PAPELES DEL FESTIVAL de música española DE CÁDIZ

PAPELES DEL FESTIVAL de música española DE CÁDIZ Consejeria de Cultura 3 Director REYNALDO FERNÁNDEZ MANZANO Consejo de Redacción MARÍA JESÚS RUIZ

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PAPELES DEL FESTIVAL de música española DE CÁDIZ

Consejeria de Cultura

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Director REYNALDO FERNÁNDEZ MANZANO Consejo de Redacción MARÍA JESÚS RUIZ FERNÁNDEZ JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ ALCANTUD MARTA CURESES EMILIO CASARES RODICIO DIANA PÉREZ CUSTODIO ANTONIO MARTÍN MORENO MARTA CARRASCO ALFREDO ARACIL MANUELA CORTÉS MARCELINO DÍEZ MARTÍNEZ OMEIMA SHEIK ELDIN JOSÉ MARÍA SÁNCHEZ VERDÚ Secretaria Mª. CARMEN MILLÁN RÁFALES Mª. JOSÉ FERNÁNDEZ GONZÁLEZ Depósito Legal: GRI.S.S.N.: Edita © JUNTA DE ANDALUCIA. Consejería de Cultura. CENTRO DE DOCUMENTACIÓN MUSICAL DE ANDALUCÍA

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EL TERRITORIO DE LA MÚSICA IMPURA Diana Pérez Custodio (Compositora y Conservatorio Superior de Música de Málaga) Abstract: The Territory of Impure Music This article consists of the author’s personal reflections on the ancient and controversial subject of the autonomy or heteronomy of music vis-à-vis other art forms. After a summary historical review from Classical Antiquity to the present day, which situates and frames the current status of the issue, the article proceeds to define the limits and characteristics of the so-called “territory of impure music.” Finally, some of the author’s compositions are analyzed according to their place within said territory, specifically Cinco vocales. Juego musical para vocalizar un poco (1992), De cómo abrir cerraduras (1993), Y atrás quedó… (1993), Tres círculos viciosos en un ojo de pez (1994), Quien canta sus penas en-canta (1996), Cuatro súplicas (1998), Panfleto Jondo (1999), Jaqueca (1999), Con-sumo placer (2000), Para Noia (2000), Motor con vibráfono (2001), Políptico (2000) y la ópera Taxi (2002).

“Lo que el amor es para la humanidad, la música lo es para las otras artes y para la humanidad misma. Porque la música es el amor mismo, el más puro y etéreo lenguaje de las emociones, que abraza los más sutiles matices de las pasiones.” Carl Maria von Weber Crear suele implicar, en cierta medida, adentrarse en territorio desconocido. Trazamos trayectorias a través de infinitas posibilidades seleccionando y engarzando nuestras huellas, a veces con la ayuda de mapas, a veces a oscuras y guiados tan sólo por la débil resonancia que emiten eslabones perdidos de nuestro propio pensamiento. Pararse es ir hacia atrás. Avanzar, a menudo, es no saber a dónde ir.

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Personalmente, escogí para perderme el territorio de la música impura. En estas páginas tratare de situar vagamente sus coordenadas; asimismo, resumiré mi propia experiencia al respecto, corta pero muy intensa. Tal vez alguien se haya visto reflejado en estos mismos espejos. Uno de los debates más enriquecedores en el seno de la llamada música “culta” occidental ha sido aquel que, a través de los siglos, ha enfrentado a los partidarios de un discurso sonoro absoluto, es decir, sin referencias extramusicales de ningún tipo, con los que sentían la necesidad de integrar otros elementos en las creaciones musicales, ya sea como acicate de la inspiración, ya como complemento de la obra final. La verdad es que la polémica entre la música pura y la impura es, terminológicamente, muy reciente y se conecta con otra de gran importancia, que es la de la autonomía o heteronomía del discurso musical respecto de otros discursos artísticos, en especial el poético, desde Platón en adelante. Los filósofos griegos, ocupados en cuestiones estéticas fundamentales como definir la belleza, valorar el sentido de la imitación de la naturaleza, dictar las correctas normas de la proporción y el equilibrio, o establecer los niveles posibles del placer artístico, también reservaron un lugar privilegiado a la reflexión en torno a la música. Sus conclusiones fueron variadas e incluso encontradas; son bastante conocidas las de Platón y Aristóteles, tan conscientes ambos del enorme poder de la música sobre el ser humano, de su capacidad para suscitar emociones e incluso transformaciones de tipo ético en el alma, que expresaron su abierto temor a un mal uso del arte de los sonidos para corromper y desviar del justo camino a los ciudadanos. Otras corrientes de pensamiento, como el epicureismo, negaban a la música sus cualidades emocionales. Sin embargo Plotino, considerado el cúlmen de la escuela filosófica de Atenas por su impresionante sistema neoplatónico, afirmaba de forma significativa que existían tres caminos hacia la verdad, y que éstos eran el del músico, el del amante y el del metafísico. Pero lo más llamativo, volviendo al marco que nos ocupa, es que todos estos pensadores, cuando hablaban de música, se referían casi con exclusividad a la danza y al canto, es decir, a la música asociada al movimiento del cuerpo, y a la música asociada a la palabra. La alianza entre formas de expresión de diferente naturaleza no se cuestionaba como algo nocivo o que mermara en modo alguno las virtudes del discurso musical. Al abrigo de los filósofos atenienses se han elaborado con posterioridad todo tipo de teorías. Un auténtico caleidoscopio de interpretaciones de los mismos textos iniciales ha traído consigo otras tantas bifurcaciones del pensamiento, aplicadas a o surgidas desde la creación musical. Cuestiones aparentemente tan alejadas entre sí como el nacimiento de la ópera a comienzos del Barroco, o la defensa de la música absoluta durante el Clasicismo, se apoyaban en afirmaciones ya formuladas en la antigua Grecia. Algo después, con el advenimiento del Romanticismo, se produce una cierta revolución estética en la que la subjetividad del artista toma la palabra, superando en parte la tiranía de las formas clásicas y del trasfondo filosófico en ellas encarnado; es entonces cuando la denominada música programática irrumpe en la historia como género, enfrentándose a la música absoluta y denunciando sus limitaciones comunicacionales (no hay que olvidar

