Lic. Juan Sabines Guerrero GOBERNADOR DEL ESTADO DE CHIAPAS. Mtro. Alfredo Palacios Espinosa DIRECTOR GENERAL DEL CONECULTA

Lic. Juan Sabines Guerrero GOBERNADOR DEL ESTADO DE CHIAPAS Mtro. Alfredo Palacios Espinosa DIRECTOR GENERAL DEL CONECULTA Lic. Marvin Lorena Arriag

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Lic. Juan Sabines Guerrero GOBERNADOR DEL ESTADO DE CHIAPAS

Mtro. Alfredo Palacios Espinosa DIRECTOR GENERAL DEL CONECULTA

Lic. Marvin Lorena Arriaga Córdova COORDINADORA OPERATIVA TÉCNICA

Lic. María Luisa Dighero Gutiérrez DIRECTORA DE PUBLICACIONES

© LUIS ANTONIO RINCÓN GARCÍA CUIDADO EDITORIAL • Dirección de Publicaciones DISEÑO • Mónica Trujillo Ley FORMACIÓN ELECTRÓNICA • Claudia Esquinca Utrilla CORRECCIÓN DE ESTILO • Juan Alberto Ruiz Bermúdez / Roberto Rico Chong ILUSTRACIONES • Claudia Esquinca Utrilla Itzelina y los rayos del sol obtuvo el primer lugar en el Concurso Internacional de Cuento Corto Infantil AMEI-WAECE. D.R. © 2008 Consejo Estatal para las Culturas y las

Artes de Chiapas, Boulevard Ángel Albino Corzo No. 2151, fraccionamiento San Roque, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. C.P. 29040. ISBN: 978-970-697-235-4 HECHO EN MÉXICO

Luis Antonio Rinc—n Garc’a

Itzelina y los rayos del sol y otros cuentos

C O N S E J O

E S T A T A L

P A R A

L A S

C U L T U R A S

Y

L A S

A R T E S

D E

C H I A P A S

2 0 0 8

Luis Antonio Rinc—n Garc’a

Itzelina y los rayos del sol y otros cuentos

A Zyanya, Sahad y Lorena Rincón

CONTENIDO

Itzelina y los rayos del sol

11 El árbol de mango

15 El molino musical

19 Tatum y el arco iris

25 El vuelo del cenzontle

31 Mariana Marina

37 El tesoro de la selva

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Itzelina y los rayos del sol

I

tzelina Bellas Chapas es una niña muy curiosa, que se levantó temprano una mañana, con la firme intención de atrapar, para ella sola, todos los rayos del sol. Una ardilla voladora, que brincaba entre árbol y árbol, le gritaba desde lo alto: —¿A dónde vas, Itzelina? —Y la niña respondió: —Voy a la alta montaña, a pescar con mi malla de hilos todos los rayos del sol, y así tenerlos para mi solita. —No seas mala, bella Itzelina —le dijo la ardilla angustiada—,deja algunos pocos para que me iluminen el camino, y yo pueda encontrar mi alimento. —Está bien, amiga ardilla –le contestó Itzelina–, no te preocupes ni apenes, que tendrás como todos los días, rayos del sol para ti. Siguió caminando Itzelina, pensando en los rayos del sol, cuando un inmenso árbol le preguntó: —¿Por qué vas tan contenta, Itzelina? —Voy a la alta montaña, a pescar con mi malla de hilos todos los rayos del sol, para tenerlos para mi solita, y poder compartir algunos con mi amiga, la ardilla voladora. El árbol, muy triste, le dijo: —también yo te pido, amiga Itzelina, que compartas conmigo un poco de sol, porque con sus rayos podré seguir creciendo y más pajaritos podrán vivir en mis ramas.

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—Claro que sí, amigo árbol, no estés triste, que también guardaré unos rayos de sol para ti. Itzelina empezó a caminar más rápido, porque llegaba la hora en que el sol se levantaba y ella quería estar a tiempo para atrapar los primeros rayos que lanzara. Pasaba por un corral cuando un gallo que estaba parado sobre la cerca la saludó. —Hola, bella Itzelina, ¿a dónde vas con tanta prisa? —Voy a la alta montaña, a pescar con mi malla de hilos todos los rayos del sol, y así poder compartir algunos con mi amiga la ardilla voladora, para que ella encuentre su alimento, y con mi amigo el árbol para que siga creciendo y le dé hospedaje a muchos pajaritos. —Yo también te pido algunos rayos de sol —le dijo el gallo —para que pueda saber en las mañanas a qué hora debo cantar, y los adultos lleguen temprano al trabajo y los niños no vayan tarde a la escuela. —Claro que sí, amigo gallo, también a ti te daré algunos rayos de sol —le contestó Itzelina Bellas Chapas. Itzelina siguió caminando, pensando en lo importante que eran los rayos del sol para las ardillas y para los pájaros, para las plantas y para los hombres, para los gallos y para los niños. Entendió que si algo le sirve a todos, no es correcto que una persona lo quiera guardar para ella solita, porque eso es egoísmo. Llegó a la alta montaña, dejó su malla de hilos junto a ella, se sentó a esperar el sol y le dio los buenos días. Ahí, sentadita y sin moverse, vio cómo lentamente los árboles, los animales, las casas, los lagos y los niños se iluminaban y se llenaban de colores gracias a los rayos del sol. b

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El árbol de mango

M

i abuelito es carpintero; con sus manos construye muebles, sillas, mesas y roperos que le encargan los adultos, y con los pedazos de madera que le sobran, en las tardes se pone a fabricar carritos, muñecos, casitas y caballitos para los niños. Yo vivo cerca de un río y todas las tardes mi abuelito me lleva ahí para enseñarme a nadar, para jugar a las escondidas o para que me suba a los árboles. A veces él se sube a los árboles conmigo, entonces me enseña los nidos de las aves y a reconocer el canto de los distintos pájaros. También me enseña a bajar con la mano la fruta que nos regala la naturaleza; mi abuelito dice que no debemos tirar la fruta con piedras, porque los árboles sufren cuando los golpean. Antes tenía mi árbol preferido. Era un árbol de mango que no había crecido mucho, y todas las tardes me subía a jugar en él. En la temporada que tenía fruta, con la mano tomaba cuatro mangos que llevaba a mi casa para compartir con mis papás y mi hermanito. Una noche llovió muy fuerte, tan fuerte tan fuerte, que el árbol de mango se cayó. Cuando lo vi me sentí muy triste y me puse a llorar. Mi abuelito me limpió las lágrimas y me dijo que no llorara, porque de ese árbol íbamos a aprender muchas cosas, y además, si actuábamos con inteligencia, muy pronto tendríamos muchos árboles de mango.

