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PAN DE HIGO -.El apuesto joven montaba un antiestético percherón negro a través del bosque. El elegante caballo blanco habitual de larguísimas crines y estilizada silueta esperaba en la cuadra su cambio de herraduras de las diez mil leguas. Lo rocoso y enlutado de la improvisada montura desmerecía al grácil jinete; pero, las mallas de seda natural y el picudo sombrerito rematado con una exótica pluma de faisán no dejaban lugar a dudas: se trataba del príncipe. Un espumoso y denso hilo de baba amarillenta colgaba de la boca de la caballería. El viscoso colgajo se columpiaba sin romperse, mientras el príncipe tarareaba una canción de Rosendo Mercado. La oyó días atrás por la radio, desde la habitación, mientras los papás de Pedrito se calentaban la cena en la cocina y el niño jugaba solo en la cama con su consola, hasta quedarse dormido. Mientras cabalgaba, el príncipe pensaba en su princesa. Opinaba que era insoportablemente engreída, aunque no podía quitársela de la cabeza. Era la mejor pagada de los personajes, pero eso lo aceptaba él con deportividad. Sin ella no había argumento, era un hecho irrefutable. Un príncipe podía ser reconvertido en cazador o en leñador sin desmerecer el guión; pero una princesa era imprescindible. Lo que le sacaba de quicio era que esa petulante se comportase como una superdiva, haciendo casi imposible la convivencia en el castillo. Alguna vez estuvo tentado el príncipe de tratar de conseguir algo con ella, aunque fuese meramente un desahogo carnal; y es que, a pesar de su carácter, la ropa medieval le sentaba genial a esa lagarta. Sobre todo el corpiño aterciopelado del color de una granada madura y jugosa que se ceñía a su cuerpo con un escurridizo lazo de seda, del cual trataban de huir dos melocotones 1
blancos, calandinos, como porciones de leche redonda que, diríase, estaba recién ordeñada de una nube solo apta para mayores de dieciocho años. Pero bastaba una gélida mirada de ella para que se rompiese la magia. Solo se relacionaban en lo laboral y, para más inri, durante la introducción y el nudo no necesitaban ni verse, porque cada cual seguía su propia trama paralela. Se encontraban cara a cara ya en el desenlace, junto al cadáver de la bruja recién ajusticiada con un espadazo en el gaznate. Allí los príncipes intercambiaban una mirada amorosa, tierna e infinita sobre la palabra “FIN”, decorada con cenefas de flores, mientras dos pajaritos –uno azul y otro rosa– revoloteaban a su alrededor. Era una mirada importante, crucial, y ellos, dos profesionales como la copa de un pino, la clavaban una y otra vez a la perfección, a pesar del glacial distanciamiento que les separaba en lo sentimental. De todos modos, a pesar de la diferencia de sueldo con la princesa, tampoco se podía quejar tanto el príncipe. La bruja, por poner un ejemplo, ni siquiera cobraba. Estaba con un contrato basura de prácticas, a pesar de tener más años que Matusalén. Cuando alguna vez reivindicaba sus derechos a las altas esferas editoriales, estas la amenazaban con sustituirla por un ogro maloliente, un dragón chamuscado o incluso un lobo ibérico famélico y pulgoso. “Esos, además de no cobrar como tú, nunca se quejan”, le recordaban. “Al menos en el castillo como todos los días y estoy caliente”, se consolaba Raimunda, quien llevó durante demasiados años una sórdida vida en fanzines de los de sexo y sangre para adultos, hasta encontrar este trabajo que era, sin duda, su último tren. Además había congeniado con el príncipe y pasaban las largas horas de asueto jugando al guiñote de lunes a viernes y al cinquillo los fines de semana. Despachaban orujos, cacahuetes, cotilleos y chistes verdes tratando de olvidar cada uno su penosa soledad. El príncipe se sentía frustrado y opinaba que sobre la estantería de pino de la habitación de Pedrito jamás podría realizarse como personaje; le faltaban espacio y perspectiva. 2
Pero su contrato era tan claro como estricto: debía estar siempre dentro del libro a disposición de cualquier lector las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana y, sobre todo, debía hallarse siempre en la página oportuna, realizando la acción adecuada. Por algo disfrutaba del lujoso castillo, impreso a todo color, en tecnología offset y sobre un papel de gramaje cojonudo. Pero aquella guitarra eléctrica de la radio y la voz rota del viejo rockero Rosendo le habían hecho sentirse inquieto y habían convertido ese bello castillo en una jaula de papel. Las horas de espera eran eternas. Pedrito había descubierto los videojuegos y ya no pedía que le leyesen un cuento para al ir a la cama, ni