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Refutación de tres falsificaciones y execración de la política
Refutación de tres falsificaciones y execración de la política Hola jóvenes: después de la agradabilísima velada en “La Ermita” creo que quedaron frustradas las consideraciones de orden político, lo que quizás fue mejor porque cumplir con los recuerdos de la adolescencia y juventud es una especie de deber que hay que satisfacer de vez en cuando. Por otro lado, es muy fácil justificar las preocupaciones políticas, pero no tanto justificar el desinterés que os manifesté sobre el tema, dada la situación. Lo cierto es que ya disfrute de unos años de la tensión, absorbente incluso, de estos temas. Y si ya no los frecuento, ni poco ni mucho, no es por desdén ni por hartazgo, sino porque busqué y encontré la raíz de los males, y esta raíz no es del género de la política, sino del de la filosofía; tan profunda, que veo los acontecimientos que vivimos como una agitación superficial. Por debajo hay corrientes poderosas, y el cieno de varios siglos que al removerse contamina la superficie. Esta búsqueda me ha llevado algún tiempo, y por eso me esforzaré en sintetizarla. Quizás os sea útil a vosotros y quizás, lo que sería excelente, podáis ilustrar a otros. Vamos a ello. Lo que estamos viviendo no es una crisis política ni económica, ni institucional. Lo que estamos viviendo es el colapso de la civilización occidental, similar al ocurrido en el siglo IV, y con el que se pueden encontrar muchas coincidencias. Asi: la disolución de la sociedad, la inflación monetaria, el gigantismo de la administración, la urbanización de las masas, el abandono de la agricultura, la hipersexualización, el delirio en torno a circenses y actores, la extensión del divorcio y el aborto, el afloramiento de la sodomía, etc. De cada uno de estos puntos, y de otros más, se pueden buscar ilustraciones hirientes. El hecho es que nada de lo que ocurre es nuevo, ya ocurrió en el pasado, y ya sabemos, o deberíamos saber, adónde vamos. Si lo ignoramos no es porque no se haya avisado, ya que muchos escribieron sobre el destino de occidente y dejaron ya pintado el cuadro que tenemos delante. Sin ir mas lejos, en España Donoso Cortés, en Francia Alexis de Tocqueville, en Inglaterra Hilaire Belloc, en Alemania Spengler, en Italia Manzoni. Más modernamente, Christopher Dawson, Tage Lindbom, Richard Weaver... Pero sus escritos, proféticos o admonitorios, quedaron olvidados, y sólo ahora volvemos a ellos. El caso de Lindbom es significativo. Lindbom fue un teórico socialista, arquitecto del "Estado del bienestar" en el país nórdico. Por tanto, conocía de primera mano los mecanismos que se estaban aplicando y, una vez su conciencia no pudo más, abandonó el socialismo y escribió denuncias contundentes como "La semilla y la cizaña".
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No, no podíamos ignorarlo. Pero lo hicimos. En nuestros descargo, dos factores nuevos. Uno, la extensión del reino de la técnica, que ha absorbido cantidades ingentes de energías intelectuales y ha oscurecido la dimensión moral de las cosas hasta hacerla casi desaparecer. De otro, una consciente campaña de difamación del pasado sostenida por todos los medios y con una intensidad que asusta. Se ha inoculado en la sociedad la idea de que éste es un tiempo nuevo y maravilloso, y de que todo pasado fue bárbaro, irracional y oscuro. Nunca se ha visto en la Historia una época como la nuestra en que se gaste tanto esfuerzo en difamar a los antepasados. Y es por eso que muchos se niegan a mirar atrás, que es justamente donde comenzó el mal y donde se encuentran las soluciones. ¿Cómo comenzó el mal? Empezaré con una analogía muy, muy tosca, y sin embargo ilustrativa. Hay al menos desde el siglo XIV dos grandes corrientes de pensamiento. Una afirma que las cosas que guardamos en la alacena están allí todo el tiempo, y que por eso las encontramos al abrirla cada vez. La otra corriente se confiesa ignorante sobre si las cosas de la alacena están o no están cuando cerramos la puerta, ya que entonces dejamos de verlas, y que, de alguna forma, es el acto nuestro de mirar el que las rescata del limbo y las pone en la existencia cada vez que miramos. La primera corriente es de sentido común, la segunda lo ofende. Sin embargo, es la corriente dominante desde hace cinco siglos y esta avalada por pensadores como Descartes y Kant. Formalizando esta introducción: la primera corriente afirma que las cosas son reales, que tienen una existencia y una naturaleza propias que son independientes de nosotros y que nosotros, mediante el uso de la razón, podemos captar las esencias de las cosas. La segunda afirma que la realidad es incognoscible, de manera que el objeto de lo que llamamos conocimiento son nuestras propias ideas. El mundo resultaría ser una construcción mental nuestra. La formulación abstracta de esta segunda corriente sigue ofendiendo al sentido común, pero ha sido revestida de un género tal de palabrería que pocos se han atrevido a impugnarla. Y sin embargo, uno coge la "Crítica de la razón pura" de Kant y allí se da por supuesta una definición de Verdad que no contiene ni el menor rastro del mundo real. Así, en la corriente kantiana, que es la corriente idealista, la verdad es una propiedad del pensamiento por el que la mente se pone de acuerdo consigo misma. En la corriente alternativa, que llamaremos realista, la Verdad es una cualidad del pensamiento por la cual éste se pone de acuerdo con la realidad, con las cosas. La corriente realista es la de Aristóteles y, sobre todo, la de Santo Tomás de Aquino, que no por causalidad se conoce como "Doctor Universal de la Iglesia". Por tanto, hay una diferencia de orden filosófico radical entre la doctrina de la Iglesia y el pensamiento del mundo moderno. De ahí la hostilidad de éste contra aquélla. De ahí también se siguen por necesidad lógica una cadena de errores que desemboca en nuestros días. Hago un pequeño inciso: la situación a día de hoy aparece bastante confusa, porque a finales del XIX se inicia un fuerte movimiento de infiltración idealista en la Iglesia. Este movimiento fue combatido por Leon XIII y sobre todo por San Pío X. Pero en los años 60 la infiltración estaba tan avanzada que subvirtió de raíz el concilio Vaticano II, hasta tal punto que, desde entonces, se puede dudar de que la Iglesia Católica sea la misma: se destruyó la liturgia, se alteraron los sacramentos, se pusieron en duda todos y cada uno de los dogmas y toda la doctrina se tiñó de subjetivismo e idealismo, se abandonó el latín y con ello comenzó la dispersión doctrinal. Florecieron todo tipo 2
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de herejías, que apenas se condenaron, y se modificó profundamente la formación sacerdotal: muchos seminarios se perdieron. La referencia a la Iglesia Católica no es accidental, ya que el colapso que estamos contemplando es justamente el de una civilización construida por ella. Así que, en lo sucesivo, serán inevitables las referencias a la Iglesia y a su doctrina. Y, cuidado, cuando hablamos de colapso no nos estamos refiriendo sólo a un colapso moral que se refleja en la vida política, sino a un verdadero colapso físico por el cual la nuestra se ha convertido en una generación estéril, sin fuerzas siquiera para concebir hijos, de forma que la tasa actual de natalidad está por debajo del mínimo que exige la supervivencia. Pero eso no parece importar y muchos consideran a la Iglesia como un ente digno de desaparecer. La difamación de la Iglesia es una parte de la difamación del pasado y, como consecuencia de la infiltración exitosa que he descrito antes, partes significativas de ella misma participan en la difamación contra la Iglesia histórica. Pero véase que el arte de cada época es un reflejo del pensamiento de esa época, y