LO QUE EL AIRE MUEVE

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MANUEL HIDALGO

LO QUE EL AIRE MUEVE

PRIMER PREMIO

˜

LO NO GRO DE NOVELA

Un jurado presidido por Jorge Edwards, y compuesto por Luis Alberto de Cuenca, Ignacio Martínez de Pisón, Juan Manuel de Prada y Ángela Vallvey designó a la novela Lo que el aire mueve, de Manuel Hidalgo, ganadora del I Premio Logroño de Novela, convocado por el Ayuntamiento de Logroño, la Fundación Caja Rioja y Algaida Editores.

Primera edición: marzo 2008

© Manuel Hidalgo, 2008 © Ayuntamiento de Logroño, Fundación Caja Rioja y Algaida Editores, 2008 © de esta edición: Algaida Editores, 2008 Avda. San Francisco Javier 22 41018 Sevilla Teléfono 95 465 23 11. Telefax 95 465 62 54 e-mail: [email protected] Composición: Grupo Anaya ISBN: 978-84-9877-039-1 Depósito legal: M-6545-2008 Impresión: Mateu Cromo Impreso en España-Printed in Spain

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

Para Daniel

Índice

Primera parte: El problema ...............................

11

Segunda parte: La primera comunión ............... 151 Tercera parte: El atraco . ................................... 221 Epílogo: Días después ......................................... 265

primera parte

EL PROBLEMA

–E

sta tía tenía clase, la muy jodida.

—Siempre dices lo mismo. —Es la puta verdad, Catedrático. —¿Y qué es tener clase para ti?, a ver. —Tener clase es tener clase. —Pues si que... —Es ser la más elegante, las más guapa, la más nú­ mero uno, la más todo. Mira. En la pantalla de un televisor, Ava Gardner, en su papel de la bailarina María Vargas, conversa con un productor de cine y su ayudante. Pretenden con­ tratarla para una película. Bogart, con pajarita, a su lado, observa. Es La condesa descalza. La escena trans­ curre en un tablao madrileño. Ava, altiva y recelosa, desconfía. Con fal­da roja y camisola blanca, se cubre los hombros y el escote con un mantón. Lleva pendien­

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tes de aro y una flor en el pelo. Melena suelta, negra y larga. —¿Te das cuenta? —Me doy cuenta. —¿Tiene clase o no tiene clase, la tía? —Tiene. —Es lo que yo digo. Verás ahora, escucha. «Oscar.—¿Teme encontrarse sola? ¿Le asusta a us­ ted Hollywood? No habrá inconveniente, pasado un tiem­ po, en que se lleve a su madre. Es natural que desee tener a su madre con usted. ¿Cierto? María.—Tan cierto como imposible que pueda lle­ vármela.» —Me la voy a aprender de memoria. —¡Calla! «Kirk.—¿Por qué? María.—Ha muerto. Ahora vivo con mi madrastra. Kirk.—Tampoco veo inconveniente. Podrá llevarse a su madrastra. María.—No me interesa.» —¡Toma! Te cagas de la clase que tiene. Ava, como se hace llamar la chica, está sentada so­ bre las piernas en el sofá blanco de su apartamento. No ha cumplido los veintidós. Lleva una bata de seda color turquesa anudada a la cintura. Debajo, ropa interior negra. Bebe zumo de piña y fuma rubio tras rubio. —Fumas demasiado, Ava.

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—Ella fumaba. —Y bebía, y se murió. —Todos nos moriremos. —Se murió joven. —Yo también quiero morir joven. —No digas tonterías. —Digo lo que me sale del coño. El Catedrático suspira y apura su vaso de whisky. —Te puedes quitar la chaqueta. —Estoy bien así. —Me agobia verte con la chaqueta puesta. El Catedrático se levanta del sofá, se quita la ame­ ricana y la coloca con cuidado en una silla. Vuelve a sentarse junto a Ava. —Estás echando tripa. —¿Tú crees? —Fijo. El Catedrático se pasa la palma de la mano por la barriga. —Puede que tengas razón. —Te lo digo yo. —También me lo dice mi hija. —Tu hija tiene buen ojo. —No pruebo las grasas. Por la tensión. —Estás muy bien para tu edad, cariño. Sesenta y... —...cuatro. Sigo con la tensión alta. —Todos tenemos algo, mi amor.

