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Periodismo Teódulo Domínguez
El fascinante escenario de los vuelos sin motor/ Nota III y final domingo, 03 de febrero de 2013
Cómo ser el pariente más cercano de las níveas, elegantes y graciosas gaviotas platenses
texto y fotos de Teódulo Domínguez
Con esta tercera y última nota sobre vuelo a vela, cumplo con mis lectores cuando les prometí hacer una tarea integral en el Club de Planeadores de La Plata. Años atrás, en una visita que hice al aeroclub de La Plata, me invitaron a volar en un Cessna 172, monomotor, ala alta, de entrenamiento. Nunca había subido a un avión tan chico, de cuatro plazas. Esa vez volamos el piloto y yo Fue una experiencia magistral. Además de recorrer con la mirada los accidentes topográficos más notables de La Plata, el piloto me dio la oportunidad de tomar el comando por unos momentos y el placer de volar se multiplicó varias veces. Fue un máximo placer tierra-aire. Nunca antes había estado al comando de un avión. Puedo decir que toqué el cielo con los dedos.
En los últimos días me sumé a la buena gente del Club de Planeadores La Plata y me dí el tremendo gustazo de volar en una aeronave sin motor. Luego de la experiencia me dije “ahora me falta volar en helicóptero, en ala delta y tirarme en paracaídas”. En principio, me conformaría con volar en helicóptero. Es un proyecto. Ya comencé a preguntar cómo y dónde lo puedo hacer.
Mi enamoramiento con la aviación comenzó a los 20 años, cuando al terminar la “colimba” en la Escuela de Infantería, envié un pedido de ingreso a la escuela de aviación de Córdoba, llené la solicitud con los interrogantes, pero mi padre no quiso firmar su autorización, porque a los 20 todavía era menor de edad. Fue una gran frustración. La idea de pilotear estaba ligada a la de viajar a todo el mundo, conocer el planeta donde me había tocado nacer y vivir.
El desquite vino 16 años después, en 1963, cuando fui seleccionado entre periodistas de América latina para estudiar comunicación social y política en la Universidad de Minnesota, EE.UU, estado vecino a Canadá. http://www.tdperiodismo.com
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De manera que mi primer vuelo, junto con mi esposa y nuestros 3 hijos, los hicimos en un cuatrimotor DC-4, a pistón. En junio próximo, en consecuencia, cumpliré 50 años de relaciones aéreas con aviones y avionetas, donde hubo de todo, incluidos graves riesgos de accidentes, dos veces en Tierra del Fuego, entre México y Chicago, y entre Boston y New York. El resto, decenas de vuelos, tan normales como respirar.
Cuando en 1964 regresamos a casa ingresé a La Nación y nunca me imaginé que, por una circunstancia impensable, el destino me abriría las puertas de una infinidad de vuelos para cubrir notas dentro y fuera del país. Ocurrió una noche, a poco de ser designado redactor, cuando un secretario pidió en voz alta un voluntario para realizar un viaje de dos días en avión a Santiago del Estero para entrevistar al gobernador porque esa provincia terminaba de exportar 1.000.000 de melones al Brasil.
Nadie se prendió y entonces levanté la mano. Más tarde me enteré que varios de mis colegas no podían aceptar estas notas porque trabajaban, además de La Nación, en otros medios. Cabe aclarar que los periodistas hemos tenido la muy buena costumbre de activar 6 horas por día, una saludable conducta que en gran parte los mismos periodistas ha perdido. Aquí practiqué mi convicción de que hay que saber ser feliz con lo que se tiene y no infeliz con todo lo que aún no tenemos. Si a alguien le sirve, le paso una frase que pertenece a un escritor alemán, Otto Erich Hartleben, y ha sido el principio laboral de toda mi vida: “La actividad no debe jamás degenerar en trabajo”.