que la misma proporción que hay entre el arte gótico y el arte moderno es la que hay entre el pensamiento de Santo Tomás y el pensamiento moderno, cosa que veremos un poco más adelante, al comparar las concepciones medieval y moderna de la libertad. Es curioso que un nivel de pensamiento tan bajo como el de los tiempos modernos se acompañe de un nivel de autocomplacencia tan alto. Algunas lecturas ayudan a recuperar la verdad histórica. “Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental”, de Thomas Woods, es un texto introductorio y del historiador francés Jean Dumont son extraordinarias sus obras “La Iglesia ante el reto de la Historia” y “La hora de Dios en el Nuevo Mundo”. Paso entonces a deducir cómo del error primigenio en el orden filosófico se sucedieron los errores que nos han conducido al colapso. Otra cosa distinta es cómo un error tan evidente logró imponerse. A ello ayudó la propia naturaleza humana, siempre ávida de novedades. Al desvarío de unos pocos filósofos siguió la contaminación de las clases ilustradas. Éstas contaminaron a las dirigentes y el nacimiento de los Estados liberales, agnósticos respecto a culquier dogma (o casi), puso en igualdad de condiciones al error frente a la verdad, lo cual solo pudo beneficiar al primero. Pero más que las fuerzas involucradas me interesa el encadenamiento lógico. En primer lugar, cuando se decide que el mundo es una construcción mental, y por tanto una construcción de cada individuo, se sigue la desaparición de toda referencia objetiva con la que contrastar los pensamientos. El individuo es dueño absoluto de sí y la legitimidad de las opiniones e ideas no reside en la verdad que se encuentre en ellas, sino en el mero hecho de que el individuo hace acto de auto posesión: se identifica la irrefragable pertenencia de los enunciados al fuero interno de cada cual con el contenido de verdad de esos enunciados. Eliminada toda referencia externa, entramos en el reino del subjetivismo. El centro de cada individuo está en él mismo. Se rompe entonces toda proyección trascendente y se establecen nuevos principios que enuncian la nueva situación. 1) El hombre es la medida de todas las cosas y 2) El hombre es bueno por naturaleza, y la sociedad lo corrompe. Los dos principios son falsos, pero, en el reino del idealismo, no se exige concordancia 3
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entre el pensamiento y la realidad. Respecto al primer principio, es evidente que las fuerzas naturales no están hechas a medida del hombre, que la Ley Natural es algo que al hombre se le impone y que él no puede contravenir sino violentamente y que la misma muerte, que acaba con todo hombre, no está hecha a su medida. Respecto al segundo, enunciado por Rousseau, es evidente que jamás existió el hombre aislado del que pudiese decirse: es naturalmente bueno, ya que todo hombre es un ser social que nace en una sociedad. Por otra parte, no se comprende cómo si la sociedad es la reunión de hombres naturalmente buenos, sea ella misma mala. Pero recordemos: el idealista no necesita contrastar con la realidad sus afirmaciones. Así pues, negando la realidad se niega la Verdad, lo cual conduce al subjetivismo, que sólo puede expresar opiniones: hemos vuelto al estadío prefilosófico. A partir de aquí, las consecuencias caen como fruta madura, aunque más valdría decir como fruta podrida. Del subjetivismo y el segundo principio se sigue la destrucción de todo sistema de enseñanza racional. Puesto que el objeto del conocimiento no es la realidad, sino las propias ideas, aparece la figura del pedagogo, cuyo objeto de conocimiento no es alguna de las partes de la realidad, sino la propia enseñanza. No es necesario insistir sobre el estado de la enseñanza. Un relato, doloroso por cierto, de cómo se llevó a cabo esta destrucción en nuestra nación puede encontrarse en el libro de Mercedes Ruiz Paz “La secta pedagógica”. De esta forma, las nuevas generaciones van siendo introducidas en lo que se pretende es una nueva civilización, cuando en realidad no asistimos más que a los fuegos artificiales del final de fiesta, cuya consumación es la desaparición de occidente. Y conviene no subestimar este punto, pues el Estado moderno no lo hace, ni en España ni en Europa, como se demuestra cuando persigue y encarcela a padres que deciden recuperar el control sobre la educación de sus hijos. De esta forma, de la enseñanza como derecho hemos pasado a la enseñanza como obligación, y después de eso a la obligación de aprender los contenidos que fije el Estado, bien entendido que no es el Estado propiamente quien fija nada, sino la casta indeseable que se ha hecho con el control, y que no destaca ni por su cultura ni por su virtud. Del subjetivismo y del primer principio se sigue un letal concepto de libertad, que a su vez tiene consecuencias profundas en el orden político. En primer lugar, si el centro de todo individuo es él mismo, si la legitimidad de sus ideas y opiniones no procede más que del acto de autoposesión, cualquier limitación al ejercicio de la libertad, que es el ejercicio de la voluntad, tendrá que ser extrínseca. De ahí la posición contradictoria de los Estados modernos, fundados sobre la presunta inviolable libertad de los individuos y que piden, antes que nada, que esos mismo individuos renuncien voluntariamente a ella. De ahí la necesidad de crear ficciones como el Contrato Social, otro invento. Ni existe ni ha existido contrato social alguno, cosa que ya le reprochaban a Rousseau algunos de sus contemporáneos. Es muy difícil asimilar una constitución a un contrato, por varias razones. Primero, porque las constituciones son elaboradas por una élite muy reducida, nunca por el conjunto del pueblo. Segundo, porque un contrato es voluntario mientras que una constitución obliga a todos. Tercero, porque un contrato puede denunciarse, pero no hay instancia a la que denunciar una constitución. Cuarto, porque no es razonable que una constitución se acepte por la mayoría, y esto a su vez por tres razones al menos: 4
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porque la mayoría no es criterio de verdad, porque la mayoría es cambiante y en todo caso los que constituyen la mayoría en un momento dado desaparecerán sin más con el paso del tiempo y finalmente porque la experiencia nos enseña con qué facilidad los medios de propaganda modernos pueden fabricar mayorías, según convenga a los poderosos. Mucho más próximo al concepto de contrato social es la costumbre, que hasta la revolución francesa fue fuente de Derecho. Esta fuente fue suprimida, como es natural, en nombre de la Libertad. Si por un momento el idealista apartara las escamas que cubren sus ojos, vería que el hombre, al que se pretende sabio, razonable y bueno por naturaleza, tiene que ser gobernado y ha de tener límites a su voluntad. En tiempos más felices y más reflexivos, el hombre se autolimitaba aceptando la moral que se sigue de la Ley Natural. Pero ya nos cansamos de eso, de la voz de la conciencia. Nos hemos esforzado en acallar esa voz y la consecuencia es inmediata: como persiste la necesidad de poner límites, si los que son intrínsecos ya no se aceptan será preciso reforzar los extrínsecos: de ahí el crecimiento sin límites del poder del Estado moderno: tiene incomparablemente más poder que cualquier monarca absoluto, de la misma forma que los monarcas absolutos tenían incomparablemente más poder que los monarcas cristianos. Y si la voz de la conciencia era molesta, ahora aceptamos resignados un control férreo por el cual todas nuestras transacciones quedan registradas, todas nuestras conversaciones grabadas, todos nuestros movimientos observados (¡siempre hay alguna cámara apuntándonos cuando paseamos por la calle!), todo acto relevante de nuestra vida fiscalizado por el Estado y todo pensamiento influido por él. Y