Ponente: Carlos Pereda Título de la Ponencia: Malos Argumentos

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTONOMA DE MÉXICO SEMINARIO DEL POSGRADO EN FILOSOFÍA DE LA CIENCIA Ponente: Carlos Pereda Título de la Ponencia: Malos Argumen

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TÍTULO DE LA PONENCIA
Jornadas Feministas Estatales. Granada2009, treinta años después: aquí y ahora CUERPO – DESEO Y REPRESENTACIONES DE SEXUALIDADES FEMENINAS EN EL CINE.

EditorialE ARGUMENTOS
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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTONOMA DE MÉXICO SEMINARIO DEL POSGRADO EN FILOSOFÍA DE LA CIENCIA

Ponente: Carlos Pereda Título de la Ponencia: Malos Argumentos 1. ¿Qué es un buen argumento? De acuerdo a la propuesta racionalista se reconstruye el concepto de buen argumento como un constructo fuera del tiempo y del espacio: una estructura ideal con tres dimensiones. Así, en primer lugar, se ubican los buenos argumentos en un contexto vacío. Sus materiales son proposiciones que expresan pensamientos independientes de su circunstancia de producción. Los valores de verdad no cambian, pues, con tales circunstancias. Además, como el contexto es vacío, tampoco se consideran los recursos disponibles de información. En segundo lugar, se postula que las proposiciones deben traducirse a lenguaje canónico: este lenguaje ha eliminado las ambigüedades, los matices, las connotaciones particulares de los diversos usos de las palabras. En tercer lugar, se modelan las inferencias no falibles. Así, se construyen sistemas axiomático-deductivos que de antemano excluyen el tratamiento del error y de la revisión puesto que las consecuencias lógicas se encuentran “cerradas” bajo la relación de inferencia: Cn (Cn A) = Cn (A). El correlato de estas estructuras ideales es un sujeto que argumenta no menos ideal: un sujeto que, por ejemplo, carece de límites para procesar la información y nunca deja de reconocer las consecuencias de sus creencias. Casi diría, por desgracia, las primeras personas que efectivamente razonan, incluyendo las que evalúan razonamientos ajenos, se encuentran lejos de estos sujetos ideales, y sólo fragmentos de sus prácticas argumentativas se dejan modelar por estructuras axiomático-deductivas. Así, tanto en la vida cotidiana como en las investigaciones científicas encontramos una gran variedad de razonamientos no deductivos: los razonamientos inductivos que generalizan a partir de casos particulares, los abductivos que concluyen en la mejor explicación posible, los no-monotónicos cuyas conclusiones son retractables si se introduce información adicional, los plausibles por encontrarse muy respaldados, los prima facie a falta de información en contra, y muchos otros. Sin embargo, ¿acaso no es útil evaluar estos argumentos discutiendo cada una de las dimensiones del constructo ideal? Por lo pronto, en lugar de la abstracción de un espacio vacío, de hecho encontramos espacios articulados a partir de problemas y con primeras personas provistas de recursos (lógicos, psicológicos) limitados para resolverlos o disolverlos. Sí, sin duda, si no se tiene un problema cuya resolución se busca no se puede atribuir la operación llamada “argumentar”. Conjuntos de enunciados con apariencia de argumentos, pero sin esa función, no son argumentos. Solemos confirmar esto negativamente. Cuando en una discusión se exclama: “Sigo las distintas fases de tu discusión. Pero no me doy cuenta qué

