Luz Dary. Arias Henao

UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Índice UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Luz Dary Arias Henao “Yo soy docente desde que tengo uso de razón”, así define ella su

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Hoja de Vida LUZ DARY BAUITISTA JAIMES HOJA DE VIDA LUZ DARY BAUTISTA JAIMES PERFIL PERSONAL Y PROFESIONAL Enfermera profesional con conocimientos

ESTRATEGIA DE POSICIONAMIENTO DE LA MARCACOLONATEN LA CIUDAD DE BARRANQUILLA LUZ DARY VELANDIA GASTELBONDO LAURA CRISTINA PEREZ CABARCAS
ESTRATEGIA DE POSICIONAMIENTO DE LA MARCACOLONATEN LA CIUDAD DE BARRANQUILLA LUZ DARY VELANDIA GASTELBONDO LAURA CRISTINA PEREZ CABARCAS UNIVERSIDAD

BIOGRAFIA ABILIO ARIAS GALEAS
BIOGRAFIA ABILIO ARIAS GALEAS [email protected] Nace en Aramecina, Valle el 22 de febrero de 1968. Hijo de Regina Arias Vilorio y Delina Isabel G

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Luz Dary

Arias Henao

“Yo soy docente desde que tengo uso de razón”, así define ella su pasión por enseñar. Entonces se remonta a esos días de infancia en los que aun sin saber leer tomaba libros, reunía a sus hermanos y les enseñaba las partes de las plantas, como un presagio de lo que sería su vida. Nacida en Sonsón, Luz Dary es la mayor de diez hermanos. Después de ella hay tres hombres, y debido al machismo imperante en su niñez tuvo que dedicarse a llevar la batuta en la crianza de la familia. Al ser la única mujer entre tantos hombres, le tocó aprender a divertirse con sus juegos: trepaba árboles, recorría el cauce de quebradas y hasta jugaba fútbol. “Desde el principio he sido esa persona que ejerce autoridad, que lleva la iniciativa”, afirma, y a ello mismo atribuye que no hubiera querido formar una vida de

familia, y que en su lugar fuera la madre putativa de cientos de muchachos, de varias generaciones. Su mayor influencia provino de su madrina de confirmación, una maestra de escuela particular. Cuando cursaba el octavo grado se decidió a ser normalista. Luego, quiso ser bióloga marina, aunque el mar sólo lo conocía por estampitas. Recuerda que en quinto de primaria una profesora les habló de San Andrés: el mar de los siete colores, y se prometió conocerlo. Antes de ingresar a la Universidad viajó allí: “Pensé que iba a coger cada color y aprendí a nadar en ese mar”. Pero cumplió su sueño parcialmente, ya que las difíciles condiciones para estudiar Biología Marina en la costa o en Bogotá la llevaron a la Universidad de Antioquia para aproximarse a ese sueño. Ingresó a la Licenciatura en Biología y Química: “Allí descubrí que mi misión es educar. Yo siempre he querido que mis estudiantes disfruten y conozcan al menos ese metro cuadrado de naturaleza que los rodea. Eso es lo que inculco. Soy una ambientalista por naturaleza”, dice con ternura y serenidad. A Medellín llegó con la desconfianza y el miedo del provinciano. En contraste con esa ciudad caótica que le provocaba pesadillas, en la ciudadela universitaria encontró un refugio y un hogar. La vida cultural y el conocimiento hicieron de la Universidad un oasis personal. Al volver a Sonsón se dedicó a la docencia con toda su alma. Pero en 1998 comenzó a vivir un ambiente enrarecido por la irrupción de la guerrilla. Se sentía perseguida, encerrada en un silencio atroz. Con la incursión de los paramilitares, fue testigo de cómo los mismos estudiantes se convertían