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que, en el fondo, la forma sonata, pura por excelencia e instrumental, se ha explicado durante siglos en función de oposiciones dramáticas de caracteres/personajes/sexos -A masculino, B femenino- casi figurativas). Enrico Fubini, refiriéndose al problema de la música programática y en concreto a sus más ardientes defensores, escribe lo siguiente: “Esta defensa corresponde a una profunda exigencia de la época, o sea, la aspiración de fundir las artes entre ellas, aboliendo todo confín para la consecución de una más completa expresividad. Hasta ahora, la música se había encontrado, en el melodrama, con la poesía y la literatura, pero no se había nunca unido, fundido completamente con ellas.”1 Claro que desde siempre ha existido la música integrada, no sólo con otras artes a través de la danza, el canto, o más recientemente la ópera, sino también, por supuesto, con otras actividades humanas tales como rituales religiosos o profanos, trabajo, fiestas, representaciones escénicas de todo tipo, batallas, educación, o la simple necesidad de dormir a un niño. Pero no podemos negar que el hecho de que los propios compositores dignifiquen la impureza musical es un paso adelante significativo. Richard Wagner avanza en esta línea evolutiva sentando, con su pensamiento y con su obra musical, sólidas bases que abrirán paso a la sistemática demolición de fronteras artísticas que aconteció a lo largo del siglo XX, y en la que todavía continuamos plenamente inmersos. El concepto de obra de arte total (Gesamtkunswerk) desarrollado por Wagner2, en el que todas las artes (drama, poesía, música, canto, danza y artes plásticas) se funden entre sí para dar origen a una nueva forma de arte, se presenta como la herramienta capaz al fin de expresar y comunicar el universo de los sentimientos con todos sus matices. Curiosamente, las óperas de Wagner, así como todas las óperas posteriores que nacieron con vocación de unificación artística total, han pasado de manera automática a formar parte del repertorio operístico tradicional sin distinciones, es decir, son tratadas en la actualidad como una música escrita sobre un libreto, a la que se añade, de forma más o menos ortopédica, una puesta en escena diferente para cada ocasión. Parece ser que el gremio musical, en su inmensa mayoría, prefiere seguirse aferrando a la afirmación de Nietzsche, coetáneo y amigo de Wagner pero con ideas muy diferentes sobre el arte, cuando escribe que “la música absoluta es la música legítima, y la música dramática debe ser, también ella, música absoluta.”3 Si buscamos el término “música programática” (programme music) en The Oxford Dictionary of Music, podemos leer al final del párrafo una frase muy interesante que afirma que, felizmente, ya ha caducado el precepto ampliamente extendido de que la música absoluta es superior a la programática... Y es que, a pesar de todas las rupturas que el siglo XX propuso frente a la tradición, ha seguido alimentándose hasta la actualidad este debate acerca de la pureza o impureza de FUBINI, E. (1971): La estética musical del siglo XVIII a nuestros días, Barcelona, Barral Editores, p.121. 2 Fundamentalmente en su obra Das Kunstwerk der Zukunft (La obra de arte del futuro), de 1849. 3 Extraído de su ensayo de 1874 Ricardo Wagner en Bayreuth. 1