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quieres. No sé a qué estás apuntando” se quiere indicar: “no comprendo acerca de qué discutes”. Comprender un argumento incluye comprender el problema que éste quiere resolver, en el sentido en que no es posible comprender una respuesta ignorando la pregunta que responde1. Anoto por eso la primera condición para evaluar cualquier tipo de buen argumento con una cláusula contrafáctica: A es un buen argumento sobre el problema p si: 1) De plantearse el problema p, tenemos la presunción de que la conclusión de A hace una contribución valiosa para resolver o disolver p, o condición de valor. Alguien afirma: “El tipo de efecto se produce de tarde; la esencia excluyente dejó; por lo tanto, fuimos amenazados”. Supongamos que tenemos la posibilidad de preguntar qué se quiere afirmar con esas premisas y se responde: “no sé, no las comprendo. Pero no puedo dejar de repetirlas”. En ese caso, pese a la estructura inferencial que esboza el “por lo tanto”, no podemos declarar que estamos frente a un argumento. (Por supuesto, la persona que enunció esas palabras que nos resultan tan enigmáticas podría aclararlas o, tal vez, quienes las escuchamos o leemos, las podríamos reformular, o traducir en un lenguaje más familiar.) Segunda condición: 2) Tenemos la presunción de que las premisas, la conclusión y sus relaciones son comprensibles, o condición de sentido. Para resolver el problema planteado, quien argumenta necesita apoyar unas premisas en otras –unas creencias en otras-. No cualquier apoyo es aceptable. Pero hay muchos más respaldos aceptables que los deductivos. Se pueden codificar, por ejemplo, inferencias no monótonicas que carecen de la propiedad lógica de cerradura y, así, que permiten retractar opiniones, y sistemas paraconsistentes que no nos condenan a concluir cualquier cosa. Tercera condición: 3) Tenemos la presunción de que en A las premisas ofrecen apoyos internos a la conclusión, y que, además, hay apoyos externos a las premisas, o condición de verdad. O, más bien, condición de apoyos internos o de preservación de la verdad o validez, y condición de apoyos externos a las premisas o condición de verdad en sentido estricto. En las cláusulas anteriores, las tres condiciones son constitutivas en tanto son necesarias. Sin embargo, como se indica: basta la presencia de presunciones para poder hablar de argumentar. “Presencia de presunciones” significa: expresión de una pretensión que, en ausencia de razones en contra, se acepta. Por eso, las condiciones 1), 2) y 3), son constitutivas. Pero también son regulativas, puesto que la satisfacción de estas presunciones difiere. Sólo respecto de algunos apoyos internos se dispone de teorías con reglas rígidas (el ejemplo característico de reglas rígidas está dado por los sistemas axiomáticos). En relación 1

Se objetará: las inferencias deductivas que aparecen en un texto de lógica y que no intentan resolver o disolver ningún problema, ¿acaso no son argumentos? Respuesta: los siguen siendo en un sentido similar en que las ruedas colgadas como adorno en una pared continúan siendo ruedas. Hay que agregar: nadie hubiera aprendido el concepto de rueda si sólo se hubiese enfrentado a ruedas colgadas en la pared.

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con el resto de las presunciones su satisfacción o no satisfacción a veces suscitará, a su vez, nuevas argumentaciones. Por ejemplo, se podrá discutir si el argumento responde efectivamente al problema planteado; o por qué sus premisas no nos resultan inteligibles; o si la verdad continúa preservándose si se añade información, si se agregan premisas; o si las premisas se encuentran externamente apoyadas. Recuérdese que, puesto que no razonamos en contextos vacíos sino en contextos articulados por problemas, según el contexto puede variar incluso la evaluación de las reglas rígidas: lo que se considera como un incorrecto modus ponens en cierto contexto, en otro podría resultar un correcto modus tollens. En un argumento podemos encontrar, pues, diferentes faltas de valor, faltas de sentido, faltas de verdad, a menudo cada una con grados y consecuencias diversas. 2. Algunos argumentos y argumentaciones que engañan, autoengañan y también equivocaciones por falta de entrenamiento Habitualmente, cuando se critica un argumento, se aducen faltas de verdad: o se indica que la inferencia es incorrecta, esto es, que el apoyo interno que dan la premisas a la conclusión no es válido, o que las premisas no son verdaderas, no se encuentran externamente apoyadas. Pero si un debate se afirma: “lo que has dicho es una falacia” o “Pedro es falaz” tiende a no formularse meramente una critica. Más bien, suele introducirse un acto de censura, no pocas veces incluso moral. Aristóteles en Las Refutaciones sofísticas2 caracteriza las falacias como “argumentos que parecen ser tales” (Ref. sof. I, 164ª 20) y en la Retórica3, se oponen estos argumentos “aparentes” a los argumentos “reales”, “genuinos” (Ret. II, 25, 1400-35). En este contexto, ¿qué entiende Aristóteles por “parecer”, por “aparentar”? Al comienzo de Las refutaciones sofísticas, Aristóteles discute el “parecer” o “aparentar” de ciertos malos argumentos y lo compara con otras formas de aparentar: Lo que sucede en otras esferas de cosas, debido a la semejanza que hay entre lo que es genuino y lo que es aparente, eso mismo sucede entre los argumentos. Hay gente, en efecto, que poseen buenas condiciones y cualidades físicas, mientras que otra gente solamente parecen tenerlas, y ello porque saben dar brillo a su apariencia y las cargan de atavíos (...); así ocurre también con las cosas inanimadas: algunas de ellas, en efecto, son realmente plata y oro, mientras que otras no lo son, aunque parezcan serlo a nuestros ojos; por ejemplo, los objetos hechos de litargirio amarillo parecen ser de oro. De la misma manera el silogismo y la refutación unas veces son reales, y otras veces no lo son. (Ref. I, 164ª 20, 165, 5). Los ejemplos que distinguen entre poseer buenas cualidades físicas y solo parecer tenerlas hacen referencia a cierta acción, la de simular, que como toda acción, al menos en principio, es intencional. En cambio, los ejemplos de los metales sugieren que se habla de una ilusión producto de una mirada descuidada. Hay, pues, dos casos de argumentos malos pero que parecen buenos: 2