en víctimas y victimarios. “Pensaba que no tenía sentido seguir enseñando Biología, que es el estudio de la vida. Para mí fue un esfuerzo callarme la boca. Fue la época más estéril de mi trabajo como docente porque me sentí apenas reproduciendo un discurso y un contenido académico, nada que ver con la realidad”. Quedaron presos en su propio municipio. Y sin embargo no renunció, no se fue como muchos, fortaleció aún más pasión por enseñar, incluso fuera de las aulas, mediante visitas al Páramo de las Palomas, un importante ecosistema rico en agua, que recorre con niños y jóvenes, divulgando la necesidad protegerlo, como quien asume una misión, incluso poniendo en riesgo su vida. Luego de tres décadas asegura: “Uno cree que lo mejor está muy arriba, muy lejos y muy alto. Que lo que estamos pisando no es importante, por eso le hacemos más daño al sitio donde vivimos y esa es mi lucha: que haya un reconocimiento de lo que tenemos para amarlo, cuidarlo y aprovecharlo al máximo”. Su aspiración es llegar a los 90 años trepando montañas, porque es feliz, y no escatima oportunidad para sus salidas de campo con estudiantes, foráneos y amigos. “Estar en la naturaleza me da una sensación de libertad y agradecimiento con la vida. Con tan solo contemplar una orquídea me doy cuenta de que hay un universo en esas pequeñas escalas, que todavía me queda mucho por descubrir y compartir”, dice con un brillo de dulzura maternal destellando tras sus lentes, y con la sabiduría de una eterna maestra.

Perfil: Francisco Saldarriaga Gómez / Fotografía: Julián Roldán Alzate

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Ricardo

Restrepo Arbeláez

Entre sus dos grandes pasiones, la medicina y su familia, transcurre la vida de este hombre. Ricardo Restrepo nació en Medellín, en el seno de una familia acomodada, conformada por diez hijos, papá y mamá. Él era el del medio, al que le tocaba recibir la ropa usada, dice entre sonrisas. Cree que su vocación se la debe principalmente a la buena orientación que recibió de su padre y de los profesores con los que contó. De ellos aprendió a querer los animales, a ser bondadoso, equitativo, líder y, sobre todo, a preguntar lo que no sabe. “Por eso he tenido siempre éxito, porque nunca he creído que me las sé todas, sino que sé a quién consultar y a quién preguntar”, afirma con certeza.

En el Ateneo Antioqueño, estudió la primaria. El bachillerato, en el Instituto Jorge Robledo. Su grado como médico cirujano lo obtuvo en la Universidad de Antioquia, institución a la cual se siente orgullosamente vinculado, porque siempre la ha considerado la mejor en todo sentido: sin diferenciación de clases sociales, de razas, de credos; una universidad abierta, en la que realmente da placer estar. En la búsqueda de mejorar profesionalmente, viajó a México, donde se especializó en Medicina Física y Rehabilitación, para dedicarse desde entonces a las personas con discapacidad; su vida y su interés ha sido luchar por su atención integral. Esto lo ha impulsado a liderar procesos en más de siete instituciones, incluyendo el Hospital San Vicente de Paúl, su segundo hogar desde 1966, hasta la Clínica Soma, donde concluyó, en octubre del 2011, sus 45 años de práctica médica. Una de sus más grandes obras fue contribuir a la fundación del Comité de Rehabilitación de Antioquia, entidad sin ánimo de lucro que ha disminuido la brecha de marginación de las personas con discapacidad, logrando un mínimo de inclusión y equidad, con una labor enorme de integración social y laboral. Este comité ha prestado su servicio a lo largo de cuarenta años, ha atendido 125 municipios y cerca de diez departamentos; miles de niños con problemas cognitivos, retardo mental, trastornos de aprendizaje y de personalidad, y adultos con secuelas físicas, mentales y sociales, se han beneficiado de esta labor. Los dedos de las manos no alcanzan para contar los logros profesionales y condecoraciones recibidas. Ricardo

