Reflexiones sobre la libertad y la servidumbre. Yves Charles Zarka Universidad París Descartes, Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Sorbonne

19 y 20 de junio XXII Congreso anual EBEN-España Reflexiones sobre la libertad y la servidumbre — Yves Charles Zarka Universidad París Descartes, Fac

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19 y 20 de junio XXII Congreso anual EBEN-España

Reflexiones sobre la libertad y la servidumbre — Yves Charles Zarka Universidad París Descartes, Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Sorbonne

CÀTEDRA ETHOS

Ética, emociones y economía: la gestión actual de las organizaciones

19 y 20 de junio XXII Congreso anual EBEN-España

Reflexiones sobre la libertad y la servidumbre — Yves Charles Zarka Universidad París Descartes, Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Sorbonne

Ética, emociones y economía: la gestión actual de las organizaciones

Edita: Universitat Ramon Llull Rector: Dr. Josep Maria Garrell Coordinación Editorial y Compaginación: Gabinete de Comunicación y Relaciones Institucionales Traducción: Mar Rosàs Diseño y Maquetación: Anna Bohigas Impresión y Encuadernación: Printmakers Barcelona, junio de 2014 Deposito legal: B.15408-2014

Reflexiones sobre la libertad y la servidumbre — Yves Charles Zarka Universidad París Descartes, Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Sorbonne

Interrogarse sobre la caída de un estadio de libertad a uno de servidumbre, de la libertad extrema a la servidumbre extrema, es tan o más antiguo que la filosofía política: “El exceso de libertad, en efecto, es probable que provoque un cambio que no conduce más que a un exceso de esclavitud, tanto para los particulares como para las ciudades [...]. Probablemente entonces la tiranía no se instaura a partir de otro régimen político que no sea la democracia: a partir, creo, del más alto grado de libertad se llega a la esclavitud mayor y más violenta”.1 Esta tesis de Platón fue retomada en lo esencial, sean cuales sean las importantes diferencias en otros aspectos, por Aristóteles, Cicerón y muchos otros autores. Para ellos, la caída de un estadio de libertad a uno de servidumbre en las ciudades democráticas es inevitable, porque si, en estas ciudades, “es soberano el pueblo”,2 entonces los dos principios constitutivos de este tipo de Estado, la igualdad y la libertad, contienen las causas que llevan la libertad a volverse extrema y a convertirse en servidumbre extrema. La igualdad se opone a la equidad y acaba siendo fuente de injusticia; la libertad se opone a la autoridad y acaba degenerando inevitablemente en licencia y permisividad. “Y así, de las máximas cotas de libertad nace el tirano y con él la más injusta y cruel esclavitud. En efecto, de ese pueblo rebelde a toda sujeción o, más bien salvaje, se elige como jefe contra los ciudadanos más eminentes, ya abatidos y desposeídos de su dignidad, a cualquiera, a un hombre audaz, depravado, que se dedica a perseguir, sin vergüenza alguna, especialmente a aquellos ciudadanos que a más méritos son acreedores por su servicio al Estado”.3 La democracia abigarrada y variopinta de la que habla Platón es el régimen de la indistinción: lo justo y lo injusto, el bien y el mal, lo verdadero y lo falso resultan indiscernibles. “¿Acaso no son, en primer lugar, hombres libres, y no está llena la ciudad de libertad y de la posibilidad de expresarse sin trabas? ¿No está permitido en ella hacer lo que uno quiera?”:4 estas cuestiones son evidentemente irónicas, puesto que, en una democracia, la libertad de decirlo todo o de hacerlo todo vienen a ser lo mismo que la posibilidad de decir o hacer cualquier cosa. Cualquier persona puede tomar la palabra y decir algo así como también lo contrario, cualquier persona puede aspirar a actuar en cualquier ámbito. Resulta imposible distinguir la verdad de la falsedad. Incluso las denominaciones de las cosas, de las pasiones y de las

