Las teorías implícitas: naturaleza y funciones cognitivas

1 Documento 09 APRENDIZAJE DE TEORÍAS IMPLÍCITAS: LA ESTRUCTURA CORRELACIONAL DEL MUNDO. POZO, J.I. (2008) Aprendices y Maestros. (p.392 – 409). Mad

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1 Documento 09

APRENDIZAJE DE TEORÍAS IMPLÍCITAS: LA ESTRUCTURA CORRELACIONAL DEL MUNDO.

POZO, J.I. (2008) Aprendices y Maestros. (p.392 – 409). Madrid: Alianza.

En los ambientes complejos que nos movemos las personas, y seguramente también muchos otros animales, hay algo más que simples sucesos que se encadenan entre sí y con nuestra conducta. Es mucha la información que somos capaces de procesar o computar en cada momento, estableciendo asociaciones implícitas entre los elementos que la componen, sea en términos de unidades de conducta (estímulos y respuestas) o de información. Aunque esos ambientes sean una construcción de cada organismo –cada organismo tiene el ambiente que se merece – y la realidad no preexista a nuestro conocimiento como un todo organizado, tal como suponía el empirismo, lo cierto es que debemos admitir que el mundo, la avalancha informativa que recibimos en cada momento, posee una cierta “estructura correlacional” (Rosca, 1978). Los sucesos no ocurren independientemente unos de otros, sino que tiende a haber ciertas relaciones de contingencia entre ellos. No es casual que la mayor parte de los animales que vuelan tengan plumas (y viceversa), o que tengamos que hacer más fuerza para mover un objeto cuanto más pesado es. Ciertos atributos o rasgos del mundo físico y social que nos rodea tienden a covariar entre sí. No todas las combinaciones de rasgos son igualmente probables entre sí y una forma eficaz de aprender sobre ese mundo, de organizar la avalancha informativa que nos rodea, de hacerla más predecible y controlable es adquirir teorías implícitas que optimicen esa estructura correlacional del mundo, extrayendo sus rasgos más esenciales y predictivos; es decir, los más probables y redundante. Rosca (1978) mantenía que las personas, de forma implícita, adquirimos “categorías naturales”, representaciones que nos proporcionan información probabilística sobre la estructura correlacional del mundo. Esas categorías pueden ser interpretadas también, dada su organización y naturaleza, como teorías implícitas (Rodrigo y Correa, 2001; Rodrigo, Rodríguez y Marrero, 1993). Serían ante todo un producto de un aprendizaje implícito, basado en aquellos procesos de aprendizaje asociativo para la detección de regularidades en el ambiente, mediante los que estableceríamos una red de conexiones entre unidades de información o representaciones asociadas en el mundo, pero sobre todo en nuestra mente. Pero a partir de ese origen asociativo tienen otros rasgos representacionales en los que conviene detenerse para comprender no sólo cómo se adquieren y funcionan, sino sobre todo cómo pueden modificarse mediante procesos de cambio conceptual, que suelen ser uno de los retos más exigentes en el aprendizaje humano, ya sea en contextos de instrucción o de cambio personal.

Las teorías implícitas: naturaleza y funciones cognitivas. Hemos visto ya a partir de Reber (1993) que estas teorías son producto de un aprendizaje implícito, un sistema de aprendizaje primario en la historia de la especie, de la cultura y de nuestro propio desarrollo personal, basado en la tendencia a asociar aquellos

2 sucesos que tienden a ocurrir juntos en el tiempo o en el espacio que coocurren con frecuencia y se asemejan entre sí. La detección de esa estructura correlacional del mundo nos proporciona unas representaciones de las que, sin embargo, con frecuencia no somos conscientes, por lo que hablamos en prosa o en subjuntivo, sin saberlo, pero también podemos ser racistas o machistas sin reconocerlo, o mantener una teoría implícita directa sobre el aprendizaje aunque podamos recitar todos los principios del constructivismo. De hecho, nuestras representaciones implícitas son resultado de la experiencia personal en diferentes escenarios culturales de aprendizaje y, como tales, no suelen ser fáciles de comunicar ni de compartir, porque posiblemente vienen representadas en códigos no formalizados. Son algo que sentimos, que vivimos, experimentamos en nuestras propias carnes y que cualquier intento de verbalizarlas, de explicitarlas en un código compartido, no deja de ser una traducción, un proceso de redescripción representacional que en sí mismo ya las transforma. Este carácter implícito no nos permite suponer que el propio aprendiz tenga acceso directo a esas representaciones, sea un observador privilegiado de sus propios estados y contenidos mentales. La reflexión sobre nuestras experiencias de aprendizaje está necesariamente mediada por algún tipo de lenguaje o sistema de representación culturalmente dado, por lo que es siempre una reconstrucción de esas experiencias. Pero aún con ese carácter de reconstrucción culturalmente mediada, nuestras experiencias personales están en buena medida teñida de emociones, de respuestas viscerales o corporales, que están en el origen de nuestras representaciones implícitas. Este carácter encarnado o incorporado (Pozo, 2001, 2003) es un rasgo esencial para entender el contenido y el funcionamiento cognitivo de nuestras creencias implícitas. Pero, además, otro rasgo que diferencia en su origen a las representaciones implícitas de las explícitas es que estas últimas suelen ser producto de la educación formal, se enseñan como tales, mientras que las representaciones implícitas en muchos casos se aprenden implícitamente pero no se enseñan. Diríamos que son producto de un aprendizaje informal, en el que se aprende a través de la acción, propia o vicaria, más que de la palabra, al contrario de lo que sucede en la educación formal. La cultura es en gran medida un conjunto de pautas compartidas, reguladas en la acción pero muchas veces no explicitadas, ya que los propios agentes culturales suelen desconocer, en todo o en parte, las reglas que las rigen, dado su carácter de representaciones implícitas o no conscientes. Con frecuencia nos acabamos percatando de algunas reglas de nuestra cultura cotidiana cuando estamos en otra cultura cuyas reglas son otras. Sólo cuando nos encontramos con una situación que viola nuestras representaciones implícitas, ante un problema, comenzamos a tomar conciencia de ellas (Bruner, 1997).

