RELATOS PRESENTADOS III Edición Concurso de Relato Breve Cómo lo continuarías?

RELATOS PRESENTADOS III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? “Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía

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RELATOS PRESENTADOS

III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías?

“Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control…”

Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

ÍNDICE Título

Páginas

Ad eternum, de Némesis

4

Aquello que el señor Zaisberger comprendió..., de Canruy

6

El as de corazones, de Melki

10

Bendita sea su locura, de Samoth

13

La bolsa, de Naniwsky

16

Buscando la infelicidad, de Paisha

19

La caja, de Azucena

22

El cáliz, de Joy

24

Camino a la felicidad, de Quedi

27

La carta, de Mitch

30

La casa de los Sommer, de Columela

32

El caso de Ben Müller, de El abuelo

35

El caso del señor Zaisberger, de Maki Arvelo

39

Cavilaciones, de The green & orange girl

43

El clan Alcázar, de Adela Guerrero

45

Las crónicas de Muller, de Tufy

47

Cruce de caminos, de Magaos

49

De azul amargo, secreto prohibido, de Violeta Tamarán

52

Déjá vú, de Aficionado tardío

54

El diván, de Zimiente

56

El documento, de Blanco

59

El Duende, de Verdinito

62

En B, de Antístenes

65

Encuentros en la 18ª fase, de Arromo

68

Una escena en blanco y negro, de Evey Allen

71

Esclavos de la guerra, de Nora

73

La esmeralda, de Lyon

77

Espejos, de Linkshande

80

Estantería BP-16, de Helga Sorensen

83

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1

El extraño libro de George Henry Collins, de Germán Pérez Sosa

86

Extraños en la biblioteca, de La Flaca

89

La flauta mágica, de Hedo

91

Flor de cerezo, de Bloodymary

94

Hiperboloides hiperbólicos de revolución, de Brigitte

98

La maté por un yogurt, de Claveroa kazile

101

Lágrimas de Sapo, de Antártida

103

El libro de cuentos, de Doxa

106

Un lugar para dormir, de Bárbara

109

El manuscrito, de Hanewa

111

Una mañana en el Orotava, de Torre de Dubrovnik

113

El mayordomo y la lectora de cuentos, de El alquimista

116

El misterioso misterio del señor Zaisberger, de El pequeño Cervantes

117

Necesidad vital, de Mo cushla

122

Ni por venganza ni revancha, cosas de la vida…, de Alex Gerard

125

No se puede “transferí”, de Obdulia

128

No te rindas Nicolás, de Marnie Medfer

131

La nota, de Meothwmiau

134

Una nueva oportunidad, de Damián Parlan

136

Paralelismos, de Joe Grima

139

Por amor, de Gioconda

143

Prostlar, de Talita Darckis

146

Una razón de peso, de Catalina Siena

149

Roche estaba empezando, de James Roche

152

El rubito, de Morel

155

El secreto de la alquimia, de Scherezade

158

El secreto de la biblioteca, de Caballero de la Blanca Luna

161

El secreto de Sargo, de Carajaca canaria

163

Shrilioken: un mundo diferente, de Jëshua Debástian Báug

166

Sin título, de Benjamín Vega Estévez

168

Sin título, de Natura

171

Sinapsis, de Mazo

174

El sótano, de Macálister

177

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2

Sueños, de Elías Cernuda

180

El tímido miope, de Cangallo

183

Todos dicen por qué, de Quimera

186

El túnel, de Elin

189

El último custudio, de Miriam Alejandro

192

El verano perfecto tenía un error, de Epicuro López

195

Las vicisitudes de Greebo, de Greebo

199

Zaisberger y el Bestiario del Infierno, de Vetusto 59

202

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Ad eternum, de Némesis

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Sentía sobre su espalda la luz de las linternas y el peso acuciante del miedo, pero tantas veces imaginó en las últimas semanas lo que ahora le estaba ocurriendo que actuaba movido por una extraña energía; parecía que fuera otro el que se encontraba en esa situación. Lo veía todo desde fuera, como si en lugar de estar de rodillas delante de ellos, contemplara la escena a hurtadillas, detrás de las largas estanterías. Había oído decir muchas veces que en circunstancias extremas el cerebro busca mecanismos de escape. Quizá lo que sentía en aquel instante tenía que ver con eso. No quería pensar en lo que estaba haciendo. Mientras iba desalojando cada una de las baldas que ellos señalaban, su vista se demoraba en detalles insignificantes. Nunca hasta entonces había reparado, por ejemplo, en aquellas palomillas nocturnas de alas cenicientas que revoloteaban a la luz de las linternas, ni en las distintas tonalidades esmorecidas que puede tomar el polvillo que desprenden los libros apilados en el suelo. El presente era ahora para Zaisberger un instante excluyente, necesitaba sentir que tenía todo bajo control. Los últimos meses no habían sido nada fáciles para ninguno de los trabajadores del archivo local. Todos sabían que era cuestión de tiempo que la llamada Brigada de Control hiciera acto de presencia. Aunque sólo se trataba de sospechas que nadie podía confirmar, parecía que entre los planes más inmediatos del régimen estaba rescribir la historia, remodelar las fronteras geográficas y espirituales de Süreland. Los rumores acerca de todo tipo de tropelías los precedían. Era difícil saber a ciencia cierta qué es lo que estaba pasando, porque nadie se atrevía a hablar ni a preguntar, pero era evidente sin embargo que entre los enemigos declarados del nuevo régimen estaba -¡una vez más!- el mundo del pensamiento. El horror tiene ciertos lugares comunes; la historia de la infamia, predilección por las hogueras. Zaisberger había obtenido información de un reducido grupo de archiveros con los que todavía mantenía contacto. Todos, sin excepción, habían recibido órdenes tajantes acerca de los expurgos que debían realizar: no podía quedar vestigio alguno de la historia del cristianismo en Süreland. Había que hacer desaparecer esa poderosa corriente de experiencia conjunta que tuvo su origen en el enigmático judío que vivió hace veinte siglos. Todo pensamiento y arte que atestiguara las raíces cristianas de la III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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población debían ser barridos para asentar las bases del nuevo estado. El viejo Eckhart se había mostrado bastante explícito en la última reunión cuando le susurró en voz baja: -Desengáñate, Zaisberger, piensan que aniquilando la historia del cristianismo podrán cercenar su esencia. Y en eso, desgraciadamente, no se equivocan porque no es posible comprenderlo sin conocer su genealogía. Tenemos que darnos prisa. Lo que hemos sido, y lo que deseamos ser en el futuro, depende del éxito de nuestra misión. Desde ese momento, Zaisberger se entregó con ahínco al plan establecido: había que realizar un reetiquetado de falsos tejuelos para camuflar los ejemplares más valiosos. La censura de todos los tiempos se ha caracterizado por la estrechez de miras. Con suerte, una vez localizados los libros, se limitarían a retirarlos y a hacerlos desaparecer sin cotejar su contenido. Algunas acciones pueden hacer la vida superior a la vida misma. Resultaba paradójico que él, siendo judío, habiendo padecido persecución en otro lugar y en otro tiempo, arriesgara ahora su vida por preservar la historia del pensamiento cristiano. La dialéctica entre verdad y bien no ha sido nunca sencilla. Quizá por ello el trabajo de las últimas semanas, lejos de extenuarlo, lo había rejuvenecido. Revisar el catálogo de las obras en peligro, hojear el testimonio abigarrado de la voluntad humana, que durante siglos ha perseverado en la superación de la vulnerabilidad y la incertidumbre, le permitieron percibir los contornos de la libertad más definidos que nunca. Durante las noches oscuras que duró su trabajo, sintió sin embargo que la libertad -no la suya, ni siquiera la humana, sino la del universo- lo acogía en su seno pacífico y azulado. No había estado solo en esta empresa. No hubiera sido posible. Había contado también con el apoyo incondicional del bibliotecario más antiguo, Horkheimer, ambos pertenecientes a la asociación que presidía Eckhart. Ninguno había luchado en el frente; pero sabían que esta vez estaban librando una batalla decisiva, y sabían, además, que la ganarían. Ahora, mientras apartaba, con dolor, los libros que habrían de sacrificarse para salvar a los otros, a los prohibidos, recordaba las reconfortantes palabras de Horkheimer: “el oprobio, la cobardía, la delación, la injusticia, la tiranía, el miedo…, nada pueden contra lo que un hombre piensa o emborrona en una página en blanco”.

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Aquello que el señor Zaisberger comprendió..., de Canruy

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Su larga experiencia como médico forense y criminólogo, le había proporcionado sin duda alguna, la entereza necesaria para afrontar cualquier situación, por muy terrible que ésta fuera, con loable serenidad y sangre fría. Realmente, disfrutaba con las situaciones enmarcadas en el límite de lo posible. Su cuerpo reaccionaba con frenética emoción ante el misterio y la incertidumbre. Un nuevo reto por resolver, un nuevo proyecto que comenzar. La sangre hervía en sus venas cuando su piel percibía el peligro. Sabía perfectamente que en cada trágico suceso, en cada sanguinario asesinato, estaba la mente de un psicópata, o quizás, la crueldad y maldad de un inteligente hipócrita sin escrúpulos, capaz de descuartizar a su madre si fuera preciso para lograr sus propósitos. Y aunque sabía perfectamente que su vida peligraba de manera continua y permanente, era inevitable para él alejarse de lo que más amaba: su trabajo y la necesidad imperiosa de llegar hasta el final de los hechos. Además, ya había salido de tantas situaciones engorrosas, que con cierto sarcasmo, solía comentar abiertamente ante las advertencias de su compañero Paulo, mucho más precavido: «¡me tengo morir, mejor que sea disfrutando! Además, ya estoy viejo, poco me importa lo que ha de ocurrir mañana». Sin embargo, esta vez parecía diferente, algo no marchaba bien, una sensación de escalofriante temor le recorría el cuerpo, su piel transpiraba con fuerza, y su corazón palpitaba con extrema rapidez. Trató de calmarse inspirando profundamente, ensanchando con brío sus fatigados pulmones. «Esa voz» pensó, «¿de dónde vienen esos gritos de dolor?». La situación estaba clara. No podía marcharse sin más, quizás mañana pudiera ser demasiado tarde para continuar la búsqueda. Se trataba de un simple robo de joyas en una maravillosa y antigua mansión, cuyos propietarios, consternados por tal terrible incidente, recurrieron a sus servicios para simplemente, verificar que las sospechas incidían de manera absoluta, en Mariela, la joven y humilde ama de llaves. La cual, envidiosa de tanta fortuna, optó poner fin a su desdichada vida, con la venta de dicho tesoro. Obviamente, ante el interrogatorio policial, negó entre sollozos los hechos, y algo le decía al señor Zaisberger, que decía la verdad. «¿Para qué y por qué debía de hacerlo? ¿Por qué estaban todos tan seguros que ella era la culpable?» Además, seguía pensando en voz alta: tampoco tienen interés en recuperar las joyas, es como si quisieran que me mantenga entretenido mientras algo muy fuerte III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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está sucediendo, no sé… no sé, algo me dice que nos dirigimos hacia la derecha cuando es a la izquierda donde se está cocinando el rancho... - ¡Por Dios Zaisberger! ¿Es que no vas a cambiar nunca? Le respondió su joven compañero Paulo, criminólogo y ferviente seguidor suyo desde los primeros años de carrera. No todo tiene que tener doble sentido, ni todo a veces ha de ser difícil de explicar, digo yo… - Pues dices mal. Mejor dicho, no te estás enterando de nada. ¿Es que no lo ves? - Pues no, la verdad… ¿es que me he perdido algo? Insistió confuso y enfadado Paulo. - Pues sí… se te escapan los detalles, y caes en la trampa de la lógica más absurda… el brillo de los ojos que desprenden las miradas, de los que están acostumbrados a mentir… se te escapan los gestos de los que, acorralados, se defienden con lágrimas meticulosamente ensayadas… se te olvida amigo mío, que ya estoy de vuelta, y que si no agudizas los sentidos, no aprenderás jamás a desglosar

las diferencias que te

ayudarán a resolver, los entresijos que se te presenten en la profesión… y vale ya, ¡que es tarde y no estoy yo ahora para sermones didácticos! Agáchate y busca entre esos libros… mira bien por donde te estoy alumbrando… la voz salió de ahí… - Pues nada, a buscar por aquí… ¡mira que pasarme años encerrado estudiando para luego buscar a un enano que habla en una estantería… no, ¡si al final va a tener razón mi madre cuando me decía que estabas chiflado y que si estaba contigo, me chiflaría también…! - ¿Te quieres callar de una vez? Porque al final, sí que creo que se va a cumplir su presagio. - ¡vale vale!… pero es que aquí no hay nada, mejor dicho, ¡no hay nadie!… espera, esto es una madera puesta intencionadamente para tapar algo… ¡Dios Santo! Es un túnel… - ¡Lo sabía! ¡Esto me está empezando a gustar! Vamos a meternos dentro a ver hasta dónde llega… - ¿Pero qué dices? ¡Ni hablar! ¡Yo ahí no me meto! - Pues nada, ¡muy solo me quedé cuando mi mujer me dejó porque no me entendía! ¡Anda, vete a casa! - ¡Dios mío! ¡Cómo eres! - Guapo y simpático sin duda alguna… a ver Paulo, entras o te vas, ¡pero ya! Sin remedio, el angustiado Paulo entró en aquel pasadizo, con la tranquilidad que sentía al estar al lado de un hombre tan imponente. Nada a su lado jamás salía mal. Por otra III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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parte, la angustia iba poco a poco apoderándose de Zaisberger, temía que sus sospechas resultaran finalmente ciertas. No existían datos de que esas joyas realmente alguna vez hubieran existido, ni que los propietarios de la mansión, en algún momento de sus vidas hubieran tenido suficiente dinero para comprarlas alguna vez… ¿Entonces? ¿Qué estamos buscando?, pensó. Poco tardó en descubrir el macabro hallazgo. Cientos de cuerpos yacían al final de aquel frío túnel, amontonados en una pila de escombros humanos, a los que previamente se les había extraído los órganos… Paulo, en un gesto incontrolable de dolor y descontrol, no pudo evitar alarmarse desplomándose contra el suelo. Zaisberger comprendió en aquel instante, que éste sí era su final. Había arrastrado al pobre Paulo al abismo de una muerte que no le correspondía. De poco servía ya la razón. En segundos, aquella diabólica familia estaba frente a ellos con una sonrisa desdibujada en sorpresa… Zaisberger, sin pensarlo, les tendió la mano amigablemente y con gran elocuencia les explicó: ¡Cuánto me alegro de verles aquí! ¡Vine a buscarles! Traía conmigo a este pobre desgraciado para que me facilitara el trabajo… demasiado torpe para mí… como médico tengo infinitos recursos para sacarle el máximo partido al negocio… de hecho yo antes lo hacía… - ¿Pero…? esbozó con desconfianza la supuesta dueña de la casa… ¿usted ya lo sabía? - ¿Que si lo sabía? Vamos, ¡claro que sí! Lo que pasa es que no quería que el tonto este se enterara. Lo que está claro es que si queremos que esto funcione, debemos ser prudentes y más listos que nadie… - Vaya con el tío, y nosotros tratando de liarle… - Nada, que si nos apuramos un poco, podemos instalar auténticas máquinas generadoras de dinero… sólo necesito las cámaras de helio que están en el hospital. ¡Podría hacer uso de ellas sin problemas! - A mí me parece bien… porque al final, por falta de conservarlo bien… - Pues de eso se trata, es hora de empezar a hacerlo bien. Regreso para acomodar las neveras y asegurarme de que nadie interfiere en nada. Pero me llevo a este, de lo contrario, se podrían levantar sospechas… - Sí claro, comentaron con energía, dada la lógica aplastante de Zaisberger frente a un tono de voz, rotundo, firme y seguro. Zaisberger salió nuevamente por el túnel, tirando fuertemente de Paulo aún inconsciente. Al llegar nuevamente a la habitación, su cuerpo temblaba visiblemente mientras trataba III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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de despertarle entre sollozos de desesperación. Las pautas a seguir eran claras, la policía terminaría por zanjar justamente la situación… Zaisberger sintió vibrar por primera vez en su piel, las secuelas de su peculiar personalidad… Entonces creció, y con la misma entereza se alejó de lo que durante toda su vida más amó.

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El as de corazones, de Melki

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control a pesar de que un frío sudor recorría su cuerpo ante la amenaza de aquella media docena de hombres que estaban tras de sí mientras alumbraban la estantería atiborrada de libros con la tétrica luz de sus linternas. Era una persona calculadora, sumamente discreta en sus comentarios y que podría pasar desapercibida en una gran urbe. Vivía en una vieja casa, en un pequeño pueblo llamado Sikkislands, a una hora en coche de la ciudad más cercana. Se la había alquilado a un lugareño al que le comentó que era escritor y buscaba un lugar tranquilo para inspirarse. Pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en la casa. No se relacionaba mucho con la gente del pueblo aunque a veces solía entablar conversación con su casero. Todas las noches salía en su viejo Ford Taunus en busca de víctimas con las que poder hacer negocio. Solía buscar personas cuya desaparición no levantase demasiadas sospechas. Esa noche se fijó en un vagabundo borracho que estaba tumbado junto a unos contenedores de basura. Aparcó el coche cerca de él, se bajó y le asestó un golpe en la cabeza. Lo metió en el maletero y se dirigió hacia su casa. Había preparado un pequeño laboratorio para poder extraer los órganos que le pedían. Colocó al vagabundo en una estrecha camilla y con una sierra le abrió el cuerpo en canal. Le extirpó el corazón y lo guardó en un frasco de cristal con formol hasta el momento de la entrega horas más tarde. El cuerpo lo enterró en un bosque cercano. Era noche cerrada, la oscuridad inundaba las calles de la ciudad; sólo una sombra se paseaba por aquel mundo silencioso. Era una mujer de mediana edad en busca de algún cliente. Él aparcó el coche a su lado y la invitó a subir. Se dirigieron a un descampado y, mientras ella fingía estar excitada, él sacó un cuchillo de debajo del asiento y le asestó una puñalada mortal. Metió el cuerpo en el maletero y regresó a la casa. Una vez allí realizó la misma operación que con el cadáver anterior. El cuerpo ocupó un lugar cercano al de su anterior víctima. Al día siguiente decidió dar un paseo por el pueblo y se cruzó en el camino con su casero que le preguntó acerca del libro. El señor Zaisberger le contestó que estaba a punto de terminarlo. Era cierto. Sólo le faltaba un corazón para acabar su trabajo. Corazón que tenía que entregar a la mañana siguiente. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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En la ciudad se habían estado cometiendo una serie de robos violentos y el encargado de la investigación era el inspector de policía Karlss. Unas horas antes el inspector había recibido una llamada de “El Manco”, uno de sus soplones. Éste tenía información sobre el caso, citándose en la iglesia Saint Joseph. Atardecía. El señor Zaisberger cogió su coche y puso rumbo a la ciudad. Al llegar aparcó en un estrecho callejón, poco iluminado. Estuvo paseando calle arriba, calle abajo hasta que se cruzó con un mendigo en las escaleras de una pequeña iglesia. El mendigo le pidió unas monedas para comer algo y el señor Zaisberger le dijo que en su coche tenía algo de comida. No se lo pensó dos veces y accedió a la invitación. Caminaron unos cuantos metros y entraron al callejón. El inspector Karlss, que acudía a la cita con “El Manco”, observó como éste accedía al callejón en compañía de un hombre. Estacionó su coche y se dirigió hacia allí. En el trayecto observa como a toda velocidad sale un Ford Taunus negro en dirección a Sikkislands. Al entrar al callejón ve unos contenedores de basura volcados con restos de sangre. Alarmado se dirige a su vehículo e inicia la búsqueda del Ford Taunus. Tras conducir durante una hora, sin saber muy bien hacia donde, se detiene en una pequeña gasolinera a las afueras de Sikkislands y pregunta al dependiente si conoce en las cercanías a alguien propietario de un Ford Taunus negro. A lo que le responde que en el pueblo vive el señor Zaisberger que tiene un Ford negro. Se dirige a la cabina, se pone en contacto con la comisaría y solicita una docena de hombres para que se dirijan al pueblo de Sikkislands. Subió rápidamente al coche en dirección al pueblo. Estuvo recorriendo sus calles hasta que encontró el Ford estacionado en el garaje de la vieja casa. Se bajó y echó un vistazo por los alrededores. Encontró manchas de sangre recientes, esparcidas por el suelo, desde el garaje hasta la puerta de la casa. Tocó en la puerta pero nadie le abría. Siguió golpeándola con fuerza hasta que la puerta se abrió y, tras ella, estaba el señor Zaisberger. En ese preciso momento llegaron tres coches de los que se apearon media docena de policías. El inspector Karlss se identificó con su placa y le dijo al señor Zaisberger cómo había visto introducirse a un conocido suyo acompañado de otra persona en un callejón de la ciudad y salir de allí un coche como el suyo, a toda velocidad. Que había encontrado manchas de sangre recientes que le hacían sospechar que se hubiese cometido un delito. El inspector le preguntó al señor Zaisberger sobre las manchas de sangre que habían en el suelo desde el garaje hasta la casa. El señor Zaisberger le respondió que se había III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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cortado en un brazo mientras hacía unos arreglos en el motor de su coche. Al inspector esta respuesta no le pareció demasiado convincente y le pidió que lo acompañase al garaje. El señor Zaisberger abrió su coche y los hombres del inspector comenzaron a registrarlo encontrando en el maletero restos de sangre y en un lateral del mismo una navaja oxidada que el inspector Karlss reconoció inmediatamente. Era el amuleto de “El Manco”, amuleto del que nunca se desprendía. El inspector Karlss y sus hombres condujeron al señor Zaisberger al interior de la casa. Un reguero de sangre los llevó a una gran habitación con unas enormes estanterías atiborradas de libros. La luz de la habitación prácticamente no iluminaba y los policías sacaron sus linternas que alumbraban con una tétrica luz hacia un lugar de la estantería donde se perdía el rastro de las manchas de sangre. Uno de los policías apartó los libros y observó una contrapuerta con una pequeña pestillera y una especie de palanca. El inspector Karlss le dijo al señor Zaisberger que abriese esa puerta y, al accionar la palanca, la contrapuerta se abrió y todos vieron cómo encima de la camilla se encontraba “El Manco” muerto y, a su lado, en una mesa de cristal, un frasco con el corazón en formol listo para la entrega…

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Bendita sea su locura, de Samoth

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Su vida, antes completamente normal, dio un giro de 180º cuando año y medio atrás le fue diagnosticada una extraña afección mental por la que se veía irremediablemente impulsado a la recolección de todo dato bibliográfico, inclinación que se manifestaba más firmemente cuanto más nimia, irrisoria y oculta parecía la información perseguida. Su método, sin saberlo, se asemejaba al de esos historiadores materialistas que, actuando como arqueólogos, excavan entre la multitud de libros que caen en sus cuidadosas manos, buscando y conservando para la posteridad todo minúsculo relato, con el fin de construir una red de constelaciones en la que dichos retazos de la historia queden interrelacionados como si de un contrapunto musical se tratase. Al principio tal dolencia era tenue y fácil de mantener a raya, pero con el transcurrir de los meses se fue fortaleciendo, hasta manifestarse de una manera más fantástica e increíble: la percepción de una especie de diálogo interdocumental; gracias a la cual, el señor Zaisberger parecía encontrarse en una perfecta sintonía con la palabra escrita, lo que le permitía conocer al instante dónde podría localizar cualquier información. Pero toda luz viene acompañada de sombra, y lo que a simple vista era un don se convirtió en una maldición que fue apoderándose de toda su vida. Sin embargo, él parecía estar empeñado en no darse cuenta de ello, o quizás sí fuera consciente y por algún sorprendente motivo no quisiera actuar en su contra. Sea cual fuera la razón, la verdad es que, por culpa de ese hambre de saber y conocimiento, terminó pasando la mayoría de su tiempo encerrado en la biblioteca, lo que le costó empleo y posición. Desde ese entonces, sólo vivió para llevar a cabo una infinita búsqueda en la que accedía a la biblioteca desde que ésta abría sus puertas para, acto seguido, sentarse siempre en la misma mesa, la más cercana al depósito con el fin de lograr satisfacer lo antes posible cualquier duda informativa que le pudiera surgir. Allí, parapetado tras una inmensa muralla de libros, ejercía una tarea sin pausa; únicamente tomándose un breve respiro cuando la endeble carne requería que se le prestara atención a sus ineludibles necesidades fisiológicas, sólo en ese fugaz instante era cuando su mente se apartaba de un trabajo que se proyectaba harto infinito para una única persona. Pero este ansia no se detuvo ahí, siguió creciendo de tal modo que lo que había sido saciado durante el III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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tiempo en que las puertas de la biblioteca permanecían abiertas, se amplió hasta ocupar también las horas nocturnas, sin dejar siquiera un mínimo descanso a su desquiciada mente. Tal fue el empuje que dicha fuerza ejercía sobre él que, una calurosa noche de verano, cuando el bochorno era de tal magnitud que no le dejaba pegar ojo, se vio obligado a irrumpir a la fuerza en la biblioteca. De forma poco sutil y armado con una enorme piedra que había encontrado en el parque anejo al recinto, accedió al edificio, dejando tras de sí una puerta hecha añicos y un sorprendido segurita, que necesitaría más de un nolotil para acallar su inminente dolor de cabeza. Pero al intruso lo único que le preocupaba era llegar al depósito, a ese inmenso almacén de libros que lograría alimentar su ansia. Al adentrarse en las instancias del edificio, un mar de miles de voces diferentes repicó en su atormentada cabeza, como si de lluvia sobre un cristal se tratara. Irónicamente, para el señor Zaisberger, uno de los lugares más silenciosos se transformaba en el más estridente; lo que es un silencio mortuario para el público general, se convertía ante él en una estruendosa jerga que le aislaba del mundo externo. En ese instante, para él sólo existía la llamada, únicamente tenía oídos para aquel clamor, que le impedía escuchar el jaleo que, a lo lejos, tenían las sirenas de la policía. Cuando llegó a su destino y abrió la puerta del depósito, una nueva dimensión de sonidos se reveló ante él, mostrándole un camino velado para el resto de los mortales. Allí prestó sus oídos al pandemonio de narraciones que por norma general pertenecen a la palabra escrita, pero que para él eran transportadas al ámbito de la tradición oral, una costumbre tristemente en desuso durante las últimas décadas de nuestra civilización. Mientras el señor Zaisberger se encontraba en plena tarea los agentes llegaron al edificio, encontrándolo arrodillado en el suelo y rodeado por una pila de libros indebidamente colocados unos sobre otros, en un orden que únicamente él llegaba a comprender. Allí, escondidos por la insondable oscuridad, los perplejos agentes permanecieron observando lo que aquel pequeño hombrecillo realizaba. El señor Zaisberger, ajeno a lo que sucedía a su alrededor, se movía de acá para allá con unos movimientos rápidos y nerviosos, como si actuara bajo los impulsos de un apetito que le marcara el paso a ritmo de látigo, anudando lo que le dictaban los libros, desvelando la red de conexiones que existía entre unos y otros relatos; pues un documento se refiere a otro, complementa con distintas palabras lo que ya ha sido dicho por su predecesor, ya sea tanto para criticar como para apoyar sus sentencias. De hecho, para Zaisberger, el III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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depósito se convertía en la auténtica memoria viva de la biblioteca y si su fantástica tarea, aunque imposible de completar, fuera iniciada por todos nosotros propiciaría la recuperación de las pequeñas historias que han sido olvidadas, dejadas al margen de una línea que rara vez es tan recta y consonante como se piensa. De este modo, basándose en el recuerdo de unos caminos no surcados, Zaisberger potenció una filosofía que abarcaba más allá de lo que le dictaba la tradición. ¡Bendita sea su locura!, que le hacía mirar más allá de los sueños, más allá de la razón.

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La bolsa, de Naniwsky

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Sin embargo, debía permanecer vigilando el contenedor de basura, situado bajo la ventana de su dormitorio, en su interior estaban las bolsas de plástico cargadas de pruebas que lo incriminaban. Tenía plena seguridad de que continuaban dentro porque las había tenido vigiladas desde que allí las tirara, por solicitud suya, el repartidor del supermercado. Sospechaba que alguno de los dos policías, que alternativamente le habían estado siguiendo, se encontraría acechando. Por eso, aunque el cansancio, por efecto del tedio, le fustigaba de manera pertinaz, ni se le pasaba por la imaginación irse a la cama. Muy al contrario, se mantendría despabilado y vigilante. Irse a la cama sería invitar al peligro; si alguien rebuscara en el contenedor, tratando de encontrar algo que pudiera resultarle útil, podría sacar las bolsas y dejarlas en el suelo. Y siendo así, si por cualquier lance fortuito el contenido fuera desparramado, el policía de turno no tardaría en ver y asociar con él las delatadoras y malditas pruebas. En cambio, si en lugar de irse a la cama se mantenía observando, tan pronto como él viera las bolsas fuera del contenedor, aun a riesgo de la imprevisible actitud que pudiera tomar el policía, bajaría para introducirlas de nuevo. De todos modos, intuía que en cualquier momento los policías llamarían a la puerta para mostrarle una orden judicial autorizando el registro de su vivienda. Pero también pensaba que cuando él la abandonara aprovecharían su ausencia para llevar a cabo el registro de forma ilegal. Incluso los imaginó registrando los estantes de su pequeña biblioteca: uno de pie, alumbrando con una linterna, y el otro de rodillas, removiendo libros con la esperanza de encontrar alguna prueba. Después de una eternidad de vigilancia, desvió su mirada hacia la mesilla de noche, y, pese a la claridad con que el avanzado cuarto creciente inundaba la habitación, pudo percibir el verde reflejo de las fluorescentes saetas del despertador marcando las tres de la madrugada. Él acostumbraba irse a la cama después de sobrepasada esta hora, pero, aun así, no pudo evitar ser sobresaltado por más de una involuntaria cabezada. Con todo, pasase lo que pasase, debía esforzarse en aguantar despierto hasta que llegase el camión de la basura. Confiaba en que no tardaría mucho. Y no se equivocaba, en apenas unos minutos pudo contemplar la maniobra del vaciado del contenedor en el camión. Luego lo siguió con la vista hasta que una esquina se lo impidió, y después, al escuchar el III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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ruido de otro contenedor, estampándose contra el camión, dio por hecho que las bolsas, culpables de su angustia, habían quedado cubiertas o mezcladas con el resto de basura. Ahora, difícilmente podrían ser localizadas. Ya podía irse a la cama tranquilo. Durmió hasta que la alarma del despertador, como cada día a las once en punto de la mañana, lo empujó a levantarse de la cama. Una vez aseado, fue a la cocina con intención de prepararse un café y, nada más cruzar la puerta, aquella creencia suya de tenerlo todo bajo control se esfumó; una de las bolsas seguía allí, en la cocina, entre el frigorífico y el poyo. No se lo podía creer. No se explicaba cómo pudo haber tenido semejante despiste. La puñetera bolsa podría echar por tierra toda su estratagema. Por tanto, tendría que idear un plan para deshacerse de ella de forma que no pudiera ser localizada por nadie. En aquel preciso momento se lamentó de su separación matrimonial, pero no por el propio hecho en sí, sino porque a consecuencia de ello tuvo que cambiar su residencia. De haber continuado viviendo en la casita de la sierra no hubiera tenido más inconveniente que prender la leña de la chimenea y depositar en ella el contenido de la bolsa. Es más, de seguir viviendo allí no hubiera tenido necesidad de vigilar el contenedor de la basura ni, por consiguiente, perder buena parte de su reparador sueño. Pensó, no obstante, que aquel momento no era tiempo de lamentaciones, sino de utilizar la imaginación. Tenía que deshacerse de la delatadora bolsa antes de que la policía llegara a registrar su vivienda. El problema estribaba en que Johann, su hermano y agente literario, lo esperaba en el despacho del editor a las doce para firmar el contrato de su próxima publicación, y como él estaba convencido de que en cualquier momento la policía consumaría el registro, no podía dejar la bolsa en el apartamento ni arriesgarse a salir con ella. Una vez más, a pesar de los angustiosos momentos que vivía, creyó haber encontrado la solución: llamaría por teléfono al supermercado para que le sirvieran a domicilio un pedido, y del mismo modo que lo había hecho por la mañana, le daría una buena propina al repartidor para que tirase la bolsa en el contenedor. No, no era buena idea; porque si el policía se interesara por el destino del pedido, y el repartidor se lo indicara, a su regreso le requisaría la bolsa. Bueno, no, no tendría por que ser así; cuando hiciera el pedido requeriría que le pasasen el auricular al repartidor, hablaría directamente con él y, sin revelarle que era un asunto policial, le advertiría que de ser preguntado por alguien sobre el destino del pedido, en modo alguno debería dar la verdadera dirección ni, mucho menos, mencionar su nombre, es decir, el de Franz Zaisberger. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Tras efectuar la llamada al supermercado y hablar con el repartidor, fue consciente de que no podría estar en la reunión a la hora prevista. Así que llamó por teléfono al despacho del editor. En principio pensó justificarse diciendo que se encontraba enfermo, pero desistió. Cómo iba a mentir y preocupar a su propio hermano. Le diría la verdad. Eso sí, no mencionaría las bolsas ni el contenido de los papeles que había en ellas; posiblemente la policía tendría pinchado el teléfono y estaría a la escucha alguien que dominara la lengua alemana. ― No, Franz, no son policías, sino detectives privados pagados por Helga, tu esposa. Yo esperaba que llegaras para decírtelo. A mí me lo acaba de comentar Hans Friedman. Según su mujer, la tuya pretende, por medio de esos detectives, obtener cierta información de tus malos hábitos para incluirla en el expediente del divorcio y beneficiarse en algo que Hans ignora. ¡Ah! Una buena noticia: ¡por fin! Después de tantos años de espera han sido desclasificados los documentos que, fotocopiados, nos pasaron en su día. O sea, ya tienes vía libre para publicar tu trabajo sobre terrorismo de estado. Así que dale forma a las tongas de papeles que tienes escritos, y olvida los angustiosos momentos que te han ocasionado por tenerlos que ocultar.

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Buscando la infelicidad, de Paisha

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control... Es la primera frase que he conseguido leer del libro que sujeta esa mujer. Estoy experimentando, después de oírselo decir a tanta gente, un auténtico flechazo. Si digo que el corazón me acaba de dar un vuelco no estaría exagerando lo más mínimo. Esta mujer posee una belleza plácida, tranquila, serena. Sus facciones no sólo destilan sensualidad, esos perfectos rasgos provocan además un amor irracional, indescriptible. Ni siquiera nos hemos dirigido la palabra pero tengo unas ganas inaguantables de abrazarla. Me gustaría decirle muy bajito al oído todo lo que estoy sintiendo, sin tapujos, sin censura, sin timidez. Me acerco un poco, con la excusa de querer sentarme y finalmente consigo hacerlo tan sólo a dos butacas de distancia, además logro terminar la disimulada maniobra colocándome de tal manera que tengo una perspectiva inmejorable. No dejo de mirarla. ¿Qué motivo tendrá para venir a la consulta del doctor?, ¿cómo se llamará? No me impaciento, lo sabré cuando la enfermera pronuncie su nombre. A las ideas le piden paso las preguntas, que se van acumulando cada vez a mayor velocidad. ¿Cuantos años tendrá?, ¿de dónde es?, ¿tendrá pareja? Espero que no. No soy de los que dicen que lo que quieren es que la persona amada sea feliz aunque no sea con ellos, yo no puedo decir eso, porque tengo la certeza de que sólo sería completamente feliz conmigo. Sale la enfermera, dice un nombre. Miriam, se llama Miriam. Ya veo el que posiblemente sea el motivo de su comparecencia ante el médico, un enorme hematoma o varios entrelazados le cubren casi la totalidad de la espalda, algo que puedo discernir gracias a la condición semitransparente de su camiseta. Menudo golpe se habrá tenido que dar para tener esas marcas, seguro que alguna caída. Me llaman a mí pero lo oigo como de lejos, me levanto y camino como activado por un resorte, sin pensarlo. Entro a la consulta contigua a la que entró Miriam. Nombre precioso. Contesto con monosílabos al doctor que me intenta diagnosticar. Mi única intención en este momento es salir antes que ella para no perderle la pista. Por fin termino, le pregunto a la enfermera si ya salió la mujer de la consulta aneja. Me lo confirma. Corro escaleras abajo, saltando de tres en tres los escalones, la gente me mira como si hubiese robado algo. No es así, no creo ni tan siquiera que un ladrón corriese con las ganas que lo estoy haciendo yo ahora. Corro sin la convicción de que la encontraré pero corro igualmente. Llego a la puerta pero, III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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¿dónde está? Salgo a la calle y la veo, pero la alegría no tarda en evaporarse. Ahí está ella, pero también está él. Su novio, su marido, da igual, no hace falta ser un genio para saber que los une una relación sentimental, por la forma en que él la mira, aunque ella no le brinde su mirada con la misma intensidad, es normal, seguramente tiene todo el cuerpo magullado y no le apetece ni hablar. Si me dejase cuidar de ella, de mimarla, de curarla. Pero ella ya tiene quien la cuide. Se va, el coche arranca y lo único que me queda es el bonito recuerdo y el olor a tubo de escape. ¿Y ahora? Ni me lo pienso y de la misma manera que bajé las escaleras, las vuelvo a subir, a pura zancada. Casi sin aliento llego al lugar donde la había visto por primera vez, y tengo la firme intención de interrogar a la enfermera todo lo que pueda. No consigo sacar nada en claro de aquella sobria mujer. Me giro desesperado y vislumbro un objeto oscuro que hay sobre una silla de la sala de espera. Es el libro. Quizás pueda tener algún dato que la identifique. Nada. Mis ojos no se pueden despegar de la portada, una extraña escena en la que varios hombres buscan algo con mucho ahínco dentro de una biblioteca a la luz de una simple linterna. Ellos saben donde buscan, yo ni siquiera sé por donde empezar. Me voy pero me llevo el libro. Desde hace una semana no he faltado un solo día al posible encuentro con ella en la puerta del centro médico, pienso que quizás pueda venir a preguntar si fue aquí donde efectivamente dejó olvidado su libro y en ese momento aparecería yo. Todo parece muy fácil cuando lo pienso y me prometo a mí mismo que haré todo lo que esté en mi mano para conocerla, pero para eso necesito verla, aunque sea sólo un momento. Han transcurrido justo hoy dos semanas y ya no albergo esperanzas de encontrarla. He dado mil vueltas con el coche, he preguntado a todos mis amigos, dándoles la descripción física, quizás alguno de ellos sabría de ella. No tengo nada, sólo su libro. Hoy finalmente opto por subir a la planta donde la vi por primera y única vez. Me dirijo a preguntarle, como último remedio, a la enfermera haciéndome pasar por un amigo. A la vez que le cambia el semblante de su cara risueña me coge por el brazo y me lleva a un rincón de la sala. Me pregunta si he estado fuera estos días y casi por inercia le respondo que sí. Me cuenta con suma delicadeza lo ocurrido. Niego con la cabeza. No puede ser verdad lo que me está diciendo, imposible, seguramente estemos hablando de personas diferentes, por aquí pasa mucha gente. Casi me susurra que siente mucho que me haya enterado así, que no haya tenido la oportunidad de despedirme. Si ella supiera que ni siquiera tuve la valentía de saludarla. No era una caída lo que había producido los III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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hematomas, había sido una paliza. No le había esquivado la mirada a su acompañante aquel día que se subió al coche por estar molesta a causa del dolor, o por lo menos no el dolor físico. No lo miró porque le atemorizaba el hecho de que pudiese volver a repetir lo que la había llevado hasta el centro médico. Su apariencia era serena pero vivía en un infierno, era una mujer maltratada. Tuve la oportunidad de conocerla y quizás haberle ofrecido escapar de aquel calvario. Siento que he sido yo el que le he asestado el golpe definitivo. Encontré la felicidad y se me escapó, por cobarde. Sólo me queda de ella el imborrable recuerdo de su angelical imagen, su libro y su nombre, Miriam.

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La caja, de Azucena

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control agazapado en el suelo, escudriñando los últimos estantes guardadores de libros del oscuro recinto. Hacía tres meses que empezó su zozobra, cuando el sibilino Samuel Peterson se acercó a la mesa y le contó el misterio de la caja de hojalata. Resulta ser el bibliotecario jefe, ascendido por su constancia no por su eficacia, con tan elevado concepto de su persona como desgarbado presenta su cuerpo, sujeto entrado en años, con panza de buena vida y bigote a lo Chaplin. El sumiso y apocado Zaisberger no salía de su asombro. Notó cómo se le encendían las mejillas aunque rápidamente contuvo el pronto de risa con un mohín benévolo hacia su recién estrenado director, por temor a represalias. Fijó con esfuerzo todos sus sentidos en el cuento de este personaje, al que le quedaba grande el cargo, y puso cara de circunstancias. -Fieder… escuche -susurró Samuel- lo que le voy a detallar no puede salir de aquí. Es demasiado importante para ser divulgado. -Usted dirá, señor Peterson -respondió Zaisberger, sin convicción. Tardó cerca de media hora en relatar lo que otros en diez minutos, mirando continuamente a la puerta, gesticulando para no articular palabra y sin esforzarse en alcanzar al menos la media voz propia del lugar. Desesperado a ratos Fieder acabó felicitándose por aquel breve curso que había hecho sobre el lenguaje de signos, sin cuyos conocimientos no hubiera podido descifrar el extraño mensaje del chef. Don piltrafa, en un loable intento por ejercer de forma adecuada su prestigioso puesto, en cuanto tomó posesión había comenzado a auscultar los rincones más recónditos del edificio. Esos que no están ni en los planos. Esos que ni el mismo Fieder con sus veinte años recorriendo los pasillos había conseguido descubrir. Esos que sólo una alimaña como el estirado Samuel puede averiguar. Y, claro, tanto buscó que algo encontró. Sentado en su silla, Zaisberger elucubraba: “unos nacen con estrella y otros estrellados, como yo. Ahora, encima de usurparme la jefatura, debo soportar el ‘secreto’ de este baboso y, por supuesto, el enredo al que me conducirá, seguro. Además, fingiendo interés. ¡Ojalá se rompa un pie!”

