Recordando la Laborem exercens

Reflexión Reflexión Recordando la Laborem exercens Luis González-Carvajal Santabárbara Celebramos este año el trigésimo aniversario de la encíclica

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Reflexión

Reflexión

Recordando la Laborem exercens Luis González-Carvajal Santabárbara Celebramos este año el trigésimo aniversario de la encíclica Laborem exercens, que pretendía conmemorar el 90º aniversario de la Rerum novarum. Se hizo pública el 14 de septiembre de 1981 porque el atentado sufrido por Juan Pablo II en la plaza de San Pedro le impidió publicarla el día 15 de mayo, fecha en que había aparecido la encíclica de León XIII. Parece como si el Papa hubiera pretendido recoger en sus páginas casi todos los temas que habían ido mereciendo la atención de la Enseñanza Social de la Iglesia a lo largo de estos casi cien años de existencia: la propiedad, los sistemas económicos, la empresa, los sindicatos, el desempleo… Tras la primera lectura pudo dar la impresión de que todos esos temas se iban sucediendo sin ninguna relación entre sí. Lo contrario es la verdad. Uno de los grandes méritos de la encíclica es precisamente haber dado con un principio capaz de convertir en un todo armónico el extenso campo de las relaciones sociales. Como dice el Papa, “el trabajo humano es una clave, quizás la clave esencial, de toda la

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Publicado en Noticias Obreras n. 1527, septiembre 2011, pp. 19-26. Páginas 224. Noviembre, 2011.

cuestión social” (LE 3b). Desgraciadamente, el estilo de la encíclica –cuyo pensamiento, según unos, avanza en espiral y, según otros, no es demasiado ordenado– dificulta captar esa unidad interna. También conviene resaltar su perspectiva. Las encíclicas anteriores solían considerar el trabajo desde la ética social (cómo deben ser las relaciones laborales), mientras que la Laborem excercens lo hace desde la antropología (qué es el trabajo en sí mismo). Las exigencias éticas se deducirán después de lo que el trabajo es; el deber ser brotará del ser.

Doble sentido del trabajo Los hombres, mediante su trabajo, han intentado siempre dominar la creación. Este es el sentido objetivo del trabajo (LE 5), en el cual –no hace falta decirlo– el éxito desde la revolución industrial ha sido arrollador. Además, el hombre, también mediante su trabajo, se hace a sí mismo; afirmación que ya estaba contenida en la Gaudium et spes (35 a): “Con su acción, el hombre no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo”. Éste es el sentido subjetivo del trabajo (LE 6), del que Juan Pablo II se había ocupado mucho antes de ser Papa1. La autocreación del hombre por su trabajo es –como todo el mundo sabe– un típico tema “marxengelsiano”: “Todo lo que se puede llamar historia universal no es otra cosa que la producción del hombre por el trabajo humano”2. El macaco –por utilizar la pintoresca expresión de Engels3– se hominizó cuando aprendió a utilizar instrumentos, y el ya hombre seguirá humanizándose gracias al trabajo. Esta referencia a Marx no es un dato de erudición superfluo. Toda la encíclica parece tenerle como interlocutor invisible; de él toma cosas, aunque a veces también se distancia significativamente. Por ejemplo, mientras para Marx el hombre modifica mediante su trabajo la realidad exterior y después esa realidad transformada permitirá que nazca el hombre nuevo, para Juan Pablo II el hombre no será humanizado solamente por los frutos de su trabajo, sino que debe humanizarse por el acto mismo de trabajar. Sin duda que el Papa, buen conocedor

1 Cfr. WOJTYLA, Karol, Persona y acción, BAC, Madrid, 1982. 2 MARX, Karl, Manuscritos de París (Obras de Marx y Engels, t. 5, Crítica, Barcelona, 1978, p. 387). 3 ENGELS, Friedrich, Dialéctica de la naturaleza (Obras de Marx y Engels, t. 36, Crítica, Barcelona, 1979, p. 166).