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Ese día nos llevamos una rama, y al día siguiente mi abuelito ya había fabricado con ella un pajarito como los que vivían en el árbol. Con otras ramas me enseñó a construir una casita para muñecas que le regalamos a mis primas y después, con trozos del tronco, hicimos borreguitos, pollos, trompos, palomas, baleros, un carrusel y un asiento de columpio, que mi abuelo colgó con cuerdas en otro árbol para que jugáramos todos sus nietos. Una tarde que llegué de la escuela, mi abuelito me estaba esperando con una sorpresa. Sin decirme nada, había cultivado varias semillas de mango en unas bolsas negras con tierra; esas semillas crecieron, y ahora teníamos unas hermosas plantitas con largas hojas verdes. Ese día fuimos con toda mi familia al río, para plantar a los hijitos del árbol de mango que la lluvia había tirado. Ahora el río se ve muy bonito, con muchas plantas de mango que, como yo, van creciendo poco a poco. b

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El molino musical

Conoces los molinos de viento? Yo sí, aunque nunca he estado frente a uno personalmente. Pero así como de una gota de agua se puede imaginar el mar, yo los conocí a partir de fotos y películas, y de uno que sólo era molino de viento en apariencia, pequeño, negro y no más alto que la distancia que separa la barbilla de los ojos de una nena de tres años. Y no servía para moler nada, sino para hipnotizar con su música. Cuando era niña, cada vez que me acercaba al molinito musical, la abuela me adivinaba el pensamiento y se adelantaba a mis manos para darle cuerda y dejar que mi mente se perdiera siguiendo las aspas del molino que se movían mecánicamente al ritmo de un tango que se llama La Cumparsita. Dicen que sólo así lograban que yo me quedara quieta por unos minutos, hasta que la música terminaba y con los ojos daba a entender que quería que le dieran cuerda una vez más, y otra y otra y diez veces más, hasta que me decían que el molinero se había cansado de tanto moler. —¿De moler qué? —Pues los granos. —Pero no se ven granos, y yo no le metí nada. —Mejor vete a jugar otra cosa. —Es que me gusta más el molino. —Bueno, una vez más pero es la última, ¿de acuerdo? —Mmsí….

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Y me volvía a quedar hipnotizada por unos minutos más y jugaba a ser molino. Abría los brazos y trataba de girarlos como aspas, mientras cantaba “hola señor viento, yo soy el molino que baila contento con tu canción”. Al mismo tiempo movía los pies y sentía que era un molino de viento gigante, cantando con el viento que movía mis brazos con su fuerza invencible. Desde ese lugar veía los campos de trigo que invadían todo el paisaje y que esperaban impacientes a que los hombres cosecharan sus granos, para después venir a ponerlos en mí, y yo los moliera hasta formar harina para hacer el pan y…. —Mamá, ¿cómo hacen pan los molinos? Porqué yo no sé como funciona un molino de viento, y eso es algo muy triste, más para mí que soy un molino de viento– y mi mamá se quedaba callada, porque tampoco ella sabía. Así que corría a la sala de la casa de mi abuelita, tomaba entre mis manos la cajita musical que vivía a un lado de la tele y la pegaba a mi pecho, hasta que alguien ponía un grito en el cielo y corría a mi encuentro como si la peor desgracia del mundo estuviera por ocurrir. —¡Pero qué haces! Vas a destruir eso; a ver, dame acá, le doy cuerda. Si quieres escuchar la música ¡pí-de-lo! ¿Estamos de acuerdo? ¿Sí? Bueno, así me gusta…. Empezaba la música, cerraba los ojos, y por un momentito me convertía en un molino de viento. Y era feliz. El tiempo pasa y a unos niños los siguen otros. Así llegó mi hermanito que, conforme crecía, iba tomando la muy desagradable costumbre de repetir todo lo que yo hacía o decía, era una copia en masculino de mis movimientos y un mal eco de mis palabras. Al principio era simpático, aunque eso de tener una sombra parlante no es precisamente lo que más pueda entusiasmar a una niña de seis años. Pero lo soportaba con un heroísmo que sólo puede lograr el cariño de hermana mayor y las amables sugerencias de los padres.

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—¡Vigilas a tu hermano! ¡Cuidado le haces algo para que llore! ¡Recuerda que él tiene derecho a hacer lo mismo que tú¡ Y él también corría por toda la casa, se trepaba sobre los muebles, brincaba entre las plantas, tiraba piedras al río, y sí, también jugaba a ser molino de viento. Claro que lo hacía sin comprender el fondo del asunto. Así que decidí enseñarle lo que era un molino de viento y lo llevé a la sala de la abuela. Para ese entonces ya había aprendido a darle cuerda al molino musical sin la ayuda de adultos, así que le di cuerda, lo coloqué en el mueble de la tele… y dejé que la música invadiera nuestro pequeño ambiente. Levanté los brazos al cielo y sentí que lentamente me convertía en un molino de viento; empecé a moverme con los ojos entrecerrados, sólo para ver cómo bailaba mi hermano chocando contra todo lo que tuviera cerca. Era una imagen tan chistosa que estuve a punto de soltar la carcajada; pero él me calló cuando chocó con el mueble de la tele y golpeó el molino de viento musical que salió volando por los aires hasta estrellarse contra el suelo de mosaicos. Imaginen a una niña de seis años que está por reírse justo cuando la peor desgracia de su vida ocurre ante sus ojos. La que iba a ser carcajada resultó ser un llanto desconsolado. Mi hermano, adivinando la gravedad del asunto, despacito se colocó en una de las esquinas de la sala y se cubrió con las cortinas. Mis gritos provocaron la llegada de un tropel de tías que entre risas y lamentos por la pérdida material del artefacto (que sin ser reliquia de familia, tenía los suficientes años como para ser parte del entorno), me dieron sus mejores palabras de consuelo: —¡Cuántas veces te lo dije! ¡Ya estarás contenta! A ver qué dice tu abuela. Y ni llores, que es culpa tuya, sólo a ti se te ocurre jugar con algo tan delicado. —Pero no fui yo, fue Alfredito.