sus padres se lo ofrecían tampoco, todo hay que decirlo. El tedio invadía al reino como un espectro invisible, colándose como un humo tóxico en las dependencias de sus pobladores, asfixiando, entumeciendo y aplacando todos los ánimos. Cada día le asqueaba más al príncipe tener que recordar su papel y fingir esa gran sonrisa de bobo sobre el tan recargado “FIN”. Ni siquiera la explosión de adrenalina causada por la velocidad equina y el atronador ruido de los cascos partiendo en pedazos las piedras del camino lograban distraer de un único pensamiento a su mente: salir al mundo que no es de papel, al mundo de Rosendo. A las diez y media de la noche, con Pedrito dormido y los papás viendo la televisión en el salón, dos piernas de tinta surgieron de entre las páginas de un libro de tapas duras buscando la libertad. El prófugo adquirió volumen progresivamente. Primero se le hincharon los pies, más tarde las piernas y después las nalgas. Siguieron el tronco, los brazos y las manos. Finalmente se infló la cabeza a soplidos intermitentes, como conectada a una bomba manual de bicicleta, llegando así el príncipe al mundo de las tres dimensiones. Tras un ligero mareo –muy normal por el cambio dimensional y el exceso de ventilación– el príncipe examinó con gran curiosidad sus nuevas curvas, volúmenes y protuberancias. Sonrió maliciosamente al palpar su abultada entrepierna en 3D y salió 3
de puntillas por el pasillo. Entró gateando en el salón y se quedó parapetado detrás del sofá, donde descansaba el matrimonio. Asomó su cabeza y se quedó pasmado ante una ventana luminosa llena de imágenes y voces que le engancharon de inmediato. Vio que los papás también estaban quietos, con la boca abierta y los ojos como platos, mirando hacia la luz mágica. Tras infinitos consejos publicitarios comenzó una investigación policial. Uno, al que los demás llamaban “el forense”, cogió una sierra y abrió de arriba abajo a la víctima de un crimen salpicando hemoglobina para aburrir. La horrible visión turbó al príncipe que, acostumbrado a bucólicos bosques y hermosos corpiños ajustados, no soportó tanta escabrosidad y decidió que era hora de partir. El suave sonido de la puerta cerrándose con cuidado alertó a los televidentes incluso hasta el punto de hacerlos desviar la absorta mirada de la tele durante un segundo, pero no se movieron del sitio. Ya irían a ver qué había ocurrido durante la siguiente pausa publicitaria, sin percatarse de que alguien se había llevado un juego de llaves del cestito del recibidor. El príncipe bajó del segundo piso saltando las escaleras de dos en dos, tarareando la canción de la radio y saliendo a la calle dispuesto a oler la famosa libertad. Resultó que la libertad apestaba. Frente a él un carruaje enorme, sin caballos y con lucecitas naranjas en su cubierta engullía a unos grandes cubos verdes que por su aroma parecían estar repletos de mierda. El príncipe abandonó la escena y tras cruzar por delante del carruaje le atropelló otro carro más pequeño, también sin caballos, con el rótulo de “TAXI” y una lucecita verde en el techo. No comprendió lo del paso de peatones que le gritó el airado conductor y, algo recompuesto, procedió a evaluar los daños sufridos: mallitas rotas, hombro izquierdo dislocado, brecha en ceja derecha y rodillas totalmente peladas. El taxista, al verlo levantarse con vida, se marchó sin decir ni adiós. El príncipe dio un
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nuevo paso y le atropellaron de nuevo. Esta vez fue alguien sobre un cachivache de dos ruedas. Llevaba la cara cubierta con un casco, aunque no portaba lanza ni escudo. Sin necesidad de levantarse el príncipe volvió a evaluar daños: pérdida de zapato derecho, partición de labio superior y vuelo de un incisivo –amén de haberse rasgado la capa y embadurnado de manchas difíciles todo el cuerpo–. Se estaba convirtiendo en un experto a la hora de evaluar desperfectos propios y eso le preocupaba. Tras izarse de nuevo, se atusó los tirabuzones de su pelo rubio empleando los dedos a modo de peine, y se despidió cortésmente del motorista, quien con el puño en alto le mostró muy vertical el dedo corazón antes de desaparecer. Pensó el príncipe que sería algún saludo. Exhausto, llegó hasta los neones rosas del “Club Sirenas” y opinó que sería un buen lugar para el reposo, entrando con su aire más noble al local. Las puertas se cerraron tras de sí, apareciendo ante sus ojos el lujo más refinado que jamás había visto. Una sonriente señorita que había olvidado cubrirse los pechos le preguntó al príncipe si deseaba tomar algo. Él, azorado por tanta lozanía a la vista, pensó que ella reconocería