia a los invasores cerca del río Nizao. Fueron, con todo, derrotados y obligados a retirarse a Haina. Los ejércitos negros, impedidos por las órdenes de marcha rápida sobre la Capital no pudieron detenerse a aniquilar la población civil y pillar sus casas y campos cultivados y se reunieron en Boca de Nigua, donde Toussaint estableció su cuartel en la casa del Marqués de Iranda. Comprendiendo que era imposible una victoriosa resistencia al ejército invasor y en miras de evitar el asalto a la Capital con los horrores que acarrearía su toma a fuego y sangre, don Joaquín García se vio en el caso de pactar con Toussaint la rendición de la plaza. El 27 de enero de 1801 Toussaint L’Ouverture, al frente de su ejército, hizo su entrada triunfal en la ciudad de Santo Domingo. Imaginémosle, en medio de sus numerosos ayudantes de campo, todos adornados con todos los entorchados y galones dorados que cabían sobre sus trajes militares, engreídos

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como simios, y cabalgando por las estrechas calles. Todos los oficiales del séquito lucían peluca empolvada y coleta atada con cintas, y todos se esforzaban en imitar la expresión de pomposa determinación pintada en el perfil prognato de su jefe. Detrás de ellos, con paso vacilante por el cansancio, iba la procesión de los soldados harapientos, apenas cubiertas sus desnudeces con los andrajos más incongruentes, esgrimiendo un surtido chocantemente variado de armas heterogéneas, que iban desde el mache hasta los menos comunes arcabuces de mecha. Toussaint se dirigió directamente a la Casa Consistorial, donde recibió de manos del capitán general las llaves de la ciudad. Entonces el tricolor francés fue izado en la Torre del Homenaje, bajo una salva de veintiún cañonazos. Desde allí, Toussaint luego de pronunciar una arenga dirigida a la muchedumbre española urgiéndole a alegrarse de que se habían convertido en ciudadanos franceses; pasó con su séquito a la Catedral para asistir al solemne Te Deum. Arrellanado en el asiento de honor que se le señaló en el presbiterio de la Catedral, sus enrojecidos ojos virados hacia arriba en éxtasis religioso, Toussaint se prosternó ante el Sacramento expuesto, mientras en voz alta coreaba las palabras del sagrado cántico que había aprendido de memoria. Los intereses del “estadista y mártir” elogiado por Wandell Phillips parece no haberse limitado a los asuntos de la religión y del estado, pues al día siguiente de haber tomado posesión de la capital hizo reunir a los habitantes de la ciudad en la plaza central, los hombres de un lado y las mujeres del otro. Después de leer una proclama de emancipación inmediata de los esclavos, Toussaint procedió con algunos de sus compañeros a pasar revista a las mujeres allí reunidas, divirtiéndose el general en tocar con su bastón a las más liberalmente favorecidas por la naturaleza, a las que dirigía piropos chabacanos desagradables para las mujeres españolas. Y luego, al otro día, un grupo de mujeres de la ciudad fueron enviadas al cuartel general de Toussaint en Boca de Nigua. La emigración de familias españolas que había empezado antes de la invasión negra, se convirtió ahora en un éxodo. De todas las partes de la colonia las familias que pudieron hacerlo, huyeron del país, abandonando sus posesiones y embarcándose en goletas, balandros de pesca y hasta en botes de remos, con destino a los puertos españoles más próximos. Esto dio motivo a Toussaint para lanzar un edicto que prohibía la emigración a los españoles que no fuesen oficiales del ejército y sus familias. A éstos se les permitió embarcarse en Santo Domingo el 22 de febrero de 1801. Por algún tiempo Toussaint contempló la matanza de todos los habitantes blancos de la colonia; y se dice que la esposa de Paul L´Ouverture pasó varias noches de rodillas ante su oratorio suplicando al Todopoderoso quitar ese mal pensamiento de la cabeza de su cuñado. Parece que sus oraciones fueron

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eficaces, puesto que no fue emitida ninguna orden de matanza general, aunque, como era de esperarse, los salvajes subalternos de Toussaint cometieron muchas atrocidades. El día 5 de febrero se promulgó un decreto que dividía la colonia española en varios distritos, y convocaba al pueblo a una Asamblea Central para la elección de diputados. Esta Asamblea celebraría sus deliberaciones en Puerto Príncipe; y en los días siguientes fueron publicados una serie de decretos para regular diversas actividades, que iban desde la prohibición de un propietario vender sus tierras sin la autorización de las autoridades municipales, hasta un mandato de cultivar la caña de azúcar, café, cacao y algodón y vedando el cultivo de plátanos y ñames. Cumplidas estas tareas, Toussaint se marchó de la Capital española, dejando a su hermano Paul L´Ouverture instalado como gobernador de Santo Domingo y al general Clerveaux en Santiago de los Caballeros, como gobernador del norte. Ya, en fecha anterior, Toussaint había recorrido la colonia española, y llegó hasta Samaná, en donde aparentemente fue objeto de una recepción cordialísima de parte del clero. De Samaná volvió a Santo Domingo, aparentemente con el solo objeto de promulgar un decreto en que se prohibía a los habitantes exportar caoba. Pausó luego en el Cabo para ordenar el fusilamiento de su sobrino, el general Moyse, y treinta de los oficiales de su séquito culpados de insubordinación; y continuó hacia Puerto Príncipe para supervisar los debates de la Asamblea Central, a la cual asistieron cinco delegados de la antigua parte española. El 29 de agosto de 1801, ese cuerpo legislativo adoptó una Constitución que desconocía la autoridad de Francia y nombraba a Toussaint gobernador vitalicio y jefe de los ejércitos, y que contenía, además, varias disposiciones tendentes a hacer desaparecer todo vestigio de los métodos españoles de administración. Durante la primavera siguiente, Toussaint se enteró del rumor de que en Aviñón se negociaba el establecimiento de la paz entre Francia y sus enemigos de antaño, y que el cónsul Bonaparte tenía la intención de enviar, tan pronto se firmara el tratado de paz, una gran fuerza expedicionaria a la colonia dominicana para restablecer la autoridad de Francia dentro de sus confines. El recién creado gobernador tomó inmediatamente las medidas de precaución que pudo en vista de la lucha inminente que amenazaba su supremacía. Reforzó como mejor pudo las fortificaciones de la parte occidental, y luego pasó una vez más a la antigua capital española para asegurarse de la lealtad de los subordinados a quienes había encomendado el Gobierno la parte oriental. Viajando por vía del Cibao, llegó a Santo Domingo el 3 de enero de 1802. Satisfecho como quedó de de la devoción de sus tenientes, no escapó a su perspicacia el profundo descontento de los dominicanos, que preferían

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cualquier gobierno a la dictadura que él les había impuesto. Durante esta breve y final visita a la antigua colonia española, Toussaint descartó toda pretensión de conciliar los elementos hispanos, y ordenó el comienzo de un reinado de terror, que sus oficiales no vacilaron en poner prontamente en práctica. En los meses anteriores los oficiales superiores y la mayoría de las tropas españolas habían salido de la isla, pero la falta de medios de transporte había retenido la guarnición de la fortaleza de la capital que debía embarcarse para Puerto Rico. Toussaint desarmó a estos soldados y, rodeándoles de tropas negras, les obligó a marchar hacia la parte francesa cuando él se despidió de Santo Domingo el 26 de enero de 1802. Mientras Toussaint se hallaba en Santo Domingo con prisa para regresar a la parte occidental, el inmenso escuadrón francés que trajo la fuerza expedicionaria a las órdenes del general Leclerc, cuñado del primer cónsul, había llegado a Samaná para emprender la reconquista de la colonia, y Leclerc ya había despachado al general Ferrand con una fuerza considerable para tomar el Cibao, y el general Kerverseaux con una escuadrilla de tres barcos había tomado rumbo al este para retomar la ciudad de Santo Domingo, en donde una conspiración encabezada por el coronel Juan Barón, en connivencia con el general Kerverseaux, facilitó la capitulación el 20 de febrero. La ciudad, sin embargo, sólo fue desocupada por las tropas negras después de encarnizadas peleas que duraron tres días, en las que muchos de los enloquecidos habitantes perdieron la vida como resultado de las atrocidades de último minuto cometidas por el oficial negro Jean Philipe Daut quien desoyó las órdenes de su jefe, Paúl L’Ouverture. Después de su retirada, los negros en su marcha de regreso hacia Puerto Príncipe, trataron de sublevar contra los franceses a los de su raza que habitaban en suelo español. Sus esfuerzos, no obstante, fueron poco fructuosos, y las pocas tentativas dispersas de insurrección fueron rápidamente sofocadas por las eficientes medidas de represión tomadas por Kerverseaux. La trágica marcha de las tropas españolas que Toussaint se llevó como rehenes tuvo un fin aún más trágico. Cuando Toussaint recibió el parte en que se le comunicó la capitulación de Santo Domingo, que acertadamente interpretó como el principio de sus empinadas esperanzas, en un espíritu de venganza despiadada ordenó en Verrettes que los indefensos soldados españoles fueran asesinados en masa por sus tropas. La magnitud de esta atrocidad se supo por algunos rezagados, que viendo a los soldados haitianos trajeados en los maltrechos uniformes de sus compañeros, dedujeron lo que les había acontecido. Estos rezagados pudieron, tras mil penalidades y peligros, regresar a sus hogares en la colonia española. Pero ya su propio tiempo le había llegado a Toussaint. Traicionado por sus principales seguidores, Dessalines y Christophe, cayó en manos de Leclerc

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y fue enviado a Francia. Un año después, soñando quizás en el delirio del padecimiento de sus últimos días, con el brillante sol y el cielo azul de la isla que él no habría de volver a contemplar, murió en prisión entre las heladas nieblas de las montañas de la frontera con Suiza.

5 Desde la destrucción de las huestes asirias, no ha habido quizás, una catástrofe militar tan dramática como la que abatió al soberbio ejército de aguerridos veteranos que mandaba Leclerc. Gallardo oficial de brillantez demostrada, el general Leclerc llegó a la colonia francesa de Saint-Domingue con las instrucciones más minuciosamente detalladas de su cuñado, el primer cónsul, para la recaptura de la isla. Aunque los negros opusieron una sólida resistencia, como entidad militar eran inferiores al ejército expedicionario al principio; pero había un enemigo invencible que no había entrado en las previsiones de los franceses. Con las lluvias de la primavera llegó la fiebre amarilla; al llegar el verano a su rigor, las fuerzas francesas habían sido diezmadas. Llegados los meses de otoño la derrota era completa. En noviembre el general Leclerc, cuyas cartas al primer cónsul escritas durante el semestre de la campaña constituyen una serie de documentos de los más trágicos de la historia, fue fatalmente abatido, y un mes después los franceses abandonaron para siempre su posesión colonial más rica. La retirada de los francesas de la parte occidental de la isla y la inmediata proclamación por los caudillos negros de Dessalines como gobernador vitalicio del Haití independiente, causó un pánico renovado y recrudecido entre los habitantes de la antigua parte española; pero surgió un hombre de brazo fuerte que pudo, siquiera momentáneamente, detener la ola invasora de la supremacía negra que amenazaba sumergir la isla entera. Este salvador fue el francés, general Ferrand. Comprendiendo que la reanudación de las hostilidades entre Francia e Inglaterra impediría que Bonaparte hiciera ningún nuevo esfuerzo por reconquistar la colonia, resolvió salvar la parte española para su patria. Desobedeciendo las órdenes recibidas de retirarse de la isla y volver a Francia, reunió las esparcidas tropas de su comando con algunos remanentes de las que habían peleado bajo las banderas de Leclerc, e indujo también, a unos cuantos emigrados, a regresar de Santiago de Cuba para aumentar el número. Sabedor de que su colega Kerverseaux estaba desanimado por el desastre de Leclerc, salió del Cibao y a marcha forzada llegó a Santo Domingo a fines del año 1803. Como Kerverseaux se negó a participar en el proyecto que había concebido, lo destituyó y se proclamó gobernador de la colonia española, el 1 de enero de 1804 y obligando a Kerverseaux a embarcarse para Puerto Rico, el general Ferrand asumió el comando supremo.

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Tan pronto evacuaron el Cibao las tropas francesas, Dessalines mando desde el Cabo numerosas fuerzas haitianas a ocupar las plazas evacuadas y nombró gobernador de Santiago a un mulato nombrado José Tavares, oriundo del lugar. Esta tentativa de dominación negra fue repelida inmediatamente por Ferrand, quien, una vez asegurada la posesión de la Capital, envió tropas blancas a Santiago, donde los soldados haitianos y el gobernador impuesto por Dessalines fueron derrotados con facilidad. El caos que reinaba en Haití después de la retirada de los franceses, imposibilitó a Dessalines prestar toda su atención al desarrollo inmediato de su plan de unificar la isla entera bajo su gobierno. Así fue como el general Ferrand pudo durante el corto tiempo de un año escaso dedicar sus esfuerzos a mejorar la condición de los colonos, quienes, luego de las tragedias de los diez años precedentes, estaban amenazados con la posibilidad de morir de hambre. Como resultado de las varias luchas que se habían sucedido, la agricultura estaba estancada; no había medio de embarque de los productos, y en realidad, no había producto qué embarcar. Convencido Ferrand de que la necesidad más urgente era a mano de obra, pues el decreto emancipación de los esclavos promulgado por Toussaint había privado a los propietarios de los medios de restaurar la productividad de sus plantaciones, el nuevo gobernador lanzó un decreto autorizando a los residentes españoles a reanudar el tráfico de esclavos durante un periodo de doce años, y a los extranjeros a practicarlo durante seis años. El mismo decreto declaraba que los prisioneros cogidos en las peleas con los haitianos serían considerados como esclavos. Tomó las medidas preliminares para la inmediata construcción de un acueducto que surtiera a la Capital con las aguas del río Higüero. Rebajó los impuestos excesivos, tributos que fueron fijados previamente. Trató por todos los medios posibles de dar estímulo a los plantadores. Concertó planes para reanudar el comercio con los Estados Unidos con la exportación de maderas nativas. Proyectó el establecimiento un gran puerto en la Bahía de Samaná, al que puso nombre de “Napoleón”. En su gran empeño por remediar los males que afligían a los colonos españoles y así conquistar su afecto y su apoyo, llegó a recabar de Bonaparte la promulgación de un decreto que autorizaba la aplicación continuada del Código español y el establecimiento de un Tribunal binacional, en el cual la cámara española oiría los casos entre los habitantes españoles, la cámara francesa juzgaría sólo los casos en que se vieran envueltos los súbditos franceses. Ferrand se propuso gobernar a los colonos españoles por intermedio de sus congéneres, y en efecto escogió a los españoles más distinguidos para participar en la administración de la colonia. Bajo el impulso enérgico del general Ferrand hubo una reacción rápida en las condiciones económicas; en un año muchos de los emigrados regresaron a sus hogares y reanudaron sus labores, y todo apuntaba a la realización próxima del sueño de Ferrand, de

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ver el país convertido en una colonia próspera. Mas el optimismo del gobernador y la confianza que había logrado infundir en los colonos, no tomaron en cuenta las ambiciones del gobernador haitiano, Dessalines.

6 Al estallar la insurrección de los negros, Jean-Jacques Dessalines había sido esclavo en la plantación de un negro liberto, cuyo apellido había asumido y de cuya propiedad se había apropiado tan pronto la insurrección le brindó la oportunidad de asesinar a su amo. Lo mismo que la mayoría de los más prominentes jefes de la rebelión negra; Dessalines había nacido en las selvas del África Occidental y había sido traído a la colonia francesa cuando estaba en su adolescencia. Sin duda, el ambiente salvaje en que pasó los primeros años de su vida, fue causa de su ignorancia impenetrable, de su crueldad y de la superstición que siempre lo dominó. Pero solo la depravación congénita puede explicar la inapagable sed de sangre que dio siniestra notoriedad a su nombre por más de un siglo. No había horror de perversión ni sanguinaria tortura que su cerebro no inventara; desde el primer día de su participación en la insurrección hasta la fecha de su muerte a manos de uno de sus propios congéneres en las afueras de Puerto Príncipe: su carrera fue la de un carnicero en un matadero humano. En los comienzos de la sublevación, Dessalines ingresó en el séquito de Biassou, y obyuvo una acogida benévola de parte de su jefe por la grata sorpresa que pudo ofrecerle inmediatamente después de unirse a sus tropas. Un gran número de prisioneros blancos, hombres, mujeres y niños habían sido capturados en sus fincas por los negros y los cautivos habían sido concentrados en una de las fortalezas que estaban bajo el control de las tropas de Biassou. En momentos en que se esperaba su llegada, Dessalines dispuso y dirigió personalmente la matanza de todos los cautivos, ingeniándosela para impartir una muerte distinta y agonizante a cada uno. Su gusto en la decoración parece haber sido de tal agrado para Biassou, que inmediatamente después de esta hazaña le fue dado en premio un prominente puesto de comando en el regimiento. Después de Toussaint traicionar a los españoles, Dessalines llegó a ser el colaborador predilecto de aquél y fue el ejecutor de los proyectos más sangrientos de su jefe, mereciendo siempre el beneplácito de este último. Dessalines carecía de la astucia y habilidad para disimular sus intenciones que eran características de Toussaint, pero lo caracterizaba una mayor fijeza en sus propósitos respecto a aquél y carecía en absoluto de todo sentimiento de piedad e instinto de misericordia. Su pasión sanguinaria se mostró no solamente en la matanza de los blancos, sino también en la de miembros de su propia raza y en la de los animales cuando le faltaban víctimas humanas.