¿Cuál es su origen?

¿Cuál es su naturaleza?

Teorías implícitas Aprendizaje implícito, no consciente. Experiencia personal. Educación informal. Saber hacer: naturaleza procedimental.

Conocimiento Aprendizaje explícito, consciente. Reflexión y comunicación social de esa experiencia. Educación e instrucción formal. Saber decir o expresar: naturaleza verbal o declarativa.

3

¿Cómo funcionan?

¿Cómo cambian?

Función pragmática (tener éxito). Naturaleza más situada o dependiente del contexto. Naturaleza encarnada. Activación automática, difíciles de controlar conscientemente. Por procesos asociativos o de acumulación. Difíciles de cambiar de forma explícita o deliberada. No se abandonan, o se abandonan con mucha dificultad.

Función epistémica (comprender) Naturaleza más general o independiente del contexto. Naturaleza simbólica, basada en sistemas externos de representación. Activación deliberada, más fáciles de controlar conscientemente. Por procesos asociativos, pero también por reconstrucción. Más fáciles de cambiar de forma explícita o deliberada. Más fáciles de abandonar o de sustituir por otras,

Algunos de estos rasgos que identifican las representaciones implícitas en su origen (carácter implícito, personal, encarnado, etc.) nos informan ya sobre su funcionalidad cognitiva. Las representaciones implícitas son ante todo un saber hacer más que un saber decir, como las representaciones explícitas. Diversos autores han destacado este rasgo en las concepciones intuitivas o implícitas al destacar su carácter procedimental (Karmiloff – Smith, 1992), de teorías o conocimiento en acción (Karmiloff – Smith e Inhelder, 1974; Schön, 1987), de conocimiento práctico o en uso (Porlán y Ribero, 1998), etc. Con sus diferencias, desde todos estos enfoques, se destaca que ese saber práctico o en acción no siempre puede ser traducido a un saber explícito o declarativo, y que con frecuencia hay una notable disociación entre uno y otro, entre las representaciones implícitas y las explícitas. La representaciones implícitas tienen una función pragmática (buscan el éxito y evitar los problemas) mientras que el conocimiento explícito tiene una función epistémica (buscan dar significado al mundo y a nuestras acciones en él, para lo cual es necesario convertir el mundo en un problema, en una pregunta). Podríamos decir que nuestras representaciones implícitas nos proporcionan respuestas (acciones, predicciones, etc.) a preguntas que no nos hemos hecho y que con frecuencia tratamos de evitar. Están, por tanto, más cerca de la tecnología, mientras que el conocimiento explícito estaría más cerca de la ciencia (Claxton, 1984), ya que requiere hacerse preguntas que ponen en duda nuestras certezas más inmediatas, las creencias que, por su naturaleza implícita damos por supuestas. Esta diferente función cognitiva de unas y otras representaciones (Claxton, 1984; Karmiloff-Smith, 1992; Pozo, 2001, 2003; Rodrigo, 1993) tiene dos consecuencias importantes. En primer lugar, mientras la acción pragmática serviría para predecir o controlar lo que sucede en el mundo, y en esa medida estaría dirigida al objeto de la representación, la acción epistémica serviría para modificar nuestra relación con el mundo a través del cambio de nuestras representaciones, y, por tanto, debería explicitar como mínimo nuestra actitud representacional con respecto a ese objeto. Pero una segunda consecuencia, no menos relevante, de la naturaleza pragmática de nuestras representaciones implícitas es que lejos de constituir «concepciones erróneas», o misconceptions, tal como se han denominado frecuentemente, las representaciones de los aprendices en diferentes dominios, son concepciones muy eficaces, útiles y verdaderas desde un punto de vista fenomenológico o personal, ya que