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—¡Pero de seguro tú lo trajiste! Tan bonito estaban corriendo en el patio. Total, si se hubieran caído allá, se raspan sus rodillitas o se rompen los dientecitos, pero de eso se recuperan, no como el molinito que no tiene arreglo (En realidad eso último no lo dijeron, pero díganme si no poquito faltó). La abuela no dijo nada, acarició mi cabeza y me pidió que metiéramos los restos del molino en una caja de zapatos. Después llevó la caja a su cuarto y la guardó en el armario. Varios días después, mientras los demás dormían la siesta, mi abuela me pidió que la acompañara al jardín del fondo de la casa. En el camino me habló del valor que se debe tener para aceptar las pérdidas que se van teniendo a lo largo de la vida, me explicó que nada es eterno y que todo, en algún momento, se acaba. Al final me dijo que lo importante es entender que, por ejemplo, cuando un ser querido se va, siempre lo podremos llevar en el corazón; y en el caso de las pérdidas materiales, ni siquiera vale la pena estar tristes, porque se reponen. Es por eso que no debemos llorar por algo como una caja musical que se rompe, porque podemos recuperarla, o mejor aún, podemos usar la imaginación para volver a darle vida. Entonces llegamos al jardín. Entre los árboles de limón y mango, mi abuela había colocado una mesita, y en medio de la mesita estaba el molino, moviendo sus aspas con la brisa del viento. La cajita musical no volvió a funcionar, pero mi abuelita también había llevado una grabadora, puso música y pasamos toda la tarde bailando juntas, jugando a ser molinos de viento. b

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Tatum y el arco iris

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a ratoncita Tatum, que vive en la base de un árbol del bosque Tzum-Tzum, una mañana barría con su escoba de paja la sala de su casa, y escuchó por la ventana una acalorada y triste discusión. Era una rosa reclamándole a un naranjo, porque le tapaba todos los rayos del sol, y el árbol, haciéndose el desentendido, con sus ramas entonaba una burlona canción. Pero lo grave apenas comenzaba, pues cuando volteó a la derecha, descubrió otra pelea que ahí se desarrollaba. Era la hermosa mariposa que le pedía a doña Marina, la señora catarina, se quitara del centro de una flor, porque posaría sus bellas alas sobre ella, para enseñarle al mundo su maravilloso esplendor. El agua del lago que con muchos años de edad contaba, con mojada actitud también se quejaba, pues había varios pececitos que no dejaban de saltar y ya estaba cansada de estarlos soportando. Poco a poco se sumaron a las discusiones algunos pajaritos, conejos, ranas y ratones, para pelear con el agua que siempre está tan fría, con las plantas llenas de aguate que producen escozor y contra el sol que al medio día, quema con sus rayos tan llenos de calor.

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Tatum se sintió triste con tantas y tan graves peleas. Pensando pensando, apoyó su quijada en la mano y a su cabecita llegó una genial idea: organizaría una fiesta con los habitantes del bosque y para que todos participaran, pediría su amable cooperación. Muy entusiasmada se puso un moño, peinó sus largos bigotes y con una bolsa de gamuza al hombro, se fue hacia el centro de la discusión. Ahí, con voz muy fuerte, pidió a todos que estuvieran atentos y escucharan su fiestera proposición. Llamándolos con los brazos los invitó a que se juntaran y como si fuera a contarles un secreto, les dijo emocionada, —no es bueno pelear cuando podemos dialogar. Mejor será conocernos, descubrir el tesoro que cada uno lleva dentro y aprender a querernos. Aprovechó el silencio de todos y continuó con su propuesta antes de que se soltaran hablando como loros. —Una fiesta organicemos, a la que todos invitados estaremos; si están de acuerdo, la mano hay que levantar y digan cómo van a cooperar. El bosque entero se quedó en silencio, hasta que desde el suelo se oyó una voz muy fina. —A mí me encantan las fiestas –dijo la señora catarina–, y como me entusiasma estar en una, del color de mi caparazón daré algunas gotitas. Y colocó unas gotas de rojo en la bolsa de gamuza de Tatum. —Pues yo doy el color de mi fruta –dijo el naranjo y le pidió al viento que soplara para mover sus ramas. El viento le regaló una suave brisa que al árbol provocó cosquillas hasta sacarle una sonrisa, y como las cosquillas

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seguían, el naranjo lanzó una carcajada que sirvió para que dejara caer, justo en el centro del bolso, una redonda naranja anaranjada. —Yo coopero con el amarillo de mi pecho –gritó Mario el canario, y mientras volaba tiró una plumita que veloz atrapó la ratoncita. —Entonces yo daré el verde color de mi piel –ofreció Mariana la rana, y entre salto y salto pasó sobre la bolsa y luego se lanzó al agua. La mariposa orgullosa ofreció el azul de sus alas, y un pececito muy lindo que dice llamarse Azulejo, donó el añil de sus escamas. —¿Qué es el añil? –preguntó Tiara la oruga a una anciana tortuga. —Es un color que se encuentra entre el azul y el morado –le respondió Julieta, la ardilla inquieta. Finalmente, la señorita Florcita Color Violeta dejó volar uno de sus pétalos, que en el aire atrapó Tatum con sonrisa coqueta. Tatum la ratoncita cerró la bolsa con un cordón dorado y la colocó en el suelo para que todos vieran el resultado.