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Samuel, tras describir con pormenores superfluos la aventura, le mostró con delicadeza y suspicacia su tesoro. El arcano del señor Peterson cabía en un cofre bermejo de nueve pulgadas, con dos pequeñas bisagras de metal por detrás y una cerradura de juguete por delante. La duda ofendía, la burla que percibía Fieder en los actos de ese ser inmaduro horadaba su estima, insultaba su intelecto y enervaba su paciencia. Se imaginó dándole un puñetazo en la mandíbula para transportarlo a la realidad y despertarlo de sus fantasías pero, de repente, cuando abrió el pequeño baúl el estupor de Zaisberger fue mayúsculo. Su vida dio un giro de ciento ochenta grados desde el instante que miró dentro de la caja. La idea que se había forjado sobre su superior se tornó en admiración, respeto e, incluso, en atisbo de envidia. No todos los días un don nadie encuentra la clave para resolver un enigma ancestral, digno de los más prestigiosos arqueólogos del país. Ya fuera por pura casualidad, lo cierto es que Fieder se sintió orgulloso de poder participar en tamaño descubrimiento. Los investigadores llegaron a la biblioteca sin avisar buscando respuestas a cientos de preguntas inconexas y arbitrarias que escupían sin contemplaciones a todo aquél que tildasen sospechoso. La clonada cuadrilla de detectives estaba constituida por seis encorbatados, con tristes gabardinas, sombreros de copa alta forrados de fieltro oscuro, pitillos de farmacia ladeados en la comisura de los labios como Bogart y linternas esclarecedoras en sus diestras manos. Al archivero se le puso la tez lívida como el mármol estatuario, sus dedos temblaron como serpentinas al vuelo y su estómago se agarrotó en la garganta cuando vio escondido a Samuel tras las librerías, mientras él solo se enfrentaba a los sabuesos con sutiles excusas que salvaran el hallazgo confundido con hurto porque, sin perder la compostura incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control.

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El cáliz, de Joy

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. ¡Qué equivocado estaba! Poco a poco había ido perdiendo a sus amistades, los escasos amigos que antes le visitaban ya no venían, lo tachaban de haberse convertido en un ser extraño y misterioso. No podía culparlos, era consciente de que su carácter, apocado en otros tiempos, había cambiado y se había hecho agrio, cargado con una fuerte dosis de agresividad. Hasta Samuel, el mozo de cuadra que atendía a su caballo y que anteriormente se mostraba afable con él, ahora le rehuía. Aún así, estaba seguro de que todos estos cambios eran circunstanciales, y los achacaba a la substancia que había ingerido días atrás. Desde entonces, se notaba distinto, vejaba a los sirvientes, maltrataba a los perros… En el fondo todo esto le atormentaba pero sabía que podía dominar la situación. Salió de la casa y miró al cielo. Estaba totalmente cubierto y lucía una extraña luminosidad que predecía un aguacero. No le importaba que lloviera. Montaría a Ghost, su mejor caballo, y cabalgaría por los páramos hasta el río. No sabía qué le esperaría allí esa noche, pero necesitaba volver a aquel lugar. Se dirigió a la cuadra experimentando un cansancio inusual y le extrañó que al entrar, Ghost empezara a alzarse y relinchar. El caballo ofreció gran resistencia a salir de la cuadra y cuando consiguió sacarlo, comenzó a dar coces y saltos como loco hasta que su dueño empleó la fusta enérgicamente y consiguió dominarlo. Entonces lo montó, no sin cierta dificultad y el animal se elevó sobre sus patas traseras para irrumpir en una carrera incontrolada. Los cascos brillaban en la claridad del cielo tormentoso y resonaban sobre la tierra como tambores acompasados. Con mano férrea el jinete ejercía una fuerte presión en el bocado para tratar de pararlo, pero el caballo cada vez corría más veloz dejando que sus negras crines volaran al viento. En ese momento, un relámpago iluminó el cielo y tras el estallido del trueno se estremecieron las nubes y dejaron escapar el agua que las oprimía. Galopaban arrasando arbustos y cuantas ramas de árboles se cruzaban en su camino obligando al señor Zaisberger a luchar por esquivarlas. Ambos ofrecían una estampa sobrenatural cuando llegaron exhaustos al puente. Allí Ghost se frenó de golpe expulsando el vaho por los hollares.

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Era justo en ese lugar, recordó el señor Zaisberger, donde había sucedido. La había visto asomada al puente mirando cómo la luna se balanceaba en las aguas que se deslizaban río abajo. Llevaba un vestido rojo ajustado y entre las manos sostenía un cáliz de oro. Se había acercado hasta ella. Nunca había visto a una mujer tan hermosa ni una joya tan extraordinaria. Si se había maravillado al observar las incrustaciones de piedras preciosas y las vetas de suaves colores que lo recorrían, quedó fascinado cuando ella se lo ofreció para que bebiera. Sintió un placer desconocido desde el momento en que aquel vino espeso y rojo bajó por su cuerpo haciendo que rápidamente se sintiera eufórico. Se mareó, se emborrachó, se durmió… Cuando despertó, la mujer no estaba, pero el cáliz permanecía en el lugar donde él lo había ocultado. Lo miró con codicia, lo acarició y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Al volver a su casa buscó un lugar seguro donde esconderlo para que nadie pudiera encontrarlo. El señor Zaisberger volvió a la realidad y miró a su alrededor. La lluvia no había cesado y la mujer no aparecía. La esperó durante horas y al final decidió volver a casa, ya era muy tarde, y estaba calado hasta los huesos. Después que dejó a Ghost en el establo y mientras se dirigía a la casa, creyó ver la ventana que daba a la biblioteca suavemente iluminada. Le llegó el olor a vela recién apagada. Entró rápidamente, cogió una linterna y, sin hacer ruido, se encaminó al despacho. Observó en la oscuridad, últimamente sus oídos se habían agudizado y percibía muy bien los sonidos. Podía oír la respiración agitada de alguien que se encontraba en la estancia. Encendió la linterna y alumbró. Encontró a Samuel arrodillado en su lugar secreto en los bajos de la librería. Sacaba libros que iba amontonando a un lado, parecía buscar algo. ─ ¿Qué es lo que estás buscando ahí?─ le gritó el señor Zaisberger caminando hacia él y empujándolo contra el mueble. ─ Nada señor, le juro que no estoy haciendo nada malo ─ contestó Samuel sin atreverse a mirarlo a los ojos. ─ Ni nada bueno ─ el señor Zaisberger lo levantó del suelo y lo zarandeó─. Te voy a hacer la misma pregunta y exijo una contestación inmediata: ¿Qué es lo que estás buscando ahí abajo? Samuel estaba paralizado, no podía responder. El señor Zaisberger lo agarró por el cuello para abofetearlo y vio dos pequeñas incisiones que todavía sangraban. Eran iguales a las que él había descubierto en su propio cuello la noche en que se emborrachó con la misteriosa mujer. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Levantó la mano para golpear al muchacho y en ese instante la vio frente a él. ─ No maltrate al chico, señor Zaisberger ─le dijo mirándolo fijamente con los ojos encendidos─. Sólo cumple las órdenes que le he dado: ¡Recuperar el cáliz que usted me robó!

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Camino a la felicidad, de Quedi

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Llevaba largo rato buscando aquel libro ante la mirada amenazadora de sus supervisores y ese hombre misterioso que horas antes le había pedido el dichoso libro que parecía haberse esfumado como por arte de magia. Había llegado alrededor de las siete de la tarde y se dirigió muy amablemente al señor Zaisberger, responsable de la biblioteca. - Buenas tardes - dijo con una amplia sonrisa. - Buenas tardes ¿qué desea? - contestó el señor Zaisberger con aire malhumorado. - Necesito que por favor me busque el libro “Camino a la felicidad”, quiero leérselo a mi hija – dijo en tono amistoso. - No lo tenemos – respondió el señor Zaisberger sin moverse de aquel butacón que ya había tomado la silueta de su cuerpo. - Pero no lo ha buscado ¿cómo sabe que no lo tiene? - ¡No lo tengo! ¿Acaso me llama usted mentiroso? – le contestó agitado. El señor Zaisberger llevaba más de treinta años custodiando la biblioteca y había perdido la pasión que sentía en sus inicios por los libros, por su trabajo. Había dedicado su vida a los libros pero estaba cada vez más lejos de las personas. - ¿Qué sucede? ¿Hay algún problema? – dijo el supervisor jefe dirigiéndose al hombre misterioso. - No, sólo que este señor ha pedido un libro y ese libro no está – respondió el señor Zaisberger antes de que aquel hombre misterioso contestara. - Le he pedido un libro amablemente y sin ni siquiera buscarlo, me ha dicho que no lo tenía, sólo quiero que lo compruebe – le respondió al supervisor, y prosiguió dirigiéndose al señor Zaisberger – me ha tratado mal sin motivo alguno, incluso cuando he intentado ser amable, se ha apartado usted del camino a la felicidad. El supervisor jefe quería darle una lección, así que mandó al señor Zaisberger a buscar ese libro, pero no le permitió buscarlo en la base de datos, así que tuvo que buscarlo estantería por estantería. Debía acatar las órdenes de sus supervisores y además debía encontrar ese libro. Comenzó por la sección de humanidades, sin tener éxito ninguno. Luego pensó que quizás estaría en la sección de filosofía, pero tampoco lo halló allí. Habían pasado las III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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horas y las luces se habían apagado automáticamente. El señor Zaisberger había pedido un servicio de apagado automático para evitar tener que esperar a que terminaran los usuarios para poder irse a casa, así cuando se apagaban las luces los usuarios se iban forzosamente. Pero su brillante idea de apagado rápido le había complicado la búsqueda. Le pidió a uno de sus supervisores una linterna para seguir buscando. Él esperaba que le contestara que lo dejara para mañana, pero en vez de eso, su supervisor jefe, sin mediar palabra, fue a buscar una linterna y le alumbró el siguiente estante. El señor Zaisberger estaba desesperado. Seguía pasando el tiempo y no encontraba aquel libro. Iba amontonando libros en el suelo, sin ningún orden, lo que le supondría un trabajo añadido el tener que volver a colocarlos. Los nervios le provocaban un sudor frío que recorría su frente, cuando de pronto, entre los libros de ciencias, apareció aquel libro. - ¡Aquí está! ¡Lo he encontrado! – gritó el señor Zaisberger dando saltos. - Aquí tiene señor, su libro – dijo el supervisor entregándole el libro al hombre misterioso. - Muchas gracias – le respondió. Pero creo que no me lo voy a llevar. Al señor Zaisberger le cambió la cara al oír que aquel trabajo tan laborioso podía haber sido en vano. - Pee pe pero es el libro que usted pidió ¿Por qué no lo quiere? – dijo tartamudeando. -Esta tarde vine a la biblioteca para sacar un libro para leerle a mi hija. Quería que reflexionara sobre qué manera de vivir le daría la felicidad. Pero le he conocido a usted, un hombre de buen corazón que ha perdido el amor a la vida, a la humanidad… creo que mi hija puede pasar unos días más sin el libro, pero podría leerlo usted, quizás le ayude a recordar aquello que le hacía feliz hace tiempo – dijo entregándole el libro al señor Zaisberger – luego, cuando lo lea, y lo lea también mi hija, podría pasar por mi casa y comentarlo los tres mientras tomamos un té ¿está de acuerdo? - Sí, será un placer – contestó emocionado. El señor Zaisberger se sentía avergonzado, aquel hombre misterioso le invitaba a su casa, con su familia, después de cómo él lo había tratado. Entendió que era cierto, que había perdido el amor a la vida, a las personas y en ese mismo instante decidió recordar todo aquello que en el pasado había sido. Aquel hombre misterioso se fue, los supervisores salieron con él, el señor Zaisberger se quedó

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allí un instante más, miró el libro entre sus manos, y, por primera vez en muchos años, sonrió. Luego respiró profundamente y se fue a casa.

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La carta, de Mitch

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. 8 horas habían pasado ya desde que se despertó encontrándose en esa situación tan inesperada. Bañado en sudor, estupefacto, buscando el origen del ruido que le arrancó de su estado de aturdimiento. Sus preguntas se solapaban con las insatisfactorias respuestas en su mente. Eran preguntas que ansiaban ubicar todos y cada uno de los objetos que sus ojos discernían, en un marco conocido, mas seguro. Sorprendido por su propia lucidez tras reconocer la ventana rota por la cual cayó en el rellano de las escaleras de emergencia, volvió a emprender la huida. “Tengo que seguir, todo va a salir bien!”, se repetía una y otra vez, para finalmente decidirse: “Me están siguiendo, me están observando, tengo que esconderme. Ahí!”. El señor Escobar no solía hacer esto. Un miércoles por la mañana no es momento de entrar en un tugurio del puerto. De hecho nunca es momento de entrar en uno de esos lugares para alguien como el señor Escobar. Entró. El día se hizo noche. El barman atendía a tres marineros. Al ventilador en el techo, cubierto de polvo, le colgaba una pala. Y entre las mesas añejas la vio. A la señora Pérez le gustaba bailar. No podía dejar de moverse al son de aquellos ritmos creados en los barrios más pobres de la ciudad, en los cuales a la gente sólo le queda el amor por la música. Con una botella de cerveza en la mano se movía lentamente al ritmo de la música que hacía un grupo de jóvenes en la calle por limosna. Entre las carcajadas de los marineros el señor Escobar dio su primer paso para acercarse a la señora Pérez, cuando por el ruido que hizo la puerta al abrirse todos fijaron sus miradas en aquella silueta que descansaba en el quicio. El señor Zaisberger se adentró en el bar, fatigado, con la vista nublada y todavía ligeramente aturdido. No se dio tiempo para intentar reconocer las caras de la gente en aquel antro: “Todos me miran. Son ellos. También están aquí! No puede ser, me estaban esperando. Sal de aquí!”. Los marineros agradecieron la tranquilidad que volvió a reinar en el bar después de que aquellos tres desconocidos salieran uno detrás del otro y se volvieron a dedicar a la botella de licor de alfalfa. “Todo va a salir bien, no te preocupes”, nuevamente se decía el señor Zaisberger mientras esperaba que su intuición le llevara a algún sitio seguro en esta ciudad. Por un momento se detuvo al lado de un barco, abandonado según el, cuando se dio cuenta de que dos personas se apresuraban mientras le llamaban. ¿Cómo sabían su nombre? ¿Qué querrían de él? No se detuvo a preguntarles y nuevamente emprendió su huida sabiendo III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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confirmada su preocupación de que estaba siendo seguido. Aquella chaqueta mugrienta, los zapatos destrozados, la barba descuidada, pero sobre todo aquella mirada... Casi no lo reconocen. 20 años antes todo era distinto. El señor Escobar, la señora Pérez y el señor Zaisberger disfrutaban de su juventud sin preocupación alguna y se dedicaban de todo corazón a su trabajo en correos. La señora Pérez cuidaba la oficina mientras que el señor Zaisberger y el señor Escobar repartían el correo por el pueblo, a pie. Al terminar el día y antes de irse a casa, solían tomarse un café en la oficina y hablar. Un día el señor Zaisberger sin querer derramó su café justo encima de las cartas con acuse de recibo que no fueron entregadas. Limpiando rápidamente las cartas y la mesa se dieron cuenta que también tenían que limpiar el cajón que contenía las cartas olvidadas. Aquellas cartas con acuse de recibo, sin remitente, que nunca fueron reclamadas. Una carta en particular sufrió más que otras. El sobre era demasiado fino y con el café caliente cedió y se abrió. El señor Zaisberger no pudo evitarlo y su curiosidad le llevó a coger la carta dirigida al señor Vidal y terminar de abrirla. “Un golpe de suerte!”, pensó. Y es cierto: ¿cuántas veces se tiene en la mano la llave a cuentas numeradas en Suiza? La carta lo contenía todo: nombres, claves, cantidades, todo. El señor Vidal fue uno de los terratenientes más importantes del país, hasta que desapareció, asesinado según cuentan los rumores. Los tres carteros, cegados en aquel momento por la llamada del dinero fácil, decidieron apropiarse de la carta. Pero el plan no era fácil y tenía un precio: paciencia. Escondieron la carta en un fondo falso en una estantería de la oficina de correos. Después cada uno iría por su camino y se encontrarían 1 año después para ir a Suiza y recoger lo que apreciaban como un tesoro. Así pretendían borrar sus huellas y si alguien venía entre tanto a reclamar la carta ellos no estarían ahí. Nadie podría conectarlos con la carta perdida, o acaso eso pensaron. Pero el destino tenía otra intención con ellos. Un año se convirtió en veinte, y el señor Zaisberger finalmente decidió actuar por su cuenta. Esto es también lo que pensaron el señor Escobar y la señora Pérez y es por eso que regresaron al pueblo ahora convertido en ciudad. Y ahora, en este angustioso momento, escondido detrás de la estantería que prometía un futuro sin preocupaciones, el señor Zaisberger mantenía su confianza en que todo saldría bien. Toda esa gente alrededor del señor Escobar todavía no le preocupaba, hasta que creyó ver al señor Vidal.

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La casa de los Sommer, de Columela

“Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control”… Con estas palabras – en pleno homenaje al Profesor Hansi Zaisberger –se dirigía a la audiencia de profesores, alumnos y familiares el Maestro Franz Melzer, alumno y sucesor del homenajeado. El evento transcurría – con la parsimonia y lustre que los austríacos dan a este tipo de celebraciones, - en el Salón de Actos de la Facultad de Traducción de la Universidad de Viena. He aquí el relato completo de Franz: “En el verano de 1978 un joven Hansi Zaisberger decidió hacer un viaje de placer a las Islas Canarias, concretamente a la (recientemente por el turismo descubierta) Maxorata. Allí, en la Península de Jandía, se contaban historias de un lugar en el que existía una casa señorial- mitad palacio, mitad fortaleza – propiedad de los Sommer, amigos de siempre de los líderes alemanes del Tercer Reich. Era fama, pues, que dicho emplazamiento había sido refugio y punto de descanso del estrés bélico de los altos mandos del ejército teutón…También circulaba el rumor de que el suelo minado de las playas de Cofete daba cobijo a canales navegables donde se escondían y reparaban los submarinos que operaban en el Atlántico Norte. (Algo similar a lo presentado en la famosa película de acción “ Los cañones de Navarone“)… Fuera lo que fuere, lo que de verdad interesaba a Zaisberger era tener acceso a los libros y documentos que- bien en la biblioteca del casón, bien en cualquier escondido tabuco o bien tras algún paramento estancopudieran permanecer ocultos a la curiosidad pública.” Se alojó en el hotel Robinson Jandía Playa, cuyo equipo de animación solía organizar excursiones a las playas de Cofete, giras que incluían la visita guiada a la Casa de los Sommer. Ésta se alzaba majestuosa sobre la marea, al pie del Pico de la Zarza, la cota más alta de la Isla.” “En el cuarto día de su estancia surgió la oportunidad: Con cinco animadores y una veintena de clientes se dispuso la caravana compuesta por seis pequeños coches todo terreno de una conocida marca japonesa más el furgón del hotel con equipamiento y los elementos de logística necesarios. Así fueron llevados a las playas de Barlovento, en un día luminoso en que la brisa del mar soplaba con fuerza. Sobre unos riscos que dominaban el océano y en unas terrazas naturales se instalaron magníficas mesas con alimentos y todo tipo de bebidas refrescantes, así como una amplia selección de botellas de vino.” III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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“Algunos turistas bajaron a la playa, otros cantaban en grupo, y los más sesteaban al agradable sol de la costa o bajo el entoldado. A las seis de la tarde se prepararon para la visita guiada a la Casa de los Sommer… Habían bebido, habían cantado y tenían buen humor.” “A la entrada y flanqueando el portón, se alineaban seis hombres de edades diversas, vestidos de negro, con chaqueta y tocados con el típico gorro majorero. Eran los guardianes de la casa. Dos horas más tarde – llegado el momento de regresar al hotel – todos fueron invitados a salir y subir a los coches de regreso. Todos menos Zaisberger, que se escondió, acomodándose como pudo entre dos cuerpos de biblioteca paralelos que apenas dejaban espacio para alojar a una persona delgada como él. Se cerraron las puertas, se echaron los cierres, se pasaron los cerrojos a las contraventanas y se ocultaron con enormes cortinas. En el exterior aún era de día, adentro reinaba el silencio de la noche”. Durante la visita Zaisberger se había demorado en leer los títulos de los lomos de los libros pero no había encontrado nada interesante. Tenía la obsesiva certeza de que ahí, en algún doble fondo, detrás de cualquier tabique, se escondía algo más que valioso: valiosísimo. Varias horas estuvo trajinando, sosteniendo en la boca la linternita cilíndrica de que se había provisto. Poco a poco fue vaciando de libros los estantes, los ponía boca abajo sacudiendo sus hojas por si de ellas pudiera caer algún secreto, algún papelillo revelador de arcanos… Los libros revisados iban amontonándose en el suelo mientras él, afanoso, seguía con su tarea. No había prisa: tenía toda la noche.” “Con los nudillos de los dedos golpeaba los fondos de las mamparas y los muros vecinos esperando oir el sonido a hueco característico y delator que lo pusiese tras el rastro de papeles clasificados, documentos de alto secreto o expedientes emparedados por descubrir que pudieran comprometer a gobiernos de países o quién sabe…” “En esto andaba cuando una luz poderosa como cañón de escena casi le quema la nuca mostrando, al mismo tiempo, todo el desbarajuste de libros desparramados y anaqueles vacíos que provocaba su obsesión por lo desconocido e intuido.” “Eran los vigilantes de negro que lo observaban sin mostrar emoción alguna… Zaisberger se incorporó y con la más cándida de las sonrisas mostró la acreditación que, pendiente de un lazo azul, llevaba al cuello. Ahí se leía: Jefe de Animación Robinson Club, Jandía Playa. Al lado- la imagen nítida de un loro, III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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el logo del Club. “ Una estruendosa ovación inundó el aire de la sala cuando Melzer acabó de contar la anécdota. Todo el mundo se puso en pie, todo el mundo menos Zaisberger, quien, mientras sonreía, limpiaba sus gafas e “incluso en aquellos angustiosos momentos, creía tenerlo todo bajo control.”

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El caso de Ben Müller, de El abuelo

Ben Müller Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Fue el primero en entrar. Ben creía que ella estaba en peligro, dejó la bolsa en el suelo, tiró del cordón que la cerraba y extrajo un cuadernillo. Pidió que le acercaran una luz y Zaisberger encendió una linterna. El rostro de Müller se contrajo en una mueca al tiempo que levantaba un brazo para protegerse del fogonazo, luego abrió el cuadernillo y comenzó a leer. Las anotaciones estaban hechas a mano, cada párrafo señalaba un punto concreto dentro de la sala. Garabateó una o dos líneas y corrigió varias veces lo que estaba escrito, cuando estuvo seguro de cuál era el último lugar avanzó hasta situarse delante. Sonrió. Era una estantería.

La tienda El tintineo de la campanilla avisó a Ben Müller de la llegada de un posible cliente. Dejó a un lado el pincel que tenía en las manos, se aseguró de que los botes estuvieran bien cerrados y echó un último vistazo al mueble que intentaba restaurar. Lo cierto es que no se trataba de ninguna antigüedad de valor, pero la falta de clientela le obligaba a buscar alternativas. Frunció el entrecejo sin saber muy bien qué nombre darle a la sensación que experimentaba. Se lavó las manos en una pila y salió al mostrador atravesando una puerta. La luz matutina se colaba perpendicularmente por un ventanuco, trazando una gruesa línea en el aire que partía la tienda por la mitad. El polvo en suspensión se arremolinaba en torno a la silueta de un hombre. Guardó silencio y se tomó su tiempo antes de hablar. La experiencia acumulada a lo largo de los años le servía para reconocer a los buenos compradores, y su olfato le decía que éste lo era. Se trataba de un individuo de una edad cercana a la suya, por lo que pensó que le resultaría fácil entenderse con él. El hombre habló primero, lo hizo atravesando el haz de luz y arrastrando unas botas pesadas por el suelo. Se trataba de una persona enjuta, con la cabeza incrustada en unos hombros, quizá, demasiado estrechos. Los ojos eran pequeños y estaban ocultos tras unas lentes de gran tamaño, la nariz puntiaguda se apoyaba sobre un bigote espeso y los labios finos y descoloridos mostraban una mueca ligeramente parecida a una sonrisa. La primera impresión era la III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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de estar ante un tipo inteligente, pero algo despistado. Sin embargo, fue su voz lo que causó una profunda impresión en la mente de Müller. -Buenos días señor Müller, mi nombre es Denis Clouver y me han dicho que en su tienda encontraría lo que estoy buscando. Durante un breve instante Ben tuvo la sensación de que tras esas palabras había un significado más oscuro. -Buenos días señor Clouver, será un honor ayudarle a encontrar lo que busca. Si me permite, me gustaría saber de qué se trata. Clouver sonrió.

Recuerdos Ben Müller avanzaba por un callejón oscuro, era la primera vez que se atrevía a caminar de noche por esa zona de la ciudad, nunca lo habría hecho sin un motivo como el que lo impulsaba. Llegó al final del callejón y giró a la derecha, fue en ese preciso momento cuando se percató de que estaba completa y absolutamente solo. La iglesia estaba al final de la calle.

Ella Aquella escena podría haber pertenecido, perfectamente, a alguna de las películas que solía ver de madrugada, uno de esos viejos films en blanco y negro de los años treinta en los que el protagonista, un tipo rudo, le marcaba el puño en la mejilla a su mujer cuando ésta intentaba dejarlo. Pero no. La dolorosa realidad empezaba en las heridas abiertas de sus nudillos, continuaba en la mancha de sangre del botón de su camisa tirado en el suelo y se perdía en unos ojos cargados de reproches. Había estado casado con ella catorce años, casi la edad de su hijo. Por supuesto hubo momentos mejores y peores también, pero, se las habían arreglado para superarlos, siempre hubo un modo de hacerlo, sin embargo, esta vez, el corazón se afanaba, cruelmente, en mostrarle la gélida impresión que deja la promesa de un abandono inminente. No se movió del rincón de la pared en el que apoyaba la espalda mientras ella recogía sus cosas y las guardaba en dos viejas maletas, las mismas que usaron la primera vez que fueron de viaje, cuando aún podían permitírselo. Tampoco se movió cuando ella salió de la habitación mirando al frente, ni siquiera lo hizo cuando sonó la puerta de la calle y el sonido del motor de la vieja furgoneta se perdió en la nada. Ben Müller nunca estuvo tan solo. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Zaisberger Denis estaba esperando en la puerta de la iglesia junto a dos hombres, cuyos rostros ocultaba la sombra. Atravesaron solos la portada y avanzaron en una penumbra oscilante. Müller notaba una extraña pesadez, como si la atmósfera fuese mucho más densa allí. El sonido de los pasos, amortiguado por la moqueta, era un eco acuoso, como si las olas del tiempo rompieran detrás de los sólidos muros que cerraban aquel espacio. El hombre no movió un solo músculo cuando llegaron a su lado. A Müller no le gustaba estar allí, sin embargo Denis le había convencido, dijo que necesitaban su ayuda para encontrar lo que buscaban. Zaisberger fumaba tranquilamente mientras escuchaba lo que Ben Müller contaba. A Ben le dio la impresión de que Zaisberger ignoraba sistemáticamente a Denis. Algo que no ocurría, en cambio, cuando era él quien hablaba. Empezó contando la historia del colgante, de cómo lo consiguió y del día en que se lo regaló a ella. Aquel trozo de plata hábilmente labrado tenía un gran valor, pero él no llegó a decírselo, no lo consideró necesario. También le habló del día en que apareció Denis y de la oferta que le hizo a cambio de la joya. Pero él sólo quería volver a verla y pedirle perdón. Zaisberger se limitaba a escuchar. Ben reconoció el bolso que Zaisberger le entregó, era el de ella, dentro había un diario escrito taquigráficamente. Tardó poco en traducirlo. Miró a los otros y dijo: “Ya sé dónde está”.

Revelaciones Zaisberger sabía que aquel paciente era especial y por ello llevaba años tratándolo personalmente, todos los días abandonaba su despacho y bajaba los dos tramos de escalera, que separaban la zona de visita y las habitaciones y celdas, al menos una vez. Ese día la clínica estaba llena de estudiantes, acompañaban al doctor en Psiquiatría Nicholas Zaisberger hasta la habitación número cuatro. Este paciente lleva años con nosotros, dijo Zaisberger, apenas reconoce cuanto le rodea y sólo responde ante la aplicación de algunos estímulos luminosos. Asesinó a su mujer a golpes usando una estantería y creó un amigo imaginario llamado Denis para soportarlo. Todos los días revive una búsqueda ficticia, actúa como si estuviera en lugares diferentes, incluso nos ha hecho parte de su mundo, cree que soy algo así como un mafioso.

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Ben Müller lloró en el suelo de la biblioteca. El colgante no estaba allí.

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El caso del señor Zaisberger, de Maki Arvelo

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. En aquella fotografía estaba la clave. Sólo tenía que descifrarla. Que aquella ilustración le hablara. Intuía que algo tenía que decirle, si la observaba con detenimiento, concentrado; absorto sólo en lo que allí se representaba, en aquellos personajes y su entorno claroscuro. Un conjunto que pudiera parecer pintado por algún admirador o admiradora de Rembrandt. ¿Pero qué? ¿Quién? ¿Y por qué? Aquella escena, era evidente, transcurría en una biblioteca. A la izquierda un grupo compuesto por cinco o más siluetas masculinas ensombrecidas que vestían gabardinas. Se vislumbraban todas las cabezas cubiertas por sombreros de ala corta.

Una de

aquellas figuras portaba en una mano una linterna que iluminaba un testero donde se ubicaban los anaqueles de una librería. ¡Extraña representación! El haz iluminaba cónicamente a un hombrecillo zarrapastroso que encorvado y arrodillado sobre el primer estante, desde abajo, parecía buscar afanosamente “algo” mientras expurgaba los libros. La repisa superior ya parecía haber sido presa de su febril tarea y a su derecha permanecían un montón de volúmenes entongados y en desorden, como si hubieran sido elegidos, por un censor ignoto, para acabar con ellos en una pira, alimentada por papel y tinta. Detrás de ese armario librero, en la penumbra, aparece un individuo escondido, su espalda contra el mueble, al acecho, oculto entre las sombras y temeroso de ser testigo, o tal vez de ser el culpable iniciador, de aquel expolio clandestino. El inspector Negrín se pasó la mano por la cara en un simulacro de lavado en seco, arrastrando algún minúsculo resto de legañas, mocos y enjugándose el sudor imprevisto. No esperaba tener que jugar a ese tute esta mañana. Tiró la foto sobre la mesa escritorio y reabrió el sobre marrón en donde se la habían entregado. Dentro una nota con unas líneas cuya grafía reconoció enseguida: era la letra del comisario Roberto Blanco. “Negrín, necesito que me hagas un informe sobre la foto. Cualquier cosa que se te ocurra. ¡Tú eres mi hombre para este asunto! Como ves, o ya has visto, es una foto de una lámina al carboncillo, de un tal “enrique”. No puedo decirte más por ahora, pero te aseguro que para mí este “caso” es muy importante y tu ayuda la tomaré como un gran favor personal y profesional. Mi propia felicidad, quizás mi vida, esté en juego. -C. Blanco-”.

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Negrín cogió el teléfono e hizo una llamada interior: “Hola, soy Negrín, subinspectora Valcárcel. ¿Me puedes decir dónde está el comisario?”. Y la subinspectora (secretaria del comisario): “Partió de viaje a Lanzarote en el último vuelo de anoche”. Y Negrín: “¿A Lanzarote, y que pinta allí?”. Y la subinspectora: “No lo sé, antier me pidió que le sacara los billetes y una reserva para un hotel”. Y Negrín: “Ummm ¿Los billetes?”. Y Valcárcel: “Sí, es que se fue acompañado por la librera. Esa tal Minerva Henríquez”. Y el inspector: “¡No seas burra, Valcárcel! Ella no es librera sino bibliotecaria”. Y la subinspectora: “¡Ah!, pues una cosa viene de la otra. Lo cierto y verdad es que ella tiene al comisario enchochado”. Y Negrín: “¿La verdad?...la verdad es que con ese porte, esa cara y ese savoir faire es como para que cualquier hombre se vuelva loco por ella. ¿Lo que no entiendo es cómo se ha fijado en el viejo Blanco?” –esto último lo dijo Negrín más para sí que para que lo oyera Valcárcel. Y la subinspectora: “¿Qué?” –Y sin esperar respuesta- “Por cierto, cuando me llamó don Roberto para recordarme que le dejara el sobre en su mesa, se puso ella y me pidió que le diera recuerdos de su parte. ¡Ah!, y me recalcó que no se me olvidara”. Tenía razón la subinspectora, el solterón del comisario había perdido el tino por la Henríquez. Se habían conocido por una denuncia que ella había presentado y desde entonces andaba “que si la señorita Minerva esto, que si la señorita Minerva lo otro”. Minerva era jefa bibliotecaria y archivera jefe. Había denunciado un acto de vandalismo: alguien había forzado una puerta lateral y había entrado en la biblioteca pública provincial. En principio no echaron nada en falta. Sólo algún desorden en el cuartoarchivo que albergaba publicaciones que se editaban en la provincia de Santa Cruz de Tenerife. Las editoriales tenían la obligación de enviarles dos ejemplares de cada tirada: un ejemplar quedaba a disposición del público en la biblioteca y el otro se guardaba en el archivo, a buen recaudo. Los profanadores nocturnos de aquel Templo del Conocimiento encendieron una lámpara, de alguno de los escritorios, y esto hizo que una pareja de la Policía Local sintiera curiosidad al ver luz, donde nunca la había a aquellas horas de la madrugada. Los municipales, con más recelo que ganas de atrapar a algún posible ladrón, encendieron las luces de emergencia de su vehículo e hicieron sonar la sirena. El o los asaltantes habían huido por una ventana que daba al gran parque colindante, llamado La Granja. Como hacía siempre que un caso tenía que ver con la política, o cuando las relaciones públicas jugaban un papel importante para el Cuerpo Nacional de Policía, ergo Ricardo III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Blanco, él mismo atendió a Minerva. Quedó prendado de aquella treintañera que hablaba de los libros como si fueran sus amantes: con ellos mantenía pasionales encuentros y ellos le descubrían sus intimidades en la soledad de su despacho o, tal vez, entre las sábanas de su lecho antes de dormirse. Pensar en eso promovía algún tipo de comezón al comisario. Blanco provocó encuentros con la bibliotecaria y sentía que su libido aumentaba después de cada una de aquellas citas que él consideraba no tenían ningún atisbo de liviandad. Aquello era cultura, conocimiento. No quería ni sospechar que pudiera haber un intenso deseo lascivo hacía aquella mujer voluptuosa del conocimiento y de turgente cultura. El asunto se le encomendó a Negrín. Después de algunas noches de guardia descubrió el misterio: un periodista había sido contratado por un rico empresario del sur de la Isla, de origen chileno y apellido austríaco, llamado Zaisberger. Éste quería destruir el único ejemplar, de una antigua revista, que sabía que era localizable y al alcance de algún posible enemigo, incluida la Justicia. En aquel ejemplar aparecía una foto del propio Zaisberger acompañado por un conocido político, ahora caído en desgracia, en una fiesta celebrada en 1999. El señor Zaisberger, imputado por corrupción, soborno y otras lindezas de guante blanco, había declarado ante el juez que no conoció al político hasta 2001. Por lo que si alguien se acordaba de aquel encuentro, consiguiendo la foto publicada, su presunta inocencia se iba al traste. Zaisberger se sentía vulnerable, obsesionado con la destrucción del ejemplar para tener controlada aquella situación y sus posibles consecuencias. Algo le decía a Negrín que los vándalos volverían. Cuando éstos accedieron, pasadas unas noches, al edificio por una ventana, que había quedado “inexplicablemente” sin trabar, él los estaba esperando. Se ocultó detrás de una estantería, a oscuras. Uno de los intrusos se agachó y comenzó a buscar afanosamente algún volumen que pudiera tener en su interior el ejemplar de marras. El arrodillado era un periodista, pagado por Zaisberger, y en el cual había confiado, años atrás, para publicar una revista. Pretendía crear una corriente de opinión pública favorable a Zaisberger y facilitar así sus negocios especulativos e inmobiliarios. Los acompañantes del mantenido eran miembros de una hermandad estudiantil de la Facultad de Ciencias de la Información llamada “los Humphrey Bogart”. Acompañaban al periodista por la promesa de obtener algo de dinero para sus francachelas y ser partícipes de alguna aventurilla cuyo alcance y connotaciones escapaban a sus juveniles discernimientos. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Negrín volvió a coger la foto y le dio la vuelta buscando algún indicio de la importancia que tenía aquel caso para el comisario Blanco. Al releer el texto lo comprendió todo: el obtuso comisario estaba siendo un juguete en manos de la Henríquez. Aquel juego era entre él (Negrín) y Minerva. Repasó la foto y leyó en el vértice de la esquina izquierda el nombre del autor de la viñeta: “enrique”. Volteó la imagen y releyó lo escrito al dorso: Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control.

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Cavilaciones, de The green & orange girl

“Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control”. Me repetía esas palabras una y otra vez: “todo bajo control”. ¿Pero qué pretendían que hiciera con aquello? Para empezar, ¿quién debía suponer que era el tal señor Zaisberger? ¿El hombre que de rodillas tenía pinta de estar siendo acosado por cinco tipos (que a la legua se veía, debían ser mala gente), o el ser asustadizo que dejaba entrever su silueta tras uno de los pasillos de aquella lúgubre biblioteca? Vale, bien, analicemos la situación. ¿Qué más hay? Un libro abierto sobre una montaña de ellos (demasiado obvio)… una compuerta secreta tras el estante (de principiantes)… - Una piedra de hielo más, por favor. ¿Por qué este camarero me mirará tanto? Mordisqueo el bolígrafo y tacho las anotaciones con furia. Hace cinco días, cuando acepté el trabajo pensé que todo iría rodado, me sobrestimo. Miro alrededor y no sé que espero encontrar… ¿la inspiración divina? Igual no es el dibujo el que no tiene de dónde sacar… igual soy yo, y mis musas han decidido abandonarme (“mis musas han decidido abandonarme”, hasta eso está manido) Hace meses ya que no escribo nada, estoy seco (otro topicazo, dios mío). Acepté este trabajo para una publicación policíaca porque, aunque me niego a reconocerlo, los grandes artistas también comemos, desgraciadamente, tres veces al día. No era esto lo que me imaginaba cuando mi carrera empezó a despegar. Mi nombre sonaba en boca de los grandes, y yo empecé a salivar pensando en las mieles del éxito. ¿Por qué no? Yo podía ser uno de ellos; mi brazo por haber escrito algo que se asemejara a Lolita, mi alma por Cien años de soledad (no es que me apasione, la verdad, pero las cosas cuando hay que reconocerlas, se reconocen). Todo me fue bien, y yo me crecí. Tal vez es cierto que lo que sube tiene que bajar… Bueno, volvemos al meollo, porque esto tenía que estar entregado ya. ¿Es que no voy a ser capaz de sacarle jugo a una imagen de niños de colegio? Menos mal que la gente que me ha encargado esto no puede oírme, esta prepotencia me va a jugar una mala pasada algún día. Vale, entonces, el tal señor Zaisberger este se sentía tranquilo. La pregunta es ¿por qué? Pues aquí radica la cosa, porque si el señor ese es el que está escondido, muchos motivos para estar tranquilo no es que tenga… y si es el otro, el arrodillado, pues no sé, III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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será que viene con los malos de los abrigos anodinos. Y otra cosa que me ronda la cabeza, no sé por qué, curiosidades que le surgen a uno, de dónde será ese señor. Con ese apellido puede que sea alemán. (Ya estoy otra vez divagando) ¡Lo tengo! ¿Y si recurro a la socorrida historia de nazis? ¡No, no y no! Dios, parece que quiera lapidarme yo mismo. Otra copa más y quizás todo fluya; o no, tal vez el camarero que me mira tanto tenga que llamar a un taxi para que pueda irme a casa sin caerme. ¿Cómo he llegado a esto? Y no me refiero a estar escribiendo un relato por encargo, y encima con un tema tan específico, me refiero a mi falta de ideas, a mi nulidad absoluta para escribir dos renglones seguidos sin que me parezcan una bazofia. Doy pena, y lástima si me apuras. Hacerme la víctima nunca se me ha dado bien, pero claro, a todo aprende uno. Qué carajo, una melopea más en mi historial, ¿a quién voy a asustar? – Lo mismo, por favor. Esta gente querrá cerrar, hace horas que no entra nadie, y tal vez la mesa de mi desordenado despacho y el teclado de mi ordenador sean mejores aliados que las servilletas arrugadas de la barra de un bar y mi mordisqueado bolígrafo (tal vez un par de copas menos ayudarían también). A ver, miremos el dibujo una vez más (creo que me lo sé de memoria. Qué gracia, si cierro los ojos lo sigo viendo). Un sorbo más a la copa, y empiezo; ¿cuántos sorbos hará que he dicho eso? Pero espera, un momento, y si…Sí, creo que sí. “Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Confiaba ciegamente en que ninguno de sus sombríos y taciturnos compañeros de sombrero de ala ancha hubieran descubierto su verdadera identidad…” ¿Y por qué no? Al fin y al cabo nadie me ha dicho quién es ese Zaisberger…

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El clan Alcázar, de Adela Guerrero

“Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control” Aunque su vida pendía de un delgado hilo, estaba seguro de que el testamento se encontraba entre los libros de su biblioteca, él mismo lo había guardado unos meses antes, cuando la fecha de su lectura no se había determinado. Sin embargo, algo había cambiado, ya no eran los familiares del señor Montoya o sus abogados los que le solicitaban el dichoso documento, ahora se enfrentaba a algo más peligroso. No sabía bien por qué los extraños vecinos del señor Montoya se habían interesado en ese testamento desde su fallecimiento, tampoco sabía por qué la familia del finado se ponía pálida como la cera cuando el clan Alcázar se acercaba demasiado, era cierto que eran personas raras, pero Zaisberger nunca imaginó el porqué hasta esta fatídica noche. El mayor del clan había ido al despacho, pero no había ido solo, estaba acompañado de la mujer y los hijos de Zaisberger, el cortejo iba cerrado por el menor de los Alcázar, ambos hermanos iban armados y sabían muy bien lo que buscaban, el testamento. Los hermanos separaron sus labores quedándose Sergio, el menor, en la antesala del despacho con la familia, la madre y los hijos se abrazaban mientras lloraban en silencio, nadie comprendía por qué sucedía esto, Montoya había sido un hombre muy rico, pero los vecinos nada tenían que ver con esto. Flavio Alcázar fue con el señor Zaisberger a su despacho, le impidió encender la luz, ya que no quería testigos de lo que pudiese pasar y el edificio del frente quedaba peligrosamente cerca, apuntándole a la cabeza le exigió rapidez, pero a Zaisberger le traicionaban los nervios, buscaba en los libros de su biblioteca, debido al mutismo exigido por Montoya en su lecho de muerte, la biblioteca privada de su abogado se había convertido en el lugar de reposo del testamento. La fecha de lectura ya se había fijado, sólo faltaban un par de semanas para que se desvelara el misterio de la última voluntad de Montoya con respecto a su fortuna, pero por algún extraño motivo los Montoya deseaban saber el contenido de este documento antes de su apertura oficial. Al borde de la desesperación Zaisberger revisaba cada palmo de su estantería y en un movimiento nervioso tropezó con el sujetador de la enciclopedia que coronaba la biblioteca, el último ejemplar se tambaleó cayendo al suelo, con el sonoro golpe se despegó la tapa del libro y salió despedido un sobre de su interior, el abogado cayó III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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sobre sus rodillas para sujetar el sobre que deliberadamente había evitado encontrar. Flavio le golpeó la cabeza con el arma y le quitó el sobre, se sentó en la silla del viejo abogado y lentamente abrió el precinto del documento, iluminó el papel con la linterna y leyó con mucho cuidado cada una de las páginas. Miró de reojo a Zaisberger y le preguntó: – ¿Usted no sabía de qué iba este testamento? – No lo sé aún, yo no fui quien lo redactó, el señor Montoya sólo me lo encomendó. Flavio metió el papel nuevamente en el sobre y mirándolo fijamente lo colocó sobre un cenicero que estaba en el escritorio de Zaisberger, deliberada y lentamente sacó un mechero de su bolsillo delantero y con la vista fija en el papel lo encendió, mientras las llamas danzaban la voz quebrada de Flavio rompió el silencio de los sollozos de Zaisberger. – Montoya era mi padre, así como de mis cuatro hermanos y tengo como comprobarlo. Mi madre fue su amante desde que ella era apenas una jovencita de 15 años, yo nací cuando ella tenía sólo 16, pero el viejo nunca la quiso de verdad, no como para dejarla ir ni para tenerla realmente con él, solo la quiso para satisfacerse a sí mismo. Cuando Sergio nació, ya él tenía otra amante y mi madre quedó abandonada con cinco hijos y a su suerte. Sólo unos años más tarde la tristeza pudo más que sus ganas de vivir y murió. Ahora, una vez muerto el vejestorio ya podemos respirar tranquilos, pero deseamos lo que nos corresponde como hijos de Montoya, no nos juzgue mal señor Zaisberger, es más una cuestión de orgullo que de necesidad, mi madre no era una cualquiera pero él la hizo sentir así, él la mató. Ahora sus perfectos hijos y su linda viuda no serán los únicos herederos como el viejo pretendía, ahora nosotros también accederemos a lo que nos corresponde. Lo único que lamento señor Zaisberger, es que para que eso suceda, no puede haber testigos y usted y su familia son testigos, espero que algún día y donde quiera que vaya me perdone. Flavio y Sergio sacaron al abogado y su familia del despacho y los subieron a su coche llevándolos hacia la negra oscuridad de la noche de la que nunca más podrían regresar.