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la música (a veces la impureza se centraba en un trasfondo político, una contaminación étnica o popular, o simplemente en la utilización de lo subjetivo) y, lo que es más grave, de la superioridad de una u otra como forma de hacer arte. Si entre los compositores han existido y existen ejemplos firmemente convencidos de una opción o de la otra, que han sabido llevar a su obra sus ideas al respecto con mayor o menor fortuna, parece que entre el resto del mundo que gira en torno a la “música culta”, es decir, intérpretes, empresarios y público en general, sigue imperando la música pura o absoluta como modelo ideal a seguir. De hecho, existen serios problemas, tanto en el ámbito institucional como en el personal, para asumir las diversas impurezas musicales. Muchos se sienten incómodos ante el desconcierto de no saber cómo clasificar las formas híbridas de expresión; si no hay un apartado, una categoría bien definida para incluir la obra en cuestión, el resultado suele ser un enorme desasosiego. Llegados a este punto, quisiera mencionar algunos ejemplos extraídos de mi experiencia personal que vienen bastante al pelo. A una de mis obras, que incluía elementos gestuales de interpretación y que fue estrenada en el Festival Internacional de Música y Danza de Granada, la SGAE le denegó la prima de estreno correspondiente alegando literalmente que no era, “ni dramática ni musical”. Otra, estrenada en el Festival Internacional de Música Contemporánea de Alicante, fue ampliamente criticada por incluir de forma literal fragmentos de música popular, así como voz cantada interpretada por una actriz y no por una cantante profesional; también se puso de manifiesto con cierta acritud el hecho de que no fuera clasificable dentro de ninguno de los cajones estilísticos de la vanguardia histórica: ¡no se podía determinar con exactitud si era surrealista, abstracta o naïf! Y yo me pregunto, ¿qué opinaría John Cage de todo esto? De forma innegable, y a pesar de que muchos escojan volver la espalda a esta realidad, vivimos en una época de dilución de fronteras. Fronteras raciales, culturales, interdisciplinares y, por supuesto, artísticas. Como el comunicólogo James Lull afirma, “Las culturas del mundo están sufriendo una recontextualización permanente que las divide en nuevas 4 provincias de sentido.” Palabras como fusión, hibridación o mestizaje son fundamentales para definir nuestra sociedad y nuestra cultura en el siglo XXI. Sería iluso pensar que una forma de expresión y comunicación tan vital para el ser humano como la música quedase al margen de esta corriente que todo lo engloba. Es cierto que el arte del siglo XX ha protagonizado un proceso de autorreflexión y de investigación a nivel lingüístico que, en numerosas ocasiones, ha tenido como resultado una radical ruptura de la comunicación con el público en general. Gracias a este proceso se han podido desarrollar cuestiones de enorme complejidad conceptual sin la limitación que supone pensar en agradar a los demás. Nos encontramos pues con una nueva riqueza de posibilidades y recursos expresivos que nos sitúa en una posición de privilegio con respecto a las situaciones históricas anteriores. 4

LULL, J. (1997): Medios, comunicación, cultura, Buenos Aires, Amorrortu, p. 193.

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Todas las opciones estéticas a nuestra disposición y un nivel de desarrollo tecnológico que pone a nuestro alcance posibilidades hasta hace poco físicamente imposibles: quizás haya llegado la hora de retomar la comunicación artística con el público como fin que justifique el uso de semejante batería de medios. Y digo quizás porque, siendo arte y parte de esta cuestión, no me considero la persona más adecuada para emitir un juicio objetivo sobre la misma. Mi orientación desde un principio ha sido la de utilizar los medios que considerase necesarios para comunicar una idea determinada. El que esos medios fueran considerados o no ortodoxos desde el punto de vista musical no entraba dentro del ámbito de mis preocupaciones. Afortunadamente, en mi camino se cruzaron a muy temprana edad artistas bastante poco ortodoxos cuya fuerza expresiva me cautivó y contribuyó decisivamente a la consolidación de mis propias inclinaciones; no puedo aquí dejar de mostrar mi enorme agradecimiento a Esperanza Abad y a Gabriel Brncic. Partiendo de una formación musical clásica como la mía resulta más embarazoso liberarse de todos esos prejuicios seculares referidos a la supremacía de la música absoluta y de la pureza de estilo. Una estructura pedagógica que prohibía la creatividad hasta que no se completasen alrededor de doce años de formación académica tampoco resultaba de mucha ayuda. No obstante, una vez superado el proceso y puestas las cosas en su sitio, sí que hay que reconocer que un entrenamiento profundo y prolongado dentro de las reglas más estrictas de la tradición clásica tiene su parte positiva y puede proporcionar raíces sólidas a partir de las cuales crecer. Como siempre, lo que importa es el fin y no los medios. Tres fueron desde un principio mis vías de expresión preferidas: la voz humana, la manipulación electroacústica y la fusión de otras artes con la música. La voz, aunque algunos la empleen como un instrumento más, ofrece posibilidades muy especiales; además de permitir la intersección de palabra y música a través del canto, posee todo un crisol de registros no considerados tradicionalmente como musicales pero de una enorme riqueza sonora; no en vano, es uno de los recursos que la naturaleza nos ha implementado para comunicarnos. La electroacústica amplía nuestro universo musical hasta los límites del vértigo, aunque yo sigo prefiriendo limitarme a manipular electroacústicamente sonidos grabados de la realidad acústica, sobre todo la voz humana. La fusión con las otras artes es, de los tres, el aspecto más vinculado al tema que nos ocupa en esta disertacion, aunque tanto la electroacústica como el uso de la voz humana puedan suponer grandes dosis de impureza musical. Reconozco que me nutro de fuentes no musicales, tanto a nivel de inspiración como de realización (aunque aquello de considerar que todo el universo es música también haya sido defendido por algún que otro filósofo a lo largo de la historia). Y la consecuencia más inmediata que observo es la de pensar siempre la música como un espectáculo. En 1992 escribí Cinco vocales. Juego musical para vocalizar un poco, para voz y piano acompañante. En esta primera obra escénica perfilo uno de los temas que investigaré de

