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LORENA FERRER mitomante mitomante mitomante mitomante omante mante mitomante www.mitomante.com.ar Pericia oficial y todos sus personajes son d
Author:  Jorge Cruz Montero

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LORENA FERRER

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mitomante www.mitomante.com.ar Pericia oficial y todos sus personajes son de Lorena Ferrer. |facebook.com/lore.ferrer.33 Diseño de Tapa e Ilustraciones: Juan Simón Saavedra. mitomante |facebook.com/juansimon.saavedra Corrector: Nicolás Viglietti. Maquetador: Ziul Mitomante Tipografias usadas: Triumph Tippa | Museo Sans | Baskerville

Esta obra está publicada bajo licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional. Esta licencia permite copiar, compartir, distribuir, exhibir, modificar y crear a partir de la obra de modo no comercial, bajo la condición de reconocer a los autores y mantener esta licencia para las obras derivadas. creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/deed.es

Una Novela Detectivesca de Lorena Ferrer Con Ilustraciones de Juan Simón Saavedra

Caso Uno:

El cuerpo en el aire.

“Si la locura fuera una condición humana estaríamos todos muertos” No sé en qué momento la ciudad se volvió extraña. No era un sueño, lo tenía muy claro; estaba despierto, poseía pruebas de ello. Mis zapatos, que eran azules, estaban amarillos y el día ya no tenía el tono habitual. Estaba muy oscuro, más que la noche; pero parecía ser normal o aceptable. Era insólito, pero no tanto como para romperse el cerebro pensando. Prefería dejar las investigaciones para asuntos de verdadera relevancia como los asesinatos y crímenes, al fin y al cabo ese era mi trabajo. Fui por mi café preferido, al bar de siempre. Se me dio vuelta el cerebro. “No hay más café, desapareció” me dijo la moza con seria preocupación. ¿Cómo sobreviremos sin cafeína en un lugar tan oscuro? Comencé a tener sueño, y eso que recién me levantaba. Tuve que mojarme la cara para despabilarme y poder ir a trabajar. En la oficina me encontré con una nota deslumbrante que decía:

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Urgente. Para el investigador Topo- crimen por resolver-. Algo no iba bien. Busqué a la secretaria para preguntarle sobre el informe y para corroborar el estado de mi cordura. —A las 11 de la mañana llamó la policía —me informó —. Indicaron que era urgente. Hablamos un rato sobre cómo estaba el día y de las cosas que estaban pasando. Al final concluimos que el hecho de que el sol no apareciera podría haber alterado el orden habitual y las conductas de las personas. Nada podía hacer si el sol era tan absurdo como para no realizar su trabajo. Los astros, los planetas, las estrellas y el cosmos escapaban a mi jurisdicción. Llamé a la comisaría para informarme de la situación. El comisario dijo que estaban esperándome en el correo. —Es un caso particular —indicó— ven lo antes posible.

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sta es una historia real. Los hechos fueron vividos y sufridos por personas de carne y hueso. Para preservar y no develar la identidad de estas personas se han modificado algunos datos.

En la oficina de correos fue encontrado el cuerpo del cliente número 6634 F*. No se observan lesiones visibles, sólo una roncha violácea en el muslo derecho. Se lo encontró suspendido verticalmente en el aire (no contiene ningún elemento que lo sujete ni al techo, ni a los laterales, ni al suelo). El corresponsal de la sucursal lo encontró a las 10hs. El mismo testificó que se ausentó por un período aproximado a 10 minutos; afirmó que necesitaba ir al baño con suma urgencia. Declaró que a su regreso se golpeó la cabeza con los pies del muerto. Dice no haber oído ningún sonido de alarma. Desde las pantorrillas atamos unas sogas para bajar el cuerpo. Estaba sumamente liviano, parecía una pluma. *  Indicativo de femenino