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Las crónicas de Muller, de Tufy

Incluso en aquellos angustiosos momentos el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. - No nos engañe doctor Zaisberger, usted sabe dónde está y nos lo va a decir- dijo una voz áspera por detrás del doctor, el cual se encontraba en el sótano de su casa. Detrás del doctor sonó el tenebroso ruido del recargar de una pistola y… pero bueno, creo que me estoy adelantando a la verdadera historia.

Mi nombre es Ludwing Muller y tengo 21 años y fui, hasta que el doctor Zaisberger desapareció, su ayudante. Para matar mi tiempo hasta que el doctor apareciera (ya estaba acostumbrado a sus continuas desapariciones que justificaba con la excusa de familiares enfermos) tomé la decisión de ir a la biblioteca de mi pueblo (donde se hallaba el archivo provincial). Al entrar pude ver a un par de rusos, lo cual me extrañó muchísimo que se encontraran ahí, pues en mi pueblo (Taguluche) no van muchos turistas y menos con una indumentaria tan pesada con el calor que hay. Me dirigí a la parte alta, donde se encontraba una exhibición de objetos religiosos como la que se suponía que era la primera Biblia impresa. Al llegar pude advertir que todavía me seguían los rusos (desde que entré me empezaron a seguir). De repente, se apagó la luz y se oyó un ruido de cristales rotos y gritos, también a mis espaldas escuché una voz forzosa que me dijo: - Andando, que 3 pistolas te están apuntando. A pesar de que había un griterío pude diferenciar la voz y determiné que tenía un deje ruso. En el exterior estaba aparcado un citroen negro con las ventanas ahumadas. - Suba adentro -me dijo uno que entre todos parecía ser el jefe- y no intente nada. Me senté en el asiento del centro y a mis lados se colocaron otros dos. Nos trasladamos de punta a punta de la isla a lo largo de unas 2 horas sin parar, al llegar al final de mi forzado periplo por la isla me encontré con que nos hallábamos en el puerto deportivo de San Sebastián. Medio aturdido a causa de las curvas del camino, salí lentamente con las manos donde me las pudieran ver. Me dirigieron hacia un fueraborda, en la cual me trasladaron varias millas mar adentro, hasta llegar a un velero de gran eslora. Subí a bordo y miré a mi alrededor, para navegar una nave como aquella hacían falta unos 30 hombres ¡y en la ya nombrada sólo habían 15! Me trasladaron a un camarote frente a la III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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puerta del cual apostaron a un vigilante, y en el piso de abajo (no olvidemos que era una nave de gran calado y eslora) a otro para custodiar la Biblia recién robada. Decidí intentar escapar rompiendo el ojo de buey. Al tercer puñetazo el cristal cedió y me tiré hacia el frío océano casi sin realizar ruido alguno. Ya en el agua comencé a hacer cálculos: yo tardaría en llegar a la costa a buen ritmo unas 2 h y ellos descubrirían mi huida dentro de una hora, pero mientras realizaba estos cálculos alguien en la cubierta alertó de mi escapada. Por ello, empecé a nadar con mayor rapidez en las brazadas. Todo ese esfuerzo resultó inútil ya que al poco tiempo de advertir mi huida botaron una lancha en mi dirección. A la segunda noche tras mi intento de marcha me despertaron bruscamente y el hombre encargado de dicha tarea me comunicó además que habíamos llegado a Madeira, y cuando le pregunté que qué había en la isla me contestó: - Casa señor Zaisberger estar aquí-respondió con un español muy rudimentario. - Oh claro –ahora todo cobra sentido. Me introdujeron en otro coche con el cual nos encaminamos hacia el interior de la isla, concretamente a un bosque en el que se encontraba una casita en la cual me metieron y me llevaron al sótano donde vi a mi jefe, el doctor Zaisberger, de rodillas frente a una estantería. Incluso en aquellos angustiosos momentos el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control, o por lo menos, así lo parecía. - No nos engañe doctor Zaisberger, usted sabe dónde está, y nos lo va a decir. - ¿De qué va todo esto? – pregunté – Primero me secuestran con todo lujo de detalles y ahora obligan a mi jefe a vejarse él solo. - Su jefe saber donde estar Biblia y nos lo va a decir, pero no ser la primera vez él haber robado otros objetos como cáliz de Cristo, pero el tener que decir dónde estar Biblia si no querer que usted morir . Al oír tales palabras Zaisberger se dio la vuelta me miró y señaló a la segunda estantería que estaba llena de libros. - Ahí está –dijo en voz baja. - ¡Aquí estar! , ustedes ya saber que tener que hacer. En la habitación se oyó el sonido de un disparo y el doctor cayó muerto. Luego, con el humeante cañón de la pistola me apuntaron y…

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Cruce de caminos, de Magaos

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Los agentes escudriñaban cuidadosamente la documentación de su vieja librería mientras él, oculto tras una estantería, mantenía el mismo rictus serio y altivo de siempre, casi desafiante. Zaisberger tenía cuarenta y dos años pero aparentaba diez más. Semblante serio, bigote y entrado en carnes. Su barriga denotaba poco cuidado por su aspecto físico, algo que nunca le había preocupado. En el colegio de su Bremen natal, pasó por un niño tímido y retraído que no desviaba su mirada de los libros más allá del tiempo necesario para huir de los chicos que se burlaban de él. Según fue creciendo, fue encerrándose en el universo literario de la librería familiar, adquiriendo una erudición impropia para un chico de su edad. Ni siquiera las chicas le habían llamado la atención (ni él a ellas). No se le conocían novias ni amigas a excepción de Astrid, una joven vecina que tenía un hermano menor. A los doce años, el pequeño Zaisberger iba a merendar todas las tardes a casa de Astrid mientras la hermosa niña con tirabuzones tocaba bellas melodías al piano. Sin embargo, no era el piano ni Astrid lo que a Zaisberger le hacían aguantar el tipo durante dos horas cada día. Iba cada tarde para ver a Karl, el hermano de Astrid, un niño con mirada dulce y belleza angelical. La forma de mirar de Zaisberger al muchacho levantó sospechas en la madre de Astrid que empezó a poner excusas para evitar las visitas del hijo del librero: “Astrid está resfriada hoy”, “Astrid tiene que estudiar”, “Astrid…” ¡Maldita Astrid!, esa repelente niña le había apartado de su dulce hermano. Los años pasaron, sus padres envejecieron y dejaron en manos del joven Zaisberger el negocio familiar. En 1933, el hijo de un aduanero austriaco llegó al poder y seis años después comenzaba una guerra sin precedentes en Europa. Aunque para Zaisberger no transcurría la Historia. Él continuaba atendiendo puntualmente su negocio sin mostrar la más mínima preocupación o sensibilidad por lo que ocurría a su alrededor. Corría el año 1940 cuando un día apareció él. Zaisberger estaba limpiando el polvo de una estantería sobre un taburete cuando vio la figura de un muchacho a través del cristal. La figura se bamboleaba suavemente de un lado a otro como un péndulo. Zaisberger se impacientó y pasados unos minutos, bajó atribuladamente y con enfado del taburete, se dirigió con paso firme a la puerta para echar a aquel muchacho insolente. Abrió la puerta con ímpetu dispuesto a encararse con él. La violenta apertura de la puerta, le movió al III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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muchacho el flequillo negro azabache que, al caer, tapó parcialmente su ojo derecho que era de un azul intenso y penetrante. Sus facciones angulosas estaban manchadas por el hollín. Su aspecto escuálido le daba un aire desamparado que llamaba al amparo. De pronto, el torrente malhumorado se convirtió en silencio cuando el muchacho lo miró. Las mejillas de Zaisberger se sonrosaron y sintió un sofoco que le corría por el interior. El chico no hablaba. Ambos se miraban pero cada uno desde un mundo diferente. Zaisberger le preguntó quién era, qué hacía allí. Le interrogó pero no obtuvo más que silencio. Sólo una penetrante mirada. Confuso le cogió del brazo y le introdujo en la librería. Le sirvió una taza de té y unos pastelillos. El movimiento del brazo para apartar la taza y esa mirada perdida, hicieron ver al librero que ese muchacho no era normal. Sin embargo, la delicadeza de sus movimientos y… ¡Esa mirada! Ese muchacho no era un retrasado, tal vez sordo o autista. El librero preguntó discretamente en los alrededores si alguien conocía al muchacho pero nadie le dio una pista. Puede ser que fuera un muchacho que perdió a sus padres en un bombardeo o que quedó libre de alguna institución para retrasados devastada por los aliados. Zaisberger le acogió y ocultó en su casa anexa a la librería porque en aquellos oscuros días, se decía que los retrasados desaparecían en embarrados camiones custodiados por soldados de las Waffen-SS. El librero le miraba en silencio colocar los libros del sótano que hacía las veces de almacén y creía que el muchacho era feliz, a su manera, ordenando los libros. No podía esconder su cara de deseo ante ese ángel silencioso. Alguna vez sus manos se rozaron al colocar un libro. En ese momento, el muchacho se iba azorado porque no parecía gustarle el contacto físico. Sin embargo, el joven librero sentía un fuerte latigazo que le recorría el cuerpo como un trueno directo al corazón. Un día ese contacto casual dejó de serlo y mientras ambos trabajaban en el desván, el librero acarició su espalda suavemente con sus dos manos. El muchacho dio un fuerte brinco hacia delante que hizo que cayeran varios libros de vidas de santos y viajes. Zaisberger dio un respingo hacia atrás. El muchacho subió la escalera y salió de la tienda dando unos gritos agudos que alertaron a varios vecinos que pasaban en ese momento. Zaisberger fue detrás de él con miedo de que les vieran y avisasen a la policía. Le alcanzó cerca de un cruce de caminos cercano. Agarró al muchacho por la solapa y lo empujó al suelo. Ambos quedaron de rodillas uno frente al otro. Zaisberger lo miraba a la cara mientras le acariciaba la sien y las mejillas con sus manos. El muchacho, por primera vez, no rehusó el contacto físico y Zaisberger comprendió que estaba enamorado del muchacho. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Volvieron a la tienda, colgó el cartel de cerrado y bajaron al desván a arreglar el destrozo rezando para que nadie hubiese llamado a la policía. Sin embargo, a los quince minutos aparecieron los hombres de gris con sus alados sombreros y sus miradas funerarias. Zaisberger les oyó desde el sótano. El amor le podía pero, cuando los hombres de gris comenzaron a bajar las escaleras, su cobardía venció al amor, se ocultó y la policía encontró a un pobre muchacho retrasado encogido en el suelo meneando su cabeza muerto de miedo. Se llevaron al muchacho y dejaron tranquilo a Zaisberger. Los vecinos decían que se lo habían llevado a un hospital pero el librero sabía que nadie volvería a ver esa mirada celeste. Zaisberger vivió muchos años más y su librería no cerró un solo día hasta su jubilación. Cuando murió, la gente de su barrio se preguntaba por qué el viejo librero iba cada día al cruce de caminos, se arrodillaba y parecía hablar con alguien que nunca estuvo allí.

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De azul amargo, secreto prohibido, de Violeta Tamarán

Incluso en aquellos angustiosos momentos el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Sabía que tenía que esconder de la presencia de la policía los manuscritos perdidos de Kafka. Sin embargo, aquellos detectives no te daban tregua a tu ansiedad, enfocando continuamente tu enjuto cuerpo arrodillado a los pies de tu apreciada biblioteca. El sudor te resbalaba por el rostro y las manos, las palpitaciones de tu corazón en tu boca, las náuseas y la debilidad apoderándose de ti. Pronto haría efecto el arsénico, y ya tus idolatrados manuscritos quedarían a salvo de aquellos policías enfundados en su uniforme gris y deprimente presidido por la cruz gamada. Con tu muerte moriría el secreto, nadie ya podría saber la contraseña de la caja de seguridad guardada en el doble fondo de la estantería. Pues nadie conocía el nombre de tu gran amor, Dora Diamont, a quien abandonaste un día gris de tormenta por tus libros y biblioteca. ¿Y fue en ese momento cuando tu vida, Gustave Zaisberger, empezó a declinar? No, fue mucho antes cuando tu tirano padrastro te maltrataba y tu madre enferma de obsesión por su amante apenas tenía tiempo para ti y para defenderte de la ira de su esposo carnudo y cobarde, que descargaba continuamente su rabia sobre ti. Por eso te refugiaste en los libros, en ellos encontraste la paz, el cariño y el afecto tan anhelado. Ellos te enseñaron a crecer, a ser mejor persona. Prácticamente te salvaron la vida. Viajabas a través de sus páginas, conociste las aventuras del Quijote, el amor imposible de Romeo y Julieta, Los Miserables de Víctor Hugo. Tu admirado Honoré de Balzac, con quien compartiste tu afición por el café y las noches en vela devorando libros y libros, sintiendo en tu piel la desesperación de Ana Karenina y Emma Bovary. ¿Acaso no te enamoraste de Emma, de esa mujer adelantada a su tiempo? Sí, fue cierto, te enamoraste de ella, fue tu amor platónico, por eso elegiste el arsénico para escapar como ella de un mundo que no entendías, que no comprendías, que te trataba como un enfermo mental lleno de alucinaciones y delirios. Lo planificaste todo al dedillo, incluso tenías el antídoto del arsénico, el dimercaprol, en el bolsillo, por si te arrepentías de tu pensamiento suicida y decidías volver a la vida. ¿Volver a la vida? Siempre te preguntarías Gustave, como hubiera sido tu vida, si Dora siguiera a tu lado. ¿Serías más feliz acaso? Ya era demasiado tarde para saberlo, pero

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quizás no lo era para salvar tu vida, por eso te apresuraste a tomar el antídoto y sentirlo en tu piel, penetrándote lenta y profundamente. La enfermera acabó de inyectarle el antídoto al paciente 1933, luego anotó la dosis aplicada en su historial médico. En él se reflejaba que el paciente padecía esquizofrenia con continuas alucinaciones y delirios, con comportamiento suicida, lo que le había llevado a tomar una alta dosis de arsénico. Gracias a la rápida intervención de su esposa y el personal médico, el paciente había salvado milagrosamente la vida. Entonces fue Mercedes cuando la enfermera te informó de la mejoría de tu esposo, cuando sentiste un gran alivio en tu cuerpo, tu plan de envenenar a tu esposo para distraer a la policía de su objetivo, los manuscritos perdidos de Kafka, que guardabas celosamente en un doble fondo de la estantería de tu salón barroco de verano, había tenido buenos resultados. Así pues Gustave se había salvado junto con los manuscritos, pues nadie jamás creería las alucinaciones de un enfermo mental. La hojarasca del patio del sanatorio bailaba un frenético baile con el viento, precediendo a la fuerte lluvia que pronto empezaría a amar y besar dulcemente con sus transparentes gotas el jardín poblado de madreselvas, camelias, malvarrosas y alelíes. Ella estaba sentada en un banco absorta en la lectura de su libro de cabecera, que no era otro que el Conde de Montecristo de Dumas, y las vivencias de su personaje favorito Mercedes. Mercedes, nombre por el cual la llamaban las religiosas del sanatorio. Que en aquel momento la distraían de su entretenida lectura, para recordarle que se debía proteger de la lluvia. Y así fue, Mercedes, cómo entraste con afán a las estancias del sanatorio, donde una vez más pudiste sonreír y saludar a tu amor secreto, quien no era otro que el paciente 1933, el señor Zaisberger. Las religiosas y el médico se miraron con ojos de satisfacción, el plan de la lectura y préstamo de libros, para los enfermos del sanatorio, mejorando sensiblemente los padeceres de los enfermos y haciéndolos sentir mejor consigo mismos. Y es como dijo un conocido sabio “Leer un libro es el más suculento de los placeres de la vida. Capaz de curar la más profunda de las melancolías y la más terrible enfermedad”.

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Déjá vú, de Aficionado tardío

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control; poco antes, el destino le había jugado una mala pasada cuando esa panda de intrusos se habían metido en la casa con la intención de robar, justo en el momento en que él entraba sigilosamente y a oscuras en la biblioteca del Sr. Robinson para coger el maldito sobre que cambiaría su vida. La sorpresa y el temor al verse descubierto le hicieron hablar más de lo debido; como excusándose les dijo a aquellos individuos que iba en busca de un documento que "valía" mucho dinero y que estaba escondido entre los libros. Si esto salía bien, les dijo, habría para todos. Había que andar con mucho cuidado para no despertar al dueño de la casa. Luego, ante ellos, comenzó a revolver los libros de los estantes regándolos por el suelo y sacudiéndoles las hojas en busca de algo que no terminaba de aparecer. Tenía su plan perfectamente trazado y estos tipos no lo iban a cambiar. Haría, eso sí, unos pequeños retoques ante las nuevas circunstancias, pero llegaría al final. Tantos años sirviendo en aquel viejo caserón no podían haber transcurrido en vano. Conocía la casa como la palma de su mano así como todos los escondrijos y vericuetos que aquel viejo zorro, avaro y desconfiado, había hecho en el edificio; por ese motivo, arrodillado ante los estantes e iluminado por el impertinente foco de uno de aquellos individuos sabía que, a pesar de este contratiempo, lo tenía todo bajo control. Su actuación era perfecta pero notaba que aquella gente se estaba inquietando y no podía seguir abusando de su paciencia, que probablemente no era mucha, así que no quiso seguir tentando la suerte: de repente, miró hacia arriba, se puso en pie y cogió tres gruesos tomos de una estantería superior; poniéndolos en su regazo, mezcló descuido con intencionalidad al dejarlos caer al suelo de tal forma que fueron a dar de canto con las hojas hacia abajo y el lomo hacia arriba; los pesados tomos, tras tambalearse, quedaron semiapilados junto a otro montón de libros que yacían abiertos junto a él. Allí, de entre las páginas del segundo tomo, asomó un sobre que cogió entre sus polvorientos dedos y, volviéndose hacia ellos, le dijo al hombre de la linterna mientras extendía la mano con el sobre: "Esto es lo que buscaba". Le rodearon y el de la linterna dijo: "Veamos qué hay aquí, abre tú mismo el sobre y muéstramelo". Zaisberger sacó del sobre un pequeño papel con una numeración que miró con atención y luego enseñó al resto del grupo al mismo tiempo que comentaba: "Estos números valen mucho III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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dinero“ y señalando la hilera de números escrita en el papel continuó: “¡ Coja este papel y fíjese bien en la numeración, porque ahí hay algo más!“ - le insistió al de la linterna dándole el sobre y el papel de forma impulsiva -; esas palabras les intrigaron sobremanera de forma que todos hicieron corro alrededor del hombre de la linterna para ver de cerca el papel y qué podía ser ese "algo más". Zaisberger aprovechó ese momento de confusión para girarse y volver a su postura anterior, de rodillas e inclinado ante los estantes, mientras el grupo husmeaba el documento con la linterna. Con inusitada rapidez buscó algo tras los libros que aún estaban sin derribar en la parte más próxima al suelo: allí había una pequeña palanca que giró haciendo que al instante un panel corredizo en la pared se moviera dejando un hueco por el que Zaisberger se coló fugazmente ayudado por su ágil y menudo cuerpo; la trampilla volvió a cerrarse y no quedó ni rastro de él. Cuando aquella cuadrilla notó su ausencia montó en cólera y comenzó a enfocar el haz de luz en todas direcciones buscándole: ¡No podía haber desaparecido como por arte de magia! Entre tanto, Zaisberger bajaba con cuidado por una escalerilla interior del habitáculo que le llevó a un sótano oscuro, iluminado sólo con las tenues luces que entraban desde el exterior por unos pequeños ventanucos a la altura de la calle. Se dirigió a la parte final del sótano que conocía perfectamente, encendió una pequeña lamparilla, desplazó un cuadro que colgaba en la pared del fondo y allí apareció la caja fuerte del Sr. Robinson. Tenía esa hilera de números que había leído en el papel perfectamente grabada en su memoria y se puso a la tarea de abrirla. En poco tiempo la puerta cedió y ahí estaban ante él los paquetes de billetes uno sobre otro, la caja con las joyas y los documentos. Cogió el petate en donde tenía ya los papeles necesarios con su nueva identidad y metió dentro todo lo que pudo. Luego, se subió sobre unas cajas amontonadas bajo los ventanucos y, abriéndolos, se deslizó a través de ellos saliendo al césped húmedo del jardín iluminado por las farolas de la calle. Respirar el aire fresco de la noche le reconfortó mientras se dirigía a la estación de tren.

Ya en ella, con el petate a la espalda, frente la ventanilla para comprar el billete, oyó de repente sonar sirenas, silbatos y carreras de policías que gritaban ¡alto, alto!; miró de reojo sin inmutarse porque incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control... III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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El diván, de Zimiente

– “Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control”. Y esa es la frase con la que termina el sueño. – ¿Qué papel crees que desempeña el señor Zaisberger en tu sueño? – No lo sé, trabajo para él creo, sé que me menosprecia, me humilla constantemente, pero de todas maneras te pago para que seas tú el que le dé sentido a mis ensoñaciones. – Por lo que me has explicado, el señor Zaisberger es una persona... – Muy bien Sherlock, si es así como me piensas ayudar lo llevo claro. – Vaya, he aquí a un humorista frustrado. Como te iba contando, ese señor Zaisberger de tu sueño es solamente un simbolismo mediante el que pretendes representar a alguien de tu vida real, alguien que te oprime y te manipula. – Con esos datos sólo conozco a una persona, mi esposa. – ¿Tu mujer? ¿Tu pareja es por la que te sientes menospreciado? – No te puedo decir otra cosa, ella es la única persona que coincide con lo que me acabas de describir. De todas maneras no creo que todo el sueño tenga que ver con mi mujer. Por ejemplo, para empezar, ¿qué pinto yo en una biblioteca rodeado de gente buscando entre montones de libros?, ¿por qué esa gente sale corriendo detrás de un hombre que se ocultaba tras la estantería mientras yo buscaba?, ¿por qué aparezco después crucificado en mitad de una iglesia?, lo más raro es, sin embargo, la última parte del sueño, donde aparezco delante de un espejo, solo en una habitación, vestido con un elegante traje negro y rodeado de fajos de billetes, toda la habitación llena de dinero. No entiendo. Además está lo de la última frase, no tengo ni idea de lo que puede significar. – Quiero que sepas que aunque te dé mi opinión, tú puedes tener otro punto de vista que difiera con lo que yo te diga. Al fin y al cabo es tu sueño y no el mío. Me acabas de contar que tu mujer te oprime, pues yo creo que lo que buscas con tanto ahínco es tu libertad, la gente que ves son tus amigos y el hecho de que te alumbren con una linterna significa que ellos te apoyan aunque estés sumido en la oscuridad, y te aportan el halo de luz necesario para que encuentres la salida a ese mal momento. La parte de la iglesia creo saber de qué se trata pero quiero que quede claro que esto sí que es una apreciación muy personal que me permito hacer porque creo que te conozco lo suficiente. Pienso que te ves crucificado en mitad de una iglesia porque no comulgas con la religión, no III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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sólo la cristiana, sino todas las religiones, te sientes preso de tus propias tradiciones y aunque no quieres, sigues asistiendo a actos y celebraciones litúrgicas por temor a lo que dirá tu familia, ya que en el fondo han sido ellos los que te han llevado por ese camino. Tienes miedo a la posible reacción de tus padres y el resto de tu círculo familiar si les cuentas todo lo que piensas sobre aquello a lo que ellos tanto adoran, a Dios. – Un momento, yo sí creo en Dios. Pero el Dios en el que yo creo no tiene nada que ver con el Dios de la religión cristiana, ni de ninguna religión en definitiva. – Me gustaría que me contases esa idea, pero será en otro momento, porque el fin de la sesión se acerca. La última parte del sueño no logro comprenderla muy bien, eso de que te veas a ti mismo solo en una habitación rodeado de dinero, creo que puede tener muchas lecturas y sería erróneo centrarnos sólo en una, debes ser tú el que le dé sentido. Por último, la frase con la que concluye el sueño, no sabría tampoco qué decirte sobre su significado, por lo visto tiene que ver con tu mujer, por la identificación del señor Zaisberger con tu esposa que hemos hecho al comienzo de la hora. Tendrás que pensar qué puede querer decir, aunque no quiero que te quedes con lo que no hemos podido aclarar, sino que reflexiones sobre las conclusiones a las que hemos llegado. Te veo la próxima semana. – Hasta entonces. Le prometo que haré algo para cambiar mi vida.

– Buenas tardes. ¿Qué tal la semana?, ¿ha logrado cambiar algo, por poco que sea? – Sí, algo sí que he cambiado. Cuando llegué a mi casa charlé con mi mujer, le expliqué como me hacía sentir, que ansiaba un poco más de respeto por su parte... – ¿Y qué le dijo ella? – Me pidió el divorcio. Creo que no fue un sueño lo que tuve, sino una premonición. En ese momento entendí el sentido de la última frase, se suponía que era un momento angustioso, tenso al menos, pero ella actuó de una manera totalmente imprevisible, me miró y me sonrió, y a continuación me dijo que se iba a quedar con todo: casa, coche... – Vaya, por lo visto no le desagradaba la idea, lo siento muchísimo. – No pasa nada. Justo después de eso, llamé a un par de amigos para tomar algo, y antes de que pudiese contarles lo que me había pasado me dijeron que mi mujer me estaba poniendo los cuernos, que la habían visto entrando en unos apartamentos de la mano de un hombre y además, por si no quedaba convencido, en el móvil de uno de ellos habían varias fotos que hablaban por sí solas, de todas maneras intentaron consolarme diciendo III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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que lo tenían vigilado y que le iban a dar un escarmiento. Pero lo más curioso es que, como si de una profecía se tratase, en esta misma semana tuve una discusión con mi familia en un almuerzo que organizaron para celebrar la primera comunión del hijo de un primo mío, o algo así. Todo empezó como una nimiedad, pero no sé por qué subió la intensidad y acabé despotricando contra la Iglesia, contra los curas y contra todo lo que me había callado tanto tiempo. Que me desahogué vaya. – Me imagino la reacción de su familia... – No, no creo que se la imagine. Mi padre me quiere quitar los apellidos y mi madre está convencida de que he sido captado por alguna secta que me ha lavado el cerebro. – ¿Le ha salido algo bien durante estos siete días? – Hagamos balance. Mi mujer me deja, pero después me entero de que es ella la que me pone los cuernos, mi familia no me habla, y cuando lo hacen me tratan como un apestado... pero, ¿sabe una cosa? Me han ascendido y me han subido el sueldo.

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El documento, de Blanco

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el Señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Sí, todo bajo control, aún cuando sentía un sudor frío que le recorría la nuca, donde notaba las miradas expectantes de todos, pero él, parecía no perder la calma. Lo encontraría, esperaba poder salir de ésta, tenía muchos asuntos que resolver todavía. A su mente volvía repetidamente la imagen de su Elsa, su querida Elsa — ¡Ahora no! — Tenía que concentrarse porque estaba empezando a escuchar murmullos impacientes de sus compañeros de linterna. Debía buscar una salida, ya no estaba tan seguro de su “bajo control”. El ambiente empezaba a calentarse, los murmullos empezaron a transformarse en palabras apremiantes, algunas intimidatorias podríamos decir. Frank (que así era como lo llamaba Elsa) empezaba a flaquear por momentos, el sudor frío se estaba convirtiendo en una humedad fastidiosa que le nublaba la vista. Tenía que pensar rápido, empezaba a respirar dificultosamente, y su situación no era como para permitirse un cuadro de ansiedad en toda regla. Ya había registrado un par de estantes atestados de libros, pero estaba seguro de que lo había escondido en el de abajo, detrás de un grueso tomo de filosofía. Justo en ese lugar existía una ranura en la trasera del mueble. Lo descubrió un día al tropezarse precisamente con el pesado volumen, que alguien había dejado mal colocado. A punto estuvo de caérsele encima del dedo meñique, suerte que sólo tropezó, para alegría de ambos (Zaisberger y el meñique). Se olvidó del escondrijo, hasta que dos meses después y tras lo sucedido con Elsa, le vino a la memoria y en un abrir y cerrar de ojos escondió el documento. Y ahora, ahí estaba, muerto de miedo y maldiciendo al retorcido que lo había robado de su escondite. Se le habían adelantado. — ¿Habrá sido Elsa?, que me siguió aquella noche… No, no puede ser, ella no me haría esto. El grupo de hombres con sombrero que algunas horas antes lo habían asaltado en plena calle, cuando salía de su domicilio, no podían ni querían esperar más. Uno de ellos, el que portaba la linterna aprisionó a Frank por el cuello y encarándose con él, le insistió, nada dulcemente, que le entregara de inmediato el documento o sus días acabarían ¡IPSO FACTO!

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— ¡Señor Augusto, no se altere, así no llegaremos a ningún lado! Por favor, déme unos minutos más, juro que lo escondí ahí… ¡Yo tampoco lo entiendo! El hombre retiró la linterna de la cara del Señor Zaisberger y aflojó la mano que apretaba su cuello, acto que agradecieron Frank y el cuello. Otro de los hombres con sombrero llamó la atención de Augusto, se pusieron a susurrar algo que Frank no llegaba a entender. Tampoco le importaba mucho, tenía que salir de allí como alma que lleva el diablo, porque ya se le habían acabado las excusas y no sabía que más inventarse para ganar tiempo. En su mente, un torbellino de imágenes, sentimientos, recuerdos, “Elsas”… tenía que mantenerse firme, por ella, y por Daniel. — ¿Por qué ella nunca le dijo que existía Daniel? Media vida deseando ser padre y resulta que ya lo soy desde hace diez años— pensaba ofuscado. Todo eso reventaba en la cabeza de Zaisberger, empezaba a notar, que además de estar empapado en sudor, un dolor agudo y penetrante se adueñaba de la mitad izquierda de su rostro. — ¡Lo que me faltaba, un ataque de migraña! Sin pensarlo más resolvió encararse con el grupo, se dirigió a Augusto, que dejó de cuchichear con el otro hombre, y sin más les contó la verdad: “Señores, el documento no se halla donde lo escondí. Les estoy diciendo la verdad, pueden pensar lo que quieran, pero es la pura evidencia. No sé quien pudo haberlo robado y sólo les pido que sean justos conmigo.” Después de un largo, tedioso y espeso silencio que Frank aguantó con toda entereza (a pesar del sudor, el dolor en el cuello y la migraña), y cuando Augusto ya había adelantado un paso hacia él nada conciliador, Thomas apareció por su izquierda como por arte de magia. — ¡Pero, Thomas, de donde sales… que pasa aquí, no entiendo! Todos se quedaron inmóviles como figuras de cera, confundidos. Mientras, Thomas se había acercado a la pila de libros esparcidos por el suelo y recogió uno de ellos. El de Filosofía que semanas antes estuvo a punto de mutilar el meñique de su amigo. Aún seguían todos estupefactos, incluido Frank. Se percibía en el ambiente un olor rancio, como de habitación cerrada muchos días. Thomas, sin articular palabra, le cedió el libro al líder del grupo. Augusto lo abrió y empezó a ojear ansioso las páginas, primero con dedos trémulos y según avanzaba, con más firmeza llegando incluso a III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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arrancar algunas de ellas. Cuando llevaba casi tres cuartos de libro minuciosamente escudriñado Frank advirtió en su rostro una leve sonrisa, más bien una mueca tenebrosa disfrazada de leve sonrisa. Sin decir ni una sola palabra, y a una señal de Augusto, todos salieron de la sala con sus sombreros, sus abrigos y sus miradas anodinas. Sólo el líder se giró en el último instante para expresar con su mirada intimidatoria que esta vez se había salvado… — ¡Dios mío Thomas, quiero saber que… pero ¿de donde sales? y…fuiste tú el que…? ¡No lo entiendo! — Pero Thomas callaba, no quería mirar a su amigo a la cara, porque le descubriría, a Frank no podía mentirle, le conocía demasiado. — Lo hago por ti y por Elsa, y por vuestro hijo Daniel—, pensó Thomas sin pronunciarse. Siguió en la penumbra cerca de la pila de libros y con un leve “lo siento” casi inaudible despareció también de la sala. A Frank Zaisberger le comenzaron a flaquear las piernas, se sintió desfallecer por la tensión de la noche, pero sobre todo por la incertidumbre de la que era presa en ese momento. En su cabeza ya no cabían más personajes, Elsa, Daniel, Augusto, los caballeros con sombrero, Thomas, el documento y la migraña. — ¿Y ahora qué? Tengo que localizarla antes de que lo hagan ellos… Lo tengo todo bajo control… todo bajo control…— repetía incesantemente mientras reparó lentamente en ese ruido que provenía — ¿de la calle?... Pero, ¿no estaba en la biblioteca? ¿Qué hora era? Si son más de las diez de la mañana. ¡Pufff...! Otra vez llegaría tarde a trabajar, a ver con que excusa le mentía hoy a su jefa, la Señora Augusta, directora del periódico donde trabajaba desde hacía más de diez años, junto a su inseparable compañero de fatigas, Thomas. — ¡JODER! Le dije a Elsa que me despertara temprano, antes de llevar a Daniel a la escuela. Aún con toda la prisa del mundo que llevaba, el Señor Zaisberger se deleitó unos minutos más en su mullida cama, rememorando el estrambótico y enigmático sueño que había tenido ¡OTRA VEZ! esa noche. — Tengo que contárselo a Elsa, ¡se va a tronchar de la risa!...

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El Duende, de Verdinito

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control... Hoy, rodeado de mis nietos y nietas recuerdo la primera vez que leí esa frase. Ellos siempre me insisten en que les cuente una y otra vez cómo empecé a escribir, cuándo y cómo encontré mi vocación. En la actualidad me conformo con escribir de vez en cuando algún relato corto, como ese que me abrió camino en el mundo literario, y pequeños cuentos para niños, que antes de publicar, antes siquiera de presentárselos a mi editor, se los leo a mis nietos. Ellos son mi más crítico público pero también el más agradecido en el caso de que les guste la lectura. Humilde historia para una humilde vida. Mis pequeños descendientes me piden que se la cuente cada vez que logro reunir a toda la familia, lo cual ocurre en contadas ocasiones a lo largo de un año. La cara con la que piden que les narre cómo empecé a sentir atracción por el mundo de la literatura no es comparable a ningún reconocimiento público, nunca un premio o galardón, por alta que sea su importancia, podrá emocionarme de la misma manera que lo hacen ellos con sus risueñas caras, mirándome embelesados, casi hipnotizados. No es ninguna emocionante película plagada de acción, batallas, aventuras en definitiva, como las que aparecen cada semana en las salas de cine y cada día en las pantallas de televisión, pero a ellos, que son mi familia, les gusta oírla de vez en cuando y a mí me gusta que les guste oírla, me satisface saberlos orgullosos de mí. El relato de simple que lo presento parece hasta mentira, pero a veces el destino nos depara cosas que ni en nuestros mejores sueños podríamos llegar a imaginar. – Era muy temprano aún aquella mañana cuando salí a la calle a comprar el periódico, eso era lo bueno de estar desempleado, la libertad de ir a comprar el periódico, o ir a tomarte un cortado, o llegado el caso, de vegetar en el sillón viendo la televisión durante horas sin pensar en nada. Aunque esto último lo descarto porque nunca he sido de ver mucho la tele, alguna que otra serie que me pareciera interesante y alguna película más o menos potable. Como iba contando, compré el periódico y sin más me dirigí a mi casa, más bien la casa de mis padres. Yo contaba ya con 24 años, pero no tenía los medios necesarios para poder independizarme y mis padres no me los podían ofrecer, nunca fuimos una familia adinerada. Mi padre trabajaba en una aseguradora y mi madre era secretaria en las oficinas de unos grandes almacenes. Mi tarea cuando me encontraba sin III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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trabajo era más que nada, recoger la casa, limpiar y dejar preparada algo de comida para cuando regresasen entrada la noche a su hogar. Siempre he tenido una curiosa manía al empezar a leer el periódico, primero repaso los titulares destacados, cierro el periódico, y al cabo de veinte minutos aproximadamente vuelvo a leerlo esta vez sí, de manera exhaustiva. Y fue en esta segunda lectura donde me percaté del anuncio que a la postre cambiaría mi vida. Un pequeño articulo que comunicaba la celebración de un certamen de relatos cortos, organizado por la Biblioteca Publica de Santa Cruz. Esa pequeña columna informativa despertó en mí la curiosidad, y enseguida entre en la página Web que facilitaba el rotativo para conseguir las bases y las condiciones del concurso. Las guardé y lo imprimí todo: las bases, las condiciones, la frase que te facilitaban para comenzar el relato e incluso la ilustración que lo acompañaba, una escena un tanto extraña de varios tipos ataviados de sombreros y gabardinas buscando algo dentro de una biblioteca a la luz de una linterna, y después de impreso, los colgué en mi cuarto, ya que a partir de ese momento se convirtieron en mis diez mandamientos particulares. Desde el primer momento me invadió una ilusión inmensa por comenzar el relato, y no sólo uno, quería mandar al menos tres, así de entusiasmado me encontraba. Tenía las ganas, tenía las normas, tenía hojas en blanco, me faltaba una buena idea. Hasta ese día había oído a muchos afamados escritores hablar sobre lo duro que es enfrentarse a una página en blanco, pero nunca tuve demasiado en cuenta esa apreciación hasta ese momento. Los primeros días no me preocupé, todavía me quedaba mucho tiempo para que se me ocurriese algo decente que poder plasmar sobre el papel. Intentaba forzar la máquina, o sea la cabeza, para que me diese alguna idea original, impactante, ganadora, pero nada. Así pasaron casi tres semanas, y la fecha límite se acercaba como lo hace una guillotina al cuello de un condenado. Una idea, sólo una idea, me decía a mí mismo, pero nada. Pensé tirar la toalla, quizás yo no servía para escribir, lo mío seguramente fuera más la lectura. Es algo parecido con los deportes, una cosa es ver un partido de tenis por la televisión, sentado en un sofá en el salón de tu casa y otra bien distinta es disputarlo. Yo pensé que a mí me pasaba exactamente eso con la escritura. Pero como los finales inesperados de las buenas películas, a dos días de que se cumpliese el plazo de entrega, se me ocurrió algo, una idea, original además, sólo me quedaba desarrollarla. Al instante me puse a escribir, intentando poner en orden mi III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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cabeza, que me gritaba palabras, frases inconexas, que yo escribía como podía en un folio en blanco, ese que tanto respeto me había infundido. Hasta ese día nunca me había pasado nada igual, pero a partir de entonces es raro que no me ocurra a diario, no sabría explicarlo muy bien, es como si alguien hubiese dejado abierta una cremallera por la que saliesen en tromba las ideas, las historias, las palabras. Yo lo llamo “el Duende”, y gracias al Duende pude no terminar el relato, sino empezarlo. A partir de ahí todo fue como si se pusiese en marcha un sencillo engranaje. Mi relato se situó entre los diez ganadores, al poco tiempo contactó conmigo un editor para que colaborara en un libro de pequeñas historias con otros escritores, luego me ofreció un proyecto en solitario y a partir de ahí todo lo que vosotros ya sabéis, libros y más libros, y afortunadamente, aún hoy, me sigue acompañando mi más fiel amigo desde entonces, el Duende. Ahora quiero la recompensa, un abrazo muy fuerte a este viejito, pero cuidado con el Duende.