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forma reincidente en la mayoría de mis trabajos: la vivencia de un proceso. Son cinco piececitas muy breves, cada una de ellas con una vocal como único texto, y tituladas: a.Atando absurdos antílopes, e.Esfera, i.¿Inventarnos?, o.Olas ortopédicas, u.Urdimbre. Se presentan como un ejercicio de vocalización tímbrica, algo a lo que los cantantes no están demasiado acostumbrados. En la partitura se escribe la música y se describen tanto los timbres a emitir como algunos elementos gestuales referidos a ambos intérpretes. Olas ortopédicas intenta, de forma estilizada, describir una situación real ridícula: un cantante vocaliza, emitiendo sin querer y sin poder evitarlo timbres muy aberrantes que le horrorizan; el pianista ensaya por su cuenta pasajes de la supuesta obra que tiene que acompañar, totalmente exentos de interés musical (tanto los pasajes como el pianista); finalmente, el cantante se arma de autoestima, pide el tono al pianista y ambos ejecutan una espléndida cadencia final. Aunque las situaciones planteadas en las otras cuatro vocales son mucho más abstractas, las concebí todas como cinco miradas interiores a otras tantas facetas humanas: la a establece una dialéctica entre el timbre blanco de un niño y el timbre de un adulto, la e juega con los sonidos sinfonados estableciendo un universo mágico, misterioso, la i es una especie de arrebato de locura cargado de gestos musicales extremos, y la u es un sereno ritual de tapar y destapar la boca. Cuando llegó la ocasión de estrenar la obra, con la soprano Alicia Molina (con la que continúo colaborando) y yo misma al piano, la necesidad de un cierto montaje teatral me asaltó de forma imperiosa. Había que comunicar claramente la idea de proceso vivencial, y lo que escribí no era suficiente; podía igualmente interpretarse como un collage inconexo. Así que, con ayuda de un director de escena, construimos una serie de claves visuales para orientar al público en el sentido deseado: la cantante aparecía en escena de espaldas al público mirándose a un espejo, con lo cual lo primero que se percibía de ella era su reflejo; luego soltaba el espejo y se sumergía en la a como en un micromundo; cada vocal estaba trabajada visualmente, con la ayuda de pequeños elementos de atrezzo, para reforzar el estado que pretendía transmitir; al finalizar la u, la cantante volvía a coger el espejo para contemplar en sí misma las huellas del proceso vivido, rotaba dando la espalda al público y, simétricamente, la obra terminaba como empezó. El concierto en el que quedó inserto este estreno llevó el nombre de Música para mirar. En posteriores interpretaciones de Cinco vocales a cargo de otros intérpretes se respetó siempre esta concepción general, aunque los gestos y los objetos cambiasen. Me he detenido tanto en esta obra porque, en germen, contiene todo aquello que me preocupa o, mejor dicho, me ocupa a nivel expresivo. Unos meses más tarde concebí De cómo abrir cerraduras, para flauta, tuba, músico-actor y cantante-portaobjetos. Fue un experimento abiertamente escénico del que me ocupé totalmente: creé los decorados, el vestuario y el atrezzo, que en parte yo misma construí, compuse la música, tanto en vivo como en cinta, y escribí detalladamente el desarrollo de la acción, casi como si de un guión cinematográfico se tratase; trabajé con los actores y los músicos gestos y sincronías, con la dificultad añadida de que el flauta y el tuba se sentaban entre el público y, parodiados por el actor, a veces debían solaparse y otras dialogar. Con todos sus defectos fruto de mi inexperiencia, guardo un especial cariño a esta obra que me enseñó tantas cosas que no debía hacer y que me liberó, quizás de forma radical, de las ataduras académicas.