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del tomismo, tuvo presente la clásica distinción de un efecto de la acción que pasa al exterior y lo modifica y otro efecto que permanece en el agente modificándolo igualmente4. Esta diferencia entre Marx y Juan Pablo II no es una sutileza intrascendente. Tiene una importancia práctica decisiva, puesto que la postura del Papa exige que el hombre se realice ya hoy en su trabajo, en vez de hacerle creer que la realización le espera siempre al final del camino; que ha sido la falaz promesa tanto del capitalismo como del colectivismo. Recordemos, por ejemplo, aquel famoso artículo de Keynes que lleva el significativo título de “Las posibilidades económicas de nuestros nietos” (1930): “Debemos valorar los fines por encima de los medios y preferir lo que es bueno a lo que es útil. (…) Pero, ¡cuidado!, todavía no ha llegado el tiempo de todo esto. Por lo menos durante otros cien años debemos fingir nosotros y todos los demás que lo justo es malo y lo malo es justo; porque lo malo es útil y lo justo no lo es. La avaricia, la usura y la cautela deben ser nuestros dioses todavía durante un poco más de tiempo. Pues sólo ellos pueden sacarnos del túnel de la necesidad económica y llevarnos a la luz del día”5. En términos parecidos se expresa el marxista Ernst Bloch en El principio esperanza: “Reino de la libertad, libertad como un reino. Los caminos que llevan a ello no son los liberales, sino conquista del poder por el Estado, disciplina, autoridad, planificación central, línea general, ortodoxia. (...) Sólo el camino a través de “Campanella” –pensado como pathos del orden– lleva así a una democracia de “Moro”– pensada como pathos de la libertad–”6.

Primacía del hombre sobre las cosas Así, tanto el capitalismo como el colectivismo concentraron hasta ese momento sus esfuerzos en perfeccionar eso que Juan Pablo II ha llamado sentido objetivo del trabajo. Como escribió Mishan, “cualquier duda con respecto a que, por ejemplo, una tasa de crecimiento del 4%, puesta de manifiesto por el índice, sea mejor para la nación que una tasa del 3%, es algo que raya en la herejía; equivale a poner en duda que 4 es mayor que 3”7.

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4 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica, 1, q. 18, a. 3; 1. 41, a. 1; etc. (Suma de Teología, t. 1, BAC, Madrid, 1988, pp. 240, 398, etc.). 5 KEYNES, John Maynard, Ensayos de persuasión, Crítica, Barcelona, 1988, p. 332-333. 6 BLOCH, Ernst, El principio esperanza, t. 2, Aguilar, Madrid, 1979, pp. 96 y 98-99. 7 MISHAN, E.J., Los costes del desarrollo económico, Orbis, Barcelona, 1983, p. 15.

A lo largo de aquellas décadas, la preocupación de los especialistas, tanto en el área occidental como en la soviética, fue comparar la eficacia económica y las tasas de crecimiento de los dos sistemas, pretendiendo ignorar que en ambos casos se han logrado a base de “pirámides de sacrificios” (Berger8). Se ha organizado siempre el trabajo buscando la máxima eficacia desde el punto de vista objetivo. El taylorismo entre nosotros y el stajanovismo en la U.R.S.S. fueron el testimonio irrefutable con el resultado ya denunciado por Pío XI: “De las fábricas sale ennoblecida la materia inerte, pero los hombres se corrompen y se hacen más viles” (QA 135). Sólo cuando Elton Mayo pudo demostrar que la introducción de procedimientos más humanos, en vez de disminuir, acrecentaba la eficacia del trabajo, se les dio entrada9. A pesar de las apariencias, pues, incluso al dar ese paso siguió prevaleciendo el sentido objetivo del trabajo sobre el subjetivo. Naturalmente, sería absurdo lamentar los inmensos progresos que ha alcanzado el trabajo humano en su dimensión objetiva, como hicieron los rompemáquinas en los comienzos de la revolución industrial. Fue el mismo Dios quien quiso que domináramos la naturaleza (Gen 1, 28). Pero no podemos menos que denunciar la forma en que se ha llevado a cabo. Juan Pablo II critica “una civilización unilateralmente materialista, en la que se da importancia primordial a la dimensión objetiva del trabajo, mientras la subjetiva –todo lo que se refiere indirecta o directamente al mismo sujeto del trabajo– permanece a un nivel secundario” (LE 7 c). “Esto no quiere decir que el trabajo humano, desde el punto de vista objetivo, no pueda o no deba ser de algún modo valorizado y cualificado. Quiere decir solamente que el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto” (LE 6 f). Con otras palabras: hasta entonces el hombre fue considerado como un medio para un fin que se llama “productividad”, “rendimiento”, etc. Juan Pablo II afirma que más importante que las cosas producidas es el ser humano que las produce: “El trabajo está ‘en función del hombre’ y no el hombre ‘en función del trabajo’. Con esta conclusión se llega justamente a reconocer la preeminencia del significado subjetivo del trabajo sobre el significado objetivo” (LE 6 f).