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En B, de Antístenes

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Pero eso no era del todo cierto. Tenía tras de sí a cinco policías daneses, que esperaban con impaciencia que les dijera dónde estaba el libro de contabilidad “B” de Dan Malgenderson. Christen Zaisberger era el contable de Malgenderson, un conocido mafioso que controlaba todos hilos del juego ilegal, las drogas y la prostitución de la ciudad de Copenhague. Arrodillado frente a la estantería y mientras hacía que buscaba el condenado libro, repetía, en su cabeza, la corta conversación que había tenido con Dan: — Ese libro es como tu vida, Christen; si lo pierdes, estás muerto; si lo entregas a la policía, estás muerto. No habrá sitio en el mundo en el que puedas esconderte. Al final te encontraré. — No se preocupe. Llegado el caso, lo protegeré con mi vida —le había contestado el contable. Christen no tenía ninguna duda del lugar donde estaba escondido el libro de contabilidad, junto a la Smith & Wesson calibre 38 con cachas de marfil, y con un tambor de cinco balas que le había dado Gustav, “por si las cosas se ponen feas”. Después de media hora de búsqueda, se levantó para intentar salir de aquel atolladero, diciéndole al Inspector Peter Holberg: — Mucho me temo que el dichoso libro me lo han robado, porque no hay manera de encontrarlo. — Déjate de cuentos, gusano. Sabes muy bien dónde está el libro. Si no lo encuentras tú, lo haremos nosotros. Nuestros muchachos pondrán patas arriba toda esta pocilga y te aseguro que daremos con él. Si nos lo entregas, seremos condescendientes; en caso contrario, todo el peso de la Ley te golpeará en tu mandíbula como un mazo de hierro. El contable se quedó unos instantes valorando lo que le había dicho el Inspector Holberg y volvió a hincar las rodillas en el suelo enmoquetado de su biblioteca, para seguir interpretando la pantomima de la búsqueda del libro. La paciencia del Inspector tenía un límite y se le estaba acabando. Sin saber muy bien por qué, pensó en su mujer Martha y en sus hijos Lars y Greta. En el caso de que él faltara, su futuro económico estaría totalmente resuelto con los tres III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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millones y medio de euros que tenía en el Banc Internacional d´Andorra, un dinero que había tomado prestado, con el paso de los años, de los fondos de la mafia. La voz del Inspector lo devolvió a la realidad. — Esto está pasando de castaño oscuro... No vamos a estar aquí todo el día. Estuvo algunos minutos más haciendo como que buscaba el libro, mientras que los cinco policías parloteaban distraídos, observando de reojo lo que hacía Christen. El contable se fue desplazando hacia la parte izquierda de su biblioteca hasta llegar al punto exacto donde se encontraba el pequeño libro de contabilidad de tapas negras, en el que estaban todas y cada una de las operaciones delictivas de Malgenderson. Apretó el botón azul que ponía en funcionamiento el mecanismo que accionaba, de forma automática, la apertura de la pequeña caja fuerte empotrada detrás de las obras completas de los escritores rusos Dostoievski, Chejov y Tolstoi. Con disimulo, metió su mano sudorosa y temblorosa hasta tocar el revólver, lo sacó rápidamente y se lo colocó en el cinto, sin que los policías se percataran de ello. A continuación cogió el libro, se levantó, intentando que las desbocadas palpitaciones de su corazón no hicieran que su voz temblara y dijo en voz alta: — Aquí está el maldito libro. — Bueno, parece que al fin apareció. ¿Lo ves que cuando se quiere se puede? —le dijo Holberg al mismo tiempo que alargaba la mano y cogía el libro. Todos los policías hicieron un corrillo alrededor del Inspector pensando que, al final, habían dado con la prueba definitiva que llevaría a la cárcel al hampón más perseguido de Dinamarca. Por unos instantes, entre comentarios y risas, los agentes se olvidaron del enjuto contable. En ese momento, él cogió el revólver en sus manos y pensó: “¿Pero qué vas a hacer?, ¿disparar?, ¿matar a sangre fría a cinco policías? Eres un contable y no un maldito asesino”. Las miradas del Inspector y de Christen se cruzaron durante un segundo, momento que éste aprovechó para sacar su Smith & Wesson del 38 y empezar a disparar. El primer tiro fue a la cabeza del Peter Holberg, que cayó de bruces soltando el libro; los otros cuatro policías no tuvieron tiempo de reaccionar ya que, cuando lo hicieron, las balas de la 38 Smith & Wesson, habían destrozado sus cabezas. Después del último disparo apareció Gustav, que había estado escondido en todo momento detrás de la estantería. Se miraron y sin decirle nada, el contable cogió el libro y el revólver, los introdujo en su cartera de cuero negro, y se dirigió corriendo hacia la III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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parte trasera de su casa, seguido de Gustav. Entró en la habitación de su hijo Lars, saltó por la ventana que daba al garaje, entró, cogió las llaves de la Harley-Davidson, se montó encima y de una patada la puso en marcha. El ronco motor de la motocicleta resonó en toda la casa mientras los tres policías que estaban fuera subían las escaleras después de haber oído los cinco disparos. Gustav se plantó delante de él y le dijo con una sonrisa: — Has hecho un buen trabajo. Jamás pensé que fueras capaz de hacer algo así. — ¿Qué hacías en mi casa? —le preguntó el contable. — Vine a buscar el libro. Nos habían dado un soplo, pero los maderos se me adelantaron. — Bueno, pues ya lo tenemos. Sube, que los policías no tardarán en llegar. — Sí, pero no he concluido el trabajo. Queda un fleco que cortar — le espetó Gustav, quien llevó la mano a la altura del riñón derecho, sacó una Star de nueve milímetros y le apuntó directamente al corazón. — No creo que seas capaz, Gustav. He cumplido con mi parte, he protegido el libro. — El señor Malgenderson jamás se ha fiado de ti aunque, después de lo que has hecho hoy, es para hacerlo..., pero Dan nunca lo sabrá, sólo conocerá que yo, arriesgando mi vida, he protegido la seguridad de la organización, he acabado con la vida de cinco policías y la tuya, claro. Las órdenes son las órdenes y hay que cumplirlas — le dijo antes de descargar el cargador de la Star en el corazón del contable, sin darle la oportunidad de decir ni una palabra. Gustav apartó el cadáver de Christen, recogió el maletín ensangrentado, subió a la Harley y pisó a fondo el acelerador, pensando que el trabajo le había salido redondo.

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Encuentros en la 18ª fase, de Arromo

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. No era la primera vez en mi vida que veía de cerca una nave alienígena, pero es que la tranquilidad de este hombre llegaba a asustar. Él se aproximaba tanto a la nave que cuando lo hacía sólo se escuchaba los latidos de los desbocados corazones de los que nos hallábamos allí presentes que rompían el imperturbable silencio de la noche. Había pasado

mucho

tiempo desde el primer contacto

extraterrestre que

experimentamos hasta aquella fatídica noche, en la que desapareció sin dejar rastro el señor Zaisberger. Aún recuerdo como si hubiese sucedido ayer los insufribles minutos que pasamos Pedro, Ruperto, José, Venancio y yo desde que el señor Zaisberger inició su acercamiento a la nave, una maniobra que había ejecutado muchísimas veces sin consecuencias, hasta que, extrañados por la tardanza de nuestro maestro, nos aventuramos a indagar y descubrimos que lo único que quedaba allí de nuestro mentor era su característica boina verde. Desde aquel día han sido muchos los que me han llamado loco, y no sólo a mí, mis compañeros de expedición han tenido que sufrir el mismo maltrato por parte del pueblo. Tan sólo éramos un grupo de conocidos, después amigos, aficionados a la astrología y dirigidos por el señor Zaisberger, que nos reuníamos una vez por semana en un descampado para comentar curiosidades sobre las constelaciones, los planetas, las estrellas, y nuestros pareceres sobre todo aquello que acontecía a muchos miles de kilómetros encima de nuestras cabezas. Nos conocimos por Internet, y llegamos a la conclusión, vistos nuestros idénticos gustos y hobbies, que lo mejor era unificar fuerzas y crear un grupo de aficionados a la astrología. El señor Zaisberger, lo tratábamos de señor porque era el mayor de todos y el más experimentado, se incorporó poco después de haber comenzado a realizar actividades en grupo, nos explicó que él era un experto astrólogo y astrónomo y que la idea de fundar un grupo de aficionados a estas ciencias era magnífica, y se ofreció voluntario para dirigir nuestras actividades. Todo nos iba a las mil maravillas. Una vez por semana cogíamos dos coches, los llenábamos con nuestras cosas y como las cabras, tirábamos para el monte. Teníamos un lugar idóneo para acampar y en el que poder hacer noche. Además la meteorología siempre nos acompañó y pudimos ver cosas increíbles, pero ninguna como aquel día. En el más absoluto silencio fuimos testigos de cómo una nave alienígena descendía de los III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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cielos y se posaba casi a nuestro lado, tan sólo nos separaban 80 metros aproximadamente. Sumidos en la oscuridad sólo podíamos distinguir dos intensas luces rojas, separadas entre sí por algo más de dos metros, pero aunque no con claridad, se distinguía la figura de una nave, muy parecida a lo que en nuestro planeta llamamos avionetas. Esa primera noche nos quedamos petrificados, todos excepto el señor Zaisberger, que nos tranquilizó diciéndonos que se esperaba la llegada de algún tipo de ente alienígena porque llevaba varios días soñando con lo mismo. Logramos reconducir nuestros desbocados corazones hasta que pudimos ver como se acercaba caminando muy despacio, pero también sereno, a la nave. Saltó sin mayores dificultades un par de arbustos y siguió avanzando, pero nosotros no lo veíamos, estábamos quietos en nuestros sitios, sin atrevernos a mover un solo músculo, tan sólo quedaba a nuestra vista las dos intensas luces rojas y de resto, la oscuridad. Esa primera noche, el señor Zaisberger no mencionó nada de lo que pasó al otro lado de los arbustos, lo único que nos recomendó encarecidamente es que nos ilustrásemos sobre ese tema todo lo que pudiéramos... Venancio nos había comentado en algunas ocasiones que su padre poseía una biblioteca en el sótano, y esa misma noche nos decidimos a ir. Camuflados con gabardinas y sombreros, llegamos hasta la casa del padre de Venancio y logramos entrar en la biblioteca, yo creo que el padre se dio cuenta y nos espió agazapado durante un rato, pero no dijo nada. Después de un rato buscando hallamos varios libros relacionados con fenómenos extraños, sucesos paranormales todos ellos relacionados con el avistamiento de ovnis. Estudiamos esos libros a medida que seguíamos acudiendo a nuestro terraplén particular, y cada vez que íbamos, aparecía el mismo objeto volador, con las mismas luces rojas, se posaba y siempre era el señor Zaisberger el que establecía contacto con ellos. Al principio éramos nosotros los que no nos atrevíamos a acercarnos, pero después era él quien nos decía que no lo hiciéramos, porque podría resultar peligroso, sólo un experto como él, argumentaba, estaba en condiciones de establecer un contacto directo. Después de casi un mes y medio presentándonos la noche del viernes al sábado de manera ininterrumpida, el señor Zaisberger afirmó que los extraterrestres le habían confesado que preparaban una hecatombe para nuestro planeta pero que no querían destruir la raza humana en su totalidad, unos pocos elegidos se salvarían. Nos dijo que algunos de esos privilegiados podríamos ser nosotros, pero que deberíamos desembolsar una gran III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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cantidad de dinero, no a los extraterrestres, sino a él mismo, y que la suma de ese efectivo se utilizaría para suministrar víveres y para el largo viaje que nos aguarda. Obedecimos al pie de la letra, conseguimos reunir una gran cantidad de dinero. El decimoctavo viernes que fuimos al encuentro de la nave alienígena sucedió lo de la desaparición, seguramente alguna emboscada. Lo denunciamos a la policía pero nos tacharon de desequilibrados, nos dijeron que lo que veíamos nosotros no era una nave, sino una avioneta para fumigar campos de cultivo, y ese tal señor Zaisberger ya estaría bien lejos con nuestro dinero. Nos encerraron en un hospital psiquiátrico y zanjaron el asunto. Pero aún hoy seguimos reuniéndonos en el patio del hospital los mismos de siempre, al caer el sol, esperando una señal de la catástrofe que se avecina y de la que tantas veces hemos avisado a nuestros cuidadores.

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Una escena en blanco y negro, de Evey Allen

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger parecía tenerlo todo bajo control. Era normal sentir angustia al tenerla allí y haber usado el pretexto de ver un clásico del cine de espionaje de los años cuarenta como último recurso, casi impulsivo y desesperado para lograr estar a solas en su fabuloso estudio del centro. El atrezzo, más que el mobiliario, era propio de un clase media cualquiera que desea exhibir cierto grado de cultura. Películas de Kurosawa, libros de arte contemporáneo o reproducciones de algunas fotografías de Ansel Adams. Tenía a aquella mujer sentada en el chaise longue de su salón. La vecina. Ese sí que era un clásico. Soltera. No era guapa, pero tenía un irremediable atractivo sexual acompañado de sugerentes curvas que había aprendido a resaltar con los años. El cortejo había sido largo y tedioso. Ahora intentaba recordar cuándo había empezado todo aquello. Recordó los coqueteos en el buzón, las miradas juguetonas en el ascensor y todo el historial de conversaciones absurdas que había improvisado, principalmente para mirarle el escote de frente. Recordó cómo de forma totalmente instintiva había aprendido a combinar cada camisa con el pantalón adecuado antes de salir de casa y a dosificar la cantidad correcta de “Irresistible” de Calvin Klein. En aquel momento comenzó a dudar de sí mismo; de si quería estar solo viendo aquella película o de si quería demostrarle a “La Vecina” no sabía muy bien el qué. Quizás su más ruda virilidad al puro estilo Bogart, tal y como el momento exigía. Así que intentó que pareciera que lo tenía todo bajo control. Ya lo había visto en el cine antes, había visto cómo Bogart alentaba a un patoso seductor. Con esa actitud aparentemente segura y tranquila, en aquella situación evidentemente incómoda, es como se consigue que una mujer haga el resto. Tenía ganas de reír, o de gritarlo por la ventana, su mente no paraba. Comenzó a divagar, a imaginar lo que contaría en el trabajo, en los detalles, en cómo describiría el momento sujetador, el gesto de sus manos al expresar la más que agudizada prominencia del busto. Ella estaba allí y él la miró con cierto descaro y sin ningún pudor. No sabía si había sido la magia bogartiana, pero aquello funcionó. En cierto modo le pareció hasta fácil. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Ella le respondió con una sonrisa de pin-up. Le miró con deseo. Ya estaba todo hecho, pero quizás él no estaría a la altura. Le comenzaron a sudar las manos, el estómago le dio un vuelco y ansió levantarse de súbito y sacar la cabeza por la ventana para que le golpeara la fresca brisa de la tarde. No lo pensó más y se puso en pie. Le dijo que estaría bien sacar las copas de vino y tomar un poco para acompañar las palomitas, que era lo mejor de ver películas en casa, el poder acompañar las palomitas con alcohol, y además en preciosas copas de cristal. Ella sonrió ante aquella aguda observación. Él sintió algo de alivio. Especuló sobre las posibles consecuencias de todo aquello. Si finalmente se acostaba con ella, en qué cambiaría su relación. ¿Querría encontrársela en el ascensor o en el portal? ¿Sería ella la que le evitara a él luego? ¿Y si no lo hacía…? Ya era inútil pensar en todo eso, para bien o para mal, pasara lo que pasara, ya estaban allí y sólo podía intentar amainar la tempestad. Los personajes del film seguían interpretando impasibles y ajenos a todo aquello que ocurría. La trama continuaba en tonos grisáceos, contrastando con el color tenue y cálido que la lámpara de pie, estratégicamente colocada, arrojaba sobre el habitáculo. Sirvió vino en las copas y ella lo bebió casi de golpe. La impresión que le causó fue la de una mujer que coge fuerzas para atacar. Volvió a levantarse con la excusa de proteger la fabulosa mesa wenge con unos posavasos. Se arrodilló ante el apilable malgastando segundos que le permitieran pensar en cómo podía estar evitando a “La Vecina” de aquella manera tan vil y de cómo podía sentir pánico ante la posibilidad de que le pusiera en una situación comprometida, situación que él mismo había provocado. El espía de la vieja película había logrado dar con el indeseable que tenía mucho que ocultar. Lo observaba de pie, mientras éste revolvía entre los libros de las estanterías de la biblioteca municipal en busca de lo que era una prueba crucial. La escena era tensa, la música contribuía a que el nerviosismo del espectador se acentuara. Fingió no encontrar los malditos posavasos, Woody su gato, seguía espiándoles desde el alfeizar de la ventana. El sofá gruñó, sintió dos suaves golpes en el suelo a su espalda, ella permanecía en pie clavando la mirada en su nuca.

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Esclavos de la guerra, de Nora

“Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control”. A pesar de ello había cosas que se le escapaban. No entendía cómo habían llegado aquellos hombres a su biblioteca. Cuando la policía militar entró, se levantó de golpe y se quedó sorprendido ante tal visita. No cabía duda que habían sido muy persuasivos con su esposa, de lo contrario no hubiera dejado entrar en casa a desconocidos y menos aún, mandarles directamente hasta donde se encontraba. En ese momento se dio cuenta de lo grave de la situación. No tenía idea cómo iba a contestar a las preguntas de aquellos hombres. Lo que sí tenía muy presente era que su hijo no podía volver al ejército. Estaba horrorizado, nervioso, con pesadillas. Pero, también, sabía que si descubrían su paradero le someterían a un consejo de guerra, y tal vez le fusilaran. Al contrario de lo que pensaba, se sonrió y procuró estar lo más tranquilo posible. Su mujer esperaba en una esquina detrás de los policías. Ella sonreía y observaba lo que su marido hacía como si con esa sonrisa se pudiese borrar el terror que sentía. El uno se apoyaba en el otro. Lo único que importaba es que esos hombres se fueran y no descubrieran el paradero de Daniel. Les invitó a sentarse, intentando ganar tiempo para aclarar sus ideas y contestar lo mas convincente que se puede ser en estos casos. Pronto comenzaron a preguntar por su hijo. Si conocían el paradero de su hijo porque en su piso no había estado en mucho tiempo. El señor Zaisberger contestó lo más tranquilo que pudo. – Estuvo aquí hace tres semanas y nos comunicó que se iba a Francia y que cuando estuviera instalado nos mandaría la dirección. Anoche nos hizo saber que todavía no ha fijado su residencia, que se pondría en contacto con nosotros en cuanto pudiera. La policía se dio cuenta que no iban a sacar nada, y se fueron. Pasada la medianoche le dio un beso a su esposa y le sonrió. Acto seguido entró en la biblioteca y cerró por dentro. Sacó el Quijote de la estantería situada a la derecha de la chimenea, lo puso de frente al lector láser, escondido en un nudo de la madera. La librería giró 90 grados. Apareció una habitación llena de espejos, efecto que la convertía en una gran estancia de doce metros cuadrados con un sofá de cuero, una mesa de

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estudio y muchos libros esparcidos por doquier; provista además de aire acondicionado y calefacción. Depositó la bandeja con la comida en la mesa y se dejó caer en el sofá con gesto de cansado y preocupado. La visita de aquella tarde le produjo más desazón si cabe. No estaba seguro de si su hijo se mantenía a salvo allí. Por el momento no podía hacer otra cosa, emprender la fuga era algo imposible. El país continuaba revuelto y todos los aeropuertos, estaciones de trenes, pasos fronterizos, carreteras se encontraban vigilados por los soldados, no era el momento preciso para hacer ningún cambio de escenario. El señor Zaisberger salió de su ensueño y deslizó su mano debajo del sofá y otro lector leyó su huella. La pared de cristal, a su derecha, se abrió dando paso a otro espacio pintado de blanco. Al fondo, suspendidos en la pared, había tres cuadros, el de la izquierda aparecía decorado con un ramo de rosas rojas. El señor Zaisberger puso el dedo meñique en la rosa del centro y la pared giró hasta dar paso a una estancia provista de una cama, un sofá, una radio y una estantería llena de libros. Su hijo se puso muy contento al verle. Sin embargo el padre estaba preocupado por la visita de aquella tarde pero disimuló muy bien y le comunicó que por la mañana vendría con su madre. Daniel trataba de retenerlo para hacerle todo tipo de preguntas. En la radio poco contaban y el periódico no lo compraba casi nunca porque prácticamente no salía de la mansión. El padre se despidió hasta la mañana siguiente anunciándole que por la mañana vendría con su madre. Pensativo se sentó en la biblioteca un rato. A su hijo, primero, lo trasladaron a Ceuta en el J. J. Sister, de allí le destinaron al 49 regimiento de la ciudad. Luego le designaron a la batería de Plaza. Nada más llegar le ordenaron hacer instrucción. Juró bandera y en un mes estaba en la 12 batería montada. A los dos o tres meses le trasladaron a Larache donde pasaban el tiempo entre instrucción y guardias como antesala a la guerra. En ese lugar se pasó los días preparándose para una guerra que ni le iba ni le venía. No tenía ningún sentimiento político ni de un lado ni del otro. Sólo quería estudiar música que era para lo que valía. De Larache pasó a Valladolid como si de una aventura se tratara. En ese lugar permaneció dos meses haciendo guardias en cárceles. En la Cárcel Vieja conoció a una chica que estaba retenida porque su novio era del bando republicano y no decía donde

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estaba. No lo decía porque no lo sabía. A los pocos días le mandaron a otro pueblo y no supo nunca que fue de ella. De allí pasaron a Meyen, situado en la provincia de Zaragoza, pueblo fronterizo con Logroño. Continuaron a Miranda de Ebro, Burgos y Salamanca hasta llegar a Badajoz. El trayecto lo recorrieron en tren. El 14 de enero de 1939 se asentaron en Villa Nueva de la Serena, desde donde fueron transportados en camiones hasta Quintana y Salameda, en el que se encontraba el frente en aquel momento. Daniel afrontó la realidad y se dio cuenta que no podría disparar a nadie. En ese momento gozaba de clarividencia suprema. Su cerebro activó sus neuronas hasta límites insospechados para él hasta el momento. Tomó una decisión para la mayoría descabellada. Pero sabía que, ahora o nunca, desertar, era la única opción que le quedaba. Si se entregaba al ejercito tal vez lo fusilaran y si tropezaba con el otro lo implicarían y él no quería tomar parte en ninguno de los dos bandos. No lo pensó y se escondió en los baños del cuartel. Esperó a la madrugada y logró llegar a la estación de trenes, con un pantalón y una camiseta que guardó desde que le llamaron a filas. Echó un vistazo y vio un tren de carga, se subió y se escondió entre los sacos que transportaba; de lo que sí se aseguró es de que fuese a Madrid, su lugar de residencia. Lo primero que haría al llegar sería ir a casa de sus padres. Su padre vivía en el Centro de Madrid en una mansión y tenía muchas influencias, y además era alemán. En aquel momento al país no le interesaba tener problemas con la Embajada alemana en España. Cuando llegó de madrugada se fue primero a los baños y estuvo un rato. Salió y trato de pisar seguro y salir de allí lo antes posible. No sabía que hacer. Era muy peligroso ir a casa andando. Por eso cogió un taxi, como no tenía dinero, rezaba para que sus padres estuviesen en casa. Cuando llegó le dijo al taxista que esperara a que su padre le pagara porque había perdido la cartera. Tocó y durante un rato no pareció nadie. Se puso muy nervioso porque el taxista lo miraba con desconcierto. Al rato apareció su padre medio dormido y abrió la puerta. Le dijo que había venido en un taxi y que no tenía dinero. El padre se apresuró a pagar para que se fuera lo antes posible. Al momento apareció su madre y abrazándole le preguntó si estaba de permiso. Se quedó mudo. Su madre entendió perfectamente. Ella se puso muy triste porque sabía lo que hacían a los desertores. El padre reaccionó adelantándose a la pregunta de su mujer.

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Lo instalaremos en el refugio. Inmediatamente lo enviaron allí y tomaron las medidas oportunas para que se encontrara lo mejor posible. Pasado un año, se enteró por las noticias que la guerra había acabado, con mucha prudencia porque el peligro todavía no había pasado, fue con su esposa al escondrijo y lo celebró con su hijo.

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La esmeralda, de Lyon

Incluso en aquellos angustiosos momentos el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Se encontraba en la biblioteca municipal, serían las dos o tres de la madrugada cuando irrumpió el jefe de policía, el señor Muller. Ahora lo tenía detrás, apuntándolo con una linterna mientras que Zaisberger buscaba algo entre los libros, al principio buscaba con calma, seguro de que sabía dónde se encontraba el objeto que quería encontrar pero, a medida que pasaba el tiempo, se ponía cada vez más nervioso a pesar de que lo que buscaba con tanta ansiedad no se encontraba allí. ¿Pero, dónde estaba realmente el objeto? Es más, ¿qué era lo que tenía que encontrar? Todo empezó una tranquila mañana de julio, el sr. Zaisberger y su amigo Steiner, se encontraban paseando en una estrecha calle de París. De repente pasaron al lado de un museo, no era un museo famoso, tampoco muy reconocido. Pero Steiner vio en él algo que le llamó mucho la atención: una esmeralda. Zaisberger también se fijó, pero no vio en ella nada especial. Para él simplemente era una piedra preciosa de un museo. Su compañero en cambio creía haberla reconocido, se trataba de un trozo del legendario escudo de Thor. La codicia y el ansia de poder de ese escudo llevó a Steiner a desear esa joya. Se encontraban los dos de vacaciones en Francia, estarían allí durante 2 semanas más. En las tres siguientes noches Steiner no pudo dormir, las pasaba en vela anhelando la esmeralda una y otra vez, deseando tenerla entre sus manos. Esa joya lo había hipnotizado, sólo pensaba en ella, en nada más. Zaisberger no sabía qué le pasaba a su querido compañero, cuando hablaba con él parecía que estuviera dormido. Zaisberger volvió al museo a preguntar por la joya. — Perdone que le moleste, ¿sabe usted el origen de la esmeralda de la exposición? — No mucho— respondió el responsable del museo— la encontramos en un barco vikingo hundido en Groenlandia. ¿Pero esta joya es mágica o algo así? se atrevió a preguntar Zaisberger. — Hay gente que dice que sí, ¿por? — No por nada, ¿está en venta? — No, es parte de una preciada colección de joyas. Lo siento. Eso fue lo único que le dijo el director del museo. Al volver al apartamento que compartía con Steiner se sentía abatido. ¿Qué podía hacer por su compañero? De III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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repente Steiner pareció despertarse de un profundo sueño. Le propuso robar la joya, Zaisberger no sabía qué hacer. Steiner era su mejor amigo pero él, que nunca se había saltado una norma, él robar una pieza de un museo. Al principió se negó, cómo iba él a robar. Después empezó a dudar, quería ayudar a Steiner. Al final aceptó, sabiendo que eso le traería problemas. Esa misma noche actuarían. Entraron en el museo, sin hacer el más mínimo ruido. Steiner consiguió apagar todas las alarmas y abrir todas las puertas, incluso las blindadas. Él nunca había robado, pero ¿entonces cómo le era tan fácil pasar las trampas? Parecía un robot controlado por una fuerza superior, como ¡la esmeralda! Al llegar a la cámara donde se encontraba, los ojos de Steiner se iluminaron, fue corriendo hacia la joya. La cogió rápidamente y con recelo, como si alguien quisiera robársela ahora que él la tenía. Zaisberger estaba asombrado, había muchas joyas más, y la mayoría de ellas mucho más valiosas. Pero él sólo quería la esmeralda. Eso fue lo que metió a Zaisberger en todo ese lío, pero había más. Steiner pasaba horas, días mirando la joya. Se encontraban de vuelta a Madrid. Cada segundo que la miraba le consumía, cada vez envejecía más, hasta que Zaisberger decidió quitársela, no podía devolverla al museo que ya había denunciado su desaparición, pero no sospechaban de él. No habían dejado pistas, ni un solo rastro. Nada. Decidió pues esconderla, pero ¿dónde? ¿Qué sitio sería el adecuado? La biblioteca. Steiner las odiaba, no porque no le gustara leer sino que le traían malos recuerdos y no quería saber nada de ellas. Pero eso no fue suficiente, después de esconderla en un libro hueco por dentro, y colocarlo en una estantería. La más alta y más escondida de todas, le consumían los remordimientos, la culpa de un robo y de haber dejado a Steiner solo. No quería volver a verlo otra vez. Él era culpable de todos sus problemas. Esto fue lo que lo llevó a decir la verdad, a contarle a la policía toda la historia desde el principio, a confesarle todo lo que había hecho. Ahora que la policía lo sabía todo, habían puesto como encargado del caso a Muller. Y ahí se encontraba, buscando la joya. Tenían que devolverla al museo. El señor Muller estaba enterado de todo. Pero ¿dónde estaba la esmeralda? Zaisberger sabía en qué libro había escondido la joya, sabía exactamente dónde pero allí, definitivamente, no estaba la esmeralda. Le pasó vagamente una idea por la cabeza, al principio no le pareció razonable, pero todo encajaba. Steiner, él era el culpable, y él había vuelto a robar la joya. ¿Pero dónde narices estaba el maldito Steiner? El que había causado todos sus problemas. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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El señor Muller comenzaba a cansarse, llevaba esperando más de una hora mientras que Zaisberger buscaba desesperadamente. — La joya no está aquí, la tiene mi compañero Steiner— dijo Zaisberger. — Pues iremos a su casa a buscarlo. Los dos salieron lo más rápido posible en dirección a la casa de Steiner. Cuando llegaron no había nadie en la casa, pero en su lugar había una carta de suicidio. Pero ¿cómo? ¿Suicidarse? Esto era demasiado. Muller y Zaisberger fueron corriendo hacia el puente donde decía la nota que se encontraba. La esmeralda lo había vuelto completamente loco. Llegaron justo a tiempo, iba a lanzarse al vacío cuando Zaisberger gritó: — ¡No lo hagas, piensa en la vida que te queda. Tira la esmeralda! — No, nunca. Muller fue más rápido, el policía saltó y de un solo gesto le tiró la esmeralda al agua. —¡Noooooooooooooo!— gritó Steiner. Demasiado tarde, la joya ya estaba en el fondo del río. Nadie más volvería a tener problemas. Steiner volvió en sí. Nunca más pensó en la esmeralda, la olvidó para siempre. Fueron los dos a la cárcel durante un año. Después todo volvió a la normalidad. Bueno, todo no. Todavía hoy se ve gente buscando la esmeralda, pero nadie la ha encontrado. Ni la encontrará nunca.

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Espejos, de Linkshande

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Hasta se permitió reflexionar sobre cómo se había visto envuelto en aquella absurda situación. Concluyó que todo había sido simplemente un malentendido. No había que darle más vueltas: se encontraba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Era un viaje como tantos otros. Él, uno más, un pasajero anónimo de segunda clase en un tren que hacía su entrada en la ciudad a última hora de la tarde. Una jornada agotadora de bosques, montañas, túneles, pueblos, pequeños apeaderos, grandes estaciones, nudos ferroviarios... Paul Zaisberger sólo ansiaba una única cosa: llegar a su casa, darse un baño y dormir. Dormir. En su refugio. Rodeado de lo único que consideraba bueno en este mundo: sus libros. Pero aquella misteriosa mujer vino a trastocar sus planes y su vida en el lapso de un segundo. De pronto estaba allí, junto a él, en la puerta del vagón, mientras aguardaban que el tren parase del todo. No la había visto antes, aunque bien podría haber sido su compañera de compartimento, pues Paul Zaisberger hacía mucho que había dejado de fijarse en las personas. Una vez el tren hubo parado, se dirigió a él. – Tenga –le dijo tendiéndole un paquete. Sorprendido, Zaisberger sólo atinó a preguntar: – Pero... ¿qué es esto? – Es muy importante que lo tenga usted. No permita que nadie se lo arrebate. Escóndalo. Usted será su custodio hasta que ellos vengan a recogerlo. – Pero... – Y sobre todo: por nada del mundo se le ocurra abrirlo. Dicho esto saltó al andén y se perdió entre el gentío. En esto cavilaba mientras buscaba aquel pequeño tesoro, que había escondido entre sus libros, mientras aquellos misteriosos hombres lo apuntaban con su linterna –y sabía Dios si también con un arma, pues no podía verlos bien. Habían aparecido de pronto, como de la nada, en medio de la noche. Aún no se había acostado. Estaba solo y al instante siguiente estaban allí. Tal vez habían forzado la puerta, o él se la había dejado abierta en un descuido. Pero hubiese jurado que, simplemente, de pronto se habían materializado.

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Había retirado todo un anaquel de libros, seguro de que lo había colocado allí. Pero no estaba. «Tal vez en el estante inferior», pero tampoco. Desesperado, terminó por retirar todos los libros, luego los fue revisando uno a uno, por si en la oscuridad y con los nervios lo hubiese pasado por alto. Pero en vano. Definitivamente el paquete había desaparecido. – Nos ha decepcionado, señor Zaisberger –dijo una voz grave y neutra a sus espaldas. – Pero... He hecho lo que me han pedido. – ¿Está seguro? El señor Zaisberger se volvió, incorporándose lentamente. Tenía la boca seca y poco a poco se fue adueñando de él un miedo creciente. Pero al mismo tiempo sentía indignación. «¡Claro que estoy seguro!», pensó. Primero había pensado en deshacerse del paquete, aunque luego lo consideró y decidió guardarlo en el bolsillo interior de su chaqueta. Tras sopesarlo y observarlo detenidamente, había concluido que debía de tratarse de un libro. «Los libros son inofensivos. No hacen daño a la gente». Luego había llegado a casa, y antes siquiera de quitarse la chaqueta, había sacado el paquete y lo había escondido detrás de una hilera de libros. ¿O no? La pregunta seguía flotando en el aire: «¿está seguro?». Hasta ese momento lo había estado. Pero de pronto lo asaltaron las dudas. ¿Y si en realidad había abierto el paquete y mirado en su interior? Bien pensado, ¿por qué no iba a haberlo hecho? Entonces lo asaltaron las imágenes. Como si un cinematógrafo en su cabeza reprodujera escenas de una película: un hombre de pie en medio de un andén lleno de gente con un paquete en la mano. Ese mismo hombre corriendo en la noche por calles y callejas, pegado a las paredes y escondiéndose en la oscuridad, y mirando a ambos lados con recelo. Más tarde en una especie de buhardilla repleta de libros, sentado a una mesa y retirando un envoltorio... El señor Zaisberger hasta ese momento no le había visto la cara, pero ahí estaba. Descubrió, como sospechaba, que se trataba de sí mismo. – ¿Está seguro ahora? –repitió el mismo individuo, el que sostenía la linterna. Las imágenes desaparecieron de pronto, devolviéndolo por completo a la realidad de su habitación. – Ya sabe lo que va a pasar. –Aquella voz ahora sonaba siniestra a sus oídos. Abrió la boca para protestar, pero en lugar de eso dijo, con voz queda: – ¿Me van a matar? – Aún no lo entiende ¿verdad? III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Tras decir esto el hombre dejó de apuntarlo con la linterna y pasó a iluminar el escritorio. Allí estaba. Un papel de envolver arrugado y un libro. Se acercó lentamente y con manos temblorosas lo cogió y leyó la portada: “ESPEJOS. EXTRAÑA VIDA Y EXTRAÑA MUERTE DE PAUL ZAISBERGER”. Por ninguna parte aparecía el nombre del autor. «¡No!», gritó de pronto para sus adentros. Había empezado a comprender. Ahora sabía por qué no debía leer aquel libro. Quienes se lo habían entregado en realidad esperaban que lo hiciera. Era lo que tenía que hacer: abrir la novela de la cual él era el protagonista, leer toda la historia de su vida y caer fulminado tras la última palabra del último párrafo, que describía cómo Paul Zaisberger, tras recibir el misterioso encargo, había roto su palabra –una palabra que en realidad no había dado– traicionado por su curiosidad y había leído el libro en el que Paul Zaisberger caía fulminado tras leer la última palabra del último párrafo, que describía cómo, tras recibir el misterioso encargo, había faltado a su palabra... Pues no se trataba de una novela corriente, sino de una de esas historias recursivas, últimamente tan de moda (“Érase una vez un escritor que, sentado en su gabinete, escribió: “Érase una vez...). Pero ésta no tenía autor, o si una vez lo tuvo, lo había perdido en alguna de las infinitas recursividades, y ahora la historia se escribía a sí misma dando lugar a múltiples universos idénticos, como las imágenes que se forman al enfrentar dos espejos. Paul Zaisberger era el protagonista de una historia que concluía con su propia muerte, víctima de la curiosidad. Pero esta vez iba a ser diferente. Esta vez acataría las normas. Esta vez se rebelaría, obedeciendo. Pero Paul Zaisberger, sin embargo, acababa de aprender una vez más la lección: es imposible rebelarse contra el destino, al menos si se es un personaje de una obra de ficción.

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Estantería BP-16, de Helga Sorensen

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control, ni siquiera el hecho de que su hijo Josef se viera obligado a apilar en el suelo un montón de libros, que ocupaban ya una buena parte de la habitación, le hacía perder la paciencia. El problema se había planteado a las seis en punto de la tarde, justo en el momento en que el último cliente de la biblioteca abandona el recinto. En ese instante, un hombre de porte altivo, trajeado de oscuro y tocado con sombrero negro, baja de un coche aparcado delante de la puerta y entra sin llamar. —Está cerrado, señor —le dice el joven que atiende la biblioteca. —Para mí, no —contesta enseñándole una placa de policía. El chico se queda petrificado, no es capaz de articular palabra y por tanto no contesta a las preguntas del gendarme, que, entendiendo su nerviosismo sonríe y lo tranquiliza adelantándole que no vienen a llevarse a nadie, que sólo quieren un mueble. Le pregunta de nuevo por el responsable de la biblioteca. —Es mi padre, está arriba en el despacho, enseguida le aviso —contesta algo más calmado. El joven Zaisberger sube a trompicones las escaleras del altillo donde su padre ha instalado un pequeño despacho en el que cataloga los nuevos ejemplares que recibe su biblioteca. —Padre, padre —le dice tocándole el hombro, pues sabe que el trabajo le abstrae hasta el punto de no escuchar cuando le hablan—abajo hay un policía que quiere llevarse un mueble. —

¿Cómo dices hijo?

—Digo padre, que abajo hay un policía que dice que viene a llevarse un mueble. —Habla más despacio, por favor, sabes que no entiendo nada cuando balbuceas de esa manera. —Abajo-hay- un- policía —dijo pronunciando las palabras de una en una— que quiereverte. —Bien, ahora sí, ¿te ha dicho qué desea? —Llevarse un mueble. —Pero qué estás diciendo, ¿ya? No puede ser. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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El bibliotecario baja las escaleras atropelladamente y al pie de ellas saluda al inspector y le pide disculpas por la tardanza. Éste le hace saber que viene a llevarse una estantería, concretamente la marcada con la signatura BP-16. —Proceda a vaciarla, enseguida vendrá el camión a llevársela. —Disculpe, señor, pero no he visto aún la orden por la que deba permitir que se lleve usted un mueble de mi biblioteca —protesta Zaisberger. El policía saca del bolsillo de su americana un papel doblado en cuatro, que desdobla con lentitud y extiende ante los ojos del bibliotecario. Éste le indica a su hijo, con un movimiento de cabeza que le siga. El policía camina detrás de ellos y juntos recorren los pasillos que guardan el fondo de la biblioteca hasta llegar a la estantería en cuestión. —Vamos, hijo, vete sacando los libros. —Pero padre, ¿qué hago con ellos? —Ponlos ahí en el suelo —dice el policía señalando un rincón. Zaisberger asiente corroborando la orden y el chico obedece, saca los libros de tres en tres intentando no mezclarlos, conoce el trabajo y sabe que les llevará horas volver a ordenarlos. — ¡Oh, por Dios!, —exclama Josef cuando se va la luz. —No te muevas —dice el policía—, todo está previsto, enseguida nos alumbran. Unos minutos después se abren las puertas de la biblioteca y entran cuatro hombres de rudos modales, provistos de potentes linternas y portando una estantería. Le ofrecen una lámpara al policía que alumbra al joven y con un brusco movimiento le indica que continúe. —Padre, ¿dónde está? —pregunta Josef al no ver a su padre por ningún sitio. —Estoy aquí, estoy aquí —dice dejando asomar su abultada barriga por detrás de la estantería. —Vamos hijo, date prisa. —Es que no entiendo a qué viene tanta urgencia —protesta el joven. —Son las órdenes —interrumpe el policía—. La estantería BP-16 de la librería pública de la calle Gumpendorfer, 45, dirigida por J.C. Zaisberger, debe ser vaciada y retirada la noche del 8 de abril y sustituida por otra igual grabada con la misma signatura. Deberá hacerse con suma discreción y con el menor ruido posible para no alertar al vecindario, se aprovechará para ello el apagón que sufrirá la zona a partir de las 18.30

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de la tarde. Por la mañana, a la hora de abrir la librería debe estar todo en perfecto orden. Veinte minutos más tarde, la policía cerraba por fin las puertas de la biblioteca dejando solos al encargado y a su hijo. Les esperaba una larga noche. —Cada cierto tiempo lo mismo —protesta el bibliotecario colocando los primeros ejemplares en la nueva estantería—, vienen con una orden, me hacen vaciar la BP-16, la sustituyen por otra exactamente igual y se van por donde han venido. Josef, aunque alertado por su experimentado padre, insiste en buscar una explicación para todo aquello. Zaisberger, animado por el ímpetu de su joven hijo, decide ayudarle y juntos escudriñan cada rincón y cada clavo de la repisa. No encuentran nada que pueda justificar aquella locura. Sin embargo, una tarde de verano, mientras repasaban los muebles con disolvente para prevenir los ataques de las polillas, la suerte hizo que el bote volcara y se derramara sobre el techo de la estantería escurriendo por su chapa trasera. Josef frota con un paño seco para empapar el líquido y el barniz comienza a agrietarse. A medida que se va diluyendo el tinte va emergiendo el rostro de una mujer. Tras la chapa trasera de la BP-16 encuentran, sin querer, el último cuadro robado en el museo de historia del arte de Viena.