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acciones se vuelven fluctuantes: “se difunden en discursos aduladores y las atavían con seductores nombres, llamando a la desmesura “educación exitosa”, a la anarquía “libertad”, a la prodigalidad “magnificencia y a la desvergüenza “coraje”.5 Como subraya Sócrates, quien quisiera decir la verdad sobre este régimen pondría su propia vida en peligro. Es por ese motivo que la de mocracia se degrada convirtiéndose en un régimen de servidumbre a menudo dominado por un demagogo que enseguida se convierte en un tirano, amo la mayor de las veces injusto y cruel, pero también a veces afable. El pensamiento político grecorromano conoce los riesgos de la democracia, y llega a plantearse la naturaleza de los pueblos: ¿no están hechos para tener amos absolutos, en suma, para ser esclavos? “En efecto, un tirano puede ser tan clemente como intemperante un rey, de forma que [...] [la única pregunta que les queda a los pueblos es saber si son] esclavos de un amo afable o de uno cruel; no les cabe la posibilidad de no ser esclavos”.6 La respuesta a la pregunta es evidentemente negativa: todo el esfuerzo de este pensamiento político grecorromano consistirá en definir las condiciones institucionales y políticas con el objetivo de defender y salvaguardar la libertad civil. Cambiemos de época; ¡vayamos hasta la nuestra! Platón, Aristóteles, Cicerón no creían en la democracia. Nosotros sí queremos creer en ella. No tenemos elección, porque no existe una alternativa creíble y, en definitiva, legítima a este régimen, a pesar de sus defectos. Los principios de igualdad de derechos y de libertad individual han impregnado demasiado, y con toda la razón, los espíritus modernos y posmodernos como para que pueda contemplarse la posibilidad de una alternativa a la democracia. Así, la idea de una constitución mixta con la que Cicerón soñaba (la de la Roma republicana) supone una visión aristocrática de la sociedad que hoy sería imposible de legitimar como tal.7 La posdemoracia avanzada por algunos es o bien una infrademocracia sin legitimidad, o bien el estadio más avanzado de degeneración de la democracia, cuando pierde completamente el espíritu de libertad y se hunde en la servidumbre. Paradójicamente, el colmo del desastre se alcanza en algunas concepciones —no todas—8 de la democracia directa formulada en el siglo xx. Pienso particularmente en una de ellas que se concibió para oponerse al Estado de derecho, considerado como concepción burguesa y liberal de la democracia. Esta concepción de la democracia directa adquirió la figura negra de una democracia de aclamación al servicio del poder carismático de un jefe y de un sistema totalitario.9 Hoy la democracia constitucional y liberal no conoce ninguna alternativa. Si bien, como la democracia antigua, se funda sobre las nociones de igualdad y de libertad (al menos de derecho), se distingue fuertemente de ella porque de entrada se define como un estado de sociedad, antes de ser un régimen político, puesto que está ligada al Estado de derecho y tiene por objetivo proteger los derechos y las libertades individuales, porque se constituye cada vez más como una democracia de los individuos, porque es el reino de la opinión; en definitiva, porque funciona constitucionalmente en base a la separación de poderes e institucionalmente en base a un gobierno representativo. Sin embargo, hoy la libertad democrática no está menos en peligro que en la antigüedad, quizás incluso lo está más pero bajo otras formas más insidiosas que son menos perceptibles porque son menos apremiantes. Nos quedan por analizar los defectos, las mismas patologías de las que la

democracia liberal es susceptible, de cara a oponerse a su deriva hacia nuevas servidumbres y conservarla o restituirla como régimen de libertad. No se trata, pues, de oponer otro régimen a la democracia, sino una democracia de libertad a una de servidumbre. Tocqueville hizo un análisis de la democracia moderna —de los aspectos de la estructura social y política, de las costumbres y de las maneras de pensar, de la opinión y de la religión— que hasta día de hoy no ha sido superado. También mostró la temible alternativa a la que la sociedad democrática estaba confrontada —precisamente la que acabo de subrayar. No voy a volver sobre esos puntos, que me parecen ya explicados. Simplemente quisiera aquí considerar con una cierta atención el nuevo tipo de dominación (la del amo anónimo) que se instaura más o menos imperceptiblemente en las democracias modernas y las nuevas servidumbres que es susceptible de engendrar.

1. ¿Qué libertad? ¿Qué servidumbre?

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Aun hoy día la cuestión de la libertad civil (individual y política) se halla fuertemente marcada por la problemática desarrollada por Benjamin Constant en su muy célebre discurso de 1819: “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”. La libertad de los antiguos consiste, como es sabido, en la participación activa y constante en el poder colectivo y en la soberanía política. Sin embargo, tiene como contrapartida una existencia privada constreñida y sumisa, sin independencia. La libertad de los modernos, por el contrario, se reduce esencialmente a la esfera privada. Consiste en disfrutar de los derechos y de la autonomía individual; su contrapartida es, esta vez, un alcance político que se reduce a bien poco. Así, “entre los modernos, al contrario, el individuo en la vida privada no es, aun en los Estados más libres, soberano sino en apariencia. Su soberanía está restringida, casi siempre suspendida, y, si, en épocas fijas, aunque escasas, durante las cuales está envuelto en precauciones y trabas, él ejerce esta soberanía, no es nunca sino para abdicar de la misma”.10 Por supuesto, la distinción formulada por Isaiah Berlin entre libertad positiva y libertad negativa en su conferencia de 1958 “Dos conceptos de libertad”, es muy distinta a la de Constant. En primer lugar, porque la distinción de I. Berlin no corresponde a la división histórica entre antiguos y modernos. Tiene que ver fundamentalmente con dos maneras de pensar la libertad de los modernos. En segundo lugar, porque dicha distinción establece dos relaciones diferentes con el orden político. Sin embargo, algo de Constant permanece en Berlin: es la lógica divergente lo que anima los dos conceptos de libertad pero traspuesta a otro nivel, y el hecho de que los dos autores finalmente compartan una concepción liberal —negativa— de la libertad. “La libertad [positiva] que consiste en ser dueño de sí mismo y la libertad [negativa] que consiste en que otros hombres no me impidan decidir como quiera, pueden parecer a primera vista conceptos que lógicamente no distan mucho uno del otro y que no son más que las formas negativa y positiva de decir la misma cosa. Sin embargo, las ideas ‘positiva’ y ‘negativa’ de libertad se desarrollaron históricamente en direcciones divergentes, no

