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Valencia, 28 de octubre 2015
LA VOCACIÓN UNIVERSAL A LA SANTIDAD, CLAVE DE LA MISERICORDIA DIVINA Mons. Manuel Ureña Pastor I. LA RELACIÓN INTRÍNSECA EXISTENTE ENTRE SANTIDAD Y AMOR. 1. Dios nos ha llamado a todos a ser hechos partícipes de su santidad: “Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1 Tes 4, 3; cf Ef 1, 4). 2. Pero la santidad de Dios, el mayor de todos sus atributos, es consecuencia directa e inmediata de su ser mismo, que es el amor, la caridad perfecta (cf 1 Jn 4, 8). Dios es santo porque es amor, el amor puro, la síntesis perfecta del “éros”y del “agápe”. 3. Por lo tanto, la llamada universal de Dios a participar de su santidad tiene como exigencia fundamental ser hechos partícipes del amor de Dios, que nos da el poder de amarle como Él nos ama (cf Ef 1, 4), esto es, con su propio amor. II. ¿CÓMO ES HECHO PARTÍCIPE EL HOMBRE DEL AMOR DE DIOS? ¿PUEDE EL HOMBRE AMAR A DIOS DESPUÉS DEL PECADO? EL ESTADO DEL HOMBRE CAÍDO. 1. La pérdida de la amistad con Dios trajo consigo la pérdida del estado de santidad y de justicia en que había sido creado el hombre, así como también la disminución ontológica de su persona. La expulsión del Paraíso (cf Gén 3). 2. El quebranto de las facultades humanas. La contradicción del hombre consigo mismo (cf Rom 7). 3. La contradicción del hombre con los demás hombres. El caso de Caín y Abel (cf Gén 4). 4. La contradicción del hombre con la naturaleza más intima de su ser (ecología humana) y con la naturaleza física (ecología ambiental) (cf Gén 3, 17-19 y encicl. Laudato Si, nº2). 5. Conclusión. Nada puede hacer el hombre desde su estado de postración “post peccatum” para amar a Dios ni para atraerse su amor. 1
III. DIOS NO ABANDONÓ AL HOMBRE DEJÁNDOLE A MERCED DEL PECADO Y DE LAS CONSECUENCIAS DEL PECADO, QUE SON, SOBRE TODO, LA MUERTE BIOLÓGICA Y LA ASÍ LLAMADA POR SAN JUAN “MUERTE ETERNA”. A pesar del pecado, Dios, llevado por el amor de misericordia, “primereó” al hombre, como gusta decir al papa Francisco, se acercó a él y envió al mundo a su Hijo unigénito, conduciendo a éste a la muerte y a la muerte en cruz, para rescatar al hombre del pecado y de la muerte y hacer posible que él, el hombre ya redimido, desplegara su vocación sobrenatural. Por tanto, el amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados (cf 1 Jn 4, 10). Solamente saliendo al encuentro del amor, que nos amó sin nosotros, podemos nosotros comenzar a amarle a Él. El amor de misericordia que Dios mostró con el hombre postrado por el pecado aparece perfectamente descrito en Ez. 16, 1 y ss. IV. LA RESPUESTA DEL HOMBRE AL AMOR MISERICORDIOSO DE DIOS EN CRISTO SE PRODUCE MEDIANTE LA FE, QUE EXCITA LA ESPERANZA; MEDIANTE LOS SACRAMENTOS, PARTICULARMENTE LOS DE INICIACIÓN Y LOS MEDICINALES; Y MEDIANTE LA PRÁCTICA DE LA CARIDAD, QUE ES EL FIN DE LA VIDA CRISTIANA Y LA VIRTUD MAYOR DE TODAS LAS VIRTUDES, LA ÚNICA QUE PERMANECE (cf I Cor 13, 1-13) Y LA ÚNICA A TENOR DE LA CUAL SE NOS JUZGARÁ. V. LA PRÁCTICA DE LA CARIDAD SE RESUME EN EL AMOR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS Y EN EL AMOR DE MISERICORDIA A NUESTROS HERMANOS LOS HOMBRES. Este amor ha sido hecho posible por Cristo en el Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones después de la resurrección del Señor. Y éste amor se expresa por medio de la imitación del amor con que Dios nos ama. ¿No ha sido creado el hombre a imagen y semejanza de Dios? Pues bien, habida cuenta de nuestra participación en el ser de Dios, que es amor, nosotros deberemos amarle a él, amar a nuestros hermanos y amarnos entre nosotros, los hombres, tal como Él ama y como Él nos ha amado. El amor de misericordia exige de nosotros que amemos a los demás en sus desgracias y en sus necesidades tanto espirituales como corporales. Este amor se expresa a través del ejercicio de las así llamadas “obras de misericordia”. De entre éstas hay unas que son corporales, como dar de comer al 2
hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, dar posada al peregrino o a quien no tiene techo, visitar a los enfermos, atender a los presos en sus necesidades y enterrar a los muertos (cf Mt 25, 31-46; Is 58, 6-7; Hb 13, 3). Y las obras de misericordia espirituales, que se refieren a las necesidades del alma, son principalmente: instruir y enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo ha de menester, consolar al afligido, confortar al abatido, perdonar al que yerra, sufrir con paciencia las flaquezas del prójimo y orar a Dios por los vivos y difuntos. Este amor quedó ejemplificado para siempre en las tres parábolas sobre la misericordia que nos ofrece san Lucas en el capítulo 15 de su Evangelio, a