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Necesitaba investigadores entrenados para este tipo de casos, era una muerte poco frecuente y no tenía ninguna pista para empezar la investigación. Pero, ¿Dónde encontrarlos? Había visto un panfleto en algún lugar, no estaba seguro donde. Caminé por las largas y oscuras calles de la ciudad prestando atención a todos los carteles. En un reloj marcaban las tres de la tarde. No había almorzado. Siempre, al medio día, el deseo de devorar todo aquello que fuera comestible era irresistible, me anulaba el juicio y desquiciaba al estómago. Pero esta vez no sentía hambre, ni sed. Aún así consideré necesario ir por algún emparedado. Lo único abierto a esa hora era Mc Donald’s. Algo de comida chatarra y de dudosa procedencia -pero deliciosa- me vendría bien, al menos eso creía. El local estaba un poco vacío y se notaba a los empleados preocupados. —Solo quiero una hamburguesa con queso, sin aderezos, y una porción grande de papas acompañada de una bebida de naranjas —le dije al empleado de innumerables con decoraciones .

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—Enseguida sale su pedido —indicó con evidente alegría—. Acercándose a mi oído confesó: “No hay más hambre en el mundo”. Señaló a los dos únicos clientes que estaban sentados en una mesa. —Mire, ¿Ve esos dos que están allí? Quedó pensativo, ausente y preparó la comida. Fui a sentarme cerca de los dos extraños que me había señalado el muchacho. Uno de ellos era un hombre con cabeza de halcón y un disco amarillo sobre ella. El otro era una mujer con cabeza de gato y con un instrumento musical en la mano. Estaban fumando un habano y me observaban sin disimulo. Me sentí incómodo y aturdido. Luego de una breve espera, el joven se acercó a traerme el pedido. —Usted es el único que parece tener apetito, ¿Se siente bien? —Solo bebo y me alimento para no perder la costumbre —le respondí apresurado—. Y mal no me siento. —Ojalá todos fueran como usted y no como esos dos que están al lado de suyo —continuó diciendo sin darse cuenta de que yo no quería seguir con la conversación—. Vinieron esta mañana y solicitaron una mesa; pero nos dijeron que no iban a consumir nada. Los miramos extra-

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ñados, no solo por sus apariencias sino por lo que nos advirtieron: “será mejor que pongan una tienda de habanos si quieren ganar dinero; los alimentos perderán importancia”. Dejando la bandeja con el deslumbrante y minúsculo menú indicó: —Regalo de la casa, bon apetit.

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as dos personas que estaban en la mesa contigua y que no habían dejado de mirarme desde que ingrese al local, se acercaron sin cautela. El hombre con cabeza de halcón se presentó. —Buenas tardes, mi nombre es Ra y mi compañera es Bast. Somos los Ka, una agencia especial de rastreo, resolvemos casos difíciles de comprender. Se sentó a mi lado. Su compañera estaba de pie, tocando su instrumento: un sistro* . —¿Qué lo trae a este lugar? —preguntó Ra amablemente—. No me vaya a decir que anda por acá en búsqueda de un buen menú, eso no lo creo. Me parece que usted llegó aquí accidentalmente, como al pasar. Les conté del caso y les pregunté si podrían rastrear alguna pista del crimen. Me dijeron que ellos trabajan con

*  Instrumento musical con forma de herradura y con palos de metal insertados que suenan al agitarse.

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un equipo de gatos exploradores, muy inteligentes, de un oído exquisito, de una percepción magistral y de un olfato preciso. Nos pusimos en marcha. Había un muerto que estaba esperando un veredicto.

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o me imaginé que fueran tantos gatos. Cuando llegué al correo, la agencia Ka ya estaba investigando y había veinte felinos registrando el lugar. Ra estaba tomando notas y dibujando algunos croquis; Bast se comunicaba con los animales y le traducía la información a Ra. —Los gatos han detectado un olor peculiar en la atmosfera —informó Ra sin dejar de escribir—. Y apartando las notas de mi mirada me dijo: —Te debes estar preguntando porque trabajamos con gatos y no con perros. Es muy simple, nos gustan los gatos. —Qué bien —le respondí perplejo—. Esperaba alguna explicación científica, como que los gatos eran seres visionarios y de amplios conocimientos, pero no un fundamento tan banal. Le pregunté si habían hallado alguna otra prueba.