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Según dice Descourtilz, la esposa de Dessalines pudo en alguna ocasión disuadirlo de llevar a cabo las matanzas que proyectaba; pero el éxito de la intervención de la buena dama parece más bien debido al deseo de Dessalines de librarse de la importunidad de sus ruegos, los cuales lo cansaban, que a la habilidad de ella para despertar en él la menor chispa de sentimiento humanitario. La asociación de Dessalines con Toussaint le proporcionó la oportunidad de observar las costumbres y las modas de la oficialidad francesa. Así lo vemos trajeado al estilo de la moda impuesta por el Directorio. Su cajita de rapé, que comenzó a usar para la época, llegó a alcanzar celebridad en los años posteriores. Antes de ordenar alguna matanza, Dessalines solía abrir la cajita para consultar el espejito encajado en el interior de la tapa; si el espejo se presentaba empañado por la humedad, se posponía temporalmente, pero si el espejo estaba seco, era señal de que se debía verter más sangre y la víctima era conducida al suplicio. Puesto que el tabaco suelto en la caja necesariamente, excepto cuando el clima estaba muy húmedo, absorbía toda la humedad, el espejo siempre estaba inexorablemente seco, y la superstición sin duda probaba ser satisfactoria para el dueño de la mágica cajita de rapé. Después del exilio de Toussaint, Dessalines, como era de esperarse, asumió el primer puesto entre los otros jefes negros, y la evacuación del territorio por el general Rochambeau, muerto ya Leclerc, condujo a su proclamación como dictador vitalicio, una conclusión inevitable; y la proclamación de la Independencia e indivisibilidad de la isla (1ro. de enero de 1804), no fue sino la ejecución del proyecto acariciado por la mente de Toussaint. Ahora, el decreto del general Ferrand que permitía a los colonos españoles reducir a la esclavitud los prisioneros capturados en las peleas fronterizas, ofreció el deseado pretexto para intentar hacer efectiva la proclamada indivisibilidad. Los rumores de los preparativos de Dessalines fueron llevados desde Cabo Haitiano a la parte oriental por los capitanes de unos barcos estadounidenses e ingleses, y tan pronto tuvo Ferrand la confirmación de esos rumores, se preparó a repeler la amenaza de invasión. La ciudad de Santo Domingo disponía de unos seis mil no combatientes además de la guarnición de tropas acuarteladas allí. Con alguna dificultad reunió una cantidad de provisiones, pero las armas y municiones escaseaban: sólo había mosquetes para los soldados regulares, los milicianos se armaron en su mayoría con picas y machetes; y se montaron las pocas piezas de artillería que había en la torre de la Iglesia de Las Mercedes y en lo alto de la residencia de los Jesuitas y de San Francisco y en los techos de los arsenales de San Fernando y San Carlos. Las fortificaciones fueron reforzadas alrededor de las murallas de la ciudad.

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La falta de recursos y el escaso número de hombres a su disposición fueron causa de que desistiera de la defensa del Cibao y se limitara Ferrand a concentrar sus esfuerzos en la defensa de la ciudad de Santo Domingo. Se comprendía por anticipado que las tropas de Azua y los milicianos del Cibao bajo las órdenes del coronel Serapio Reinoso del Orbe, irían a una muerte inevitable arrollados en la tentativa de ofrecerse como dique al torrente que se derramaba a través de la frontera desde Haití. El 16 de febrero de 1805 Dessalines salió de Cabo Haitiano por vía de Puerto de Paz y Gonaives. Siguiendo el plan ejecutado con éxito por Toussaint en la invasión anterior, el ejército haitiano fue dividido en dos; uno que debía lanzarse por el norte, a través del Cibao, y otro, que debería ir en procesión a través de las provincias del sur, y que había de encontrarse con la armada del norte en las afueras de las murallas de Santo Domingo, en donde se concentrarían ambos ejércitos para capturar la capital. El ejército del sur, comandado por el mismo Dessalines y el mulato Petion, encontró poca resistencia. Las Matas de Farfán fue ocupada el 24 de febrero. Tres días después, una pequeña fuerza de heroicos españoles que intentaron detener el avance del ejército haitiano fueron completamente destruidos; el oficial que los mandaba cayó prisionero después haber sido herido, siendo sometido a horribles torturas, hasta que se le permitió morir. Azua y Baní fueron ocupados sin que se disparara un tiro, y el día 5 de marzo el ejército del sur llegó a la capital. El ejército del norte, comandado por Christophe, encontró una resistencia más tenaz. Los habitantes de los pueblos norteños huyeron delante de las hordas invasoras y se pusieron al abrigo de las fortificaciones a orillas del Río Yaque, bajo el mando del coronel Reinoso del Orbe. En la refriega que tuvo lugar cerca de La Emboscada, la cantidad inmensamente superior de haitianos hizo que la resistencia de los españoles fuera de corta duración. La gran mayoría, incluyendo su valiente coronel, perecieron en el lugar. Christophe entró en Santiago el lunes de la semana del carnaval, el 25 de febrero; y los haitianos jubilosos por su fácil victoria, se entregaron a una orgía, bebiendo toda el aguardiente que hallaron en la ciudad. Luego se dieron a la diversión, robando, estuprando y matando, dando rienda suelta a sus instintos salvajes. Un gran número de los habitantes se habían refugiado en la iglesia; todos fueron masacrados y el sacerdote, don José Vásquez, mientras decía la misa, fue cogido y quemado vivo. Los libros sagrados y la vestimentas sacras sirvieron para avivar el fuego; y luego la iglesia, llena de cadáveres mutilados, fue pasto de las llamas. Entonces empezó la búsqueda de los que se habían ocultado durante las primeras horas de la matanza. Se hicieron pesquisas domiciliarias y los fugitivos fueron sometidos a torturas lentas que les prolongaron la agonía, algo peor que si hubieran sucumbido en las primeras horas de la matanza. Algunos

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niños, cuyos cuerpecitos ya habían sido mutilados, fueron desgarrados en jirones, y algunos adultos —hombres y mujeres— atrozmente descuartizados. El cuerpo de una víctima fue primero mutilado a golpes de machete, y luego le fueron colocados cartuchos de pólvora encendidos en las heridas, hasta que la masa sangrante fuera volada en añicos por la explosión de los cartuchos de pólvora. Cuando ya no había más víctimas que inmolar, siguió la marcha. Al día siguiente el sol derramó sus rayos sobre un panorama macabro de lo más triste. Los pocos habitantes que habían logrado escapar, al volver, encontraron los cuerpos de los concejales, quienes habían sido capturados por Cristophe, colgados de los balcones de la Casa Consistorial, desnudos y mutilados; las calles llenas de escombros y desolación. En su marcha sobre la capital, al pasar por los otros pueblos y aldeas del Cibao, las tropas de Christophe repitieron en menor escala los execrables excesos que cometieron en Santiago, y de este modo llegaron para unirse a las fuerzas de Dessalines dos días después de que el ejército del sur había arribado a las afueras de la capital. El sitio de la ciudad se prolongó durante tres semanas. Los haitianos ocuparon los suburbios de San Carlos, y luego capturaron el puesto de Pajarito, en la orilla izquierda del Ozama. Las provisiones eran tan escasas que parecía que de momento la ciudad tendría que rendirse; pero la buena fortuna quiso que Ferrand recibiera un pequeño refuerzo en un barco que muy oportunamente llegó de la Martinica. Se hicieron sin éxito algunas salidas de tropas, y las esperanzas de los sitiados empezaban a flaquear cuando la flota del almirante Missilasy, enviado por el recién coronado emperador Napoleón a hostigar a los barcos británicos en las aguas de las Indias Occidentales, fondeó en la rada. La flota procedió rápidamente cuando tuvo aviso de la invasión haitiana. El almirante Missilasy inmediatamente tomó las medidas para auxiliar a Ferrand. Desembarcó tropas para reforzar y reanimar la guarnición y facilitó las provisiones y municiones que tanta falta hacían. Con esta ayuda se hicieron inmediatamente los planes para derrotar a los ejércitos sitiadores. Una columna de tropas francesas y dominicanas bajo el mando del mismo coronel Juan Barón, que tanto se había distinguido cuando la invasión anterior, salió y atacó a los haitianos en la tarde del 28 de marzo, desalojándolos de San Carlos. Desgraciadamente el coronel Barón murió en este encuentro y su segundo, el capitán Moscoso, se vio forzado a replegarse a la ciudad. Pero de todos modos, estos hechos convencieron a lo jefes haitianos del espíritu indomable de los dominicanos y de que los refuerzos recibidos por ellos haría improbable la rendición de la ciudad. Con esta convicción, Dessalines comenzó a levantar el sitio y retirarse el 29 de marzo. En la mañana del 29 de marzo, los defensores de Santo Domingo encontraron a los haitianos que comenzaban a evacuar sus posiciones. La

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evacuación no tardó en convertirse en una derrota, y el general Ferrand despachó columnas fuertes en persecución de las hordas fugitivas, que le permitieron causar daño considerable a su retaguardia. La falta de organización, sin embargo, no permitió a las fuerzas del general Ferrand continuar su persecución por una distancia importante, y los habitantes del sur y del Cibao, que habían comenzado a regresar a sus hogares de las montañas y bosques en donde se habían refugiado, quedaron expuestos una vez más a los desmanes de los haitianos que iban en retaguardia. Si es posible establecer una comparación, los horrores que acompañaron a la retirada de los haitianos fueron peores que las atrocidades cometidas por ellos en la invasión. Dessalines, enfurecido por la contrariedad sufrida, emitió órdenes de devastar el país por donde pasaran las tropas. El ejército del sur, en su marcha de retirada estaba ahora bajo el mando de Petion, una de las raras figuras admirables de la revolución haitiana, quien contramandó las órdenes de su superior, y contuvo los excesos de sus propios soldados. Dessalines asumió personalmente el mando del ejército del norte. Se valió de unos españoles traidores que se le habían unido para hacer circular el rumor de que Ferrand había capitulado y que las tropas haitianas volvían vencedoras a su propio territorio. Hizo avisar a los principales habitantes de los pueblos por donde debía pasar, que ya vencedor, quería tratar a los dominicanos como amigos. Se ordenó la preparación de festejos para celebrar la iniciación de una nueva era de paz y confraternidad. En vista de la experiencia de todo lo que habían sufrido tan recientemente, parece increíble que los lugareños se dejaran engañar tan fácilmente. En La Concepción de La Vega, novecientos de sus habitantes fueron hechos prisioneros y obligados a acompañar a los haitianos en su retirada. En Moca, el 3 de abril, la gente del pueblo, unas quinientas personas, se congregaron en la iglesia para asistir a un solemne Te Deum en acción de gracias por las pacíficas intenciones de sus supuestos conquistadores, y ahí, a mansalva, fueron degollados sin misericordia; solamente algunos niños pudieron escapar, ocultos bajo las faldas de sus madres muertas. Todo lo que quedaba de la ciudad de Santiago fue completamente destruido; y hasta a pueblos que, como Monte Cristi, estaban apartados del camino de Dessalines, no los perdonó, pues fueron despachados destacamentos para incendiarlos y matar a sus habitantes. El destino de los prisioneros llevados de La Vega, cuyo número fue aumentando a medida que continuó la marcha hacia el Occidente, fue si cabe, más cruel. Muchos fueron sacrificados por el camino, y las mujeres quedaron repartidas entre los oficiales de Dessalines y de Christophe. Los que sobrevivieron a las penalidades de la marcha a través de la jungla espinosa de la candente llanura de Monte Cristi, cuando llegaron a Cabo

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Haitiano fueron obligados por Christophe a trabajar en la construcción de su famosa ciudadela. La gran mayoría sucumbió en esa ardua tarea y solamente unos pocos supervivientes lograron fugarse a territorio dominicano y relatar los horrores que habían sufrido.

7 La decisión de Ferrand de hacer una colonia del brillante y nuevo Imperio francés, parece haberse arraigado más con los reveses resultantes de la invasión de Dessalines. Informado por el almirante Missilasy de la valerosa resistencia de Ferrand, Napoleón le perdonó su previa desobediencia y lo confirmó en el puesto de gobernador general, le envió refuerzos y le procuró facilidades financieras en los Estados Unidos. El gobernador reanudó de una vez la ejecución de sus planes para el desarrollo económico y la prosperidad de la colonia. Los emigrados fueron llamados a regresar; y todo incentivo posible fue dado a la agricultura y al impulso del comercio con los Estados Unidos. Se establecieron guarniciones de tropas en las poblaciones principales, y se emprendieron proyectos de riego y la construcción o reparación de caminos. Durante tres años reinó la paz, y en este trienio, el gobernador francés no omitió medios a su alcance para promover la prosperidad de sus gobernados españoles y para conciliarlos con la soberanía francesa. El fenómeno al que dieron a luz los tres años de progresista administración de Ferrand es el más significativo que ofrece la historia del incipiente pueblo dominicano; significativo, porque habían sido sembradas las semillas del deseo de cambio que en años posteriores habrían de germinar tan trágicamente en las revoluciones sangrientas y los gobiernos tambaleantes de tiempos más modernos. Este fenómeno, indicador también de la pasión por la independencia, de la negación a someterse a la dominación extraña, pasión que ha dado por sí solo al pueblo dominicano el poder de mantener su integridad política a despecho de los múltiples peligros que repetidamente le han amenazado. Apenas hubo saboreado la colonia el período de paz que sólo la determinación de los franceses había hecho posible; tan pronto como los empobrecidos propietarios hubieron reconstruido sus casas, replantado sus devastados campos; apenas suavizado por el bálsamo del tiempo el recuerdo de los horrores sufridos, resurgió rampante el espíritu de la rebelión en contra de la dominación francesa. En este movimiento habían dos factores primarios: el sentimiento de simpatía con que los isleños miraban la lucha de los peninsulares de la madre patria contra las huestes conquistadoras de Napoleón; el otro, factor fue la creencia de que la enemistad de los haitianos era dirigida contra los franceses que gobernaban en Santo Domingo y no contra los habitantes españoles. Estos se persuadieron de que, si se pudiera obligar a los franceses a desprenderse

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del gobierno, se podría llegar a un entendimiento que permitiera a los dos pueblos de la isla vivir en paz, respetando mutuamente su independencia. El primer factor es de fácil comprensión: los vínculos con la madre patria todavía eran fuertes y era natural el resentimiento de los colonos españoles contra la tentativa del emperador Napoleón de destruir la independencia de España, y era natural también que resintieran ahora la dominación francesa que poco tiempo antes habían acogido con regocijo. A la luz de los años transcurridos después, el segundo factor es más difícil de comprender. Parece inverosímil que los hispanos pudieran olvidar tan pronto las miserias que sufrieron a manos de los haitianos, y que pudieran tener la credulidad de pensar que los jefes haitianos, cuyo yugo habían rechazado con dificultad, habían renunciado tan pronto a sus pretensiones de dominación en la isla entera. Cierto es que ya Dessalines había encontrado la muerte y que Alexandre Petion gobernaba como presidente en Puerto Príncipe; pero Christophe reinaba en su ciudadela cerca del Cabo como déspota absoluto del norte de Haití; y no era de suponerse que la humanidad relativa de Petion pudiera restringir la ferocidad de sus subalternos, ni mucho menos producir un súbito cambio de corazón en el monstruo del Cabo, a manos de quienes todas las familias del Cibao habían sufrido injurias personales. El espíritu de rebelión contra Francia era, sin embargo general. Fue promovido principalmente por don Juan Sánchez Ramírez, colono nacido en Cotuí, que emigró en el año 1803 y volvió al país en 1807, en momentos en que las condiciones parecían propicias para el negocio de maderas que él había emprendido antes de emigrar y que ahora podría renovar bajo auspicios favorables. Parece que Ferrand tenía en alta estima la capacidad de Sánchez Ramírez, puesto que a su regreso al país le ofreció el puesto de comandante de armas de Cotuí. La oferta no fue aceptada, y encontrando apoyo entre sus amigos más íntimos para su deseo de librar su país de la dominación francesa, Sánchez Ramírez se entregó, en el verano de 1808 a la tarea de fomentar una revolución. Durante los meses del verano se unieron a su conspiración el padre Morilla, vicario del Seibo; D. Manuel Carvajal, de Higüey; el padre Moreno, de Bayaguana; el padre Vicente de Luna, vicario de Santiago; don Francisco Frías, comandante de armas de San Francisco de Macorís y los comandantes de las guarniciones de Cotuí y La Vega. El único rechazo de importancia que recibió fue el de don Agustín Franco, coronel de las tropas del Gobierno en el Cibao, quien permaneció leal a Ferrand y hasta le comunicó que tenía sospechas de Sánchez Ramírez. Ferrand, seguro de la fuerza de su Gobierno, confiado en que la prosperidad que su buena administración había traído a la colonia y las consideraciones

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que él siempre había guardado a sus gobernados españoles harían imposible ninguna sublevación contra su autoridad, trató con escepticismo los informes recibidos de Franco, y no le hizo mucho caso a otras advertencias de naturaleza similar que él había recibido. Esta exagerada confianza hizo posible la rápida propagación de la conspiración. Sánchez Ramírez entabló negociaciones con el gobernador de Puerto Rico, del que obtuvo la promesa de apoyo en caso de que se intentara una revolución; el general Ciriaco Ramírez y su cuñado, don Manuel Jiménez, se comprometieron a sostener el movimiento en las provincias sureñas dominicanas. Cuando el general Ferrand se dio cuenta, al fin, de la gravedad de la situación, ya estaba en pie la revolución. El 26 de octubre la Guerra de la Reconquista fue oficialmente proclamada por don Juan Sánchez Ramírez en las cercanías del Seibo. Allí fue enarbolada la bandera de España, y Fernando VII proclamado soberano natural de la colonia. Entonces, a la cabeza de un pequeño grupo de caballería tomó posesión de la villa del Seibo, y redujo a prisión a don Manuel Peralta, el representante de la autoridad de Ferrand. Las medidas enérgicas que tomó el general Ferrand para sofocar el movimiento alcanzaron el éxito inicialmente en la parte del sur. Pero los revolucionarios habían logrado una sublevación general en todo el país, obtuvieron municiones de Petion y Christophe, además de los refuerzos enviados de Puerto Rico. También se reanimaron mucho con la ayuda que les trajo la fragata inglesa “Franchise”, comandada por el capitán Dashwood. El éxito alcanzado por su gobierno contra los rebeldes del sur, indujo al general Ferrand a tomar personalmente el mando de la columna que salió de Santo Domingo para atacar a los que militaban a las órdenes de don Juan Sánchez Ramírez, acantonados en el lugar llamado Palo Hincado, cerca del Seibo, en número de unos seiscientos hombres. Las tropas mandadas por el general Ferrand eran ligeramente menores en cantidad. El encuentro se produjo cerca del campamento de los sublevados, y la victoria de estos últimos fue aplastante. Muchos de los oficiales franceses cayeron en la refriega y Ferrand, viendo la derrota de sus soldados, emprendió la fuga hacia Santo Domingo con sólo dos acompañantes, perseguido de cerca por un destacamento de cincuenta revolucionarios al mando de Pedro Santana. Comprendiendo que su derrota implicaba la destrucción de todas sus propias esperanzas, y el fracaso definitivo de su ambición de mantener la bandera francesa ondeando sobre Santo Domingo, se suicidó en Guaquía. Su cuerpo fue encontrado por Santana, quien de un machetazo le cercenó la cabeza llevándola en triunfo al Seibo, en donde los revolucionarios celebraban su victoria. La noticia de la derrota y muerte de Ferrand causó consternación en Santo Domingo, en donde el general Dubarquier, ayudante de Ferrand, asumió entonces la gobernación.