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siempre por pasos lógicamente aceptables, hasta que al final entraron en conflicto directo la una con la otra.”11 La libertad negativa, entendida como independencia, no intrusión exterior, no injerencia y no interferencia, es propia de pensadores liberales como Locke y John Stuart Mill en Inglaterra, Constant y Tocqueville en Francia. Implica que tiene que haber una frontera que proteja la libertad individual y la vida privada de la injerencia de la autoridad política, de modo que la autoridad política tiene que limitarse a lo estrictamente necesario: “Benjamin Constant, el más elocuente de todos los defensores de la libertad y la intimidad, que no había olvidado la dictadura jacobina, declaraba que por lo menos la libertad de religión, de opinión, de expresión y de propiedad debían estar garantizadas frente a cualquier ataque arbitrario”.12 La libertad positiva, en cambio: “sale a relucir, no si intentamos responder a la pregunta ‘qué soy libre de hacer o de ser’, sino si intentamos responder a ‘por quién estoy gobernado’ o ‘quién tiene que decir lo que yo tengo y lo que no tengo que ser o hacer’”.13 Aquí se vuelven decisivos el deseo de ser soberano o de participar en los mecanismos políticos que condicionan nuestra existencia. Es en el marco de la libertad positiva que la fórmula de Rousseau, que traduce la primacía de la colectividad sobre el individuo —“on le forcera d’être libre”—, adquiere sentido, a la vez que esta misma afirmación no es otra cosa que un disfraz de la tiranía de lo colectivo por parte de los partidarios de la libertad negativa. ¿La corriente llamada “republicanista” o “neorrepublicanista”, iniciada por los grandes trabajos de J. G. A. Pocock, especialmente su The Machiavellian Moment. Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition (1975), y seguida de toda una serie de trabajos de varios autores más o menos repetitivos, más o menos significativos, pero todos situados en el surco de la relectura efectuada por Pocock del lugar de la tradición republicana en el pensamiento político moderno, ¿ha modificado la problemática de la libertad civil? En todo caso, ha pretendido hacerlo a través de la idea de una tercera vía de la libertad, que no se reduciría a los términos de la oposición entre libertad positiva y libertad negativa. Esta tercera vía sería la que habría trazado la teoría política republicana desde la antigüedad hasta hoy, pasando por Maquiavelo (reactivación del republicanismo romano en tiempos de guerra), Harrington (teoría republicana desarrollada durante la guerra civil inglesa) y los republicanos americanos (en el momento de la independencia de los Estados Unidos) con la idea de una libertad cívica. A partir de entonces, la oposición ya no sería la que concibió Constant, ni la establecida por Berlin, sino una oposición entre una concepción liberal de la libertad —que vuelve a la libertad negativa, como ausencia de obstáculos exteriores, no injerencia o interferencia— y una concepción republicana —que, en cambio, no es posible reducir a la libertad positiva, sino que tiene que ver por una parte con la libertad negativa y por otra con la libertad positiva. Retomaré esta idea. Hay que decir que la búsqueda de esta tercera vía se desplazó rápidamente del plano histórico al ideológico. Para los neorrepublicanistas se trata de intentar introducir un concepto de libertad que pueda constituir una alternativa al concepto liberal, es decir, de oponer el republicanismo al liberalismo político. Baste aquí decir que la libertad cívica de los neorrepublicanistas, que se define esencialmente por

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oposición a la concepción liberal, se respalda en ella. No aporta un concepto nuevo de libertad, sino que configura una noción de libertad a partir de dos concepciones ya conocidas. Antes de ponernos a examinar el contenido filosófico de este concepto de libertad, quisiera señalar que la dimensión ideológica de esta búsqueda de la libertad cívica es muy presente en la obra de Quentin Skinner Liberty before Liberalism,14 que hubiera podido titularse “La libertad contra el liberalismo”. Esta dimensión ideológica es particularmente destacable en la discusión de Skinner de las tesis de Berlin, en el capítulo final paradójicamente titulado “La libertad y el historiador”. Pero me gustaría señalar aquí sobre todo las construcciones retroactivas del pasado, como la siguiente: “¿Qué es, entonces, lo que separa a la concepción neorromana de la libertad de la concepción liberal? Lo que los autores romanos repudian avant la lettre es el supuesto clave del liberalismo clásico en cuanto a que la fuerza o la amenaza coactiva de su uso constituyen las únicas formas de coacción que interfieren con la libertad individual. Los autores neorromanos insisten, en cambio, en que vivir en una condición de dependencia es ya en sí mismo fuente de restricciones y una forma de restricción.”15 Más allá del hecho de que en este texto las categorías de “concepción neorromana” o de “autores neorromanos” nunca se definen sino que simplemente se plantean o se presuponen, es ciertamente extraño leer que los autores liberales han considerado que los únicos obstáculos a la libertad son la fuerza coercitiva exterior o la amenaza. Tocqueville, por ejemplo, muestra a lo largo de varias páginas que el peligro que acecha la libertad democrática tiene que ver no tanto la fuerza o la amenaza como nuevas formas de dominación, ya sean políticas, de opinión o de otro tipo. También puede hacerse referencia a John Stuart Mill, que en Sobre la libertad escribe: “La sociedad tiene capacidad de ejecutar, y de hecho, lo lleva a cabo, sus propios mandatos. Y si dicta medidas erróneas en lugar de acertadas, o acerca de asuntos que no son de su competencia, ejerce una tiranía social más formidable que la de muchos modelos de opresión política, ya que, si bien por lo general no tiene a su alcance penas tan graves, hay menos posibilidades de librarse de ella, por cuanto repercute mucho más en detalles de la vida cotidiana hasta el punto de esclavizar el alma”.16 ¿Qué queda de las alegaciones de Q. Skinner tras la lectura de este texto? Resulta claro que la concepción liberal de la libertad es precisamente la que permite poner de manifiesto que existen otros tipos de dominación (o de tiranías) susceptibles de perder la libertad, más allá de la figura tradicional de la dominación personal —que dicha concepción de la libertad también explica—, es decir, más allá de la concepción antigua o, mejor dicho, arcaica, de la dominación, contra la que el neorrepublicanismo libra una batalla de retaguardia. Para describirla, voy a examinar los argumentos que sostienen la idea neorrepublicanista de la libertad en la obra de Philip Pettit que se titula Republicanismo.17 Veremos que esta idea de libertad se entiende únicamente en relación con el concepto de la dominación y de la servidumbre que denomino arcaico. Desde el comienzo de su obra, Pettit dibuja el marco ideológico a partir del cual va a intentar definir la concepción republicana de la libertad como no-dominación: “Pero en las dos últimas centurias de su desarrollo, el liberalismo ha venido siendo