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El extraño libro de George Henry Collins, de Germán Pérez Sosa

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Pero era sólo un pensamiento para tranquilizarse ante la gravedad de la situación por la que atravesaba. El reloj de la iglesia cercana dio nueve campanadas. Que resonaron en sus oídos como martillazos. Zaisberger a sus cincuenta y tres años era un oscuro bibliotecario, sin ambiciones. Un hombre escuálido, que cruzaba escasas palabras, sólo las necesarias, con el resto del personal de la biblioteca y los usuarios de la misma; y ninguna con los vecinos de su edificio donde vivía desde que era un niño que pasaba desapercibido. Se consideraba y lo consideraban un hombre gris, anónimo, lo cual le animaba sin que los otros lo sospecharan. Pensaban que era un pobre diablo, sin suerte en la vida. Pero no era así. O al menos no era tan simple este razonamiento del resto de los mortales, pues vivía solo y con lo justo porque había escogido vivir de esa manera. Nunca pensó ni quiso buscarse grandes o pequeños problemas en su vida que le quitaran el sueño, pero se equivocó. El destino, Dios, o no sé bien quién; quizá alguna fuerza oculta, poderosa y ajena a su vida y a sus deseos, por supuesto, lo había metido en un grave problema. Gravísimo. Aquella noche, cuando terminó su turno en la biblioteca municipal y ya había cerrado la puerta principal para marcharse a su casa (pues tenía como norma salir siempre el último), cinco hombres bien trajeados y coronando sus cabezas con sombreros de ala estrecha le conminaron a regresar al interior del recinto, y con cierta brusquedad le empujaron hasta el lugar donde se encontraban los anaqueles en los cuales se colocaban los libros que se daban en préstamo a los usuarios. Buscaban con urgencia un ejemplar único, extraño y especial, cuyo título era: “La inmortalidad del alma. Mi experiencia.” de un autor inglés poco conocido del siglo XIX, mediados, un tal George Henry Collins.El libro en cuestión trataba a fondo y desde una perspectiva novedosa temas relacionados con el espiritismo y dentro de este campo, la supervivencia del alma después de la muerte. Según el prólogo, el mismo Collins había escrito el libro después de muerto, desde el más allá. Zaisberger recordó que meses atrás, atardeciendo, ya habían preguntado por el ejemplar, pero buscó en el catálogo y aparecía como prestado. La interesada era una joven muy pálida de profundos ojos azules, delgada, y cabello muy largo y negro, de unos veintitantos años. Los hombres le obligaron a buscar el libro alumbrando con una linterna el anaquel donde debía encontrarse, pues según el jefe del grupo el libro solía III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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ausentarse, evaporarse, durante el día y reaparecer durante la noche en lo más profundo del último estante de libros dedicados a temas esotéricos, que se encontraba al final de la sala de préstamos. Zaisberger era agnóstico. Se lo hizo saber al más joven de los individuos que se encontraba a sus espaldas y que le pareció ser el jerifalte de la banda. Poseía una mirada que irradiaba una maldad profunda. Y sus gestos indicaban aplomo, resolución. Después de una búsqueda infructuosa de más de tres horas, pues el reloj de la iglesia cercana dio doce campanadas, el bibliotecario se sintió exhausto y se tendió en el suelo. Junto a los anaqueles. — Mañana por la noche lo buscaremos, es posible que alguien lo tenga, un usuario, por ejemplo… — dijo con voz cansina. Gesticulando sin fuerzas. — Imbécil, ¿no lo comprendes? Ese ejemplar no existe durante el día, sólo durante la noche— dijo el que pensó Zaisberger en un principio que podría ser el jefe. — Ah, tonterías. No creo en esas historias siniestras. Son inventos para ignorantes. — ¿Crees en la vida después de la muerte? Quiero una respuesta ya. Sólida. Sin titubeos ni mariconadas— dijo el joven, el probable jefazo, que ya Zaisberger sabía cómo se llamaba, pues uno de sus acompañantes le había hecho señas hacia un rincón de la biblioteca, donde le dijo: Acércate, Érebo, a éste no se le podrá sacar demasiado… Es un tonto. — No creo en la vida en el más allá, ¿complacido, joven?— dijo el bibliotecario desde el suelo, algo cegado por el haz de luz de la linterna que proyectan hacia su rostro. Entonces, sin titubeos, sorpresivamente, una sombra trajeada le asestó dos puñaladas en el pecho. Zaisberger cayó junto a un montón de libros. Escuchó decir: Ahora sabrá si hay o no vida después de la muerte… Alimaña. Y una carcajada amplia y sonora selló la estancia del señor Zaisberger en este mundo. La noche fue engullendo las sombras de la habitación. No necesitaba la luz. Qué extraño, no sentía ningún miedo, ni siquiera dolor en el sitio donde le habían asestado las puñaladas. Se incorporó del suelo con facilidad y atravesó los anaqueles de libros, los tabiques, los obstáculos y las paredes. Habían muchos libros esparcidos por los rincones y los contempló con nostalgia. Casi todos los conocía. Ahora ya no podía sostenerlos en sus manos. Los atraviesa con su cuerpo, sin asirlos no puede. Aprovecha cuando hace un poco de viento, que se cuela por un ventanal que han dejado abierto; las hojas pasan ante sí, y lee algunos fragmentos. Se siente cansado, muy cansado, ¡cuán equivocado estaba en cuanto a todo lo relacionado con la muerte! Amanece. Es hermoso ver amanecer. Las horas han galopado. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Comienzan a llegar los empleados de la biblioteca. Los ve, ellos no pueden verlo. Sonríe para sí. Ahora tiene algo que hace unas horas no tenía ni pensaba tener nunca: La Paz Eterna, y la libertad. Lleva más de ocho horas muerto, a nadie le importa. Con los primeros rayos de sol del nuevo día atravesó los viejos muros de la biblioteca, húmedos, mohosos, como una tenue niebla o una voluta de humo de un cigarrillo, que nadie percibió. Se extravió en la eternidad. En un pueblo cercano una chica muy pálida y delgaducha, de ojos intensamente azules y larga cabellera negra lloraba por un libro que se evaporó en unos instantes antes del amanecer. Quizá lo tendría nuevamente al anochecer. Lástima, moriría en pocos días y quería estar preparada. Por eso una noche había robado el libro de la biblioteca. Junto a él sentía menos miedo al final de su vida. De cierto modo le tranquilizaba saber, o al menos sospechar, que del otro lado no le esperaba la nada.

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Extraños en la biblioteca, de La Flaca

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Y es que Joachim, que era el nombre de pila del señor Zaisberger, siempre había sido un tipo tranquilo. Por eso le gustaban tanto las novelas de detectives. Aquellos hombres astutos y fríos, con sus trajes y corbatas, sus sombreros y gabanes. Le gustaba imaginarse a sí mismo como uno de ellos, aspirando despacio su pipa, los ojos entrecerrados, el ceño fruncido, resolviendo misterios de un plumazo. Su trabajo en la biblioteca municipal no podría precisamente definirse como emocionante, pero le daba la oportunidad de leer todas las novelas detectivescas que quisiera. Y de poner en práctica sus dotes de observación, imaginando que los clientes llevaban vidas secretas, que eran temibles asesinos o astutos ladrones, que se cobijaban en la biblioteca camuflándose entre la multitud mientras preparaban su siguiente golpe. De vez en cuando se llevaba los libros a casa, para releerlos en la tranquilidad de su salón, sentado en el sofá al lado de la ventana, fingiendo fumar en pipa y echando lánguidas ojeadas a la calle de vez en cuando, suspirando por unas aventuras que parecían pasarle sólo a los demás. Algunos de aquellos libros ya se los sabía de memoria, y sus personajes le parecían tan cercanos como unos amigos que vinieran los domingos a tomar el té, manteniendo conversaciones inteligentes, y utilizando palabras pomposas como “elemental”. Otras veces se llevaba un libro al café de la vuelta de la esquina, que estaba en la planta 11 y tenía unas vistas estupendas al mar. Desde allí casi podía imaginar que veía en el horizonte otros mundos con otras gentes. Podría decirse que era un hombre solitario, aunque a él no parecía importarle. Sus libros eran su compañía, al fin y al cabo estaban con él cuando le apetecía, y no le molestaban con visitas inesperadas. No como aquel tipo extraño que se paseaba últimamente por la biblioteca. La primera vez que lo vio le pareció que hubiera salido de un serial de la tele. Llevaba una ropa anticuada, un gabán y un sombrero de ala ancha, a pesar de que Málaga en agosto es una olla hirviendo. Parecía perdido, y lo miraba todo con mucha atención, buscando algo, o a alguien, se diría. No había pasado siquiera una semana cuando Joachim se tropezó con otro visitante no menos peculiar. Su ropa también parecía seguir los dictados de otra moda, y también parecía perdido y curioso, y pudiera decirse que algo huraño. Vaya, dos visitantes extraños en sólo una semana, por fin algo III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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que rompe la rutina del lugar. El sr. Zaisberger estaba intrigado, umm… tal vez debería hablar con ellos. Estos no parecían estar muy interesados en la lectura, simplemente parecían haberse materializado dentro del edificio. Joachim nunca los vio entrar ni salir, ya estaban allí cuando él empezaba su turno y todavía continuaban cuando él se iba. Aquella era una biblioteca antigua al lado de la universidad, hacía dos años que el ayuntamiento había decidido mantenerla abierta las 24 horas, de modo que los estudiantes tuvieran siempre un lugar al que ir a estudiar, alejados de las fiestas de las residencias o de las presiones familiares, de modo que era difícil saber cuánto tiempo exactamente pasaban allí. Aquello sí que era un misterio. A la semana siguiente los dos tipos extraños ya no eran dos, sino cuatro. Verdaderamente pasaba algo raro en la biblioteca, no cabía duda. Cuando el quinto visitante apareció durante su turno de noche, que se ofreció a hacer sustituyendo a Laura, a Joachim ya no le cupo duda. Aquellos hombres le eran en cierto modo familiares, la manera en la que hablaban, cómo se movían, y sobre todo sus miradas escudriñantes. ¡Era hora de empezar a investigar! Se dirigió al primero de ellos, que en ese momento miraba por la ventana hacia la noche mientras levantaba sus gafas de la nariz. – Disculpe, ¿necesita ayuda? Su interlocutor lo miró con desconfianza, aunque le respondió cortésmente: Así es, gracias, busco “El halcón maltés”. Bien, eso no será difícil, hace muy poco lo tuve en mis manos, -respondió Joachim divertido con su propia metáfora-, sígame, por favor. Mientras conducía al extraño hacia la parte más alejada y oscura de la biblioteca, se dio cuenta de que los demás tipos misteriosos se habían ido uniendo a la comitiva, alegando buscar otro libro. Esto le sorprendió, pero por otra parte tal vez así todo el misterio podría resolverse a la vez. Cuando estaban a sólo unos metros de la estantería dedicada a las novelas de detectives, una idea empezó a tomar forma en su cabeza: Todos aquellos tipos extraños parecían buscar una novela policíaca, y ¡todos ellos parecían ciertamente haberse escapado de una! ¡De hecho precisamente de la novela que alegaban buscar! ¿Y qué pretendían ahora? ¿Por qué buscaban el libro? ¿Cómo habían logrado materializarse en el mundo real? El sr. Zaisberger no conocía las repuestas, sólo las preguntas, y mientras arrodillado buscaba sus novelas favoritas, se sentía por fin protagonista de su propia aventura de misterio.

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La flauta mágica, de Hedo

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Sentado en el sillón de ébano de su despacho, mirando ensimismado los jardines de Mirabell, daba la impresión de encontrarse en una plácida contemplación, libre de cualquier preocupación. Una ceja enarcada levemente era el único signo que habría denotado un indicio de inquietud. Así había sido siempre. Sus habituales modales circunspectos le conferían ese aplomo que en esos momentos necesitaba. Todo se había desencadenado tan súbitamente que, a pesar de su habilidad para el manejo de situaciones complejas, ésta le había sorprendido desprevenido y además afectaba directamente a su trabajo, a su credibilidad y a su honorabilidad. Con el equilibrio que le caracterizaba, se propuso poner en claro sus ideas. Primero, recapitular sobre los recientes acontecimientos: anoche, poco antes de salir, reparó que las partituras originales de La flauta mágica, que Mozart compuso poco antes de morir en 1791, y que estaban expuestas en una de las vitrinas de seguridad, habían sido sustituidas por una burda copia. El valor de lo sustraído era incalculable. Avisó primero a Reinhart, el rector, y después a la policía. Poco después, varios inspectores registraron minuciosamente todas las salas de que constaba el recinto sin encontrar ningún indicio que diese pistas sobre dónde podían encontrarse o cómo las habían reemplazado. Él mismo había participado en la búsqueda a pesar de las dificultades por el corte de electricidad en algunas dependencias. El interrogatorio al que le sometieron fue bastante exhaustivo y por más que no hicieran una acusación formal, parecía bastante evidente que el hecho de que no se hubieran forzado cerraduras y de que era el máximo responsable de la biblioteca, las sospechas recaían sobre él. Por otro lado, todo el personal a su cargo era de plena confianza. Las ambiciones de Franz, su ayudante, de llegar a ocupar su puesto eran bien sabidas por todos pero, por encima, el señor Zaisberger valoraba su profesionalidad y su lealtad, por lo que desechó la idea de que tuviera algo que ver, aunque era el único que tenía copia de todas las llaves. Hacía ocho años que le habían contratado para dirigir su sueño: director de la biblioteca de la Universidad Mozarteum en Salzburgo. Ya había desempeñado un puesto similar en la filial de Innsbruck de la misma Universidad y demostró su valía como gestor y como profundo conocedor de biblioteconomía y de arte. En su nuevo puesto, su dedicación exclusiva con el fin de dar un enfoque renovado a su gestión, de abrir las III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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puertas de la biblioteca, con más de doscientos mil ejemplares, a todas las casas mediante el apoyo de Internet, y de divulgar la figura de Mozart y su obra en todo el mundo, inaugurando delegaciones en varios países, le había hecho renunciar a una vida social y personal que, por otra parte, nunca había cultivado en exceso. Con sus cuarenta y dos años, el exceso de celo laboral había dejado sus huellas en forma de tenues ojeras y de cierto sobrepeso, que llevaba con dignidad gracias a su altura y a un adecuado vestuario. De igual forma, su intensa dedicación al trabajo había tenido otras consecuencias: a pesar de haber iniciado algunas relaciones íntimas, éstas habían quedado siempre en un segundo plano en su vida y fueron diluyéndose con el tiempo, dejándole un cierto aire de desencanto, que sobrellevaba con la entereza de quien tiene claras sus prioridades. Repasó mentalmente todos los hechos novedosos de las últimas fechas, por si alguno tuviera relación: el más agradable era el haber conocido a Renate, con la que había salido unas cuantas veces, la próxima visita de Jeannette Arata, presidenta del Mozarteum argentino estaba absorbiendo la mayor parte de su tiempo laboral, junto con la restauración de algunas de las cartas autógrafas más deterioradas de Mozart, que se encuentran en la exposición. Había tenido algún conflicto con un proveedor debido a ciertos problemas de intendencia, que creía haber resuelto satisfactoriamente. Nada parecía tener relación, aunque estaba convencido de que algo se le escapaba. Todos los expositores tenían cerradura y cristal de seguridad conectados a la alarma, que no había saltado. Por lo que él sabía, según comentó en el interrogatorio, la última vez que se abrieron había sido el día anterior. Franz le había explicado cómo Karl, el empleado del Ministerio de Cultura, con el que habían tratado otras veces, adelantó su visita prevista para retirar las misivas que iban a ser tratadas. Desconectaron las alarmas, abrieron las vitrinas y extrajeron e inventariaron todo el material, firmando el albarán de entrega. Él mismo comprobó cómo en el cartapacio de Karl sólo se encontraban las cartas. También le comentó que había habido un pequeño revuelo por un incidente con un préstamo de libros, que tuvo que solucionar. Poco después acompañó a Karl hasta el furgón blindado que lo esperaba. También había sido una casualidad que coincidiera con que tuviera que ausentarse durante unas cuantas horas para acudir a una conferencia, momento que aprovechó para una comida con Renate, que se prolongó más de lo esperado. ¿O no había sido casualidad? Un ligero vuelco de estómago le anunció que una sospecha se iba abriendo paso. Se resistía a creer en la posibilidad de su verosimilitud. Tenía que III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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confirmar que estaba en un error. Se acercó a la sala en la que se había producido el robo. Apartó el precinto y comenzó a hojear los tomos más voluminosos que estaban en los estantes cercanos a la vitrina. El sexto libro que comprobó no presentaba una uniformidad en el canto, había algo de menor dimensión que las páginas en el interior. Lo abrió y allí estaban las partituras. Con su habitual serenidad, volvió a colocarlas donde estaban. Si las entregaba a la policía, las suposiciones y recelos de ésta hacia él se convertirían en certezas. Además debía atar un par de cabos más. Llamó a Renate para decirle que no podría ir a cenar como habían quedado porque debía ir con urgencia a Innsbruck. Se sinceró parcialmente con Franz, revelándole la desconfianza hacia Karl y le pidió que lo llamara, citándole para la tarde, con la excusa de que había detectado un error en el albarán y faltaban dos cartas por retirar. Le instó a dejarlo solo con algún pretexto durante unos minutos. Se puso en contacto con el inspector que lo había interrogado y le adelantó las suposiciones que le rondaban, sin revelar su hallazgo. Le propuso poner una cámara oculta y que estuvieran cerca. Su presunción era que intentarían sacar cuanto antes las partituras, ya que supondrían que en poco tiempo ampliarían las medidas de seguridad y sería más complicado. Había pasado un mes y el señor Zaisberger (nunca le había gustado ese tratamiento, inevitable por su puesto, y prefería el más cercano Thomas) había visto confirmadas todas sus sospechas. La pérdida de Renate, detenida junto a Karl y un marchante de arte, le había dejado una acre sensación que no mitigaban ni la recuperación de su buena reputación ni todos los elogios recibidos. Se propuso volver a dedicar sus esfuerzos, exclusivamente, a su trabajo. Era lo que más satisfacciones le había dado en la vida.

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Flor de cerezo, de Bloodymary

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. La habitación estaba oscura, los ojos acechaban, las manos temblaban, y el corazón frenético, ardía. Aquella noche estaba reservada para ella, para hacer que las piezas encajaran y de algún modo recordar cómo había comenzado todo… Una mañana de no hace mucho tiempo comenzó el milagro.

En la villa todos se oponían a un amor de apariencias, de máscara, de falsedad y malas intenciones. Toda su mirada era frialdad y su mente, calculadora. Siempre supe que ni ella misma se quería. Huía del amor, se refugiaba en su mundo estéril, de caprichos, se sumergía en un mundo vacío, de sueños inalcanzables para tan huraña criatura. Siempre supe que era débil, se abrigaba en la mirada y las caricias de una fiel y entregada amiga. Su necesidad era tal, que la droga más adictiva quedaba corta frente al calor que le ofrecía ella. En Remscheid todos conocían al Doctor John Zaisberger, por su caridad o por su simpatía, por sus consejos o por su carisma innato, por sus momentos de reclusión en la soledad de su casa. Era todo un personaje, el centro de todas las miradas en la plaza los domingos, la figura de reclamo para consejos de las dolencias del espíritu, y en segundo plano las del cuerpo. Las dolencias de la vida eran su especialidad, su dulzura infinita, su mirada llena de amor y de auxilio para las almas perdidas. Todo él era amor y candidez.

La plaza hervía en gentes aquella mañana y los cerezos comenzaban a mostrar para mi deleite las primeras flores tempranas, tan blancas y delicadas como la nieve, tan efímeras… El paseo se hacía agradable con el calor de las gentes, la luz que desprendía la recién estrenada primavera, el paisaje renovado de verde, los pájaros encaramados a las copas llenas. La primavera ofrecía su mejor cara, sus primeros rayos de sol, su brisa fresca que invitaba a colmar los pulmones de aire, a respirar por fin tras el largo invierno de encierro, chocolate caliente, de ausencias y pena. Siempre me gustó analizar aquel ritmo que tanto me enamoraba. Brotábamos al mismo ritmo que las tiernas hojas de los campos y florecíamos añorando la nieve junto a los primeros copos de los cerezos. Y cada año volvíamos a seguir los pasos cíclicos de la III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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naturaleza, cambiando con las estaciones nuestra percepción del mundo, su color, su alegría o tristeza. Seguíamos lo impuesto, caíamos en la reclusión para luego salir con los primeros rayos de sol, demostrando así, que estábamos ocultos, pero vivos. Aquel día estaba especialmente taciturno, una lágrima ocultaba mis ojos, como cuando se contempla el crepúsculo o la más bella obra de arte, miraba todo con la dulzura que mira un niño triste, al vislumbrar otros ojos tristes… Aquella tarde no podía escapar a mis ojos la aparición de tan bella flor entre las flores del jardín que bordeaba el paseo. Se confundía radiante en medio de las rosas naranjas, blancas y rojas, con aquel vestido multicolor. Sus pétalos cubrían celosos su modesto pecho, su talle era firme y sus raíces retaban a la fértil tierra con su caminar vivo, su olor debía ser una mezcla entre jazmín y azahar. Las miradas, siempre acaparadas por el carismático John Zaisberger, fueron atraídas por la nueva y desconocida visitante. La acompañaba únicamente su mirada voraz, quizás fiera, que fulminaba a las demás que se cruzaban con ella, su paso hablaba de seguridad, sus manos, al contrario, delicadas y una de ellas muy pegada a su vientre, daba la sensación de que se afanaba en sentir su cuerpo, notar su calor, eso parecía decirle “sí, tu corazón sigue latiendo Marianne, estás viva”. Su caminar era rápido, apenas se percataba de si era obstáculo para los caminantes, tanto era así, que no tardó en darse de bruces con John, que paseaba absorto en pensamientos por el camino de los bancos rojos. El pie de Marianne se trabó torpemente con los de éste, sus delicadas manos buscaban salvar su cuerpo del golpe pero terminó cayendo frágilmente y hundiendo sus rodillas en la puntiaguda arena. Al sentir el choque en su pierna, John, hizo por agarrarle de su cintura, asirla, pero tan pronto como éste acercó sus manos, su cuerpo, para abrazarla y evitar la caída, ella apartó sus manos como si de ello dependiera su vida, escondió su figura de aquellos fuertes brazos y se entregó a la tierra. Los paseantes siguieron la escena atónitos, con la boca abierta contemplando a cámara lenta la expresión de desprecio y repulsión de la joven, y finalmente su rostro empapado en miedo al percatarse de lo inevitable. Extrañamente aquella muchacha se había apartado ferozmente de las manos que la auxiliaban. John tomó distancias al arrodillarse frente a su cuerpo y analizar la gravedad del golpe, sus rodillas enrojecidas anunciaban sangre, sus manos plagadas de piedrecitas puntiagudas, en sus ojos un cielo que giraba sin freno… no tardaría en desmayarse. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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- Soy el Dr. John Zaisberger, no te asustes, esta mañana te has caído y he tenido que socorrerte. Estás en mi casa… - agregó cuando notó el movimiento de Marianne en el sillón que había instalado frete a su mesa, dudó de qué palabras decir, pues sabía que igualmente se sentiría confusa y desconfiada ante aquella situación. Aún con aquella escena frente a sí, se mantenía sosegado, hojeando concentrado el cúmulo de recetas y otros papeles que se amontonaban en su escritorio. Como había previsto, la joven, aún abriendo los ojos con dificultad y denotando cansancio, no tardó en ponerse nerviosa, y alterada, comenzó a buscar furtivamente salida en aquella habitación totalmente desconocida a sus ojos. - No sé quién eres… sólo te exijo que me liberes de esta habitación en la que me tienes reclusa. –No paraba aquella mirada vacía de desprecio, aquella misma de la cual se habían percatado los paseantes aquella mañana. Al igual que antes, John, totalmente inmerso en su trabajo, aun dudando añadió sereno y frío con sonrisa condescendiente: - Perfecto, si te encuentras con fuerzas vete. La puerta está tras de ti, luego sigue el pasillo y te encontrarás con la puerta que da hacia la calle, pero no creo que esa puerta te acerque más a la libertad que dices buscar. - Perfecto, me iré. – La misma expresión de ladrón descubierto en pleno hurto se apoderó de ella, que aún disimulando y ocultándose a sus ojos, ahora fijos y graves en los suyos, no podía esconder. Tomó sus pocas pertenencias, unos zapatos, que sostuvo sin siquiera ponérselos y un pequeño bolso que se apoyaba cuidadosamente junto al sillón. Intentaba con rabia olvidar aquellas palabras que seguían resonando con fuerza en su cabeza, cambiar aquella actitud ahora de vergüenza al escuchar el resumen más exacto que habían hecho de su vida. Su paso, que en principio era firme, se tornó vacilante. Enjugó sus labios y tomó aire. - Sabe Dios que odio el sabor eternamente amargo en mis labios... que mis sienes guardan tormentas, y mi cuerpo golpes que no cicatriza aún mi memoria… - …John…este lastre me hunde… Odio el fuego hiriente con el que te miran mis ojos, y más aún la repulsa que causan…- Su rostro ya era un mar de lágrimas- No podré enfrentarme a la realidad, el dolor que guardo envenena mis ojos– En aquel momento su mirada quedó hundida junto a aquel lastre del que hablaba. John, totalmente perplejo ante aquel ángel, quedó sin palabras. - No es la hora del té, pero… III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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- …estaría encantada. Tanto John como Marianne se dedicaron una fugaz sonrisa cómplice.

El ritmo de la naturaleza hacía perfecta mezcolanza entre flores y nieve, hacía poesía entre reclusión, soledad, liberación y calor. Y así, de este mismo modo, dos almas totalmente dispares se fusionaron encontrando amor y comprensión.

Una noche, cuando en el lecho, dormían sosegadamente, sin previo aviso, y sin saber él mismo por qué, John, se levantó de la cama. Fue llamado por una voz que le hablaba del orden de las piezas de su vida, era su conciencia. Entendió cada una de las palabras, y comprendió que ya era hora de dedicarle a la pieza más importante unos momentos de reflexión, en soledad. Tomó entre sus manos algunos de los enseres de Marianne y los metió en una pequeña cajita de latón. Comenzó a vagar por los largos pasillos del primer piso, sin rumbo, abstraído y dejando sin querer que sus pasos se dirigieran a la biblioteca. Su pensamiento estaba en ella, lo envolvía todo. Parecía preparado para comenzar el ritual.

- Parece que pretendiera entrar en tus sueños, ojalá me escucharas… intento creer que los ojos que acechan y censuran nuestro amor se iluminarán dándonos la buena nueva por este insignificante gesto, pero en realidad nada importa, salvo que estoy aquí para protegerte, porque sé todos tus secretos y nadie entenderá el dolor que presiona tu pecho y envenena tu ser salvo yo. Por fin encuentras reposo y me colmas de vida con una sonrisa que creías olvidada.- La pequeña caja quedó junto a unos libros de poesía de Paul Celan. - “En la fuente de tus ojos viven las redes de los pescadores de la mar extravío…”Acertó a decir como quien habla en sueños. - Desde este momento vivirás en mí, cómo no iba a ser así, si tu rostro mismo me habla de poesía- Emprendió junto a estas palabras la subida hacia el calor de su cama.

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Hiperboloides hiperbólicos de revolución, de Brigitte

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Había encontrado el manuscrito donde se hallaba la respuesta, ahora sólo hacía falta unir todas las piezas del rompecabezas.

- Señor Zaisberger, tiene que acompañarnos. - Un momento, por favor -conseguí balbucear.

Pero qué me había llevado hasta allí. Mi pensamiento se había detenido con esa cuestión y eran inútiles mis esfuerzos por realizar una lectura comprensiva del manuscrito. Tenía que salir de aquel sótano con el valioso original. Sentía caer sobre mi cuerpo el calor de la justiciera luz de la linterna. Tenía que tranquilizarme: el sudor frío empezaba a recorrerme la espalda, a surcarme la sien, como una helada hoja de navaja. Sólo tenía que coger el libro y salir corriendo. La idea se dibujaba muy fácil en mi cabeza. Suponía que mi cuerpo ágil me posibilitaría zafarme de aquella angustiosa situación, pero tenía muy presente mi torpeza a la hora de chocarme con el mobiliario, y el archivo bibliotecario era perfecto para ese tipo de encuentros. Y todo empezó a suceder rápidamente, como en una carrera de caballos donde andas desconcertado por no saber cuál es tu apuesta. Sam salió de su escondite, me hizo un guiño, me aparté y empujó la estantería sobre aquellos hombres grises. Aquel barullo nos permitió salir corriendo. Subimos por la escalera sin apenas tocar el suelo, hasta llegar a la zona de lectura. Sam iba abriendo paso entre los usuarios y el personal de la biblioteca, mientras lanzaba sillas sobre los que nos perseguían. Yo le seguía sin cuestionar sus métodos. Intentaba recordar lo que me había dicho Elizabeth al principio de la historia, sabía que en sus palabras residía la clave para resolver el acertijo. “Somos hiperboloides hiperbólicos de revolución”. Sí, esa era la frase enigmática que me había revelado la tierna Elizabeth, pero qué quería decir. Sabía que la respuesta estaba en el original que acababa de tomar prestado y que aquellos señores grises también querían conocerla. Guardé el manuscrito entre mi cuerpo y los pantalones: no era momento de tener mala suerte. Empecé a oír la respiración de Sam cada vez más cansada. De repente, Sam me susurró: III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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- Señor Zaisberger, me flaquean las fuerzas, siga usted corriendo que yo los contengo. Pasé a su lado, todo comenzó a dibujarse a cámara lenta: me dirigió un gesto de aprobación con una media sonrisa y vi de soslayo cómo empujaba una de las estanterías de libros, provocando un efecto dominó. Se levantó una gran humareda gris que nos rodeó a todos, pero yo no paré de correr; llegué hasta el mostrador de préstamos, lo salté y me encaré con Lady Dalia. Pensé que ya era el fin, no habría más escapatoria y yo ya no podía correr más. Lady Dalia me pidió que la acompañara y yo la seguí, como un autómata, sin cuestionarme nada. Supongo que siempre he confiado en las miradas bondadosas y en las ‘ladies’ encargadas de préstamos bibliotecarios. Pero, sorpresivamente, Lady Dalia no estaba allí para frustrar mi objetivo. Me pidió que le ayudara a mover el armario de las fichas de los libros y descubrí una puerta secreta detrás del mueble. Abrió la puerta con la llave que colgaba de su cuello y me dio una pequeña linterna que sacó del cajón de su escritorio. - Entre, no mire atrás y siga corriendo –dijo con su voz contundente y aterciopelada, al tiempo que me deseaba suerte. Pero, por qué me deseaba suerte. La puerta se cerró y quedamos a oscuras la pequeña linterna, el manuscrito y yo. Empecé a caminar cauteloso por aquel túnel húmedo. Sentía que algunas gotas de agua caían sobre mi cabeza y que algo rozaba mi pantalón. Me di cuenta de que era una rata –o algo parecido-. El terror se apoderó de mí, contuve el grito, pero otra vez tenía que correr. No quería morir devorado por millones de ratas, que es la cantidad que pensaba que había en ese túnel, aunque probablemente no hubiese ninguna y el roce que sentí en el pantalón había sido ocasionado por mi otra pierna. Con todos esos pensamientos fluyendo, intuí una luz al final del túnel, como en las películas de terror. Fui hacia ella, sin importarme las consecuencias. Cuando llegué, la puerta estaba entreabierta; metí la cabeza sigilosamente y allí estaba, Elizabeth, como siempre, sentada en su escritorio, leyendo. - Por fin has llegado, hacía rato que te esperaba –llegó a decir la tierna Elizabeth, sin levantar la vista del libro-. ¿Habrás traído el manuscrito?

Nos sentamos en el suelo a hojearlo. Volvía a tener entre mí ese olor a hogar, a Elizabeth. Cerré los ojos y aspiré. Los volví a abrir y allí seguía ella, ensimismada en la lectura, con su lazo azul en su pelo rubio rizado. Me miró y me sonrió. - Aquí está, Tom Zaisberger. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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“El ser es sólo un hiperboloide hiperbólico de revolución. Los pensamientos son energía que viaja por el espacio, saltando ante nuestras miradas como traviesas bolas de ping pong. El pensamiento se abre y se cierra, dejando paso a la luz, que nunca entra igual, que nunca es del mismo color.”

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La maté por un yogurt, de Claveroa kazile

“Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Fuera llovía intensamente. En el interior de la biblioteca el aire estaba cargado y nuestras respiraciones escondían a duras penas nuestro nerviosismo. No era para menos, la vida de uno de nosotros estaba en juego. Augustus portaba en su mano derecha nuestra única fuente de luz. Una vieja linterna. En el suelo, de rodillas, se encontraba Demian intentando encontrar la última pista de nuestra búsqueda”. Así comenzaba el primer libro que había sacado de la casa de la cultura, tenía buena pinta, en la portada del libro se observaba una biblioteca, cinco hombres en la sombra, vestidos con gabardinas y sombreros, uno de ellos con una linterna en la mano, otro de rodillas buscando algo, y uno más, alcahueteando, escondido detrás de la estantería. Lo más que me llamó la atención de este libro fue su título, “La maté por un yogurt”, lo cierto es que me intrigaba sobremanera qué relación podía tener este título con la portada, es por ello que me decidí a coger este ejemplar, entre otros que tenía mirados, como eran “Hamlet”, “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha” o “Cien años de soledad”. Nuestra traviesa curiosidad, que de locuras, acertadas o no, nos hace cometer. Lo cierto es que a mis 25 años no he sido un gran lector pero como la crisis me ha dejado en paro, y la hipoteca me ha dejado en la calle o lo que es lo mismo en casa de mi madre, cosa que no sé que es peor, dormir entre cartones o tener a tu madre preguntándote en todo momento con quién, a dónde y de dónde vienes a estas horas, me he decidido a leer que no cuesta nada y según dicen el saber no ocupa lugar, y menos mal que no ocupa lugar porque desde que mi jefe decidió presentar suspensión de pagos y he vuelto al hogar, me he encontrado en mi cuarto con un improvisado gimnasio, los hermanos no suelen preocuparse tanto por nosotros como las madres. No obstante, en mi primera visita a la biblioteca pública me he llevado varias sorpresas, primera en las bibliotecas se puede ligar, está prohibido hablar, y será por eso que lo prohibido encanta y atrae, hay gente interesante, y en la sección de física cuántica avanzada tienes toda la intimidad que necesitas. Esta nueva visión de la casa de la cultura resultó ser un emocionante descubrimiento; y la otra sorpresa fue enterarme de un concurso literario y como dijo un genio algo despeinado “No pretendamos que las cosas cambien, si siempre hacemos lo mismo. La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países, porque la crisis trae progresos. La creatividad nace de la III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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angustia como el día nace de la noche oscura”. Y como a mí angustia me sobra a borbotones he decidido presentarme. El concurso, ¿Cómo lo continuarías?, este es su nombre, consiste en elaborar un relato breve a partir de una imagen y de una frase preestablecidas. La imagen, es la de una chica con un bañador verde, flotando en una piscina con la cabeza ensangrentada y la frase de la cual debes continuar el relato es “Lo qué más le fastidiaba de las novelas que solía leer era, invariablemente, sus finales…” De entrada se me ocurrieron tres ideas, para confeccionar mi fábula de un devorador de novelas, pensé en hacer un relato, algo así como un menú literario metafórico astuto y comestible narración nombrando inteligentemente obras de todo tipo y de todo tiempo matizadas con exquisito y otras menos delicioso regusto gastronómico. También se me ocurrió escribir un relato que hiciera reflexionar sobre todo aquello que tiene un final produce angustia, pensé en un abogado al que abandona su mujer y para sustituirla se compra una muñeca hinchable, plástica, perdurable e imperecedera, pues rechaza todo aquello que es terminal como las plantas, las mascotas y hasta las películas. Concluyendo el relato con la proposición tan clara y evidente, que la confirmación de la vida es la muerte. Por último, la que supuse que sería la idea más brillante, hablar de un lector insaciable, de esos que leen todo lo que les llega a las manos, por la persuasiva curiosidad que los obliga a acabar todo aquello que empiezan, pero que decide insatisfecho por los finales que lee, dejar de leerlos y crear los suyos propios. Hasta que llega el día en que se encuentra con una novela de la que no puede crear el epílogo, por la confusión que le crea un libro con la portada equivocada debido a un error de imprenta. Al final me decanté por este relato por creerlo, ingenioso y divertido. Y como no hay peor esfuerzo que el que no se hace, en mi improvisado cuarto convertido en sala de pesas, me puse a escribir y aunque la primera intención de presentarme a este concurso fue entretenerme haciendo algo saludable como es ejercer la creatividad, tampoco me vendría mal el premio de un bono canjeable por 10 noches de hotel, y así escapar unos días de hermanos halterofílicos, madres siempre atentas y de esta crisis puñetera, que pagamos los que nada hemos hecho, tal vez por eso la pagamos, y sigue beneficiando a los de siempre.

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Lágrimas de Sapo, de Antártida

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Estaba a punto de conseguir la fórmula que le permitiría cumplir con el sueño que lo mantenía en vela desde hacía tantos años. Él era un hombre sencillo, de éstos que no llaman la atención. Era el dueño de la pequeña librería de un barrio periférico de una ciudad medianamente grande en Austria. No parecía tener mayores ambiciones que las necesarias para continuar con su negocio hasta que la salud decidiera otra cosa. Tenía la clientela suficiente como para mantener un empleado, encargado de realizar todo tipo de servicios que el señor Zaisberger le pidiera, mientras él se quedaba leyendo en el fondo del local, conversando a veces lo justo y necesario para parecer amable sin dar pie a que nadie se interesara por su vida privada. Su tienda tenía acceso directo a la casa adosada con dos plantas, gemela con las contiguas que ocupaban la calle Johann Strauss y donde vivía solo desde el fallecimiento de su esposa unos años antes. En la parte trasera de cada vivienda, altas paredes impedían ver el pequeño jardín que protegían. Sólo algún árbol que sobresalía o los aromas de la primavera, que los tímidos rayos de sol dejaban escapar, permitían imaginar que, detrás de aquellos muros, la vida continuaba. Al llegar las seis de la tarde, la actividad laboral en el barrio se paraba. El empleado del señor Zaisberger apagaba las luces de los escaparates, cerraba la puerta con llave desde el interior y se introducía en la trastienda con su jefe, dejando la librería a oscuras. La calle se quedaba tranquila, el silencio del barrio roto por el croar de los anfibios que ensayaban su canto todos los atardeceres del año desde el jardín del señor Zaisberger. Cuando alguien veía al empleado salir de la casa, solía ser de madrugada, lo que no desvelaba sospechas de ningún tipo ya que en estos países, la gente no acostumbra mirar por detrás de la cortina los vaivenes de los vecinos... menos una persona. Se trataba de un señor que, a pesar de un aspecto más bien cuidado, se dedicaba cada noche a hurgar en las basuras cercanas a la librería, recogiendo restos de manuscritos, hojas de papel ya escritas y arrugadas como borradores y toda clase de documentos. Se asemejaba a un ave nocturna, quizás un enfermo con metas irracionales o sueños incomprendidos. Nadie lo conocía. Mientras tanto, el señor Zaisberger y su empleado investigaban en secreto un remedio infalible para perder el miedo a la oscuridad, un fenómeno que podía transformarse en III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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fobia para ciertos seres humanos y fuertes depresiones para otros. Su esposa había padecido este mal teniendo horribles pesadillas y tremendas alucinaciones con sapos. Había sufrido tanto que, en su lecho de muerte, él le había prometido que buscaría una solución para que los hombres pudieran ver de noche como los gatos, y mejor aún, como los sapos. En un principio, había fabricado un pequeño estanque en su jardín para criar dichos animales y tenerlos más cerca. Por norma, se iba todos los domingos y festivos a distintos lugares del campo para observar su conducta. Empezó estudiando el medio más adecuado para su desarrollo, analizando la temperatura, la humedad, la vegetación y la dieta que necesitaban. Averiguó que su croar dependía de estos factores, así como el brillo de sus ojos naranjas que lo alucinaban. Pero le faltaban los medios científicos para indagar más. Fue cuando decidió contratar a un joven biólogo para que le ayudara en su búsqueda. Mientras éste dedicaba parte de la noche a pruebas, experimentos y cálculos de toda índole, el señor Zaisberger recopilaba toda la información encontrada en libros y revistas acumulados en estos años, procedentes de los cinco continentes. De este modo habían averiguado que los sapos tenían el poder de hipnotizar a una especie determinada de mosquitos para lograr capturarlos y que, una vez tragados, sus ojos empezaban a brillar como luciérnagas a la vez que su croar se transformaba en un suspiro hondo y largo, al final del cual, lágrimas fluorescentes deslizaban por la piel húmeda del animal. Entonces, pensaron que la solución se encontraba en el llanto del sapo. Después de analizar el veneno del insecto, para asegurarse de que no fuera nocivo para el ojo humano, se arriesgaron por fin a probar las lágrimas del sapo como las gotas de un colirio. Sus ojos se iluminaron a tal punto que pudieron ver durante diez segundos como a plena luz del día. El experimento empezaba a tener sus primeros efectos positivos. Los dos hombres continuaban investigando todas las noches buscando un mayor tiempo de visión, tratando de descartar los posibles daños para la vista y cada día descubrían más y mejores resultados. Una tarde, al cerrar la puerta del comercio y al apagar la luz, cinco hombres sorprendieron al empleado. A pesar de estar tapados bajo sombreros negros y gabardinas largas, él reconoció al hombre que husmeaba en las basuras. Con una voz algo temblorosa, les preguntó quiénes eran y qué querían. Con un foco potente aquel hombre indicó los estantes que se encontraban en la trastienda y ordenó al empleado sacar los libros uno por uno para enseñárselos. Ninguno se había dado cuenta de que el III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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señor Zaisberger, estaba escondido allí. Pero él, con lágrimas fluorescentes en los ojos había tenido el tiempo de ver grapados en las solapas de sus abrigos, la chapa de una multinacional farmacéutica. Entendió que aquel hombre lo había estado vigilando. La sospecha de una fórmula milagro para crear una medicina que pudiera enriquecer más aún a esta enorme empresa había traído a estos hombres hasta la pequeña librería de la calle Johann Strauss. Pero el señor Zaisberger estaba muy tranquilo, porque sabía que unos pocos libros no les podían hacer descubrir, lo que él, después de tanto esfuerzo, estaba a punto de conseguir.