Durante mis 15 años en La Nación y luego 12 en Clarín, mis vuelos fueron la sal y pimienta de mi tarea informativa. Conocí todas las provincias, aunque nunca pude volar a la Antártida y las Islas Malvinas. Otras notas me llevaron a varios países de América latina, el Caribe, los Estados Unidos y Europa. Me quedé con las ganas de conocer lugares de Asia y Oceanía. En Africa sólo estuve en una obligada escala técnica. En mayo 2012 volé a New York y en junio a Miami. Hace unos meses viaje a Jujuy. Los vuelos fueron en todo tipo de aviones, desde jets hasta pequeñas aeronaves de una decena de plazas. http://www.tdperiodismo.com
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El vuelo de mayor volumen lo hice en un Hércules, el famoso Lockheed C-130, ala alta, cuatro motores turbohélice. En el extremo posterior, por medio de una rampa entraban jeeps, otras cargas y tropas. Cuando Perón decidió regresar al país en su último viaje desde el exilio, y se hallaba en vuelo, en las cercanías de Ezeiza hubo enfrentamientos a tiro limpio entre fracciones adversas del peronismo; murieron varios y hubo heridos. Perón resolvió descender en la pista de Morón. Por este motivo, se organizó de urgencia un viaje de los periodistas para volar en un Hércules desde Aeroparque a Morón y cubrir la nota en ese lugar.
En 2011 me puse a pensar que nunca había volado en un planeador. Decidí gestionar un vuelo en La Plata. No pudo ser. Al año siguiente retorné al club y allí me encontré con el joven y talentoso piloto Horacio Piombo, hablamos del proyecto y el vuelo se hizo. Como se destaca en las dos notas anteriores, el ámbito en que se mueven pilotos, instructores, expertos y alumnos es muy gratificante. La pista de operaciones se encuentra alejada del campus del aeroclub. Es de gramilla y, fuera de los elementos básicos, no existe una estructura superior en el lugar para realizar los vuelos. Todo se hace a pulmón, aunque respetando las exigencias impuestas por la federación internacional para estas práctivas. Se debe destacar que la actividad mayor, los vuelos, la realizan dirigentes y socios de la entidad; luego los alumnos que concurren a desarrollar el curso de pilotaje y, por último, como un servicio especial, se hacen los vuelos de bautismo.
La gente que desea realizar el vuelo de bautismo llega a la sede del club, estaciona el coche en el mismo lugar y luego camina varias cuadras, a campo traviesa, para aproximarse a las mesas de expertos. Allí se encuentran, por supuesto, los planeadores y aviones de arrastre. A partir de ese momento, quienes deseen volar se anotan en una planilla y cuando les corresponde, son instruidos sobre las condiciones del vuelo.
Dos expertos hacen una pormenorizada inspección del planeador. Comprueban, paso a paso, que todo funciona bien, le colocan un paracaídas al visitante y lo ayudan a ubicarse en la muy estrecha cabina de la nave. El principiante tendrá a su frente un breve tablero con relojes de medición. El piloto estará en la cabina de atrás y a partir de ese momento se establecerá un diálogo informativo muy interesante entre los dos. Auxiliares del club y alumnos, con sus músculos tensos, se encargan de ubicar el aparato detrás del avión de arrastre, aseguran la cuerda de tracción y ésta queda bien enganchada. De inmediato, los dos aviadores intercambian información para iniciar el vuelo. La cuerda se estira , los dos pilotos acuerdan que todo está ok y comienzan a rodar avión y planeador. Luego de un breve carreteo, las dos naves se despegan del suelo, la ascensión se hace lenta y suave, no hay ruido alguno en la cabina del planeador, y luego de una o dos vueltas “de calesita”, al llegar a unos 500 metros de altura, el piloto del planeador suelta el amarre y, según una convención internacional, voltea su máquina a la izquierda, mientras el avión de arrastre gira decididamente a la derecha. http://www.tdperiodismo.com
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La primera impresión que recibí fue la sensación de alta seguridad. El cuerpo, como si estuviera dentro de una cápsula espacial, la trompa ahí nomás, a centímetros y el vacío total a medio metro. Para quienes le gusta volar, es la suma de maridaje entre el cuerpo y el espacio. Supongo que esta íntima relación es mayor en los paracaidistas y en los que practican aladeltismo. La diferencia entre volar dentro de un planeador y un Cessna, por ejemplo, es que en el vuelo a velo el ruido es casi inexistente y esta condición asocia más al hombre con los pájaros. La ventaja sobre los pájaros, según dice Horacio Piombo, es que el planeador llega a alturas que superan a un jet de línea, es decir, a más de 12.000 metros. A estos records han llegado pilotos alemanes volando en los Andes, del lado argentino.