4 permiten predecir con mucho acierto bastantes situaciones cotidianas. Por más que sean científicamente correctas —desde el punto de vista del conocimiento académico—, nuestras teorías implícitas sobre como se mueven los objetos (Pozo, 1987; Pozo y Carretero, 1992), sobre la composición de la materia (Gómez Crespo y Pozo, 2006; Pozo y Gómez Crespo, 2002a, 2005), sobre la salud y la enfermedad (López Manjón, 1996), sobre la flotación de los cuerpos (Rodríguez Moneo, 1999, 2007), o, por qué no, incluso sobre el aprendizaje y la enseñanza (Pozo et al. , 2006a) sirven para tener éxito. O dicho en otras palabras, aunque conceptualmente sean erróneas o al menos insuficientes, pueden ser muy eficaces cognitivamente. Y eso es así en buena medida por su naturaleza situada o dependiente del contexto, frente al propósito universal o general de los saberes explícitos. Podemos montar una instalación eléctrica sin conocer las leyes físicas que la gobiernan, del mismo modo que podemos hacer una tortilla de patatas sin entender la química que subyace a la cocina. Igualmente, un maestro puede predecir la conducta de sus aprendices sin conocer las leyes generales del aprendizaje o la motivación. Las representaciones implícitas funcionan aquí y ahora y en esos contextos locales suelen ser más eficaces que cualquier conocimiento explícito o científico. Pero, como ya hemos visto, este carácter situado de las representaciones implícitas es al mismo tiempo una de sus mayores limitaciones: la dificultad de transferirlas o adaptarlas a nuevas situaciones. Sirven para contextos rutinarios, repetitivos, pero no para situaciones nuevas, para des-situaciones. El maestro tal vez no pueda utilizar esa misma teoría implícita cuando le toque el grupo de «Carne 2» y sus aprendices cambien con respecto a sus experiencias anteriores. Las representaciones implícitas resultan útiles cuando las condiciones de su aplicación se mantienen esencialmente constantes, pero son muy limitadas ante condiciones cambiantes, en situaciones o problemas nuevos, como los que sin duda planteará el grupo de «Carne 2» a nuestro valiente maestro. Y recordemos que la cultura del aprendizaje está cambiando aceleradamente, sobre todo fuera de las aulas, y por más que nos resistamos a ello, también dentro. Esta dificultad para desituar o transferir nuestras representaciones implícitas tiene que ver con otro de sus rasgos funcionales o cognitivos, ya apuntado, como es su naturaleza concreta y encarnada frente al carácter abstracto o racional de las representaciones explícitas. Nos cuesta trabajo ponernos en el lugar de nuestros aprendices, percibir que su perspectiva y experiencia es distinta de la nuestra, vivir su cultura del aprendizaje, porque para ponernos en su lugar debemos ponernos en su piel, lo cual es muy difícil porque las representaciones implícitas tienen su origen, como ya hemos visto, en nuestra experiencia personal. Son representaciones encarnadas, mediadas, como ya hemos visto, por la forma en que nuestro cuerpo se relaciona con el mundo (Pozo, 2001, 2003). Muchas representaciones implícitas tienen un alto contenido emocional, son algo que sentimos y padecemos en nuestras propias carnes, más que algo que conocemos o sabemos. Este arraigo corporal, o encarnado, de las representaciones implícitas contrasta con la naturaleza abstracta, el desarraigo, del conocimiento formal o explícito usualmente asumido en nuestra cultura como el verdadero y único conocimiento, un efecto profundo del dualismo a partir del cual se ha construido nuestro saber académico (Claxton, 2000; Pozo, 2003). Nuestras teorías implícitas se apoyan en realismo ingenuo, producto de esa naturaleza encarnada de las representaciones implícitas, que, volviendo a la metáfora de Borges, confunde el mapa con el territorio (Claxton, 1984).

5 Este realismo implícito y encarnado hace que las concepciones científicas, ya sean las vigentes teorías en el ámbito de la física, o de la química (por ej., Pozo, 2003; Pozo y Gómez Crespo, 1998, 2002) o las propias teorías constructivistas del aprendizaje (Pozo et al., 2006a), que constituyen el núcleo esencial de las teorías científicas vigentes en este ámbito, resulten profundamente contraituitivas y, por tanto, difíciles de aprender, ya que van a requerir un profundo cambio conceptual. Un último rasgo funcional de las concepciones implícitas, derivado de su carácter inconsciente y encarnado, que afecta a las dificultades para cambiar estas concepciones es su naturaleza automática o no controlada frente al carácter deliberado de las representaciones explícitas. Nuestras creencias implícitas y las acciones que de ellas se derivan son algo que sucede o pasa en nosotros más que algo que nosotros hacemos o decidimos. O como dice Saramago en su novela Todos los nombres: Si persistiéramos en afirmar que somos nosotros quienes tomamos las decisiones, tendríamos que comenzar discerniendo, distinguiendo, quién es, en nosotros, aquel que tomó la decisión y quién es el que después la cumplirá, operaciones imposibles donde las haya. En rigor, no tomamos decisiones, son las decisiones las que nos toman a nosotros1.