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Una obra tan barroca como la anterior destiló en otra despojada de casi todo, y a la que di por título Y atrás quedó..., para voz sola. El texto es un poema a modo de monólogo autorreflexivo que escribí para la ocasión, y que reproduzco aquí: Masticando narcisos apagados con miel de avispas. Cuando las imágenes se esconden en el fondo de los espejos, difuminándose. Es fácil dejarse llevar. Al fin y al cabo, si absorbo todos los colores obtengo negro. Como detalle cargado de sentido, la soprano Alicia Molina en el estreno se vistió con mis propias ropas. En partitura quedaba indicado que, tras la última palabra, el cantante debía cubrirse la cabeza con un paño negro y se apagaba a luz. El timbre funcionaba como un mosaico, y el texto se despedazaba y se componía como un rompecabezas, dando origen a nuevos significados. Esta obra se ha cantado muchas veces pero siempre integrada en montajes escénicos mucho más elaborados, entre los que destaco una interpretación, simultánea pero no sincrónica, por dos cantantes atados a los que se les introducían pétalos de rosa en la boca mientras iban desatándose, y otra en la que el cantante comía flores al pie de un estanque en cuyas aguas un bailarín yacía flotando. El trabajo con actores, bailarines y directores de escena siempre resulta muy enriquecedor para quien piensa que la música pura no deja de ser una abstracción. En 1994 compuse mi primera versión, para voz de mujer y cinta, de Tres círculos viciosos en un ojo de pez. Como casi siempre describo un proceso, esta vez circular o, más exactamente, elíptico, en torno a la represión de instintos, con todo lo que ello trae consigo. Los círculos son, respectivamente, de gula, de lujuria y de ira. En la cinta están los sonidos fisiológicos de la cantante, la voz de su cuerpo; la cantante en vivo representa los sonidos sociales, que intentan de forma hipócrita esconder a los primeros. Pero la voz del cuerpo es demasiado poderosa y pronto queda al descubierto, avergonzando públicamente a la cantante, que arrastrada por sus instintos pierde completamente los papeles; tras el catártico círculo de la ira se vuelve a encontrar en el de la gula, y el final queda abierto. La puesta en escena, trabajada durante largos meses y dirigida por Rosa Martín Rosa, comenzaba cuando la cantante, sentada como un espectador más, al escuchar la voz de sus instintos sonar por los altavoces se levantaba disimuladamente y se dirigía hacia ellos para taparlos con su propio cuerpo, mientras sonreía de forma artificial al publico y cantaba dulcemente. Durante el desarrollo de la acción, se movía en una espiral cada vez más cerrada hasta quedar bloqueada en el centro. Al final se asomaba al borde del escenario como a un precipicio, y se hacía la oscuridad. Cuando el tenor Pedro Barrientos me comunicó su deseo de interpretar esta obra me di cuenta de que, tal cómo la había concebido, la obra era sólo una estructura que cada intérprete debía materializar según sus propios recursos personales y vocales. Rehicimos pues la cinta con su voz, y la partitura en vivo en función de su manera particular de expresar cada estado propuesto en la estructura. De este modo nació la versión segunda

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de Tres círculos viciosos en un ojo de pez. La puesta en escena cambió radicalmente, volviéndose mucho más brutal. Este trabajo se convirtió en eso que se conoce en arte como work in progress; con cada nueva versión se profundiza en la propuesta, que nunca llegará a agotarse ni, por tanto, a finalizar. Están en proyecto la versión de un actor y la de una bailarina. Y es que aquí se despertó mi interés por la voz “sin educar” de aquellos que no son cantantes profesionales, afición que como más arriba comenté me ha acarreado no pocos problemas. En 1996 Esperanza Abad me encargó una obra. Siendo ella tan cantante como actriz, tan actriz como cantante y una improvisadora excelente, la propuesta me cautivó de inmediato. Surgió en mí la idea de confeccionar un puzzle sonoro que contase un cuento, a mitad de camino entre lo mágico y lo cotidiano. La voz en vivo, voz propia, dialogaba con cuatro voces pregrabadas en cinta, correspondientes a cuatro personajes: la pena del mar, la pena del bosque, la pena de la tierra y la pena animal. Dibujé la estructura de la obra en partitura con un color diferente para cada personaje, y escribí minuciosamente el desarrollo de la acción, incluyendo pautas precisas de improvisación vocal. Trabajamos juntas los gestos y movimientos escénicos como una especie de danza. El resultado fue Quien canta sus penas en-canta, estrenada en el “12 Festival Internacional de Música Contemporánea de Alicante”. Nuevamente una obra para ver, además de para escuchar. Aunque hasta este momento había simultaneado este tipo de experimentos con la composición de obras más o menos puras desde un punto de vista musical, más como aprendizaje que como vocación, a partir de entonces me centré en lo que realmente tiene sentido para mí. Creo que no he vuelto ha escribir música absoluta, si es que alguna vez llegué a hacerlo. Incluso en mis últimas obras instrumentales y sin electrónica aplico siempre elementos gestuales, escénicos o plásticos de algún tipo. Me suelo inspirar mucho en los intérpretes para los que escribo, en sus posibilidades, sus limitaciones, sus movimientos inconscientes o hasta en sus manías; intento gestionar la comodidad o incomodidad con la que pueden ejecutar lo que escribo como parte integrante de la obra. En esta línea puedo mencionar algunos ejemplos con los que me siento más identificada. Comenzaré con Cuatro súplicas, dedicada a la flautista Jane Rigler y que actualmente está siendo adaptada para saxofones y clarinete MIDI por Emil Sein con el objeto de quedar integrada en una performance escénica con elementos audivisuales. El intérprete, a través de cuatro instrumentos diferentes, ha de encarnar cuatro personajes que a su vez desarrollan su propio modo de suplicar; la acción está escrita en la partitura, la música está escrita sólo en parte, pues en otra buena parte se limita a pautas de improvisación en función de un estado anímico. Se anima al músico a utilizar todos aquellos apoyos materiales que considere oportunos: objetos, vestuario, etc. Cuatro súplicas requiere cualidades actorales bastante desarrolladas, así como un dominio virtuosístico de los cuatro instrumentos empleados. Panfleto Jondo, subtitulada Tres miradas sobre el “Guernica” de Picasso, fue un encargo del Taller de Música Contemporánea de la Universidad de Málaga. Sobrecogida por