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Después, frente a la bolsa se arrodilló, la abrió lentamente y… veloz como un rayo ¡un precioso arco iris surgió! El lago aplaudía con sus ondas de agua, el sol brillaba con emoción y los animalitos, las ramas del naranjo y las flores bailaban felices porque entre todos habían creado un bello arco iris que llevarán por siempre en su corazón. b

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El vuelo del cenzontle

orillas del Bosque de los Sueños, enfrente del río Azul y debajo de un árbol de mango, vive mi amiga Sahad Sonrisas Tiernas, una niña de seis años que tiene por afición coleccionar bellos recuerdos. La aventura que les voy a contar es uno de los recuerdos preferidos de Sahad, pues en esa ocasión ella aprendió la importancia de la libertad, del respeto a los demás y del enorme poder que te da la imaginación. Todo empezó una tarde de mayo, cuando después de llover, Sahad salió de su casa para caminar sobre la hierba húmeda, sentir el aire fresco de la tarde y buscar en la tierra algunos mangos que por la lluvia hubieran caído de los árboles. Esa tarde especial, le llamó la atención la fuerza de la corriente del río. Sahad recorrió la orilla y casi sin notarlo se adentró unos metros en el bosque. Iba recordando lo que su abuelo le había enseñado. Él le explicó cómo el agua se evapora, forma nubes y después llueve sobre la montaña para convertirse en un río y así recorre miles de kilómetros hasta llegar al mar. Tan concentrada estaba en sus pensamientos, que tardó en darse cuenta del angustioso revolotear de unos pájaros alrededor de un pequeño arbusto. Sin hacer ruido se acercó a ellos y de inmediato los reconoció. Era una pareja de cenzontles. Los conocía porque su abuelo se los había enseñado más de una vez, cuando cantaban en las mañanas, parados sobre las ramas del árbol de mango que da sombra a la casa de Sahad.

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Agachadita y casi sin moverse, estuvo observándolos un rato escondida atrás de un árbol. Vio cómo uno de los cenzontles bajaba hacia el arbusto dando aletazos veloces y fuertes, mientras el otro se paraba sobre una rama y entonaba un canto desconsolado, y luego cambiaban de lugar: el que estaba en la rama bajaba y el que volaba subía a posarse sobre el árbol a cantar. Sahad descubrió sobre la rama, muy cerca del tronco, un nido con un solo polluelo, y otro polluelo, tal vez derribado por la fuerza de la lluvia, estaba maltrecho en la base del arbusto. Decidida, salió de su escondite, tomó al polluelo derribado entre sus manos e intentó colocarlo en su nido. Fue imposible. El árbol era muy alto y por más que la niña estiraba sus bracitos no pudo alcanzar el nido; y cuantas veces intentó trepar por el tronco, se resbaló sin lograr su propósito. Pensó en dejar al polluelo donde lo encontró. Entonces, imaginó qué ocurriría si pasaba por ahí un zorro, un tlacuache o un gato. Así que decidió llevarlo a su casa y aunque le explicó sus razones a los papás cenzontles, ellos no entendieron lo que les dijo y mientras mamá cenzontle se quedó a cuidar al polluelo del nido, papá cenzontle siguió a Sahad cantando desesperado. El ave volvió al bosque sólo después de que la niña se metió a su casa y cerró la puerta. Sahad colocó al pequeño cenzontle en una jaula, y en la tierra le buscó algunos gusanitos para darle de comer. En la noche se lo enseñó a su abuelo como si se tratara de un tesoro. El anciano tomó la jaula, observó al polluelo y le explicó a Sahad que en un par de días estaría listo para poder volar. A la mañana siguiente, Sahad despertó por el canto de unos cenzontles afuera de su casa. Eran los papás del polluelo que, a través de una ventana, habían descubierto a su hijo y se acercaron a cantarle que ellos estaban cerca y no lo habían olvidado. Sahad los ahuyentó, cerró las cortinas y se volvió a dormir. El día pasó sin que Sahad volviera a ver a los papás cenzontles. Sin embargo, a la mañana siguiente la despertaron con su canto y su abuelo la llamó para liberar al polluelo, pero Sahad se opuso.

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—El cenzontle es mío –le dijo– y conmigo se va a quedar. —Sahad —le contestó el abuelo—, el cenzontle no es tuyo. Tuvo la suerte de que lo encontraras y tal vez gracias a ti está vivo. Ahora escucha cómo lloran sus papás, están pidiendo que lo dejes ir. Recuerda que los cenzontles son aves que nacieron para ser libres. —Lo siento, ya lo pensé y conmigo se va a quedar —respondió la niña. Sin embargo, el resto de la tarde estuvo reflexionando sobre el cenzontle. Pensó en otras aves que estarían en el cielo volando juntas, recordó a los padres que lloraban por su hijo y observó al pequeño cenzontle abatido por estar encerrado, además de que no había querido comer en todo el día. Salió de su casa con la jaula en las manos y cuando ya estaba por abrir la puerta para liberar al pequeño cenzontle, se arrepintió. Se había encariñado con él y no pensaba dejarlo ir porque le dolería y ella, la de la linda sonrisa, no quería estar triste. Después de cenar, la niña se lavó los dientes, se despidió de sus padres, le dio un beso a su abuelo, tapó con una manta la jaula del cenzontle y se fue a dormir. Esa noche Sahad soñó que tenía alas. Eran unas alas doradas que nacían en su espalda y atravesaban su camisón blanco. Gracias a ellas pudo volar y mezclarse entre las parvadas de aves que la veían contentas y sorprendidas de encontrarse con una niña volando. Sahad subió hasta lo más alto del cielo, tocó las nubes con sus pies y desde arriba contempló feliz su casa, su escuela, a sus amigos y a sus padres, y vio también a su abuelo que le extendía los brazos para abrazarla. Sahad bajó veloz, voló sobre ellos y los invitó a volar. Le respondieron que no podían