te. En su agenda, también está la participación dentro Res-

trepo es un hombre con un cariño incalculable que lo lleva a emprender retos que beneficien sin esperar el lucro. Actualmente continúa vinculado al Hospital San Vicen Vicente. En su agenda, también está la participación dentrode un grupo interdisciplinario en una EPS que atiende a pacientes con lesiones de columna vertebral; así mismo, asesora la Escuela de Ingenieros de Antioquia en la parte biomédica, preside el Comité de Rehabilitación y es el presidente de la junta directiva del Hospital San Vicente de Paúl en Medellín y Rionegro, esta sede, recientemente inaugurada, ocupa sus energías. Quiere empoderar a los campesinos del Oriente y de Antioquia, decirles que ese hospital también es suyo y que esperan prestar el mejor servicio, con la mayor tecnología, pero conservando el humanismo; primero el hombre, no las máquinas, ni el dinero. Ricardo se siente preocupado por la tendencia de la ciencia y de las políticas gubernamentales: mucha tecnocracia y mucha deshumanización; para él, ha faltado en la formación de las facultades de medicina, proponer un énfasis en la parte ética, lo social y la práctica médica relacionada con una profesión que tiene ver exclusivamente con el hombre. Detrás de todo su éxito profesional, está su familia: su esposa, quien, paciente y tranquila, ha sido su confidente a lo largo de 44 años y ha llevado las riendas del hogar; sus dos hijos y ahora su amada nieta, de siete años, Lolita. Esta pequeña lo volvió a la vida, lo hace recordar sus épocas de enamorado, pues piensa constantemente en salir temprano para verla y compartir con ella.

Perfil: Vera Constanza Agudelo Estrada / Fotografía: José Miguel Vecino Muñoz

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Ómar

Vesga Meneses

A los cinco años ya sabía que quería ser médico y científico. Por su cabeza rondaban muchas preguntas y sus manos se empeñaban en descubrir cómo funcionaban los objetos que atraían su curiosidad. Años después, esa mente inquieta lo llevó a los laboratorios de la Universidad de Wisconsin; en este centro de investigación, Omar Vesga Meneses logró materializar sus sueños de infancia. La vida de este médico internista parecía resuelta. Una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos le otorgó el título de especialista–investigador en enfermedades infecciosas y reconoció su rigurosidad y su potencial para emprender una carrera científica exitosa. Cuatro años de trabajo se vieron reflejados en más de 25 publicaciones que mostraban los resultados de sus estudios;

además, contaba con el respaldo de su profesor, William A. Craig, reconocido mundialmente por sus aportes en esta área de la medicina. Pero una oferta inesperada desvió su camino. En el año 1997, recibió una invitación que no podía rechazar: la Universidad de Antioquia, ese “santuario del conocimiento” que acogió su espíritu librepensador, lo convocó de nuevo a sus aulas. Los conocimientos de Ómar eran requeridos por el programa de Colciencias de repatriación de cerebros, una propuesta que lo llenó de dudas y de ilusiones: “Me sentí emocionado cuando mi universidad me pidió que fuera uno de sus profesores; para mí, eso era un sueño”. Para resolver sus inquietudes y tomar una buena decisión, acudió a su maestro; las palabras de William Craig fueron definitivas para que el joven científico regresara a su país: “Si vuelves a Colombia, aunque me duela perderte, te va a costar trabajo, vas a pasar dificultades, pero vas a liderar tu propio proyecto”. Acostumbrado a recibir consejos y fascinado con la idea de asumir un reto, llegó el 11 de agosto de 1997 a la Facultad de Medicina. En un laboratorio viejo, que le trajo a la memoria sus primeros años de estudiante, comenzó su trabajo. En el Departamento de Medicina Interna logró consolidar la sección de enfermedades infecciosas y con el apoyo de tres de sus colegas fundó la especialización en esta área. Cuando Omar habla de los primeros egresados de este programa, busca en su escritorio la fotografía de sus estudiantes, la sostiene entre sus manos y asegura que se siente orgulloso, pues les mostró que “la ciencia es una herramienta bellísima que refleja la honestidad”.

En el Departamento de Farmacología se materializó el proyecto que presentó en Colciencias para cumplir con los requisitos de la repatriación. Sus investigaciones sobre las deficiencias de los medicamentos genéricos que se emplean para tratar las infecciones fueron el punto de partida del Grupo Investigador de Problemas en Enfermedades Infecciosas (GRIPE). Con el apoyo de la universidad, Ómar abrió las puertas de un nuevo laboratorio que ha alojado las iniciativas de profesores y estudiantes que, como él, le declararon su amor a la ciencia. El equipo de trabajo liderado por Ómar se ha concentrado en estudiar el uso racional de los medicamentos, la osteomielitis crónica y la neumonía; además, es líder en la experimentación con modelos de animales de infección que permiten mejorar el tratamiento de las enfermedades. Han pasado 15 años desde que regresó a la universidad, y se siente satisfecho con la vida que eligió. Todos los días llega al laboratorio a las cinco de la mañana, y después de una larga jornada de trabajo, regresa a su casa para conversar con su esposa. Disfruta la tranquilidad del campo, lo apasiona la pesca, no le gusta dormir y se declara devoto de los perros. Cuando mira el camino que ha recorrido, piensa en su profesor y asegura que sus palabras se cumplieron con exactitud.