Abajo, quintas y manchones de barrios suburbanos con prevalencia de campos; luego construcciones bajas, previas a los edificios altos del centro platense y más allá el Río de la Plata. En distintos pasajes, el pasajero vuela sobre la avenida Circunvalación, la Diagonal 74, la cárcel de mujeres. Si el ocupante lleva una cámara –altamente recomendable- puede registrar varias decenas de fotos, a pulso firme para que no salgan imágines movidas. Verse en un avión de fuselaje tan estrecho, tanto que cuesta ubicarse con el paracaídas puesto, y al mismo tiempo comprobar que si uno abre los brazos éstos quedan encima y paralelos a las alas, es tener la evidencia tangible, indiscutible, de que uno se ha convertido en pájaro. Esta sola experiencia bien vale el acercarse al aeródromo de La Plata. - No puedo explicar y escribir luego, cómo vuela si no tiene motor, le comento al piloto - Vamos cambiando energía potencial por energía cinética. Es el primer principio del avión. El avión necesita energía, con sus motores, para subir y para mantenerse, explica.
Así como uno vuela sentado, la emulación con un pájaro cobraría más realidad si fuera posible volar echado, a lo largo, panza abajo, como se hace en el ala delta. El impacto emocional es formidable y si uno se deja atrapar por el momento que está viviendo, único e intransferible, se diluyen los temores con sólo pensar que se encuentra en un planeador y el hecho de planear es una alta garantía de maniobrabilidad. En la nota anterior recordamos aquella vez que a un experimentado comandante estadounidense, Chesley Burnett "Sully" Sullenberger III, a poco de despegar del aeropuerto Kennedy, varios gansos canadienses le bloquearon las dos turbinas y, no tuvo otra solución que llevar el avión con sus 160 pasajeros y tripulantes al río Hudson, planear y acuatizar. Los salvó a todos. Quienes piensen en este “pesado” ejemplo, suben a cualquier planeador y se entregan al placer de volar, sin más argumentos. Uno de los estudiantes, recuerdo, dijo que el curso de pilotaje realizado con planeadores supera el 60% del aprendizaje profesional. De manera que un vuelo en planeador guarda una dosis mayor de seguridad comparado con una máquina traccionada a motor.
Cuando hacíamos un pasaje sobre la cárcel de mujeres, la ductilidad de la nave, me hizo recordar esa escena de “Avatar” donde un jefe militar, http://www.tdperiodismo.com
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encapsulado dentro de un enorme y poderoso robot de unos tres metros de altura, acciona sus articulaciones, éstas son registradas por los sensores y las extremidades de acero cumplen las órdenes “al dedillo”. No queda enemigo en pie ni obstáculo sin vencer. Volar en planeador es una pálida muestra del hombre pájaro encapsulado del robot de “Avatar”, pero el piloto siente, tal vez mejor que piloteando un jet, que su máquina es un robot amigo que le permite darse el lujo de alcanzar una de las grandes aspiraciones de los hombres de todos los tiempos: volar como los pájaros. El aterrizaje es un capítulo final y aparte. En un avión de línea, los pasajeros observan por la ventanilla el suelo a los costados que se aproxima a gran velocidad. Con gran tensión muscular, la mayoría, espera el golpe del tren de aterrizaje contra la pista. En el momento en que el piloto del planeador encara el descenso lo hace con extrema suavidad, con gran domino de la máquina. El invitado asiste, en primera fila, como si entrara en la pantalla de un cine, a una creciente imagen de la gramilla de la pista y donde un mínimo pero fortísimo sistema de aterrizaje lo vuelve a la tierra como si la nave y sus dos tripulantes retornaran al hogar. A partir de ese momento, los que han experimentado su primer vuelo pueden ufanarse de ser privilegiados sujetos a los cuales les encanta reconocerse, –además de pasajeros de un avión a vela-, parientes cercanos de las níveas, elegantes y graciosas gaviotas platenses.
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