En Aristóteles, Tratados de lógica: Organon (Introducción, traducción y notas de Candel Sanmartin), Madrid, Gredos, 1982. 3 Aristóteles, Retórica, (Introducción, traducción y notas por Quintín Racionero), Madrid, Gredos, 1990.

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a) argumentos malos que por simulación parecen buenos; y b) argumentos malos que accidentalmente parecen buenos. En los argumentos que parecen buenos por simulación estamos ante trampas en un debate. El argumento es el efecto de la puesta en funcionamiento de cierto mecanismo que produce el engaño o falacia. Por el contrario, en los argumentos que accidentalmente parecen buenos, a menudo no hay nada en la estructura del argumento que justifique el engaño, que se debe a dificultades psicológicas de los sujetos, digamos, a falta de entrenamiento o desuso en la práctica de argumentar. Pregunta: ¿cuáles entre las faltas anotadas constituyen los argumentos que, por simulación, parecen buenos o falacias? Ya indicamos: en cualquier aserción hacemos presunciones de verdad, sentido, valor. No obstante, en las argumentaciones entre las presunciones de verdad, por un lado, y las de sentido y valor, por otro, se establece cierta asimetría. Se discute las presunciones de validez y de verdad cuando la argumentación ya está en marcha. Por eso, dudar de que se satisfaga las presunciones de verdad de un argumento es la función explícita e inmediata de la argumentación: las faltas internas de verdad y, en alguna medida, también las externas constituyan faltas directas. Por el contrario, tendemos a presuponer que la comunicación funciona porque comprendemos de manera relevante lo que se nos comunica. De ahí que puedan considerarse las faltas de sentido y relevancia o valor como indirectas. Son faltas que atañen la satisfacción de presunciones implícitas que no se expresan en el nivel de la argumentación, sino antes: en el nivel de la comprensión y relevancia de lo que comprendemos frente a actos comunicativos. Una vez que, así, la comunicación funciona, o en apariencia funciona, damos por satisfechas esas presunciones. De esta manera, las faltas directas están ahí, haciendo frente al primer embate de los argumentos, no pudiendo encubrirse con ningún hábito comunicativo. En cambio, para poner al descubierto las faltas indirectas se necesita dejar de lado los sobrentendidos más arraigados y preguntar acerca de los presupuestos mismos de la comunicación, a veces hasta de las perspectivas a partir de las cuales se argumenta. Los argumentos con faltas directas son malos argumentos: se trata de argumentos formalmente incorrectos o que poseen premisas falsas. Los argumentos con faltas indirectas son también malos argumentos pero, a menudo, parecen buenos. Aquellos que estructuralmente simulan ese parecer son falacias. Con estas distinciones tal vez podemos reelaborar un poco la definición de Aristóteles: El argumento A es una falacia si A posee faltas indirectas y, por eso, aunque A es un mal argumento, estructuralmente A simula ser un buen argumento. Cada vez que en la tradición se ha discutido acerca de las falacias (incluyendo los manuales que no hacen otra cosa que enlistarlas), con frecuencia lo que mal o bien se reconstruye y se discute es, en gran medida, el tratamiento que hace Aristóteles de las falacias en Las refutaciones sofísticas más un apéndice que se populariza a partir del siglo