Si, como un jugador de ajedrez, tuviéramos que calcular o decidir racionalmente cada una de nuestras jugadas o acciones en la vida, cómo reaccionar a cada mirada o gesto que nos hacen o ante cada escenario en el aula, nuestra capacidad de afrontar esas situaciones sería muy limitada. La intuición nos permite responder a numerosas situaciones sin apenas consumir recursos (que podemos dedicar a otras tareas más novedosas o inquietantes) con la seguridad añadida, aunque ilusoria, como consecuencia de nuestro realismo ingenuo, de que estamos dando la respuesta correcta. Pero no se trata de elegir entre intuición y razón, o entre representaciones implícitas y explícitas Claxton, 2000; Hogarth, 2001). Se trata más bien de comprender su distinta funcionalidad y, por tanto, su complementariedad. Como hemos visto, las representaciones implícitas, por su carácter automático y estereotipado, son muy funcionales en situaciones rutinarias, sobreaprendidas, lo que podríamos llamar ejercicios, pero son muy limitadas ante situaciones nuevas o verdaderos problemas. Pero además de ser implícitas, nuestras teorías implícitas, como su propio nombre indica, tienen también una naturaleza teórica, es decir, podemos asumir que son representaciones organizadas por ciertos principios que les dan cohesión y organización, y que, por tanto, su cambio implica modificar esos principios o supuestos en los que se basan esas teorías implícitas. No todos los defensores de la naturaleza «tácita» o «implícita» de las representaciones cotidianas asumen de hecho este carácter teórico y sus implicaciones para el cambio representacional. Por ejemplo, desde la perspectiva del aprendizaje implícito tiende a asumirse que esas representaciones no son sino el resultado de la detección inconsciente de regularidades en el ambiente mediante reglas de asociación (Reber, 1993). Según esta idea, simplemente, damos por supuesto que las cosas que tienden a ocurrir juntas volverán a ocurrir juntas, de tal modo que cuando dejen de ocurrir juntas, modificaremos fácilmente nuestra expectativa o representación. El cambio de las representaciones se regiría, para quienes esto asumen, por los mismos mecanismos de aprendizaje que su adquisición inicial y por tanto no 1

José Saramago: Todos los nombres. Madrid, Alfaguara, 1998, p. 47.

6 tendría sentir hablar de cambio conceptual (Pozo, 2003). Por el contrario, al suponer que esas representaciones implícitas se organizan en forma de teorías estamos asumiendo que ese aprendizaje implícito no se limita a detectar qué sucesos tienden a ocurrir juntos, sino que esa detección de regularidades está restringida por ciertos principios o supuestos, implícitos o no articulados, de forma que las representaciones así asociadas terminan por constituir teorías regidas por ciertos principios o supuestos, y son precisamente esos principios lo que hay que cambiar si queremos modificar en profundidad esas representaciones. Según Gopnik y Meltzoff (1997) considerar que una representación constituye en este sentido una teoría supone atribuirle cuatro rasgos: 1. Abstracción (las teorías no son entidades observables, objetos del mundo real, sino leyes o principios de naturaleza abstracta). 2. Coherencia (las representaciones surgidas de una teoría están «legalmente» relacionadas entre sí, de forma que no son unidades de información aisladas). 3. Causalidad (los principios teóricos y las representaciones que de ellos se derivan sirven para explicar o dar cuenta de las regularidades del mundo). 4. Compromiso ontológico (las teorías restringen las posibles representaciones, asumiendo la necesidad de un determinado orden ontológico, cuya violación exige una revisión de la teoría). Gopnik y Meltzoff (1997) ilustran claramente la naturaleza representacional de estas teorías específicas y sus consecuencias para el sistema cognitivo cuando comparan sus funciones con las de los esquemas en la tradición clásica de la psicología cognitiva (por ej., Rumelhart y Norman, 1978; también Pozo, 1989). Así, nuestro esquema de «ir a un restaurante» —uno de los casos prototipicos— o de «un examen tipo test» sirve sin duda para organizar, para reducir la incertidumbre en un escenario concreto, pero no asume ninguno de los supuestos anteriores, salvo la abstracción. No predice nuestra representación en otro escenario (coherencia), no explica lo que allí sucede (causalidad) y, sobre todo, no hay ningún compromiso ni necesidad ontológica en lo que sucede en un esquema (si vamos a un fast food, en contra de lo que predice el esquema, pagamos antes de comer, pero no por eso deja de ser un restaurante; en el examen tipo test en lugar de marcar una respuesta correcta por pregunta pueden pedirnos marcar dos). En cambio, la representación que tenemos las personas sobre cómo se mueven los objetos, sobre lo que es un «ser vivo», o sobre lo que es el conocimiento y cómo se adquiere estarían organizadas en forma de teorías (los seres vivos necesariamente se alimentan y necesariamente mueren: si algo no puede morir, es que no es un ser vivo; el conocimiento necesariamente debe ser verdadero). Según ha demostrado Keil (1989) en unos ingeniosos experimentos, los niños de 3 y 4 años comparten ya con todos nosotros la certeza representacional que, en un mundo tan incierto, proporcionan estos compromisos ontológicos. Las teorías asumen, pues, unos compromisos que difieren en sus principios epistemológicos (acerca de la naturaleza del conocimiento, de las relaciones entre el sujeto y el objeto de conocimiento), ontológicos (según el tipo de entidades desde las que interpretan el aprendizaje; en definitiva en qué consiste este, si simplemente en adquirir resultados u objetos, o se trata más bien de cambiar algunos procesos implicados en ese aprendizaje o incluso el propio sistema de aprendizaje) y finalmente conceptuales (la estructura de relaciones conceptuales entre los componentes de la teoría, desde las simples estructuras asociativas,