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asociado, en la mayoría de sus variantes más influyentes, con la concepción negativa de la libertad como ausencia de interferencia y con el presupuesto que no hay nada inherentemente opresivo en el hecho de que algunos tengan poder de dominación sobre otros, siempre que no ejerzan ese poder ni sea probable que lleguen a ejercerlo. Esa relativa indiferencia al poder o a la dominación ha vuelto al liberalismo tolerante respecto de muchas relaciones —en el hogar, en el puesto de trabajo, en el electorado y en otros sitios— que el republicano está obligado a denunciar como paradigmas de dominación de ilibertad” [unfreedom].18 No deseo insistir aquí sobre el carácter propiamente caricaturesco que en este fragmento adquieren las tesis de pensadores liberales, que sin duda son los que más han reflexionado sobre el poder y la dominación, como se verá en la segunda parte del presente estudio, y han definido los medios para resistirse u oponerse a dicha dominación. Tampoco volveré a insistir sobre esta dicotomía entre liberales y republicanos, como si la mayor parte de pensadores liberales no hubiesen sido republicanos (¿qué hacer entonces de Montesquieu, Tocqueville y tantos otros?). En cambio, es importante subrayar el “montaje republicanista” del texto de Pettit (como hemos visto en el texto de Skinner), que consiste en proporcionar una visión simplista y deformada de la concepción republicanista, concepción que enseguida se proyecta artificialmente sobre el pasado para presentarse como más antigua que la concepción liberal de la libertad. Mostrado el artificio republicanista, volvamos a su definición de libertad: dicha definición “no casa con ninguno de los lados de la dicotomía, ahora corriente, entre libertad negativa y positiva. Esta concepción [republicanista] es negativa, en la medida en que requiere la ausencia de dominación ajena, no necesariamente la presencia de autocontrol, sea lo que fuere lo que éste último entrañe. La concepción [republicanista] es positiva, en la medida en que, al menos en un respecto, necesita algo más que la ausencia de interferencia; requiere seguridad frente a la interferencia, en particular frente a la interferencia arbitrariamente fundamentada. Creo que esta concepción republicana de la libertad, esta concepción de la libertad como no-dominación, es del mayor interés en la teoría política”.19 Pettit llega a considerar que podría dar lugar a una especie de programa “político neorrepublicanista”. ¿En qué consiste este concepto de libertad como no-dominación? Para comprenderlo hace falta distinguir la no-dominación de la no-interferencia. La segunda está ligada a la concepción liberal de la libertad que deriva de la definición hobbesiana de la libertad entendida como ausencia de obstáculos exteriores a la acción. El obstáculo puede estar constituido tanto por la oposición de otro individuo (o de un grupo) como por una ley que obliga o prohíbe hacer o no hacer. Ahora bien, esta concepción de la libertad no es exclusiva de toda dominación; puede perfectamente concebirse un amo afable (Cicerón ya lo hacía) que no intervenga y no suponga un obstáculo para la elección de los que se hallan bajo su dependencia. En este caso se daría una dominación sin interferencia.20 Es así como Pettit, igual que el conjunto de neorrepublicanistas, considera que la concepción liberal de la libertad es compatible con la dominación. En cambio, la no-dominación difiere de la no-interferencia en general, en el sentido que se opone no a toda interferencia, sino a una interferencia particular: la interferencia intencional y arbitraria, la de un amo, un tirano o un poseedor de mucho poder. Se opone, pues, a la existencia misma de la dominación,