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El libro de cuentos, de Doxa

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control, hasta que sintió el haz de luz que, procedente de su espalda, alumbraba el gastado y renegrido estante, donde pudo ver, gracias a la amarillenta luz, un rectángulo de color más claro, la huella del libro que, hasta ahora, siempre había estado allí. El libro rojo brillante que ya, él lo recordaba bien, no era brillante ni de ese color, sino que se había tornado en un granate oscuro, opaco, pero era su talismán, su seguridad. Aquel hueco vacío se proyectó en su interior, y fue él quien se sintió vacío; su mente se quedó hueca, todo su cuerpo era hueco. Un doloroso estremecimiento le recorrió de arriba abajo; sus pies estaban fríos y sudorosos; no sentía el calor de su corazón latiendo y moviendo su sangre; sólo había oscuridad y frialdad; y, entonces, comenzó el dolor. ¿Qué decir? ¿Qué pensar? ¿Como explicar?. Sólo tenía el recuerdo de la primera vez que tuvo aquel libro en sus manos; le había llegado por un azar del destino, no era a él a quien correspondía ser el poseedor de tamaño tesoro; pero allí estaba, en su recuerdo, la imagen del niño que con temblorosas manos acariciaba la tela áspera, que lo recorría con la punta de los dedos sin atreverse siquiera a presionar y sujetarlo con toda la mano por miedo a dejar una huella del sudor producido por la emoción. Cuando se pudo serenar y se atrevió a abrirlo, un torrente de letras llenaron sus ojos, acompañados de ríos de colores que se hacían más y más grandes a medida que él pasaba las páginas. Era el libro de los momentos felices de su vida, cuando siendo niño, se acurrucaba bajo la ventana de la casa grande, a la que él iba por las tardes a esperar que su padre terminara su jornada de peón, cortando y limpiando las plataneras que rodeaban aquella casa grande y tan misteriosa. Allí había niños con los que no podía jugar, pues el dueño de aquella casa grande, sin decirle palabra alguna, con una mirada despreciativa, que lo recorría de arriba abajo, y que le producía el mismo dolor y estremecimiento que estaba sintiendo ahora, era suficiente para que comprendiera que no podía jugar con aquellos niños. Agazapado bajo el vano de la ventana, junto al haz de luz cálida que, procedente del interior, se proyectaba a través de la misma, alumbrando las flores del jardín, aquellas flores que cuidaban las mismas manos que en aquellos momentos sostenían el libro rojo y brillante. Unas manos cálidas, suaves, que él miraba embelesado, pensando lo afortunadas que eran las flores por sentir su contacto y recibir sus caricias con las que él III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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tantas veces había soñado, se sentía celoso de las flores. Hasta que comenzaba a embriagarse con la voz dulce que leía las historias. Las Hadas Madrinas que podían cambiar el destino de los niños tristes y solitarios para hacerles felices... bosques, duendes, caballeros..., finales fantásticos, vividos por otros, pero en los que podía entrar y estar feliz con ellos mientras permanecía agachado contemplando aquella estampa de la señora acogedora leyendo cuentos a los niños de la Casa Grande. Durante mucho tiempo, ahora lo recuerda como un tiempo corto, fue feliz en aquel rincón del jardín, escondido para no ser visto, ni por el dueño de la Casa Grande ni por su padre ni por el servicio. Hasta que llegó el día, en el que su padre le ordenó meter todas sus cosas en la maleta vieja de cartón; no volverían nunca más. El dueño de la Casa Grande no quería que su padre siguiera trabajando en las plataneras; tenían que partir a un lugar seguro, lejos, donde poder trabajar y no ser perseguido por la gente como el dueño de la Casa Grande. Cuando ya todas sus pocas cosas estaban metidas en la maleta vieja de cartón, estando cerca de la puerta para partir, sintiendo el mismo dolor desgarrador que sentía ahora, alguien del servicio de la Casa Grande vino a buscarlo para llevarlo delante de la Señora que leía los cuentos, y ella con sus manos lo acarició, lo llamó por su nombre y puso, con una húmeda y tierna caricia, el libro rojo y brillante en sus manos y pronunció las palabras que habían sido su apoyo y su poca alegría a lo largo de la vida: “Toma hijo, es para ti, recuérdame siempre”. Pasado un tiempo, ya en la Tierra Prometida, donde su padre trabajaba durante todo el día, y él permanecía solo con el libro encerrado en aquella pobre e inhóspita habitación; repitiendo en alta voz las historias que se sabía de memoria por haberlas tantas veces escuchado de aquellos labios tan recordados. Descubrió que aquellos signos impresos en el papel se correspondían con los sonidos de su voz; que varios de aquellos signos unidos representaban cada palabra que él decía; y así, uniendo el sonido a cada letra, el significado a cada palabra escrita, empezó a leer; más tarde, se dio cuenta de que los mismos signos estaban en otras páginas, se repetían en otros libros. Empezó a imitar los signos, a copiarlos una y otra vez sobre el papel y así empezó a escribir... a partir de ese momento el niño llegaría a ser el señor Zaisberger (que no era su nombre), ni tampoco era un señor, sino un niño asustado y triste por haber tenido que alejarse de la ventana de luz que tanta felicidad le había proporcionado.

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De repente, una voz a su espalda que venía del lugar donde nacía la amarillenta luz que estaba iluminando la huella de su libro rojo y brillante en el estante, le hizo reaccionar , era una voz abrupta, acuciante, que le exigía la entrega de su libro rojo y brillante, del que sólo quedaba la huella en el estante. Lentamente, el señor Zaisberger se dio la vuelta y cegado por la luz que le impedía distinguir el rostro de quien sostenía la linterna, preguntó: ¿Por qué buscas el libro? Sólo es un libro de cuentos... mi libro de cuentos. ¿Sólo cuentos?, respondió la voz; lo que hay en el forro de tela no es un cuento, es el papel que te convertiría en heredero de una gran fortuna.

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Un lugar para dormir, de Bárbara

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Era como si ya lo hubiese vivido. Intuía que algo así podía suceder cualquier día y lo había advertido al equipo directivo poco tiempo después de inaugurarse la nueva biblioteca municipal. Le parecía una locura mantener el recinto abierto durante toda la noche, bajo la responsabilidad de sólo dos personas. Aquel invierno estaba siendo especialmente frío. Más de lo que recordaba nadie en la ciudad. La crisis económica que hacía mella en todo el planeta, comenzaba a hacer estragos en aquella pequeña ciudad de provincias. En poco tiempo, menos de un lustro para ser exactos, el único mendigo de la ciudad, conocido por todos como “amiguito”, había visto incrementar de forma progresiva y alarmante la competencia en las calles. Un día sí y otro también, numerosos desempleados, nuevos y veteranos, eran arrojados fuera de sus hogares por los dueños de los inmuebles, cansados de esperar la prometida paga que nunca llegaba. Con el paso del tiempo, se convirtieron en habituales las reyertas por el control de las zonas de dominio e influencia de cada cual. Se daba la curiosa circunstancia que entre aquellas personas sin techo nació un líder. Le conocían por Rajuyo. Llegado de algún lugar remoto que nadie sabía situar en un mapa, y hablando en una lengua que todos decían desconocer, lo cierto es que apenas sin esfuerzo logró introducirse entre ellos. No sólo eso sino que consiguió paulatinamente organizar sus vidas y convertirles en algo parecido a un ejército, con regimientos especializados en pequeños hurtos, búsqueda y almacenamiento de productos alimenticios que reuniesen las mínimas condiciones para ser ingeridos sin pronóstico de sufrir envenenamiento, y de localizar lugares donde poder dormir o, al menos, descansar el cuerpo durante algunas horas. De una forma sutil y progresiva, Rajuyo les impuso también una forma de vestir, con chaquetas de paño grueso y sombreros de fieltro marrón, que generalmente sustraían en los puestos del mercado. Las bajas temperaturas que se alcanzaban durante la noche hacían cada vez más temerario el dormir a cielo abierto y los sitios para hacerlo eran cada vez más escasos. Por otro lado, el albergue municipal estaba siempre lleno y sólo daba cabida a los más madrugadores. Incluso, había quienes lo consideraban un lugar denigrante, teniendo en consideración sus orígenes pequeño-burgueses. Estos, aún a riesgo de su salud, III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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preferían dormir a la intemperie, cubiertos por una manta o unos cartones. El parque y los alrededores de la plaza eran sus lugares predilectos ya que disponían de agua y en las papeleras era habitual encontrar meriendas de niño a medio terminar. Fue al Chano a quien se le ocurrió lo de asaltar la biblioteca en tropel y exigir el derecho a dormir en un lugar cálido y confortable aquella noche de tormenta. Pese a algunas objeciones iniciales, la idea prosperó rápidamente y contó con la aprobación de Rajuyo. A las doce menos cuarto, según marcaba el reloj de la sala principal, un grupo de hombres irrumpió en el recinto aprovechando un apagón a causa de la tormenta. Allí se encontraron a un vigilante asustado y perplejo a quien obligaron a desalojar varias estanterías de libros, pensando en utilizar las baldas más bajas y anchas como literas improvisadas. Sólo dos personas se encontraban a esa hora consultando el archivo y sin dar ninguna muestra de querer participar de lo que allí estaba sucediendo, fuera lo que fuese, abandonaron el recinto sigilosamente. Mientras tanto, el señor Zaisberger, oculto tras una estantería, y aparentemente tranquilo, se disponía a pulsar la alarma que estaba destinada a avisar de situaciones como aquella. Se imaginó la posible escena que tendría lugar en los siguientes días. Sentado cómodamente en el despacho del Director, éste le reconocía su eficaz actuación, pero sobre todo le pedía disculpas por no haber tomado en consideración su aviso de peligro. La portada del periódico local recogía al día siguiente una fotografía en la que una decena de hombres eran introducidos en varios coches de la policía, aparcados frente a la entrada de la biblioteca. Llovía. Los faros de uno de los coches iluminaban el rostro de Rajuyo, que miraba fijamente a la cámara. Sonreía y en su sonrisa se echaban en falta varias piezas dentales. Alzaba la mano derecha, y con los dedos índice y corazón hacía una señal de victoria.

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El manuscrito, de Hanewa

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control, pero empezaba a desesperarse, aquellos hombres mirándole lo estaban agobiando.

¿Dónde podía estar el manuscrito?, hasta hace una semana estaba dentro del libro. ¿Quién podía haberlo cogido? Nadie sabía de su existencia. Su vida dependía ahora mismo de encontrarlo y el tiempo se le estaba agotando.

Todo empezó una tarde lluviosa de abril cuando su amigo Estévez estaba agonizando en la cama por una larga enfermedad, había sido un hombre de éxito en la vida, envidiaba todo lo que Estévez tenía, casas, viajes, carreras de caballos.

En la habitación del moribundo apareció su abogado, quería hablar con Zaisberger.

- Señor Zaisberger, el señor Estévez le ha dejado este manuscrito en herencia. - Muchas gracias, no tenia ni idea que fuera a dejarme algo- sonrió.

Cuando empezó a leer el manuscrito una leve sonrisa le recorrió el rostro, era lo que había estado buscando a lo largo de toda su vida.

- Amigo mío -dijo Estévez– quiero hablarte de ese manuscrito - Sé todo sobre el manuscrito de las claves del éxito, es lo que estado deseando a lo largo de mi vida, sólo tenía que esperar el momento de tu muerte para tenerlo entre mis manos- dijo Zaisberger con una sonrisa malévola. - No te hará feliz, terminarás como todos sus anteriores dueños, solo y con una muerte trágica.

Zaisberger no hizo caso de las advertencias de su amigo, se dio la vuelta dejando al moribundo solo en su agonía.

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Ahora, cuando su vida dependía de ello, se arrepintió de no escuchar a su amigo esa tarde de abril, su vida se había convertido en un auténtico calvario, tenía todo lo material, pero a cambio de sufrimiento dolor y soledad. En su desesperación por encontrarlo empezó a arrancar las páginas una a una de los libros, los tiró al suelo y empezó a mirar por las estanterías, cuando de repente vio a Pérez allí, escondido detrás de la estantería.

¿Qué hace aquí, habrá venido a ayudarme?- pensó Zaisberger.

Cuando se fijó en el bolsillo del pantalón de Pérez y vio que asomaba el manuscrito.

¿Pero cómo era posible que un simple mayordomo supiera de su existencia?- se preguntaba una y otra vez.

Entonces fue cuando se dio cuenta que Pérez no estaba allí para ayudarlo, simplemente estaba esperando su muerte, como había hecho él con Estévez.

En los últimos meses lo había tenido todo, viajes, casas por todo el mundo, amigos, mujeres, pero se dio cuenta que lo único que había tenido era lo material, su vida estaba vacía, el dinero no le había dado la felicidad, ahora se encontraba solo frente a su muerte.

De repente sonaron dos disparos en la fría noche.

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Una mañana en el Orotava, de Torre de Dubrovnik

Incluso en aquellos angustiosos momentos el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Y es que, además, 1944 se había presentado con bastantes esperanzas: no sólo el recuerdo de Tobruk, de Stalingrado, y ahora de Sicilia, sino, mirando al futuro, las cartas de la condesa y el vértigo feliz que éstas le traían sobre la confianza de que pronto el monstruo pudiera ser reducido en su propio búnker. Un encuentro rutinario, pensó, cuando desde el gobierno civil le avisaron de la visita de dos funcionarios, uno del propio gobierno civil y otro del consulado de Alemania; a tomarse una ginebra gratis, sonrió para sí el señor Zaisberger. Mientras, desde su puesto detrás de la barra, observa, por el ventanal izquierdo del bar del Hotel Orotava, las ruinas del castillo entre el edificio del cabildo insular y la farola del mar. Es para construir un monumento funerario, dicen. El castillo ya no es sino un refugio de ratas, piensa, abrigo de militares gordos de bigote grasiento, rezagados de la división azul, holgazanes de la unidad de destino en lo universal; y el monumento honrará la memoria de los caídos de la cruzada, dicen también. El señor Zaisberger había llegado a Santa Cruz, para repostar le habían dicho, a bordo del Kostrena, en un día claro del verano de 1934, rumbo a Buenos Aires, para acercarse luego hasta la colonia sefardí de Montevideo que le había brindado amparo. Pero, ya en tierra, pensó que aquel paisaje a mitad de camino, que pisaría sólo durante unas horas, merecía una estancia más prolongada. El mar atlántico no había presentado hasta aquella mañana ese azul, para él desconocido, que se rompía contra los acantilados de Anaga. Y la plaza que ascendía a partir del castillo la habían bautizado con el nombre de la Constitución, no la de 1812, seguramente, más posible la de 1931. Si me quedo tendré tiempo de averiguarlo, se dijo. Y España había cambiado mucho; la joven República podría ser también un buen refugio frente a los aires que se adivinaban en Europa. Él, Josef Zaisberger, era, o había sido, profesor de literatura clásica; todavía no se acostumbraba a reconocer qué forma del pretérito describía mejor su situación respecto a la cátedra que ocupó durante algunos años en la universidad de Berlín. Dejar el Kostrina en el último minuto antes de la partida no fue difícil; le ayudaba su equipaje exiguo: seis libros, unas cuantas prendas de vestir y una foto junto a la condesa frente al castillo de Dubrovnik en el último y reciente verano cuando ya sabían que no podría acabar el año en su cátedra ni siquiera en suelo europeo. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Al funcionario autóctono ya lo conocía; a la tercera copa, como siempre, estaría entregado. Al del consulado no, ¿qué querrá? Nada que temer, supuso, y el señor Zaisberger, dedujo una vez más que todo continuaba bajo control. Sin embargo aquella mañana pensó, cierto que no por primera vez, que aquel régimen nacional sindicalista, como ellos mismos se habían bautizado, se afianzaba cada vez más en la imitación de un horror que tan bien conocía él. Quizás habría que recuperar la idea de Montevideo y la colonia sefardita si aquel eje persistía en su giro ideológico y criminal. El señor Zaisberger también era popular entre los marineros de la flota frutera que con regularidad atracaba en Tenerife para transportar plátanos y tomates a Inglaterra, o entre los mercantes que hacían escala en Santa Cruz desde Hamburgo a Buenos Aires o La Habana. Los cócteles del señor Zaisberger eran el preámbulo de una ansiada incursión de los marineros de cualquier bandera a los prostíbulos situados a la espalda del hotel Orotava, entre la Plaza de la Constitución y la calle del Barranquillo. Entre escala y escala algunos de aquellos lobos rubios entregaban al señor Zaisberger anónimos envíos procedentes de algún consulado noruego a donde la condesa sabía hacer llegar su carga casi diminuta; pequeños paquetes con libros de su antigua biblioteca y cartas que quemaba tras su lectura; cápsulas de esperanza y recuerdos destinados a urgente ceniza. Aquella mañana escuchó con renovado placer la sirena feliz del Betancuria cuando atracaba en el dique sur. El capitán no traía ningún paquete de libros; sólo una carta de la condesa que el señor Zaisberger guardó con cuidado en el bolsillo interior de su chaqueta blanca. Ya la leeré, supuso, ahora tenía que atender a la anunciada pareja. No pidieron ginebra, el alemán tiene cara de hurón y parece abstemio, pensó Zaisberger, sólo quiere bajar al sótano para ver la biblioteca. Tampoco era un secreto que reunía sus libros de literatura clásica y filosofía junto a la contabilidad del hotel; nada comprometedor; no eran buenos tiempos para el papel impreso y cualquier aventura posterior a Cicerón seguía, igual que las cartas, el apremiante camino del crematorio. Bajaron con prisa la escalera que conducía al sótano oscuro. Después de un registro profesional bajo el foco de una linterna totalitaria, el herr no parecía satisfecho. Sólo quedaba la parte baja de la estantería, un pequeño cuadrilátero desierto, y acabaría la visita. Ya está bien, dijo, sin embargo, el de la linterna, vacíese los bolsillos. El señor Zaisberger acusa el golpe y se deja caer de rodillas ante la inocente biblioteca mientras el cono de luz lo aplasta contra su propia y reducida sombra. Con los ojos cerrados se aferra a la carta del bolsillo y recuerda a la condesa, las torres de Dubrovnik, la colonia III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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sefardí de Montevideo. Por primera vez, en los últimos diez años, el señor Zaisberger reconoce, ante sí mismo, que de pronto ya nada está bajo control.

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El mayordomo y la lectora de cuentos, de El alquimista

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control y junto a su hijo buscaba con premura en la biblioteca. Tenían que estar allí. Era el único lugar de la casa al que no tenía acceso el personal de servicio. Ella se ocupaba personalmente de su cuidado. Y siempre salía de allí, cuando aparecía engalanada con sus mejores joyas. El tiempo apremia. La ceremonia está fijada para las ocho de la mañana. Comienzan a llegar los asistentes, familiares y amigos. Como es lógico, entre ellos no podía faltar Consuelo, la joven que desde hace dos años le visitaba todas las tardes y leía en voz alta sus libros preferidos. Llevaba en el vestido un broche que había pertenecido a la difunta. El mayordomo comprendió su búsqueda infructuosa. Se le habían adelantado.

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El misterioso misterio del señor Zaisberger, de El pequeño Cervantes

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. ¡Estaba robando en una biblioteca! Cada vez que cogía un libro lo tiraba en una montaña de ejemplares. ¡Y para colmo la policía ya estaba dentro! Yo también, pero me había escondido debajo de una mesa. Sólo vine porque quería avisarle del anuncio que había en el periódico. ¡Era fantástico, aseguraba que había un tesoro en una isla del Atlántico! En un momento, Zaisberger paró de sacar libros y se dirigió a otra estantería: había encontrado lo que buscaba. Era un tomo de unas 1000 páginas. Lo cogió y también se llevó consigo uno mucho más grueso. ¿Qué haría con él? Pues fíjense que mi profesor (Zaisberger era mi profe de literatura) dice que los libros sirven para todo. Yo no le creí hasta que tuve la ocasión de ver esa escena. Sacó una cerilla de su bolsillo y empezó a quemar el libro grueso. Se lo arrojó a los policías que, a su vez, intentaron apagarlo. Pero el fuego ya era demasiado intenso. Tuvieron que huir. Yo me partí de risa pero no me constaté que el desastre avanzaba hacia mí. El señor Zaisberger ya había salido del edificio sin ningún problema. En cambio, yo tuve necesidad de saltar por la ventana. Mi profesor de Literatura, que me vio, me llevó al hospital. Me pusieron un vendaje. Al día siguiente, me dirigí hacia el instituto para darle las gracias. Pero no estaba. Pregunté por él pero nadie sabía ni dónde estaba ni lo que había pasado aquella noche. Así que fui a comisaría. - Perdone usted. ¿Hay aquí un preso con el nombre de Zaisberger? – pregunté. - ¿Zaisque? No, ¿Por qué? - Pues… porque… me mandó una carta diciendo que estaba en la cárcel. Debía ser una broma. Me parece que el guardia no se convenció demasiado de mis palabras. - ¿Ha leído el anuncio del periódico? - ¿Se refiere al robo de la biblioteca? Sí. - Exacto. Así que ande con cuidado o le robarán. - ¿Le han identificado? - No. Pero lo haremos pronto. Fui a su casa y tampoco se encontraba allí. Reflexioné un rato y pensé que se habría ido a su lugar preferido: el Museo de la Literatura. Estaba muy lejos de su casa pero no podía abandonar. Desafortunadamente mi largo camino resultó inútil. Como no sabía III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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qué hacer me di un paseo. Y justo en el edificio del frente, allí en la ventana, ante mis ojos, se encontraba la persona que andaba buscando. Llamé al timbre y nadie me abrió. Lo pulsé una y otra vez y nada. Me estaba achicharrando al sol cuando se me ocurrió una idea. No era muy brillante pero no iba a desperdiciar mi único recurso. Mire por si pasaba alguien. Perfecto, nadie. Cogí impulso y afortunadamente se abrió la puerta. Subí las escaleras hasta el piso donde creía haber visto a Zaisberger. Derrumbé la entrada a patadas, ya que, aunque llamara insistentemente, ninguna persona me abriría. Mi querido profesor no se molestó ni en saludarme. Simplemente me dijo: - Estoy estudiando un viejo mapa. -¡Ah! Ya veo que te has fijado en el anuncio que había en el periódico; es fantástico. - Creo que no has comprendido. Estamos bajo la pista de dónde se enterró a Miguel de Cervantes. Como tú ya sabrás si has atendido en clase, su cuerpo nunca se encontró. - Vale. Pero hay un tesoro escond…- empecé. - ¡Esto es un tesoro literario! – me cortó. - ¡¡El tesoro vale más!!- grité. - ¡¡¡¡¡Eso también, nunca se encontró y numerosas personas darían lo que pudieran e incluso más, por tenerlo!!!!! - P… pero… - El tesoro, otro día. Hoy Cervantes. - Vale. Pero que conste que lo hago a la fuerza – respondí. - Retrocedamos a ayer en la biblioteca. Yo estaba buscando tres de los

libros

principales que escribió, Don Quijote, La Galatea y Los trabajos de Persiles y Sigismunda. En cada uno de los tres hay un fragmento del mapa. Cuando entró la policía sólo tenía dos. Tuve que llevarme el libro conmigo porque si no verían el papel y era algo arriesgado. Y ellos creyeron que robé el libro. Así que me he instalado aquí por si acaso. - Aún me queda una duda: ¿Cómo descubriste la existencia de tal mapa? - Ah, si casi se me olvidaba. Estaba leyendo el Quijote, que, por cierto, ya era la sexta vez que lo leía, cuando me fijé en que había una pequeña inscripción en negro en la esquina de una página. El libro era una edición moderna y me puse a leer lo que allí estaba escrito:

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Par…ber…donde…s…ent…Cerv…ver…lo…libr…escri…po…e…en…la…

lioteca…

de… Teruel. Firmado: pris… d… cárcel.

Por lo cual deduje que un prisionero de la cárcel sabía dónde estaba enterrado Miguel de Cervantes. Supuse que el secreto estaría repartido en varios ejemplares. Cogí los tres más famosos imaginando que encontraría el mapa completo; y acerté. Pero ahora hay algo que no entiendo: en el mapa pone que está enterrado en un país lejano, Cuba. Así que haz tus maletas, que tenemos que tomar un avión. No tuve tiempo de protestar porque él ya me estaba arrastrando y metiéndome en un taxi. En el aeropuerto le dije: - Pero, no tengo dinero. - Yo tengo suficiente para dos. Nos subimos al avión y unas horas después llegamos a nuestro destino. En La Habana acudimos a la Oficina de Turismo, donde nos dieron un plano de la ciudad. Lo comparamos con el nuestro y sólo encontramos una pequeña diferencia: en el nuestro había una calle que no aparecía en el que nos habían dado. Nos dirigimos extrañados hasta aquel sitio. El segundo mapa tenía razón, no había calle. Seguramente lo de Cervantes era una broma pero Zaisberger no estaba de acuerdo. - ¡Ya está! Habrán tapado la calle y tendremos que bajar a las alcantarillas. Y, con suerte, descubriremos su cuerpo. - Pero… - Nada de peros. Necesitamos un plano. Volvimos a la Oficina de turismo y nos dijeron: - ¿Para qué han vuelto? ¿Problemas? - No. Estamos de nuevo aquí porque quisiéramos un mapa de las alcantarillas – dije yo. Ellos me miraron como si les hubiera preguntado si aún existían los dinosaurios (evidentemente que no). - ¿Para qué íbamos a tener tal plano? – interrogó. - Pues para…- empecé. - ¡Váyase de inmediato! – gritó finalmente uno de los empleados.

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Buscamos desesperadamente, pero todo el mundo nos echaba. ¿Qué tenía de malo? Bueno, entiendo que sea un poco raro pero nos podrían dar algo de información. Zaisberger ya estaba casi llorando: - ¡Nunca podremos encontrarlo! La policía descubrirá que yo he sido el ladrón y que he comprado dos billetes de avión para la Habana, y nos detendrán. - ¿A mí también? - pregunté. - Pues claro, por cómplice – respondió. - ¡Porque te he escuchado! - Tranquilo, bajaremos sin mapa. No contesté. Levantamos la tapa de alcantarilla más cercana que, estaba muy lejos de la zona donde buscábamos, pero era nuestra única solución. Yo siempre pensé que las cloacas no eran para tanto hasta aquel día. Había ratas, telarañas, suciedad, y lo peor, la acera interior era estrechísima: si te resbalabas, caías en un río negro y asqueroso con restos de comida, también, ¿cómo podría decirlo?, así, heces, latas de conserva, y algún que otro animal muerto. También había muchos túneles, pero gracias a nuestra brújula no perdimos la orientación. De repente se oyó un horrible ruido por encima de nosotros. Me estremecí. Menos mal que Zaisberger me calmo al decirme que simplemente era un autobús. Mi amigo tropezó y la brújula cayó al agua. Estábamos en un gran aprieto, había muchos túneles y si nos perdíamos nunca encontraríamos el cuerpo de Cervantes. - Puede que encontremos un pasadizo secreto que nos lleve directamente a lo que buscamos – supuse. - ¿Para qué iba a haberlo? En ese instante una rata más grande de lo normal pasó al lado de Zaisberger. Se apartó de ella pero no recordó que la acera era estrechísima y cayó al agua. Intenté sujetarlo, pero ya era demasiado tarde. ¿Me iba a quedar allí y dejar a mi amigo solo? ¡No! Me arrojé al agua y pasamos un buen rato sumergidos. Cuando salimos a flote, apestábamos. Rescaté a Zaisberger y subimos a la acera. Nos encontramos frente a tres túneles distintos. Mi amigo tomó uno y salió por otro. Así que cogimos el tercero. Caminamos un buen rato hasta estar, sin saberlo, debajo de la calle que buscábamos. Había un agujero en el techo que nos invitaba a investigar. - Tu teoría del pasadizo secreto no era del todo falsa. Ahora sólo nos queda subir allí arriba.

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Me monté en los hombros de Zaisberger y entré por el agujero. ¡El prisionero había pensado en todo! Por si cerraban la calle había hecho otra entrada. Después subió mi amigo. Nos quedamos sin aliento cuando observamos la tumba de Cervantes. La abrimos y metimos sus huesos en nuestras mochilas. Salimos de las cloacas y nos fuimos al aeropuerto sin ni siquiera darnos un baño. Todos nos miraban de reojo. Al llegar a casa la policía nos detuvo. Fuimos al juzgado. - Zaisberger, explíquese. - Señor, tuve que quemar la biblioteca por razones literarias. Estaba bajo la pista del cuerpo de Cervantes, si se lo hubiera dicho me tomarían por tonto. Mi amigo aquí presente me ayudó. Tome lo que hemos encontrado. Nos dejaron en libertad y desde ese día fuimos famosísimos. Por el camino que lleva al colegio me dijo: - Haz tus maletas, nos vamos. - ¿A dónde? - A buscar un tesoro, destino: Tailandia.

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Necesidad vital, de Mo cushla

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. En efecto, corrían las 2 de la mañana de un jueves y allí estaba el menudo intruso que había osado perturbar una noche más de apacible guardia en la biblioteca de la región de Rodenkirchen, perteneciente a la ciudad de Colonia. “El sargento implacable” —así era conocido el guardia de seguridad por su inmutabilidad ante cualquier tipo de situación— al mismo tiempo que alumbraba con un nimio y turbio haz de luz proveniente de su linterna, se dispuso a recordar cómo momentos antes su rato de libertad solitaria se veía interrumpido por unos ruidos extraños. Unos ruidos diferentes al hojeo del libro que en ese momento estaba dispuesto a asaltar como si de un pirata se tratase. Unos ruidos diferentes al susurro sibilante producido por los suaves soplidos de las cortas pero incesantes ráfagas de viento que se adentraban por medio de una ventana entreabierta. Sus sospechas se habían confirmado. No podía ser otro el que se atreviera a adentrarse en las penumbras de una biblioteca pública sin permiso y a esas horas de la madrugada. Era Fritz. Desconocía su apellido. Sólo tenía conocimiento de la fama que se le había atribuido por el número reducido de habitantes de la localidad. Fritz era un joven de distinción peculiar al que todos tenían por un alma solitaria. Sin duda, era diferente al resto del vulgo. Al muchacho se le conocía por deambular por las calles más recónditas de Rodenkirchen, solitario y con la mirada perdida. Sin embargo, toda esta descripción es fruto de una mentalidad superficial y meramente basada en los prejuicios. Como ya diferenció Platón en su dicotomía entre el mundo sensible y el mundo inteligible. Fritz sentía que desde hace ya mucho tiempo había ascendido a ese mundo etéreo y divino en el que se aboga por ir siempre un paso más allá de lo que está preestablecido. Por tanto, la realidad era otra. Ese muchacho al que todos consideraban como alguien con un defecto de fábrica era un erudito en ciernes. Una persona docta que, desde que tenía uso de razón, se veía a sí mismo con un libro bajo el brazo. Ese era uno de los pocos recuerdos de la infancia que asomaban a su memoria: el día en que sus difuntos padres le hicieron regalo de su joya más preciada. Su primer libro. Desde la misteriosa muerte de sus padres, Fritz había basado su vida en su única compañía. Los libros se habían convertido en viajeros infatigables allá por donde transitaba su inteligente portador. No hablaban, no sentían, permanecían inertes. No III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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obstante, esto no fue un impedimento para que un alma desdichada por los designios de la vida encontrara de nuevo lo más cercano a la felicidad y a la plenitud. Ese fue el principal motivo que le llevó a asaltar la biblioteca en una situación como esa. Quería seguir explotando lo que él creía como una fuente inagotable de letras, palabras y párrafos, hilvanados todos con una maestría digna de la mayor de las admiraciones. Mientras, el robusto —pero, en el fondo, noble— guardia seguía indagando en lo más profundo de su naturaleza deductiva para tratar de averiguar qué motivo podría haber impulsado a ese pobre muchacho a colarse en un edificio en el que, incluso de día, poca gente se atrevía a hacer acto de presencia. Zaisberger no dejaba de apuntar con la linterna y permanecía impasible observando el modus operandi del singular intruso. Sin embargo, la inhabitual pasividad del “sargento” había germinado en él un sentimiento que iba desde la lástima hasta la fascinación. Seguía contemplando cómo Fritz estaba agachado sobre sus rodillas a la altura del último estante de abajo de la estantería en la que se encontraban los grandes clásicos de la literatura universal. A su vera seguía amontonando pilas de libros de forma aleatoria. Parecía tener la necesidad perentoria de encontrar algo que no era capaz de hallar. Como si su vida dependiera de ello. Por fin Zaisberger se había decidido a actuar promovido por una curiosidad que le inundaba todo el cuerpo y que, del mismo modo, le conmovía el corazón. No podía seguir viendo aquel rictus desesperado y lleno de sufrimiento. - ¡Oye, muchacho! ¿Qué haces? – exclamó el atemorizado guardia. No hubo respuesta alguna por parte de Fritz, que seguía inmiscuido en su ardua tarea de encontrar su objeto tan ansiado. Después de esto, Zaisberger se armó de valor y optó por agarrar al joven por la cintura y zarandearlo de manera que volviera al mundo terrenal. - ¡Fritz! ¿Cuál es tu propósito? – insistió Zaisberger. - Se han acabado… - pronunciaba el joven, desesperado, con voz entrecortada. El llanto se había apoderado de él. - ¿Qué se ha acabado? – preguntó con más interés aún. - Aquello que me evadía de la realidad y me hacía levitar incluso estando acostado. Mis únicos compañeros de mil y una batallas. No me quedan libros por leer, señor – balbuceó.

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Tras una respuesta tan insólita parecía que la conversación iba a acabar ahí. Pero no fue así. Zaisberger supo ver a los pocos segundos una solución que debería contentar al pobre Fritz. - Y, ¿acaso la vida fija sus fronteras a la simple lectura de libros, Fritz? La solución la tienes en tus propias manos y está más cerca de lo que crees. Llénate de historias como si fueras un manantial que da cobijo a todo un tropel de gotas. No te centres únicamente en tomar vida de lo que ya otros han escrito. Róbale las palabras a la vida y extrae el aliento de lo más profundo del alma de las personas. Haz honor a eso que llaman escribir.

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Ni por venganza ni revancha, cosas de la vida…, de Alex Gerard

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Pero le costaba mucho seguir soportando la humillación que sentía y sufría desde los once años, cuando quedo huérfano y comenzó como recadero en la empresa del abuelo quien, ahora, lo iluminaba con una linterna, mientras que él estaba esa madrugada de domingo, en cuatro patas, rebuscando en el archivo de la firma y a escasos cuatro días de su jubilación. Un rayo había caído sobre una torre de alta tensión en La Orotova, y había dejado todo el norte de la isla de Tenerife sin suministro. Eso no fue impedimento para que el nieto heredero del emporio lo fuese a buscar a las dos de la madrugada a su humilde casa para obligarlo a hallar la escritura del edificio donde se encontraban, que era precisamente la sede de la compañía Vázquez Villar. Ese era el apellido de la familia y de los tres patrones que había tenido. El abuelo Dionisio había sido el más bravo de todos ya que, además de bruto e ignorante, era avaricioso, maleducado, violento y con una ambición descontrolada que le sirvió para estafar a gente muy humilde, apropiándose de sus bienes a precio vil y en muchas ocasiones sin ni siquiera pagar un céntimo por ellos. Los propios padres de Leonardo Zaisberger habían fallecido al desbarrancarse el carro en donde llevaban los pocos muebles que habían sacado de la pequeña finca de la que los había desalojado Dionisio. Leonardo fue criado por sus abuelos e, irónicamente, pasó a prestar servicios sin horarios ni descansos para el inhumano personaje. A sus casi sesenta y cinco años, el empleado aún rememoraba y dolían los cachetazos, coscorrones y puntapiés que sin ningún motivo le gustaba propinarle el gran cacique. Luego que el viejo murió (mientras visitaba una finca expoliada a otros pobres labriegos de Granadilla), se hizo cargo su único hijo, David, quien había ido a la universidad y se había recibido de abogado. Los estudios no modificaron la nefasta herencia genética, pero David había recibido mucho sin esfuerzos y también había cogido el gusto por los costosos placeres mundanos y los delirios de volar alto en el mundo de las finanzas. En esos “vuelos” dilapidó alrededor del 40% de la fortuna con pésimas inversiones de bolsa. Para ese tiempo Zaisberger, ya revistaba como contable de la empresa y había cobrado una ínfima herencia de sus abuelos. El empleado había observado el funcionamiento del sistema bursátil y comenzó con sus ahorros a tentar suerte. Al tiempo que su patrón perdía fortunas, el contable, en completo secreto, acertó en comprar y vender III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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oportunamente y se hizo con una suma millonaria que fue acrecentando con ganancias aún más increíbles en el devenir del tiempo. Cuando Don David murió (víctima de un coma etílico acompañado por un cóctel de ansiolíticos), tomó las riendas Francisco (el de la linterna). También era único hijo, abogado y un calco exacto de sus antecesores. Como si de una tradición familiar se tratase, se esforzó por aumentar el caudal de improperios, insultos y situaciones denigrantes para con el que siempre había sido un fiel, leal y excelente empleado. No tenía familia, era soltero y poseía la soberbia y los aires de grandeza de aquellos que no han sufrido necesidades. El alcohol, las amistades equivocadas, el juego y sobre todo las inversiones erradas, hicieron que los bancos le cerrasen el flujo de créditos. El contable estaba al tanto de todo y el patrón le ordenó que consiguiese algún prestamista que solucionase su problema de efectivo y sin que nadie se enterase. El empleado le comunicó que había alguien de su confianza, el señor Mandelbaum y, que para mantener total reserva, se ofrecía personalmente como intermediario. Las condiciones impuestas y convenientemente aceptadas fueron que el dinero se daría sólo a cambio de las escrituras de propiedades, los montos no tendrían discusión y no habría contemplaciones en la ejecución de los impagos. En menos de 4 años todas las propiedades del emporio habían pasado a manos del prestamista, salvo el edificio de oficinas en el cual Zaisberger acababa de encontrar la escritura del mismo, bajo la torrencial lluvia de insultos que le dedicaba Francisco. Cuando la hipoteca de ese edificio se ejecutó, desapareció totalmente el imperio. Ya jubilado Zaisberger, vivió siete años más y murió durmiendo en su humilde casita de La Guancha. Al encontrarlo observaron en su pálido rostro una sonrisa de satisfacción y bienestar, como si hubiese dicho antes de irse; “me voy conforme, he hecho lo correcto”. El prestamista que Francisco nunca conoció lo desalojó por impago del alquiler de su residencia. El ex-magnate terminó, literalmente, viviendo en la calle durante casi 10 años, convirtiéndose en un mendigo arrogante y pendenciero. Una mañana la ambulancia de emergencias lo recogió en Playa Jardín, lo reanimaron y decidieron llevarlo al nuevo centro para indigentes del Puerto de la Cruz. Aparcaron la ambulancia en el bellísimo parque de entrada de lo que había sido la residencia de unos terratenientes llamados Vázquez Villar, transformada en una institución modélica gracias a la donación de la inmensa fortuna de alguien que, pese a haber pedido anonimato, al saberlo fallecido, decidieron honrarlo poniendo en el frontispicio del edificio el nombre “Hogar para Desprotegidos Zaisberger-Mandelbaum”. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Cuando bajaron la camilla, Francisco reconoció el edificio, elevó la mirada y leyó. Inmediatamente recordó que esos eran los apellidos de su antiguo estúpido empleado y el del buitre prestamista. Sus ojos volvieron a cargarse de arrogancia y soberbia histórica, creyó a la vez entenderlo todo y por supuesto no entendió nada, sufrió una ligera convulsión y su corazón sencillamente estalló. En realidad Mandelbaum era el apellido materno del viejo empleado. Cosas de la vida…

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No se puede “transferí”, de Obdulia

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Todavía sentía el leve calor de la linterna que minutos antes sostuvo en sus manos. Le recordó el calor, que huía de la mano de su madre; que acostada gastaba las horas, minutos, o segundos que le quedaban de vida, mirando a su hijo. Ya habían pasado seis meses desde ese momento. Y no podía borrar de su memoria la imagen del chasis de huesos, piel blanquecina y tibia que le había parido. Sin duda, su madre sintió la llamada. Y empeñó todas las fuerzas que con astucia había logrado reservar, guardando días de silencio. Para emplearlos cuando los segundos de vida decidieron caminar marcha atrás. Hizo un inútil amago de incorporarse, con la única intención de llamar la atención de su hijo, que sin soltarle la mano, tenía la mirada perdida. —Madre, no haga esfuerzos, —dijo con voz tranquila—. Siempre mantenía el control. ¿Su carácter? O, la carrera de medicina, aunque no ejercida por ocuparse del negocio de su padrastro, los cientos de cadáveres diseccionados, en su clases de prácticas. O tal vez su infancia, en un internado. Carente de emociones. No recordaba alegrías pero tampoco tristezas. Los pocos momentos de dicha en aquellos años los proporcionaba las visitas de su madre. Cuatro a lo largo del año. Entonces era ella la que le cogía la mano. Le llevaba pan con chocolate. Y él siempre le pedía que le hablara de España. Y ella le hablaba de las estaciones, de las cosechas, de gastronomía. Pasaron unos años, y le preguntó el nombre de aquel pueblo. Y su madre se lo negó. Pasaron unos años, y le preguntó su apellido. Le preguntó por su padre en una de esas visitas; ya sin pan y chocolate. Y su madre se lo negó. —La guerra, la maldita guerra, —le sujetó la mano con fuerza—, escúchame, recuerda, Zaisberger, ese te da de comer, te paga esto. Ese es tu apellido. La guerra, la maldita guerra, los llevó a Francia. Cuando estudió el capítulo correspondiente, en la clase de historia, le puso nombre a la maldita guerra. La guerra civil española. Recuerda con terror a los cuatro años cuando su madre, le llevó a conocer al señor Zaisberger, su futuro padrastro. Con los miembros inferiores amputados. Y amputadas sus esperanzas de tener descendencia, les brindó un cómodo y confortable piso en el centro de París, con servicio. Carrera en uno de los mejores colegios. Un próspero III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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negocio de construcción naval. Su apellido. Y la mano temblorosa, escuálida y fría que le tendió esa tarde; como hacía cuando cerraba un trato. El Señor Zaisberger, esperó para morirse cuando él terminó la carrera. Entonces a su regreso a casa; tenía, un despacho, un equipo de fieles asesores, un socio que quería comprarle su parte, y una eficiente secretaria. Con el juramento hipocrático en mente, se consagró a la defensa y cuidado de la salud integral de las Industrias Zaisberger. No dejó de preguntar a su madre los datos de su procedencia. Se convirtió en una obsesión. Intentó persuadirla para visitar a algún familiar. Pero sólo obtuvo silencios. Se rindió el día que recibió, y él mismo interpretó, unas analíticas. A su madre le quedaban quizás tres meses de vida. No más. Entonces abandonó el pasado para ocuparse del presente. Instaló su despacho y a su eficiente secretaria en la casa, mientras ponía en práctica lo aprendido en la facultad y cuidaba del ser que le había dado la vida y le negaba su nombre. —Madre, ¿quiere levantarse?—Ella lo miró con intensidad, y empleó todas sus fuerzas, y logró pronunciar un nombre con dos apellidos, y el nombre de un lugar. —Sólo estuve con un hombre, sólo uno, uno…, maldita guerra, —y murió. No resultó difícil vender el negocio. Ni el piso con una situación privilegiada. Ni encontrar un nombre y dos apellidos entre un puñado de vecinos en un caserío de Cuenca. —Francisco Pérez Núñez, vecino nuestro, siento decirle falleció hace unos tres meses —le dijo el cura—. En cuanto a Milagros de la Cruz Rivero. No tenía constancia de tal nombre. Quizás había residido en alguno de los pueblos de alrededor. Le dijo, que D. Francisco era soltero. Cuidaba de él Pilar, a quien le pagaba por limpiar y cocinar. Se despidió el párroco con amabilidad, sin preguntar; y le indicó dónde vivía Pilar. Caminaba y fantaseaba: quizás fue un amor imposible. Dos familias malavenidas. Dos personas que se aman de dos colores diferentes en dos bandos. Una mujer soltera embarazada que huye… Los nudillos golpearon la puerta de Doña Pilar. Cuando él le explica el parentesco con el difunto, le invita a entrar. Dentro el marido de ésta, juega a las cartas con otros dos vecinos. Se muestran todos interesados cuando el señor Zaisberger saca un billete de su cartera y lo extiende hacia la mujer. —El viejo que en paz descanse guardaba en una caja fotos, documentos de cuando combatió en las milicias. Está todo tal como lo dejó. A lo mejor tiene suerte y encuentra III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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lo que busca, —y gritó—¡Sebastian! acompaña a este señor a la casa de Quico y lleva una linterna que no hay luz.—Y me dijo—; de la tal Milagros, no sé nada. Los cuatro hombres se turnan la linterna mientras Sebastian, el muchacho delgado y larguirucho es el que rebusca. Encuentra fotos. Zaisberger entretenido las mira. Todas, de papá Quico, en el frente. Entonces encuentran un papel amarillento, que el muchacho entrega a su padre, lo lee en silencio, los leen los otros dos. Y finalmente llega a manos de Zaisberger y dice así: “Para la milicia. A favor de: Francisco Pérez Núñez.