de inmediato su altísimo linaje y pidió, con autoridad, una jarra del mejor vino de aquella posada. Pero la joven, más que a un príncipe, había reconocido al protagonista de alguna deprimente despedida de soltero, rematada con el abandono del homenajeado –patéticamente disfrazado, por cierto– en un puticlub. –Bueno, guapo. Además de beber querrás alguna cosita más ¿me equivoco? –inquirió la pícara posadera. – Pues sí. Cacahuetes y una baraja de guiñote –respondió cándidamente él. Ingentes copas de tinto de Calatayud bebió el de las mallas, hasta perder el control y la vergüenza. Y sin saber cómo, se halló en una habitación rosa, sobre una cama en forma de corazón, viendo su imagen reflejada en el techo, saludándose a sí mismo con una 5
mano y luciendo una boba sonrisa en los labios. La joven de la barra salió del baño e inició un sugerente baile delante de sus narices. Antes de que el príncipe entendiera la situación, ella ya le había desnudado con los dientes y le estaba obsequiando con millones de desconocidas caricias. Él estaba confuso. En el castillo las escenas de amor se limitaban a un cruce tierno de miradas, mientras los dos pajaritos –el azul y el rosa– piaban junto a las cabezas de los protagonistas. Pero no quería ofender a la chica y correspondió lo mejor que supo, dándolo todo. Después del acto amoroso ella le requirió ciertos emolumentos y él le explicó, tranquilo como cualquier noble ante un tema pecuniario, que no llevaba ni un maravedí en su bolsillito de terciopelo. Del lugar del que venía, aclaró, la realeza no pagaba jamás de los jamases. Segundos después un señor calvo y alto como una montaña apareció en escena sin presentación. El príncipe, para romper el hielo, lo saludó con su puño cerrado y el dedo corazón en alto, lloviéndole puñetazos y patadas hasta que el salvaje se aburrió, se lastimó los nudillos o se apiadó del desgraciado dando por terminado el brutal castigo. A empujones, el príncipe aterrizó en muy mala postura sobre el asfalto de la calle, donde, derrotado y un poco harto de la sobrevalorada libertad, pensó en regresar a su jaula de papel hasta el fin de los tiempos. Se incorporó sintiéndose incapaz de evaluar más daños y pensando en por qué se habría enfadado tanto el calvo. Con la mano derecha se apoyó en la pared más cercana, forrada con cientos de carteles publicitarios distintos, pero su principesca mano solo se había apoyado en uno de esos carteles: “ROSENDO MERCADO, HOY, EN LA PLAZA MAYOR, POR GENTILEZA DEL EXCELENTÍSIMO AYUNTAMIENTO”.
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“¡Ni hablar de regresar al libro!”, pensó. La noche estaba resultando extraña, eso era cierto. Llena de claroscuros, brechas y hematomas. Pero ahora se trataba del gran Rosendo. Cuatro ancianas sentadas a la fresca constituían el punto de información no oficial de la localidad. Se asustaron un poco cuando el príncipe se acercó oliendo a vino, con un disfraz roto, lleno de barro hasta las orejas y con sangre seca alrededor de la nariz y la boca para preguntarles cómo llegar a la Plaza Mayor. Pero ellas se sobrepusieron y tras debatir un poco, a fin de decidir si para un forastero sería más fácil ir por la calle de las eras o por la calle del río, concluyeron que el último era el mejor camino. No obstante, como buenas samaritanas debían remendarle la cara con litros de mercromina antes de dejarle partir. Tras la atención sanitaria el príncipe saludó con una reverencia y se alejó por la calle del río. La plaza estaba concurrida y el sorteo de un bingo amenizaba la espera del concierto. El premio era un jamón para el más afortunado y un chorizo ibéricos para la línea. El príncipe se quedó absorto, mirando los suculentos manjares expuestos, cual tesoro, sobre un iluminado escenario rodeado de banderines de colores que asemejaban un arco iris de papelitos. Le sacaron del trance los participantes del concurso de disfraces de la localidad, tomándole por uno de los suyos e introduciéndole a la fuerza en su alegre corrillo. Tras informarle de que todos los disfrazados tenían barra libre, la feliz pandilla ocupó el bar con unos modales dignos del ejército de Atila. – ¡Un litrito para el príncipe! Por cierto, ¿qué te ha ocurrido en la cara? –preguntó un conde Drácula de lo más elegante. Extrañamente, cuando el príncipe contó que era un personaje de un cuento de princesas y que había huido de las páginas de su libro para conocer el mundo real nadie le creyó. 7