aún así, como la coacción externa es mucho menos eficaz que la interna (incluso los idealistas deberían saberlo, ya que proclaman antes que nada la soberanía absoluta del individuo), hemos de sufrir además de la intrusión del Estado las consecuencias de lo imperfecto e ineficaz de esa intrusión: veamos cómo se han multiplicado las cárceles y los presos, en España sin ir más lejos; decenas de miles han perdido su libertad porque las Leyes, inspiradas en principios falsos (y falsamente humanitarios) no consiguen alejarlos del delito. Y a eso hay que añadir la erosión en la libertad de cada una de las víctimas de esos delincuentes. Y a eso hay que añadir el peso que recae sobre una sociedad que ha de mantener a un ejército de policías (nacionales, autonómicos, locales) y jueces encargados, con poco éxito, de mantener el orden. Y a eso hay que añadir el peso añadido que le supone a cada individuo cuidar de sí mismo y, si tiene esa responsabilidad, de los suyos. Se acabaron los tiempos en que los niños podían estar solos, jugar solos, desplazarse solos. Cualquier padre sabe lo que esto supone. Se comprende entonces que los Estados liberales no tienen otro camino que convertirse en autoritarios. Y será difícil encontrar otro camino pues ya se ha incrustado en las conciencias la falsa idea, proveniente de una falsa idea de la libertad, de que el único sistema político legítimo es la democracia. Como si la monarquía no lo fuese. Pero aquí hace su labor preventiva el ruido difamatorio contra el pasado, y es ello que nadie quiere comparar la democracia corrupta con la monarquía virtuosa, que ha existido, y con mucha frecuencia, sino que, apartando de la vista todo aquello que no concuerda con la ideología, siempre se compara la democracia perfecta, que no existe ni existirá, con la monarquía corrupta, donde 5
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siempre hubo límites claros a la corrupción, supuesto que el monarca no manejaba otro sistema de valores que el mismo que aceptaba el pueblo y que por tanto ese sistema de valores se erigía como una defensa ante el monarca. Aclaro que mi ideal de monarquía no es la absolutista, sino la cristiana. Se recae en la monarquía absoluta cuando el monarca se emancipa de la Iglesia, rechaza la moral, elimina la sabia distinción entre autoridad y potestad y convierte así su voluntad en Ley. Pero se verá con más claridad el deficiente concepto de libertad imperante si se lo compara con el concepto medieval. Para el hombre moderno, la libertad perfecta es la perfecta ausencia de límites en la puesta en acto de la voluntad, sin importar si esa voluntad proviene de un juicio verdadero o falso, o incluso si proviene no de un juicio sino de un simple apetito. Se comprende entonces que el pensamiento moderno desconozca los límites a la libertad ínsitos en el propio individuo. Por contra, el concepto medieval de la libertad es mucho más exacto y más rico, tiene más matices, acomoda tanto las limitaciones internas como las externas y sabe que el hombre no es perfecto. La libertad es la ausencia de impedimento para hacer lo debido. Sabía el medievo que la libertad es triple: de arbitrio, de consejo y de delectación. Por la libertad de arbitrio juzga la razón y emite un juicio que es el que vincula a la voluntad. No somos libres si ese juicio es incorrecto, bien por falta de conocimiento, bien por debilidad del intelecto, bien por influencia de la subjetividad. Por la libertad de consejo podemos aplicar correctamente la voluntad, según el dictamen del juicio, a cada situación concreta. Para eso se necesita fortaleza. Sabía el medievo que una cosa es saber qué hay que hacer y otra distinta hacerlo. Por la libertad de delectación se entiende la conformidad subjetiva del individuo con la acción práctica correcta, que se sigue del juicio correcto. Sabía el medievo que una cosa es tener la fortaleza para actuar y otra complacerse en lo íntimo con aquello que se hace. Porque es frecuente que lo correcto nos resulte al mismo tiempo amargo y duro. Todo esto lo enseñó la Iglesia Católica por boca de sus doctores. En esta triple distinción descansa el concepto de pecado, pero eso es otra historia y, por supuesto, habiendo sustituido el hombre moderno el verdadero concepto de libertad por una falsificación, no hay que extrañarse si condena y rechaza el mismo concepto de pecado. Es por eso también que las virtudes de la Prudencia y la Fortaleza ya no se enseñan. Es más, a la virtud se le ha adherido una pátina de burla o desprecio: virtuoso o virtuosa tienen hoy una connotación peyorativa, excepto si se refieren a asuntos moralmente neutros, como al referirnos a un violinista virtuoso. Tampoco es de extrañar si junto con la Prudencia y la Fortaleza la virtud de la Templanza, especialmente ella, es condenada. Hoy se ignora que el hombre tiene una doble naturaleza: animal y espiritual. Se ignora también que mientras la inclinación a la vida animal es fácil y aparentemente gustosa, la elevación del espíritu no se consigue sin un esfuerzo continuo, esfuerzo que incluye el sometimiento de nuestra parte animal. Siendo el hombre un animal racional, según la clásica definición, observaron ya los antiguos que existe una asimetría marcada entre la tendencia racional y la tendencia animal, y que todo lo que una tiene de sufrido y trabajoso lo tiene la otra de fácil y agradable. Esta asimetría está contenida en el concepto de pecado original, y el deseo de superar esta asimetría, inclinando al 6
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hombre hacia la parte más noble de sí mismo, es lo que explica el esfuerzo ascético. Es en efecto formidable que el hombre consiga el control perfecto sobre sus deseos sensuales: comida, bebida, halagos corporales y, sobre todo, sexo. Como frecuentemente se lee una cosa y se entiende otra, me apresuro a aclarar: control sobre algo no es igual que supresión de ese algo. Sí, es formidable. Y es sorprendente que para muchísimas generaciones, durante siglos, ese esfuerzo ascético fuese evidentemente necesario y que las prácticas ascéticas, si bien no siempre rigurosas, estuvieron siempre presentes. Y lo siguen estando en sociedades aún relativamente sanas. Se resumen esas prácticas en la limosna, el ayuno y la oración, y son comunes a todas las grandes civilizaciones. El hombre occidental moderno tiene un extraordinario concepto de sí mismo, y rechaza, con una sonrisa en el mejor de los casos, esas prácticas. Cree librarse de un peso muerto, cuando en realidad se está automutilando las alas. Hoy la práctica de la limosna, que nos enseña a desprendernos de los bienes terrenos, de la oración, por la que ponemos en acto la conciencia de nuestro destino trascendente, y el ayuno, por el que simultáneamente ponemos orden en los apetitos de comida, bebida y sexo, son despreciados como algo ridículo. Limosna, oración y ayuno es lo que en la Iglesia Católica se conoce como penitencia. Peor aún, y esto es muy curioso, se practica una falsificación de dicha penitencia, y se practica tanto que se hace por el cuerpo mucho más de lo que se está dispuesto a hacer por el espíritu. Todas nuestras ciudades están llenas de gimnasios, donde hombres y mujeres van para someter a sus cuerpos. Las calles están llenas de gente que corre, las piscinas de gente que nada, las carreteras de gente que va en bicicleta y los hogares llenos de personas que hacen dietas diversas. Finalmente, los gabinetes de traumatología están llenos de personas que han ido demasiado lejos en estas prácticas y los quirófanos están llenos de personas dispuestas a llegar al bisturí para domeñar a unos cuerpos que no están a la altura de sus expectativas. Y todo este trabajo que se inflige al cuerpo no tiene otro objeto que el propio cuerpo. Sin embargo, el hombre actual, el mismo que contempla con naturalidad las roturas de