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porque no tenían alas. La niña se distrajo con el canto de un cenzontle atrapado en una casa; posó sus pies en la tierra, caminó buscando al pájaro y lo descubrió a través de una ventana. Quiso volar hacia él, pero en ese momento sus alas desaparecieron. Sahad lloró desconsolada porque ya no tenía alas, no podría volar y sus amigas aves seguirían allá arriba, mientras ella tendría que estar todo el tiempo en tierra. Desesperada les preguntó a sus padres si no habían visto sus alas, le respondieron que no; su abuelo le ayudó a buscarlas y le decía que no las encontraba por ningún lado. En ese momento, Sahad despertó. Lloraba de verdad y siguió llorando un rato pensando en que le hubiera gustado nacer con alas para poder volar. Era de madrugada y los papás del cenzontle ya estaban en la ventaba, cantando con fuerza para que los escuchara su hijo atrapado adentro de la casa. Sahad tomó la jaula, con cuidado sacó al joven cenzontle, abrió la ventana de su casa y lo dejó volar. Esa tarde volvió a llover. En cuanto paró la lluvia, Sahad tomó su capa de terciopelo blanco y fue a buscar otros pajaritos que hubieran caído de su nido por la fuerza del viento, para cuidarlos mientras se recuperaban y crecían. Al verla caminar en el bosque, la familia de cenzontles la reconoció, le dio la bienvenida y volaron alrededor de ella cantando sus mejores melodías. Sahad estiró su capa, corrió siguiéndolos y jugó a ser cenzontle, y cantó, y rió contenta, porque ese día por unos instantes, ayudada por su imaginación, sintió que ella también volaba. b

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Mariana Marina

ariana Marina corrió hacia la playa para jugar con las olas del mar. Con sus brazos lanzaba gotas de agua que ella decía eran gotitas de amor. Una enorme gota voló a su mejilla, muy despacito subió hasta su ojo y sacando una manita de su cuerpo de agua, la saludó. Mariana la tomó con su dedo índice y le preguntó su nombre. —Yo soy Gota Gotera y pertenezco al pueblo de las gotas de agua. —Pues yo soy Mariana Marina y no había oído hablar de ustedes –respondió la niña–. ¿Qué pueblo es ese y dónde vives? —Con seguridad sí has oído hablar de nosotras, lo que pasa es que pocas veces andamos separadas, la mayor parte del tiempo nos juntamos muchas gotas y las personas nos llaman agua. Vivimos por todos lados, hasta en el desierto, y de hecho, una tercera parte del cuerpo humano está conformado por agua. —¿Y tú has estado dentro mío? —Así es —respondió Gota Gotera—, cada vez que tomas agua, o leche o una limonada, muchas de mis hermanas van adentro tuyo y durante algún tiempo, forman parte de ti. Después salimos en forma de sudor, como vaho cuando respiras y también cuando haces pipí.

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—¿Y cómo vuelves a ser una gota de agua si ya te convertiste en sudor, en respiración o en pipí? —Ah —respondió la gota—, eso es algo largo de contar. Te voy a narrar la historia que viví para llegar al mar. Gota Gotera se acomodó en la yema del dedo de Mariana y le dijo, —hace no muchos días, viví en el cuerpo de una niña como tú. Una mañana soleada, esa niña corrió con su hermano por un bosque, y con tanto ejercicio que hicieron empezó a sudar. Entonces salí por su frente en forma de sudor. Había tanto calor, que rápidamente me convertí en vapor y volé hacia el cielo a reunirme con otras gotas que también eran vapor. Nos juntamos muchas de nosotras, bailamos y nos abrazamos. Tan contentas nos vio el viento que sopló aire con la fuerza de sus carcajadas; entonces nos enfriamos, volvimos a convertirnos en agua y bajamos veloces a la tierra. Al principio tuve mucha suerte -Gota Gotera se paró en la yema de Mariana y con sus bracitos de agua representó el paisaje donde estuvo-, conocí un campo lleno de flores, había amarillas, rojas, blancas y violetas. Ellas nos recibieron muy contentas, pues decían que les ayudaríamos a calmar su sed. Yo caí sobre un clavel, me deslicé por su tallo y después me embarqué en una corriente de agua que llegó hasta un río. Fue un lindo viaje el que realicé por el río. Ahí saludé a varios peces, a un cangrejo, a dos cocodrilos y a cientos de aves. También vi vacas, chivos y caballos, que corrían encantados de encontrarse con agua fresca. Finalmente llegamos a una ciudad. Como soy una gota curiosa, metí la cabeza por un tubo que llevaba a la casa de las personas. Crucé la ciudad por tuberías largas hasta llegar a una especie

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de alberca que construyen arriba de los hogares, creo que les dicen tanques. Y desde ahí, cuando una señora abrió el grifo de su cocina, bajamos a toda velocidad para quitar la suciedad de unos platos. En ese momento empezó la parte fea de mi viaje. Esa grasa se juntó con más grasa, y descubrí que las personas además tiran su basura por las tuberías. Juntas, la grasa y la basura taparon nuestro camino, dejándonos a las gotas de agua estancadas entre bacterias parasitarias y suciedad. Las gotas de agua teníamos prisa por llegar de nuevo al río, y buscamos caminos para continuar nuestro recorrido. Nos juntamos tantas gotas, que rebalsamos la tubería y salimos de ese lugar oscuro. La gente se espantó al vernos tan sucias. Nos llamaron agua de drenaje y nos acusaron de entrar a sus casas, de dañar sus muebles y de generar contaminación. Pero en realidad, fueron las personas que tiraron sus desechos inorgánicos por las tuberías quienes provocaron el desastre. Durante varios días estuvimos estancadas en la ciudad, recorriendo sus calles y buscando algún camino que nos llevara al río. Un día por fin encontramos otra tubería, nos deslizamos en ella y llegamos a una corriente de agua que venía triste de tan sucia que se sentía. Por suerte las gotas somos muy solidarias. Algunas gotas chocaron con nosotras para limpiarnos. De esa manera nos separaban de la mugre y como la mugre pesa más que el agua, normalmente se va al fondo del río. Sin embargo, sé de gotas de agua que llegan sucias al mar. A veces, aunque se evaporen, no se pueden limpiar y cuando caen sobre las ciudades las personas las llaman lluvia ácida. Gota Gotera soltó una pequeña lagrimita que se deslizó por su esférico cuerpo de agua.