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XVII con el nombre común de falacias ad: ad hominem, ad baculum...4 Propongo que las falacias que Aristóteles agrupa como dependientes del lenguaje son falacias por faltas indirectas de sentido (equivocidad, ambigüedad...). En cambio, las falacias de petición de principio e ignoratio elenchi (argumentos falaces que no poseen faltas de sentido y pueden o no ser formalmente válidos) son falacias por faltas indirectas de valor: no contribuyen a resolver el problema que declaran resolver. A su vez, si no me equivoco, las falacias ad suelen ser especies del género “ignoratio elenchi”. En la teoría de la argumentación de Aristóteles junto a los esquemas de buenos y malos argumentos, también se introducen procedimientos o disposiciones o, como Aristóteles prefiere, “lugares comunes” (tópicos), para producir tanto buenos como malos argumentos. Según la Retórica, de esta manera, por ejemplo, se tiende a “inclinar hacia la aceptación o rechazo de un argumento por medio de la exageración” (Ret. II, 24, 1401b 5). Exagerar consiste en presentar algo como más grande o de más importancia de lo que es. Por eso, usamos la palabra “exagerado” como otra palabra para “desmedido”, “excesivo”, “fuera de proporción”. Se hace, pues, un uso ilegítimo o vicioso de lo que suelen llamarse “argumentos ampliativos”, que Aristóteles considera como resultados de procedimientos complementarios de “ampliación y disminución” (Ret. II 18, 1391b31; 26, 1403ª15). En la retórica latina, retomando la tradición aristotélica, Quintiliano enlista cuatro técnicas de ampliación: por “aumentos” en la descripción del objeto o asunto (“cuando pintamos como cosas grandes las cosas de poca consideración”); por desplazamiento en las comparaciones (“exagerando lo que es menos se ha de realzar lo que es más”); por razonamientos que se induce en la segunda persona (se introducen premisas de tal manera que quien escucha “deduce la razón para exagerar lo que queremos”); por “amontonamiento” (por repetición incesante, aunque se usen casi las mismas descripciones y hasta las mismas palabras). Todas estas técnicas no han dejado de usarse en la historia y diariamente se continúan usando en el ejercicio de la propaganda (religiosa, política, comercial...) y, también, en la educación. Quien exagera, como contrapartida, “disminuye”: presenta otros asuntos como menores o de menor importancia de lo que son. A partir de las técnicas introducidas para exagerar, Quintiliano observa que “las mismas reglas hay para disminuir una cosa, siendo los mismos los escalones para subir que para bajar”. Podemos caracterizar como “vértigos argumentativos” a un tipo muy particular de uso no accidental, sino sistemático de los procedimientos de ampliación respecto de ciertas verdades. A su vez, al aumentarse irrazonablemente el alcance de algunas verdades, se tenderá a disminuir no menos irrazonablemente otras. Pero, ¿por qué se trata de “vértigos”? Con la palabra “vértigo” solemos aludir a una atracción que se considera irresistible y atroz. Irresistible: el sujeto ha descubierto alguna verdad. Atroz: la atención del sujeto se ha vuelto presa de un mecanismo que no le permite atender fuera de lo que lo atrae. De esta

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Cf. Charles L. Hamblin, Fallacies, London, Methuen, 1971.