Perfil: Lina María Martínez Mejía / Fotografía: Julián Roldán Alzate

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Germán

Campuzano Maya

En la mañana, Germán escucha música clásica. Detrás de su escritorio hay una biblioteca que ocupa toda la pared. Hay flores frescas, retratos de sus hijos y una taza de café caliente que bebe a sorbos. La secretaria le entrega un papel. Él lo mira un rato y luego toma el teléfono: “Los resultados salieron positivos. El paciente tiene leucemia”. Su laboratorio Clínico Hematológico, el primero en el país y el mejor de Latinoamérica, es, dice Germán, “un mal ejemplo que le molesta mucho el Sistema de Salud” porque los servicios que ofrece —más de cuatrocientas pruebas— representan un derecho que la ley 100 les negó a los colombianos. “En Colombia muchas personas mueren de leucemia sin ser diagnosticadas. Al médico general le están diciendo que no puede pedir más que un hemograma

básico. Entonces, desde el 93, los hospitales cerraron las secciones de hematologías”, afirma. Siendo estudiante de medicina interna, a finales de los 60, le asignaron un paciente. El enfermo era un hombre de treinta años, piel ambarina, sin aliento. Germán le hizo exámenes de sangre y con los resultados se presentó ante el doctor Alberto Restrepo: “‘¿Usted qué cree que tiene su paciente?’, me preguntó, y yo le dije: ‘El paciente tiene una enfermedad que me parece que es una ovalocitosis’. Él me miró de arriba abajo y me volvió a preguntar: ‘¿Qué tiene el paciente?’. Yo no sabía que él era un experto en hematología y yo le estaba hablando de una enfermedad que no existía en Colombia”. El doctor Restrepo, El príncipe, como le decían sus colegas por ser preciso y acertado, no sólo reconoció este hallazgo, sino que le pidió a Germán que trabajara con él. “Me enseñó todo lo que sabía”, cuenta. Trabajaron en distintos proyectos: en el montaje de la especialización en Hematología en la Universidad de Antioquia y en el primer trasplante de médula ósea de Latinoamérica. La universidad envió a Germán a Argentina. Cuando regresó, era el primer oncohematólogo del país. Se dedicó a la investigación, a la docencia universitaria y al montaje, junto con otros colegas, de la Clínica de Leucemias y Hematología, la Clínica de Linfomas y la Clínica de Tumores. Cuelga el teléfono y toma de la mesa dos placas con muestras de sangre. “Tenía que encender las alarmas. El sistema de salud no hace eso, los exámenes de sangre los entregan con demora y los leen médicos distintos a los que los ordenaron. Yo me involucro porque si no aviso rápido,

el paciente se puede complicar”, sentencia. En 1975 fundó su laboratorio clínico especializado, era pequeño y atendía a pocas personas. Sus servicios hicieron que con el tiempo aumentaran los pacientes. Diez años después, Germán decidió dedicarse por completo al laboratorio, que ha sido pionero en decenas de investigaciones en el país y es un referente académico para muchos estudiantes de posgrado. Fue el primer laboratorio en tener toda la infraestructura para hacer las pruebas del sida en Colombia. Nunca ha abandonado la academia. Al tiempo que fundó su laboratorio, creó una capacitación para médicos, que en 1995 se transformó en la revista Medicina & Laboratorio. Esta publicación es un programa a distancia en patología clínica que tiene el crédito de la Universidad de Antioquia y ha sumado millones de horas en formación de médicos, especialmente de zonas lejanas como el Vichada, Casanare y Putumayo. Germán dice que el estrés que le produce un sistema de salud mercenario lo combate sembrando Aves del paraíso, “eso es mejor que cualquier psiquiatra o cardiovascular”. Camina hacia una puerta que conduce a otro cuarto. Ahí tiene su microscopio. Sabe que los resultados de las pruebas de leucemia que se hacen en su laboratorio tienen un acierto absoluto. Pero insiste. Pone las placas en el objetivo: visualiza unos círculos violeta, dentro de ellos hay otros más pequeños, más oscuros. “Ahí está”, enfatiza.