ligamentos, de rodillas, dislocaciones de articulaciones y muertes que sobrevienen mientras se realizan actividades deportivas de riesgo (otra forma de placer sensual), se sonrie y se burla del hombre y la mujer virtuosos que ayunan los viernes y siguen otras prácticas ascéticas con objeto de perfeccionar, no su cuerpo, sino su espíritu, que es mucho mas noble. Y al mismo tiempo, y la explicación de esto queda como ejercicio, el telediario nos informa cada año desde hace ya unos cuantos del inicio y fin del Ramadán. La negación práctica de la constitución espiritual del hombre tiene su origen en el subjetivismo y en la asimetría de que antes hablábamos por la que éste está naturalmente inclinado hacia su parte animal. Porque, eliminado todo horizonte extrínseco, el objeto del hombre no puede ser sino el mismo hombre, pero la idea que de él mismo se hace estará inevitablemente contaminada por la natural inclinación sensual. Por otro lado, si el hombre tiene un fin trascendente, y siendo el hombre un ser social, la sociedad se organizará según ese fin trascendente, y los medios serán medios, y no fines en sí mismos. Por el contrario, si el fin del hombre es inmanente, los medios adquieren el carácter de fines. Durante los siglos en que en las escuelas no se perseguía a la inteligencia, sino que se la alentaba, los occidentales distinguían muy bien entre lo agible y lo factible, entre las operaciones reflexivas del hombre y 7
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las operaciones transitivas. El pensamiento y el aprendizaje son reflexivos: el resultado de los mismos queda en el propio individuo. El trabajo es transitivo: se actúa hacia afuera. Por el contrario, los tiempos modernos, no negando en teoría esta distinción, la niegan en la práctica. Lo factible ha oscurecido a lo agible y la prueba es que lo agible no entra en los cálculos de la política, sino que queda confinado en la conciencia de cada uno: valemos no en cuanto hombres espirituales sino en cuanto trabajadoresconsumidores. De hecho, el mundo se encuentra dividido entre la secta liberal y la secta socialista. La primera afirma que cada individuo es absolutamente soberano de puertas adentro y que, abandonados todos al deseo de satisfacer nuestro propio interés egoista, de alguna forma mágica se conseguirá el interés común. La secta socialista pretende que el bien común sólo puede conseguirse si el Estado toma el control hasta de lo más íntimo de la persona, hasta el punto de llegar a fabricar al mítico hombre nuevo. Ambos tienen en común que comparten un horizonte inmanente para el hombre y que son absolutamente materialistas. ¿Cuál elegir de entre estas dos aberraciones? En su búsqueda del hombre nuevo, un mito tan irreal como el del hombre naturalmente bueno y como el del contrato social, el socialismo ha asesinado a decenas de millones de hombres reales y sometido a la pobreza a centenares de millones. Sin embargo, no ha logrado aniquilar la vida espiritual, y buena prueba de ello es que en los regímenes socialistas del Este perduró durante décadas, aun perseguida, una fe sincera, más sana y vigorosa que en el occidente, donde se marchitaba sin remedio, con la ayuda de la nueva Iglesia salida del Concilio Vaticano II. Por contra, el capitalismo liberal nos ha colmado de bienes materiales, de comida, vestido, distracciones, comodidades de lo más diversas, y ello sin gulag ni hospitales psiquiátricos. Sin embargo, el impacto sobre la vida espiritual ha sido demoledor, certificando de forma indirecta la antigua sabiduría: los bienes materiales son medios, y por tanto no es en ellos donde se encuentra la felicidad. Porque, si acabo de decir que los logros capitalistas no han necesitado de hospitales psiquiátricos donde contener a los díscolos, nadie ignora que la vida en el mundo capitalista tiene aparejada, junto a la abundancia de bienes materiales, la pobreza en bienes espirituales, el sufrimiento de la soledad y la extensión de las neurosis, depresiones y suicidios. Ocurre que, por ser la naturaleza humana como es, y no de otra forma, hay un sentimiento difuso de insatisfacción espiritual, que el hombre occidental, educado desde la infancia en el desprecio de su propia cultura, trata de satisfacer de otras fuentes. E incluso estas otras fuentes llevan el sello de la utilidad, del provecho temporal, pues estas masas insatisfechas no acuden a buscar alivio en los templos, sino en las estanterías de los supermercados y centros comerciales, donde compran con avidez las elucubraciones de charlatanes de moda, los libros de autoayuda (si el horizonte del hombre es él mismo, sólo él puede ayudarse) o los textos de espiritualidad provenientes de otras culturas: budismo, hinduismo o islam. Esfuerzo vano, porque el hombre occidental lleva impresos quiera o no los beneficios del cristianismo, y esas espiritualidades extrañas conducen a sistemas donde él ya no querría vivir. ¿Acaso aceptaría un régimen islámico? ¿O uno de castas? ¿O el budismo que desea la disolución del hombre en la nada? ¿Cómo va a querer disolverse en la nada un hombre que no cree en nada más allá de sí mismo?
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Pero sigamos extrayendo conclusiones, cada una de las cuales nace de la anterior y cae, como he dicho antes, como fruta podrida. Una vez cercenado todo horizonte trascendente, quedando sólo la dimensión inmanente del hombre, volcado en lo factible y recluido lo agible como cosa propia, respetable quizás pero irrelevante en el diseño de la sociedad, es natural que el hombre se asemeje cada vez más a la materia que transforma sin cesar. En el límite, el propio hombre queda reducido a materia prima. Para la secta socialista, es fuerza de trabajo a la vez que materia disponible para la experimentación que conduzca al mítico hombre nuevo. Para la secta capitalista liberal, es fuerza de trabajo y consumidor. En ambos casos se proclama que el hombre dispone de sí mismo, con total libertad, para hacer de sí aquello que desee. Naturalmente, esto significa que unos pocos hombres hacen de los otros aquello que desean. Entramos ya, en este principio de siglo XXI, en este camino. Se fantasea con la prolongación arbitraria de la vida humana, como si de un problema técnico se tratase; se fantasea con un tiempo en que las personas puedan repararse como máquinas, en que los órganos, las articulaciones, los huesos, puedan fabricarse como cualquier otro repuesto. Al igual que la materia se compone y descompone, los hombres creen tener derecho a componer y descomponer, y lo mismo se quieren bebés de diseño que se asesinan por millones, sin traba moral alguna: se despedazan en los vientres de sus madres y se evacúan por los desagües o se acumulan en cubos de basura. Igual se encarcela a un padre por abofetear a un niño especialmente rebelde que se promulgan leyes de eutanasia. Y en un paroxismo de locura y estupidez, se pretende que las diferencias físicas y psicológicas entre hombres y mujeres son construcciones sociales (error) que pueden (segundo error) y por tanto deben (tercer error) ser modificadas. Por eso, desde hace décadas, se hace burla de la mujer que es el centro de su familia y de su casa y la madre y educadora de sus hijos y se pretende que es menos mujer y menos persona si no se lanza ella también al mundo masculino. Que es denigrante pasar la mañana haciendo una tarta de chocolate para los niños, pero no pasar la noche de guachimana dando vueltas a un polígono industrial. Hoy una mujer que sea ama de casa casi se avergüenza al decirlo, y una mujer que haya dado la vida a cuatro o cinco hijos e hijas casi se avergüenza de decirlo, pero hace cincuenta años lo que ahora se considera natural era una aberración tal que precisamente una mujer, comunista, atea, icono de la izquierda, pederastra y degenerada, que se llamaba Simone de Beauvoir, decía que la mujer no saldría de su casa si no se la obligaba por la fuerza. Se pusieron a ello, conocedores del arte de la propaganda y de la psicología de las masas, y lo consiguieron. Hoy la mujer ha perdido buena parte de su feminidad y por la lógica interna del sistema ya no puede dejar de trabajar. A cambio puede ejercitar los mismos vicios que los hombres. Lo que es peor, la masculinización de la mujer es una causa prominente en el desplome demográfico. Toda idea que dañe a la sociedad ha de ser rechazada, no importa cuánto sea de discordante con la ideología, y por tanto la ideología de género ha de ser rechazada. Pero el idealista, como venimos diciendo, no quiere mirar a la realidad. Ni soporta que otros miren. Nos da pie la referencia a esta nefasta ideología para poner de manifiesto otra de las grandes falsificaciones de nuestra época: la igualdad. Pero pospongo la discusión para un poco después, porque aún no he terminado. En efecto, como el 9