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manera, propongo describir como “vértigos argumentativos” cuando se desencadena en el argüir una tendencia tal que todo nuevo argumento tiende a usarse para: a) b)

c)

ampliar y a menudo exagerar ciertas verdades; disminuir e incluso desdeñar argumentos alternativos, y rechazar o ignorar la exploración de otras verdades que puedan restringir el alcance de las primeras; inmunizarse frente a cualquier ataque no cooperador que se introduzca en la discusión.

En las condiciones a) y b) encontramos el procedimiento de ampliación (ampliar y a menudo exagerar...) y disminución (disminuir e incluso desdeñar...). En la condición c) se declara que sólo se aceptarán ataques cooperadores. Se comprende por “ataque cooperador” aquel que se introduce para afinar un argumento. Los ataques cooperadores introducen, pues, contraejemplos internos a una discusión. En cambio, son ataques no cooperadores los que, por ejemplo, a veces procuran poner seriamente en duda incluso las perspectivas mismas desde donde se argumenta: los presupuestos de la argumentación. De esta manera, para quien es presa de un argumento vertiginoso, éste posee un privilegio tal que, de hecho, resulta inconcebible que se modifiquen los presupuestos de la discusión en que se encuentra. (Aunque no se lo admita, en la práctica se trata como si se estuviese ante argumentos invulnerables).5 Tal vez se dude del carácter vicioso de estas condiciones. ¿Acaso en toda argumentación en serio no se busca prolongar la discusión en una dirección, reafirmar sus presupuestos y defenderse de los ataques que se le dirigen? De no cumplirse estas condiciones, ¿podría haber discusiones a largo plazo, por ejemplo, aquellas que se ponen en marcha en una investigación científica? ¿Por qué, entonces, convertir en indicadores de debates viciosos lo que pueden ser también condiciones del argumentar virtuoso? Recuérdese que protestas análogas encontramos respecto de muchas de las falacias ad. Por ejemplo, lo que en un contexto implica un abuso, una falacia ad hominem, en otros contextos se trata de un legítimo argumento de autoridad. Así, la diferencia entre argumentación virtuosa y viciosa a menudo depende del contenido, no de la forma de la argumentación, o del contexto, o es gradual. Teniendo en cuenta este carácter vicioso de algunos procedimientos de ampliar y disminuir o, más bien, de exagerar y no tomar en cuenta, de “ningunear”, podemos agregar una cuarta condición de los vértigos argumentativos: d)

la prolongación de la discusión, la reafirmación de sus presupuestos básicos y su inmunización se realiza de tal manera que quienes discuten a menudo no son por completo concientes de esas operaciones pues conforman parte de sus sobrentendidos.

No casualmente, los esquemas de argumentos que con frecuencia intervienen para producir el argumentar vertiginoso son los argumentos por deslizamiento. Con la expresión 5

Cf. Carlos Pereda, Vértigos argumentales. Una ética de la disputa, Anthopos, Barcelona, 1994.