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Sánchez Ramírez envió emisarios para avisar a los simpatizantes de la revolución en todas partes de la colonia del éxito inicial y para convocar a sus delegados para la asamblea que debía reunirse en Bondillo. Ahí, el 13 de diciembre de 1808, fue firmado por los principales líderes del movimiento el Pacto de Bondillo, quienes proclamaron su lealtad a Fernando VII, y eligieron a don Juan Sánchez Ramírez, gobernador de Santo Domingo. Inmediatamente procedieron a poner sitio a la capital, donde no obstante la ayuda material prestada por el general Carmichael quien desembarcó tropas británicas para cooperar con los sitiadores, el general Dubarquier se sostuvo hasta el 9 de julio del año siguiente. En esa fecha los representantes de los revolucionarios y del general inglés firmaron con el enviado de Dubarquier un acuerdo de capitulación, y los revolucionarios acompañados por sus aliados británicos entraron a la capital dos días más tarde. Después de pactar un acuerdo con los revolucionarios por el cual quedó convenido con los súbditos británicos un tratamiento de preferencia, Carmichael se hizo a la vela, y se llevó para Jamaica en calidad de prisioneros de guerra a los pocos oficiales y hombres franceses que quedaban.

8 Inmediatamente Sánchez Ramírez envió un emisario a España a llevar la noticia del éxito que había coronado los esfuerzos de los colonos por deshacerse del dominio francés y para proclamar su lealtad a la Corona de España y suplicar la asistencia del Gobierno español, se puso entonces a examinar la situación. La primera medida que decretó el nuevo gobernador fue la expulsión de todos los residentes de nacionalidad francesa; y la segunda fue la creación de Ayuntamientos en todas las poblaciones de alguna importancia. La noticia que recibieron de inmediato sobre la entusiasta acogida que fue ofrecida a su enviado en España confortó al nuevo Gobernador y a sus aliados. Debido al secuestro de Fernando VII por Napoleón, el Gobierno de España era ejercido por los miembros de la Junta Central de Sevilla, y por el Consejo de Regencia en nombre del Rey hasta que pudiera ser efectuada su liberación. En dos edictos emitidos por la Junta Central de Sevilla y por el Consejo de Regencia, uno de fecha 12 de enero de 1810 y el otro del 29 de abril, se acogió a la colonia de nuevo bajo el manto de la soberanía española y se le prometió que una guarnición de tropas peninsulares sería mantenida en Santo Domingo para la protección de este territorio; que el comercio sería libre entre Santo Domingo y España y las otras posesiones españolas durante quince años, y que sólo impuestos nominales serían establecidos durante diez años. Fueron derogadas las restricciones que obligaban a los colonos a limitar sus cultivos a determinadas cosechas, y se les prometió ayuda financiera. La

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administración de justicia en la colonia fue puesta bajo la jurisdicción de la Real Audiencia de Caracas. Don Juan Sánchez Ramírez fue confirmado en el puesto donde le había elevado la voluntad de sus conciudadanos y se le otorgó además el título de Intendente y capitán general, y don José Núñez de Cáceres recibió el nombramiento de Teniente Gobernador, Auditor de Guerra y Asesor general. Un Comisionado Real fue enviado a la colonia en la persona de don Francisco Javier Caro, dominicano de nacimiento, que había sido miembro de la Junta Central de Sevilla. Es un hecho sorprendente que, en el preciso momento en que la mayoría de las otras posesiones españolas de América luchaban por romper los vínculos que las ataban a España, cuando estallaban movimientos revolucionarios en Buenos Aires, en Caracas, en Nueva Granada y en México, cuando el grito de Libertad e Independencia era lanzado por Bolívar y San Martín, haciendo oír el tañido anunciador de la muerte del predominio colonial de España, la colonia de Santo Domingo, al librarse de Francia, haya vuelto solicitar su retorno al gobierno de España. Al principio los colonos no tuvieron motivos para lamentar la decisión de los firmantes del Pacto de Bondillo. Los elementos más progresistas de España tenían momentáneamente el control del Gobierno, y la Constitución de 1812, proclamada luego en Santo Domingo, prometía que la era de reformas liberales y el advenimiento de la democracia inaugurada en España se extenderían a ultramar. La Colonia, bajo la nueva Constitución obtuvo representación en las Cortes, y don Francisco Javier Caro fue elegido su primer diputado. Pero estas esperanzas de autonomía se desvanecieron, pues el Tratado de Valencia entre Napoleón y Fernando permitió a este último volver a Madrid, y su primer acto al recuperar el trono fue abrogar todas las disposiciones liberales dadas en su nombre por el Consejo de Regencia y por la Junta Central de Sevilla. Los dominicanos vieron con asombro que todas las medidas de progreso tomadas al volver a la sombra del pabellón español quedaban anuladas de un golpe y que había sido emprendida una política de reacción idéntica a la que existió antes de la revolución francesa. Entonces empezó el período conocido comúnmente por los dominicanos como la “época de la España Boba”. La lucha de la reconquista había dejado al país en condiciones deplorables. La breve época de prosperidad inaugurada bajo Ferrand se había evaporado, y el régimen de Sánchez Ramírez no tuvo tiempo para mejorar las condiciones económicas del pueblo. A la muerte de Sánchez Ramírez en 1811, le sucedió en la gobernación de la colonia un reaccionario de la vieja guardia, de apellido Urrutia, cuyos intereses se concentraban en su propio provecho y en el logro de pingües sinecuras para sus favoritos peninsulares e insulares. Nada se hizo, ni siquiera se pensó, en favor del bienestar general de la colonia. Los hombres que habían

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sido actores en la lucha de Palo Hincado fueron tratados con desdén; los secuaces que rodeaban a Urrutia eran hombres advenedizos y emigrados repatriados, que no habían conocido las penurias de los años precedentes. Morillas, en sus Noticias dice que la vida comercial de los puertos estaba muerta, excepto en Puerto Plata, donde se embarcaba tabaco en pequeñas cantidades para Europa, y se hacían también algunas operaciones de reses, cueros, caoba, melazas y ron con los Estados Unidos. Había cesado la producción de café y cacao; y en unas pocas plantaciones crecía la caña de azúcar en pequeñas cantidades; la escasez de braceros elevaba el costo de producción a niveles casi prohibitivos; y los propietarios carecían de los medios para reponer las maquinarias y mejorar la condición de sus ingenios. Consecuentemente, el cultivo de la caña y la producción de aguardiente seguía en disminución constante. La pobreza general era tal que ya apenas existía distinción entre las clases; la capacidad adquisitiva del hacendado y del mulato libre estaba a la par. El lujo era sólo un recuerdo de tiempos pasados. En la ciudad capital ya no quedaban en uso ni media docena de carruajes. De tiempo en tiempo la inconformidad de los espíritus más inquietos hallaba expresión en conspiraciones políticas que eran sofocadas antes de siquiera haberse incubado. La llegada a Haití de Simón Bolívar en 1815 alarmó profundamente al gobernador de Santo Domingo, especialmente por la acogida cordial y la ayuda material que le brindó el presidente Petión; en vista de lo cual el gobernador ordenó la movilización general de las milicias. La pronta partida de Bolívar aquietó los ánimos, y no fue necesario continuar la movilización. En la proclama de desmovilización el gobernador señaló con orgullosa satisfacción la prontitud con que los colonos habían respondido a su llamada, y confesó, lamentándolo, que no tenía dinero con que pagarles siquiera los gastos de mantenimiento en que habían incurrido mientras estaban bajo las armas. El reemplazo del general Urrutia por un gobernador más liberal y el restablecimiento de la vigencia de la Constitución de 1812, impuesta a Fernando VII por la insurrección de 1820, aliviaron en algo las tristes condiciones de los colonos. Sin embargo, esto coincidió con la renovación de la amenaza del peligro de Occidente. Al morir Petión en 1818, el general Jean Pierre Boyer había sido elegido presidente de Haití en su lugar. Parece que Boyer adoptó la política y también una buena proporción de la estrategia de Toussaint, pues, tan pronto pasaron las ceremonias de su toma de posesión, envió emisarios secretos a las provincias fronterizas de la parte española para realizar proselitismo entre los habitantes negros e inducirlos a levantarse en favor de la unión con Haití. Cuando los rumores de estas tentativas llegaron a oídos del general Kindelán, el gobernador de Santo Domingo, éste con algo de candidez, dirigió

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una carta al presidente Boyer preguntando si había algo de verdad en los informes de que el presidente de Haití estaba sembrando discordia entre los súbditos del Rey de España. El presidente Boyer contestó en tono blando que como semejante proceder sería indudablemente contrario al derecho de gentes, él naturalmente no podía dar su apoyo a semejantes esfuerzos de parte de ninguno de sus conciudadanos, y ofreció seguridades adicionales al gobernador de que Haití no abrigaba la ambición de conquistar más territorio. Estas seguridades parece que fueron apreciadas como sinceras por el general Kindelán, pues para calmar los temores hizo publicar la correspondencia cruzada para calmar a los colonos. Pero los rumores no cesaron; y luego llegaron informes según los cuales la propaganda subversiva se hacía por ordenes del mismo presidente Boyer. Entonces el general Real, quien había sucedido a Kinderlán como gobernador, envió a su sobrino a Puerto Príncipe para hacer una investigación seria del caso; pero antes de que el general Real pudiera recibir informes satisfactorios de su agente, se vio el mismo envuelto en graves dificultades. Desde hacía algún tiempo don José Núñez de Cáceres, el teniente gobernador nombrado por la Junta Central de Sevilla en 1810, había estado planeando irresolutamente una conspiración con otros hombres prominentes de la colonia para librar a Santo Domingo de la soberanía española y unir sus destinos a los de la recién formada República de Colombia. El momento le pareció propicio para llevar a cabo el proyecto, y el 30 de noviembre de 1821 lanzó en la ciudad de Santo Domingo una proclama anunciando la independencia de la Colonia. El general Real no opuso resistencia y se le ordenó que se embarcara para España. Los diputados provinciales se constituyeron en Junta Provincial de Gobierno con don José Núñez de Cáceres de “Gobernador Político” y presidente del Estado independiente de “Haití Español”. Al mismo tiempo se redactó una Constitución en la que se declaró que “Haití Español” se había convertido en parte integrante de la Federación de Colombia, y el Doctor Antonio Pineda fue enviado a solicitar del presidente de Colombia la admisión del “Haití Español” en la Federación de Colombia, y para solicitar también ayuda a fin de mantener la independencia del nuevo estado. Al mismo tiempo un enviado fue despachado ante el presidente Boyer con la finalidad de proponerle un tratado de amistad y recabar su reconocimiento de la independencia del “Haití Español”. La oportunidad no fue desperdiciada por Boyer. Antes de que Pineda pudiera llegar a Colombia, donde la ausencia de Bolívar habría hecho infructuosa la misión de todos modos, el presidente de Haití lanzó el 12 de enero de 1822 una proclama declarando que el pueblo dominicano se sometía formalmente a la Constitución y las Leyes de la República de Haití, y para

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hacer estas aseveraciones verbales doblemente seguras, movilizó, dos días después, al ejército haitiano para ocupar de nuevo el territorio dominicano. La marcha de los ejércitos haitianos en esta nueva invasión no sufrió dilaciones. Tan pronto se supo en la ciudad de Santo Domingo el giro que tomaban las cosas, el inefable Núñez de Cáceres hizo una proclamación aconsejando a sus compatriotas recibir las hordas invasoras con cortesía y “sentimientos pacíficos”, y exhortando a los dominicanos a mostrar al mundo la facilidad con que ellos se adaptaban a diversas formas de gobierno, puesto que, decía él, toda forma de gobierno es buena con tal que conceda los inalienables derechos de libertad, igualdad, seguridad personal y paz social que brinda la naturaleza; todo lo cual os prometen que “gozaréis abundantemente bajo la Constitución y las leyes de Haití”. El 6 de febrero llegó el presidente Boyer a Baní en donde de acuerdo con Núñez de Cáceres se concertaron los planes para la entrada del presidente de Haití en Santo Domingo, y tres días después Núñez de Cáceres llevó a la práctica el consejo que había dado a sus conciudadanos, presentando al presidente Boyer, en una bandeja de plata, las llaves de la ciudad de Santo Domingo.

9 Esa fecha señala el principio de un período de dieciocho años durante el cual la colonia dominicana cayó en un letargo que se asemejaba a la muerte. Desde su regreso a Puerto Príncipe, Boyer comenzó a esforzarse en la tarea de ahogar todo vestigio de la cultura y todo rasgo de la herencia orgullosa de los dominicanos, que de manera esporádica brillaría débilmente en la penumbra de la ocupación negra. Este esfuerzo lo realizó sin flaquear durante los largos años que gobernó. La administración pública fue haitianizada en grado extremo. Las familias que todavía poseían algo lo abandonaron huyendo del país. La agricultura se paralizó; el comercio dejó de existir. El espíritu público parece haberse hundido a tal extremo que rara vez se hizo esfuerzo alguno para levantar el estandarte de una nueva rebelión. Todas las formas de progreso intelectual, que durante el régimen de la “España Boba” habían recibido cierto estímulo, perecieron durante el primer año de la dominación haitiana. La Universidad cerró sus puertas; la mayor parte de las iglesias quedaron sin curas. El siguiente extracto, tomado de un informe del cónsul general británico en Haití, y leído por el ministro Canning ante el Parlamento inglés en 1826, da una descripción gráfica de la baja condición en que se había hundido Santo Domingo:

La isla entera estaba dividida en departamentos, arrondissements y communes. Todos bajo el mando de militares responsables ante el presidente, y a ellos quedaba encomendada exclusivamente la ejecución

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de las leyes que afectaban a la policía, la agricultura y la hacienda. No hay ni un solo hombre civil investido de autoridad extensa… Durante los últimos dos años el comercio ha declinado y... se supone que se ha reducido a la mitad de lo que había antes... El Código Rural, cuya característica es el trabajo obligatorio, es el código más importante. Es una modificación de las regulaciones ratificadas por el antiguo Code Noire de los franceses, con restricciones adicionales. Las disposiciones son tan despóticas como las concebibles en un sistema de esclavitud. Puede considerarse al labrador rural como adscriptus glebe pues se le juzga como vago y se le castiga si se mueve de su cortijo sin licencia. No se le permite establecer una tienda de comercio. Nadie puede construir una casa en el campo, que no esté conectada a una finca... El Código señala la pena en algunos casos, pero la prisión en muchos casos es indefinida y queda a opción del juez de paz. Sin la aplicación de este Código, los cultivos cesarían o no producirían más de lo que exigen las más exiguas necesidades diarias. En treinta y tres años la población de la isla ha decrecido en una tercera parte del total a que ascendía en 1793”... El Gobierno se ha adueñado de todas las propiedades de la Iglesia para su propio uso. El clero depende exclusivamente de los emolumentos que les dan los fieles, y los curas tienen que pagar al fisco las dos terceras partes de lo que cobran. No es extraño que la moralidad esté en tan bajo nivel... A penas se piensa en el matrimonio…1 A medida que pasaban los años, la isla de Santo Domingo se iba quedando aislada del mundo civilizado. El 17 de abril de 1825 el Rey Carlos X de Francia reconoció la completa independencia del Gobierno de los actuales habitantes de la porción francesa de la isla de Santo Domingo, en términos que excluyen la parte ocupada por la antigua colonia española. En pago de este reconocimiento, el Gobierno haitiano se obligó a pagar al de Francia la suma de 150,000,000 francos como “indemnización debida a los antiguos colonos franceses.” También se concedió a los buques franceses una rebaja 1 Tomado de un informe de Charles Mckenzie, cónsul general británico en Haití, sometido al Parlamento el 8 de septiembre de 1826, por el honorable George Canning.