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hombre es un compuesto animal y espiritual, la pretensión de que es libre para disponer de sí mismo no puede menos que afectar también, de facto, a la parte espiritual, por mucho que las ideologías materialistas, las de las dos sectas citadas, nieguen de una forma u otra esta parte. Y en efecto, al igual que las consecuencias de que el hombre se tome como materia prima en su constitución física son terribles, no lo son menos las consecuencias de querer disponer libremente de la constitución moral. Una locura sobrepuja a la otra y es tanto más terrible cuanto que afecta a la parte más noble de la persona. Es el caso que el hombre, al igual que nace con una naturaleza animal y en un mundo físico cuyas leyes no puede elegir ni modificar, nace con una naturaleza espiritual y en un mundo metafísico donde no puede elegir qué cosa es el bien y qué cosa es el mal. Al hombre sólo le queda inclinarse por uno u otro, o fingir, como es el caso en estos tiempos desgraciados, que tal distinción, entre el bien y el mal, no existe. Hoy se niega que exista una cosa llamada “naturaleza humana”. En pura lógica, debería negarse que existan actos inhumanos que el hombre comete, pero el sentimentalismo propio de esta época, no el raciocinio, impide llegar tan lejos. De momento. En el pensamiento moderno, al igual que las cosas son moralmente indiferentes, los actos humanos son moralmente indiferentes. Pueden ser perniciosos según alguna métrica materialista, o inconvenientes, pero no estrictamente inmorales, sino más bien amorales, bien entendido que usan “amoral” sin carga peyorativa alguna. El moderno entiende que las cosas son no en sí mismas, sino en la medida en que son para alguien, y que por tanto no hay acciones objetivamente buenas o malas, sino buenas o malas según para quién. No pueden explicar que actos de altruismo objetivamente malos para el sujeto que los lleva a cabo sean sin embargo buenos en sí mismos, ni pueden explicar que actos sumamente provechosos, incluso placenteros, para quien los lleva a cabo sean sin embargo objetivamente malos. Ni tampoco que actos intransitivos del individuo puedan ser perniciosos. Pero la ley moral no trata de aquello que de hecho es, sino de aquello que debería ser, y esto es muy curioso, porque lo que debería ser, no es algo que pueda encontrarse mirando entre los recovecos de lo que realmente es, y menos entre los pliegues del mundo material en que estamos sumidos. Por consiguiente, existe un entorno metafísico que se le da al hombre y que el hombre puede contravenir e ignorar, pero no modificar. Es muy importante que el hombre se acomode a ese orden, de la misma forma que se acomoda a las leyes del mundo físico. Tan importante, que fue una de las primeras cosas que puso por escrito cuando pudo hacerlo. Se lee en el libro del Génesis: “Puedes comer de todos los árboles del jardín; pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día en que comas, ciertamente morirás”. Hoy el hombre cree tener la ciencia del bien y del mal. ¿Dónde iba a estar si el horizonte del hombre es el mismo hombre? Y de la ciencia se sigue una técnica, de modo que el hombre puede promulgar qué es lo bueno y qué es lo malo. El procedimiento es ciertamente chusco, porque consiste esencialmente en que un grupo de hombres que no destaca ni por cultura, ni por instrucción, ni por sabiduría, ni por probidad ni integridad personal, decide mediante recuento numérico qué cosa es el bien y qué cosa es el mal. La situación es aún más delirante de lo que parece, pero no es momento de extenderse en este punto. A esto se le llama positivismo y, en otras palabras, consiste en que bueno es aquello que dice la Ley. Y es bueno sólo porque la 10
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Ley lo dice. No es casualidad que si escarbamos un poco encontramos el origen del positivismo en filósofos idealistas, como Hume y Kant. Las consecuencias son inmediatas y devastadoras, porque el gobernante mismo no reconoce ninguna autoridad moral por encima de él mismo, y por tanto los gobernados están expuestos a sufrir leyes inicuas a las que no pueden contradecir, puesto que se ha erradicado todo punto de apoyo objetivo, común a gobernantes y gobernados, sobre el que articular una réplica. En este sentido, cualquier parlamento occidental de hoy es una tiranía más implacable que cualquier monarquía absolutista del pasado. También, en cierto sentido, se puede decir que la democracia liberal es un sistema parásito, puesto que se nutre de valores que le son ajenos, pero no puede vivificarlos ni mantenerlos, y en poco tiempo queda reducida a una cuestión de procedimiento: se considera aceptable si el procedimiento es limpio, no si las leyes que produce son limpias. Véanse por ejemplo las ceremonias de toma de posesión: el nuevo príncipe del pueblo jura o promete, pero ¿qué valor tiene este juramento o promesa cuando ya el honor se considera cosa ridícula? El honor proviene de una época en que los valores eran sustanciales, no meramente nominales. Se prefería la muerte al deshonor. Hoy, la canalla gobernante desconoce qué cosa sea el honor, y cuando alguno de estos príncipes mundanos pisotea un juramento, esto es lo que ocurre: nada. Hablemos ahora de la igualdad. En el universo de la subjetividad, es imposible una referencia extrínseca con la que contrastar el pensamiento de cada individuo, como tampoco hay referencia alguna para juzgar los actos en sí del individuo. Se juzgan sólo en relación a su efecto sobre la sociedad, o eso dicen, según alguna medida utilitaria. Cada individuo es señor absoluto de sí mismo, aunque, al mismo tiempo, se encuentre encerrado en sí mismo. Y como el absoluto no admite grados, la absoluta disponibilidad de cada individuo sobre sí mismo se traduce en la absoluta igualdad de todos los individuos por lo que respecta a la autoposesión. Se plantea entonces el conflicto ya apuntado: cómo armonizar la soberanía absoluta del individuo con la soberanía absoluta del Estado sobre los individuos. Se plantea además otra cuestión: si no hay fuentes objetivas para el Derecho, recuérdense las reflexiones anteriores sobre el positivismo, no existe forma objetiva en que puedan distinguirse los deseos de los derechos. Se puede decir que el deseo es fuente del Derecho. Deseo, luego tengo derecho. La publicidad proyecta sobre el hombre de hoy una imagen grotesca, pero que resulta de la deformación de una realidad. Según la publicidad, el hombre es hoy una especie de perro sexualmente incontinente atrapado en una perpetua adolescencia, aquejado de problemas de tránsito intestinal y fácil de embaucar con baratijas. También la publicidad nos dice continuamente que tenemos derecho a aquello que deseamos. Sin embargo, es difícil explicar lo lejos que llega el igualitarismo si no se tienen en cuenta al menos tres factores coadyuvantes: que el hombre se considera a sí mismo como materia prima ilimitadamente plástica; más un fondo de resentimiento; más una falta de discernimiento. Así, alcanza toda su profundidad el igualitarismo, al que no escapa plano alguno de la realidad. Según qué plano, será uno u otro matiz el que destaque. Por ejemplo, cuando en la escuela se frustra, en nombre de la igualdad, a los alumnos más brillantes, destaca el resentimiento contra toda forma de excelencia. Cuando se proclama la igualdad absoluta de los sexos confluyen por un lado la concepción de la persona como materia prima y por otro una falta de discernimiento, por la cual se niegan diferencias reales 11