saber, La oveja perdida (cf Lc 15, 3-7); La moneda extraviada (cf Lc 15, 8-10); y El Hijo pródigo o parábola de los dos hermanos (cf Lc 15, 11-31). Y el amor de misericordia queda plasmado también en el relato del Buen Samaritano (cf Lc 10, 25-37). Finalmente, el amor de misericordia exige la concesión del perdón a nuestros mismos enemigos. Lo dice el propio Jesucristo cuando propone, a petición de los apóstoles, la oración cristiana por antonomasia: el Padrenuestro (cf Mt 6, 9-14 y Lc 11, 1 y ss.). Hay que perdonar siempre al prójimo, siguiendo el actuar de Dios, quien siempre perdona. Tanto es así que, si no tenemos misericordia con nuestro hermano cuando éste ha pecado contra nosotros, tampoco Dios nos perdonará. La condición del perdón de Dios a nosotros estriba en que nosotros perdonemos a quienes nos ofenden (cf La parábola del siervo malvado que nos ofrece Mateo en el capítulo 18, 23-35 de su Evangelio). Dicho con palabras del propio Apóstol, “si perdonáis a los hombres sus ofensas, también vosotros seréis perdonados por vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 14-15). Es, en síntesis, el principio de reciprocidad en el amor. VI. MISERICORDIA Y JUSTICIA. Contrariamente a lo que algunos mantienen, digamos ya de entrada que la misericordia y la justicia no se excluyen ni constituyen dos momentos paralelos e incomunicables. Como dice el papa Francisco en la Bula del jubileo de la misericordia, Misericordiae vultus, justicia y misericordia “no son dos momentos contrastados entre sí, sino un solo momento que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su culmen en la plenitud del amor” (MV 20). No es raro que al espíritu de la modernidad, prometeico o sisífico, le disguste la misericordia y llegue a pensar tal espíritu que ésta, la misericordia, constituye una ofensa para el hombre. 3
El espíritu moderno, en sus dos parábolas descritas, afirma con altivez que el hombre es totalmente autónomo y que, por tanto, está plenamente en posesión de sí mismo, no necesitando, en consecuencia, recibir gracia alguna por parte de Dios, el cual, si existe, no influye en los asuntos humanos, y, si no existe, mucho mejor, pues, aun cuando existiera, habría que negarlo para salvar íntegra la plena autonomía humana (ateísmo antropológico de Nietzsche). Consecuentemente, el espíritu moderno no se aviene bien con la misericordia, a la que considera un producto o un resto del viejo teísmo. Por eso, se pronuncia en favor de la justicia. Y lo hace hasta el punto de absolutizar ésta y negar desde ésta aquélla, esto es, la misericordia. En el fondo, el hombre actual tiene la persuasión de que la justicia la realiza él; en cambio, el amor, la misericordia, no es suyo, no le pertenece. Y, por eso, se resiste tanto a algo que no tiene en sus manos. Ciertamente, la justicia es fundamental y necesaria. Y, por eso, no puede ser obviada. No olvidemos que la justicia es hija de la verdad. Y el Evangelio de Cristo asume la verdad y la lleva a plenitud. El apóstol Pablo alaba en los dos primeros capítulos de la Carta a los romanos la ley judía (Decálogo de Moisés) y la ley gentil (ley pagana), pero no las absolutiza. Una y otra son el “pedagogo”, no son el “maestro”. Pero si la justicia es hija de la verdad, entonces ya no está en manos del hombre y, por tanto, ya no puede ser manipulada ni inventada por éste, sino reconocida y aceptada como una instancia reguladora del comportamiento humano, pero de carácter metapolítico y prepolítico. Dicho de otro modo, una justicia concebida así es necesaria y no aparece en contradicción con el amor de misericordia. Al contrario, tal justicia interpreta la misericordia como su fuente inspiradora y como su plenitud. Sin embargo, no es ese el concepto de justicia que esgrime el espíritu de hoy. La justicia que maneja hoy la sociedad es una justicia de contenido político, una justicia no hija de la verdad, sino resultado del consenso y, por ende, llena de fuerzas negativas, como pueden ser el rencor, el odio, el ansia de aniquilar el enemigo. Se trata de una justicia presidida no pocas veces por el principio de la ley de Talión: “Ojo por ojo y diente por diente”. Por eso, la justicia, si quiere ser verdadera justicia, debe estar inspirada siempre por el principio del amor y de la misericordia. Pero es que, aún cuando la justicia del hombre no ofreciera coeficientes de ideología, es decir, no fuera política, sería llevada a la práctica por un hombre que, lo quiera o no lo quiera, es pecador y está herido por el pecado. Consecuentemente, aún siendo buena la justicia cuya administración es confiada a él, se podría corromper. 4