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preferencial de 50 por ciento en los derechos de puerto o aranceles en los puertos haitianos. Sin embargo las relaciones comerciales con Francia disminuían constantemente, lo mismo que con las naciones europeas. Con las repúblicas sudamericanas, las relaciones de cualquiera índole estaban suspendidas debido a la negativa del Gobierno de Colombia de admitir un enviado haitiano a causa de la desconsideración de Boyer al pasar por encima de la declaración de Santo Domingo cuando éste se había adherido a la Federación de Colombia. La oposición resuelta de los representantes de los estados esclavistas impidió durante mucho tiempo el cultivo de relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos y la República de Haití. De tiempo en tiempo fueron designados Agentes comerciales de los Estados Unidos en Puerto Príncipe, pero el Gobierno haitiano se negó persistentemente a permitir que tales agentes se establecieran en la parte española, y cuando el Gobierno estadounidense nombró al señor Daniel William Carney como su primer agente comercial en Santo Domingo, en 1837, el presidente Boyer ordenó al general Carrié, gobernador de aquel arrondissement, que lo redujera a prisión si intentaba ejercer cualquier acto oficial como tal. Si la atención del pueblo de los Estados Unidos apenas se dirigía a las condiciones reinantes en Santo Domingo, fue debido al interés que mostraron asociaciones abolicionistas, de reciente formación, que acogieron con entusiasmo la invitación de Boyer de dar apoyo a los negros para emigrar de los Estados Unidos y poblar las tierras baldías de la parte española de la isla. Pero este entusiasmo no duro mucho tiempo, pues una gran parte de los negros emigrados de los Estados Unidos murieron poco después de haber llegado a las provincias dominicanas a causa de una epidemia de tifo, y debido a que algunos de los negros que regresaron a los Estados Unidos horrorizaron a sus compañeros de Nueva Inglaterra informándoles con lujo de detalles sobre la grosera inmoralidad existente entre los haitianos. Unos cuantos libertos estadounidenses se quedaron en Samaná dispuestos, al parecer, a sobrellevar las inmoralidades haitianas, o bien impresionados por lo agradable del clima y la fertilidad del suelo. Sus descendientes permanecen allí en número considerable hasta el día de hoy. La opresión sistemática ejercida por los jefes haitianos, el terror que sus métodos de represión causaron en el espíritu de los dominicanos, hicieron desaparecer por asfixia, toda semblanza de espíritu cívico, llegando incluso a aplastar los instintos normales de virilidad en el individuo. Un caso lastimoso que corrobora este aserto lo manifiesta la correspondencia publicada en Le Telegraphe de Puerto Príncipe, el 4 de marzo de 1838. El Dr. José María Caminero, residente distinguido en la ciudad de Santo Domingo, quien más tarde sirvió a su país en calidad de su primer agente

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Diplomático en Washington, había entablado demanda de divorcio contra su esposa, alegando que era notorio que ella estaba bajo la “protección” del general Carrié, gobernador del arrondissement de Santo Domingo. Simulando indignación por esta ofensa a la reputación de su padre, el hijo de Carrié, que era a la vez su ayudante de campo, publicó en el periódico mencionado una carta exigiéndole satisfacción al Dr. Caminero por haber herido sus sentimientos sagrados de hijo y de ayudante, con esa alusión. También publicó la humillante retractación que el Dr. Caminero se vio forzado a dirigirle, cuya traducción sigue: Santo Domingo, 30 de enero de 1838 Monsieur Carrié, e hijo, Santo Domingo” Señor capitán: Correspondiendo a vuestra demanda de que yo arroje luz sobre las frases empleadas por mí en la petición de divorcio presentada a la Corte de Casación, contra mi esposa, Guadalupe Heredia, que son como sigue: “La notoria protección de la autoridad suprema de este arrondissement” y “ella contaba con la influencia de su protector”, declaro que no tuve intención de referirme ni remotamente al carácter privado, al honor ni a la administración del general Carrié, vuestro padre, puesto que, de acuerdo con los sabios preceptos del jefe del Estado, cada oficial comandante de arrondissement debe siempre proteger a todos los ciudadanos bajo su jurisdicción. Espero sinceramente que estas explicaciones le resulten satisfactorias. Le saluda afectuosamente, Caminero.

10 Fue en 1838 cuando Juan Pablo Duarte retornó de Europa a su país natal, que despertó de su largo letargo la esperanza del pueblo dominicano. Duarte, un joven cuyo padre había tomado parte prominente en la vida pública de la colonia durante los primeros años del siglo, y a quien la fortuna había favorecido entonces, fue enviado a Europa a completar su educación en medios alejados del efecto asfixiante de la dominación haitiana, llegó al país, su pecho henchido de patriotismo y ardiendo en el propósito de librar a sus compatriotas de tal ignominia, creando una nación digna de ocupar un puesto en el concierto de las naciones civilizadas. Puede uno imaginarse cuáles fueron las impresiones que recibió Duarte, si se tiene en cuenta que gran parte de su vida la había pasado en los centros

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más adelantados de la civilización europea. Las calles de la ciudad, que él recordaba haber visto en su niñez llenas de gentes de su propia raza en un hormigueo continuo, con un alegre bullicio, que ni el letargo de la España Boba había podido destruir, ahora se veían desiertas, colmadas de basura, con solo unos negros harapientos holgazaneando por plazas y esquinas. La Casa Consistorial y el Palacio de Gobierno, que antes resplandecían con las garridas figuras de la oficialidad española y de los miembros del cuerpo de ayudantes del gobernador, estaban ocupados ahora por una caterva de haitianos ensoberbecidos. En las puertas de la ciudad, en donde antes montaban guardia tropas españolas, ahora unos mugrientos soldados negros se agachaban en la sombra, o andaban desgarbados con los pies descalzos. Pero si la ruina material del país era chocante, cuánto más descorazonante debía ser para Duarte la contemplación de la supina indiferencia en que la mayoría arrastraba su mísera existencia. Duarte poseía una personalidad magnética; su determinación era irresistible, y su credo de “Dios Patria y Libertad” insufló vida a las almas de la generación más joven al menos, ya que algunos de los hombres mayores en edad habían estado demasiado tiempo postrados en el suelo por debajo de los talones de los haitianos para sentir respuesta alguna. Después de meses de esfuerzos, por fin el 16 de julio de 1838, fundó Duarte la sociedad revolucionaria conocida como La Trinitaria con nueve miembros, que se reunieron de manera subrepticia en la residencia de don Juan Isidro Pérez. Esta casa aun sigue estando en pie enfrente de la Iglesia del Carmen. Ahí prestaron el juramento solemne de firme adhesión al credo de su líder, y prometieron no desfallecer en la obra de conquistar prosélitos al patriotismo, en todo el país, hasta que la bandera de los cuarteles rojos y azules y la cruz blanca de la redención, diseñada por Duarte como símbolo de la nueva nación, ondeara al viento sobre la República Dominicana independiente. Lanzado el movimiento, no tardó en recibir acogida general. El plan de procedimiento fue ingeniado de modo que los nuevos iniciados permanecían ignorantes de los nombres de todos los miembros originales, excepto el del que los indujo a afiliarse. De esta manera el peligro de la denuncia, por la posible infidencia de algún afiliado, se reducía a afectar a uno solo de los nueve miembros fundadores. La propaganda no se limitó a la prédica oral, el espíritu de sublevación fue fomentado por el sacerdote en el confesionario, por el maestro de la escuela clandestina, y hasta en las funciones teatrales de aficionados en las que tomaban parte los conspiradores, para proclamar ideas que despertaban los sentimientos patrióticos de los auditorios.

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Durante cinco años Duarte y sus compañeros trabajaron con asiduidad que no flaqueó, y finalmente llegó el momento propicio para la realización de sus esperanzas. El despotismo de Boyer, tan absoluto como se hizo sentir en la parte oriental de la isla, también se hizo intolerable en el mismo Haití. En 1843 estalló un movimiento revolucionario en su contra en la ciudad haitiana de Jéremie. Instigados por Duarte, los conspiradores dominicanos dieron su apoyo a los haitianos comprometidos en la tentativa de derrocar a Boyer; así la revolución se extendió por toda la isla hasta que al fin, Boyer, cediendo a lo inevitable, se fugó de Haití y fue sucedido como déspota por Charles Hérard. Ahora, los miembros de La Trinitaria creyeron oportuno el momento para trabajar abiertamente sobre la senda que se habían trazado. El 24 de marzo de 1843, Duarte, acompañado por Francisco del Rosario Sánchez, Ramón Mella, numerosos otros dominicanos de significación, y también por algunos haitianos del partido liberal, desfilaron por las calles de la ciudad capital para demandar del gobernador Carrié la reforma de la Constitución y de los métodos de administración pública. Este movimiento fue reprimido primeramente y sus jefes se vieron constreñidos a temer por sus vidas, pero siguió el descontento hasta que por fin el Gobierno cedió, y las reformas deseadas fueron proclamadas oficialmente. Un paso de avance había sido dado por Duarte, pero surgió la discordia entre los dominicanos y los liberales haitianos que hasta entonces les habían apoyado, y la llegada del general Charles Hérard a Santo Domingo, resuelto a acallar, a toda costa, en los dominicanos el grito por la Independencia, pusieron un freno abrupto a los planes de los conspiradores. Tan pronto llegó Hérard a la ciudad, dictó órdenes de prisión contra los jefes de la conspiración, que ya eran generalmente conocidos. Duarte, Pina y Juan Isidro Pérez lograron embarcarse sigilosamente para el extranjero. Sánchez, quien estaba demasiado enfermo para poder hacer el viaje en ese momento, fue ocultado por su familia, y gracias a la ingenuidad del general haitiano, quien dio crédito al rumor puesto a circular adrede de que Sánchez había muerto, abandonó intentos ulteriores por establecer su paradero. Los hermanos Pedro y Ramón Santana, hijos del adversario de Ferrand, se escurrieron hasta el Seibo en donde pudieron ocultarse. Temporalmente quedaron frustrados los planes revolucionarlos; pero por fortuna fue breve el cese de las actividades de los patriotas. Duarte llegó a Curazao con la intención de seguir viaje a Venezuela. Tenía la vana esperanza de obtener ayuda extranjera para la ejecución de sus planes. Pero antes de que pudiera regresar a su país, se realizó el ideal por el que tanto había él luchado. El 27 de febrero de 1844, a las diez de la noche, un grupo de cerca de cien conspiradores se apoderaron del bastión de la Puerta del Conde, después de haber sobornado al oficial que comandaba el puesto... Aquí se escuchó el grito

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de “Separación, Dios, Patria y Libertad”. Los sublevados dejaron un número suficiente de honbres en el baluarte y, dividiéndose en pequeños grupos, lograron con estratagemas apoderarse de toda la ciudad, y al día siguiente obligaron al jefe haitiano, general Desgrotte, a firmar su capitulación. La declaración hecha por la Junta Revolucionaria en sus negociaciones con Desgrotte, expresa la inspiración que Duarte había infundido en sus compatriotas. Decía: “La conculcación de sus derechos y la administración malsana del Gobierno haitiano han creado entre los dominicanos la resolución firme e imperecedera de ser libres e independientes, aún a costa de sus vidas y de sus propiedades, y ninguna amenaza será capaz de debilitar esta resolución.” Dos días después, se retiró Desgrotte con las fuerzas haitianas del territorio de la nueva República. Se había iniciado la historia de la República Dominicana independiente.

CAPÍTULO LOS

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PRIMEROS AÑOS DE INDEPENDENCIA

1 El 29 de febrero de 1844, los últimos oficiales haitianos dejaron la ciudad de Santo Domingo. La Junta Provincial despachó a los señores Tomás Bobadilla, Manuel Jiménez y Vicente Celestino Duarte a diferentes puntos del país con el fin de animar a los habitantes de las provincias distantes a levantarse en apoyo de la Revolución y para concertar los planes para la inmediata formación de una milicia que debía repeler el inminente ataque de parte de Haití. Se constituyó un grupo en “Junta Central” y asumió la dirección de los destinos de la nueva nación hasta que el pueblo pudiera resolver la formación de un Gobierno Constitucional. Componían esta Junta, los ciudadanos Francisco del Rosario Sánchez, Ramón Mella, José Joaquín Puello, Remigio del Castillo, Wenceslao de la Concha, Mariano Echavarría y Pedro de Castro y Castro, y envió a Juan Nepomuceno Ravelo a Curazao para que trajera a Juan Pablo Duarte a la República. Duarte llegó el 14 de marzo y fue recibido en la capital como un ídolo de la nación. La Revolución obtuvo el apoyo de las provincias del este debido en gran parte al prestigio popular de que gozaban en el Seibo Pedro y Ramón Santana. Azua correspondió más tardíamente. La renuencia inicial de sus habitantes se debió a la desinclinación de su líder local, Buenaventura Báez, a apoyar a la Junta Central en su determinación de proclamar la independencia de las provincias dominicanas en vez de seguir el curso preferido por Báez, quien se inclinaba por un Protectorado francés. Así pues, la divergencia sobre políticas llegó a ser muy notable entre los hombres prominentes del país. La falta de muchos hombres de influencia que no tomaron parte en el movimiento iniciado por los patriotas en la Puerta del Conde se debió a su creencia sincera de que no se podría mantener la independencia del país. Estaban convencidos de que la separación de Haití podía ser permanente sólo mediante la protección de alguna potencia extranjera. Por esta razón Pedro

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Ramón de Mena, enviado por la Junta Central al Cibao a solicitar la adhesión del norte del país, encontró al principio una oposición considerable; pero al fin, Cotuí, La Vega y Moca, y luego San Francisco de Macorís entraron en línea, y el entusiasmo del pueblo de Santiago llegó a tal punto de excitación que las autoridades haitianas capitularon prudentemente y se retiraron de la ciudad. Más tarde Puerto Plata y los demás pueblos norteños se adhirieron, de manera que a mediados de marzo la Junta Central había obtenido el apoyo declarado de todo el país, con excepción de algunos pequeños pueblos fronterizos. A fin de darles representación en su seno a todas las regiones del país, la Junta Central fue reformada antes del primero de abril, y Juan Pablo Duarte, ya de regreso en la capital, fue nombrado miembro, aunque Tomás Bobadilla fue electo su presidente y el general Manuel Jiménez, vicepresidente. La prontitud con que las provincias apoyaron la proclamación de la separación de Haití fue venturosa para la suerte de la República, pues tan pronto llegó a conocimiento de Charles Hérard, presidente de Haití, la noticia del levantamiento de la parte del este, movilizó todas las fuerzas que pudo reunir, formó dos ejércitos, envió uno por el norte bajo el mando del general Pierrot, y tomando él mismo el mando inmediato del otro ejército de igual fuerza, invadió la República por el sur, sin encontrar ninguna resistencia seria hasta llegar a la ciudad de Azua. El ejército reunido en Azua para oponerse a la invasión estaba compuesto en su mayoría por agricultores de la provincia del Seibo, bajo el mando del general Pedro Santana, a quien la Junta Central, había despachado con apresuramiento. Estos dominicanos, faltos de preparación y de disciplina, pelearon con valor espartano y lograron infligir una derrota completa a las hordas haitianas, de gran superioridad numérica. Pero Santana, por razones no explicadas entonces, las cuales dieron lugar pocos años después a graves recriminaciones entre Santana y Buenaventura Báez –entonces uno de los oficiales que estaban bajo sus órdenes–, dejó de aprovechar la victoria y se retiró a Baní. Permitió así, que los haitianos, a pesar de su derrota, ocuparan la ciudad de Azua sin más oposición. Cuando se supo de la retirada de Santana, la Junta Central ordenó al general Juan Pablo Duarte que pasara a Baní a cooperar con Santana. Duarte llegó a Baní el 21 de marzo, pero después de dos semanas, durante las cuales no pudo persuadir a Santana sobre la necesidad de que tomara la ofensiva. Bajo el pretexto de que su presencia era necesaria en el seno de la Junta Gubernativa, Duarte fue llamado de nuevo a la capital por la Junta, que muy poco le había apoyado en su misión. Mientras tanto, los dominicanos en el norte, bajo las órdenes del general José María Imbert, pudieron repeler de manera exitosa el ataque del ejército haitiano mandado por el general Pierrot. Después de la llamada de Duarte a Santo Domingo, Santana advirtió a la Junta Central que consideraba imposible tomar la ofensiva contra los haitianos

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mientras no se le suministrara refuerzos de hombres y municiones. Se produjeron, sin embargo, algunos pequeños encuentros de tiempo en tiempo, en los que llevaron la peor parte los haitianos; pero las fuerzas principales de los dos ejércitos permanecieron estacionarias durante varias semanas, hasta que la suerte favoreció a los dominicanos, hacia fines de abril, cuando estalló en Haití una revolución encabezada por el general Pierrot contra el Gobierno de Charles Hérard. Para hacer frente al movimiento revolucionario dentro de sus propias fronteras, Hérard abandonó Azua el 9 de mayo: embarcó una parte de sus fuerzas y se retiró con las restantes tropas por la vía terrestre. Saqueó y quemó los pueblos dominicanos que había en el trayecto, fiel a la tradición dejada por sus predecesores. Entonces, por fin, Santana se dispuso a moverse, persiguió hasta la frontera, al frente de una columna considerable, a los haitianos en derrota, y destacó fuerzas de guarnición en los pueblos de importancia. Las divergencias fundamentales que existían entre los caudillos dominicanos antes de la revolución separatista, llegaron a ser más acentuadas con el retiro de los ejércitos haitianos del suelo dominicano. De una parte estaba el pequeño grupo de patriotas liberales, guiados por Duarte, Sánchez y Mella, cuyo grito de Libertad e Independencia repite el eco a través de los años, los que solos con su heroica decisión y con inquebrantable fe en la capacidad del pueblo dominicano de ser una nación libre y soberana, habían convertido la aspiración en viviente realidad. A ellos se sumaron los que para crear una patria digna habían arriesgado sus vidas, sus familias y sus propiedades. De otra parte estaban los proteccionistas: un puñado de timoratos, sin confianza en sus propias fuerzas, que buscaban la protección extranjera para librarse de la temida amenaza haitiana; la mayoría, entre éstos los más prominentes, buscaban la seguridad para sus propiedades, o querían granjearse para sí ventajas más definidas que los agentes franceses y las autoridades españolas de Cuba y Puerto Rico, y los representantes del comercio europeos habían por largo tiempo afirmado serían aseguradas bajo un protectorado extranjero, o mediante la anexión a alguna potencia europea. El principal agitador del sentimiento proteccionista, desde su incubación, parece haber sido Buenaventura Báez quien “a lo largo de toda su vida,” 1 según lo describió más tarde el senador estadounidense Charles Sumner, fue un “aventurero, conspirador y embaucador, de opiniones inciertas, sin carácter, sin patriotismo, sin verdad, siempre al acecho de su interés personal en modo supremo, dispuesto a estar en cualquier parte donde imaginaba que residía su interés personal…”