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y se niega la inteligencia para aprehenderlas. Cuando se pretende que todo disminuido, físico o psíquico, es exactamente igual y ha de comportarse y hacer exactamente las mismas cosas que el resto de las personas, destaca de nuevo el deseo de hacer del hombre lo que se quiera, o al menos simularlo, y también la notable falta de discernimiento que no llega a captar el hecho de que un ciego o un tullido realmente carecen de algo que los demás tienen. Cuando se añade además la lamentable confusión entre deseos y derechos uno puede quedar atónito al saber que tal ciego, o tal amputado, o tal disminuido psíquico ha subido a las cumbres más altas para reclamar su derecho a hacer tales cosas, poniéndose él en riesgo cierto de muerte y poniendo en riesgo a sus guías, sólo para simular que tal ciego o tal amputado no son en realidad ciegos y amputados. Cuando se pretende que toda opinión es equivalente, la del docto y la del rústico, se ejercitan el resentimiento y la confusión. Se pretende que los niños sean y se comporten como adultos y se atribuye a los jóvenes un peso que sólo se alcanza en la edad madura, al tiempo que se pretende que los ancianos se comporten como adolescentes. Y, yendo más allá de todo lo imaginable por el hombre cuerdo, se pretende igualar a éste con las demás especies, atribuir derechos jurídicos a los animales y aprovechar, de paso, para reclamar la legalización del bestialismo. Es difícil de creer que la inteligencia humana, por sí misma, pueda abismarse de tal manera. En realidad, todo este caos grotesco es consecuencia de una falsificación. Y esta falsificación proviene directamente del mismo lugar que todas las demás. Del idealismo se sigue el subjetivismo; del subjetivismo el inmanentismo; del inmanentismo se sigue la mutilación espiritual de la persona; de ésta, el oscurecimiento de la actividad reflexiva y la sobrevaloración de la actividad transitiva. De aquí, finalmente, la atribución de valor a una persona no por lo que es, sino por lo que hace. Ahora se entiende que el humanitarismo igualitarista es un falso humanitarismo, porque al querer que la persona impedida haga exactamente las mismas cosas que la persona no impedida, se está confesando implícitamente que el tullido es menos por ser tullido, y que puede recobrar su dignidad si hace las mismas cosas que el que no lo es. Por el mismo motivo, se ha cancelado la veneración hacia los ancianos: ya no pueden hacer cosas. Por contra, enseña la Iglesia Católica que la dignidad humana es ontológica, y que no se ve disminuida ni por el deterioro físico ni por la deformidad moral. Este concepto está recogido en el libro del Génesis: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Las grandes civilizaciones paganas no llegaron ni a sospechar esta enseñanza, y por eso convivían con sus esclavos como con sus muebles y animales domésticos. Así, cuando San Pablo, en el capítulo 3, versículo 28 de su carta a los Gálatas dice: “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer...” está diciendo algo totalmente distinto de lo que dice la modernidad, aunque use palabras muy, muy parecidas. Y si no ha sido difícil desenmascarar las falsificaciones de la libertad y de la igualdad, la refutación de la fraternidad modernista cae por su propio peso. Pues el subjetivismo destruye toda base común en que se pueda apoyar un discurso, y por tanto un diálogo. La fraternidad se sustituye entonces por la empatía, pero, en la otra cara de la moneda, lo que encontramos es una intensificación constante de la violencia social. En cuanto al diálogo, es notable ver la forma en que ha mutado su 12
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naturaleza. La literatura católica está formada en una gran parte por controversias. Estas controversias se desarrollaban durante años o décadas, de forma cuidadosa y metódica, y con una honradez intelectual que ha desaparecido completamente. Tomemos por ejemplo la Summa Theologiae de Santo Tomás. Para cada una de las miles de cuestiones que se plantean, el gran doctor procede en primer lugar exponiendo las razones a favor. A continuación expone las razones en contra. Para ello, no desprecia ni los argumentos cristianos ni los argumentos paganos, ya los que le viniesen de mano de sus contemporáneos, ya los que hubiesen llegado a él por la tradición, ya viniesen de la civilización grecoromana, ya viniesen del islam. Después, ofrece su propio razonamiento, y a la luz del mismo, finalmente refuta los argumentos en contra. No hay más pasión en él que la búsqueda de la Verdad. No se encuentra en sus obras ni un sólo argumento ad hominem. Esta moderación, este rigor y esta honradez, que en Santo Tomás se manifiestan como un método, se encuentran igualmente en San Agustín, más de un milenio antes. Y el gran soldado de la controversia católica, San Roberto Belarmino, nunca cita a sus adversarios: se limita a exponer sus doctrinas y señalar el error. Este grado de civilización ha desaparecido totalmente. No puede ser de otro modo en una sociedad liberal donde se concede que el error y la verdad disfruten de los mismos derechos, no ya por lo que concierne a cuestiones particulares, sino por lo que concierne a los mismos principios del pensamiento, que no pueden elegirse según la voluntad de cada cual, sino que tienen que ser absolutos y eternos, puesto que tienen que concordar tanto con los principios de la lógica como con la realidad de las cosas. Por lo tanto, el subjetivismo conduce a la destrucción de la lógica de los discursos particulares, y seguidamente a la destrucción de la comunicación. El resultado es manifiesto y tanto más manifiesto cuanto más bajo es el nivel intelectual en que se desarrolla el discurso, y estoy pensando en la política, donde apenas se encontrará nada más que argumentos ad hominem. Ni creo que se haya dado nunca el caso en que el razonamiento de un diputado de un partido haya podido modificar la voluntad de un adversario, y eso, tanto en las grandes como en las pequeñas cuestiones. La cuestión no se plantea sólo en la política, y como muestra podemos tomar los libros de texto con los que se educan las modernas generaciones. No se encontrará en ellos ni rastro del método tomista: no hay sino la exposición del pensamiento oficial, que es el que impone el Estado. Así, la Filosofía ha desaparecido prácticamente y la Historia es una versión tan crudamente mutilada que carece casi completamente de provecho. La enseñanza se asemeja mucho a la propaganda, e incluso se ha encontrado el método para contaminar materias objetivas, como la matemática y la física. Le llaman “contenidos transversales”, que es un eufemismo para señalar la extensión de la propaganda incluso a las ciencias naturales. Es lógico que así sea. Es imposible proclamar que no existen verdades absolutas sin al mismo tiempo destruir toda base común para el entendimiento. Y cuando queda destruida esta base, se sigue el reino de la propaganda y, cuando ésto no es suficiente, se pasa a la violencia física. Es por eso que el declive del catolicismo ha venido acompañado de forma inevitable y paralela con el aumento de la violencia. Los tres grandes actos de este afloramiento de la sangre han sido en primer lugar las guerras desatadas por el luteranismo, que dejaron, sólo en Francia, varios centenares de miles de muertos (sólo en París, 60.000 católicos en dos meses). En segundo, la 13