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la contemplación del cuadro, visualicé a unos músicos enmudecidos por un idéntico sobrecogimiento. En la primera parte, Claustrofobia, un flautista, un clarinetista, un saxofonista y un pianista articulan vagamente sonidos sin sentido, aplastados por la cinta magnética en la que varias voces hablan sobre el acontecimiento histórico que plasma el cuadro; al final son los propios personajes del cuadro los que hablan; mientras tanto, un guitarrista en primer plano y de espaldas al público permanece de pie tapándose los oídos con sus manos. En la segunda parte, El niño muerto, en la que el guitarrista sigue sin moverse, todos dejan sus instrumentos y se tapan los ojos, posición que mantendrán hasta el final, salvo el saxofonista que, con los ojos cerrados, intenta en vano tocar una canción de cuna asfixiada a dúo con la cinta, en la que la voz de la mujer que canta se transforma poco a poco en el sonido de bombas que caen. En la parte final, Quinqué, sin cinta, el saxofonista sigue soplando denodadamente pero sin producir ya sonido alguno, y el guitarrista se destapa los oídos, se vuelve hacia el público y toca felizmente una versión del “Himno a la Alegría” de Beethoven. En las antípodas emocionales de esta obra se sitúa Jaqueca, estrenada por el cuarteto de flautas dulces “Frullato”. Mientras tratan de interpretar una hermosa danza del Renacimiento, una voz improcedente e insidiosa grabada en cinta intenta, en clave publicitaria surrealista, convencerles de las propiedades terapéuticas de tocar la flauta. Mantienen el tipo mientras pueden, pero llega el momento en el que, fuera de sí, deciden levantarse y atacar a los altavoces. Finalmente vencidos, deciden unirse a su enemigo sonoro y tocar juntos la danza. Con-sumo placer me fue encargada por el pianista Jean Pierre Dupuy. Sus facultades para el teatro musical me animaron a plantear una historia de desvarío interior. Un pianista se dispone a realizar sus aburridísimos ejercicios diarios; enciende él mismo la cinta, en la que suena un metrónomo; tocar sus escalas le conduce a un estado de trance, en el que desarrolla junto con la cinta toda una lucha interior sobre el controvertido tema del placer; cuando finalmente recupera el sentido de la realidad estrella el libro de ejercicios contra el suelo. Siguiendo con el tema, un ejemplo extremo del estado de locura que produce a veces el ensimismamiento de la interpretación musical lo tenemos en Para Noia. Contando con la apertura mental de los intérpretes que me la encargaron, la flautista Inmaculada Perea, el saxofonista Guillermo Martínez y el percusionista Baldomero Llorens, ideé sobre una cinta caótica de gran intensidad dinámica tres acciones simultáneas pero independientes, haciendo hincapié en que cada uno se centrara en la suya propia ignorando todo lo que ocurriese a su alrededor. La flautista ejecuta un ritual místico, con velas e incienso incluidos, y tocando a veces una melodía en el registro grave que a duras penas se llega a percibir acústicamente en algún momento. El saxofonista se muestra empeñado en hacer patente su superioridad, para lo cual, tras colocarse varias medallas, termina subiéndose a una escalera. El percusionista está obsesionado con un esquema rítmico que no puede dejar de repetir con sus baquetas, primero en sus instrumentos y después por todas partes, sin olvidar el suelo y sus compañeros de escena.