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—Estamos en eso. Buscamos el punto de partida, pero para eso debemos comenzar desde el final. Bast nos miraba, se mantenía distante, esperando el momento indicado para acercarse. El equipo de gatos era amigable, salvo unos pocos que dejaban ver su rudeza en sus lastimaduras y colmillos. Me distraje jugando con algunos. —Lindos ¿no? —me preguntó Bast que se había arrimado sigilosa. No supe que responderle, me había tomado de sorpresa. Además, cada vez que se acercaba me resultaba difícil comunicarme; me quedaba sin pensamientos, sin juicios, sin memoria. Como hechizado. —Ya hemos dado con una buena información —dijo casual—. Tenemos una dirección; el último lugar en el que estuvo la mujer antes de llegar al correo. Les sugerí quedarse en la oficina. No era apropiado andar por ahí y menos aún visitar domicilios con un grupo de gatos y dos personas que generaban ciertas dudas y preguntas.

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IV

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a dirección era: piedra de acero xxz. Estaba seguro que nunca había visto aquella calle. Me acerqué a un quiosquero para preguntarle si sabía cómo llegar. El hombre huyó despavorido. Fui en búsqueda de una adivinadora, la médium Ana ojo de cristal. La mujer me dio las indicaciones necesarias: —Tienes que cruzar el bosque y llegar al borde del precipicio. Allí desciende sin miedo -pero con precaución- y a un metro de la llanura te encontrarás en el lugar. El bosque estaba más espeso que de lo habitual y algunas lagunas habían crecido en la zona; el precipicio ya no era el de antes, de hecho ya no era un precipicio sino una tenue elevación. A metros de la llanura había una roca que resaltaba, bien prominente y lustrosa. En ella había una inscripción: piedra de acero xxz. Parecía una maldita broma: estaba parado allí, al lado de una simple roca, eso era todo. Maldije y le di un buen

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puntapié. La roca me devolvió un buen puñetazo en la rodilla y luego habló con voz aguda, desentonada y entrecortada. —¿Por qué me has pegado? —me reprendió malhumorada—. Que no sea un humano no quiere decir que no sienta dolor. Siento muchas cosas, demasiadas para ser una piedra. Nunca pensé que terminaría interrogando a una roca. Todo había sido muy insólito desde el despertar, no tenía sentido titubear. Suspirando hondo y con resignación le mostré una fotografía de la víctima y la increpé: —Esta mujer fue vista por aquí, tengo pruebas que estuvo con usted. Dígame la verdad o tendrá que acompañarme a la comisaría —la amenacé. La maldita roca se rió con vehemencia. —Le advierto que no me hable de esa manera —indicó—. Además, ¿Usted cree que es tan sencillo sacarme de aquí? Pues no lo es, así que déjese de amenazas y comience a ser más respetuoso si quiere alguna información. Le ofrecí un cigarrillo para ganarme su simpatía.

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—¡Pero no sea bobo! ¿No ve que soy una piedra? Usted me da lástima. Informó que la víctima había pasado muy temprano y que se había sentado sobre ella para atarse los cordones. —La dama eligió mal donde sentarse, sabe. Debería haber mirado donde apoyaba el culo. Pegó un grito horrible, me dejó un poco sordo la infeliz. ¿Acaso no saben que las piedras tenemos dolorosas protuberancias? Me pidió el pucho que le había ofrecido y por ultimo dijo: —Vino del bar que se ve allá a lo lejos, ese que se llama Puercos, eso es todo lo que sé. Dándome un puntapié en los talones la muy hija de puta me echó. El lugar era un bar de mala muerte. Mafiosos, cerdos y moscas coexistían en un ambiente espeso y viscoso. Se decía que sólo los tramposos, los delincuentes o los políticos podían ingresar. Como investigador me había ganado el respeto de varios rufianes de la ciudad, no así el aprecio de ellos. Sin embargo no tenía más alternativa que entrar al bar.