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al hecho de que existe una instancia que podría intervenir en la existencia y las elecciones de los individuos, aunque de hecho no intervenga: se opone, pues, tanto al amo interferente como al amo no interferente, es decir, afable. Esta concepción de la libertad rechaza tanto la dominación actual como la dominación posible. En cambio, acepta la interferencia cuando se trata de un gobierno que actúa conforme a la ley dentro del marco de una república ordenada. No se trata aquí de la interferencia de un amo, sino de una instancia que, por el contrario, debe proteger a los ciudadanos de lo arbitrario que podrían cometer contra otro o que otro les podría infligir, y de todo otro poder cualquiera. La dominación a la cual se opone esta concepción de la libertad como no-dominación es la que se ejerce sobre un esclavo o un siervo: “La tradición republicana es unánime a la hora de presentar la libertad como lo opuesto a la esclavitud, como lo es a la hora de ver la exposición a la voluntad arbitraria de otro —o el vivir a merced de otro— como el gran mal. Lo contrario del liber, de la persona libre, en el uso romano republicano era el servus, el esclavo”.21 El esclavo sigue siendo un esclavo y la dominación sigue siendo dominación tanto si el amo es cruel como si es afable, tanto si interfiere como si no. Esta sería según Pettit la concepción de la libertad como no-dominación que reencontramos después del republicanismo romano hasta el neorrepublicanismo contemporáneo, pasando por Maquiavelo, James Harrington, Algernon Sidney, los republicanos que defendían la independencia americana, et alii. De ahora en adelante es posible determinar precisamente el concepto de dominación al que se refiere para oponerle el concepto de libertad como no-dominación: se trata de la dominación relacional, interpersonal, la que ejerce un amo personal sobre un individuo o un grupo de individuos. Ahora bien, esta dominación personal es una figura arcaica de la dominación. Esto no significa que ya no exista. Lo arcaico puede perfectamente ser actual. Esto significa, por el contrario, que esta figura de la dominación es del todo insuficiente para proporcionar una explicación de los fenómenos de dominación que se ejercen en las sociedades democráticas contemporáneas. Voy a volver a este punto dentro de un momento para mostrar cómo los pensadores liberales se han dedicado precisamente a explicar las nuevas figuras de dominación perfectamente compatibles con el régimen democrático. Examinemos por un instante la naturaleza de la dominación en los fragmentos en los que Pettit la define. ¿Qué es la dominación?: “un agente domina a otro si, y sólo si tiene cierto poder sobre ese otro, y en particular, un poder de interferencia arbitrariamente fundado”.22 Si la relación de dominación es de un agente sobre otro, entonces está estructuralmente concebida como una relación personal. Pero Pettit parece negar esta implicación. Solo se trata, dice, de una manera de expresarse: “se hace por razones prácticas, como si solo estuviesen en juego dos personas físicas”.23 El agente que domina puede ser individual o colectivo, igual que el agente dominado. El ejemplo de agente dominante colectivo que toma Pettit es el de quien ejerce la tiranía de la mayoría. Sin embargo, lejos de escapar así al concepto arcaico — personal— de la dominación, Pettit, por el contrario, lo hace extensivo a tipos de dominación que no son solo la dominación personal y relacional. La negación de la dominación arcaica queda anulada por el análisis que él da de la estructura de la dominación. Que esta estructura sea personal, individual o colectiva no modifica la cuestión.

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Los tres componentes de la estructura de dominación son, pues, que el acto de interferencia es intencional, que es arbitrario y que impone elecciones que no son las de los dominados. Ahora bien, estos tres componentes —la intencionalidad, la arbitrariedad y la imposición contraria— son relaciones, que además son relaciones conscientes, que solo pueden ejercerse en el marco de una dominación personal. Correlativamente, la libertad neorrepublicana se piensa por oposición a esta figura arcaica de la dominación. Ser libres significa pues no estar sometido personalmente a una o más personas y estar protegido contra esta forma de dominación. “Alguien disfruta de no-dominación, podemos decir, cuando vive entre personas que no satisfacen las tres condiciones discutidas en la sección anterior; que no tienen capacidad de interferir de modo arbitrario en sus elecciones”.24 No hay nada más que decir. El ideal de no-dominación neorrepublicanista es un ideal de no-dominación personal: vivir con los otros sin que nadie pueda interferir arbitrariamente en nuestras elecciones. Que cada cual se encargue de juzgar si este ideal de libertad es practicable, si podemos vivir con los otros sin sufrir ninguna influencia voluntaria —es esto lo que arbitrario significa— por su parte. Para concluir este análisis, diré que el concepto neorrepublicano de libertad como no-dominación, lejos de volver obsoleto el concepto liberal de libertad, se halla muy lejos de agotar sus posibilidades. Simplemente porque en las sociedades democráticas contemporáneas la libertad puede cuestionarse para el bien de otras cosas que no son la dominación personal. Es en este punto que es necesario hablar de la dominación no-personal y del amo anónimo. Correlativamente, existen nuevas servidumbres. Preservar la libertad no implica solo escaparse de lo arbitrario de un amo personal, sino también desmontar los mecanismos de la dominación impersonal y de un nuevo régimen de servidumbre voluntaria. 2. Las nuevas servidumbres democráticas Es importante recordar, en primer lugar, que los pensadores liberales han sido los que han atacado de manera más viva la idea de dominación política. John Stuart Mill señala en particular desde las primeras líneas de Sobre la libertad que la teoría de la libertad civil que va a desarrollar se opone a la dominación: “El sujeto de este ensayo no es el llamado libre albedrío [...], sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo”.25 Pero, sobre todo, Mill distingue entre dos formas de dominación, la que yo he descrito más arriba como arcaica, y otra, moderna, ligada a las sociedades democráticas. En efecto, tradicionalmente, la lucha entre libertad y dominación adquirió la forma de una resistencia contra el poder de los gobernantes que, aunque se sentía como “algo necesario, esto no impedía que se lo considerase como algo sumamente peligroso también, como un arma utilizable contra los propios gobernados, equiparados, llegado el caso, a cualquier agresor del exterior. Para evitar que los miembros más débiles de la comunidad fueran pasto de innumerables buitres, era preciso que hubiera un animal de presa, más fuerte que los demás y dispuesto a contenerlos. Pero como el rey de los buitres no estaría menos