Perfil: Ana María Bedoya Builes / Fotografía: Natalia Botero Oliver

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Daniel

Ortiz Barrientos

No sale del asombro. Abre sus ojos verdes y dice: “Los genes son inmortales”, como si acabara de enterarse, como si no llevara quince años comprobándolo a través de sus binóculos especiales para mirar el pasado. En cada pálpito llevamos la historia de la existencia. El destino es morir, pero nuestros genes se perpetuarán como una huella fiel y eterna. Recuerdos: Daniel en el cuarto oscuro con su padre, iluminados por una luz roja, tenue. El papel blanco entra en la cubeta y revela una imagen, un recuerdo. Ahora, corretean por las laderas frías de Santo Domingo para elevar una cometa de papel en la manga del rayo o en la casa de piedra. Daniel rompe la piedra redonda que le entrega su abuelo en Villa de Leyva; al partirla en dos, la roca descubre un fósil. El mundo le ofrece secretos.

Hizo suyo el problema de Darwin, pero no sabía nada, y esa incertidumbre, la pregunta latente por la evolución, le permitió navegar, sin miedo, en terreno desconocido. Para su investigación de tesis de grado viajó a la época de la glaciación y vio migrar a los asiáticos a América por el estrecho de Bering y fundar pueblos propagando su linaje hasta el sur: “A través de binóculos genéticos estudiaba el pasado de los cromosomas. Miré la información genética de los indígenas —amerindios— colombianos y descubrí su ascendencia asiática”. Su tesis ganó el Otto de Greiff y recibió mención de honor en la ceremonia de grado, pero el título de biólogo otorgado por la Universidad de Antioquia lo recibió su madre, Pilar, porque él estaba lejos. Daniel manejó durante horas su Nissan Sentra desvencijado que lo amenazaba con dejarlo tirado: atravesó la Sierra Nevada para llegar a Yosemite y encontrarse con las gigantes secuoyas, estuvo en Mesa Verde donde los Anasazis fundaron su pueblo, recorrió el paisaje terracota del Gran Cañón y vio el brazo frío del río Colorado. Fue una expedición de seis semanas en las que Daniel buscó en cada paraje una pequeña alada: Drosophila pseudoobscura, mosca de la fruta. Una noche, mientras descansaba en su carpa, lo despertaron las luces de una patrulla de policía, era ilegal acampar ahí. “‘Pero es que yo estoy trabajando, capturando moscas’, le dije al policía, y me respondió: ‘¿Moscas?’. No me creía. Me tocó llevarlo al carro y mostrarle la nevera donde las conservaba. Y me dejó ir”. ¿Moscas? Fue su investigación de doctorado. Daniel demostró por qué esta mosquita elegía solo los machos de su propia especie para reproducirse. Su investigación, que le costó muchos bananos podridos como

cebo, recibió la mención Larry Sandler Award como la mejor tesis del doctorado en Genética de Drosophila en el mundo. Por cada respuesta que encuentra, a Daniel le explotan decenas de preguntas. En su investigación de posdoctorado, acompañada por su mentor Loren Rieseberg, la inquietud fue sobre los genes y el ambiente. Acompañado de Aureliano, un labrador negro —el primero de diecisiete que tendrá en honor a los Buendía—, recorrió las praderas de Nuevo México sembradas de girasoles para investigar cómo el ambiente determina los cruces reproductivos de estas plantas. “Yo no creo que sepa algo lo suficientemente bien como para desaprenderlo”, dice Daniel, a quien la Sociedad de Naturalistas Americanos le otorgó el reconocimiento de Joven Investigador en Biología Evolutiva, y la Universidad de Queensland de Australia lo adoptó desde hace cuatro años como profesor e investigador. Allí sigue curioso e inquieto por el origen de las especies y las formas. Aún no sale del asombro. Mira la fotografía donde su hijo de siete meses de nacido abre los ojos negros —cándidos—, y dice: “Quiero verlo crecer”. Daniel fantasea un camino entre el mar y la selva, acompañado de su esposa Antonia y su hijo, colectando plantas, elevando cometas, y él recitando el final de un poema de Neruda: “En mi interior de guitarra hay un aire viejo, seco y sonoro, permanecido, inmóvil, como una nutrición fiel, como humo: un elemento en descanso, un aceite vivo: un pájaro de rigor cuida mi cabeza: un ángel invariable vive en mi espada”.