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Mariana Marina le preguntó: —¿Te puedo ayudar de alguna manera? —Claro que sí. —Dime cómo. —Sólo pónte de acuerdo con las personas para no tirar basura a los ríos. Pídeles que filtren la grasa que lanzan por los desagües y explícales que contaminar el agua es como si se contaminaran a ellos mismos, porque todos los seres vivos están conformados de agua. Cuando Mariana Marina prometió promover el cuidado del agua, Gota Gotera se paró sobre su índice, sonriente le guiñó un ojo y se lanzó un clavado hacia una espumosa ola de mar. Desde la playa, Mariana siguió con la vista a su nueva amiga la gota de agua y le dibujó un adiós con la mano, mientras la veía perderse entre los millones de gotas de agua que forman el mar. Y para cumplir su promesa, Mariana Marina escribió la historia de Gota Gotera que, justo en este momento, estás terminando de leer. b

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El tesoro de la selva

yanya descubrió la manada de venados que tomaban agua a la orilla de un arroyo y decidió atrapar a uno de ellos. Optó por un cervato. Era el más pequeño y, por tanto, el más vulnerable. Despacio se escondió tras unas hojas en forma de corazón que la cubrían casi por completo. Estudió la dirección del viento para acercarse sin ser olfateada y, silenciosa como las serpientes, se arrastró entre el fango hasta colocarse a pocos centímetros de ellos. Apoyó con fuerza las manos y la punta de los pies sobre la tierra para saltar sobre el cervatillo, cuando los gritos de unas chachalacas alertaron a los venados. Salieron corriendo en varias direcciones, excepto uno que quedó rezagado a la orilla del río, era el cervatillo que Zyanya había elegido atrapar. En menos tiempo de lo que tarda en darse un suspiro, Zyanya saltó dispuesta a capturar a su presa. Desde el aire vio los enormes ojos de susto del cervatillo y cómo abría la boca al presentir que una mole humana se le venía encima, la niña estiró los brazos y abrió las manos con la idea de sujetarlo. Lo siguiente que vio fue el agua que se acercaba hasta golpear su rostro, al mismo tiempo que las manos le indicaban que sólo habían atrapado aire, porque el pequeño venado no estaba entre ellas. Zyanya giró en el agua, veloz como una nutria; el sol la cegó por un leve momento y al incorporarse sintió un sorpresivo golpe sobre el pecho que la devolvió al fondo del río. Aunque el agua apenas le llegaba a las rodillas, confundida tardó en sentarse y comprender qué la había derribado.

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Era el cervatillo, que le brincó encima y ahora corría alrededor de ella festejando su hazaña. Zyanya soltó una carcajada y abrazó al venadito que empezó a lamerle la cara. El resto del grupo regresó a darle la bienvenida a Zyanya, una niña de diez años que vive en las montañas de Chiapas, el único ser humano considerado como un miembro del pueblo de venados de los Montes Azules. Ese día Zyanya fue a buscar a sus amigos venados para recorrer la selva con ellos. Cuando los vio tomando agua a la orilla del río, no pudo evitar hacerles una broma. Se amarró su cabello largo y se dispuso a cazarlos como si fuera un jaguar. Claro que un jaguar tendría mucha más práctica y no se pasaría de largo a la hora de brincar sobre su presa. Zyanya, una descendiente de los antiguos mayas, creció respetando la selva y a cada uno de sus habitantes. A través de las generaciones, desde los abuelos de sus abuelos, a los niños de su pueblo les han explicado que el espíritu de la selva se compone por todos los seres que en ella viven y por eso se debe respetar a cada uno de sus habitantes, así sea un animal o un río, una hormiga o una planta y si bien a veces es necesario cazar o cortar un árbol, esto se hace por necesidad, pero nunca por el afán de destruir. La amistad entre la niña y los venados inició muchas lluvias atrás. El rey de los venados había caído en una trampa de los hombres. Sus patas quedaron atrapadas por una cuerda, al mismo tiempo

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que dos varas apresaron su cuerpo. Con su gran fuerza, el venado pudo quebrar las varas; sin embargo, no encontró modo de desatar sus patas. Ese día Zyanya recorría la selva recolectando algunas ciruelas cuando vio al venado. En un principio se asustó porque era un venado enorme, que se veía más alto con su hermosa cornamenta. Poco a poco le tomó confianza y se acercó a él. El rey no sabía con qué intención iba la niña, así que empezó a moverse nervioso, dispuesto a defenderse si lo intentaba lastimar. La observó cómo se agachaba muy despacito y luego se arrastraba hacia él para soltarle las patas, entonces se mantuvo tranquilo, esperando a ser liberado. Zyanya aflojó la cuerda e intentó salir corriendo, porque a su vez temía que el venado la atacara. Apenas pudo correr un par de metros, tropezó con una raíz y cayó. Cuando se dio la vuelta el venado ya tenía su enorme cabeza sobre ella. La niña pensó que la lastimaría con sus fuertes patas, tuvo miedo y empezó a llorar. El venado le acercó su hocico al rostro, y con su lengua le limpió las lágrimas. Varios venados más salieron de entre los arbustos y también se acercaron a la niña. Como vieron que los respetaba, más venados se atrevieron a acercarse a ella, hasta que el grupo entero la rodeó. A partir de esa mañana, Zyanya fue aceptada como un miembro más del pueblo de los venados. Desde ese día, entre los venados circuló la historia de la niña que rescató a su rey y si alguno la veía de visita en la selva, corría la voz para que todos se acercaran a saludarla y cuidar que nada malo le pasara. Zyanya y los venados recorren la selva para buscar frutos y encontrar nuevos ríos y cascadas donde jugar, o para saludar a familias de venados que viven solos, conocer nuevos amigos y también para identificar peligros que acechan a los habitantes de la selva.