1. Discurso del senador de Massachusetts Charles Sumner en el Senado de los EE.UU., 27 de marzo de 1871.

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Báez nació por el año 1810. Era nieto del sacerdote español don Antonio Sánchez Valverde e hijo de una mulata esclava. Fue legitimado como hijo de una familia establecida en Azua por largos años, dueña de extensas propiedades e influencia en los asuntos internos de la Provincia. En su adolescencia había sido enviado a Europa para recibir una educación imposible para la juventud de su país bajo la dominación haitiana. Después de su regreso a este territorio, ocupó varios puestos bajo el Gobierno haitiano, y en 1843 fue enviado como delegado por Azua a la Asamblea Nacional en Puerto Príncipe. Fue en esa ocasión cuando contrajo amistad con Adolphe Barrot, en ese entonces comisionado especial de Francia en Haití, de quien obtuvo la promesa superficial del apoyo de Francia para un movimiento revolucionario que fuese concertado con el propósito de colocar a las Provincias dominicanas bajo un protectorado de francés. Báez concibió esta política que la actitud vigilante de los Trinitarios hizo abortar al inicio. No fue sino mucho tiempo después cuando llegó a saberse que Báez, en un acceso de cólera al ver contrariado su plan de protectorado por el levantamiento del 27 de febrero, había despachado en secreto a un emisario a Puerto Príncipe para advertir al presidente de Haití de la sublevación y avisarle de los movimientos de las tropas revolucionarias. Báez, quien era un hábil juez del carácter, pudo reunir a su alrededor para apoyar sus estratagemas a muchos líderes de la República cuya fe firme en las promesas hechas por los agentes franceses era digna de mejor suerte. Pero era innegable que el Gobierno de Francia estaba al menos interesado en los sucesos. Inmediatamente después del golpe de la Puerta del Conde, dos barcos de guerra franceses llegaron a las aguas dominicanas bajo el mando del Contralmirante de Moges. El vicecónsul en Santo Domingo, Juchereau de Saint Denis, en cooperación con el almirante de Moges, influyó no poco en la decisión de Santana de abstenerse de tomar la ofensiva contra lo haitianos, a despecho de las urgentes peticiones de Duarte, cuando este último fue enviado por la Junta a Baní para tomar la ofensiva en contra de los ejércitos enemigos; pues los representantes de Francia calculaban que mientras más cerca de la capital penetrasen los haitianos, menos sería la resistencia de los miembros liberales de la Junta a la idea del protectorado francés. Una carta confidencial escrita desde Baní por Santana –que ya había sido atraído por Báez a favor del plan de protectorado– a Tomás Bobadilla, presidente de la Junta Central y principal cabecilla de los reaccionarios, pone al descubierto los motivos de Santana. Él escribió: Estoy seguro de que en las tropas que persiguen a los haitianos hay un gran número de españoles (dominicanos); y como tienen en su poder seis poblaciones españolas, pelearán contra nosotros con nuestra propia gente y a costa nuestra, al mismo tiempo que nosotros nos arruinamos, nuestros esfuerzos paralizados y nosotros agotados en esta tarea difícil de la guerra, más aún

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cuando no estamos acostumbrados a ella; y esa es la razón a mi entender, que mientras más larga sea la lucha más incierta se hará la victoria… si, como hemos discutido y convenido, no logramos ayuda del otro lado del océano… Usted podrá juzgar la verdad de lo que le quiero decir y usted es bastante hábil para no dejarse engañar, y comprender que debemos apresurar esas negociaciones que en opinión de toda mente sana pueden solamente hacer segura nuestra victoria. Le agradeceré que me conteste dándome información precisa acerca del estado de esas negociaciones; y si por casualidad están suspendidas, reanúdelas por todos los medios a su alcance, puesto que es nuestro deber en semejantes momentos críticos hacer todos los esfuerzos en beneficio del bienestar público y conducentes a asegurar el triunfo de nuestra política. Tan pronto como comenzaron a circular rumores en la Capital acerca de la política reaccionaria favorecida por los miembros de la Junta Central que actuaban en concierto con Santana y Báez, los liberales exigieron la expulsión de Bobadilla de la Junta y del Dr. José María Caminero y sus seguidores. En consecuencia, se celebró en la fortaleza el 9 de junio una reunión de los prohombres del ataque a la Puerta del Conde. Ahí se tomó una resolución unánime de exigir la eliminación de los reaccionarios del seno de la Junta Central, y se lanzaron órdenes, con el apoyo de las tropas presentes, para el arresto de Tomás Bobadilla, el Dr. Caminero y de Buenaventura Báez, quien se hallaba en ese momento en la ciudad. Los designados en la orden de arresto, lograron escapar, debido —se supone— a un aviso que les fuera dado por el general Francisco del Rosario Sánchez, electo presidente de la Junta Central en sustitución de Bobadilla. Ya vacilaba Sánchez en su adhesión a los ideales de Duarte. La Junta Central así reorganizada empezó a tomar medidas para mantenerse en el poder; Duarte fue despachado al Cibao para prevenir la promoción de cualquier trama en contra de su control en las provincias del norte, el general Sánchez se autonombró para tomar el mando del ejército del sur, relevando del mando a Santana “a causa de su mala salud”. El general Duarte llegó a Santiago el 30 de junio, en donde fue aclamado por el pueblo como el héroe popular de la revolución. El 4 de julio, una Comisión encabezada por el general Ramón Mella lo proclamó presidente de la República. Duarte, aunque expresó su disposición a aceptar la Presidencia, se negó a asumir dicha función hasta tanto no fuese elegido por el voto mayoritario de sus conciudadanos. El Cibao entero apoyaba a Duarte cuando, para consternación de todos, llegó la noticia de que las tropas bajo el mando de Santana habían rehusado la remoción de su comandante, y que el mismo Santana al frente del ejército había ido a San Cristóbal, desde donde marchó sobre la Capital el 12 de julio. Allí había sido proclamado jefe supremo de la República con poderes dictatoriales, por sus propias tropas “en el nombre del pueblo dominicano y del ejército”.

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Inmediatamente después de su entrada en la Capital, Santana redujo a prisión a los líderes liberales, el general Francisco del Rosario Sánchez inclusive. Duarte y Mella, que habían ido a Puerto Plata en la creencia de que por medio de la correspondencia con Santana podrían lograr que el pueblo tuviese oportunidad de expresar su voluntad en unas primeras elecciones libres, fueron detenidos por agentes de Santana y remitidos con sus principales seguidores a la capital, abordo del barco Separación Dominicana, desde donde fueron sacados encadenados para compartir en la Torre del Homenaje con los otros líderes liberales la prisión como criminales comunes. El 22 de agosto, una nueva Junta Central, compuesta de reaccionarios, partidarios de Santana, lanzó un decreto que declaraba que “para la seguridad y tranquilidad del país, era de primordial necesidad el severo castigo de los conspiradores y sediciosos capitaneados por el general Juan Pablo Duarte, que habían intentado derrocar el Gobierno Supremo establecido…; que los generales Juan Pablo Duarte, Ramón Mella, Francisco del Rosario Sánchez y sus principales seguidores eran traidores a la Patria e indignos de ocupar las posiciones que ostentaban, por cuya razón quedaban destituidos y condenados a destierro perpetuo, y en caso de que volviera alguno de ellos a pisar las playas de la República, se le aplicase la pena de muerte”. En consecuencia Sánchez y Mella fueron embarcados para Inglaterra junto con otros líderes del partido liberal, y el 10 de septiembre Duarte y algunos de sus compañeros fueron puestos abordo de un barco que salía para Alemania. Así, durante el primer año de la Independencia, triunfó la política reaccionaria, y los proponentes de la Independencia absoluta de la República, los únicos que habían sido responsables de levantar el espíritu nacional del pueblo dominicano del letargo en que veintidós años de sumisión a la dominación haitiana lo había hundido, fueron alejados del escenario político. A penas puede considerarse como cosa sujeta a conjetura la gran diferencia que habría presentado la historia de la República, si en los primeros años de su existencia independiente hubiese sido gobernada por un patriota poseído de los ideales y de la pureza de propósitos que caracterizaron a Duarte durante toda su vida. Completamente desilusionado por la ingratitud más grosera, desanimado por la rapidez que vio los ideales por los que él se había desvivido sumergidos bajo las olas de la corrupción y ambición de poder, se esfuma, con su figura erguida y admirable, del escenario dominicano, al cual habría de volver en vida por sólo unos breves días. Es a través del espíritu inmortal del hombre, en último análisis, que debe juzgarse su grandeza. Los ideales de Duarte son imperecederos. La voz espiritual de Duarte no se ha acallado; en años posteriores, en los momentos de calma al aminorarse el fragor de las luchas fraticidas o asomar la hosca faz del peligro exterior, la lucidez dominicana ha oído la voz de Duarte que señala la senda de la salvación. La doctrina inspirada por Duarte ha guiado a su pueblo hacia un porvenir mejor.

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En la larga fila de patriotas de las Américas que vivieron y, a menudo, murieron para que el credo de la libertad no pereciera del Nuevo Mundo, Duarte siempre ocupará un lugar prominente. La brevedad de su carrera pública, en la que se puso de manifiesto su carencia de ambición personal y su firme creencia en el intrínseco valor de sus compatriotas, lo incapacitaba, tal vez, para ser el gobernante que aquellos tiempos exigían. Es cierto, sin embargo, que jamás tuvo oportunidad de demostrar si poseía habilidad ejecutiva. Es posible asumir que le faltaba el don de dirección práctica requerido en los años largos que habían de transcurrir antes de que un régimen de verdadera constitucionalidad llegara a ser un hecho realizado. Pero su amor desbordante por su patria y su deseo ardiente por el bienestar de su pueblo no puede ser puesto en duda. Durante los últimos días que Duarte pasó en el Cibao, se le acercó una tarde un nutrido grupo de ciudadanos de Puerto Plata para decirle, a una sola voz, que Puerto Plata lo apoyaba y proclamaba su candidatura a la Presidencia. Rodeado por un grupo de amigos en una calle polvorienta, el jefe de la delegación leía laboriosamente las páginas escritas a la luz desfalleciente de la tarde tropical. Duarte permanecía de pie, erguido, sus ojos hundidos debajo de su ancha frente que brillaba de ardiente emoción. Su mano nerviosa tiraba de las guías del bigote tupido que ocultaba a medias la sonrisa de sus labios ascéticos, mientras escuchaba la lectura monótona. Y cuando ésta se hubo terminado, el gran patriota expresó su gratitud por el apoyo ofrecido, y con estas frases conmovedoras, que encerraban la esencia de la fe del hombre, los invitó a seguir su camino: Sed felices, ciudadanos de Puerto Plata. Mi corazón rebozará de satisfacción, ocupe yo o no ese puesto que vosotros me ofrecéis y deseáis que alcance; mas, ante todo, sed justos si queréis ser felices, puesto que ese es el primer deber del hombre; permaneced unidos, y así apagaréis el fuego de la discordia y venceréis a vuestros enemigos y la Patria será libre y segura y serán colmados vuestros anhelos; y yo alcanzaré así mi mayor recompensa, la única a que aspiro: la de veros gozando de la paz, felices, libres e independientes. A través de los años que transcurrieron después, años de exilio y de miseria, a los que fue reducido por largo tiempo en un país lejano, la mayor tristeza que pudo haberlo agobiado fue la de no haber nunca alcanzado a ver el pueblo dominicano unido y feliz o en paz, ni tan siquiera seguro en su libertad e independencia.

2 La Junta Central nombrada por Santana había emitido un decreto, el 24 de julio, que llamaban a elecciones para el Congreso. Las elecciones se verificaron durante los últimos días del mes de agosto, y los representantes se reunieron en Asamblea en San Cristóbal el 21 de septiembre, bajo la Presidencia

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de don Manuel Maria Valencia, uno de los primeros miembros del grupo francófilo. Cinco días después una delegación de miembros de la Junta Central Gubernativa llevó al seno del recién elegido Congreso el reconocimiento oficial del general Santana. La disensión no tardó en producirse entre el dictador y el Congreso. El rechazo del Congreso, que se negó a aprobar el contrato de empréstito concertado por la Junta con un súbdito de S. M. Británica, ocasionó que la Junta Central le recordara al Congreso que sus facultades se limitaban a la redacción de una Constitución de la República. El Congreso se doblegó y desde entonces sus actuaciones se limitaron a la discusión de los artículos del proyecto de Constitución, que terminaron con la aprobación del proyecto el 6 de noviembre. En sus líneas generales la Primera Constitución de la República Dominicana tomó por modelo la de los Estados Unidos, injertando sobre aquel producto del genio anglosajón las enmiendas consideradas necesarias para acomodarla al sistema español al cual el país se había acostumbrado. En consecuencia, se crearon ayuntamientos en todas las comunes que existían antes de la ocupación haitiana, y se creó un colegio electoral encargado de elegir en el porvenir al presidente de la República, los miembros del Tribunado y del Consejo Conservador (equivalentes a la Cámara de Diputados y el Senado), y los miembros de las Diputaciones Provinciales. Promulgada la Constitución, el Congreso procedió a la elección del general Pedro Santana como presidente de la República para los dos períodos primeros de cuatro años cada uno. El Congreso, sin embargo, había omitido en la constitución conferir a Santana los poderes dictatoriales que él deseaba; en consecuencia él declinó, declarando que no estaba dispuesto a aceptar la Presidencia bajo esas condiciones. Entonces, a instancia de Tomás Bobadilla, principal de los secuaces de Santana, el Congreso reformó la Constitución, y le incorporó el famoso Artículo 210, que permitía al presidente de la República, mientras no fuere proclamada la paz con Haití, disponer libremente de las fuerzas militares de la República, y dar los pasos “para la seguridad del país” que él deseare sin responsabilidades ante el Cuerpo Legislativo. Tan pronto la enmienda de Bobadilla quedó aprobada, Santana aceptó la Presidencia; y el 13 de noviembre de 1844, compareció ante el Congreso en San Cristóbal para ser juramentado como el primer presidente de la República. Inmediatamente después de su inauguración, Santana nombró su Gabinete, y lo escogió entre sus secuaces más adictos: Manuel Cabral Bernal, secretario de lo Interior y Policía; Tomás Bobadilla, secretario de Justicia, Instrucción Publica y Relaciones Exteriores; Ricardo Miura, secretario de Hacienda y Comercio; y al general Manuel Jiménez, secretario de Guerra y Marina. Todos los miembros del Gabinete de Santana eran notorios por la adhesión servil a su jefe. Se puede deducir cual era la opinión general que merecían del

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pueblo, del contenido de una carta de don Juan Abril, vicecónsul de España, dirigida en enero de 1845 al capitán general de Puerto Rico:

La selección del Gabinete no ha sido especialmente feliz; puede ser que las circunstancias justifiquen la designación de algunos de sus miembros, pero nada puede justificar el nombramiento de algunos otros… En medio de nuestras muchas necesidades, sentimos más que todo la falta de hombres capaces, idóneos para resolver el gran número de nuestros problemas. Mientras Santana tenía pendiente la decisión sobre el medio más efectivo de procurar el protectorado de alguna potencia europea, determinó reforzar su situación buscando el reconocimiento de su gobierno por el de los Estados Unidos. Para tal fin, el Doctor José María Caminero, el de la famosa correspondencia con Carrié, fue despachado, en diciembre de 1844, a Washington para intentar obtener durante los últimos días del mandato del presidente Tyler el reconocimiento oficial de la nueva República de parte del secretario Calhoun. La misión del Dr. Caminero parece haber dejado la impresión favorable en el señor Calhoun de que estaba acorde con la política de los Estados del sur, que él había sostenido con vigor durante largos años en el Senado de los Estados Unidos. El secretario de Estado sugirió a don Ángel Calderón de la Barca, el ministro español, que los Estados Unidos, España y Francia reconocieran la nueva República, como medio de restringir la influencia de los negros en las Antillas; pero parece que la sugerencia no fue acogida favorablemente en la Corte española, pues ningún nuevo paso fue dado para reconocer la nueva República hasta que se juramentó el presidente Polk en marzo 1845. El secretario de Estado Buchanan, había sido informado que el Dr. Caminero había manifestado al ministro español en Washington que los dominicanos deseaban el protectorado de España, Buchanan resolvió enviar un agente especial a la República Dominicana para averiguar las condiciones existentes e informarle, particularmente sobre la posibilidad de que los dominicanos mantuvieran su independencia frente a la persistente amenaza de la parte occidental de la isla. El señor John Hogan fue escogido para esta tarea y llegó a Santo Domingo hacia fines del año 1845. En una comunicación al secretario Buchanan2 se evidencia que sus investigaciones fueron muy superficiales. En cambio, se extendió en descripciones muy floridas sobre la posición geográfica e historia de la isla y sobre la fertilidad del suelo de la República Dominicana, pero hizo escasa referencia a la habilidad del Gobierno de Santana para sostenerse en el poder. 2. Del señor Hogan al secretario Buchanan, recibida el 4 de octubre de 1844.

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El estimó que la población de la República era entonces unos 230,000 habitantes, de los cuales asignaba 100,000 a la raza caucásica, 40,000 negros y el resto mulatos. La situación financiera del Gobierno no parece haber sido muy precaria, pues el señor Hogan informó que los gastos de la República habían ascendido a más de un millón de pesos, pero que en ese momento la deuda era de unos $250.000 solamente, habiendo sido la diferencia cubierta por las recaudaciones. También expresó el señor Hogan su firme opinión de que los Gobiernos de Francia e Inglaterra “nuestros enemigos naturales” estaban entregados a una política de oposición al reconocimiento de la República por los Estados Unidos. De acuerdo con sus instrucciones, el señor Hogan dirigió al ministro de Relaciones Exteriores una nota en la que solicitaba en nombre de su Gobierno un informe acerca de la forma del Gobierno dominicano y todo lo que pudiera arrojar luz sobre la posibilidad del país de mantener su independencia. El señor Hogan dejaba entrever en su nota que la presencia en la República de una proporción tan crecida de gente de la raza de color tendería a debilitar los esfuerzos del Gobierno dominicano en la lucha contra Haití. Este criterio no era compartido por el ministro, pues en su respuesta al agente estadounidense dice: “Es digno de notarse que entre los dominicanos las preocupaciones respecto de raza o color nunca han tenido mucha influencia. Hasta los mismos dominicanos que habían sido esclavos han, peleado y volverían a pelear contra los haitianos, porque la dominación de estos había sido tan mala y opresiva que no tuvo el apoyo de ninguna de las clases”.3 Al concluir su comunicación al señor Hogan, el señor Tomás Bobadilla, con una alegre indiferencia de las negociaciones secretas que estaban siendo llevadas a cabo a instancias de Santana para obtener el protectorado francés, declaró: “Cuando un pueblo se resuelve a ser libre, ningún poder terrenal puede impedirlo”. Ni las diligencias del Dr. Caminero, ni las recomendaciones del señor Hogan fueron bastante fuertes para convencer al secretario Buchanan de la conveniencia de reconocer la independencia de la nueva República antes de haber recibido garantías de que las negociaciones de Santana para obtener un protectorado de alguna potencia europea, de las que tenía conocimiento, serían infructuosas. En consecuencia el Dr. Caminero retornó a Santo Domingo con los pertrechos y vestuario para el ejército, después de haber efectuado los arreglos necesarios para la acuñación de monedas de cobre que circularían en la República; que es cuanto logró como éxito de sus diligencias en Washington. Cuando llegó a Santo Domingo, ya el señor Hogan había dejado la Capital.