No obstante lo aceptaron como al bromista de la cuadrilla y entre sorbo y sorbo de cerveza cayeron risas, presentaciones y calurosas palmadas en la espalda. El príncipe jamás había disfrutado tanto y terminó por contagiarse del ambiente. Se sentía feliz por primera vez en muchísimo tiempo y parecía que la vida no podía irle mejor. Pero justo cuando la tercera cerveza se deslizaba por su garganta, tan amarga y fría como la soledad en un castillo medieval, un contundente acorde de guitarra partió la noche en dos simétricas mitades y una voz rota saludó a los asistentes. Era Rosendo. Y el príncipe cayó en éxtasis. Con el corazón ardiendo por el reciente hallazgo de la etílica camaradería masculina, el estribillo de “Pan de higo” hizo estremecer a las lejanas estrellas que miraban curiosas y coquetas desde lo alto. El príncipe sintió cómo las gotas de lluvia de una incipiente primavera caían, tras la sequía de una yerma vida, sobre su alma, haciéndola florecer. Era el broche de oro a su escapada. Ahora, al fin, lo entendía todo. Esa mágica noche nuestro amigo fue un hijo del rock and roll. Un polizón de tinta que se coló de puntillas en la vida real de cemento y hormigón. Bebió, rió, charló e incluso vomitó mientras sus colegas le sujetaban la frente entre voces de ánimo. Pero la obligación era la obligación y, finalizada la juerga, retomó el largo camino de regreso a casa. Eso sí, esta vez no viajó solo. Dos de sus nuevos amigos –un mosquetero al que cada vez se le trababa más la lengua y un fantasma con sábana sucia y cadenas de gomaespuma– vivían en su misma calle y le acompañaron. A pesar de que él les había explicado hasta la saciedad lo de su fuga, ellos seguían sin entender cómo no le habían visto nunca antes por el barrio. Tras llegar sano y salvo hasta su portal se despidieron con varios abrazos y un par de “tío eres el mejor, hemos de vernos otra vez, de verdad colega, en serio”. El príncipe desapareció como un espíritu doble y borroso que apenas
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recordarían el mosquetero y el fantasma al día siguiente. Subió las escaleras lentamente y entró en el piso a las seis en punto de la mañana. Todos dormían. Cogió el libro de cuentos, suspiró por aquello que iba a dejar atrás, abrió la tapa, y metió la cabeza. Perdió su tercera dimensión mientras avanzaba y se convirtió de nuevo en un simple dibujo. – ¡¿Dónde has estado toda la noche?! –escuchó a su espalda. Era ella, su princesa. Al fondo del pasillo se oían los ronquidos de Raimunda, quien dormía en su alcoba, ajena a la escapada del príncipe. Sin embargo la princesa no había podido pegar ojo en toda la noche. Al parecer se preocupaba por él después de todo. El príncipe, arrebatado por esa esperanza, tomó con sus manos las manos de ella, la miró a los ojos clavándole sus vidriosas pupilas ensangrentadas por los litros de alcohol y, jugándose el todo por el todo, susurró: – ¿Quieres saber dónde he estado, princesa? Probando la vida real. La que huele, la que duele, la que ama, la que hiere, la que mancha y la que besa. –Y la besó con pasión y ella se apartó y le abofeteó con todas sus fuerzas, y le gritó que apestaba a cerveza. Pero, inmediatamente lloró y dudó, porque incluso los dibujos dudan. Había sufrido tanto su ausencia que, temblando y entre sollozos, acarició la enrojecida mejilla recién abofeteada y le correspondió con un sincero beso de amor. Despertó entonces el pajarito azul, quien alertó al rosa, e iniciaron su revoloteo habitual alrededor de los amantes, pensando que era hora de trabajar; pero huyeron escandalizados al comenzar a cruzar las lenguas principescas de una cavidad bucal a otra, salpicando saliva y deseo por doquier. Las manos del príncipe rozaron por fin las dos perfecciones gemelas y turgentes que le enloquecían, dejándolas volar libres fuera de su nido. Y así, entre jadeos y sinceras promesas de cariño eterno, los jóvenes hicieron el amor sobre el frío suelo de piedra del castillo. 9
Los amantes, rendidos, durmieron hasta bien entrado el mediodía, abrazados como solo saben dormir los muy enamorados, sintiendo en la oreja propia los resoplidos cálidos de la respiración ajena. Por la tarde el príncipe olvidó acudir a la partida de cartas con Raimunda, pero ella lo comprendió, porque una vez también durmió muy abrazada a un alma que creyó gemela. Y ¿Pedro? Bueno, desde ese día dice oír cómo alguien canturrea una canción en su habitación, aunque los papás no lo creen, porque los niños siempre quieren llamar la atención. Pero la canción es real y la entona –rasgando en el aire una guitarra eléctrica imaginaria– el príncipe. Canta muy bajito cuando, desvelado, aprovecha la tintineante luz de las estrellas para observar, feliz cual perdiz, cómo duerme junto a él su amadísima princesa.
FIN
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