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El ambiente apestaba, había olor a podredumbre. En el suelo unos cuantos cuerpos tirados, con los cerdos alrededor lamiéndoles el vómito que tenían en el rostro. Me recibieron con entusiasmo, me invitaron a formar parte de las apuestas y algunos políticos contaron sobre sus doctrinas y propuestas. Fui hacia el cantinero a pedirle un Vodka. Le pregunté por la mujer y me dijo que la había visto en los últimos días, pero que no había hablado con ella. Luego me aconsejó que fuera discreto con las indagaciones. —Mire amigo, aquí por día mueren varios. Se arman unas revueltas impresionantes. Estos muchachos que ves acá no le temen a nada; ni la cárcel ni la muerte los intimidan. Les gusta el poder, la guita, el sexo y las droga; nada más existe para ellos. Un tipo de barba roja y con vestimentas de cuero se me sentó al lado. El cantinero se alejó, ni siquiera me miraba. El tipo de la barba me observaba molesto. Era claro que no le gustaba mi visita. Me presenté, le dije que estaba investigando un crimen y le conté del caso. Él me dijo que era el dueño del lugar y que su deber era cuidar que los problemas y los bultos quedaran dentro del bar.

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—No quiero tener inconvenientes con tipos como usted ni con la policía —amenazó dando un puñetazo a la mesa—. Lo hemos recibido amablemente pero eso no quiere decir que estemos cómodos con su visita. Si queremos podemos aplastarlo como a una de esas moscas que usted ve volando por acá. Bebió un sorbo de una bebida celeste y alegó: —Aquí la clientela es fija, nos conocemos bien. El problema es cuando viene algún desconocido, por más mafioso que sea. Que todos seamos del mismo palo no quiere decir que todos tengamos que ser amigos. Con plena sinceridad me dijo: —Estamos atentos a sus movimientos. Si bien hay que tener más cuidado con un malhechor que con un tipo que no tiene la maldad suficiente como para matar a una hormiga, no nos gusta ser observados; tenemos suficiente motivos para ser acusados por algo. —Quédese tranquilo —le expresé con delicadeza— sólo estoy buscando pistas que me aclaren la muerte tan peculiar de esa pobre mujer. Me han dicho que anduvo algunos días por el bar hablando con su gente. Sólo quiero saber quién era ella y que hacía por acá.

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—Si quiere que algunos de estos que están acá le digan algo va a tener que ganárselos, usted verá cómo —me respondió de mala gana. Invité una ronda de tragos a todos. Se armó una revuelta, se volvieron contentos y amigables. Estaban de fiesta, brindaban, se abrazaban, cantaban canciones y bailaban algunas danzas de borrachos. El tipo de la barba había desaparecido. El cantinero volvió a acercarse y me señaló a un muchacho que estaba en una silla de ruedas. —Ese de allá, el de la silla sabe todo lo que pasa. Se hace siempre el boludo, pero no se le pasa ni una. Se llama Gastón, dele unos mangos y le va a decir todo lo que sabe. Me acerqué, le mostré la foto de la chica y le conté cómo la encontramos. El chico era amigable, simpático y de buen ánimo. Dijo que él podría decirme algo a cambio de unos billetes. —Todo tiene su costo —dijo mientras sonreira. Le faltaban todos los dientes, parecía que alguien acababa de darle una buena paliza.

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Fuimos afuera a cerrar el trato. No era bueno que nos vieran hablando. —Todos la queríamos mucho —contó— era una linda piba y muy buena; no creo que nadie de aquí haya querido matarla. Se quedó pensativo. Se le veían lágrimas en los ojos. —Estaba muy flaca, pálida y débil. Alguien así seguro que se enferma, hay mucha peste dando vueltas; cae de seguro si no tiene fuerza para combatir. Le pregunté si la había visto por la mañana y me respondió que había estado allí desde la madrugada y que se había ido temprano. Sacó de su bolsillo un sobre. Le temblaba el pulso. —No lo aplaste —advirtió— adentro hay una mosca del bar, desde esta mañana pasa algo raro en estos bichos; no flotan, caen al vaso y se hunden. Deben estar infectadas; la muerte de la chica tiene que ver con esto que le estoy dando. Hoy todos en el bar empezamos con mareos y vómitos, por eso recogí la mosca para llevarla a analizar. Busque al profesor Trusc, él va a poder ayudarlo. Yo ahora tengo que quedarme en el bar, estoy esperando a unas personas.