7 basadas en relaciones causales lineales hasta las complejas estructuras sistémicas basadas en la interacción de sus componentes). Por tanto, las teorías implícitas estarían regidas por ciertos principios —epistemológicos, ontológicos y conceptuales— que organizan o restringen la forma en que nos representamos el mundo en el dominio concreo afectado por esas teorías. Esos principios, que tendrían una naturaleza esquemática o abstracta, proporcionarían una cierta consistencia o coherencia a nuestra representación de esos dominios, de forma que a partir de ellos construiríamos modelos mentales o situacionales para responder a las demandas concretas de cada escenario (Rodrigo, 1997; Rodrigo y Correa, 2001). Por tanto, para analizar la relación entre esos principios (el núcleo firme de nuestras teorías implícitas, por recurrir a la terminología de Lakatos, 1978) y las representaciones específicas a que dan lugar en contextos determinados, debemos centrarnos en un dominio concreto que nos permita ilustrar esas teorías así como los principios en que se basan. Un ejemplo de este tipo de teorías implícitas —representaciones específicas de dominio restringidas por ciertos principios o supuestos comunes a ellas— sería la llamada teoría de la mente que desde los 3 o los 4 años guía la forma en que nos representamos las acciones de las personas, a partir del supuesto de que su conducta de las personas debe interpretarse en función de sus estados mentales (intenciones, deseos, creencias, etc.). Por supuesto, se trata de una teoría implícita, en el sentido de que los niños, y muchas veces tampoco los adultos que la seguimos usando, no pueden explicitarla (informar de ella) ya que ni siquiera son conscientes de que la están usando. Esa teoría de la mente aplicada al mundo de las personas se basa en ciertos principios (por ejemplo, el principio ontológico de explicación intencional) que difieren de los principios que subyacen a las teorías desde las que esos mismos niños interpretan los sucesos físicos (en términos de explicaciones causales o mecanicistas). Los niños, e incluso los bebés, no se limitan a detectar qué conductas ocurren con cuáles otras, sino que lo hacen asumiendo ciertas estructuras u organizaciones implícitas de las conductas, una psicología intuitiva que restringe la interpretación que hacen de ellas (Leslie, 1994: Spelke, Phillips y Woodward, 1995) y que estaría también en el origen de sus concepciones ingenuas —o teorías implícitas— sobre el aprendizaje, según vimos en el capítulo anterior. Pero dado que ya nos hemos ocupado de ese dominio —al que volveremos también en el próximo capítulo al tratar nuestras concepciones de aprendizaje como representaciones sociales—, voy a ilustrar los rasgos de las teorías implícitas en otro de los dominios nucleares de la mente humana: nuestra representación intuitiva de los objetos y las leyes que rigen sus acciones, la física intuitiva, que junto a esa psicología intuitiva, constituyen seguramente los dos dominios primarios en los que nuestra mente encarnada adquiere regularidades en forma de teorías implícitas (Pozo, 2003).

La física intuitiva: la adquisición de teorías implícitas sobre los objetos Hoy sabemos que los bebés disponen ya, casi desde el nacimiento, de verdaderas ideas o teorías sobre el mundo de los objetos, y también de las personas, los dos dominios nucleares que acabo de mencionar (Gopnik y Meltzoff, 1997; Karmiloff-Smith, 1992; Sperber, Premack y Premack, 1995). Para predecir y controlar el movimiento de los objetos que componen su mesocosmos, su realidad inmediata, los bebés necesitan «teorías» que regulen la conducta de sus

8 sonajeros, los patitos que flotan o se hunden en la bañera y esas piezas rebeldes que nunca encajan unas en otras como debieran. Al intentar asimilar, o reducir, la conducta de esos objetos a sus teorías, los bebés van descubriendo y explorando las leyes que rigen el movimiento de los objetos. Parece que desde el mismo momento del nacimiento, como parte de sus representaciones encarnadas (Pozo, 2003), pueden diferenciar entre los objetos físicos — cuyos movimientos se rigen por leyes mecánicas— y otro tipo de objetos, las personas, que tienen la divertida característica de ser mucho más fáciles de manipular por los propios bebés que esos objetos físicos —cuando se les cae un juguete por más que le sonríen no reacciona, pero en cambio cualquier persona que esté cerca, probablemente, les acercará el objeto junto con otra sonrisa—. Pero si quieren manipular —predecir v controlar— las acciones de los objetos sin la mediación de una persona, necesitarán hacerse con una buena física intuitiva, para lo que disponen no sólo de potentes mecanismos asociativos, sino también de ciertos principios o supuestos que restringen sus representaciones y con ellas el espacio de procesamiento. Nuestra física intuitiva está profundamente encarnada en nuestra mente, ya que, recordemos, no tenemos una relación directa con los objetos del mundo sino que nos lo representamos a través de la información que nuestro cuerpo nos ofrece de ellos (Damasio, 1994) Pero, dado que ese cuerpo es a su vez el resultado de la presión selectiva de un ambiente con características físicas muy definidas, no es extraño que ya desde la cuna las personas tengamos fuertes creencias implícitas sobre ese mundo físico basadas en unos principios que, dada su historia de éxitos evolutivos y personales, van a resultar muy difíciles de modificar por la instrucción científica. Gopnik, Meltzoff y Kuhl (1999), en un sugerente libro sobre la ciencia de los niños, incluso de los bebés (el libro se titula El científico en la cuna), sugieren una buena forma de pensar en los principios que subyacen a nuestras representaciones implícitas sobre el mundo físico. Pensemos en una sesión de magia. Un hábil prestidigitador sostiene un pañuelo extendido ante nosotros, hace con él una bola que aprieta entre sus manos, acerca estas a su pecho y de pronto de entre ellas surge un bastón; el pañuelo no sólo ha desaparecido, sino que además se ha convertido en un bastón, que a su vez luego se transforma en una bandera, que con un golpe de su varita mágica pasa a ser una chaqueta, que de pronto cambia de color y se convierte en el pañuelo del principio. Lo que hace fascinante a la magia es que produce sucesos imposibles, que violan algunas de nuestras creencias básicas sobre el mundo; en este caso, de las creencias en que se sustenta nuestra física intuitiva, en el sentido amplio de nuestra representación intuitiva del mundo material. De acuerdo con los principios que restringen esa física intuitiva, los objetos no cambian de repente de apariencia física o de color, no desaparecen ni se convierten en otro objeto distinto. Cualquiera de estos hechos viola un principio de nuestra física intuitiva y por eso es mágico. No son sucesos improbables, como los que pueda producir un malabarista o una contorsionista del Cirque du Soleil. Son sencillamente sucesos imposibles porque violan uno de esos compromisos sobre los que están sustentadas de forma natural o necesaria nuestras teorías sobre el mundo físico. Y eso es lo que hace fascinante a la magia: sabemos que no son sucesos reales, que hay truco. De hecho, gran parte de la investigación sobre la física intuitiva de los bebés (Baillargeon, Kotowsky y Needham, 1995; Leslie, 1995; Spelke, 1994; Spelke, Phillips y Woodward, 1995) e incluso de los primates (Hood et al.. 1999; Povinelli, 2000), ha recurrido a sesiones de «magia experimental», en las que el investigador se convierte en mago y produce uno de esos sucesos