8 BERGER, Peter L., Pirámides de sacrificio, Sal Terrae, Santander, 1979. 9 MAYO, Elton, Problemas humanos de una civilización industrial, Nueva Visión, Buenos Aires, 1973; idem, Problemas sociales de una civilización industrial, Nueva Visión, Buenos Aires, 1977.

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Si el hombre importa más que las cosas que produce, es de suponer que también importará más que las cosas con las que produce. Y, en efecto, el Papa defiende “el principio de la prioridad del ‘trabajo’ sobre el ‘capital’. Este principio –dice– se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el ‘capital’, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental” (LE 12 a). Esto había sido afirmado ya en la Gaudium et spes. En el último borrador (el de Ariccia), se invirtió el orden de los temas para colocar el trabajo al principio de la segunda sección. La explicación del cambio está en las palabras iniciales de dicha sección: “El trabajo humano (…) es muy superior a los restantes elementos de la vida económica, pues estos últimos no tienen otro papel que el de instrumentos” (GS 67 a). También se puede justificar la prioridad del trabajo sobre el capital teniendo en cuenta que los medios de producción –es decir, “el capital”– son fruto del trabajo anterior del hombre: “El conjunto de medios es fruto del patrimonio histórico del trabajo humano. Todos los medios de producción, desde los más primitivos hasta los ultramodernos, han sido elaborados gradualmente por el hombre: por la experiencia y la inteligencia del hombre” (LE 12 d). Por otra parte, el capital –fruto del trabajo de ayer– sigue dependiendo también del trabajo de hoy. En primer lugar, explica el Papa, casi nunca pueden utilizarse eficazmente esos medios de producción sin la intervención inteligente de un hombre que haya asimilado los oportunos conocimientos. Incluso cuando no es necesario tal cúmulo de conocimientos, lo cierto y evidente es que los medios de producción no sirven para nada si el hombre no los hace funcionar (LE 12 e). Todo esto, como hace notar Juan Pablo II, es solamente una forma particular del principio de “la primacía del hombre respecto de las cosas” (LE 12 f) y, por tanto, puede ser aceptado también por quienes profesan una ética puramente secular. Sabemos, de hecho, que Karol Wojtila se inspiró para esta formulación en el personalismo kantiano: “Obra de modo que en cada caso te valgas de la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de otro, como fin, nunca como medio”10. Evidentemente, el cristiano podrá fundamentar también dicho principio por el hecho de que el hombre, y sólo el hombre, es imagen de Dios. Así lo hace el Papa en la última parte de la encíclica que, como

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10 WOJTYLA, Karol, Persona y acción, BAC, Madrid, 1982, p. 206, n. 8.

es sabido, dedica a la espiritualidad del trabajo (LE 24-27). Esa última parte, dado que no aporta novedades dignas de mención a lo ya dicho por la Gaudium et spes, no será comentada en estas páginas.