3. Don Tomás Bobadilla al señor Hogan, 19 de junio de 1845.

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Durante los primeros meses de su gobierno, Santana se ocupó, en cuanto le permitió el estado de guerra con Haití, de organizar su Gobierno en todo el país. Hizo que el Congreso pasara una Ley Orgánica del Poder Judicial, que establecía tribunales de primera instancia en las provincias y una corte de apelación, a la vez que disponía la entrada en vigor del Código Napoleónico. Escuelas primarias fueron creadas en todas las poblaciones de importancia, al igual que escuelas secundarias en Santo Domingo y en Santiago. Se implantó el sistema de presupuestos, mediante el cual los salarios de los funcionarios del gobierno fueron fijados en muchos casos por encima de lo que son en tiempos modernos, habiéndose fijado el del presidente en $12,000.00 por año, y el de cada ministro en $3,600.00. No tardó en manifestarse que Santana era partidario de lo que se llama “gobierno paternal”. Se promulgaron leyes que restringían y regulaban de la manera más estrecha las actividades de los ciudadanos. El 21 de enero de 1847 se emitió un decreto que ordenaba a los comandantes de armas y a los alcaldes comunales a visitar cada casa de su respectiva jurisdicción para cerciorarse de la ocupación y medios de vida de los habitantes. A todo aquél que no tenía una ocupación remunerativa actual, se le concedía un plazo de ocho días para encontrar una, si al vencerse ese plazo, no lo había logrado, se le reputaba como vago y se le obligaba a trabajar durante tres meses en cualquiera construcción que el Gobierno emprendiera. El juego de azar era perseguido, y se permitía el de envite y otras diversiones públicas solamente en los días de fiesta y sus vísperas. Se terminaba la licencia a las nueve de la noche del festival. No se permitía la presencia de ganado cabrío dentro de los límites urbanos; ni se permitía que ningún individuo se moviera de la ciudad al campo, ni de una localidad a otra, sin previo permiso del jefe superior político y del alcalde comunal de la común en que estaban viviendo. En interés de la propagación de la instrucción, se estableció la obligación de que todo padre de familia enviara un hijo, cuando menos, a las escuelas públicas. La mano férrea del primer presidente tampoco tardó en hacerse sentir. Alegando el descubrimiento de un complot contra el Gobierno, Santana celebró el primer aniversario de la independencia, 27 de febrero de 1845, con el fusilamiento de María Trinidad Sánchez, tía del general Francisco del Rosario Sánchez, y varios más de los escasos liberales que aun permanecían en la Capital, tildándoles de traidores a la Patria que tan recientemente habían contribuido a crear. Mientras las apariencias indicaban que Santana ocupaba toda su atención en urdir planes para consolidar la fuerza de su Gobierno, dictando regulaciones que restringían las libertades de sus conciudadanos, el rasgo principal de su política siempre fue la solicitación de un protectorado extranjero. Esta idea persistente jamás dejó de ocupar sus pensamientos, y tan pronto se dio cuenta de lo ilusorio de las promesas de Francia, volvió sus ojos hacia España.

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Pero en aquella época la política española era may movida; los Gabinetes alternaban con una rapidez cinematográfica, y las autoridades de las Antillas españolas, especialmente el conde de Mirasol, capitán general de Puerto Rico, estaban ejerciendo constante presión para que España en vez de conceder un protectorado a la República Dominicana, recuperara su antigua autoridad soberana sobre Santo Domingo por medio de su reincorporación a la Monarquía en calidad de colonia. Sucedió en consecuencia que los embajadores españoles en París y Londres recibieron instrucciones de cerciorarse de si Francia e Inglaterra interpondrían o no objeciones en caso que España determinara extender de nuevo su autoridad sobre Santo Domingo. Cuando recibieron las seguridades de la aquiescencia de aquellas potencias, el conde de Mirasol envió emisarios para avisar a Santana que el momento era propicio para entrar en negociaciones con la Reina de España. Hacia fines de febrero de 1846 una flota de barcos de guerra españoles, al mando de don Pablo Llanes surgió en el fondeadero de Santo Domingo. Bien sea por la fuerte oposición popular, o sea por la oposición del general José Joaquín Puello, que acababa de ser nombrado en el Gabinete, resultaron ser preponderantes en la asesoría dada a Santana por su Gabinete. La visita de la flota española no tuvo otro resultado más definido que el anuncio hecho por Santana de que el Gobierno de España no tenía en esos momentos la intención de recuperar su antigua colonia, y que el Gobierno dominicano había sido notificado oficialmente de que España estaba dispuesta a reconocer la Independencia de la República Dominicana. La visita de la flota española tuvo, desde el punto de vista de Santana, la ventaja concreta de ofrecerle el pretexto de despachar sin demora una delegación a Europa con el propósito ostensible de recabar el reconocimiento de la República, de parte de España, Francia e Inglaterra. Persuadido de que no existía ningún dominicano que pudiera servirle mejor de enviado que Buenaventura Báez, instigador de la política reaccionaria que Santana mismo estaba poniendo en marcha, le nombró para esos fines junto con José María Medrano y Juan Esteban Aybar, en abril de 1846. Los enviados salieron de Santo Domingo provistos de instrucciones de ir primero a Madrid para negociar un tratado de reconocimiento y amistad con España, para luego dirigirse a París y a Londres con igual propósito; llevaban además instrucciones secretas de conseguir un protectorado si fuera posible. Armada de cartas de recomendación del conde de Mirasol, la delegación llegó a Madrid en el verano de 1846, y para su sorpresa, Báez no encontró a su llegada a la Corte, ningún entusiasmo en el Gobierno español para reasumir las responsabilidades que habían causado en Santo Domingo tantas dificultades a España. Catorce meses permanecieron en Madrid los enviados dominicanos, urgiendo a los Gabinetes que se sucedían en el Gobierno español la

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conveniencia, cuando menos, de reconocer inmediatamente la República Dominicana. Por fin en octubre de 1847, obtuvieron de Cortaza, primer ministro en ese entonces, la promesa de que España reconocería la independencia de la República Dominicana y de que le concedería su protección con todas las fuerzas bajo su mando. Pero el anuncio oficial de tal decisión había de ser aplazado hasta que fueran informados los que ejercían la autoridad en las otras Antillas españolas. El Ministerio encabezado por Cortaza cayó a los pocos días, y su sucesor, el Duque de Valencia, al parecer no compartía la determinación expresada por Cortaza. Entonces Báez se decidió a buscar mejor suerte en Paris. En consecuencia, se despidió del Gobierno español, dándole la seguridad de que los vínculos que unen su antigua colonia a la Madre España eran eternos y que el afecto del Gobierno de Santana hacia la Madre Patria no podría perjudicado. Antes de que las negociaciones emprendidas en Madrid hubieran llegado a su fin, el secretario Buchanan, cuyo interés fue despertado por los informes que había tenido sobre las mismas, resolvió enviar un nuevo agente a Santo Domingo para ver si éste colaboraba con el señor Hogan en recomendar el reconocimiento inmediato de la independencia de la República y para averiguar si el proyecto de protectorado español había seguido su curso hasta donde creían algunos representantes diplomáticos en el exterior. El señor Francis Harrison fue elegido para esta misión, y llegó a Santo Domingo en marzo de 1847. Como no se había resuelto el reconocimiento de la República, el señor Harrison, nombrado agente comercial de los Estados Unidos, no fue portador de cartas personales del presidente Polk para el presidente Santana, ni de cartas del secretario Buchanan para el ministro dominicano de Relaciones Exteriores, y esta omisión causó ofensa y contrariedad. Estas fueron expresadas en una nota oficial dirigida al señor Harrison por el general Ricardo Miura, recién nombrado en sustitución de Tomás Bobadilla, quien había sido enviado momentáneamente al exilio a causa de una disputa tenida con el presidente Santana. Poco después de su llegada el señor Harrison escribió al secretario Buchanan, transmitiéndole sus primeras impresiones:

El país prospera, según he podido cerciorarme. La depresión del valor de la moneda circulante afecta solamente a los comerciantes extranjeros, mientras beneficia a los tenderos detallistas, agricultores y explotadores de cortes de madera que son naturales del país, y quienes, habitualmente endeudados con los comerciantes al por mayor, han podido saldar sus cuentas con el despreciado papel moneda. Se ha permitido a la mayor parte los miembros del ejército irregular volver a sus conucos y cortes de madera. En

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consecuencia habrá una buena cosecha de tabaco y abundancia de caoba disponible. En cuanto a las finanzas, hay en circulación alrededor de $3,000,000 en su papel moneda que se cotiza en alza a once pesos por un peso de plata española. En la Tesorería hay $50,000.00 en moneda española y muy poco en papel moneda nacional. Se les paga a los soldados $4.00 por mes, más $7.50 para raciones, esto último no se paga con regularidad, y cuando dejan de pagar, se considera que han realizado un ahorro para la nación.4 Después de celebrar conversaciones oficiales con los miembros del Gobierno, el señor Harrison dio un viaje por tierra de la Capital a Puerto Plata, recogiendo con asiduidad y éxito considerable informaciones sobre las condiciones generales existentes en el interior de la República. Al concluir su viaje le escribió de nuevo al secretario de Estado:

Desde la ciudad de Santo Domingo hasta Cotuí, el país está casi despoblado. Las hermosas sabanas que anteriormente se veían cubiertas de ganado, se ven ahora salpicadas de pequeños atajos. En el camino he encontrado a doce personas. La Vega es un pueblo de unas mil ochocientas almas; las casas son bohíos bastante cómodos; el terremoto de 1843 destruyó todas las casas de mampostería y de ladrillos. En el distrito de La Vega están acantonados unos cuatrocientos soldados y la Guardia Nacional del distrito se compone de 1,600 hombres. La Vega tiene fama por la hermosura de sus mujeres, muchas de ellas son notables por la corrección de sus facciones y la elegancia de sus cuerpos. Santiago es una ciudad que antes del terremoto había sido bien construida de piedras y de ladrillos por los españoles. Todos los edificios, las grandes iglesias, inclusive, fueron destruidos por la sacudida sísmica; ya la ciudad ha sido parcialmente reconstruida, contando ahora con cómodas casas de ladrillo y unos cuatro mil habitantes. Toda la región entre Cotuí y Santiago, los distritos de Moca y Macorís inclusive, está toda en buen estado de cultivo, produciendo además de las provisiones para el consumo, todo el tabaco que se exporta de la isla. Esta es la región agrícola de la República 4. El señor Francis Harrison al secretario Buchanan, 31 de marzo de 1847.

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Dominicana, siendo sus habitantes generalmente laboriosos, y excepto los que residen dentro los muros de la ciudad de Santo Domingo, en esta comarca se haya la gran mayoría de la población blanca del país. Los cultivos agrícolas han mejorado mucho en esta parte de la isla, durante los últimos cinco años, y dan un contraste favorable comparado con las cercanías de Santo Domingo, pues allá, todo lo que está fuera de los muros constituye un yermo extenso. En la parte del sur, en las mismas narices del Gobierno, las condiciones generales empeoran en vez de progresar5 . La gestión oficial del señor Harrison en la República Dominicana, sin embargo, estaba destinada a no ser de larga duración; en esa época la fiebre amarilla producía estragos en todas las Antillas, y pocos meses después de su llegada a Santo Domingo, él fue víctima del azote. Para suceder al señor Harrison fue nombrado el señor Jonathan Elliot, como agente comercial de los Estados Unidos. Puede dar una idea de la depresión comercial que existía la observación hecha por el nuevo agente, comunicación que dirigió al secretario Buchanan unos pocos meses después de su llegada: “Aquí hay muy poca cosa que hacer para un agente, puesto que en los seis meses que cuento desde mi llegada solamente han venido tres goletas americanas”6 . La disputa que tuvo Santana con Bobadilla y la expulsión de este último, dio lugar a la reorganización completa del Gabinete, y a fines del año 1847, se formó otro nuevo, del modo siguiente: el general Ricardo Miura, secretario de Justicia, Instrucción Pública y Relaciones Exteriores; general José Joaquín Puello, secretario de Hacienda y Comercio; coronel Juan Esteban Aybar, secretario de Interior y Policía, para tomar posesión del cargo a su llegada de Europa; y el general Manuel Jiménez, secretario de Guerra y Marina. La divergencia existente entre el presidente y el general Puello acerca de las posibles ventajas de un protectorado español había causado mucha fricción y, los satélites intrigantes que rodeaban al presidente le infundieron la idea de que Puello estaba identificado con la política de los liberales. Sus intrigas tuvieron un éxito más rápido de lo que ellos mismos esperaban, pues escasamente un mes había transcurrido después de la investidura del Ministerio cuando Santana, acusó al general Puello de conspirar para derrocar el Gobierno, lo destituyó y lo sometió a una juicio militar que lo sentenció a muerte, y lo ejecutó junto con algunos más el día 3 de diciembre. La vacante así producida en el Gabinete fue llenada con el nombramiento del Doctor José 5. El señor Harrison al secretario Buchanan, 10 de mayo de 1847. 6. El señor Jonathan Elliott al secretario Buchanan, 2 de agosto de 1848.

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Maria Caminero, de cuya colaboración leal en la política reaccionaria no le cabía sombra de duda. Pero aunque por los medios de represión; del fusilamiento y la expulsión del país, Santana había logrado sofocar toda oposición interior a la política que ambicionaba, parece que no le fue posible persuadir a Francia ni a España a asumir las responsabilidades que él insistentemente les urgía contraer. Las condiciones económicas desfavorables, al igual que la política represiva de su Gobierno, habían logrado causar, durante los cuatro años de su mandato, un descontento latente y hosco en todo el país, que aunque no había estallado en llamas todavía, aumentaba con creces. Además, por otra parte, el Congreso parecía desviarse de la senda complaciente subordinación que él le había señalado desde que asumió la Presidencia por primera vez, pues ese cuerpo legislativo insistía en desaprobar la administración de las finanzas encomendadas al doctor Caminero y mostraba el deseo de compartir con el presidente el privilegio de decidir la política financiera de la República. Si la oposición del Congreso fue causa de disgusto para Santana, el éxito parcial de su ministro de Guerra, general Jiménez, en organizar una conspiración para obligar a su jefe a renunciar a la Presidencia a favor de aquél, lo aturdió completamente. Estando Santana ausente de la Capital, a causa de una breve enfermedad que lo retuvo en el Seibo por varios meses, todas las tropas adictas al presidente fueron trasladadas a otra parte y reemplazadas por soldados a quienes Jiménez había logrado atraerse por medio del soborno. A su regreso Santana se vio en el caso de reconocer que había pasado la época en que él podía imponerse sobre las demandas de los miembros de su Gabinete para que renunciara. Santana presentó su renuncia al Gabinete, basándola, sin embargo, en la divergencia con el Congreso; esperando siempre que las circunstancias no tardarían en inducir a sus compatriotas a llamarle de nuevo al ejercicio del poder en un futuro no muy distante. El 31 de julio de 1848, Santana nombró su nuevo Gabinete compuesto así: don Félix Mercenario, ministro de Interior y Policía; don Domingo de la Rocha, de Justicia e Instrucción Pública y de Relaciones Exteriores; se retuvo al Dr. Caminero como ministro de Hacienda y Comercio, y por supuesto, el general Manuel Jiménez, como ministro de Guerra y Marina. Y cuatro días después, el 4 de agosto, el general Santana presentó su renuncia formal al Gabinete, que de acuerdo con la Constitución, asumió el ejercicio del Poder Ejecutivo. En seguida salió de la Capital, y se retiró a su estancia, El Prado, cerca del Seibo, a ocuparse de la crianza de numeroso ganado vacuno y porcino hasta que las necesidades del Gobierno demandaran su atención.

3 Convocado el Congreso por el Gabinete para tal fin, se reunió el 4 de septiembre de 1848 y eligió al general Manuel Jiménez, presidente de la República, quién el día 8 del mismo mes prestó el juramento de Ley ante el

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Congreso y retuvo sin ningún cambio el último Gabinete nombrado por Santana. Era general la expectativa de que, con la retirada de Santana, y conocido el temperamento indolente de Jiménez, a quien se juzgaba incapaz de seguir la política de enérgica represión de su predecesor, los liberales expulsados por Santana obtendrían permiso para regresar al país, pero cuando se vio que el nuevo presidente no mostraba ninguna intención de apartarse en cuanto a esto de la pauta dada por Santana, el Congreso se atribuyó la iniciativa y lanzó el 26 de septiembre un decreto que proclamaba la amnistía general, con mención especial de Duarte y los otros miembros de La Trinitaria que estaban en el exilio. Hecho esto, el Congreso creyó salvada su responsabilidad y clausuró la legislatura, no sin antes haber adoptado la singular resolución de conceder al presidente Jiménez poderes extraordinarios hasta su próxima sesión. Estaba claro que el general Jiménez carecía de las cualidades necesarias para la presidencia. Él no poseía la habilidad ejecutiva y no pareció interesarse en formular un programa de estímulo para el desarrollo comercial del país, ni siquiera se mostró despierto respecto a la necesidad de tomar medidas enérgicas para escudar el país contra la amenaza siempre creciente de la invasión haitiana, amenaza que llegó a ser inminente desde el mes de marzo de 1847 en que el general Faustino Soulouque se apoderó de las riendas del gobierno de la República vecina. El único interés en la vida de Jiménez desde el día de su juramentación, había sido aparentemente la pelea de gallos. Según el señor Benjamin E. Green, quien fuera más tarde nombrado Comisionado de los Estados Unidos por el presidente Taylor, “el presidente Jiménez pasaba todo el tiempo, pelando, acicalando, “topando” y jugando gallos, al extremo de que más de una vez fue necesario llevarle a la gallera leyes del Congreso y otros documentos oficiales que requerían su aprobación y su firma. Bajo el mando de él todo ha degenerado en confusión; estado de cosas que llegó a conocimiento de Soulouque, incitándole a invadir la República” 7 . Por fin, los miembros de su Gabinete lograron persuadir al presidente Jiménez de dar tregua suficiente a las emociones de la gallera para hacer un breve recorrido oficial por el Cibao, induciéndosele en definitiva a fines de diciembre de 1848 a que lanzara un decreto de movilización general, llamando a las armas a todos los dominicanos desde doce a sesenta años de edad. Afortunadamente para el país, la falta producida por la indecisión letárgica, del presidente fue suplida por el patriotismo activo y vigilante de los generales Ramón Mella, —que había regresado a Santo Domingo bajo el decreto de amnistía—, y Antonio Duvergé. Estos reunieron un número considerable 7. El señor Benjamín E. Green al secretario Clayton, 27 de septiembre de 1849.