9 imposibles (un objeto que desaparece súbitamente tras una pantalla y ya no está cuando esta se retira: una violación de la «permanencia del objeto» piagetiana, una de las nociones básicas de nuestra física intuitiva), con el fin de comprobar —midiendo, por ejemplo, el tiempo de fijación de la miradael grado en que el bebé se fascina o sorprende en comparación con otros hechos más o menos esperables. En esas sesiones de magia se ha descubierto que los bebés de tres meses asumen ya al menos tres supuestos (cohesión. continuidad y contacto) para representar el mundo físico en el que viven. z los que muy pronto añaden otros, como la inercia o la gravedad (Spelke. 1994). De esta forma, los bebés elaboran teorías implícitas, todos las elaboramos, logrando una representación estable del mundo físico, basadas en la existencia de objetos físicos con propiedades muy definidas. Aquellos «paquetes de energía» de los que, según Schródinger (1944), está hecha toda la materia, son para nosotros objetos tridimensionales, sólidos que tienen una unidad o continuidad entre sus partes, de forma que tienen existencia individual y pueden contarse (Hauser, 2000). Además ocupan un espacio físico que no puede ser ocupado simultáneamente por otro objeto, y sólo pueden cambiar ese espacio físico por otro de acuerdo con ciertos principios del movimiento. A diferencia de los objetos animados, como las personas o los animales, los objetos inanimados requieren, según los principios de nuestra fisica intuitiva, que otro objeto actúe sobre ellos, ejerciendo una fuerza, para moverse (por ej., Gelman, Durgin y Kaufman, 1995). Todas las acciones de los objetos tienen su origen en una causa externa inmediata (Pozo, 1987: Viennot, 1996; Vosniadou, 1994). Entre los movimientos característicos de los objetos en nuestra física intuitiva estaría un cierto sentido de la inercia, eso sí muy diferente de la inercia newtoniana, entendida o sentida come un movimiento continuado de la acción de una fuerza (Pozo, 1987; Pozo y Carretero, 1992) y la acción de la gravedad por la que esperamos que los objetos no soportados caigan (Hood et al., 1999; Pozo, 1987; Spelke. 1994), de forma que el peso suele ser en nuestra física intuitiva la causa del comportamiento de los objetos físicos en muchas situaciones, ya sea en su velocidad de caída o en la fuerza que ejercen sobre otros objetos. En suma, según nuestra física intuitiva, el mundo está compuesto de objetos reales, sólidos, tridimensionales y contables, que se mueven por la acción de otros objetos y que como tales tienen un carácter «objetivo», por lo que asumimos que se regulan por leyes que son independientes de nuestra acción sobre ellos. Aunque obviamente desde esa primera infancia nuestras concepciones se vuelven más elaboradas y ricas, ya que acumulamos una gran cantidad de aprendizaje asociativo sobre los sucesos que tienden a ocurrir en nuestro ambiente, los principios en que se sustentan probablemente no cambian. Si bien las teorías implícitas que constituyen nuestra física intuitiva no nos hacen, desde luego, conocedores de las grandes leyes y teorías elaboradas por los físicos —es más, dificultan bastante su aprendizaje, al requerir un cambio conceptual—, nos permiten una predicción y control del movimiento de los objetos extraordinariamente precisa y sofisticada. Es más, como muestra la viñeta de la figura 9.1, a veces nuestras teorías implícitas nos proporcionan representaciones encarnadas más rápidas y eficaces de las que obtendríamos con los sofisticados cálculos y análisis de los conocimientos formales o científicos, si bien la eficacia cognitiva de esas representaciones implícitas queda limitada a ciertas metas. Podemos conducir un coche, esquiar o jugar al baloncesto gracias a los trucos que nos proporciona esa magia cognitiva que es nuestra física intuitiva, pero los aviones, las naves espaciales o incluso los coches no hubieran podido construirse sin el conocimiento

10 proporcionado de la física formal.