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Después de esta experiencia, Baldomero Llorens me encargó una obra para vibráfono y cinta, y yo le entregué Motor con vibráfono. Ésta es una de mis pocas obras que contienen en la parte de cinta sonidos generados electrónicamente, y además lo hace con total crudeza. Se trata de ondas diente de sierra de baja frecuencia, desde un hertzio y aumentando de uno en uno, con lo que suenan los ciclos correspondientes; cuando se superponen, el contrapunto rítmico cambia, pero el pulso de un hertzio permanece siempre latente en todas las combinaciones, y por ello el resultado sonoro se torna implacable. A veces unos cantos de sirena alivian la tensión, que luego retorna con fuerzas renovadas. El percusionista dialoga con el ritmo mecánico de la cinta, y exclama varias veces a lo largo de la obra “¡Dame tiempo!”, llegando a la exasperación, la súplica y, por último, el agotamiento y la extinción; de nuevo el tema del proceso, una especie de vida comprimida en ocho minutos. Políptico, inspirada en cuadros de Luis Gordillo, es un paso importante en la evolución de todo este proceso de integración de impurezas en mi música. Violín, violoncello, trombón bajo, tuba, percusión y canto, seis intérpretes que responden, como autómatas o esclavos, a las acciones de una bailarina-actriz, a su vez supeditada a una cinta tiránica. Impregnada de la estética y del lenguaje expresivo de Gordillo, en esta obra los intérpretes emanan un claro halo de desorientación, de pérdida en un laberinto emocional muy oscuro y muy intenso. En Políptico, además de la partitura musical, de los textos, de la cinta, de la coreografía de la bailarina y de la descripción de las acciones de cada músico, escribí una exhaustiva partitura de luces, pues el color y el movimiento eran fundamentales para crear el ambiente inmersivo que persigue la puesta en escena. La bailarina interactúa con el público y finalmente se mezcla con él, tras haber “apagado” uno a uno a los músicos, acercándose a algunas personas y haciéndoles una sugestiva recomendación cantada, “No caigas en la red”, para desaparecer posteriormente de la sala. Durante todos estos años, unos doce aproximadamente, iba tomando cuerpo un proyecto de grandes dimensiones nacido a partir de una breve experiencia poética personal. Este proyecto cristalizó en una ópera, y se llamó Taxi. Fruto de un largo proceso de selección, ampliación y destilación de materiales escritos, sonoros y visuales, se presentó ante el público como un ejercicio de sinceridad expresiva llevada hasta el límite de lo doloroso. Todo lo que creo, pienso y siento, al menos hasta el mismo momento del estreno, queda a la vista sin pudor. Punto de llegada y la vez punto de partida; no en vano el proceso que refleja es un viaje, metafórico pero viaje al fin y al cabo. Comenzó con un poema escrito en el año 1991. Efectué un breve recorrido en taxi entre dos luces, concretamente al amanecer, y desde un estado onírico de percepción experimenté visiones equívocas de la realidad; al llegar a casa registré mi vivencia, y parte de ese texto ha permanecido en la versión definitiva. Semanas más tarde pensé en una obra para cinta elaborando el poema, e incluso dibujé esquemas y estructuras sonoras para ello; pero la semilla palpitaba con demasiada fuerza, y contemplé la posibilidad de crear un montaje escénico multimedia. Amplié los textos, establecí una línea argumental y concebí una disposición escénica muy concreta: un taxi, un conductor y una pasajera

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protagonista, un amanecer y dos proyecciones de vídeo, una que mostrase la realidad visual de él y otra la realidad visual de ella mezclada con sus visiones interiores y con sus recuerdos. Perfilé muchos detalles, grabé imágenes, tomé fotos y manipulé sonidos. Por aquel entonces yo acudía periódicamente a Barcelona para trabajar con un grupo de compositores interesados en la cuestión de la música y la escena, de la mano de las enseñanzas de Claudio Zulián, artista polifacético de formación musical. Presenté allí mi proyecto Taxi, que maduró hasta el punto de casi estrenarse en 1995; un cruce de circunstancias lo impidió, y el material quedó guardado en un cajón algunos años. En 1998 solicité una de las ayudas a la creación artística contemporánea que oferta la Junta de Andalucía, con la intención de hacer de mi proyecto, nunca olvidado, una ópera multimedia. Afortunadamente me fue concedida, gracias a lo cual reuní a un equipo técnico y artístico que me permitió convertir mi ópera en una realidad. Al enfrentarme con los materiales anteriores los sentí caducos, faltos de concordancia con mi momento expresivo. Rescribí y amplié todo el libreto, y doté de nuevos matices el proceso descrito en la obra; el viaje hasta entonces onírico pero lineal se desgajó en dos: un viaje real en taxi y, dentro de él, un viaje interior paralelo de la protagonista que la traslada de forma metafórica del aire al agua y, por último, a las entrañas de la tierra. Se rodaron los dos vídeos, se grabó la parte de cinta y se escribieron las partituras en vivo. Eso es lo que quedó depositado en el Centro de Documentación Musical de Andalucía. Pero nunca llegó a estrenarse; no de ese modo. Poco antes de terminar esa versión de la ópera contacté de nuevo con Claudio Zulián, ya entonces director de “Acteón”, la única productora de ópera contemporánea que funciona desde hace años en España. Sorprendido de que yo siguiera trabajando en el proyecto tantos años después se mostró enseguida interesado en producirlo. Tras varios avatares burocráticos y con una fecha aproximada de estreno ya sobre la mesa nos pusimos a trabajar en el espectáculo. Decidido a dirigirlo, iniciamos una serie de encuentros artísticos que me sirvieron de revulsivo para comprender que aquello que yo ya consideraba terminado no lo estaba en absoluto; habían pasado dos años desde que entregué la versión que teníamos delante, y yo me sentía muy distinta e incapaz de defender buena parte de lo que había escrito, sobre todo a nivel de libreto. Nunca reviso una obra ya estrenada si no es para crear una nueva obra, pero en este caso Taxi no se había presentado ante el público, y eso cambiaba mucho las cosas; no podía estrenar algo que no fuera coherente con mi momento vital. Tras ponerlo todo cabeza abajo vi con claridad qué debía conservar y qué no, y volví a incorporar materiales descartados hacía muchos años. La música fue lo que menos hubo que cambiar, pero aun así creé de nuevo casi la mitad de lo que tenía, y necesité añadir más de un cuarto de hora al total. El texto quedó reducido a lo esencial, y la concepción del tratamiento electroacústico del timbre vocal se tornó bastante más radical. De hecho, la voz tomó un protagonismo mucho mayor; casi todo el material de la cinta era voz manipulada que dialogaba con la voz en vivo. El personaje del taxista pasó a ser