Esto supuesto, la misericordia no niega la necesidad de la justicia sino que ilumina el ser de ésta, la juzga y la trasciende. VII. MISERICORDIA E INDULGENCIA El rostro de la misericordia divina se muestra por completo no solo en el sacramento de la penitencia, sino también y sobre todo en el gran don de la indulgencia otorgado por el Espíritu a través de la Iglesia. En efecto, el sacramento de la reconciliación, debidamente recibido, perdona el pecado mortal, la culpa de este pecado y la pena eterna que tal pecado merece. Pero no perdona inmediatamente las penas temporales debidas a las consecuencias o secuelas funestas de nuestros pecados. El perdón de estas penas temporales se puede obtener, como se sabe, por medio de la posible reparación voluntaria de las secuelas dejadas por el pecado mortal; mediante la paciente aceptación, siguiendo el ejemplo de Job, de los dolores y de las tribulaciones de la vida presente, entre los que descuellan, la enfermedad, la muerte y los reveses de la vida, justos o injustos, de que una persona pueda ser objeto; por medio de las obras de misericordia y de caridad; y por medio de la oración y de las distintas prácticas de penitencia. Ahora bien, como subrayan Pablo VI en la constitución apostólica Indulgentiarum doctrina, y san Juan-Pablo II en la Bula Incarnationis Mysterium, las heridas dejadas en nosotros por el pecado son tan profundas, que las obras de penitencia y de caridad que podamos realizar en este mundo y las tribulaciones de toda índole que podamos dócilmente sufrir no son con frecuencia suficientes para cauterizar por completo tales heridas. Y, entonces, resulta necesario que nos purifiquemos después de la muerte en aquel estado que se llama purgatorio. Con lo cual, saldada la pena temporal del pecado, se cancela lo que impide la plena comunión con Dios y con los hermanos. Dura es, pues, la condición de nosotros pecadores. Pero no nos amedrentemos. Tengamos la firme convicción de que no estamos solos a la hora de expiar nuestros pecados. En Cristo y por medio de Cristo, la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida de todos los demás cristianos en la unidad sobre natural del Cuerpo místico. De este modo se establece entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por medio del cual la santidad de uno beneficia a los otros mucho más que el daño que su pecado les haya podido causar. Es, en el fondo, la realidad de la “vicariedad”, sobre la cual se fundamenta todo el misterio de Cristo. Así, el recurso a la comunión de los
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santos permite al pecador contrito estar antes y más eficazmente purificado de las penas temporales del pecado. Estos bienes espirituales de la comunión de los santos se los conoce con el nombre de “el tesoro de la Iglesia”, que es el valor infinito en inagotable que tienen ante Dios las expiaciones y los méritos de Cristo nuestro Señor, ofrecidos para que la humanidad quedase libre del pecado y llegase a la comunión con el Padre. Y pertenecen igualmente a este tesoro el precio verdaderamente inmenso, inconmensurable y siempre nuevo que tienen ante Dios las oraciones y las buenas obras de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos. Pues bien, el don de la indulgencia o perdón completo del pecado se obtiene cuando la Iglesia, en virtud del poder de atar y de desatar que le fue concedido por Cristo Jesús en la persona de Pedro, interviene en favor de un cristiano y abre a éste el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos con el fin de obtener del Padre de la misericordia la remisión de las penas temporales debidas por sus pecados (cf CEC 1474-1478). Sin duda, el primer hombre de la historia que recibió una indulgencia plenaria fue el buen ladrón, quién, a pesar de sus pecados, creyó en Cristo, se adhirió de corazón a su persona y le pidió entrar con Él en el Cielo la misma tarde en que estaba siendo crucificado al lado del Señor Jesús. Cristo se lo concedió. Y, así, se vio perdonado de sus pecados, que eran muchos y grandes, y recibió también el perdón de las penas temporales de aquellos pecados sin necesidad de tener que pasar por el purgatorio (cf Lc 23, 39-43). Así de grande fue la misericordia de Dios con el buen ladrón. Y muy grandes debieron ser también la fe y el amor que el buen ladrón, alcanzado por la gracia del Espíritu, mostró a Jesús. VIII. MARÍA, MADRE DE LA MISERICORDIA. LA MISERICORDIA EN EL HIMNO SALVE REGINA, EN EL MAGNIFICAT (cf Lc 1, 46-55) Y EN EL BENEDICTUS (cf Lc 1, 68-79). María es, con sobrada razón, reina y madre de la misericordia, pues es la madre de Jesucristo, “el sol de justicia que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1, 78-79).
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