Perfil: Ana María Bedoya Builes / Fotografía: José Miguel Vecino Muñoz

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Helena Espinosa de Restrepo “Los esposos Curie no hubieran podido trabajar juntos y ganar el premio Nobel en Medellín”, asegura Helena Espinosa de Restrepo, guiada por su experiencia. Cuando llegó procedente de Cali le negaron la posibilidad de ingresar al Departamento de Patología de la Universidad de Antioquia porque su esposo, Carlos Restrepo Acevedo, era profesor allí. Entonces decidió estudiar la Maestría en Salud Pública, y aunque pasó el examen de admisión, le dijeron que si no tenía patrocinio de una secretaría o del Ministerio de Salud no podía matricularse. Con timidez, pero decidida a agotar sus posibilidades, estuvo desde las 7:30 de la mañana en el Hotel Nutibara, y se sentó a esperar hasta que a las 5 de la tarde llegó el Ministro de Salud, Santiago Rengifo Salcedo. Estaba acompañado

por Héctor Abad Gómez, quien iba a ser el director de Salud Pública. Ella lo saludó con la familiaridad de acercarse a alguien que conocía desde la niñez y que, además, había sido profesor suyo en Medicina, en la Universidad del Valle. El Ministro no disimuló su sorpresa, entonces Helena empezó a llorar. Luego de contarle la situación, él llamo a Héctor Abad y le dijo: “A ella la patrocino yo”. Fue la única mujer en el primer grupo de médicos y odontólogos que se graduaron de la Maestría. Para ella no era una situación ajena, había crecido rodeada de tres hermanos sin que esto representara algún tipo de exclusión. Rafael Espinosa, su padre, decía que si solamente podía educar a uno de sus hijos, elegiría a la mujer porque no quería que fuera ni monja ni prostituta, ni que tuviera que aguantarse un esposo porque no le quedaba más opción. Así las cosas, Helena contaba con todo el apoyo de la familia y el referente de su abuela María Josefa Fernández, una mujer de carácter que, según ella, fue la primera maestra de indígenas en Colombia. Después de graduarse acompañó a su esposo a Estados Unidos. Aprovechó esa estadía para tomar cursos sobre epidemiología, materno infantil y bioestadística, además trabajó en una investigación sobre enfermedades cardiovasculares. De regreso a Medellín, creó un programa de control de hipertensión arterial en el que uno de los componentes era la educación de los pacientes para que no abandonaran los tratamientos. La disminución en la deserción fue justamente uno de los aspectos que más interesó al funcionario de la Organización Panamericana de la Salud, OPS, que vino a conocer la experiencia. Así

que le propusieron hacer consultorías para América Latina. Finalmente, le ofrecieron viajar a Washington a trabajar con la organización. A Helena le causa simpatía que la denominen “la madre de la promoción de la salud en América Latina”. Pero este título es fácil de entender cuando se conoce que fue la creadora de la división de promoción de la salud en la OPS. Antes de eso se desempeñó como jefe del programa de enfermedades del adulto, desde ese cargo lideró la gestión para que la división de promoción fuera una política general de la entidad. Cuando logró su propósito, la nombraron directora del área. Durante catorce años trabajó en la organización hasta que se jubiló y regresó al país. No asumió la jubilación como una etapa de descanso. Continúo brindando asesorías en Colombia y en el exterior. Para una profesional que además fue Jefe de Epidemiología en Salud Pública y Secretaria de Salud y Educación en la Alcaldía de Medellín, la inactividad no es un estado cómodo. Aún escribe para publicaciones especializadas y acompaña a estudiantes en el desarrollo de sus investigaciones. No quiere dejar de lado la promoción de la salud ni perder los vínculos con la academia porque, a pesar de las dificultades iniciales, cada vez que Helena regresa a la Universidad de Antioquia siente que vuelve a casa.