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diseñado para un actor en lugar de un cantante, y la pasajera quedó desdoblada en dos: una cantante y una bailarina. Todos se movían, actuaban y cantaban, aunque según el entrenamiento específico de cada uno de ellos les resultaban más o menos cómodas esas acciones. El viaje quedó centrado en el proceso interior, desechándose los aspectos más realistas de la anterior versión; imaginé muestro interior como una estructura plagada de túneles a través de la cual viajamos de un estado a otro. La cuestión escénica, de resultas del giro experimentado en la orientación global de la obra, tuvo que cambiar de forma demoledora. Descartamos el uso de proyecciones de vídeo, así como de elementos escenográficos de tipo teatral, y contemplamos la participación activa del público como un ingrediente fundamental de la receta. La idea inicial de ópera multimedia, de corte en el fondo muy tradicional, viró hacia un nuevo concepto de ópera-instalación, mucho más acorde con lo planteado. El reto consistía en utilizar el espacio de un gran teatro sin ceñirse a las convenciones espaciales teatrales, sino respetando la realidad del espacio (nada de cuarta pared imaginaria) e integrándolo todo él en el montaje. La solución aportada por Zulián, que a la vez conectaba con la idea de público activo, consistió en construir un laberinto que ocupase casi totalmente el escenario, y reservar las primeras filas de platea para que buena parte del espectáculo se desarrollase allí; el público entraba por los camerinos al escenario, directamente al laberinto, en el que estaban colgados objetos y documentos íntimos de mi propia vida, y tras recorrerlo salía a platea; una vez que ocupaba su asiento podía ver a los demás espectadores sumergidos en el traslúcido laberinto; cuando todo el mundo estaba sentado ya había transcurrido más de una cuarta parte del espectáculo. Este inicio resultaba perfectamente coherente con la introducción, que planteaba en cinta lo siguiente: He llegado hasta aquí volando. Esquivando anémonas marchitas. Esquivando las grietas del aire. Esquivando titanes de plástico y espinas. He querido llegar hasta aquí. Volar, coronada de escamas, mendigando. Envuelta en manos resbaladizas. No logré desprender de mi piel toda la alambrada. ¿Acaso el viento secará mis heridas? Volar para sumergirme en tierra pura. Para drenar mis pozos ya secos. Volar.

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Los intérpretes se movían por platea, por los pasillos, por los laterales, por el laberinto. Sus gestos tampoco eran teatrales, sino mucho más cercanos a los planteamientos de una performance. Un repertorio prefijado de movimientos, como restos de algo que una vez tuvo sentido pero que ya se olvidó, se trenza con la música y con el texto más con una idea de danza o contrapunto que con la habitual linealidad teleológica que supone contar una historia. El conjunto del espectáculo resulta finalmente compuesto por grandes bloques de fronteras difusas que pretenden introducir al público en diferentes estados. El tiempo se vuelve flexible, a veces parece detenerse; y en el fondo, ¿no es era eso lo que ocurría siempre cuando un cantante interpretaba un aria? Quizá si los estáticos montajes de Bob Wilson funcionan tan bien con las óperas de repertorio sea por esa forma tan especial de gestionar el tiempo. Taxi ha supuesto a la vez una síntesis de todo mi trabajo creativo anterior y un revulsivo de mis planteamientos a la hora de concebir una obra. Mis objetivos eran dos: comunicar y conmover; eso es casi lo único que permanece siempre como pilar básico de mis intenciones. Las tres herramientas básicas de mi lenguaje (voz, electroacústica y fusión) también se van consolidando. El paso siguiente está ya en proyecto. De nuevo me inspiro en la pintura, esta vez en la obra de Ángela Galindo. Un espectáculo inmersivo de gran formato y la voz, tanto natural como manipulada, como único material sonoro. Mi nuevo trabajo se llamará Fonía. Constará de tres grandes partes: 1.Partituras de la tierra; 2.Viaje; 3.La piel del mundo. Probablemente sea Claudio Zulián quien de nuevo se encargue del montaje; la experiencia de Taxi resultó muy enriquecedora para ambos. El tema del proceso vivencial será de nuevo el eje de este espectáculo cantado; no sé si se llamará o no ópera, pero sí sé que hundirá sus cimientos en el corazón del territorio de lo impuro. Como la vida misma.

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