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dispuesto que cualquiera de sus arpías menores a hincar el diente en la manada, se hizo indispensable mantener de forma permanente una actitud defensiva frente al pico y las garras de aquel”.26 Se trata de la dominación relacional de un amo personal interferente o no interferente, injusto y cruel o afable (por lo menos provisionalmente). Mill apunta a los efectos de una dominación como tal, sea actual o posible. Ahora bien, frente a esta dominación, se hizo lugar a la libertad a través de limitar el poder de los gobernantes. Esta limitación se obtuvo de dos maneras: 1. el reconocimiento de inmunidades, es decir, de derechos y de libertades que los gobernantes no podían transgredir sin desencadenar oposición o una revuelta; 2. el establecimiento de frenos constitucionales que exigían un consentimiento de la comunidad o de un cuerpo determinado de representantes como condición de los actos más decisivos del poder. Sin embargo, la situación cambia con la instauración de un régimen democrático: “Lo que ahora se pretendía era que los gobernantes se identificasen con el pueblo, que sus intereses y su voluntad fueran coincidentes con los de la nación que, de este modo, no tendría necesidad alguna de ser protegida contra sí misma. No existía ningún riesgo de que, en un contexto así, la nación se tiranizara a ella misma.”27 Pero Mill añade: “la idea de que no hay necesidad de que los pueblos limiten su poder sobre sí mismos podría parecer un axioma, cuando la noción de un gobierno del pueblo no era más que un sueño y de cuya existencia, en remotas épocas del pasado, solo se tenía noticia por los libros”.28 La Revolución francesa nos hizo salir de los sueños y de los libros de historia para mostrar cómo el poder de un pueblo sobre sí mismo podía ser usurpado: “El ‘pueblo’ que detenta el ejercicio del poder no siempre coincide con el mismo pueblo sobre el que este es ejercido, ni el ‘autogobierno’ mencionado es el gobierno de cada uno por sí mismo, sino el gobierno de cada uno por parte de todos los demás. Es más, en la práctica, la voluntad del pueblo sólo representa la voluntad de aquella porción más numerosa y activa de ese mismo pueblo, es decir, de la mayoría o de quienes consiguen ser aceptados como tal mayoría”.29 Vemos, pues, cómo la cuestión de la dominación cambia. No se trata del poder de un amo personal, sino del de una mayoría que se presenta como representante del poder de la nación. Para evitar que se instale una nueva forma de tiranía, una tiranía impersonal y anónima, la de la mayoría, conviene retomar la cuestión de la limitación del poder de los gobernantes sobre los individuos incluso “cuando quienes detentan dicho poder han de rendir cuentas, de forma habitual, ante una comunidad, es decir, ante el partido más fuerte de los existentes en su seno”.30 Con el concepto de tiranía de la mayoría se instaura una nueva forma de dominación, de un tipo muy diferente que la dominación de un amo personal: “Por ello no basta la protección contra la tiranía de las autoridades. Preciso es defenderse también contra la tiranía de las opiniones y los sentimientos dominantes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por otros medios que sanciones civiles, sus propias ideas y prácticas como norma de conducta para quienes disientan de ella, así como a estorbar el desarrollo y, si fuera posible, impedir la aparición de cualquier individualidad que no esté en armonía con ella para, de este modo, moldear los caracteres según el modelo por ella preconizado”.31 En este punto, Mill sigue las posiciones de Benjamin Constant y de Tocqueville: 1. no basta con que la dominación de un amo personal desaparezca, para que