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“argumento por deslizamiento” suele conocerse un argumento que a menudo opera como un advertencia de la forma: Si tú aceptas algunas de estas premisas, por implicación te verás obligado a aceptar otras premisas que tarde o temprano te conducirán necesariamente a una conclusión en algún sentido (lógico, epistemológico, moral...) desastrosa. De esta manera, la conclusión desastrosa se introduce como razón para rehusarse a aceptar ya las primeras premisas: para persuadir no dar ese primer paso tan peligrosamente comprometedor. Por otra parte, ese tipo de vicios argumentativos que llamé “vértigos” pueden vincularse con la discusión que Vaz Ferreira lleva a cabo con su distinción entre “pensar por sistemas” y “pensar por ideas para tener en cuenta”. Señala Vaz Ferreira: Hay dos modos de hacer uso de una observación exacta o de una reflexión justa: el primero es sacar de ella, conciente o inconcientemente, un sistema destinado a aplicarse en todos los casos; el segundo, reservarla, anotarla, conciente o inconcientemente también, como algo que hay que tener en cuenta cuando se reflexione.6 La oposición que establece Vaz Ferreira entre “pensar por sistemas” y “pensar por ideas para tener en cuenta” es, pues, una oposición entre “pensar para todos los casos”, y así, hacer una “ampliación” no sustentada por los datos versus “pensar en cada caso” o, al menos, “pensar en cada tipo de casos”. Por ejemplo, indica Vaz Ferreira que la máxima “hay que seguir la naturaleza” se puede usar de dos maneras. La manera sensata consiste en aplicarla con cautela: ante diferentes casos de dietética, de higiene, de medicina, de pedagogía, la capacidad de juicio de quienes argumentan sobre esos asuntos tendrá en cuenta la adaptación del ser humano a las condiciones naturales y la posibilidad de que esto resulte provechoso. Por el contrario, la manera vertiginosa de usar esa máxima la convierte en el generador –no pocas veces delirante- de un sistema. Así, se cree disponer para todos los casos de un criterio preciso, fijo y general que conduce a rechazar la inyección de un suero o una cirugía porque “no son naturales”. Se trata de tendencias a razonar que podemos calificar de “vértigos simplificadores”. Estos razonamientos, al “aumentar” desproporcionadamente ciertas verdades, “disminuyen” erróneamente otras y, así, se obtiene como resultado que: una idea excelente, como es la de seguir hasta cierto punto, hasta cierto grado, según los casos, las indicaciones naturales, ha sido echada a perder, y en vez de ser ella un instrumento de verdad, se nos ha convertido en un instrumento de error; nos ha servido, por ejemplo, para destruir o para inhibir la acción de otras muchas verdades.7 La atención se ha vuelto presa, pues, de una fijeza degenerativa. Vaz Ferreira la llama “falacia de la falsa sistematización”. Aludir a “falsas sistematizaciones” presupone que hay o puede haber sistematizaciones correctas. Vaz Ferreira lo reconoce y da unos pocos ejemplos. No obstante, tal vez no los toma suficientemente en serio. Por eso, ¿acaso 6 7

Carlos Vaz Ferreira, Lógica viva, (1r. Ed. 1910), en Obras completas, Montevideo, HCRROU, 1963, p. 128. Ibim, p. 130.

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no tiende él mismo a sucumbir en un vértigo argumentativo de signo opuesto? Porque, sin duda, es posible prolongar la discusión sólo de manera fragmentaria y divergente, reafirmando presupuestos que defiendan en todos los casos –aún cuando ello no sea correcto- la dispersión. Así, se desencadenan vértigos complicadores: el sistema de quienes se prohíben la asistencia de todo pensar sistemático. Teniendo en cuenta fuentes de error como éstas –o, al menos, algunas de éstas-, la propuesta escéptica regresa con más fuerza todavía a la discusión. ¿Cómo se puede distinguir un argumento incorrecto y hasta falaz de un buen argumento? ¿De qué modo se demarca una simplificación legítima de un vértigo simplificador? ¿Qué indica si hay que usar una observación o una distinción como una idea para tener en cuenta o resulta de la mayor utilidad para respaldar una perspectiva sistemática sobre un asunto? ¿Cuándo prolongar la discusión en cierta dirección conforma un proyecto fecundo y cuándo, hacerlo, la vuelve vertiginosa? Acaso con la propuesta racionalista, ¿podemos defender que la argumentación misma tarde o temprano se autocorrige? 4. Cómo podemos librarnos de los malos argumentos. Se postulan, al menos, dos usos de la palabra “argumento”. Por un lado, el uso restringido: ciertos enunciados apoyan a otros para concluir resolviendo o disolviendo un problema, o argumentos proposicionales. Por otro lado, habría un uso amplio, por ejemplo, observaciones, experimentos, diagramas, imágenes, narraciones apoyan a ciertos enunciados que, a su vez, apoyan a otras imágenes, para en algún momento concluir resolviendo o disolviendo un problema, o argumentos mixtos. En lo que resta de esta discusión, sólo tendré en cuenta los argumentos proposicionales. Si considerando en exclusiva estos argumentos se afirma “sólo un argumento puede corregir a un argumento” esta afirmación puede conducir a una versión particularmente fuerte de la propuesta racionalista: al carácter autocorrectivo, en general, de la argumentación y, en particular, lo que creo que es todavía más arriesgado, de esa clase de argumentaciones consigo mismo que es la reflexión. Con este calificativo “carácter autocorrectivo” se sostiene: si una argumentación, o una reflexión, se prosiguen, tarde o temprano, ellas mismas, se autocorregirán. Llamaré a este tipo de correcciones “correcciones internas” de la reflexión. Esta versión de la propuesta racionalista, ¿acaso no tiende a hacer de la reflexión algo así como un proceso perpetuum mobile? ¿Qué es eso? Un perpetuum mobile postula una máquina que continúa en movimiento de manera indefinida sin recibir energía suplementaria de ninguna fuente externa a ella. La historia de tales máquinas consiste en curiosos relatos de embaucadores, ya que en cualquier máquina la energía usada para comenzar a funcionar pronto se consume en vencer las fricciones que se producen cuando la máquina se encuentra en marcha. A partir de esta fantasía, podemos postular los procesos perpetuum mobile como 1) infinitos y 2) sin necesidad de energía exterior. Sus contraejemplos característicos, los procesos genuinos, son los procesos precarios. Un proceso precario es un proceso 1) finito, y 2) con necesidad de energía exterior.