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Me quede turbado, ¿una mosca sería la causa de tan extraña muerte? ¿O aquel muchacho lo había inventado todo para sacarme dinero? En la oficina hablé por teléfono con el profesor; acordamos una cita para la mañana siguiente. Nos encontraríamos en la plaza central. Ya era tarde y necesitaba dormir. Desperté con la esperanza de ver al sol otra vez. Pero estaba tan oscuro como el día anterior y mis zapatos continuaban amarillos. En el bar seguía faltando el café. —Es como si nunca hubiera existido —me dijo la moza— pero puede tomar un jugo y comer algo como para no perder la costumbre. Era definitivo, ya no había más hambre en el mundo; ni café, ni sol, ni zapatos azules... Suspiré muy hondo. Extrañaba todo aquello. El profesor estaba entre unos arbustos observando las hojas. Llevaba como referencia una flor en el sombrero, como habíamos acordado. Era más viejo de lo que había imaginado y estaba vestido con un chaleco floreado y unas calzas violetas.

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Demasiado excéntrico, pensé. Me acerqué hasta él, me presenté y le entregué el sobre con la mosca. — ¡Lindos zapatos! —exclamó recibiendo el sobre con delicadeza. Y se puso a recoger hojas de los arbustos. —Son útiles para disecar —explicaba mientras las recolectaba—. Con unas pocas gotas de estas hojas se mantienen los órganos internos intactos y duros al momento de cortar un cuerpo. Ya verás. Fuimos hasta su casa. El profesor vivía en un viejo colectivo, en los alrededores de la costanera. Allí había montado su laboratorio. Estaba lleno de tubos, cables, máquinas y computadoras; líquidos de todos los colores en diferentes botellas y frascos con bichos y otras cosas. Había una mesa larga de un metal frío y sombrío; sobre ella un mantel lleno de herramientas de todos los tamaños. —Ésta es la sala de tortura —dijo entre risas—. Te aseguro que nadie desearía posar sobre esta mesa. Puso la mosca sobre ella y le echó unas gotas de las hojas que había estado recolectando. Buscó un bisturí muy pequeño y abrió al bicho en dos.

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Los órganos eran diminutos y de ellos salían unos gusanos de color rojo. Me pareció ver que tenían dos cabezas. El profesor los tomó con unas pinzas y los puso en un líquido violeta. Al instante, el líquido se tornó liviano y emanaba un olor a podredumbre. —Es la toxina de estos parásitos, un veneno, no hay duda alguna. Voy a inyectarla en un conejo para ver los efectos y síntomas ¿Usted me dijo que la mujer estaba anémica, verdad? —Sí, así es. Estaba muy demacrada la pobre. —Espere aquí un momento que voy a buscar un conejo desnutrido. Se fue al fondo del colectivo, donde había un pequeño cuarto. Escuché algunas patadas, ruidos e injurias. Al cabo de un rato apareció Trusc con la ropa desordenada y llena de pelusa. Traía un conejo muy flaco y todo alborotado. —El muy desagraciado no se dejaba atrapar, se escabullía entre los otros conejos. Tengo que conseguir jaulas para encerrar a estos animales, sino algún día me van a sacar un ojo.

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Tomó al animal de las orejas y le inyectó la toxina en el cuello. —Esperemos un rato para ver lo que sucede. Pero mientras tanto fumaremos unos habanos que he preparado a base de hongos. No me parecía una buena idea, pero no quería ser descortés. —No se preocupe, son hongos comestibles; a los psicodélicos no los convido. De una caja dorada sacó dos cigarros largos y artesanales. El aroma era exquisito. —Veo que le divierte hacer todo esto —mencioné para romper el hielo. Los ojos le brillaron y la piel se le iluminó. — ¡Me fascina! Me siento como un mago —respondió frotándose las manos—. Claro que hay misterios que no puedo develar, como la huida del sol y el hecho de que mi hogar-que antes era una casa- se haya transformado en un colectivo desde ayer. Al principio pensé que era algo pasajero, como un delirio no deseado, pero hoy sigue todo igual.