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—Yo antes no tenía nada. —Estás cojonudo. —No me quejo. El Catedrático tiene el pelo muy canoso, ondula­ do, corto, hacia atrás, y un bigote recio, espeso, tam­ bién encanecido. —Deberías vestir de otra manera, siempre de gris y de negro. Mira la corbata que llevas, negra. Eso enve­ jece. Te voy a regalar una corbata de co­lores. —No hace falta que me regales nada, no voy a cambiar ahora. —Para que no vayas tan triste. —¿Me ves triste? —La alegría de la huerta no eres, cari. —Me lo imagino. Tú sí que eres alegre. —Me trago las penas. —¿Qué penas tienes tú? —Todas y alguna más. Si te contara... —Cuenta. —No me gusta dar la brasa al cliente. Lo normal es al revés. —¿Yo, cliente? —¿Eres mi padre o qué? —Tu padre, no. —¿No vamos a seguir viendo la peli? —No nos estamos enterando de nada. —Tienes razón.

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Ava empuña el mando a distancia, apaga el mag­ netoscopio y luego desconecta el televisor. Se levanta, retira la cinta de video y la guarda en su estuche. Vuelve al sofá. Enciende otro cigarrillo. —Si te empeñas, te cuento: necesito un millón. —¿De euros? —¡No jodas! De pesetas. —¿Para qué? —Eso no te lo puedo decir. —¿Por qué? —Es mejor que no lo sepas. —¿Estás metida en líos? —Necesito un millón. ¿Tienes tú un millón para pres­tarme? —No. —¿Tú no tienes un puto millón en el banco? —Sí, pero no te lo puedo prestar. Ava se acerca un poco al Catedrático y juguetea con su corbata. —Verás, yo había pensado lo siguiente: ¿desde cuán­ do nos vemos tú y yo? —¿Cuatro meses? —Y vienes un par o tres de veces al mes... —Más o menos. —Yo había pensado lo siguiente, si me pudieras adelantar un millón, tendrías polvos gratis durante otro año o más...

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—Bastante más. —Bastante más. ¿Qué te parece? —No es posible. No te puedo dar ese dinero. —Bueno, pues fin. —¿Fin? —Que a otra cosa, mariposa. Ya no te cuento nada más. —¿Te enfadas? Es que no puedo. —No me enfado. Me da por culo, pero no me en­ fado. ¿Te chupo la polla? —Ava, ¿es necesario que hables así? —Hablo como me sale del puto coño. Si quieres tías que hablen bien, fóllate a las catedráticas. —Te enfadas, ¿verdad? Es que no puedo darte ese dinero. —¡Pues ya está! ¿Te la chupo? —No. ¿Tienes problemas? —¿Quieres un polvo? —No. ¿Qué problemas tienes? —¿Se puede saber por qué no quieres follar nun­ ca conmigo cuando tengo la regla? ¿Te doy asco? —No. Ya hemos hablado de eso. Es por respeto. ¿En qué estás metida? —¡Me parto el higo! Dice que no me folla cuando tengo la regla por respeto. ¡Tócate los cojones! —No sé cómo quieres parecerte a Ava Gardner si no paras de decir tacos.

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—Ava decía tacos por un tubo, tío listo. —¿Seguro? —Me lo sé todo de ella. ¿Seguimos con la peli? —Quiero que me expliques para qué necesitas ese millón. —¡Ya te vale! Ava se levanta del sofá y se asoma a la ventana. Hay atasco, como siempre, en la calle Orense, cerca de El Corte Inglés. Ava está llorando. El Catedrático la abraza por detrás y la atrae hacia él. —No llores. —Me gustaría, ¿sabes?, salir de compras por las tardes, llevar a mi hijo al médico y merendar con él en un burger. —Pero tú no tienes hijos. —Ya lo sé, joder. Digo que me gustaría. —Entonces no serías Ava. —Y no necesitaría un puto millón. —No puedo dártelo. —¿Y un beso? El Catedrático besa a Ava en las mejillas retirando hacia atrás su larga melena negra humedecida por las lágrimas.

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