Los sistemas económicos Así, pues, cualquier sistema económico que conceda la prioridad al capital, y no al trabajo, es injusto. Precisamente por eso la Laborem exercens condena el capitalismo. En dicho sistema se considera que la empresa pertenece a los propietarios del capital. A ellos –y no a los trabajadores– les corresponde la gestión. Incluso se llega a decir que el capital “emplea” trabajo. Tawney, en un libro publicado en 1921, llamaba ya la atención sobre el particular: afirman que “el capital ‘emplea’ trabajo, de manera muy parecida a como nuestros antepasados paganos imaginaban que los trozos de madera o hierro, que habían deificado en su día, les enviaban las cosechas y les ganaban las batallas. Cuando los hombres han llegado tan lejos en su imbecilidad como para hablar igual que si sus ídolos hubieran cobrado vida, ya es hora de que alguien los rompa. El trabajo consta de personas; el capital de cosas. La única utilidad de éstas es que se apliquen al servicio de aquellas”11. Esta condena del capitalismo es nueva en la Enseñanza Social de la Iglesia. Los papas anteriores habían condenado sus excesos, pero no su esencia. Pío XI hizo esa distinción expresamente: “Tal economía no es condenable por sí misma. Y realmente no es viciosa por naturaleza, sino que viola el recto orden sólo cuando el capital abusa de los obreros” (QA 101). Juan Pablo II condena también el colectivismo. Y exactamente por la misma razón: sigue basado en una prioridad del capital sobre el trabajo. Marx y Engels pensaron que bastaba traspasar al Estado la titularidad del capital para acabar con la prehistoria de la humanidad e inaugurar la historia. Sin embargo, la experiencia de los Estados comunistas puso de manifiesto que, de esta manera, el país entero quedaba convertido en una inmensa fábrica donde los funcionarios del partido sustituyen a los antiguos empresarios y los trabajadores permanecían sometidos a los nuevos “dueños” bajo unas condiciones similares –cuando no peores– a las de antes. En realidad son muy pocas las ventajas logradas por la nacionalización –si es que hay alguna– que los trabajadores no hubieran podido conseguir igualmente dentro del sistema capitalista gracias a la actividad sindical.

11 TAWNEY, R. H., La sociedad adquisitiva, Madrid, 1972, p. 101.

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Un acierto de la Laborem exercens ha sido presentar los dos sistemas como salidos de la misma matriz, y señalar que así no se supera el capitalismo; simplemente se lo transforma en un “capitalismo de Estado”. He aquí sus palabras: dondequiera que “el hombre es tratado como un instrumento de producción, (...) prescindiendo del programa y de la denominación según la cual se realiza, merecería el nombre de ‘capitalismo’” (LE 7 c). Conviene advertir que 1989 (el año de la caída del Muro de Berlín) supuso una ruptura epistemológica en el magisterio social de Juan Pablo II. Las dos encíclicas anteriores a dicho año –ésta que estamos recordando y la Sollicitudo rei socialis (1987)– hacen una crítica simétrica al capitalismo y al colectivismo. En cambio la que escribió después –la Centesimus annus (1991)– hace una crítica durísima al colectivismo, pero acepta el capitalismo siempre que esté debidamente regulado por los poderes públicos (es decir, no en la modalidad neoliberal). Pero ahora sólo estamos hablando de la Laborem exercens En ella consideraba Juan Pablo II que entre el capitalismo y el colectivismo la elección del creyente está hecha: negarse a la alternativa. Por eso, después de condenar ambos sistemas, el Papa señala la meta a la que debemos aspirar: “Justo, es decir, intrínsecamente verdadero y a su vez moralmente legítimo, puede serlo aquel sistema de trabajo que en su raíz supera la antinomia entre trabajo y capital” (LE 13 a). Creo que la clave de esta propuesta radica en tres palabras aparentemente insignificantes: “en su raíz”. Tanto en una empresa de un país capitalista como en una empresa de un país colectivista puede ocurrir que no exista ningún contencioso pendiente en un momento determinado, pero eso no garantiza que no los vaya a haber en el futuro. El Papa habla de eliminar la posibilidad misma de conflictos entre el trabajo y el capital, lo cual sólo parece posible si no son personas distintas las que están detrás de uno y otro.