De una forma resumida, podríamos decir que nuestra física intuitiva, a diferencia de esa física formal, la que hacen los físicos, que no les permite ganar guerras de bolas de nieves, pero sí alcanzar otros muchos objetivos

Figura 9.1. Algunas ventajas de la física intuitiva sobre el conocimiento científico formal.

De una forma resumida, podríamos decir que nuestra física intuitiva, a diferencia de esa física formal, la que hacen los físicos, que no les permite ganar guerras de bolas de nieve, pero sí alcanzar muchos otros objetivos fuera del alcance de la intuición, estaría restringida por tres principios o restricciones que facilitarían el procesamiento de esas situaciones, pero al mismo tiempo restringirían sus posibilidades representacionales (Pozo y Gómez Crespo, 1998): ·

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Un principio epistemológico, según el cual nuestras teorías implíci . asumen un realismo ingenuo que supone creer que mis representaciones son el mundo, es decir, que el mundo es tal como yo lo veo. todo lo que yo no veo, no percibo, me resulta muy difícil de concebir, de introducirlo en mi representación. En cambio, el conocimiento científico va a consistir en construir explícitamente modelos y someter a prueba esos modelos o teorías. Un principio ontológico, por el que nuestras teorías implícitas. acuerdo con los niveles de explicitación planteados por Dienes y Perner (1999), se centran más en los objetos, estados o sucesos que en los procesos que vinculan esos objetos, estados o sucesos entre sí, o en los temas de que forma parte. De esta forma, para nosotros el calor, la fuerza, la emergía son objetos, mientras que la física los convierte en relaciones entre objetos dentro de un sistema en equilibrio. Finalmente, habría un principio conceptual, por el que nuestras teorías implícitas centradas como están en estados sucesivos del mundo representan los fenómenos

11 en términos de hechos o datos, o de relaciones causales lineales, mientras que la ciencia utiliza en su lugar estructura conceptuales más complejas basadas en la interacción, equilibrio conservación, que implican un análisis de los fenómenos científicos en términos de sistemas, más que de relaciones simples de causalidad lineal entre estados sucesivos del mundo observable. En el capítulo 11 volveremos sobre ello, ya que nos ayudará a entena las dimensiones que debe recorrer el cambio conceptual como un proceso de redescripción representacional — es decir, explicitación y reconstrucción— de esos principios que subyacen a las teorías implícitas. Nuestras teorías implícitas, y las representaciones que se originan a partir de ellas, se.í en forma de modelos mentales contextuales o de esquemas estables, tienen una función descriptiva o predictiva, pero escasamente explicativa. Dado origen asociativo, sirven para predecir sucesos pero no para comprenderlos. Sin embargo, sea por curiosidad morbosa o por necesidad de aprendizaje (usualmente en contextos de instrucción formal, es decir, bajo la presión supervisión de un maestro), con frecuencia necesitamos trascender nuestras teorías implícitas y preguntarnos por qué pasan las cosas que pasan. En ese caso tendremos que aprender a explicitar nuestro conocimiento implícito para poder cambiarlo.

El cambio de las teorías implícitas: la explicitación del conocimiento Al igual que ocurre con el aprendizaje de sucesos y de conductas, las teorías implícitas, aunque son muy eficaces en nuestras rutinas diarias, pueden ocasionalmente interferir en otros aprendizajes explícitos. Se ha comprobado en diferentes dominios que las teorías implícitas de los aprendices dificultan la asimilación de conocimientos disciplinares o científicos en contextos de instrucción. Los aprendices se acercan a ese dominio, sea la naturaleza de la materia, la caída de los graves, l a salud o la enfermedad, la riqueza o la pobreza, con ciertos modelos implícitos que entorpecen el aprendizaje del conocimiento disciplinar en ese dominio. Como vimos en el capítulo 7, la comprensión requiere relacionar la nueva información con las representaciones previas del aprendiz, que en muchos casos están constituidos por teorías implícitas. La propia naturaleza asociativa de las teorías implícitas, su función de capturar, de modo forzosamente simplificado o estilizado, la «estructura correlacional» del mundo hace que muchas veces las teorías implícitas tengan, como hemos visto, una estructura incompatible con las teorías científicas o disciplinares para ese dominio. El conocimiento científico o disciplinar, como veremos en el capítulo 11 al tratar el aprendizaje de conceptos y el cambio conceptual, se basan en un proceso de reflexión sobre el propio conocimiento, en una construcción explícita y deliberada de modelos, que se aleja bastante de los procesos de adquisición de las teorías implícitas (Pozo, 1989). No debe extrañarnos, por tanto, que los resultados de estos dos tipos de aprendizaje difieran también en aspectos esenciales. Mientras que las teorías implícitas tienen la función de simplificar la estructura correlacional del mundo, atendiendo a sus rasgos más destacados y primarios bajo la restricción de ciertos principios o supuestos —que no se someten a examen o discusión, ya que, recuérdese una vez más, ni siquiera sabemos que los tenemos—, y estableciendo a partir de ellos secuencias predictivas, las