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Por ejemplo, si se encuentran con cazadores, los venados corren dando aviso a los demás habitantes de la selva para que se escondan. Mientras tanto, Zyanya se ofrece de guía con los cazadores. Así los lleva a las zonas más pantanosas o a lugares donde hay colonias y colonias de mosquitos, de tal forma que cada paso que den por la selva sea tan difícil y pesado que se les quite las ganas de volver a cazar, ya sea como un deporte, o peor, para atrapar animales que después serán vendidos como mascotas. Los habitantes de la selva consideran que ser capturados vivos es la peor desgracia del mundo. Ellos explican que en esos casos sufren mucho, pues los alejan de su familia (a veces matan a las madres para quitarles las crías), los alimentan mal, viven tristes, encerrados en jaulas; y en cautiverio prefieren no tener hijos, porque también vivirán encerrados. Si se analiza con detenimiento se entenderá que los animales llevados al cautiverio, ante los ojos de la naturaleza, ya están muertos. Ese día que Zyanya brincó sobre los venados, jugaron varias horas, después buscaron hojas y frutas cerca del río y cuando empezaban a comer, escucharon una explosión que sacudió la tierra y los corazones de los habitantes de la selva. Los venados y la niña quedaron en silencio, sin moverse, buscando señales que les ayudara a comprender qué pasaba. Zyanya, pasada la sorpresa inicial, trepó a un árbol para buscar el origen de la explosión. Desde la copa descubrió una nube de polvo y decidió ir a investigar de qué se trataba. A pesar del temor que sentían, varios venados adultos escoltaron a la niña. Es importante mencionar que para los animales de la selva ser valiente no significa no tener miedo, pues todos tenemos miedo en algún momento de nuestra vida. Ellos explican que ser valiente consiste en

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hacer lo correcto para ti y para los demás, a pesar de tu miedo. Y en ese momento, lo correcto era investigar el origen de la explosión. Después de caminar algunos kilómetros, encontraron un campamento armado por decenas de hombres. Ya habían derribado varios árboles, colocaron casas de láminas con mosquiteros verdes y con palas mecánicas sacaban tierra y piedras de la montaña. Uno de ellos lanzó un grito y todos se agacharon y cubrieron sus oídos. Entonces hubo una segunda explosión. Impresionados por el terrible ruido, Zyanya y los venados se adentraron a la selva corriendo, les zumbaban los oídos y sentían que la cabeza les repicaba como una campana. Se detuvieron después de recorrer un centenar de metros; tenían el corazón agitado y trataban de respirar profundamente para recuperar el aliento. En seguida, una fina capa de polvo negro los cubrió, era la tierra esparcida por la explosión. Cuando se recobraron, Zyanya y los venados volvieron al campamento. Sobre una mesa de madera, un hombre con casco amarillo revisaba planos y daba órdenes a través de una radio. Zyanya fue hacia él y le preguntó: —¿Qué están haciendo? —¡Epa! —exclamó el hombre, sorprendido de ver aparecer de entre el follaje a una niña acompañada por enormes venados—. ¿Quién eres tú y qué haces acá? —Me llamo Zyanya, pertenezco al pueblo de la selva y ustedes están espantando a los animales y dañando la selva que es nuestra casa. Por eso le pregunto qué están haciendo. —Mira, niña, en realidad no te importa, pero igual te lo voy a decir —le contestó el hombre—: creemos que hay un importante yacimiento de oro en la zona. Así que vamos a construir túneles en esa montaña para sacar el oro. —Yo he estado muchas veces ahí, he entrado a las cuevas y, créame, no hay oro –dijo Zyanya–; ade-

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más, ahí viven muchos árboles, insectos y animales, si ustedes escarban para hacer sus túneles, van a destruir sus hogares. Y van a llenar de basura la selva. ¡Mire cómo está lloviendo polvo de la explosión! —Sí hay oro. No lo ves porque no es fácil distinguirlo a simple vista. Debemos limpiarlo con cianuro para que aparezca. —¿Y ustedes van a limpiar el oro con cianuro, acá en medio de la selva? —preguntó Zyanya espantada. —Mira qué inteligente —le respondió el hombre del casco amarillo—. Adivinaste. Zyanya sintió que la tierra desaparecía bajo sus pies. Si hacían eso, el cianuro podría terminar en el agua del subsuelo, contaminando los ríos y la tierra. —¿Por qué no buscan en otro lado? —insistió Zyanya. —Simple, porque ya lo encontramos acá. —Señor —le dijo Zyanya— ¿No se da cuenta que además de destruir la selva, va a contaminar el agua y el aire? ¿No entiende que no hay nada más valioso en el mundo que un ambiente limpio? ¿De qué le va a servir tener oro, si después no tendremos agua para tomar? ¿Acaso va a beber oro? —El oro es muy valioso, lo que pasa es que tú no lo entiendes. —Puede que sea yo quien no entienda —respondió Zyanya—, pero estoy segura de que un día valdrá más una jarra de agua purificada que una tonelada de oro, porque el agua y el ambiente limpio son los verdaderos tesoros de la selva. El jefe de los mineros y los trabajadores a su alrededor se rieron de ella y la invitaron a ver de cerca la siguiente explosión. La niña, decepcionada y triste, se alejó del lugar acompañada por los venados. En pocos días empezó a sentirse el efecto provocado por los mineros. El agua de varios ríos cambió de sabor hasta que no se pudo beber, los niños se enfermaban constantemente y muchos animales murieron a orillas de sus antiguos bebederos. Los árboles más cercanos al agua contaminada

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también empezaron a secarse, al mismo tiempo que el aire se enrarecía y los habitantes de la selva tenían los nervios destrozados por las continuas explosiones. La tierra de los alrededores de la mina, antes llena de vida y cubierta por el verde de la vegetación, tomó las tonalidades amarillas y naranjas de la esterilidad. Los venados debieron buscar nuevos abrevaderos, alejados de los hombres de la mina. Sufrieron mucho durante ese tiempo, porque estaban en territorios que les eran desconocidos, habitados por otros animales que luchaban por defender su espacio. Cada dos días, un venado era enviado a observar a los mineros. Era una encomienda peligrosa, pero esperaban que en algún momento detuvieran los trabajos de la mina y ellos pudieran volver a sus terrenos. En la mina, los trabajadores y accionistas estaban muy contentos por la cantidad de oro que habían encontrado. Tanto, que al mes de haber iniciado los trabajos, se reunieron para festejar la primera tonelada de oro que iban a enviar a la ciudad en un camión especial. La mañana elegida para el festejo casi suspenden el evento, porque unas nubes amenazaban con dejar caer la primera tormenta de la temporada de lluvias. —No todos los días se obtiene una tonelada de oro —dijeron y los accionistas decidieron que muy bien valía la pena una pequeña ducha al aire libre. Se reunieron junto al camión, sirvieron vino y empezaron los discursos. Desde que uno de los accionistas dijo las primeras palabras, empezó a caer una ligera llovizna. Poco a poco las gotas fueron más gruesas y frecuentes; al final, cuando tomó la palabra el presidente de la compañía, la lluvia era tan intensa que lastimaba.