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El Papa –aunque no pretende, como es lógico, competir con los expertos proponiendo soluciones concretas–, aporta algunos ejemplos que servirían para ir caminando progresivamente desde el capitalismo o desde el colectivismo (según sea el caso) hacia ese horizonte utópico. En los países capitalistas podría introducirse “la copropiedad de los medios de trabajo, la participación de los trabajadores en la gestión y/o en los beneficios de la empresa” (LE 14 e). A su vez, en los países colectivistas se podrían propiciar fórmulas de autogestión, porque “la simple remoción de los medios de producción (el capital) de las manos de sus propietarios privados no es suficiente para socializarlos de modo satisfactorio. (...) Se puede hablar de socialización únicamen-

te cuando quede asegurada la subjetividad de la sociedad; es decir, cuando toda persona, basándose en su propio trabajo, tenga pleno derecho a considerarse, al mismo tiempo, ‘copropietario’ de esa especie de gran taller en el que se compromete con todos” (LE 14 f, g). El hecho mismo de proponer algún correctivo para el sistema colectivista tuvo su interés. Hasta aquel momento “el socialismo real había sido contemplado como desde fuera, desde lejos, como una realidad en la que apenas era posible salvar nada y con la que todo compromiso de acción era inviable. Esto no significaba (no siempre al menos) una aceptación del sistema alternativo, el capitalismo, pero tenía el inconveniente de condenar a una total ausencia de la vida pública a los cristianos de los países comunistas”12. Resulta significativo que la Laborem exercens reclame de los dos sistemas una participación de los trabajadores en la gestión de la empresa. Resulta lógico. Se trata de un derecho derivado del principio de la prioridad del trabajo sobre el capital. Marx –el interlocutor invisible de Juan Pablo II– insistió repetidas veces en que el trabajo, para ser humano y fuente de realización personal, debe ser una actividad programada de forma consciente: “Una araña –decía– ejecuta operaciones que semejan a las manipulaciones del tejedor, y la construcción de los panales de las abejas podría avergonzar, por su perfección, a más de un maestro albañil. Pero hay algo en lo que el peor maestro albañil aventaja a la mejor abeja, y es el hecho de que, antes de ejecutar la construcción, la proyecta en su cerebro”13. Y Marx denunció el atentado que ha supuesto para la dignidad humana la división del trabajo en la industria moderna: los directivos planifican y los obreros obedecen pasivamente; es decir, una es la cabeza que piensa y otra la mano que ejecuta, con lo cual el trabajo humano deviene una actividad mecánica igual que en el caso de la araña y la abeja. La diferencia entre Juan Pablo II y los fundadores del marxismo radica en que éstos consideraban necesario mantener esa disociación en la sociedad socialista y eliminarla tan solo cuando llegara la sociedad comunista. En cambio, el Papa –coincidiendo en esto con los socialistas antiautoritarios (Proudhon, Bakunin, Kropotkin…)– exigió que se hiciera ya.

12 CAMACHO, Ildefonso, Doctrina Social de la Iglesia. Una aproximación histórica, Paulinas, Madrid, 1991, p. 478. 13 MARX, KARL, El Capital, t. 1, Fondo de Cultura Económica, México, 8ª ed., 1973, p. 130.

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Como vemos, las reivindicaciones del Papa giran alrededor de la participación de los trabajadores en la gestión de la empresa. En cambio parece preocuparle mucho menos la cuestión de la titularidad jurídica de los medios de producción. Ni al capitalismo le pide que suprima la propiedad privada –aunque sí le exige que la distribuya correctamente–, ni al colectivismo le exige un retorno a la propiedad privada –aunque sí le exige que los medios de producción sean gestionados con libertad por los propios trabajadores–. Podríamos decir que para el Papa el problema decisivo no es la titularidad de la propiedad, sino su destino; no de quién es, sino a quién sirve: “Los medios de producción no pueden ser poseídos contra el trabajo, no pueden ser ni siquiera poseídos para poseer, porque el único título legítimo para su posesión –y eso ya sea en la forma de la propiedad privada, ya sea en la de la propiedad pública o colectiva– es que sirvan al trabajo” (LE 14 c).