Perfil: Andrés Felipe Restrepo Palacio / Fotografía: José Miguel Vecino Muñoz

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Guillermo

Pineda Gaviria

La física llegó a mí en un verdadero acto de excentricidad, simplemente decidí estudiarla por exótica. Se conocieron en la década del 70, en la universidad, en un curso sobre filosofía de la ciencia. En aquella época, “con todo el retardo del caso”, a Medellín la sacudió el coletazo de la revolución del 68. Todo se cuestionaba y la vida se intentaba ver con una óptica diferente a la convencional. Cuenta Guillermo que si el mundo hubiese tenido arreglo, la juventud de ese entonces lo habría arreglado. Ella hacía muy poco que había llegado a la Universidad de Antioquia, y, claro, él tampoco llevaba mucho rato allá. Guillermo estaba apenas comenzando a estudiar

Ingeniería Electrónica, pero cuando supo de ella, decidió dedicarle todo su tiempo y esfuerzo: la física era lo suyo. ¿Y cómo explicárselo a la gente? Cuándo le preguntaban por ella, lo primero que él respondía, con un tono soberbio además, era que la física no servía para nada. Que era, como la filosofía, una especie de placer personal. Incluso una vez, cuando su papá quiso saber qué haría después de graduarse como físico, no tuvo reparos en responderle: “Pues sentarme a leer todos los libros de física que he comprado y que no he tenido tiempo ni de mirar por estar estudiando”. Sin embargo, aun sin terminar la carrera comenzó a dar clases en la universidad. En ese entonces pocos eran los físicos graduados y como la investigación no le llamaba la atención, decidió que su camino sería la docencia, actividad que nace, según Guillermo, del egoísmo: “Lo mejor para aprender es enseñar. Se dice que aquel que no sabe, enseña; que aquel que no sabe enseñar, investiga, y que aquel que no sabe ni enseñar ni investigar es jefe de algo”. Pero no solo del egoísmo se alimenta esa pasión por la enseñanza. A lo largo de su actividad docente ha descubierto que, en Colombia, la ciencia no tiene arraigo y que sus bases están falseadas por culpa de la poca preparación docente, especialmente en primaria y bachillerato. Conscientes de esto, Guillermo y otros colegas crearon el proyecto Galileo. Inspirados en la obra de este astrónomo, físico, matemático y filósofo italiano, comenzaron a construir y a vender aparatos para que los profesores enseñasen física de una mejor manera, ya

que estos se quejaban de no poder hacerlo por falta de recursos didácticos. Luego de un tiempo cambiaron de actividad y optaron por dedicarse a la creación de museos interactivos. Construyeron la Sala Galileo, que funcionó durante más de diez años en el sótano del Museo Universitario y que sirvió de inspiración para otros proyectos como el Museo de EPM. “Descubrimos que la disculpa de no poder enseñar física por falta de equipos era falsa. Para enseñar física no se necesitan grandes aparatos, la física se enseña en la cotidianeidad, y aquel que no lo pueda hacer de esta manera es porque no tiene nada que decir y nada que enseñar.” Para inaugurar la Sala Galileo, en el 2001, realizaron Historias de la ciencia, un programa radial que todavía sigue vigente, con más de 270 programas grabados, disponibles en internet. La intención es generar cultura científica en un país que la necesita con apremio: “No nos interesaba hacer la eterna revista de ciencia, que lleva a un investigador a contar temas que solo a él le interesan y solo él entiende. Nuestro propósito es que cualquier persona pueda comprenderlo, porque la ciencia habla en un lenguaje ininteligible para la mayoría de las personas y eso es lo que he querido cambiar, ahí es donde he querido hacer mi pequeño aporte”.

Perfil: Santiago Orrego Roldán / Fotografía: Sergio González Álvarez

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