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Por supuesto, los procesos que se autogeneran infinitamente son imposibles. Sin embargo, postular la oposición “procesos perpetuum mobile versus procesos precarios” posee un valor polémico no despreciable. De ahí que no pocas veces sea útil introducirla en las discusiones más diversas. (A menudo detrás de las descripciones que dicta el miedo de muchos procesos, como los procesos científicos o técnicos o, en un ámbito muy diferente, procesos políticos como los procesos democráticos, ronda la fantasía de que se trata de procesos perpetuum mobile. Hasta irrita cada vez que se puntualiza que se trata de procesos precarios que, para proseguir llevándose a cabo, dependen de los muy variables deseos, creencias, emociones, expectativas de la gente que participa en ellos.) Pero, ¿cuál es el tipo o tipos de energía exterior de que echa mano la reflexión? Por lo pronto, regreso a las cuatro fuentes anotadas de engaño en la argumentación: engaño, autoengaño, falta de entrenamiento o desuso, tendencias naturales a equivocarnos. Comienzo por discutir ésta última que, hasta ahora, he dejado de lado. 3. ¿Cómo hay que combatir los malos argumentos en la reflexión? De las correcciones internas a las externas. Consideramos como ejemplo de regla rígida la de la conjunción. Otro ejemplo de regla rígida es el modus ponens: A, y si A entonces B, B. A partir de esa regla rígida se obtiene el principio normativo de razonamiento: Si tú crees que A, y si tú crees que A entonces B, tú debes creer que B. De esta manera, si tú crees que el aumento de la pobreza es una de las causas del aumento de la violencia en una sociedad, y tú crees que la pobreza aumentará en esa sociedad, entonces tú debes creer que habrá más violencia en esa sociedad. Muchas veces no argumentamos siguiendo los correspondientes principios normativos. Respecto de tal no cumplimiento se puede aducir que se trata de carencias de ejercicio de la capacidad de razonamiento. Por ejemplo, cometemos fallas relativamente sistemáticas por desuso de tal capacidad o, tal vez, se trata de fallas ocasionales productos de una confusión, de cansancio, del enojo o la ira. Indicamos que una serie de experimentos quiere demostrar más, mucho más. Tales experimentos buscan respaldar la propuesta escéptica: concluir que la capacidad misma de razonar de los animales humanos opera de manera defectuosa porque en tanto tal es defectuosa. De acuerdo a esta propuesta, los animales humanos poseen la tendencia innata a cometer errores sistemáticos de razonamiento. Así, la capacidad misma de razonar tendería a producir malos argumentos. Incluso si esta propuesta fuese verdadera (la peor propuesta posible respecto de la capacidad de razonar)8, se podría atacarla a partir de dos estrategias divergentes. La primera proviene y respalda a la propuesta racionalista. Con la imagen del “paso atrás” se alegará: al comenzar a argumentar se da un paso atrás y se atienden los asuntos a 8

Se ha discutido mucho si, a partir de tales experimentos, concluir con posiciones como la irracionalidad de los animales humanos, no se debe a fallas en los experimentos o en su interpretación.