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de hombres cerca de la frontera haitiana, en la Provincia de Azua, de modo que cuando tuvo efecto la invasión, desde tanto tiempo en amenaza latente, había una fuerza suficiente a disposición del Gobierno para oponer resistencia apreciable al avance de los ejércitos haitianos. Los dominicanos, como siempre, pelearon con bravura, pero debido a su gran inferioridad numérica, no pudieron sostener por largo tiempo la presión del número superior haitianos, mejor armados y abundantemente pertrechados. Los reveses iniciales sufridos por los dominicanos causaron pánico en toda la República y se llegó a temer que los haitianos sitiarían la Capital. La situación en la ciudad es descrita por el señor Jonathan Elliott en informes al secretario Buchanan:

La consternación más grande y una alarma constante prevalecen aquí. El presidente Soulouque, de Haití, está a dos días de marcha de esta ciudad con diez mil negros. El declara la exterminación de todos los blancos y mulatos, y ha derrotado a la gente de esta República en todas las batallas. Mi casa ya está llena de mujeres llenas de espanto… El ejército haitiano se acerca; y los principales comerciantes han embalado y embarcado sus mercancías para las islas vecinas antes de partir ellos con sus familias. La ciudad está colmada de mujeres y niños de los campos y es de temer que se produzca el hambre general… El presidente me ha dicho que tiene la intención de incendiar la ciudad en caso que no pueda resistir contra los haitianos8 . Después de repetidas instancias de sus consejeros, se consiguió que el general Jiménez se decidiera a ir él al teatro de las hostilidades en Azua, pero su visita allí parece que no contribuyó mucho a mejorar la situación ni a calmar los temores generales; puesto que durante su ausencia de la Capital, el Congreso, dirigido por Buenaventura Báez, había emitido un decreto, el 3 de abril llamando al general Santana para que viniera en socorro de la nación con las tropas que él pudiera reunir en provincia del Seibo. El presidente se opuso resueltamente a esto, pero al fin se vio obligado a ceder y despachó a Santana para Baní, de mala gana y casi sin recursos. Por el camino pudo recoger de trescientos cincuenta a quinientos hombres; pero tan pronto cundió la noticia de que Santana había sido llamado por el Congreso y que se hallaba al frente del ejército, los soldados esparcidos por los campos, desbandados y desanimados por las derrotas sufridas, se reanimaron y se reunieron con su antiguo jefe; de modo que el prestigio de 8. El señor Elliottt al secretario Buchanan, 13 de abril de 1849 y 24 de abril de 1849.

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solo el nombre de Santana pronto reunió bajo su mando un ejército de unos seis mil hombres. Desde Baní Santana marchó a Sabana Buey, operando en combinación con las fuerzas al mando del general Duvergé. En los combates de El Número y Las Carreras los dominicanos infligieron una derrota completa a los ejércitos haitianos, que huyeron en desorden a través de la frontera, arrasando como siempre a su paso toda muestra de civilización con la que entraban en contacto, dejando la ciudad de Ázua en cenizas. El 21 de enero de 1849, los Gobiernos de Inglaterra y Francia concedieron el tan anhelado reconocimiento oficial de la independencia de la República Dominicana. El peligro inminente que amenazaba a la ciudad Capital antes de la vuelta de Santana al mando del ejército, le proporcionó a Buenaventura Báez la fortuita oportunidad de intentar una vez más la imposición al país de un Protectorado francés. El buque de guerra francés Elau había fondeado en la rada el 17 de abril y Báez se apresuró a reunir al Congreso en sesión secreta, el día 19, y logró persuadir a sus miedosos colegas que aprobaran una resolución que suplicaba al Gobierno de Francia extender un protectorado sobre la República. Una copia de la resolución fue confiada al señor Place, el vicecónsul de Francia, quien se embarcó esa misma noche abordo del “Elau” para Puerto Príncipe; pero a su llegada allá, se cercioró de que el cónsul general francés en Haití se negaba a asumir la responsabilidad de favorecer la proposición; y otro empleado del Consulado francés en Santo Domingo, que fue despachado a Paris, se encontró con que el Gobierno de Francia no mostraba ninguna intención aparente de acceder a las propuestas dominicanas, lo que produjo gran extrañeza al señor Place y a Báez. La resolución del Congreso no permaneció en secreto por mucho tiempo para el cónsul británico, ni para el agente comercial estadounidense. El cónsul británico, Sir Robert Schomburgk, se alarmó tanto que dirigió de inmediato una nota al ministro de Relaciones Exteriores preguntando si el Gobierno dominicano tenía o no la intención de que la República conservara su status de nación libre e independiente. Este fue informado el 24 de abril que, no obstante el hecho de que el Gobierno estaba entonces todavía en espera de una respuesta de Francia a sus propuestas, la República Dominicana continuaría sin lugar a dudas en la posesión plena de su independencia y soberanía. Como resultado del predominio que Báez había logrado ejercer en el seno del Congreso, las relaciones entre Báez y el presidente estuvieron a punto de romperse. Parece que por el momento los hombres que dirigían la cosa pública habían abandonado toda idea de mantener la independencia del país. Las doctrinas de los liberales yacían en la basura. La predilección de Báez por Francia se mostraba ya al descubierto para todo el mundo; y se había rumorado por largo tiempo de los esfuerzos de

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Santana en busca de la protección de España. El presidente Jiménez, abandonado por la mayor parte del ejército, que ya estaba dominado por Santana, y con el Congreso en abierta oposición bajo la férula de Báez, se decidió a procurar la ayuda de los Estados Unidos. En mayo de 1849, el agente comercial estadounidense comunicó al secretario Buchanan la información siguiente:

El ejército haitiano bajo el mando de Soulouque ha sido vencido en todas partes. Un mensajero especial fue despachado por un vapor francés a San Thomas para de ahí seguir ruta a Francia con documentos en que se solicita que aquel Gobierno acepte y confirme el protectorado. Lord Palmerston se opone a la ayuda que sería otorgada por Francia. El cónsul británico, Sir Robert Schomburgk, también ha ofrecido obtener la ayuda de Inglaterra. El objeto de ambas naciones es la posesión de la Bahía de Samaná, que es una de las más hermosas de las Antillas y tiene grandes condiciones naturales como estación naval, tanto en tiempo de paz como de guerra. El presidente me llamó para una entrevista privada, en la que me pidió la protección de los Estados Unidos y me interrogó acerca de la actitud de los Estados Unidos respecto de la posible anexión de esta República. Creo que una delegación será enviada de aquí a Washington con el objeto de recabar el reconocimiento de la Independencia de parte de nuestro Gobierno9 . Pero la marcha de los acontecimientos era demasiado rápida para permitir que las afirmaciones del secretario Clayton fueran de ayuda eficaz al presidente, en el caso hipotético de que tales afirmaciones se hubiesen producido. La hora fatal del presidente Jiménez había llegado. El día 12 de mayo, el Congreso citó al presidente a comparecer para solicitarle que explicara la falta de preparación del Gobierno para repeler la invasión haitiana. En el curso de los debates fueron sacados revólveres y sables; pero sin que se produjeran heridas ni muertes, y al día siguiente el Congreso formuló una protesta por “la coerción ejercida por el Ejecutivo” y se trasladó a San Cristóbal. Entonces Santana, envalentonado por la ayuda que le prestaba Báez en el Congreso, rompió abiertamente con el presidente Jiménez, y el día 19 marchó contra la Capital, donde Jiménez se rodeó del pequeño grupo de fieles amigos 9. Señor Jonathan Elliott al secretario Buchanan, 2 de mayo 1849.

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que le quedaban. El 29 de mayo, después de firmada la capitulación, efectuada por la mediación de los cónsules británico y francés y el agente estadounidense, Jiménez renunció a la Presidencia y huyó de la Capital en un buque inglés para Curazao. Al día siguiente Santana entró a la Capital al frente de su ejército victorioso, proclamado dictador; y señaló su vuelta al poder encarcelando a todos los ciudadanos que habían contribuido a forzarlo a renunciar y a los que habían acompañado al presidente Jiménez en las últimas jornadas de su gobierno. El 4 de julio el dictador convocó a los colegios electorales para reunirse el 25 del mismo mes. Los colegios llenaron las vacantes del Congreso, hecho lo cual el nuevo Congreso se reunió bajo la Presidencia de Buenaventura Báez el 5 de julio. Al otro día Santana se presentó para deponer los poderes extraordinarios que le habían sido conferidos por el decreto congresional del 3 de abril, y Báez, en calidad de presidente del ese cuerpo, aprovechó la ocasión para ofrecerle en nombre del Congreso “las seguridades de la más alta gratitud por los importantes servicios prestados a la República, librando al país al mismo tiempo de la guerra civil”. Calificó a Santana como “el precioso instrumento escogido por el mismo Cielo” para defender a la nación en su marcha hacia la civilización. En seguida el Congreso eligió a don Santiago Espaillat, presidente de la República con 45 votos; Santana recibió 31 votos y 12 el mismo Báez. Santiago Espaillat, cabeza de una de las familias más prominentes del Cibao, era hombre de visión demasiado clara para dejarse engatusar. Estando el ejército completamente dominado por Santana, y el Congreso sujeto a la influencia de Báez, pensó que en tales condiciones el presidente sería triturado por las muelas de molino de las ambiciones de aquellos. Cuando fue enterado de su elección a la Presidencia, Espaillat declinó el precario honor y persistió en su negativa, no obstante las instancias de los residentes de las Provincias del Cibao que deseaban ver uno de los suyos en la Presidencia. Santana, a quien su egoísmo y el lustre de sus recientes victorias tendían a ofuscar, sintió, sin embargo, una vaga aprensión del peligro que constituían para sus propias ambiciones la creciente prominencia de Báez y su codicia corrosiva y había abrigado la esperanza de encontrar una figura decorativa que ocupara la silla presidencial mientras él lo creyera conveniente. Siendo Espaillat un hombre de honor y de prestigio social, que se había ganado el apoyo leal de todo el Cibao, le habría convenido mucho a Santana. Pero la obstinada negativa de Espaillat a aceptar la Presidencia, colocó al dictador en el caso de hacer frente a otra solución menos agradable. Báez, alegando que sus propias actividades en el Congreso habían sido responsables en gran medida de la caída de Jiménez, reclamó para sí la Presidencia, y como Santana había anunciado ya su determinación de no volver al poder, el dictador ahora no podía poner ninguna objeción válida.

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Tal vez incidieron otras consideraciones. Es posible que Santana creyera que su dominio sobre el ejército le valdría el control sobre el presidente. La herencia de sangre africana de Báez, que permitía a los elementos de color considerarse que no estaban excluidos de la participación en el Gobierno, podría resultar una garantía adicional para los blancos en caso de una nueva invasión desde los predios de Soulouque. Finalmente, y por arriba de todo, Santana dudaba mucho del éxito del proyecto de Protectorado Francés; así que si él permitía que Báez asumiera toda la responsabilidad del fracaso y mereciera el desafecto de los proteccionistas. ¿No sería Báez eliminado definitivamente como posible contendor para su propia posición de árbitro supremo de los destinos del país? Fue así como Báez resultó electo en lugar de Espaillat, y el Congreso entró en receso desde ese momento, pero no sin antes conferir a Santana el título de “Libertador de la Patria” y de nombrarle para el puesto más práctico y remunerativo de “general en jefe de los ejércitos de la República.”

4 El 24 de septiembre de 1849, el coronel Buenaventura Báez tomo posesión de la presidencia de la República, y prestó juramento ante el Congreso. Por cierta habilidad connatural, acentuada por su educación europea, Báez estaba mejor preparado que la mayoría de sus compatriotas prominentes para el desempeño de esa alta dignidad, y por la oportunidad que le ofreció su reciente misión diplomática, estaba más capacitado que sus predecesores en la Presidencia para auscultar el temperamento de las potencias europeas en lo relacionado con su país; pero todas estas ventajas quedaban anuladas por la inconmensurable concupiscencia del hombre, contra la cual nada pesaban en la balanza de su mente los intereses de la nación. De estatura mediana, delgado de contextura, con una nariz larga y ojos grises, pequeños y penetrantes que denotan astucia, y las pobladas patillas recortadas al estilo de los dandis victorianos, Báez mostraba en su aspecto físico pocas señales de la sangre africana que heredó de su madre, notable sólo en su cabello crespo y en el tinte grisáceo de su tez. Era evidente que carecía de magnetismo personal. En un discurso del senador Charles Sumner, de Massachusetts, dijo que un amigo suyo, mirando a Báez, tuvo la impresión de que este era “el peor hombre vivo que él conociera en persona”10. Es posible que esa impresión fuera causada por un prejuicio anterior, pero lo cierto es que Báez jamás pudo lograr capturar ese apoyo irracional de las masas que otros tal vez peores que él han podido concitar. Él no fue un héroe militar; su historia está huérfana de 10 Discurso del senador Charles Sumner de Massachusetts, en el Senado de los Estados Unidos, el 27 de marzo de 1871.

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hazañas militares; sin embargo durante treinta y cinco años de la historia del país él fue, por las mezquinas ambiciones que supo engendrar y alentar en otros, la influencia más poderosa, y la más perniciosa en la vida de la República Dominicana. Inmediatamente después de instalarse en la Presidencia, Báez, con bastante sagacidad, hizo uso de una maniobra que con tanta frecuencia había de utilizar en el futuro: un llamado al sentimentalismo patriótico del pueblo dominicano. Anunció, en términos grandilocuentes un hermoso programa de gobierno, que de haberse formulado con sinceridad y ejecutado con fidelidad, habría remediado muchos de los males que ya padecía la República. Declaró su firme propósito de reformar el ejercito, inaugurando un sistema de disciplina del cual hasta entonces carecía; y de reformar el sistema monetario de la República, creando un patrón metálico que evitara las desastrosas fluctuaciones del cambio. Se proponía también simplificar la tramitación y la administración de justicia y la modificación de ciertas disposiciones de la Constitución de la República; así como establecer un sistema de policía municipal y rural; reformar el sistema de instrucción pública; estimular el desarrollo de los recursos agrícolas de la tierra, abrir caminos y facilitar el comercio exterior; llamar a desempeñar los puestos públicos a los hombres idóneos de todos los partidos políticos, teniendo en cuenta solamente su honradez, energía y habilidad; y finalmente, asegurar la paz de la República por medio de la obtención de la protección de una fuerte potencia europea. Desde el punto de vista patriótico, todas las promesas de este programa, excepto la última, sonaban muy bien. Desgraciadamente, la última era la única en que Báez estaba interesado lo suficientemente como para dedicarle su atención. La formación de su Gabinete fue publicada dos días después de su asunción a la Presidencia y estaba conformado por don Manuel Joaquín Del Monte, secretario de Justicia, Instrucción Pública y de Relaciones Exteriores; José Maria Medrano, secretario de lo Interior y Policía; el general Juan Esteban Aybar, antiguo colega de Báez en la misión diplomática a Europa, secretario de Guerra y Marina; y el famoso trinitario, el general Ramón Mella, secretario de Hacienda y Comercio. Este último, con ingenua candidez, aceptó el puesto en la creencia de que su presencia en el Gobierno facilitaría el acceso a los puestos de la administración pública a los hombres que habían apoyado las doctrinas del partido liberal. El general Santana anunció su leal apoyo al nuevo Gobierno, de manera llana haciendo constar incidentalmente que su voto había sido determinante en la selección de Báez, por el Congreso, para la Presidencia de la República. Mientras el Gobierno del presidente Báez desconocía todavía la decisión del Gobierno de Francia de rechazo a su proposición del Protectorado francés, llegó a la Ciudad capital el señor Benjamin E. Green, que había sido nombrado

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Comisionado en la República Dominicana por el presidente Taylor poco después de juramentarse en la Presidencia. Se desprende claramente de las correspondencias iniciales del señor Green al secretario de Estado Clayton, que el Gobierno de los Estados Unidos deseaba evitar las complicaciones que podía producir el establecimiento de un protectorado europeo sobre la República Dominicana, Y también estaba claro que el mismo señor Green, contagiado con la fiebre imperialista que recientemente se extendía por los Estados Unidos como resultado de la fácil adquisición de Texas y de su todavía más reciente triunfo en la guerra con México, no le desagradaba la idea de obtener para su propia nación un protectorado sobre la nueva República, o negociar la anexión del país en caso que esto fuera factible. En su viaje a Santo Domingo, que en aquellos tiempos tomaba hasta dos meses, escribió desde la Habana una carta privada al secretario Clayton. No obstante el hecho de que sus observaciones de la situación en Cuba se habían limitado solamente a una estada de diez días, pasados por completo en la estación de cuarentena de La Habana, el señor Green escribió que las nueve décimas partes de la población de Cuba anhelaban la anexión de aquella isla a los Estados Unidos. Continuaba diciendo: “Muchos están esperando ansiosamente que los Estados Unidos tomen la iniciativa de la anexión. Cualquier medida de parte de nuestro Gobierno o pueblo sería acogido con jubilo por toda la población criolla de la isla”.11 Su esperanza de agrandar los dominios de los Estados Unidos fue realzada por las condiciones que encontró a su llegada a Santo Domingo a finales de agosto de 1849:

Con la fuga del ex presidente Jiménez, de la cual usted habrá ya tenido noticias antes de que le llegue la presente, la administración de la cosa pública quedó temporalmente en manos del general Santana; luego se celebró una elección, y como Santana declinó la candidatura, Buenaventura Báez, ex presidente del Congreso, fue electo y será juramentado en estos días. La ceremonia ha sido pospuesta solamente por ausencia del general Santana quien está ahora en el interior.... Se supone que Báez merece el interés y está bajo el control del cónsul francés… El Partido de los “afrancesados” se compone de pocos individuos y no tiene probabilidades de ganar polaridad como algunos sospechan.... Francia se complacería de ver a los haitianos en posesión de toda la isla… puesto que en tal caso los haitianos podrían 11. El señor Benjamín E. Green al secretario Clayton, 21 de julio de 1849

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hacer algún arreglo satisfactorio para solventar su deuda a Francia… Inglaterra y Francia desean sobre todo obtener la posesión de la Bahía de Samaná.... Este Gobierno no vacilará en concederla por un período de varios años o a perpetuidad a la nación que esté dispuesta a negociar y que garantice un tratado de paz con Haití que permita al pueblo entregarse al trabajo para recuperarse de la pobreza en que lo ha sumido la guerra prolongada. No abrigo ninguna duda de que harían de preferencia un arreglo con los Estados Unidos.... Tengo que solicitarle que me informe en la primera oportunidad hasta dónde nuestro Gobierno estaría dispuesto a intervenir entre este Gobierno y Haití para llegar a aquel fin por negociación u otro medio, y si el caso se me ofreciere, debo o no aceptar Samaná como pago a nosotros por notificar a los haitianos que deben cesar de molestar a este pueblo.12 Poco después de haber sido enviado este despacho, las esperanzas del señor Green se avivaron más aun por el hecho de que las provincias del Cibao, resueltamente opuestas al “acercamiento” francés anhelado por Báez, y creyendo, como también lo creía Santana entonces, que no había que esperar nada de parte de España, dirigieron el 25 de septiembre, una instancia al general Santana pidiéndole que recomendara al Gobierno la iniciación de negociaciones con los Estados Unidos en miras de obtener la protección americana, o incluso la anexión. En su contestación a esta petición, el general Santana expresó su determinación de apoyarla, y la satisfacción del señor Green debe haberse acrecentado aun más cuando al mes siguiente el secretario de Estado de Relaciones Exteriores se dirigió al cónsul de Francia urgiéndole a recabar una pronta respuesta de su Gobierno sobre la solicitud del protectorado, a fin de que, en caso de que fuere negativa, el Gobierno dominicano no estuviese impedido de dirigirse al Gobierno de los Estados Unidos para un fin parecido. En realidad, el día 3 de octubre de 1849, el señor Del Monte, en nombre del presidente Báez, interrogó oficialmente al señor Green para informarse si el Gobierno de los Estados Unidos estaba dispuesto a tomar la República Dominicana bajo su protección, o, lo que sería preferible, anexarla. El señor Green, como carecía en el momento de instrucciones categóricas del secretario Clayton, se vio constreñido a limitar su respuesta a la declaración de que el Gobierno de los Estados Unidos vería de preferencia que el pueblo de la 12. El señor Benjamín E. Green al secretario Clayton, 27 de agosto de 1849.