Sindicalismo Naturalmente, si en el sistema justo no serán personas distintas quienes estén detrás del trabajo y quienes estén detrás del capital, el régimen del salariado dará paso al reparto de beneficios entre los trabajadores-propietarios. Pero mientras llega ese momento, puede considerarse que un salario justo es la mejor garantía de unas relaciones laborales satisfactorias: “No existe en el contexto actual otro modo mejor para cumplir la justicia en las relaciones trabajadorempresario que el constituido precisamente por la remuneración del trabajo. Independientemente del hecho de que este trabajo se lleve a efecto dentro del sistema de la propiedad privada de los medios de producción o en un sistema en que esta propiedad se haya transferido a la colectividad, el vínculo contractual entre el empresario y el trabajador se hace efectivo en el salario; eso es, mediante la justa remuneración del trabajo realizado” (LE 19 a). Por desgracia es de suponer que, mientras no exista ese “sistema justo” que eliminará “en su raíz” la antinomia entre el capital y el trabajo, las relaciones entre ambos seguirán siendo conflictivas. La izquierda ha designado esa conflictividad como “lucha de clases” y ha considerado los sindicatos como instrumentos idóneos para llevarla adelante.

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A pesar de la rotunda oposición del liberalismo decimonónico, el derecho de asociación sindical ha sido reconocido siempre por la Enseñanza Social de la Iglesia, ya desde la Rerum novarum; e incluso Pío XII vio con extraordinaria lucidez que la existencia de sindicatos es una necesidad estructural mientras el capital y el trabajo permanezcan en manos diferentes: “Los sindicatos han surgido, como una con-

secuencia espontánea y necesaria, del capitalismo erigido en sistema económico”14. Sin embargo, hasta ahora, en vez de sacar las consecuencias obvias –exigir soluciones estructurales para resolver el antagonismo entre capital y trabajo–, abundaron las exhortaciones a la fraternidad15, a la mesura por ambas partes16, e incluso a la oración17 (cosas todas ellas importantes, sin duda, pero no suficientes). Juan Pablo II, como hemos visto, afirma la necesidad de esas reformas estructurales (copropiedad, cogestión, etc.) y recomienda además a los sindicatos que interpreten su lucha como una lucha a favor de la justicia, más que como una lucha contra otros (LE 20 c). La distinción supone, por lo menos, dos cosas: —— Que los seres humanos deben estar movidos por el amor y no por el odio, incluso cuando tienen que enfrentarse a sus enemigos. Recuerdo una página famosa de Girardi: “El cristiano debe amar a todos, pero no a todos del mismo modo: al oprimido se le ama defendiéndole y liberándole, al opresor acusándole y combatiéndole”18. No es un juego de palabras. Enfrentarse al adversario movido por el amor significa que la meta última no es “eliminarle”, sino “construir una comunidad” entre los hombres del trabajo y los hombres del capital. Aquí emplea el Papa la palabra “solidaridad” que muchos interpretaron como un mensaje subliminal de apoyo al famoso sindicato fundado por Lech Walesa, sobre todo en el original de la encíclica, donde aparece la palabra en polaco: Solidarnoŝc”. —— Que la preocupación por la justicia impedirá caer en una defensa insolidaria del propio colectivo, no ya contra los empresarios sino contra otros trabajadores de menor capacidad reivindicativa: “Los justos esfuerzos por asegurar los derechos de los trabajadores, unidos por la misma profesión, deben tener siempre en cuenta las limitaciones que impone la situación económica general del país. Las exigencias sindicales no pueden transformarse en una especie de “egoísmo” de grupo o de clase” (LE 20 d).

14 PÍO XII, Soyez les bienvenus, 3 (Doctrina Pontificia, t. 3, BAC; Madrid, 2ª ed., 1964, p. 1002). 15 JUAN XXIII, Mater et magistra, 23 (Once grandes mensajes, p. 136). 16 LEÓN XIII, Rerum novarum, 14 (Once grandes mensajes, p. 30). 17 PÍO XI, Caritate Christi compulsi, 17-24 (Doctrina Pontificia, t.3, pp.720-723). 18 GIRARDI, Jules, Amor cristiano y lucha de clases, Sígueme, Salamanca, 2ª ed., 1975, p. 57.