12 teorías científicas, o en general, el conocimiento disciplinar, genera representaciones complejas que trascienden las dimensiones esenciales del mundo cotidiano, ya que tienen fines explicativos (o epistémicos), sirven para comprender por qué el mundo es como es. Cuando queremos, por curiosidad o necesidad, acceder a esa comprensión debemos trascender también nuestras teorías implícitas, ya que al estar organizadas en torno a esos principios o reglas heurísticos sirven para generar mapas simples, cuya capacidad de complicarse es limitada. La función simplificadora de las teorías implícitas se traduce como hemos visto en una serie de restricciones epistemológicas, ontológicas y conceptuales (Pozo y Gómez Crespo, 1998), cuando se las compara con el conocimiento explícito generado por las disciplinas correspondientes a ese mismo dominio, sea la química, el ajedrez, la entomología o la psicología cognitiva del aprendizaje. Por ello, en mayor medida aún que los otros tipos de aprendizaje analizados en este capítulo, el cambio de las teorías implícitas va a requerir formas de aprendizaje explícito bastante elaboradas, regidas no sólo por procesos asociativos sino sobre todo constructivos. De hecho, el objetivo último sería generar un proceso de cambio conceptual tal como se analizará en el capítulo 11. Para ello, hace falta explicitar las propias teorías implícitas mediante un proceso de toma de conciencia, o reflexión consciente, que sirva para contrastar esas teorías con el conocimiento científico o disciplinar, percibiendo sus diferencias estructurales. Al final del capítulo 7 se describieron ya algunos rasgos de ese proceso de reflexión consciente, también llamado metaconocimiento, que permite convertir las representaciones implícitas en saber explícito. Veíamos que se trata de un proceso constructivo, que no se limita sólo a encender la luz en esa trastienda oscura del conocimiento, a sacar a flote el iceberg sumergido de nuestras teorías implícitas, sino que es un proceso que modifica o reestructura lo que conoce. De hecho, la toma de conciencia o explicitación del conocimiento debe entenderse también como un proceso constructivo, que requiere varias fases o niveles intermedios desde las representaciones implícitas hasta la conciencia reflexiva sobre él. No todas las capas o los estratos del iceberg pueden salir a la flote a la vez. A partir del concepto de redescripción representacional de Karmilof, - Smith (1992) podemos asumir que ese proceso de explicitación pasaría pe: varias fases, descritas y hasta cierto punto redescritas en el capítulo 7, que se retomarán en el capítulo 11. No obstante, ayudaré al lector con una breve síntesis. En un primer momento, ya descrito, se formarían por procesas asociativos, teorías implícitas que generarían representaciones contextua1e cuya automatización y condensación produciría a su vez «paquetes de información» o esquemas presentes de modo explícito en la memoria permanente, y no sólo como representaciones distribuidas o implícitas. Estos paquetes de información se aplicarían de modo rutinario de forma muy «local» c «cerrada», en dominios específicos, y aún no serían accesibles a la reflexión consciente, por lo que, en este sentido, seguirían siendo representaciones implícitas. Estas representaciones «empaquetadas» tendrían los rasgos del conocimiento automatizado subrayado en el capítulo 7 (rapidez, eficacia, escaso consumo de recursos, pero también «encapsulamiento» o cierre sobre sí mismo). Sin embargo, debido al éxito de su activación rutinaria, esos «paquetes de información condensada», acabarían por «expandirse» a nuevas tareas afines, por desempaquetarse, rompiendo sus límites cerrados para aplicarse a otros contextos próximos. Cuando se nos plantean tareas relativamente nuevas, tendemos a «expandir» o «transferir» representaciones bastante consolidadas. Este proceso no es aún

13 consciente, pero, al romper la cerrada cápsula de esos paquetes informativos, va a abrirlos a la posibilidad de esa reflexión consciente, que implicará una nueva redescripción representacionah en la terminología de Karmiloff-Smith (1992), que permitirá hacer de nuestras representaciones objeto de conocimiento, de forma que podemos pensar en nuestras teorías y no sólo a través de ellas (Kuhn, Amsel y O'Loughlin, 1998). Esa necesidad de cambiar o flexibilizar los conocimientos que tanto trabajo nos había costado empaquetar está en el origen del cambio de las teorías implícitas, facilitando su reestructuración en teorías explícitas por procesos de cambio conceptual. La reflexión consciente, o explicitación, va a ser una condición necesaria, pero no suficiente, para que se produzca ese cambio conceptual, como veremos en el capítulo 11. No siempre que explicitamos nuestro conocimiento, logramos o necesitamos reestructurarlo. Sólo cuando las restricciones estructurales de nuestras teorías implícitas impiden generar representaciones más complejas y adecuadas a las demandas de la tarea de aprendizaje, esa reestructuración será necesaria. Y esas demandas, y la propia necesidad de explicitar el conocimiento que llevamos larvado en nosotros mismos, surge casi siempre en contextos de instrucción formal que nos proporciona nuevos paquetes representacionales en forma de teorías, o nuevos lenguajes o códigos a los que traducir nuestras representaciones implícitas. Son situaciones que, además, implican procesos de interacción e influencia social, en los que además de las formas de aprendizaje implícito que hemos analizado en este capítulo, y de los tipos más complejos de aprendizaje constructivo dirigidos a la comprensión y el cambio conceptual (que se analizarán en el capítulo 11), tienen lugar otros tipos de aprendizaje social de los que trata el próximo capítulo.

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