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República Dominicana conservara su independencia, y que la mejor protección para los dominicanos sería el reconocimiento de su independencia consignado en un tratado con los Estados Unidos. La respuesta convencional del Comisionado estadounidense hizo que dos días más tarde el mismo presidente Báez retirara su apoyo a la gestión avanzada por su ministro, puesto que le dijo al Comisionado estadounidense que él mismo había estado siempre a la vanguardia de los que aspiraban a poner las provincias dominicanas en poder de Francia, por tener la creencia de que, como Francia había estado desde hacía muchos años interesada en los asuntos de la isla, estaría más dispuesta a prestar ayuda efectiva en caso de necesidad. Al mismo tiempo, informó el señor Green, que Sir Robert Schomburgk le había confiado que acababa de recibir instrucciones de Lord Palmerston en el sentido de que los intereses británicos y su comercio no se hallaban suficientemente comprometidos para justificar el gasto que conllevaría un Protectorado inglés sobre la República Dominicana, y que así lo había expresado el Gobierno británico en su respuesta a la solicitud de protección contra Haití cursada por el Gobierno dominicano. Sir Robert Schomburgk agregó que el Gobierno inglés no ambicionaba la posesión de Samaná, excepto para impedir que los franceses llegaran a tomar posesión de la bahía y el cónsul inglés, añadió el señor Green, estaba enfadado por la oposición del presidente Báez a la ratificación del Tratado Comercial concertado por él durante la Presidencia de Jiménez: “Báez se oponía a la estipulación del tratado propuesto por la Gran Bretaña que establecía el comercio libre en favor de los súbditos ingleses, (un artículo estipulado para impedir monopolios gubernamentales) y se explica, porque Báez tenía el deseo de establecer un monopolio de tabaco como base de un empréstito que se proponía negociar en Francia, cuyo plan él está personalmente interesado. El 20 de octubre, el ministro de Relaciones Exteriores informó al señor Green que el Gobierno francés se había negado a asumir el Protectorado sobre la República Dominicana debido a la oposición del Gobierno inglés. Desechado el peligro del Protectorado francés, el señor Green no perdió tiempo para el reconocimiento oficial de la existencia del Gobierno dominicano con la presentación de sus credenciales como Comisionado del Gobierno de los Estados Unidos. Su gesto fue bien acogido por las autoridades dominicanas, quienes, según reportó el señor Green, se percataron de que la presentación pública de las credenciales serviría como estímulo para la gente “que estaba desanimada por la negativa de Francia a aceptar el protectorado, y por el consecuente daño de una nueva invasión de Haití”. Báez, embaucador como siempre, quiso utilizar el reconocimiento de su Gobierno por los Estados Unidos como palanca en la renovación de sus negociaciones con el agente francés. En otro despacho al secretario de Estado, el señor Green dice:

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Del Monte y Báez que fueron los iniciadores del protectorado francés, y sobre la realización de este proyecto habían apostado su reputación política, consideran que el fracaso definitivo del proyecto sería de consecuencias fatales para la propia influencia e importancia de ambos. Ellos tuvieron la idea de convertir este país en una colonia francesa como antecedente del primer movimiento para deshacerse del yugo haitiano; y se han aferrado a él durante seis años; y como, en gran medida, le deben su posición actual, lo abandonarían con gran reticencia13. El apoyo dado por el general Santana a las instancias del Cibao a favor del proyecto de un protectorado estadounidense por necesidad le supo a hiel al presidente francófilo, cuya irritación le llevó a advertir al Comisionado estadounidense que las actividades del general Santana en ese sentido le eran sumamente desagradables. A pesar de su conocimiento de las razones especiales que Báez tenia para interesarse tanto en insistir en obtener el Protectorado francés, el señor Green no pudo reprimir su impulso a argüir que los motivos de Francia, cuando favoreció por vez primera el protectorado, eran tales que no podían satisfacer a un patriota dominicano. Le dijo al presidente que el tenía la convicción, deducida de ciertas negociaciones de las cuales estaba informado, que los intereses y las simpatías de Francia estaban de parte de los haitianos; que Francia probablemente se vería obligada a mantener su negativa a aceptar el protectorado dominicano, debido a la resuelta oposición de Inglaterra; pero que en caso de que Francia se decidiera a intervenir como mediadora entre Haití y la República Dominicana, sería con el solo objeto de efectuar algún arreglo para que los dominicanos tomaran a su cargo parte de la deuda haitiana a Francia, sometiendo a los dominicanos nuevamente a la dominación haitiana bajo el disfraz de una unión federal. El señor Green sabía muy bien que el presidente Báez extremaba su cuidado en ocultar al público en Santo Domingo que esa conspiración estaba siendo recomendada de manera ingente al Gobierno Francés por agentes haitianos en Paris, quienes a su vez contaban con la poderosa influencia de “L’Institut d’Afrique”. En su comunicación al secretario de Estado, el señor Green reporta, hablando de su conversación con Báez, que “las crueldades de los haitianos contra todos los que hablaban la lengua española han dado tal fuerza y universalidad en favor de los blancos de la República Dominicana, que no es raro oír a un negro, de color, decir al ser tildado por su color: Soy negro, pero negro blanco”.14 13. El señor Benjamín E. Green al secretario Clayton, 24 de octubre de 1849. 14. El señor Benjamín E. Green al secretario Clayton, 24 de octubre de 1849.

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En el otoño de 1849, mientras persistía en pedir la reconsideración por el Gobierno francés de su resolución que negaba el Protectorado, sobre el que tanto descansaban sus esperanzas y sus intereses financieros personales a través de su ambicionado proyecto de monopolio tabacalero, Báez juzgó necesario hacer alguna demostración ostensible de energía patriótica para motivar al populacho, y tal vez, tomando la delantera poder evitar, o en todo caso aplazar, siquiera por corto tiempo, la invasión que preparaba Soulouque. Requisó las embarcaciones disponibles, las armó y las despachó a hostigar las costas haitianas y a depredar su comercio marítimo, para disipar, si fuese posible, la concentración de fuerzas haitianas en la costa cercana a la frontera. Los barcos dominicanos fueron puestos bajo las órdenes de un oficial francés, el coronel Fagalde, cuyo estado de constante embriaguez le imposibilitó apreciar con claro discernimiento las ventajas o desventajas de un momento crítico e impartir las órdenes oportunas e inteligibles, y como consecuencia, la expedición resultó más desastrosa para los mismos dominicanos que para sus adversarios, los haitianos. La expedición tuvo, sin embargo, el deseado efecto de posponer la invasión del territorio dominicano por Soulouque, quien ya se había otorgado el título de emperador Faustino I. Sus ambiciones habían crecido con la asunción de la alta dignidad imperial. El emperador Faustino no sólo se proponía subyugar la parte dominicana de la isla, sino pretendía extender la soberanía haitiana a las Antillas vecinas; a donde sus espías ya habían sido despachados. Desde el mes de enero, ya se sabía que un haitiano nombrado “Jacinthe” había sido detenido por las autoridades de San Thomas por haber intentado fomentar disturbios entre los negros. Cuando sus papeles fueron investigados por la policía, se descubrió que le había enviado al emperador de Haití un plano de la isla de San Thomas, con información detallada acerca de la fuerza de la guarnición y el comentario de que sería fácil para los haitianos capturar la ciudad y apoderarse de la isla. Al mismo tiempo se averiguó que se le había avisado al emperador que la casa Rothschild y Compañía había suministrado armas y municiones al Gobierno dominicano desde San Thomas. Las ambiciones del Gobierno haitiano, puestas en evidencia por la divulgación de la conspiración de San Thomas y por las pruebas positivas de la inminente invasión del territorio de la República Dominicana, impulsó al señor Green a avisar a su Gobierno que si los Estados Unidos querían firmar un tratado con el Gobierno dominicano, convendría hacerle esta advertencia al emperador Faustino: que si no desistía de molestar al pueblo dominicano, los Estados Unidos intervendrían por la fuerza de las armas, basados en que la guerra continua además de poner en peligro la independencia de la República Dominicana, devastaba ese territorio y esto era perjudicial para los intereses comerciales de los Estados Unidos. El 20 de enero de 1850, Monsieur Chedeviile, Canciller del Consulado francés en Santo Domingo, quien durante ocho meses había estado ausente en

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Paris tratando de inducir a su Gobierno a asumir el protectorado, regresó a Santo Domingo sin traer una respuesta satisfactoria a la proposición dominicana. Buenaventura Báez, constreñido a inclinarse ante lo inevitable, resolvió buscar otra forma de protección contra los planes haitianos de conquista. Atendiendo a la creciente presión del Cibao, y de manera aun más poderosa, a la voz de Santana, fue inducido a solicitar la mediación de los Estados Unidos. Según la versión del señor Green, el hecho de haberse creído que eran barcos de guerra haitianos unos buques españoles que estuvieron a la vista de Santo Domingo durante varios días, fue el argumento más decisivo que indujo a Báez a solicitar la intervención americana. Sea esto como fuere, el 24 de enero, el señor Green recibió del ministro de Relaciones Exteriores la nota siguiente: Honorable señor: Tengo el encargo de mi Gobierno de comunicar a usted que, animados por el deseo de poner fin a la cruenta guerra que hemos tenido que sostener contra los haitianos desde nuestra gloriosa separación, veríamos con placer la intervención de la poderosa nación angloamericana que usted representa, para obtener la paz, tan necesaria para el progreso moral y físico de nuestro país; quedando bien entendido que conservaremos siempre nuestra nacionalidad e independencia como condición sine qua non en cualquier arreglo con nuestros enemigos Con sentimientos de la más alta consideración, me suscribo, etc., M. J. DEL MONTE, Ministro de Justicia, Instrucción Pública y de Relaciones Exteriores. La petición a los Estados Unidos era enérgicamente apoyada por todos los miembros del Gabinete, pues ellos habían abandonado ya toda esperanza de conseguir el Protectorado francés. Báez, sin embargo, reanimado por el nombramiento en 1850 del señor Ferdinand Barrot en el Ministerio francés, y siendo este hermano de Adolphe Barrot, quien cuando desempeñaba el puesto de Comisionado francés en Haití, en 1843, había sido coautor con Báez del primer proyecto de protectorado, se forjó la ilusión de que el proyecto recobraría viabilidad en París. La petición de mediación de Estados Unidos encontró la oposición inmediata de parte de los representantes de Francia y de Gran Bretaña; a causa, según el señor Green, del deseo de sus respectivos gobiernos de ver a los haitianos victoriosos y en posesión de la parte oriental de la isla. La actitud de Sir Robert Schomburgk no dejó duda en la mente del agente estadounidense de que las instrucciones recibidas por él habían sido dictadas por una parcialidad marcada

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a favor de los haitianos; y atribuyó la política dilatoria del Gobierno francés a la insistencia del Gobierno haitiano en el alegato de imposibilidad financiera de atender al servicio de la deuda a Francia, a menos que obtuviera posesión de las rentas producidas en los puertos de la parte del este de la isla. El señor Schomburgk, haciendo presión para efectuar la conclusión del tratado pendiente con Inglaterra, intimó en febrero, al presidente Báez, a que de ser firmado el tratado propuesto por él, incluyendo el artículo que prohibía el establecimiento de monopolios, el Gobierno dominicano recibiría la oferta de la intervención de Gran Bretaña para impedir nuevas invasiones haitianas. En seguida Báez informó al señor Green que tenía informes seguros de que los haitianos estaban preparando para una fecha próxima una nueva invasión de la República, y que, como era natural, él deseaba saber qué se proponía hacer el Gobierno estadounidense con respecto a la petición de ayuda del Gobierno dominicano. A esto el señor Green respondió que ya él había pedido con urgencia la decisión de su Gobierno, pero que hasta ese momento era imposible dar seguridades categóricas acerca de las responsabilidades que su Gobierno estaba dispuesto a asumir de hecho. Báez, bajo la presión constante ejercida por los agentes francés y británico para que se dirigiera a sus gobiernos para pedir su mediación, con preferencia a la de los Estados Unidos, alegando que la acción del Gobierno estadounidense podía dilatarse tanto que no serviría para impedir la inminente invasión, se decidió, como la mejor solución de su dilema, a invitar a las tres potencias a mediar conjuntamente. En consecuencia, notas idénticas, parecidas a la nota ya enviada al Comisionado estadounidense, fueron enviadas el 22 de febrero al señor Green y a los cónsules de Francia y Gran Bretaña. En mayo de 1850, el señor Green recibió instrucciones de pasar a Puerto Príncipe. El secretario Clayton no había tomado ninguna determinación, sobre si los Estados Unidos debían unirse o no con Francia e Inglaterra en la intervención propuesta, y no dio ninguna respuesta a la petición dominicana. Pero las simpatías del Comisionado estadounidense parecen ahora fuertemente inclinadas a favor del pueblo dominicano, ya que admiraba el valor con que se preparaba a repeler, sin ayuda, el inminente ataque a su independencia, y por la tenacidad esplendida con que, a despecho de la deshonestidad de sus gobernantes, intentaban solucionar sus problemas domésticos. Llegado el señor Green a Puerto Príncipe se cercioró de que dos firmas comerciales estadounidenses, Messrs. B. C. Clark & Company, de Boston, y Messrs. Ropier & Company, de Nueva York, habían entrado en tratos para ayudar a los haitianos, enviándoles barcos, provisiones y pertrechos de guerra para atacar a los dominicanos, y pidió con urgencia al secretario de Estado la acción perentoria para evitar esa infracción de las leyes de neutralidad de los Estados Unidos.

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También se enteró el señor Green de un hecho aún más peligroso: supo que el emperador Faustino se había anticipado a la intervención oficial de Francia e Inglaterra, transmitiendo por conducto de los cónsules británico y francés al Gobierno dominicano las condiciones de paz propuestas por el emperador haitiano, en términos que el señor Green temía fueran aprobados por las potencias europeas. Tan pronto supo de tales proposiciones, se apresuró a volver a Santo Domingo. Allí el presidente le comunicó el texto y se dio cuenta de lo ignominiosa que sería su aceptación:

1. Los dominicanos reconocerán la autoridad soberana del emperador e izarán la bandera haitiana; 2. A cambio de esto, el emperador Faustino prometería nombrar solamente a dominicanos para el desempeño de los puestos dentro de los límites del territorio dominicano, y le conferiría títulos de nobleza a los generales Santana y Báez, dejando al primero como gobernador militar del Departamento del Este; y al segundo como gobernador civil del mismo Departamento. 3. También así mismo daría títulos de nobleza a otros dominicanos que fueren designados para tal honor por el Gobierno dominicano, y nombraría a varios dominicanos como miembros del Senado en Puerto Príncipe; 4. El emperador no enviaría tropas haitianas al territorio dominicano, y permitiría a las autoridades dominicanos mantener su ejército y marina en igual estado de eficiencia que al presente”. Antes del regreso del Comisionado estadounidense a Santo Domingo, el Gobierno dominicano, aunque temiendo ofender a las potencias mediadoras, había establecido claramente su posición: “Como el Gobierno dominicano ha solicitado la mediación de las tres grandes potencias, Inglaterra, Francia, y Estados Unidos de América, no puede empezar ninguna negociación antes de haber obtenido la certeza de la aceptación o el rechazo de dicha solicitud Mientras tanto, que no parezca extraño vernos hacer nuestros más grandes preparativos para repeler la agresión de nuestros enemigos, como lo hicimos en ocasiones anteriores cuando estábamos menos preparados que ahora para defender nuestro territorio15. La muerte repentina del presidente Taylor, en el verano de 1850, trajo al señor Fillmore a la Presidencia y el nombramiento de Daniel Webster como 15. El señor José María Medrano, secretario de Relaciones Exteriores, a Sir Robert Schomburgk, cónsul británico, 30 de abril de 1850.

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