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no haya más dominación. La sociedad democrática engendra una nueva forma de dominación, que es la de un amo impersonal y anónimo, se la llame tiranía de la mayoría o nuevo despotismo político. 2. Esta nueva forma de dominación no se ejerce de la misma manera que la antigua; esta nueva forma opera a través de las opiniones y las costumbres de cara a suscitar una homogeneización de la sociedad. Se trata de una dominación contra la que el neorrepublicanismo no nos da ningún medio de resistencia. Sin embargo, se entromete tanto en las libertades civiles como la dominación arcaica, y quizás incluso más, porque es imperceptible, suave, incluso está ligada al sentimiento de la libertad. Las nuevas servidumbres tienen que ver con este tipo de dominación. Antes de Sobre la libertad, Mill había consagrado capítulos enteros al estudio de la formación del nuevo tipo de dominación en las sociedades contemporáneas. No solo examina en el plano político la posible deriva tiránica del principio mismo de la democracia, la soberanía del pueblo, sino que describe las modalidades de instauración de una dominación de opinión y de costumbres. Tocqueville señala muy claramente que las formas democráticas de dominación tienen una naturaleza distinta de la dominación política tradicional: “Pienso, pues, que el tipo de opresión que amenaza a los pueblos democráticos no se parecerá en nada a cuanto les ha precedido en el mundo; nuestros contemporáneos no podrían encontrar en sus recuerdos la imagen de ella. En vano busco en mí mismo una expresión que produzca exactamente y comprenda la idea que me he formado de ella. Las antiguas palabras tiranía y despotismo no le convienen. La cosa es nueva y resulta preciso intentar definirla dado que no puedo darle un nombre”.32 Esta especificidad de la dominación en un régimen democrático tiene de particular que lejos de oponerse a los sentimientos más extendidos entre la población, los abraza, los refuerza y los generaliza. La formación de la opinión es en ese sentido particularmente significativa, puesto que está ligada a la instauración de una nueva censura más eficaz que todas las censuras que, en las sociedades anteriores, se ejercieron para la prohibición y la persecución: “la opinión común aparece cada vez más como el primero y más irresistible de los poderes: fuera de ella no existe un apoyo tan fuerte que permita resistir sus golpes por mucho tiempo”.33 El poder de la opinión se debe a que no actúa desde el exterior, no ordena obedecer, sino que suscita la creencia, es decir, una adhesión del espíritu vivida bajo el modo de la libertad y la independencia. La dominación de la opinión se produce en todos los ámbitos, se trate de la religión, de las costumbres o de la literatura. Si la Inquisición nunca consiguió impedir por la fuerza la publicación de libros prohibidos, la opinión ejerce una censura mucho más eficaz, puesto que elimina la idea misma de hacer libros prohibidos. La dominación democrática que describe Tocqueville, que tiene otros vectores más allá de la opinión, aun es la que conocemos hoy día, pero muy reforzada como consecuencia del incremento considerable de medios de comunicación y de la hegemonía que estos han instaurado sobre las formas de vivir y de pensar de la población. Ahora bien, a la par que esta nueva forma de dominación se instaura un nuevo régimen de servidumbre voluntaria. El concepto de servidumbre voluntaria introducido por Etienne de la Boétie corresponde a la dominación tradicional, la del amo personal, y es por otra parte el motivo por el que su obra se titula “Contra uno”,

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contra el tirano que obtiene su poder de la sumisión del pueblo: “Sin embargo [...] el tirano se desmoronaría por sí solo, sin que haya que luchar contra él, ni defenderse de él. La cuestión no reside en quitarle nada, sino tan sólo en no darle nada [...]. Son, pues, los propios pueblos los que se dejan, o, mejor dicho, se hacen encadenar, ya que con sólo dejar de servir, romperían sus cadenas”.34 Al principio, esta servidumbre se imponía por la violencia, pero el hábito ha hecho que se acepte y la resignación la ha perpetuado. Pero no puede decirse que esta servidumbre se viva como libertad. Este es precisamente lo que diferencia esta concepción de la libertad del régimen de la servidumbre en las sociedades democráticas. Aquí, no solo la servidumbre es producida por los que están sometidos, sino que, además, la viven como una libertad, como su libertad. La servidumbre propia de la dominación de un amo impersonal y anónimo de las democracias es más profunda porque es imperceptible y suave, se presenta como libertad individual. Es a través de ese proceso que se instaura y se refuerza la homogeneidad social y mental de las democracias, mientras que, aparentemente, se persigue la diversidad y la heterogeneidad. Habría que continuar el análisis de este fenómeno en cinco direcciones: la introducción de los sistemas de información, donde lo que se vive como un incremento de la libertad o de la seguridad (teléfono móvil, tarjeta sanitaria, seguimiento bancario, etc.) en realidad es el instrumento del establecimiento de una sociedad de hipercontrol. El refuerzo de la dominación de la opinión a través de la hegemonía de los grandes medios de comunicación: se elaboran los criterios de legitimidad y de valor de las cosas, de las personas o de las obras. La formación de castas mediáticopolíticas que forman nuevas oligarquías que dominan la vida pública. La formación de un individuo replegado sobre la esfera privada, sobre lo que le gusta y lo que le da hastío, influenciable, frágil y por ende fácilmente manipulable. En definitiva, la mercantilización generalizada de todas las formas culturales que se traduce en la destrucción de la lógica de las obras y el reino de la lógica de los productos. Bajo las innovaciones tecnológicas, que en sí mismas son indiferentes al conflicto de la libertad y de la servidumbre, se deslizan vectores de nuevas servidumbres. * Son nuevas servidumbres, más poderosas que las antiguas porque son menos manifiestas, que hay que conocer y desmontar, es decir, contra las que hay que resistir. Este es el precio de la conservación de la libertad en las sociedades democráticas. Es pues sobre nosotros mismos y quizás contra nosotros que debemos actuar para conservar nuestra libertad civil. Yves Charles Zarka Universidad París Descartes, Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Sorbonne