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Los olvidos de la economía Hay tres casos particulares, aludidos expresamente por el Papa, que pueden convertirse en víctimas de esos “egoísmos de grupo”. Son los desempleados (LE 18), los minusválidos (LE 22) y los trabajadores extranjeros (LE 23). Mientras la organización del trabajo atienda exclusivamente a su dimensión objetiva, se arrojará fuera del mercado laboral a quienes no resulten necesarios (parados) o no puedan adaptarse a unos mínimos de productividad (minusválidos). Por el contrario, dar la preeminencia al sentido subjetivo del trabajo exigiría no sólo garantizar a tales personas su subsistencia –que eso se da por descontado como consecuencia del principio del uso común de los bienes (LE 18 a)–, sino también darles la oportunidad de realizarse mediante el trabajo: “Es de desear que una recta concepción del trabajo en sentido subjetivo lleve a una situación que dé a la persona minusválida la posibilidad de sentirse no al margen del mundo del trabajo o en situación de dependencia de la sociedad, sino como un sujeto de trabajo de pleno derecho, útil, respetado por su dignidad humana, llamado a contribuir al progreso y al bien de su familia y de la comunidad según las propias capacidades” (LE 22 c). El mismo principio ilumina el problema de la emigración. Mientras prime el significado objetivo del trabajo sobre el subjetivo, se fomentará el desplazamiento de la mano de obra detrás de los capitales ignorando los costos humanos y familiares que eso supone. En cambio, si se respetara la primacía del significado subjetivo, serían los capitales los que deberían ir –en la medida de lo posible– allá donde se encuentre la mano de obra. Juan Pablo II se une en esto a sus predecesores. Pío XII lamentó, en efecto, que “no es el trabajo humano destinado al bien común lo que atrae a sí el capital y lo pone a su servicio, sino que, por el contrario, es el capital el que mueve de un lado a otro el trabajo del hombre como a una pelota”19; y Juan XXIII escribió: “Juzgamos lo más oportuno que, en la medida de lo posible, el capital busque al trabajador, y no al contrario” (PT 102). Admitiendo, sin embargo, que la emigración será en determinadas condiciones “un mal necesario” (LE 23 b), Juan Pablo II recuerda que también la persona del trabajador extranjero debe tener prioridad sobre el capital (LE 23 c).

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19 PÍO XII, A particolare compiacimento, 12 (Doctrina Pontificia, t. 3, p. 943).

El “empresario indirecto” Cuando el Papa reafirma el derecho de todo hombre al trabajo (LE 16 a, b) –y esto resulta especialmente aplicable a los olvidados de la economía que acabamos de considerar– distingue el papel que tienen en esa tarea los que llama “empresarios directos” (aquellos que contratan directamente a los trabajadores) y los que llama “empresarios indirectos” (LE 16 d, 17), entendiendo por tales el conjunto de factores que influyen en que haya más o menos contrataciones y con mejores o peores condiciones laborales. “El concepto de empresario indirecto –dice– se puede aplicar a toda la sociedad, y en primer lugar al Estado” (LE 17 b). *** Hay un factor, en cambio, que no recibió en la encíclica la atención que merecía. Me refiero al desempleo tecnológico. Es verdad que el Papa comienza diciendo: “Celebramos el 90 aniversario de la encíclica Rerum novarum en vísperas de nuevos adelantos en las condiciones tecnológicas, económicas y políticas que, según muchos expertos, influirán en el mundo del trabajo y de la producción no menos de cuanto lo hizo la revolución industrial del siglo pasado” (LE 1 c). Pero después, en el resto de la Encíclica, no volvió a mencionar esta problemática. Por otra parte, en los treinta años transcurridos desde que apareció la Encíclica se han producido profundos cambios en el mundo del trabajo: frente al trabajo industrial gana cada vez más terreno el que podríamos llamar “trabajo inmaterial”, cuya “materia prima” es la información y el conocimiento; se está pasando de la producción local a la producción globalizada; el trabajo estable es sustituido cada vez más por trabajo precario, haciéndose más porosa la frontera entre el trabajo formal y el informal; han aparecido los Working poor (pobres a pesar de trabajar)… Pero aquí se trataba solamente de recordar la Laborem exercens.

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