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revolución francesa, que se estrenó con la masacre de La Vendee, donde se cometieron contra los católicos atrocidades nunca vistas, seguidas por el Terror y su extensión a toda Europa mediante las guerras napoleónicas. Nunca Europa había conocido nada semejante. Sin salir de Francia, los hechos hablan por sí mismos: lo que la monarquía francesa no había conseguido, lo logró la democracia: cinco revoluciones sangrientas (1789, 1830, 1848, 1870, 1945) y cuatro invasiones extranjeras (1815, 1870, 1914, 1940). El tercer acto fueron las dos guerras mundiales. Ya durante la primera declaró Winston Churchill que se habían abatido todas las barreras morales. Incluso en la guerra hay grados de civilización. Y si eso se pudo decir de la primera, ¿qué de la segunda? La causa remota de todos estos desastres hay que buscarla en el mundo de las ideas. Está bien establecido que el idealismo alemán del XIX es la consecuencia natural del idealismo kantiano, y es a su vez la base de los totalitarismos modernos. Ahora, nos pueden parecer ridículas las discusiones medievales en torno a sutilezas teológicas. Sin embargo, el hombre medieval sabía lo que el moderno desconoce: que las ideas tienen consecuencias; que los sistemas de ideas se desbordan sobre la vida material y política de los hombres; que un pequeño error en los principios tiene graves consecuencias en las conclusiones. Por eso aquellos hombres, mucho más racionales que nosotros, se habrían horrorizado ante las mismas “libertades” que nosotros celebramos como grandes logros. Por ejemplo, de la libertad de prensa, por la cual pueden circular con el mismo derecho tanto lo bueno como lo malo. Lo cual sucede con gran alegría de los malos. No estoy diciendo que hoy hubiese que restituir la censura: eso sería una invitación a la dictadura. Sólo sería posible limitar la difusión de ideas dañosas si se restituyese antes la distinción entre autoridad y potestad, es decir, si se restituyese la auténtica divisón de poderes, consistente en que la autoridad moral carece de fuerza de coacción mientras que quien la posee queda sujeto a límites morales. Pero en un ambiente en que lo bueno y lo malo se deciden por el pintoresco procedimiento numérico al que antes nos referíamos, y donde son los mismos individuos los que tienen el poder coactivo y el poder de decidir qué cosa es el bien y qué cosa es el mal, es imposible. Así pues, la moderna fraternidad de base idealista es otra falsificación, en este caso de la caridad cristiana. Como lo propio de estos tiempos es el movilismo, es decir, la carencia de toda base sólida y estable, cada poco tiempo hay que buscar nuevas formulaciones de todo. En los últimos años, a esta fraternidad se le llama multiculturalismo, y pretende fundar una hermandad universal, bajo la tutela de Estados poderosos y, en última instancia, de un superEstado mundial. El multiculturalismo no es más que otro engaño. Porque las culturas son anteriores y se fundan en principios mucho más sólidos que los de cualquier Estado, y la prueba es que las grandes culturas han sobrevivido a multitud de vicisitudes políticas, incluidas las mutaciones en las formas de gobierno. Por tanto, la única forma que tienen los Estados de poner en práctica el multiculturalismo es despojando a toda cultura de su fuerza vital, por la que se manifiesta de muchas formas distintas, reduciendo a todas ellas a pura forma externa (y con frecuencia ni a eso). Es por tanto un fraude contrario a toda verdadera cultura. En Europa además es un obvio peligro, y grave, dada la alianza entre el socialismo y el islam para la destrucción de la civilización 14
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occidental. El islam ha visto en el socialismo al traidor intra muros que le abre las puertas. El socialismo ha visto en el islam la fuerza demográfica que termine de subvertir el orden moral sobre el que se fundó Europa. El islam no está aquí para agradecer al socialismo que éste le permita formar parte de ningún experimento multicultural, sino para implantar la sociedad islámica. El socialismo, a su vez, cree que el descoyuntamiento completo de la sociedad es lo que le va a permitir a él perpetuarse en el poder: reinar sobre las ruinas sigue siendo reinar. Uno y otro saben que su aliado de hoy será su enemigo de mañana. Pero lo que se vislumbra en primer término de ese futuro no es sino el caos, que es lo que sigue de forma natural a toda quiebra moral, como han podido comprobar este mismo verano los británicos, avanzadilla ellos del experimento. En torno a la fraternidad, sólo me resta decir que la doctrina católica se fundamenta en un mandato evangélico explícito y tajante: “Amaos unos a otros...” y que este mandato tiene a su vez una triple base, como tres sólidas columnas: la igual dignidad ontológica de todo hombre, la primacía del Logos (“En el principio era el Verbo...”), del cual participa por analogía todo discurso humano, y la común filiación de todo hombre como hijo de Dios. Finalmente, que este mandato lo ha cumplido la Iglesia colmando al mundo con infinitos bienes. Infinitos. Pero no me extenderé en esto por cuatro razones. Primero, porque la Historia de la Iglesia es muy larga; segundo, porque la exposición de esta Historia no es suficiente cuando sería preciso además refutar paralelamente tanta basura como la propaganda ha ido acumulando durante los últimos cinco siglos; tercero, porque los modernistas han desfigurado de tal forma a la Iglesia que al lector le resultaría difícil conciliar a la Iglesia que construyó la civilización occidental y la colmó de bienes con la Iglesia contaminada del postconcilio; cuarto, porque el occidental de hoy da por sentadas como propias de la naturaleza humana cosas que están muy lejos de brotar espontáneamente de la sociedad de los hombres, y de las que disfrutamos porque hizo la Iglesia una labor educativa casi bimilenaria: sería precisa una discusión previa para señalar esos bienes que, sentidos como propios por el mundo moderno, son sin embargo un regalo de la Iglesia. No es éste el lugar para extendernos sobre estos cuatro puntos. Así pues, el lema que abre los tiempos modernos: Libertad, igualdad, fraternidad, contiene tres falsificaciones; son la maduración de una serie de errores del pensamiento encadenados que llegado el tiempo se derramaron de forma inmediata y dramática sobre el mundo material, manifestándose, antes que nada, como derramamiento de sangre. Negada la Verdad, ¿puede extrañarnos que lo falso impregne cada trocito de la realidad y de la vida de los hombres? Ya es difícil encontrar pan de verdad; la leche se ha sustituido por preparados lácteos; incontables alimentos se presentan como medicinas; nos vestimos con telas que han sido tejidas con fibras que imitan con petróleo al algodón, el lino o la lana; los objetos cotidianos se rompen en nuestras manos, así que cada día desechamos cosas sólo para comprar otras igual de deleznables, mientras un ejército de conductores mueven de acá para allá los desperdicios, quitándolos de nuestra vista; ya no se encuentran fuentes limpias de las que beber: todas están contaminadas; hemos falsificado las plantas porque no nos parecen lo bastante buenas, y la carne, porque alimentamos a nuestras reses con trigo o con pescado, en lugar de con pastos; obtenemos cosechas fabulosas, y 15