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partir del punto de vista de la tercera persona. Podemos todavía elaborar este punto de vista postulando construcciones como el “auditorio universal”, “la situación ideal de habla”... Así, se formulará, por ejemplo, el test: “comprueba si, más allá de los auditores reales, tu argumento se aceptaría en un auditorio universal”, o “ubícate como participante de la situación ideal de habla y comprueba si tu argumento es aceptable”... Se han atacado de muchas maneras estas construcciones. Por lo pronto, estamos ante construcciones de la reflexión -de argumentaciones de la primera persona consigo misma- y, como tales, frente a equivocaciones, falacias o vértigos sólo se dispone de controles internos que, a menudo, son parte del vértigo mismo. (Ejemplos comunes: el carácter progresivamente vertiginoso del razonar en la envidia, en los celos, en el fanatismo.) Estas consideraciones, ¿conforman apoyos definitivos a la propuesta escéptica? No necesariamente. Por lo pronto, las prácticas argumentativas al menos disponen de dos tipos de controles externos. Por un lado, contamos con diversos tipos de teorías –matemáticas, lógicas-. Son los animales humanos los que han construido, o reconstruido, los principios normativos del razonamiento correcto que les permiten corregir sus razonamientos equivocados. Después de todo, por ejemplo, la lógica y la teoría de la probabilidad son construcciones, o reconstrucciones, humanas. A partir de teorías como éstas nos autocorregimos y se nos corrige, o se construyen instrumentos que realizan tales funciones. Cada día razonamos, pues, de manera análoga a cómo recordamos, o planeamos, o imaginamos: con confianza general en estas prácticas. Sólo a partir de dificultades concretas las ponemos en duda y procuramos corregirnos o atender correcciones ajenas. Así, podemos defender: la capacidad de bien razonar de los animales humanos es en parte innata, en parte aprendida y, en tanto tal, con frecuencia necesitamos de controles externos. Por otro lado, encontramos diversas convenciones sociales que establecen contextos que regulan de manera más o menos fija las diversas prácticas argumentativas. Históricamente, uno de los más institucionalizados de esos contextos ha sido el derecho. Por eso, a menudo se necesita gente bien entrenada en defender y atacar ciertas posiciones con ciertos argumentos. De ahí que nos auxiliemos con especialistas en algunos tipos de argumentación, por ejemplo, con abogados. De esta manera, podemos ya disolver la alternativa entre la propuesta escéptica y la propuesta racionalista: no hemos encontrado argumentos que obliguen a abandonar la confianza general en la capacidad de razonar, en las prácticas argumentativas, aunque sabemos que somos falibles y, por eso, aprendemos modos de corregirnos. Más todavía, es de la mayor utilidad establecer instancias externas para evaluar nuestras prácticas argumentativas que son, por supuesto, procesos inevitablemente precarios. El primer paso de una corrección externa de la reflexión es: 1) Ir y venir de la reflexión a la argumentación efectiva con otras personas. Enumero todavía algunas instancias externas de corrección, sin establecer ningún orden de importancia y advirtiendo que muchas, de diferentes modos, se traslapan: 10

2) Adquirir virtudes epistémicas que tradicionalmente han producido buenos argumentos (rigor, poder explicativo,...); 3) tener en cuenta teorías normativas sobre el razonamiento (la lógica, la teoría de las probabilidades) y las obligaciones y compromisos que éstas implican; 4) comprobar el funcionamiento correcto de las diversas fuentes de datos, como la memoria, la percepción, el testimonio; 5) tener en cuenta las tecnologías que puedan reforzar las fuentes de datos y/o corregir las inferencias; 6) modificar de vez en cuando la perspectiva en las prácticas argumentativas; 7) establecer instituciones que promuevan las prácticas argumentativas y sus controles públicos.

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