Vale por: un porvo con: La Mila (de la Cruz Rivero).

16 de Agosto de 1936. Firma: Er Comité Responsable. “No se puede transferí”.

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No te rindas Nicolás, de Marnie Medfer

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control, ya que siempre en su mente tenía grabada la voz de su padre Alois Zaisberger diciéndole: “No te rindas Nicolás” Recordaba con cariño, su amor y comprensión ante las diversas dificultades que presentó durante su niñez, adolescencia y a veces en la edad adulta, y siempre sonaban las mismas palabras, “No te rindas Nicolás”. Su padre Alois, era oriundo de Checoslovaquia, que como otros tantos, emigró hacia el Nuevo Continente, en los albores del año 1939, buscando otro rumbo, otra vida…, pronto se ubicó y después se casó con Laura Rastilav, hija también de emigrantes checos. Exactamente al año del acontecimiento matrimonial, nacía Nicolás Zaisberger Rastilav, su único hijo. Nicolás creció feliz en la gran casa rodeada de muchos árboles que su padre le compró a Josef Segers, el mismo día del nacimiento de su hijo. La compra fue legal, y debidamente registrada como indicaba la ley de aquel entonces. Nicolás a medida que iba creciendo participaba también en las tertulias que su padre tenía con sus amigos los sábados por la tarde; todos hablaban mucho de los griegos. Así se enteró del filósofo Sócrates (470 AC – 399 AC), a quien su padre veneraba, era aquel que decía “sólo sé que no sé nada”, pero sabía un poco más que los demás puesto que expresaba que ante tanto conocimiento, él no sabía nada… Su divisa era “Conócete a tí mismo”, palabras que estaban inscritas en el templo de Apolo en Delfos, lugar culto de la antigua Grecia. Su padre siempre le dijo que estas palabras estaban orientadas a que los seres humanos exploraran su realidad interior, que ésta no era nada fácil por el encuentro con los miedos, inseguridades y otros dragones interiores… Así Nicolás fue explorando la vida con la ayuda de su padre, y la sabiduría sobre todo de los griegos. Su madre Laura, también le inculcó valores y mucho amor por la familia. Pasado el tiempo se graduó de Ingeniero Civil, se casó y formó su propia familia, yéndose a vivir muy cerca. Nunca preguntó por su herencia, por papeles, ni nada al respecto, él era hijo único… Transcurrió el tiempo, y sus padres llegaron a una edad muy avanzada. Su madre falleció durmiendo hace un año, y su padre la acompañó de igual forma 6 meses después. Ahora Nicolás, dispuso irse a vivir a su casa, a la casa de su niñez, de las III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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tertulias griegas y de las otras que mantenían él y su padre a solas. Por eso estaba allí buscando unos papeles como si fuera un ladrón. Tuvo que entrar a su propia casa a través de una ventana que forzaron él y su viejo amigo Vladimir, quien lo acompaña en este momento y alumbra con una potente linterna para la búsqueda del documento original de la compra de la casa hecha a Josef Segers, tantos años atrás… Su gran sorpresa fue que al ir a arreglar la herencia, se encontró con que los herederos de Segers presentaron otro documento de que ellos eran los dueños de esa finca. Documento falso, puesto que existe el verdadero y legal, él recuerda haberlo visto un día muy lejano de su niñez, en que su padre se lo mostró, diciéndole que todo aquello sería suyo a su debido tiempo. Éste debió ponerlo en algún lugar seguro de la casa, y en el Registro de Propiedad, al parecer, no hay nada... Ya sólo le quedan tres días para recuperar lo que es suyo, o en caso contrario, todo será de los Segers. Pero él no puede rendirse, aparte de que es su casa, se lo debe a su padre, por eso están allí él y Vladimir de noche, sólo alumbrados por una linterna, para evitar luces innecesarias, puesto que la finca está precintada hasta que la ley determine quién es su verdadero dueño. Sólo queda por buscar entre los libros, en la biblioteca de los griegos, pero no hay nada, y además no encuentra el tomo dedicado a Sócrates, que era el libro de cabecera de su padre. Nicolás presiente que dentro de ese libro está el documento que busca, por lo tanto creía tenerlo todo bajo control sin desanimarse para nada, pero comienza el nerviosismo en su amigo Vladimir, quien lo insta a que se rinda y a irse, puesto que ya amanece, y él no está dispuesto a tener problemas legales. Nicolás, sin angustiarse, le dice a su amigo que se vaya ya, que él pronto lo seguirá, que primero quiere despedirse a solas de su casa para siempre. Su amigo se va, y al quedarse solo, sube por la escalera de caracol al segundo piso y se sienta un rato en el rellano que da frente a la pequeña buhardilla que su padre le construyó como regalo por su mayoría de edad. Sonriendo recordó aquel día, ¡qué emoción!, cuando le dijo: "Hijo, la soledad es en oportunidades una gran compañera, y a veces junto a ella encuentras lo que buscas...". De repente sintió un escalofrío y dio un salto diciéndose, que ese documento estaba en la buhardilla, e intuyó que estaría detrás del cuadro de Sócrates, además detrás de ese cuadro, también había una especie de caja fuerte camuflada, y sólo ellos dos conocían la combinación para abrirla. Entró a su pequeño templo de juventud, ya los rayos del alba alumbraban un poco, y vio allí mismo el cuadro de Sócrates, y detrás la caja fuerte, la

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abrió, y allí estaba el libro de Sócrates que tanto había buscado, y dentro el verdadero documento original de la compra de la finca, así como una nota aparte, que decía:

"Hijo, por si acaso... No te rindas Nicolás, disfruta lo tuyo". Tu padre. Alois.

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La nota, de Meothwmiau

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. La luz de la linterna era el único detalle que les había delatado, ya que el sorprendente revuelo que se había producido había sido silencioso. Sin embargo, aquel reflejo había sido lo suficientemente perceptible como para que le hubiera dado tiempo de ocultarse detrás de la estantería, pero no con la suficiente antelación como para poder deshacerse de todas las pruebas. La mayoría de los libros que había consultado en las últimas horas permanecían apilados a un lado de la estantería, reclamo eficaz para unos sujetos sigilosos que escudriñaban a su alrededor y cuya muda presencia resultaba aterradora. El señor Zaisberger se ocultó un poco mejor, tratando de que aquellos individuos no pudieran apreciar sus movimientos. Ni siquiera se atrevía a enjugarse las gotas de sudor que resbalaban por sus sienes rodeando el contorno de su rostro. El único sonido perceptible era el roce de las páginas de los libros que uno de los hombres sin voz revisaba con abnegado detenimiento y el ruido, atronador entre tanto mutismo, de su caída junto al resto. Desde su escondite sólo podía observar cómo lo que en principio había constituido una pila ordenada de volúmenes ahora se había convertido en una montaña enmarañada de libros abiertos que en muchos casos corrían el riesgo de deformarse, incluso rasgarse por algunas partes. A aquel hombre tranquilo le parecía una situación muy violenta. “¿Quién en su sano juicio podría tratar algo tan frágil y preciado de ese modo?” Pensaba en ello mientras estrujaba y daba vueltas a una pequeña hoja de papel con anotaciones de los libros que había estado revisando aquella tarde, ajeno a la reacción que podía producir en sus compañeros de biblioteca el sonido de sus movimientos en caso de ser descubierto. Dedujo que tendría que temer lo peor cuando cesó el ajetreo del hombrecillo que estaba inclinado en los estantes más bajos. El reflejo de la luz de la linterna se movía en una y otra dirección. Aquel desasosiego unido a las gotas del sudor que se habían deslizado hasta su bigote le producían un picor que era incapaz de controlar e inconscientemente arrastró su mano para aliviarlo. El leve roce de sus uñas en el vello fue suficiente para alertar aún más a los hombres sin voz, que tras deslumbrarlo con la linterna se abalanzaron sobre él. Perdió la conciencia casi de inmediato.

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Despertó, casi sin poder respirar por la opresión que sentía en su cuerpo y sin poder determinar el tiempo que había transcurrido desde el asalto. Le dolían las magulladuras que le habían producido los golpes infligidos. Sin embargo, hizo un esfuerzo en aquel reducido espacio en el que se encontraba y arrastró su mano al bolsillo para comprobar si aún conservaba su nota. No la encontró. Pasados lo que intuía eran algunos minutos, sus sentidos se habían habituado a la situación en la que se encontraba, lo que le permitió vislumbrar las sombras de los individuos que le habían atacado reunidos formando un círculo y oír sus cuchicheos. El hombrecillo que había dirigido la búsqueda sostenía sus reseñas y hacía comentarios jocosos que provocaban la hilaridad en el resto. Trató de revolverse en aquel espacio reducido sin éxito. Nunca habría imaginado que alguien pudiera estar interesado en el pequeño trozo de papel que había utilizado para dejar constancia de lo que él había considerado como insustanciales impresiones. Lo estaban despedazando, cada trozo con más rabia que el anterior. Todo volvió al silencio con la misma rapidez que se había formado aquella algarabía, cuando notaron el vaivén que se producía en el espacio que los contenía. Una luz cegadora lo deslumbró nuevamente y, poco a poco, conforme sus pupilas se iban adaptando a la claridad, pudo comprobar que había un mundo de movimiento a su alrededor, donde sus captores, ahora con voz, ejecutaban de forma mecánica movimientos y diálogos, recreando escena tras escena el relato que había leído aquella tarde y del que había escrito un intrascendente comentario. Trató de gritar al darse cuenta de que estaba atrapado dentro de la novela, agitándose todo lo que podía para que el lector lo rescatara, esfuerzos que resultaron inútiles. Sin percatarse de su presencia cerró el libro, devolviéndolos a un mundo de oscuridad y silencio.

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Una nueva oportunidad, de Damián Parlan

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control y, así era, la angustia momentánea desaparecería si encontraba lo que había ocultado en ese polvoriento sótano de la casa de Tacoronte, que hacía mucho tiempo era su depósito de muebles viejos, libros y publicaciones. Como no era habitada, le habían desconectado la electricidad, por eso su chofer y asistente personal Ramón Aguilar sostenía la linterna, la cual su patrón le arrebató bruscamente para acercarla a la carpeta que mantenía sobre las rodillas exclamando; “¡Sabía que aquí estaba, lo sabía…, lléveme a mi casa ahora mismo!”. Ya en el coche, Aguilar le dijo: “Señor, siendo la hora que es llegaremos tarde a su Cátedra en La Laguna” (Zaisberger tenía tres doctorados en Bioquímica y uno en Biología Molecular, además de ser catedrático en universidades de cuatro continentes pero, tenía vetado a sus colaboradores que lo llamasen doctor o profesor). “Lo sé – respondió con seguridad-, comunique a mi secretaria que avise al Ayudante de la Cátedra para que se haga cargo y también, que suspenda hasta nuevo aviso todas mis actividades”. El chofer, sobresaltado lo miró por el retrovisor mientras que llamaba por móvil y le preguntó: “Para la conferencia de esta noche ¿a qué hora lo recojo?”. “A ninguna, también queda suspendida”. (Esa conferencia era la antesala protocolar a su nombramiento en la Universidad de Harvard como Maestro de Maestros y eso, un respaldo más para el Nobel en Bioquímica que, todos aseguraban, le otorgarían ese mismo año). Aguilar informó a la secretaria las novedades sin dejarla hablar y desconectó el móvil hasta que dejó al señor en la Mansión de La Paz. Alexander Zaisberger era tinerfeño, hijo de un bioquímico mediocre pero de familia muy acaudalada. Tal vez por la mediocridad, estúpida vanidad o frustraciones personales, el padre dirigió y obligó a su hijo para que siguiese su misma carrera. El joven, con su capacidad e inteligencia sobresaliente, deslumbró a sus profesores. Ante semejante potencial la presión del progenitor aumentó al punto de recluirlo en la casa para que estudiase y rindiese por libre todas las asignaturas. De ese modo evitaba cualquier distracción juvenil y se aseguraba personalmente de los progresos. En realidad nada de eso molestaba al muchacho. Era un joven muy especial. Lo único que le gustaba -y de hecho hacía a escondidas- era leer clásicos y escribir profusamente. Esto último le apasionaba y lo hacía con tanto sentimiento y lucidez que sin duda hubiese sido un III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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maravilloso y feliz literato. Cuando el padre descubrió esa faceta, hizo vaciar la biblioteca familiar, requisó y destruyó todo lo que tenía escrito su hijo, salvo una carpeta que el propio Alexander alcanzó a esconder bajo el cojín de un sillón. A partir del saqueo le prohibió esas actividades. La reacción del muchacho fue salir al jardín, se acercó a una planta de jazmín, aproximó su rostro a un hermoso pimpollo y aspiró profundamente el embriagador aroma. Dos lágrimas recorrieron sus mejillas y se resignó a acatar sumisamente el futuro impuesto. Lo que realmente lo colmaba tenía que abandonarlo para vivir otra vida que vaciaría su interior y que serviría para llenar de soberbia y éxitos la vida de otros. Eran épocas distintas y él podía ser un artista nato de las letras pero no tenía carácter ni pasta de rebelde o revolucionario. Mas, cuando pasados tantos años, esa mañana vio en la cartelera de la biblioteca del Puerto de La Cruz la foto en sepia que promocionaba el llamado a concurso para un relato breve, tardó en recomponerse. Viajó más de medio siglo atrás con esa imagen de la mejilla de un hombre, surcada por una lágrima mientras olía un pimpollo de jazmín. Parecía como si hubiesen fotografiado el peor momento de su vida. Su cerebro, alma, espíritu o no sabía que, se llenaron del perfume del recuerdo y, cuando con ese recuerdo sintió que se aproximaba el dolor causado por la claudicación de aceptar el pródigo futuro que le impusieron, se dijo a sí mismo lo que hacía tantos años no pudo decirle a su padre, “¡Voy hacer lo que a mí me gusta, lo que siento, por lo que vibro y gozo, no por vanidad, éxito o dinero, simplemente por el placer de vivir haciendo lo que me hace feliz y libre…. Escribir!”. Entró en la biblioteca y le pidió a la bibliotecaria Matilde las bases del concurso, las leyó detenidamente y quedó conforme porque en todo momento se mantenía el anonimato del autor, no había premio económico y sólo la posibilidad de que fuese publicado con seudónimo en una revista de circulación interna. Para honrar su truncada vocación, se propuso adaptar y presentar el último cuento que recordaba haber escrito y por eso fue en búsqueda de su antigua carpeta. Esa noche cogió el manuscrito y se asombró al descubrir que reunía las especificaciones de extensión requerida y, sólo debía cumplir con un requisito, que era comenzar el relato con la siguiente oración: “El anciano entendió que cuando la vista se acorta es cuando se comienza a ver y, sus lágrimas, brotaron con inocente y alegre esperanza”. Hasta eso cuadraba, parecía haber sido escrito para su cuento.

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El relato fue seleccionado, publicado y dos editoriales intentaron ubicar al autor para adquirir su obra. El escritor nunca apareció y terminó sus días –que no fueron pocosfeliz y escribiendo sin descanso ni cansancio. Fue harto comentado, lamentado y censurado que el Doctor Zaisberger no fuese a retirar el Nobel. El rumor oficial hablaba de que el Alzheimer o una demencia senil lo había derrotado. Cuando leyó esta versión en un periódico, sonrió y comenzó a escribir otro relato breve sobre “Los Cuerdos y Los Dementes” que, por cierto, presentó con diferente seudónimo en otro concurso y también fue publicado… Como anécdota final…, pese a intentarlo, nunca pudo averiguar el origen de la foto.

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Paralelismos, de Joe Grimm

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. La insoportable presión de su cráneo le dificultaba concentrarse, si sólo unas horas antes lo había conseguido, ¡¿por qué en el nombre de todos los libros ahora no funcionaba?! Tenía que huir, tenía que volver… Doce horas antes el día parecía ser como cualquier otro, las calles estaban igual de llenas como el día anterior, la lluvia seguía impidiendo a los charcos secarse, el señor Zaisberger recorrió el mismo camino hacia la biblioteca, como cada mañana. Se paró en la cafetería de la esquina donde acostumbraba tomar un café, abrió el periódico del día y se paró a leer una noticia que le llamó la atención por la imagen de la mujer que llevaba semanas yendo a la sala de estudios y observándole cuando colocaba libros o cuando se paraba a leer cortos fragmentos con la mirada perdida. El recorte decía que “las misteriosas desapariciones de Claire tenían a su hermana preocupada”, porque la buscaba desesperadamente pensando que necesitaría ayuda pues estaba loca y creía poder meterse en libros. El señor Zaisberger tuvo que respirar profundamente al salir de su trance, Claire ¿loca?, imposible, si le parecía tan estudiosa y, en fin, normal. Levantó la mirada del papel y sorprendido vio que el local estaba vacío; ordenado y limpio, pero sin vida humana. Se levantó, dejó unas monedas sobre la mesa, acto estúpido como caería en cuenta más tarde, y abandonó el café. De nuevo le falló la respiración, pues él, quien tenía un horario regular e iba feliz por su pequeño y planificado mundo, no confiaba ahora en lo que sus ojos le decían, de nuevo el completo vacío, ni una sola persona; coches perfectamente aparcados, o abandonados ante los semáforos. Intentó calmarse, convencerse de que todo tendría explicación. Inició su camino hacia la biblioteca, y su nerviosismo crecía con cada uno de los cuarenta y siete escalones que le separaban de la entrada. La puerta estaba abierta, dentro oía pasos, era Claire. - Claire, ¡santo libro! ¿Dónde está la gente? ¡Pensé que era un sueño! - James Zaisberger, qué ingenuo eres, pensé que ya lo sabías, con lo apasionado que eras con tus libros. - ¿Cómo? ¿De qué hablas? - No importa que no lo entiendas- dijo, le tomó de la mano y le arrastró hacia una estantería. James, con la boca abierta hizo caso y tomó el recorte que ella le dio. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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- Tu hermana dice que estás loca, te busca desesperadamente.- A esto Claire se rió escandalosamente aumentando la teoría de su hermana. - Escúchame bien, tienes que encontrar a mi hermana, decirle que deje de buscarme porque se meterá en problemas y volver, es importante que seas discreto, ¿oyes? ¡Discreto! James iba a protestar pero no tuvo más remedio que leer el texto que tenía ante sus ojos. Al abrir los ojos pegó un brinco “discreción” pensó. Esta vez estaba rodeado de personas que leían en silencio, vio cómo su jefe iba hacia él y huyó rápidamente. Las calles estaban llenas de peatones y del incesante tráfico. Decidió ir a una cabina cercana, y guiado por su impaciencia buscó el número de Joan Perkins, la hermana de Claire, leyó varias veces 00892 Joan Perkins, 00892 Joan Perkins, 00JP, 00JP... abrió los ojos y se encontraba en frente del teléfono de una cocina ajena a la suya. En estado de shock intuyó que era la de Joan, analizó el lugar: la puerta de la nevera estaba repleta de recortes de periódicos, fotos de Claire, Joan y un hombre mayor que en un recorte era el Profesor Perkins, “desaparecido”, James se paró a leer esta última noticia; de un día para otro el padre de familia había desaparecido sin dejar rastro. Oyó que la puerta principal se abría, se quedó inmóvil oyendo cómo los pasos se acercaban. Un hombre alto y de anchos hombros se paró ante él y le preguntó que si era James, éste, con un nudo en la garganta respondió afirmativamente. - Entonces lléveme hacia Claire-dijo el hombre. - Un momento- protestó James, - ¿quién es usted? ¿Y dónde está Joan? - Soy Henry Perkins, el padre de estas dos, deje de hacerme preguntas, intuyo que usted conoce a mis hijas, no creo que haya entrado sin llave. - No, me teletransporté- dijo James con un tono sarcástico, por lo que Henry sonrió. - Bien chico, entonces te han metido sin explicaciones en esto, sólo te diré que cuando las personas leen y sienten que viven la historia, no se trata de un dicho, y ahora, llévame con Claire. - Pero, ¿cómo?-preguntó el señor Zaisberger incrédulo. - ¡Lee esto y deja de llorar!- Le dio la tarjeta de identidad de su hija a James leyó todos los datos con detalle hasta encontrarse nuevamente en la biblioteca tras un pequeño subidón de adrenalina, con Henry de la mano. Recuperando la respiración James observó a Henry rebuscando las estanterías para encontrar explicación a la ausencia de su hija. James fue a su ayuda, sin saber realmente III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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lo que hacía. Entonces escucharon unos pasos, Henry se escondió detrás de la estantería y ordenó a James seguir buscando y usar como excusa que trabajaba ahi, aunque quedara raro a esas horas de la noche. Los pasos se acercaron y James seguía buscando cualquier cosa que le acercara a Claire. - ¡Alto señor Zaisberger!, queda usted detenido por incumplimiento de normas de tráfico, de Leyes generales para la publicidad engañosa y el incumplimiento del Derecho de transporte de mercancía.- dijo una voz. Antes de pensar en lo ridículo que era todo aquello, su corazón le impedía pensar, por lo que seguía rebuscando los libros de la estantería de documentos actuales. Uno de los hombres se acercaba a James en el instante en el que éste encontró una foto de Claire en un archivo de autopsia, gritó por el Profesor Perkins, quien inmediatamente salió de su escondite, se tomaron de la mano, James leyó el estudio y aparecieron en un hospital. - ¿Dónde estamos?- preguntó Henry. - Creo que es la sala de autopsia de un hospital, encontré la foto de Claire en un documento. - Bien hecho niño, pero quizás debiste haber leído la parte trasera de la foto. - ¿De esta?- preguntó mostrándole la foto de Claire, detrás de la cual ponía “17.04.90Venecia”. – Me pareció más importante huir.- Entonces leyeron lo escrito varias veces haciendo que su entorno girase hasta convertirse en un restaurante italiano en pleno sol de mediodía. Ahí estaba Claire mirando a James con una sonrisa. - Sabía que me ibas a encontrar, y aquí me traes a mi padre, ¿y mi hermana? - No sé nada de ella...lo siento Claire. Claire y su padre se lanzaron una mirada, había que volver. James sintió este denso aire y propuso ir él, ya que era demasiado peligroso porque Claire y el padre corrían más riesgo de ser encontrados. Entonces Claire le besó en la mejilla agradeciéndole su grandeza y le dio el teléfono móvil de su hermana. James lo leyó con dolor de cabeza insoportable y se encontró en el sitio de copiloto del coche de Joan, ésta tenía un cigarro entre los dientes, conducía con una mano, y con la otra intentaba manejar el télefono móvil ignorando los claxones de su alrededor. - ¡Santo libro! Joan, ¡¿quieres concentrarte en la calle?! - ¿Quién eres? ¿De dónde sales? ¿Cómo lo haces? Claire hacía lo mismo, está loca, ¿sabes? ¡¡Claire está loca!!- dijo Joan con tono psicopático.

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James no contuvo su risa, hasta que se dio cuenta de la mirada diabólica de Joan, se tragó cada comentario y dijo,-te tengo que llevar con ella, ¡estás en peligro! - ¿En peligro dices? ¿Yo? ¡Ja! Ella es la que está en peligro, ¡deja que la tranque! - Joan, ¡mira la calle! Y escucha, tomaré tu mano y te llevaré con ella-. Ninguna protesta de Joan sirvió, James tomó su mano, leyó la parte trasera de la foto que conservó y aparecieron en el mismo restaurante de hace unos minutos, estaba ahí Henry. Joan se le tiró a los brazos soltando lágrimas, James miró a su alrededor buscando a Claire. - Me dio esto- dijo Henry pasando una hoja a James que decía: No es relevante que estés cerca de mí, cambiaremos el mundo mi querido James Zaisberger, lo importante es que me sientas cerca cada vez que me leas. James miró a Henry quien parecía lleno de paz y calma rodeando a su hija, ¿qué más da el peligro que se corre, si liego se puede sentir amor? ¿y qué es la vida sin un libro que te evoca otra realidad?

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Por amor, de Gioconda

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Eso creía. Pero nada más lejos de la realidad. Él pensaba que actuando así, conseguiría despistarlos. Daba igual que hubiera seis hombres detrás de él pendientes de una prueba. Él solo Pensaba en ella. - Hemos dado con un inútil –comentó uno de ellos-, estamos perdiendo el tiempo, vámonos. Nada más irse los inspectores que lo acosaban día y noche, volvió a colocar los libros. - Todo lo hago por ella, por salvarla de toda culpa- se decía el empleado para sus adentros. Siempre recordaré el primer día que vino a la oficina-, me contaba años más tarde ya sin piernas. - Yo estaba al fondo en el almacén, y oí su voz. Sabía que el jefe tenía esposa, pero yo aún no la había visto. Ese día tampoco llegué a tiempo de verla. Eran sus visitas, cortas y esporádicas. La oía; corría para alcanzar a verla... pero ya no estaba. Eran malos tiempos. Nuestra casa fue bombardeada. Mis padres lo perdieron todo, excepto a mí, que había ido a casa de mi tía Irmgard, a la que llamábamos, Tante Fuffy Lilly, a quedarme a dormir y ellos se salvaron porque habían ido al teatro. Eberhardt Kartoffel, mi progenitor, había heredado esa casa justo antes de que comenzara la guerra. Un día, mi madre Brunhilde Esperpentius, y yo, oímos un alarido. Provenía de la buhardilla. Corrimos escaleras arriba y ahí yacía Herr Kartoffel, o sea mi padre –aunque tengo mis dudas, más adelante ya verá – me dijo,- yacía, decía, cubierto de billetes de marcos alemanes hasta las cejas. Había forzado la cerradura de un arcón que pensábamos contenía los uniformes del tío de mi padre, o sea del benefactor, hombre soltero y de buena posición; hermano de mi supuesto abuelo paterno- en caso que mi padre fuese mi padre- como le dije anteriormente. Aún en el suelo y queriendo contener el ataque de risa histérica que le produjo él hallazgo, pasó a continuación a darnos instrucciones: 1º-No se hablará con nadie sobre “ÉSTO”, incluida Tante Fuffy Lilly. 2º- Yo “LO” administraré. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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3º-Vamos a seguir viviendo como hasta ahora para no levantar sospechas. 4º-Seguiremos comprando jamón de tercera en la charcutería de Herr Ausgerrüstet, que comerán los perros. 5º-En cambio, nosotros comeremos embutidos de primera, que iré a comprar personalmente una vez a la semana a Dinosau. Por supuesto, disfrazado. Y ahora -dijo-, ayúdenme a guardar todo”ÉSTO”, que es como lo llamaremos y nada de coger de “ÉSTO” sin mi permiso. Yo lo administrrr, ¡atchís!, atchís, atchís... Volaban los billetes con cada estornudo. Diez, quince, hasta dieciocho llegamos a contar muertos de risa, mi madre, mi verdadera madre, creo, y yo, ¿su verdadero hijo? La cosa es que allí estábamos los tres, familia o no, compinchados con aquella seria cantidad de dinero. Empezamos a recogerlo y... lo voy a llamar Onkel Kartoffel, Onkel, como llamamos los niños a los amigos de nuestros padres - aquí otra vez la puñetera duda –, empezó otra vez- el hombre, mejor-, a estornudar que daba miedo. La hermana de Tante Fuffy, o sea Tante Brunhilde... o mamá... dijo entre risas y llantos: No recuerdo haberte oído estornudar desde la última vez que me... ja, ja, ja. No me llegué a enterar nunca que fue lo que hizo mi supuesto padre cuando estornudó la vez anterior a ésta. Lo que sí estaba claro es que era alérgico al dinero, perdón a “ÉSTO” y algo más. Al día siguiente, exhausto, lo vimos subir las escaleras a la buhardilla, y al momento; los estornudos: - Niño, sube, atchís, sube, atchís. Necesito ”ÉSTO” para ir a comprar los, atchís, embutidos. Métemelo en un sobre y ciérralo, atchís. De esa manera, al tener yo que administrar “ÉSTO”, conseguí hacerme cada vez con unos cuantos billetitos. Aprovechaba el momento que él –ya ni Onkel- sacaba las gafas para apuntar las cantidades que sacábamos ese día, para, ¡zás!, aquí no ha pasado nada. Cada vez tenía más destreza en mangar. Cada vez llevaba más dinero encima. En casa, lo ponía debajo de la almohada. Al día siguiente otra vez al bolsillo interior de la chaqueta. Una vez un compañero del colegio me dijo que si me estaba creciendo un pecho. Ahí ya me preocupé. No por volverme mujer, sino porque había entonces que repartir “ÉSTO“ en mitad sobre el pecho derecho, mitad sobre el izquierdo. Tuve que recurrir a mi tía, puesto que la chaqueta tenía sólo un bolsillo interior. Algo me inventé, y me lo solucionó en un abrir y cerrar de ojos. Pero, poco nos duró el vellocino de oro. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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A los 6 meses cayó la bomba. Nos fuimos a vivir a casa de Tante Fuffy Lilly. Onkel Kartoffel iba todos los días a rebuscar entre los escombros, pero “ÉSTO” había ardido en su totalidad. Yo me inventé que me había encontrado un sobre con dinero en un parque y le di mi tesoro, diciéndole:”ÉSTO” es para que tú lo administres. - Atchís, atchís-, me contestó. Al poco tiempo murieron mis padres y un día Tante Fuffy trajo a un señor a casa. Era el señor Zaisberger. Mi padre. Me cambié el apellido, conseguí un empleo y me enamoré locamente de la mujer de mi jefe. De su voz, de su pisada. Eso hizo que acabara en la cárcel, culpable del asesinato que ella cometió.

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Prostlar, de Talita Darckis

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. A pesar de haber mirado en todos aquellos escondrijos de la biblioteca, no encontraba la llave. Durante muchos años su familia había cuidado de aquella llave de generación en generación. Según la leyenda popular del lugar tan sólo se debía usar en los momentos donde la tranquilidad del pueblo se viera peligrar. Zaisberger sabía lo importante que era, lo que significaba, si desaparecía la llave la esperanza se esfumaría y los habitantes de Prostlar con ella. La guerra había llegado a sus hogares desde lugares lejanos, al principio cuando oían hablar de ella se preocupaban de aquellas personas que la vivían, pero seguían su vida cotidiana sin darle demasiada importancia porque era imposible que aquella tormenta de sangre los arrollase, pensaban que nunca se cruzarían en su camino, que pasaría de largo. La desesperación nació del corazón de cada habitante del pueblo de Prostlar cuando oyeron los bombardeos. El bibliotecario sabía que acudirían a él, no podía fallarles. La llave que buscaba abría una puerta que nunca antes se había abierto o por lo menos eso era lo que contaba la leyenda. Se decía que la luz que salía de ella era tan brillante y tan reluciente que traía la paz, que los momentos de tristeza, angustia, ira, impotencia y dolor desaparecían, como si se borrasen de la memoria. Pero había un sacrificio que realizar, algo de suma valentía. Tan sólo recibirían aquella paz si la mano que la transportase se fuera con ella, al otro lado de la puerta. Aquella noche, Zaisberger, el bibliotecario del pueblo, en sus ojos tímidamente las lágrimas se asomaban pero no resbalaban por sus mejillas ya que no era capaz de cerrar sus vacíos ojos, sus preciosos ojos grises que habían custodiado el mayor tesoro guardado. Dejó de buscar y su cara se arrugó. Los mayores del pueblo lo agarraron de los brazos, intentando que no se cayera al suelo. Todos se dirigieron a un enorme búnker que se encontraba debajo de la plaza del pueblo, debajo de aquella plaza gris, triste por el invierno que helaba todo lo que se encontraba a su paso. La entrada al búnker se encontraba en el centro de la plaza. Estaba en la embocadura del antiguo pozo que la decoraba. Una vez dentro, el bibliotecario Zaisberger fue colocado en una esquina de aquella enorme cueva con paredes metálicas. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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El frío inundaba la gran sala. Mujeres, niños, ancianos y hombres intentaban atrapar la esperanza perdida en aquel infierno. Parecía que el búnker se iba a derrumbar de las bombas que caían del cielo, se oían los disparos de las metralletas, retumbaba en aquella sala el ruido de las granadas, también se quedaba suspendido en el aire cargado de polvo, los gritos y los lamentos de aquellas gentes que no lograron llegar el escondite. Mientras la sangre caía y manchaba las fachadas de las puertas de los hogares, el gobierno no respondía, no llegaba ayuda a aquel pueblo. Aquellos veteranos retirados del ejército que vivían en Prostlar, tomaban en mano sus antiguas armas oxidadas que nada tenían que hacer con las armas de los soldados que los invadían. Pasaron meses, y ya no se oía el sonido de la guerra, el sonido de la tragedia había acabado hacía unos días, antes de que decidieran enviar una pequeña expedición para asegurarse de que no había peligro. Zaisberger decidió tomar con valentía parte de aquella expedición. Se abrieron las compuertas camufladas del pozo, Zaisberger había tomado el primer puesto para salir porque quería ver lo que su descuido había traído consigo al no tener la llave, quería ser perdonado por el pueblo, quería darles las gracias por haberlo escondido con ellos, cuando habían muchas más personas que podían haber ocupado su lugar. El olor de la sangre de los cuerpos en descomposición de los inocentes penetró en él y en sus acompañantes, podían respirar el miedo de aquellas personas que yacían a sus pies. El color gris de plaza se había transformado en aquellos meses en una mezcla de colores sucios que teñían el pueblo de olvido y tristeza. En aquel pueblo lejano de todo, no había nada que pudiese interesarles a los soldados, por eso supuso Zaisberger que su pueblo fue tan sólo un lugar de paso a otro sitio. Él tan solo se dirigió a la biblioteca que estaba totalmente destruida. Una vez allí, Zaisberger contempló el desastre provocado. Las estanterías estaban derrumbadas y la gran mayoría de libros estaban por el suelo mezclados. En una esquina de la biblioteca se veía el suelo quemado, era porque habían utilizado los libros a modo de hoguera. Pero a pesar de todo no le importaba, solo le importaba las vidas de los inocentes que perecieron. Estaba sumido en una especie de pensamiento profundo del que no podía salir, del que no se daba cuenta. Al rato un haz de luz del reflejo del sol, iluminó entre las montañas de aquel cementerio de libros algo pequeño, brillante y de oro. Él no lo creía, corrió hacia ese pequeño objeto, lo cogió y lloró de alegría porque supo que todavía quedaba tiempo. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Mientras sus compañeros registraban todos los rincones del pueblo con el alma muerta, Zaisberger sintió la alegría cuando se colocó enfrente de la puerta. Era una enorme puerta de madera ya casi podrida por el tiempo, en ella había talladas imágenes de personas, de animales, daba miedo aquel portal. Zaisberger abrió la puerta y sus ojos se quemaron de la luz tan brillante que desprendía, pero a pesar de ello siguió adelante hasta que el resplandor lo engulló por completo. La puerta se cerró y desapareció para siempre. La sangre de las calles desapareció, los niños y niñas corrían alrededor del pozo de la plaza y desaparecieron las montañas de libros quemados. Para la gente de aquel pueblo y de todo el mundo, no había pasado nada, nunca había sucedido ninguna guerra. Si se preguntaba por el bibliotecario del pueblo la gente contestaba que el viejo Andersteils nunca se separaba de aquellos millones de libros que custodiaba. Después de que se abrió el portal, nunca hubo ningún Zaisberger, exceptuando aquel que se escuchaba en los cuentos de la zona.