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luego las incineramos o las arrojamos al mar; los mismos animales han dejado de parecernos buenos, y buscamos la forma de fabricar otros que nos parezcan aceptables; el aire limpio es un lujo al alcance de pocos, y es preciso ir a buscarlo muy lejos; muchos edificios se construyen ahora sin ventanas practicables y se instalan máquinas que remueven sin fin el mismo aire viciado: muchos pasan frío en verano, y calor en invierno; hemos alterado el curso de incontables ríos, porque no nos parecía bueno su cauce original. La causa próxima de toda esta locura en el mundo material está en el capitalismo. La causa remota está en el luteranismo, padre del capitalismo. Pero a su vez el luteranismo no es más que el idealismo en el ámbito de la religión. Todos los hilos cuelgan del mismo nudo. Y si el caos material es evidente, ¿qué decir del caos moral? Se niega que exista una naturaleza humana; se niega la Ley Natural; se niega el bien y el mal; se niega el conocimiento cierto de las cosas y se reduce todo a la opinión; los hijos resisten a los padres, al tiempo que son sometidos, aún con dificultad, por sus maestros, que son comisarios del Estado; el mismo Estado excita el resentimiento de los hijos contra los padres y erosiona sin descanso la patria potestad; mientras que en los infantes se excita el sentimiento de independencia, se instalan trituradoras de niños en todas las ciudades; los matrimonios se destruyen casi al mismo ritmo que se crean; se niega la especificidad de la familia natural y la televisión nos ofrece con total desvergüenza el testimonio de hombres talludos que se hacen acompañar de sus “maridos”; como los oficios han desaparecido los padres no tienen nada que enseñar a sus hijos, y éstos bien pueden deambular en pantalón corto sobre sus tablas rodantes hasta pasados los treinta; el Estado ensalza el democratismo al tiempo que él mismo se constituye en un Leviatán incontestable que aspira no sólo al dominio del entorno físico sino al de las conciencias: desde los ministerios nos amonestan sobre qué comer, cuántas horas dormir, cómo ha de ser el sexo y cuales deben ser nuestras actitudes; en invierno nos advierten de que hace frío, y en verano de que hace calor; si estamos cansados nos aconsejan que descansemos y si terminan los días de descanso ahí está el Estado compadeciéndonos; si sufrimos una desgracia antes que los de nuestra sangre llegan los psicólogos del Estado: nos ahogan con almohadas; todos piden respeto, pero el pudor ha sido arrasado de entre nosotros: causa escándalo la mujer musulmana que cubre su cuerpo, pero no causan escándalo las frívolas que se pasean desnudas por las playas; cualquiera quiere sentirse ofendido por cosas ridículas, pero se han eliminado todas las convenciones, ritos, tradiciones y formas que suavizaban el trato entre los hombres: desde el vestido a la forma de hablar, la insolencia es un plus; se insiste en que la educación ha de incluir valores, pero se niegan en todas partes y se hace burla de las virtudes, y especialmente de las virtudes católicas... Y todo ello se acompaña con la sensación subjetiva de ser los privilegiados de la Historia. Sin embargo, no es necesaria la superabundancia material para oscurecer la vida espiritual: con raciones mucho más parcas, lechos más duros y vestidos más ásperos ya los antiguos se dieron cuenta de que la carne pugna contra el espíritu y el espíritu contra la carne, porque siguen leyes distintas. Y como no es posible componenda alguna entre ambas leyes y la naturaleza humana es tal que, abandonada a sí misma, se inclina por la carne, descubrieron también que vita hominis militia super terram, que la vida del hombre es milicia, lucha constante, en 16
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primer lugar contra sí mismo; y que si sufre no es por ser bueno o malo, sino simplemente por ser hombre. Todas estas cosas, se escribieron en los libros sagrados. Pero ¿cómo podría esta sabiduría ayudar a un hombre que niega la misma existencia de lo sagrado? Mejor levantar la cresta, cerrar los oídos y correr a las estanterías del Carrefour, donde cualquier mindundi nos asegura que tenemos derecho a ser felices, y que eso puede conseguirse con tisanas de aloe vera. Me acerco ya al final de mi discurso. No me interesa la política porque no es más que el efecto superficial de profundas corrientes que vienen muy de atrás en el pasado, como he demostrado. Que la acción política tenga alguna influencia benéfica, llegados al punto en que estamos (no niego que en otros momentos fuese distinto), es como pretender que las corrientes marinas se pueden modificar golpeando las olas con un remo, o que el vendaval se va a calmar si ponemos un freno al molino. Las fuerzas desatadas escapan al control incluso de los poderosos, que van sucediéndose cada pocos años, engullidos ellos mismos en el caos. Además, la acción política, por su propia naturaleza, apunta más allá del individuo que la ejerce, y aspira a la conversión de otros. Pero, por lo dicho, ya es suficiente para cada uno poner orden en sí mismo. No es ésta una época sino de volver cada uno sobre sí (Nosce te ipsum) y comprobar en la propia carne el esfuerzo que conlleva construir una civilización. Ya es bastante para cada uno soportar la dureza y el esfuerzo a veces casi heroico que requiere el matrimonio; ya es bastante para cada uno protegerse de tanta inmundicia como se difunde en la televisión y en los periódicos; ya es bastante vivir en una gran ciudad o trabajar en una fábrica; ya es bastante para cada uno dar cualquier pequeño paso en el camino de la virtud. Sólo hay una salida, pero esa salida no la verán ni esta generación ni las inmediatas. No por eso hay que desesperar. En el año 529, en una situación parecida a la de hoy, Benito de Nursia, hijo de padres nobles, después de haber viajado a Roma para estudiar Filosofía y Retórica, y espantado de tanto desorden moral, acaba finalmente retirándose a Montecasino, donde funda un monasterio. Hoy se reconoce en el monacato la misma columna vertebral sobre la que pudo erguirse occidente. Si lloramos, aquellos que escapamos a la hipnosis, la pérdida inminente de una civilización, es seguro que más lloraríamos si fuésemos conscientes del esfuerzo que requirió levantarla. No hay atisbo de ñoñería en la religión, cuya práctica ha requerido siempre de virilidad, como atestiguan las palabras del libro de Job, cuando, emergiendo del torbellino, habla Dios: “Accinge sicut vir lumbos tuos, interrogabo te, et edoce me”. Si lloramos ahora la pérdida inminente de una civilización, volvamos la vista atrás y hacia arriba, hacia el firmamento de los mártires. No hubo rastro de ñoñería ni de sentimentalismo en el martirio que sufrieron. Todavía en nuestros días quedan supervivientes de la última gran cruzada en defensa de la civilización occidental, cuando cincuenta mil jóvenes españoles cruzaron Europa y se batieron como auténticos leones, en KrashniBor y en otros lugares del frente ruso. Aquellos soldados se reunían con sus oficiales para rezar el Santo Rosario. Hay que espabilar, porque lo que hemos perdido, dilapidado en poco tiempo, está en proporción a los trabajos y padecimientos que costó construirlo, y puede pasar que descubramos en primer lugar que no tenemos ni la fuerza física ni espiritual de aquellos hombres de hace siglos a los que sólo atribuimos ignorancia. El camino de la 17
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perfección lo recorrerán muy, muy pocos. La mayoría fracasaremos, y no es menos duro el fracaso que el tener que defender doctrinas que nos superan. Pero incoar ese camino es obligación de todos. Por todo eso, no me interesa la política. Lo que tenemos por delante es mucho más difícil, más duro e incomparablemente más hermoso que cualquier cosa que pueda ofrecernos la actualidad. Tenemos que apuntar hacia un futuro en el que ya no estaremos. Que no nos causen inquietud las hienas: se ocupan las unas de las otras.
"frisgo", agosto de 2011
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