Notas de pie 1. Platón, La República, VIII, 564a, traducción de Rosa M.ª Mariño Sánchez-Elvira, Salvador Mas Torres y Fernando García Romero, Madrid, Akal, 2008. 2. Aristóteles, Política, III, 6, 1278b, traducción de Pedro López Barja de Quiroga y Estela García Fernández, Madrid, Istmo, 2005. 3. Cicerón, La república y las leyes, I, 44, traducción de Juan Mª Núñez González, Madrid, Akal, 1989. 4. Platón, op.cit., VIII, 557b. 5. Ibid., VIII, 560e. Trad. de la trad. 6. Cicerón, op.cit., I, 33. 7. Íbid., I, 45. “En consecuencia, de entre los tres tipos fundamentales de constituciones, el que en mi opinión es, de mucho, preferible a los otros, es la monarquía. Pero a la misma monarquía se preferirá un régimen formado por la mezcla armoniosamente equilibrada de tres sistemas políticos de base. Quiero que en el Estado exista un elemento predominantemente real, de modo que se otorgue parte del poder a la influencia de los primeros ciudadanos, y que se reserven ciertas cuestiones al juicio y a la voluntad del pueblo. Las ventajas de esta constitución son, en primer lugar, la igualdad de derechos, sin la cual los hombres libres difícilmente podrían pasar por mucho tiempo, y luego la estabilidad.” Trad. de la trad. 8. Para mí no se trata de ninguna manera de poner en cuestión el principio de la democracia directa. Me parece que la democracia directa incluso abre una posible vía de desarrollo, de renovación o de profundización de la democracia constitucional; en el ámbito local, por ejemplo. A condición, sin embargo, de que las libertades individuales y colectivas siempre se respeten. 9. Pienso evidentemente en Carl Schmitt, a quien algunos han querido hacer pasar por un gran demócrata. En 1928, algunos años antes de que Hitler tomara el poder, Carl Schmitt intenta mostrar que, contra la noción burguesa de Estado de derecho (der bürgerliche Rechtsstaat) ligado a la democracia liberal, el hecho público (Öffentlichkeit), que es el acto por excelencia del pueblo presente y reunido de una democracia liberada del caparazón liberal, consiste en la aclamación (Cf. «Der bürgerliche Rechtsstaat», in Staat, Grossraum, Nomos, Duncker & Humblot, Berlin, p. 44-54). Democracia de aclamación que se convertirá en una de las bases del poder del Führer. Para este y otros puntos, ver mi obra Un détail nazi dans la pensée de Carl Schmitt, Paris, PUF, 2005. 10. Benjamin Constant, “De la libertad de los antiguos comparada a la de los modernos”, en Escritos

políticos, traducción de María Luisa Sánchez-Mejía, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, p. 422.

11. Isaiah Berlin, “Dos conceptos de libertad”, en: Revista de Occidente, 1974, p. 146. 12. Ibid. 13. Ibid. 14. Quentin Skinner Liberty before liberalism, Cambridge University Press, 1998, traducción española de

Fernando Escalante, La libertad antes del liberalismo, Madrid, Taurus, 2004.

15. Íbid., p. 56. 16. John Stuart Mill, Sobre la libertad, traducción de Gregorio Cantera, Madrid, Edaf, 2004, p. 43-44. 17. Republicanism. A Theory of Freedom and Government, Oxford University Press, 1984, traducción

española Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, de Toni Domènech, Barcelona, Paidós.

18. Íbid., p. 26. 19. Íbid., p. 77. 20. Este razonamiento es válido para Hobbes, para quien el miedo, por ejemplo, no es un impedimento exterior a la acción, sino una pasión interna que tiene lugar en la deliberación del agente. Para Hobbes, pues, una acción cometida por miedo es una acción libre. Pero si Hobbes introduce ciertos conceptos que marcarán fuertemente el pensamiento liberal, como el individualismo, la igualdad de derecho, la existencia de una esfera privada de resistencia al poder, algunos aspectos de la definición de la libertad, eso no impide que, políticamente, no sea del todo liberal sino absolutista. Es algo importante, y Pettit y otros, incluido Skinner, parecen olvidarse de ello cuando asimilan su postura a la de los pensadores liberales.

21. Íbid., 51. 22. Íbid., p. 78. 23. Íbid. Trad. de la trad. 24. Íbid., p. 96. 25. Op. cit., p. 37. 26. Íbid., p. 38-39. 27. Íbid. 40. 28. Íbid., 41. 29. Íbid., 42. 30. Íbid., pp. 42-43. 31. Íbid., 44. 32. Alexis de Tocqueville, La democracia en América, traducción de Raimundo Viejo, Madrid, Akal,

2007, p. 887. Este fragmento va seguido del muy célebre texto que describe el “poder inmenso y tutelar” que puede instaurarse en las democracias.

33. Íbid., p. 459. 34. Íbid., p. 48.

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