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—Yo que me había alarmado porque mis zapatos se habían vuelto amarillos, y por la falta de café; de que no haya más hambre en el mundo era algo ya esperado, los políticos lo venían diciendo. “Ahora la forma en que sucedió fue cruel”. El habano me había secado la garganta, bebí un sorbo de agua para poder seguir hablando. —No le voy a negar que tanta oscuridad no me incomoda, me cuesta acostumbrarme a los cambios que están sucediendo. — ¡Y lo que nos espera! Éste es el principio; yo que usted comienzo a relajarme. Eso es lo que estamos haciendo todos. Mire, yo ya comencé a encariñarme con mi colectivo, haga lo mismo con sus zapatos, están muy lindos. Narró una conversación que me pareció escalofriante. Sin dudas algunas su intención era ayudarme a que tomara con más calma los hechos que estaban pasando. —Esta mañana fui por unas frutas. Nos pusimos a hablar con la dueña de la verdulería sobre los cambios que estaban pasando y me contó que su mascota siempre había sido un perro, pero que ahora se había convertido en un gato. Me confesó que al principio se asustaron, pero que en este momento era como si nada hubiera pasado, como si siempre hubiera sido un gato.

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—Somos animales de costumbre —dijo Trusc muy convencido— ya verá como empezaremos a naturalizar todos estos nuevos acontecimientos. De repente anunció: — ¡Mire, arriba en el techo! ¡El conejo está levitando! El pobre animal tenía convulsiones y una cara de horror que nunca voy a poder olvidar; al cabo de unos minutos murió. —Ahí tiene la prueba de lo que mató a la mujer, imagínese a la pobre volando por la ciudad. Qué gracioso. —Tendríamos que probar la toxina en un conejo sano para ver la reacción que provoca. Por lo que usted me ha contado, me parece que las personas del bar ya tienen los parásitos en el organismo. Trusc trajo un conejo regordete y le inyectó el veneno de los parásitos. Ahora esperaremos un poco más. Le pregunte cuantos animales tenía en ese cuarto, no me gustaba nada el trato inhumano. —Muchos. Hace un mes tenía solo una pareja, ahora son entre 50-70 conejos. Usted sabe como se reproducen estos bichos, son una máquina.

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El profesor notó mi aflicción. —Querido amigo, esto es ciencia. Es mejor experimentar con animales, los humanos gritan muy fuerte. Además estos bichos han vivido lo suficiente y no van a sobrevivir en tanta oscuridad. Ya Darwin lo predijo en aquellos tiempos: “la ley del más fuerte”. —Es por eso que no soy aficionado a la ciencia —le indiqué disgustado—. Para mí los fines no justifican los medios, es así de simple o así de complicado para algunos. No le agradó mi respuesta. Guardó la caja de habanos, se llevó el agua y los vasos, y se fue a ver al conejo. Regresó al rato y me indicó que el animal estaba vomitando a lo loco pero que todavía se lo veía vital. Dijo que se iba a ausentar, iba a probar algunos medicamentos y vacunas para los parásitos. —Como veo que el asunto de la ciencia le pone mal, me parece aconsejable que se quede leyendo un libro y no se ponga a observar mis experimentos —dijo con indiferencia. Señaló una biblioteca y me recomendó algunos libros. No me sentía lo suficientemente relajado como para leer; me acomodé en el sillón y esperé.

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Al rato regresó con los resultados y me explicó los hallazgos. Concluimos que las moscas del bar estaban infectadas con parásitos de otra naturaleza, distinta a las de nuestro mundo, una nueva plaga que estaba esparciéndose. La toxina atacaba el sistema inmunológico y alteraba el peso y la gravedad de la víctima, levitándola minutos antes de morir. Anunciamos a las autoridades sobre la nueva peste. Había que vacunar a la población y dar el medicamento a los infectados. No solo estaban cambiando las formas de vida sino también las formas de muerte.

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El mes que viene Capítulo II: El señor Piraña

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