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Dieron el banderazo de salida al camión cargado de oro y corrieron a protegerse a las casas de lámina. El camión era muy pesado y al poco de salir del campamento se atascó en el lodo y ya no pudo seguir. Entonces, los trabajadores fueron a empujarlo para sacarlo del lodazal. Como tampoco se movía ni un centímetro, se sumaron los brazos de los accionistas y del presidente de la compañía y además amarraron camionetas que aceleraban frenéticos para desatascar el camión. Dejaron de empujar al darse cuenta de que el agua casi les llegaba a la cintura y la lluvia no paraba. El verdadero problema empezaba en la cima de la montaña, pues anteriormente los árboles encauzaban el agua de lluvia hacia arroyos pequeños que desembocaban en ríos más grandes. Como ya casi no había árboles, el agua bajaba por cualquier camino que encontrara. Además se empezó a filtrar entre los túneles formados en la montaña, lo que desgajó grandes segmentos de terreno y a su vez arrastró tierra suelta por las explosiones, así que todos los que estaban en la mina debieron correr hacia las laderas de otras montañas para escapar de la avalancha de lodo que se les vino encima. La lluvia duró toda la noche, derribó árboles y provocó otras avalanchas que cerraron los caminos. Al día siguiente, los hombres de la minera se reunieron para ver qué había sobrevivido. Sólo quedó el camión con el oro, cubierto de lodo hasta el tope. Todo lo demás fue arrastrado por la avalancha a un destino incierto. No tenían comida y tampoco podían tomar agua de los arroyos más cercanos, porque además de estar enlodados, el agua venía de los mantos acuíferos contaminados con el cianuro que ellos derramaron. Por otro lado, como se supone que estarían varios días en la selva, nadie iría a buscarlos. Entre todos eligieron a un grupo de hombres para encontrar el camino a la ciudad e ir a pedir ayuda. Hambrientos, sedientos por el calor de la selva pero llenos de confianza, vieron caminar hacia el oriente al grupo que iba en busca de auxilio. Sin embargo, sus esperanzas se desvanecieron cuando a los dos días los vieron reaparecer por

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el poniente. Desorientados por el hambre y la sed, el grupo de auxilio se perdió y sin darse cuenta caminaron en círculo. A partir de ese momento, algunos se atrevieron a tomar el agua contaminada, entonces la situación se tornaba peor, porque además les daba terribles dolores de estómago y les alteraba los nervios. Otros caminaron varios kilómetros hacia un río que creyeron alejado de la mina, bebieron agua hasta hartarse y después se revolcaron del dolor de estómago pues también era agua contaminada. No se adentraron más en la selva por miedo a perderse y por temor a las fieras. Uno a uno empezaron a desfallecer, pálidos de hambre, delirantes de sed y sufriendo terribles dolores de estómago. Así los encontró Zyanya, quien, alertada por los venados de la situación de los hombres de la mina, fue a visitarlos una mañana. El presidente de la compañía, sentado en el suelo con la espalda recargada en el camión, le hizo una seña para que se acercara a él. En cuanto la tuvo enfrente, desesperado le suplicó. —Por favor, tráenos agua limpia, agua que no esté contaminada, porque nos estamos muriendo de sed. Zyanya observó al rey de los venados, éste se quedó rígido, giró la cabeza hacia la montaña y luego fijó su mirada en dirección a la lejana ciudad. La niña entendió lo que le quiso decir. —Muy bien —le contestó Zyanya al presidente de la compañía—, ¿pero qué me va a dar a cambio? —Acá tienes —dijo él señalando el camión—, te doy media tonelada de oro. —Gracias —le contestó la niña–, no me interesa, mire —le dijo enseñándole las manos—, no uso joyas. —¡Te doy la tonelada completa! —Tampoco la quiero, gracias.

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—Entonces, ¿qué quieres? Después de hacer como que lo pensaba, Zyanya le respondió. —Ya sé. Los habitantes de la selva les daremos agua, alimentos y los acompañaremos hasta llegar a los caminos que llevan a la ciudad, a cambio de que dejen de sacar el oro de la montaña y se vayan. —Trato hecho –dijo en voz alta el presidente de la compañía, para ver si alguno de los otros accionistas rechazaba el acuerdo. Felizmente para la selva y sus habitantes, nadie habló. La naturaleza ha tardado mucho tiempo en limpiar y volver a darle vida a la zona de la mina; y aunque falta mucho para recuperar la belleza que tenía antes de que llegaran los mineros, hoy nuevamente es el hogar de árboles y de animales de la Selva de los Montes Azules. b

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Luis Antonio Rinc—n Garc’a

Naci— en Tuxtla GutiŽrrez, Chiapas, en 1973. Curs— la licenN

ciatura en ciencias de la comunicaci—n en la Universidad de las AmŽricas. Realiz— estudios de postgrado en la Universidad Nacional de la Plata y la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, ambas en Argentina. Es autor del libro Comunicaci—n y cultura en Zinacant‡n. Un acercamiento a los procesos comunicacionales, editado por el Centro de Lenguas, Artes y Literatura Ind’genas (CELALI) del Consejo Estatal para las Culturas y las Artes de Chiapas. En su trayectoria literaria, ha obtenido distinciones como el Primer lugar en el Concurso Internacional de Cuentos Cortos para ni–os, as’ como en el Concurso de Cuento Corto organizado por Radio Zapote Ð Comunidad Sonora. b

Itzelina y los rayos de sol

y otros cuentos se terminó de imprimir en junio de 2008 en Talleres Gráficos, en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Los interiores se tiraron sobre papel couché paloma mate de 90 kg. y la portada sobre cartulina couché paloma mate de 169 kg. En su composición tipográfica se utilizó la familia ITC Highlander, Futura, Skia, Americana y Zapf Dingbats. Se imprimieron mil ejemplares.

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