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Una razón de peso, de Catalina Siena

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control, había repasado toda la investigación realizada desde que tuvo los primeros atisbos de su existencia. Contaba con su diario de campo, documentos, fotos y registros. Había anotado cada paso emprendido, el por qué lo decidía, el lugar y la gente con la que hablaba, quién lo encontró la primera vez y cómo se fue heredando a través de los clanes familiares. Le parecía asombroso todo aquello cuando pensaba lo lejos que había llegado. Se había recorrido medio mundo tras ello. Realmente había estado viviendo como un mendigo en los bosques, dormido en algunos cuchitriles, soñado y llorado bajo estrellas… Ahora, justamente estaba en aquel pueblo de Hollókö. Nervioso y tendido sobre la cama de la habitación de la pequeña casa-hotel donde se había alojado, pensaba qué pasaría a la mañana siguiente, ¿lo lograría?... Daban ya las doce y aún no le entraba el sueño. Pasaba siempre lo mismo. Se miraba al espejo, se veía las canas, y sin querer, recordaba su fuerte y hermoso cabello negro azabache del que ya quedaba solo eso, el recuerdo. El color de sus ojos verdes comenzaba a apagarse, y ya añadían cansancio y las necesarias gafas habituales. Pensó - Esto va así, sin remedio, pero que me quiten lo vivido, je,je,je… Basta que tuviese un cansancio acumulado de varios días, falta de apetito, nerviosismo y quizá el excesivo consumo de tabaco, para arruinar su sueño. Se excitaba imaginando más allá de donde podía, se veía tocándolo, pasando su dedo por encima… era algo tan emocionante ¡tan vívido! No sabía si finalmente sucedería… Tardó como una hora y media en coger el sueño. Se ladeaba hacia la puerta, bajaba la sábana, quedaba hacia arriba, cogía la almohada y la soltaba… no había forma de que le visitara Morfeo. Cayó en un arrebato angustioso, cuando pensó que aquel hombre seguramente estaría allí también, pero tras darle varias vueltas, cayó en la cuenta de que a Suvalski, conocido como “Bierbauch” (gran bebedor de cerveza), le asustaban los sótanos y lugares bajo tierra, y ésta sería su suerte. Así que al rato de hilvanar su último pensamiento, cerró sus ojos, y en una inconsciencia que le iba ganando partido poco a poco, fue quedándose dormido, profundamente dormido… A las 9.30 horas, ya se había despertado y leía un documento que tenía entre las manos ¡Dios! Cómo no me había dado cuenta, está aquí a pocos pasos de mí ¡cómo voy a III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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contenerme! con tanta gente, habrá mucha curiosidad y podría estropearse, he de hablar con el Alcalde, y mejor cuanto antes-. Se metió en la ducha tan rápido como pudo. Se vistió y decidió comer algo. El día iba a ser muy duro, al menos quería lograr lo que llevaba tantos años anhelando y deseando. Calle abajo, con paso ágil aunque sin prisa, porque quería hacerlo todo bien, los pies se le deslizaban por la pendiente - ¡Joder, que me parto el espinazo en esta calle de mierda! Seguro que los residentes ya estarán acostumbrados a ella, pero claro, toda la pequeña ciudad, no es más que una especie de tobogán de montaña sin asfalto… con los frenos de las piedras, joder, joder! Al llegar al pequeño Ayuntamiento, el profesor Zaisberger se dirigió a la Secretaría de la única Oficina existente, y una vez allí, pidió a la joven que la atendía, ver al Sr. Alcalde. Le indicó previamente quién era él, y antes de interrogarla, le recordó que seguramente ella le habría pasado su carta de presentación a su Jefe, pues él mismo la envió con acuse de recibo, y la había telefoneado hacía una semana para comentarle su llegada a Budapest justamente ayer, y que al día siguiente, hoy, vendría hasta aquí por si pudiese ser atendido y poder conversar con el Jefe Municipal y ampliarle los detalles. La joven le indicó que hacía como quince minutos que se había marchado con un Señor. Sorprendido y rogando disculpas, le señaló a la Secretaria en un tono algo jocoso y de complicidad, si podía solamente decirle, si el mencionado hombre era alto, con bigote y con un estómago muy prominente, es decir, si parecía un “Bierbauch”. Ella, pasmada por su atrevimiento, se sonrojó, y él, que no quería irse sin saber, le dijo en un tono bajito y como de confianza - Mmmm… Es que creo que es mi primo Wilfried-. Así que no le quedó a la pelirroja, más remedio que aseverar lo que Zaisberger con su especial modo de interrogar, quería saber y siempre conseguía. Saliendo del exiguo edificio y con un raro presentimiento en el cuerpo, se dirigió al café situado al principio del pueblo y calle arriba. Sentado ahora en lo más alto, tenía una panorámica del pueblo excelente. Con su libreta de notas sobre la mesa, pidió un té. Ahora hacía anotaciones y repasaba datos que tenía, y mordiendo el lápiz… pensaba. A los pocos minutos ve que entran al Consistorio un grupo de cuatro hombres, con sombreros algunos de ellos y el único joven del pueblo. Pasados unos trece minutos, observa que salen todos muy ligeros y caminando calle abajo se dirigen a la pequeña iglesia de Hollókö, donde permanecen, sin saber Zaisberger el motivo. De repente, cae en la cuenta, justo cuando observa en su libreta de notas de la página veinticuatro, el dibujo del pergamino con una inscripción lateral que III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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rezaba: “A mari usque ad mare. Ab alta cuncta: Ab insomne non custita dracone” (De mar a mar. Desde todo lo alto: para ejercer de custodio, el dragón debe padecer insomnio) ¡Eureka! Lo tenía. Ahora veloz como una flecha, se dirigió a la iglesia, entró y vio como todos los hombres formando un corro hablaban entre ellos, y dirigiéndose a éstos dijo- Señores, no es aquí, está en el Castillo de la colina, deprisa o no lo veremos. Todos salieron apresurados a tomar el sendero que conducía arriba, donde la fortaleza empedrada había sido testigo de diversos aconteceres desde el siglo XIII al XIV. Ya iba atardeciendo, y al llegar, el sol daba justamente en un portón grueso y pesado en el interior del patio de armas del Castillo, y para asombro de todos, el Profesor gritó - ¡El Dragón!- y todos vieron un reflejo en la madera de la enorme puerta, el perfil de un animal con enormes alas y con un gran fuego que salía de su boca. Continuó gritando: ¡abajo a la biblioteca!-. Una vez todos dentro de ella, y alumbrando con la linterna al joven Edgardo, - ahí bajo la luz, busca entre esos libros chico, alcanza el más grueso… Pero de repente, y como transido e ido, con ojos desorbitados, como loco, sudoroso y andando mecánicamente, aparecía tras la estantería de los libros “Bierbauch”, mascullando palabras que no se entendían… Entonces, el Profesor corrió en busca del Edil, sabía certeramente que Suvalski le había llevado hasta allí, y lo peor podría haberse cumplido. Con tal de descubrir dónde se hallaba el poema que descifraba el lugar exacto donde se cultivó la bulbosa planta, y disponer de esa belleza y fortuna a su antojo, habría hecho cualquier cosa… “Bierbauch” había creído que había matado al Alcalde. Afortunadamente no sucedió. Tras la librería se encontraba tendido en el suelo Ancel Blaxz, Alcalde de Hollókö y último heredero del famoso bulbo. El profesor no se lo creía. Espabiló a Ancel con las sales que siempre llevaba consigo. Mientras, era detenido por la Secreta “Bierbauch” y por fin, arrancado de sus manos la mitad del pergamino que faltaba a la familia Blaxz. Ahora, con la noche ya cayendo, tendría que correr, y como fuera, llegar pronto hasta Kúnduz al norte de Afganistán, donde por fin podría ver al majestuoso y codiciado tulipán “Semper Augustus”…

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Roche estaba empezando, de James Roche

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Sabía que si lo mataban encajaría, Grovers tendría una puerta abierta. ¿A quién le importaba? Carne comiendo carne. Células en busca del cuerpo que componen. Aire revuelto que infecta las rendijas. Roche estrelló su cabeza contra la librería y se partió en dos. La librería también lo hizo. Ahora el rojo llenaba con sus grumos la habitación. - No puedo creer que seas tan estúpido. Estás muerto, de nada sirve que te escondas ahí detrás. ¿Todavía quieres ganarme? ¿Pensaste alguna vez que te librarías? Zaisberger lo miraba con cara de niño en una piscina helada. - Entiendo. Ahora, voy a sentarme aquí un rato, junto a ti, y podremos hablar, sin nada que perder. Al menos tú. El fantasma se sentó, poseído, al lado de Roche, sin mediar palabra. El resto de las personas salieron de la habitación. - Mira hacia atrás. ¿Ves?, todos muertos, como tú, ¿los ves ahora? Los cuerpos inertes se apilaban de manera ordenada, como hormigas, unos encima de otros. La gente de la empresa junto con los intrusos. Bacterias. - No me refiero a los cadáveres sino a sus caras, a las caras de sus fantasmas. ¿Los ves? Tú tienes el mismo rostro. El mismo rostro patético. ¿Qué te da tanto miedo? Ya has pasado lo peor. Soy muy rápido, soy el mejor. No hay más que verte para evidenciar que no pudiste darte cuenta. ¿Te lo tengo que repetir? Estás muerto. Zaisberger iba desapareciendo. - No. No te vas a ir aún. Cuéntame, ¿qué estás viendo?

El espectro iba consumiéndose como una cerilla, con la mirada perdida. Al fondo sólo se veía el Cross con personas bajo sus ruedas. Casquillos. Montañas de casquillos. - ¡Maldita sea!- Zaisberger había desaparecido- Mondi, ¡Mondi! ¡¿Dónde diablos estás?! Esquivando los restos del salón contiguo apareció con metralla en las suelas de sus zapatos. - Estoy aquí.

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- Necesito que reúnas a los vivos y a los heridos y que los lleves a la estación. Utiliza el Cross. - ¿El Cross? No creo que funcione. Además, está lleno de carne, joder, de muertos, ¿no lo ves? - Pues despéjalo o trae el que está afuera. Haz lo que quieras, pero hazlo. - Está bien… ¿por qué está todo lleno de esa basura? - ¿A qué te refieres? - A eso, los libros. - No lo sé.- Roche pensaba mientras miraba algunos tomos ensangrentados- Alguien los conservaba, quizás Zaisberger… Haz lo que te he dicho.

Mondi se alejó. Roche permanecía estático. ¿Cuántos años podrían tener aquellos libros? Incalculable. Bonita estupidez, poseer libros. Tradición, cultura, el origen de la sabiduría. ¿De qué vale tenerlos? Qué absurdo llega a ser el ser humano. Ahora no tienen nada, ahora están todos muertos. Los libros también.

Las empresas encajaban, como encaja la comida en las telas de araña. Pedazos que un ser vivo arrancaba a otro. Y a otro. Y a otro. Pedazos que se convertían en algo nuevo. Una nueva vida, esperando ser arrancada. Roche estaba empezando.

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James se desangraba en su cuarto de baño azul. Sus pupilas iban subiendo hacia su cerebro. Zaisberger estaba en frente. - Roche. Otra guerra. Roche otra guerra. James alzó la cabeza y vio al viejo con cara de niño. - Roche. Otra guerra. Roche otra guerra. James se moría, llevaba horas haciéndolo. Tal vez años, iba a costarle. Ese fantasma… otra guerra dentro, dentro de la inmensa guerra. ¿A quién le importaba? Los pulmones seguían bombeando aire que acababa rozando el tajo de sus muñecas. La sangre se coagulaba y James volvía a rasgarlas. Pronto saldría del ciclo. Zaisberger se desvanecía como un eco. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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James permanecía inmóvil.

Todo trataba de encajar. Una y otra vez. Trataba.

Cuando los objetos empiezan a ordenarse, comienza el caos. CAOS

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El rubito, de Morel

1 Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Sin embargo, no fue eso lo que pensó Vargas la noche de la detención al verlo ahí, agazapado y hurgando detrás de los libros. Y todo por los celos, por los malditos celos. Nadie se explica todavía por qué se la tomó con aquel muchacho, aunque sus compañeros de trabajo reconocieron que durante los últimos meses el señor Zaisberger estaba más huraño que de costumbre y, especialmente, con los adolescentes que acudían por la tarde. Al ver su aspecto rancio y blanquecino, la gente no podía más que sentir que ese hombre tenía algo aterrador. “¿Cómo puede alguien así estar al frente de una biblioteca?”, era lo primero que se preguntaban al advertir su presencia. Sin embargo, a pesar de ello, el señor Zaisberger cumplía con su trabajo desde hacía más de veinte años, y nunca una queja, jamás una mala cara. Pero desde que el rubito, así lo llamaba, empezó a asistir puntualmente todas las tardes, algo cambió. Se sentaba siempre en el mismo sitio, al lado del ventanal que daba al patio de luces, y ahí se quedaba, durante horas, devorando palabras. Empezó a detestarlo sin mesura, a aborrecerlo con una animosidad visceral que excedía sus capacidades de indulgencia. Cada noche, una vez que la biblioteca cerraba las puertas, en lugar de volver a su casa, Zaisberger se quedaba para revisar todos y cada uno de los libros que el muchacho había tocado. Lo requisaba absolutamente todo, examinaba página por página, palabra por palabra, de forma minuciosa, buscando algún indicio que diera cuenta de lo que venía intuyendo desde hacía varios días. “Eliminaré una por una esas caricias prohibidas”, les dijo a sus Desdémonas y, enceguecido por los celos, quiso borrar frenéticamente las huellas digitales del rubito. Se lo tomó como una cuestión personal que empezó a alimentar, día tras día, con las migajas del odio y la venganza, hasta que tomó una desafortunada decisión.

2 Después de la denuncia, cuando Vargas se hizo cargo del caso, no pudo dejar de leer y releer aquel pedazo de diario escrito por Zaisberger: III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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“Detesto verlo. Cada tarde, con sus gafas de aumento, de punta en blanco la ropa, su pelito rubio arreglado y babeándose encima de ellas. Y lo hace delante mío, las acaricia, las toca, incluso hay veces que las articula en voz alta. Vaya uno a pensar lo que se le pasa por la cabeza cuando las ensucia con sus dedos lascivos. Seguro que las desea, por eso viene todas las tardes, ¿por qué iba a ser si no? Me da asco que las roce mientras se relame con la lengua sus impúdicos labios. Pero lo peor no es eso, sino el instante preciso en que las profiere. Lo aborrezco, ¿quién le da derecho a ponerlas en su boca?, ¿quién? Las susurra sin vergüenza, parece que les cuchichea, una y otra vez. Y me muero de celos de sólo imaginar que todas y cada una de mis palabras duermen inocentes en la humedad de su lengua. No le basta con halagarlas durante las tardes, no, necesita más, quiere más, y por eso las engatusa, y les cuenta ficciones, para sacarlas de sus guaridas de papel y tapas duras y acogerlas en su trampa, ese hueco de saliva, de lujuria. Ellas eran mías y él me las robó. Y pagará por eso”. El inspector Vargas dobló el folio entre sus dedos, miró el portarretrato con la foto de su hija que descansaba incómodo entre cigarros y papeles sueltos y se estremeció.

3 Aquella tarde, desde el momento en que el señor Zaisberger terminó de escribir su diario, se refugió en su cama y, cebado por la pestilencia del odio, sintió la necesidad de llorar. Noventa y nueve noches que mojó con sus lágrimas. Noventa y nueve lunas, en las que se alimentó de insomnio. Pero la noche número cien el dolor terminó y empezó su último derrotero. A la mañana siguiente se levantó junto al sol y, en un arrebato de energía exacerbada, entró al baño, se afeitó y se duchó. Luego se engominó el cabello, se puso colonia, tomó rápidamente un café recalentado y agarró su maletín para dirigirse a la biblioteca. Sobre las cinco de la tarde, el rubito entró por la puerta y se acercó al mostrador. Como siempre, sus gafas de aumento, de punta en blanco la ropa y su pelito arreglado. Zaisberger lo observó, esquivo, y con aire irresoluto le entregó el libro de poesías de Benedetti que acababa de pedir. El muchacho le agradeció con cortesía, se dirigió a su rincón habitual y, con una serenidad poco usual para su edad, se dispuso a leer. Le quedaban tan sólo tres horas para aprenderse de memoria las palabras que conmoverían a Ivonne.

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Pero aquella noche, el rubito nunca llegó a su cita. Y vinieron las preguntas, que se convirtieron en desesperación, en esperanza de encontrarlo, hasta que llegó el dolor. El día de la detención del señor Zaisberger en la biblioteca, después de un mes de búsqueda, el inspector Vargas se quedó atónito cuando, en una caja de zapatos, escondida detrás de los libros del primer anaquel, yacían la lengua y los diez dedos del rubito, envueltos en un trozo de papel, engalanado por las palabras de Benedetti.

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El secreto de la alquimia, de Scherezade

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Flusber, el de la tienda de caramelos, irrumpió en la biblioteca con aquel libro en la mano y la respiración entrecortada. Eran las siete, el señor Zaisberger lo recordaba bien. Desde hacía cinco años el vibrador del reloj de pulsera se ponía en funcionamiento para recordarle la digoxina de las siete. Llevaba cinco años tomándosela desde el maldito día en que le comunicaron por teléfono la muerte de su esposa. Flusber entró a zancadas en la biblioteca. Agitaba en la mano un minúsculo libro. —Lo encontré. Lo encontré, señor Zaisberger —dijo sin apenas aire en los pulmones. Llamarle señor era uno de esos honores que concedían cada cien años los habitantes de Trusmor a la persona más sabia del pueblo. Sí, el señor Zaisberger era la mente privilegiada de Trusmor. Un ilustrado. Bastaba tener una duda para ir a consultarle a la biblioteca y en cuestión de tres segundos, siempre eran tres, te decía: «Busque el libro “tal” en la estantería “cual”, sección “mengana”». No fallaba. Flusber dejó caer en la mesa del señor Zaisberger aquel libro no más grande que su dedo índice, con tapas marrones roídas por el tiempo. El señor Zaisberger con solo ver la contracubierta de piel mordida supo que ese libro no era de la biblioteca. — Es el libro de alquimia, señor Zaisberger. El que buscaba. Lo encontré en la trastienda — dijo Flusber recuperando la voz. El señor Zaisberger se limpió los cristales de las gafas en su camisa, escupió sobre sus manos, las frotó y se las secó en la chaqueta de lana. Flusber sonrió. Todo el mundo en Trusmor conocía los rituales del señor Zaisberger antes de tocar un libro de gran valor. Cogió el diminuto libro entre sus dedos con la suavidad con la que se sujeta una pompa de jabón. Levantó la cubierta. Despacio. El corazón le bombeaba como un martillo hidráulico. Y a pesar de su delicada salud lo que más le preocupaba era descentrar con sus latidos la lectura de los usuarios de la biblioteca. En realidad, en la sala sólo estaba el hosco Minrod acompañando su soledad con la lectura, pues a partir de las siete los habitantes de Trusmor se refugiaban en sus casas. El libro no tenía título y eso era una buena señal. El señor Zaisberger llevaba tanto tiempo ansiando descubrir el secreto de la piedra filosofal, esa que transmutaba en oro lo que tocaba, que en cuanto vio en la primera página el sello rojo de las cinco flechas casi se le cae el libro de la emoción. Flusber se sintió importante, en aquellos segundos III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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se imaginó homenajeado por todo el pueblo de Trusmor, con una banda de música a sus espaldas. — ¿Puedo contárselo a mi mujer, señor Zaisberger? — le preguntó Flusber en susurros. El señor Zaisberger movió la cabeza con aprobación y le pidió que guardara discreción al menos hasta las once, que era cuando se reunirían con los demás en la biblioteca. Flusber salió disparado hacia su casa con las mismas zancadas con las que entró en la biblioteca. Ni Flusber, ni el señor Zaisberger se percataron de que Minrod se había escondido tras la puerta de los aseos. El señor Zaisberger fue pasando con suma delicadeza, muy despacio, una a una, las páginas del pequeño libro como si se tratara de papel de arroz. No leía, bebía las palabras, masticaba fórmulas, engullía números y símbolos. Minrod cada vez estaba más seguro de que ese libro, fuese el que fuese, y a pesar de su tamaño reducido debía esconder una gran novela, una de esas historias mágicas que le borran a uno la soledad. ¿Cómo, si no, el señor Zaisberger se iba a tatuar de esa manera las palabras en la retina? — Señor Zaisberger — le gritó Shanfa con la fregona en una mano y el cubo en la otra— ¿Le parece bonito? Son las nueve de la noche, tiene que cerrar la biblioteca y aún no se ha tomado su pastilla de las siete. Ya le he dicho que los libros van a acabar con usted. El señor Zaisberger miró el reloj de pulsera. Eran las nueve. Se tragó en seco la digoxina. Se despidió de Shanfa y creyéndose a solas escondió el minúsculo libro de alquimia en la última estantería, en la balda más cercana al suelo, entre El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde y Al Faro de Virginia Woolf. Depositó tras ellos el sueño de conseguir con el oro una biblioteca más grande que la de Alejandría, y por qué no decirlo, un coche y un corazón nuevo. Todo el pueblo sería rico. Y con esa ilusión echó la llave y se fue a cenar. A oscuras, Minrod salió de su escondite. Abandonó los aseos, y a tientas robó el libro. Aún no eran las once de la noche y ya estaban Flusber, el alcalde, el juez de paz y dos policías locales esperando al señor Zaisberger a la entrada de la biblioteca. No encendieron las luces para no alarmar al pueblo. Flusber alumbraba con una linterna. El señor Zaisberger fue directo a la última estantería. Sacó todos los libros, pero no encontró el de alquimia. Todos aguardaban con expectación. Hasta Minrod, oculto tras la estantería, dejó de respirar. Sólo el estornudo del alcalde ayudó a Minrod a escapar con el diminuto libro bajo el brazo como un espíritu levitando. Pero el señor Zaisberger, III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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incluso en aquellos confusos momentos, estaba tranquilo. En el bolsillo del pantalón guardaba la hoja con las fórmulas secretas que había arrancado al libro. Por algo le llamaban “señor”.

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El secreto de la biblioteca, de Caballero de la Blanca Luna

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control, pero se equivocaba. Rebuscó y rebuscó entre los libros, ya una montaña se amontaba junto a él, y comenzó a notar una gotilla de sudor frío por la espalda. Estaba seguro de que estaba ahí, pero… ¿Por qué no lo encontraba? Tomó otro más y lo abrió, pasó páginas y páginas, pero no, ése no era, y lo lanzó sobre la pila de libros, que quedó abierto por cualquier capítulo. - Se te acaba el tiempo, Adolf.- dijo un voz ronca a su espalda. Era el que llevaba la linterna. Las luces de la biblioteca estaban apagadas, la tormenta eléctrica debía haber dejado caer un rayo en algún sitio, y estaba toda la ciudad a oscuras. Eso no le ayudó a escapar de los cinco hombres, y ahí estaba, buscando el maldito libro.- No te he perseguido por medio mundo para que ahora no esté. Así que déjalo ya, entréganoslo, y podrás irte por donde has venido.

Al otro lado de la estantería, Mirko, con el libro a la espalda, temió ser escuchado. No era extraño que estuviera en la biblioteca a esas horas, pues ahí vivía sin poder salir. Horas antes de que llegaran y amenazaran al tal Zaisberger, éste había tomado el libro, las memorias de un hombre que conocía el secreto. Tanto tiempo llevaba Mirko en aquella biblioteca sin que nadie lo supiera… Era, como en todas las bibliotecas antiguas había, el alma encarcelada que cuida de los libros. Un espíritu que habita la biblioteca, y que nadie conoce, pues no se puede comunicar con los mortales, hasta hallar el libro que le libere del mundo de los vivos.

Tras lanzar otro libro, se detuvo. Todos habían escuchado el ruido al otro lado de la estantería. - Ron, no estamos solos. Ve a ver qué ha sido eso.- dijo el malnacido sin dejar de apuntarle con linterna y pistola. Siguió con lo suyo, tomó otro libro, y otro más. Pero nada. Ahí no estaba. Hacía años que había mandado sus memorias a la Biblioteca Pública del Estado. Tenía que estar ahí, llevaba el seguimiento del libro, y había investigado a todos aquellos que lo habían leído. Sabía que esa noche el libro estaba en la biblioteca, en aquel estante, pero no lo encontraba. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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- Tic, tac. El tiempo, Adolf, el tiempo pasa y se te acaba.- escuchó a su espalda. - Aquí está.- dijo al fin, interrumpiendo al malnacido ese. En sus manos tenía un libro pesado, bien grueso, de mil páginas debía contar. Se levantó despacio con él en ambas manos, sin abrirlo, estaba temblando cuando le asestó un golpe con él en la cara al que le iluminaba. La linterna cayó al suelo y rodó, sin apagarse.

Todo fantasma tiene miedo, aunque los mortales lo duden, de ser descubierto por ellos, y que lo interroguen a preguntas que ni él podría contestar. Mirko se escondió corriendo en una esquina, escuchando los pasos buscándolo. Eran varios hombres, y no entendía por qué, pero sentía más que nunca que éstos podrían descubrirlo. Leyó el libro, tan rápido en la oscuridad como pudo, hasta sentirlo. Se le había desvelado el secreto. Aquella noche había dado con el libro.

Dos disparos se escucharon en la biblioteca, y el cuerpo del señor Zaisberger cayó al suelo, inerte. La sangre comenzó a brotar, manchando los tablones del suelo, su alma se perdió entre los mundos, quedando ahora ligada a aquella biblioteca. El que le había disparado recogió la linterna, y se arrepintió de lo que acababa de hacer. Ahora ya jamás encontraría el libro. Se llevó la mano a la cara, donde aún le dolía el golpe, y se enfundó el arma. Llegaron sus secuaces, sorprendidos por el incidente, y éste se encogió de hombros.Me golpeó y pensaba escapar… ¿Qué otra cosa iba a hacer? Ya estoy harto de perseguirlo… - Tenemos el libro.- dijo uno, quitando importancia a la situación.- Estaba al otro lado de la biblioteca, en una esquina. No hay nadie más que nosotros. Aquí lo tiene.- Y se lo entregó. Era muy pesado, pero con una mano lo tomó casi sin poder creerlo. Con la otra lo iluminó para leer su título. Memorias Olvidadas. Por fin tenía el libro, podría conocer el secreto que guardaba entre sus páginas…

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El secreto de Sargo, de Carajaca canaria

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Había empezado la noche fisgoneando en su propia, heredada colección de libros en busca del dichoso papel, tranquilo, confiado, mas muy pronto comenzó a sentir esa desazón que nos causa la visión de una sombra veloz sobre el cristal. Entonces inició una alocada desestructuración de la ordenada biblioteca. Los libros revisados iban descansando en el suelo en ordenadas filas aunque por momentos llegaron a desafiar la ley de la gravedad. Durante mucho tiempo estuvo la receta más segura en el voluminoso libro Bella del señor, pero su padre, al parecer, la había movido… ¿Y si estuviera en la lírica? Sí, en Garcilaso, sí, aquel soneto “más dura que el mármol a mis quejas”… que tanto recitó su progenitor para entretener las horas muertas de la siesta. Fugitivo como el amor, tampoco aquí apareció el anhelado papel. ¡Ya está!, en la dramática. Tomó con mimo aquel librito color ocre que en letras de oro guardaba el más hermoso título de desamor: Amor inconstante más allá de la vida, la única obra de su ascendiente, editada por él mismo y de la que distribuyó 40 ó 50 ejemplares entre los parroquianos, a los que obsequiaba en Navidades con esta creación llena de ripios, tan cursi como patriótica. El temor se alojó en sus temblorosas manos. Ni rastro de la hoja. ¿Había desaparecido? Imposible, mucho era el poder de control de su progenitor. -¡Ni una mosca se “muerra” sin mi permiso!, repetía recalcando violentamente la última consonante cuando eludían sus mandatos. Este colérico inmigrante, Zelig, había llegado a los 35 años, oriundo de Linker Graben, pueblecito de la baja Austria. O un prematuro divorcio o el alejamiento de su patria, o hechos inexplicables consumieron su alegría de vivir. Su semblante frustrado traslucía esa expresión derrotada que sólo pueden causar las experiencias inabatibles e inconfesables. Él aliviaba ese peso moral omnipresente, sin venir o viniendo a cuento, con otra frase: -¡Hasta la “muerrte” y con ella! Zelig, el bendecido, como así rezaba su nombre, se instaló en La Laguna, ciudad tranquila, fría y algo triste, pero a su parecer rezumaba tradición, incluso le despertaba una extraña sensación de amparo y arraigo. Se aprestó a dominar el español con la esperanza de desenvolverse mejor en la tienda de delicatessen que pensaba abrir, con productos del carbullón y otras mimoserías elaborables por él. Entre ellas, la trompa de brillante chocolate negro rematada con un ribete del blanco sería el producto estrella del negocio, por barata y abundante. Incluso haría una maqueta a tamaño “naturral”. Así III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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sucedió. Colocada en el fondo, cerca de la caja registradora, tenía algo de apetitosa, pero a la vez inquietante. Tal era la ofuscación nerviosa del señor Zaisberger en aquellos frenéticos momentos de rastreo, que creyó oír unos pasos casi silenciosos provenientes de la trampilla del piso superior. Cuando iniciaba la revisión de la balda inferior, notó la incómoda fijación de puntos de luz. Se volvió y… ¿Quiénes eran aquellos hombres de gabardina armados con linternas? ¿Serían competidores en pos de la receta de la trompa? ¿Cómo se habían enterado de que la buscaba desesperadamente? Y es que, muerto su padre, se había hecho cargo de la empresa poniendo en práctica lo que recordaba, pero, como decían los clientes para mortificarlo: - “Sargo” (adaptaban así su difícil nombre), ni trompeta parece. Algo le faltaba al chocolate en forma de michelín para que poseyera la dureza y brillantez que tenía en otros tiempos. Le urgía hallar las instrucciones puesto que ya estaba perdiendo a muchos compradores. Esa era la causa de esta noche alienante, llena de sombras y luces. De repente, las linternas se anestesiaron y Zaisberger pudo identificar a aquellos hombres fantasmales, sus siluetas recobraron la vida que en las antiguas fotografías habían conservado: uniformes negros, botas lustrosas, miradas imperturbables, sonrisas confiadas. Ni un ápice de debilidad, ni una chispa de inteligente humanidad. Eran su padre y dos agentes más pertenecientes al cuerpo, estaba seguro por las calaveras. Notó que se desplazaban empujándose unos a otros, entrechocando los tacones como clacas enloquecidas. Las evanescentes figuras se detuvieron ante la maqueta para luego esfumarse, y Sargo, ahora clarividente, adivinó el lugar de la receta. De un salto, puño en ristre, destrozó el orgullo de la familia. Dientes y muelas de oro se deslizaron desde el despanzurrado armatoste hasta el suelo. Se explicó el acostumbrado rallar de su padre, que oía de lejos, y la procedencia del polvillo amarillo usado en la elaboración de las trompas. Inexplicablemente, esta horrenda revelación la contrapuso a otra visión: la de sus años de inocente colaboración en la tienda. Evocó la melena negra de Mariela, su olor a Heno de Pravia, su secreto amor por ella. El día en que llegó acompañada por un componente de Los Sabandeños, de voz baja y viril, en otro tiempo estudiante de derecho y rondador de las chicas de La Candelaria; esa mañana en que sorprendido y desventurado balbuceó -¿Dos trompas? A la mañana siguiente de esta noche en vela, un olorcillo panificador se colaba por la puerta. La primera compradora que la traspasó, se quedó embobada. La tienda, arrasada, III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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expoliada, una sola cesta, cuatro barras de pan. -¿Qué pasó, Sargo?, ¿y las delicatessen? Con cara de malos amigos, él espetó -¡No más sacrificios! Casi perdida la clientela, mataba las tardes en Bajamar, sentado en los escalones, de espaldas a las piscinas y el elegante farillo. Las olas saltonas de blanca espuma, cual goma de borrar, le espantaban los remordimientos. Había llegado a sus oídos que antiguos parroquianos comentaban -¡Chiquito gandul! Sólo cuatro barras de pan al día. ¡Si su padre levantara la cabeza! Ya se sabe, la ingratitud deriva de la ignorancia, y Sargo pasaba.

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Shrilioken: un mundo diferente, de Jëshua Debástian Báug

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control, pero a medida que las alas del tiempo batían, la distancia entre el último y el primer instante se hacía cada vez más grande, y esa sensación de control se fue, momento a momento, diluyendo. Cómo consiguió hacerlos salir de ese maldito libro era todo un rompecabezas sin solución. Esos “Hombres Sombra”, algunos oscuros y otros claros, de figuras casi transparentes, ¿cómo llamarlos? ¡Si al menos pudiera hacer que en su vuelo el tiempo se posara y detuviera! Pero ya se habían sucedido un segundo tras otro, un minuto tras otro, hora tras hora. Tres días ya, en un suspiro, desde que se le ocurriera la torpe idea de acompañar su más que frío café y su ansiado cigarrillo con las páginas de un curioso libro. Un libro que, por otro lado, le estuvo siempre esquivando, cambiando de lugar varias veces al día, ahora arriba, luego abajo, a lo largo y ancho de toda la estantería. Tenía éste el arte de aparecer y desaparecer a voluntad, como si estuviera dotado de vida propia y pensamiento propio. Zaisberger no había reparado antes en él. De hecho, hasta ese día, gris y plomizo más allá de la ventana, había permanecido oculto bajo la apariencia de un libro cualquiera, de tapa oscura y sin adornos o cualquier otra inscripción en la que la vista pudiera fijarse… hasta ese día.

Se dejó atrapar cuando surgió en su lomo, justo en ese instante como por primera vez creada, la primera letra, a la cual le siguieron otras hasta adoptar la forma [[Shr[io}{n^]. Ya fueran letras o símbolos o una mezcla de ambas cosas, su pronunciación pero sobre todo su significado, de momento para ti, mi intrigado lector, al igual que para Z entonces, y a pesar de que era bien visible permaneció oculto e indescifrable, y cuando las manos de éste fueron atraídas hacia él por no sé qué embrujo, artimaña o poderoso influjo, se dio por comenzado el juego. Su color, apagado y gris como el humo, se tornó encendido y blanco como la luna y lo que antes pesaba como el hierro era ahora ligero como una pluma. Aún sorprendido el Señor Z percibió al tacto que se trataba de un ejemplar diferente, elaborado a mano, único e irrepetible y con la curiosidad de un gatito, lo abrió…

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Sin cubierta alguna, ni rastro de trazos ni letras en la portada, nada que hiciera mención a la mano del autor, ni lugar ni fecha que lo situase. ¡Ni índice alguno! - ¿Cómo tratar de ubicarte si ni siquiera te guía un número en sus páginas? – se preguntó Z. La respuesta a esa pregunta le hizo cobrar vida, de repente sus páginas se movían solas con increíble velocidad, deteniéndose sólo donde por sí mismo decidiera. Una vez detenido apenas un segundo, cobraba vida de nuevo y sus

páginas caprichosas

comenzaron una vez más a pasar rápidamente ante su mirada incrédula. Detenido ya, se mostró abierto y entregado: el anverso de fondo azul y el reverso siempre negro, de hojas manuscritas en letras de color plata. Los signos y caracteres le eran totalmente nuevos para él pero por algún arte o simbiosis con el libro su contenido se le hizo entonces del todo inteligible, rápidas imágenes se sucedían en su cabeza y letra a letra, palabra a palabra le fue mostrado un mundo diferente. Y así, leyendo en imágenes escritas encontró incontables maravillas, y Zaisberger supo de otros sucesos que aquí no cabe relatar, pues realmente lo urgente es que te cuente que Z, sin proponérselo siquiera, se vio envuelto desde ese instante, en esta increíble historia que ahora debo terminar. Igual que se hizo vivo en su momento, de pronto con la misma habilidad quedó muerto, y ya no ligero sino otra vez pesado, y huyendo de las manos de Zaisberger, de entre sus dedos se escurrió. El enigmático libro en su caída se precipitó al suelo. En ese entonces desapareció toda luz, y un sonido de muchas voces hizo que se girara bruscamente. No consiguió ver apenas nada, así es que a tientas y de un cajón se hizo con una linterna. Aquellas graves voces, en realidad susurros, tomaron cuerpo una vez iluminadas y allí estaban, ocupando toda la habitación, no sé cuantos de esos “Hombres sombra”. Ni qué decir tiene que debo volver a situarte, mi querido lector, donde inicié mi historia, pues allí trataba nuestro amigo Z de encontrar urgentemente aquel libro, por otra parte, culpable de la difícil situación. Desaparecido del suelo donde terminó, sólo podía haber vuelto a la estantería y allí, arrodillado frente a ella, por fin, lo halló. Todo sucedió muy aprisa y el libro, otra vez despierto, al Sr. Zaisberger entre sus páginas engulló. Y allí quedaron aquellas sombras, atrapadas, inertes como imagen congelada, y enmarcadas en la habitación como si se tratara de un dibujo, tal vez surgido de la mano de algún licenciado en Bellas Artes, y “Enriquecido” genio ilustrador.

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Sin título, de Benjamín Vega Estévez

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. No tenía que hacer sino cuanto le había indicado el señor Carterbury. - Ya vienen –le había dicho de pronto-. Vienen a buscarme… Haz todo lo que te digan y no correrás ningún peligro. - Pero… ¿de qué hablas? ¿Quiénes vendrán? –le había preguntado asustado-. ¿Por qué correré peligro? - No hagas preguntas y atiende –le había cortado el señor Carterbury-. Te harán ir hasta ella. Está justo debajo de la sección “Ética/moral” –había dicho tremendamente rápido-. Si sigues sus instrucciones descubrirás un doble fondo en la base de la estantería. Hay un agujero por el que puedes introducir la mano, que queda al descubierto al levantar los libros. Allí la encontrarás. Lo que ellos no saben es que la madera de la repisa se encuentra desgastada por el lado que da al pasillo paralelo. Una vez hayas introducido la mano en el doble fondo, rompe la madera y empuja con los dedos lo que encuentres allí hasta fuera de la estantería. Yo estaré en ese pasillo; la cogeré y saldré por la puerta principal en lo que tú los entretienes fingiendo que no la encuentras. Cuando comprueben que no está, se marcharán. - Lo entiendo, pero ¿qué es…? -había intentado preguntarle. Pero el señor Carterbury le había cortado nuevamente. - Escúchame -le había dicho agarrándolo de los hombros. Su cara había demostrado auténtico pánico-. Yo no puedo hacerlo solo. Mi mano es demasiado gruesa para caber por el agujero… Las luces de la biblioteca se habían apagado de pronto. -Ya están aquí… A los pies de la enorme estantería, y a la luz de la potente linterna, el señor Zaisberger introdujo la mano por el agujero que le había dicho el señor Carterbury. Éste debía de estar justo detrás, escondido para recibir aquello a lo se había referido como “ella”. Una vez tuvo la mano dentro, hizo un pequeño barrido con ella hasta que dio con un pequeño paquete en forma de cubo. A juzgar por el tacto, debía de estar envuelto en cartón. ¿Qué contendría aquel minúsculo paquete? Desde luego era algo codiciado. Tan codiciado como para poner en peligro la vida del señor Carterbury y, muy probablemente, la suya propia. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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- ¡Aprisa! –le gritó uno de aquellos hombres. La expresión de su rostro no era de persona complaciente. Y sin embargo, el señor Zaisberger no perdía la calma. El señor Zaisberger dirigió su mano hasta la madera del fondo del estante y comprobó, tal como le había dicho el señor Carterbury, que la madera se hallaba desgastada. Tanto que no bastaría sino un mínimo golpe para terminar de romperla. Lo hizo. Y justo cuando se disponía a empujar con los dedos el misterioso paquete, recordó la penúltima conversación que había mantenido con el señor Carterbury. - ¿Por qué lo haces? –le había preguntado. -¿Por qué hago qué? –le había respondido preguntándole. - Pues lo que acabas de hacer –le había explicado el señor Carterbury-. ¿Por qué esperas recibir siempre de los demás lo que todos se niegan a dar? - ¿Quieres decir las gracias? –le había preguntado-. Bueno, es la política de “Biblioteca Local Sr. Carterbury”: sonreír al usuario y nunca negarle el saludo ni las gracias… Jajaja –había bromeado-. - Sandeces –se había quejado con expresión seria el señor Carterbury-. ¿Me vas a negar que no te invade la culpabilidad cada vez que alguien que entra por esa puerta no te dirige ni la mirada? –había expresado con malicia-. ¿Me vas decir que cada vez que un usuario deja de asistir regularmente a la biblioteca no sientes que, de alguna manera, tú eres el único responsable por el trato que pudiste haberle dado y no le diste? había hecho una pausa-. Absurda moralidad... El señor Zaisberger entendió en aquel momento que era verdad. No obstante, casi le gustaba sentirse así. Si bien le suponía un sufrimiento constante, le impulsaba a mejorar cada día. El señor Carterbury era la persona más inteligente que había conocido jamás. Todo cuanto aparentemente sabía lo había aprendido con él, entre los estantes de aquel microcosmos de sabiduría que reunía el pensamiento de las mentes más brillantes de la historia. Y con todo, intuía que al señor Carterbury le faltaba algo. Algo que él se había esforzado día a día por mantener y mejorar. - ¡¿Qué ocurre?! –le preguntó otro de los hombres mientras le apuntaba con un arma en la cabeza-. ¡Encuéntrala o te volaré la cabeza! Y no creas que no lo haré porque no tengas nada que ver con este asunto. - Intento buscar –le contestó intentando mantener la calma-. El agujero es muy estrecho, y no tengo demasiada movilidad con el brazo.

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El señor Zaisberger barajó a toda prisa sus opciones mientras asía con fuerza el misterioso paquete. Si lo dejaba arrastrar hasta fuera del mueble, el señor Carterbury lo cogería y lograría escapar con él. Si se lo entregaba a aquellos hombres, salvaría la vida, pero resultaría bastante probable que el paquete cayera en manos incluso peores. A pesar de su diferencia de edad, de su juventud y su inexperiencia, el señor Zaisberger conocía lo suficiente al señor Carterbury como para saber que, fuera lo que fuese que contenía, no podía ser nada bueno. El señor Carterbury no había empleado su asombrosa inteligencia en toda su vida para otra finalidad que su propio bienestar. Sólo que aquella vez se había vuelto contra él. ¿Por qué el señor Carterbury había dicho “ella”? ¿Se trataba acaso de un arma de destrucción masiva producto de una asombrosa inteligencia, como la bomba atómica? Desde luego aquellos hombres bien podrían haber salido de una película ambientada en los años 40. La situación era ciertamente surrealista. El señor Zaisberger estaba en un callejón sin salida. No le quedaba más remedio que elegir el mejor de dos males, que era depositar un mínimo de esperanza en el hombre que le había conducido a su muerte engañándolo de aquella manera. En el hombre que tanto le había enseñado, y que, paradójicamente, no había aprendido lo más importante en la vida. Absurda moralidad...

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Sin título, de Natura

Incluso en aquellos angustiosos momentos el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Bajo el misterioso halo que llenaba aquella noche de otoño él reflejaba en su semblante los pormenores de la pasión auténtica que le condicionaba como hombre dedicado a la búsqueda de la libertad y de la investigación para conseguirla. Las lámparas de tulipa aterciopelada iluminaban la sombra de pilas de libros de consulta, novelas y ensayos que reposaban entreabiertos por doquier en la penumbrosa habitación de un caserío situado en las proximidades de una gran montaña. Una tibia sensación de convencimiento recorrió la espina dorsal del señor Zaisberger mientras sus manos buscaban presurosas una respuesta a la mayor duda que durante años le había atormentado. Una ardilla se asomaba a la ventana y, desde

el exterior, rasgaba

la madera,

produciendo un ruido que el señor Zaisberger tachaba de estrepitoso. Éste obvió las intenciones del animal por introducirse en el interior de la casa, centrando su mirada únicamente en las series de frases que iban apareciendo ante él, indagando en posibles componentes reveladores y dejando que su nariz se impregnara del olor de papel viejo y gastado. De pronto, otra sacudida de tierra. Se desplazaron las estanterías. El radio transmisor se movió hasta caer al suelo, rompiéndose en varios pedazos. Por un momento un nítido destello de agonía se mezclaba con la locura y la libertad de la certeza. -

“¡Estás en lo cierto!”- se tranquilizó a sí mismo nuevamente entusiasmado el

señor Zaisberger.

Detenidamente observó ahora cómo las hojas de los árboles parecían tocar la puerta, en una lejanía cercana y a modo de rubor. La ardilla seguía rasgando la ventana. Él trató de centrarse en las palabras de la dama misteriosa que, por un momento le parecían provenir de la propia ventana. De pronto, una imagen; una foto que alguien había escondido allí para que él pudiese verla justo en ese momento. Era su dama. Tan bella, tan real. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Una tormenta estrepitosa anunciaba su llegada desde las colinas.

El señor Zaisberger estampó un beso en la foto con una contundente fuerza. Los cimientos del hogar volvieron a sobrecogerse cuando el señor Zaisberger despegó los labios del papel. Al tiempo le pareció escuchar los gritos lejanos de un relámpago. Entonces en alto, y olvidando el resto del mundo, el señor Zaisberger pronunció las palabras que hace muchos años se aprendiera de memoria: - “Para salir de ti necesito crearme y recrearme, conocer el por qué de tu exilio y entenderlo a través de las cartas imaginarias de los libros que has escrito”.

El aire golpeó la puerta con sofoco y el señor Zaisberger suspiró, sentándose en el suelo, decidido a rebuscar el significado de saber con certeza anticipada el día de su muerte a través de la dama de la que llevaba toda la vida enamorado. Aquella dama a la que nunca había visto en la vida real pero con la que soñaba cada noche y cada día. Pensó que no debía acabar sus días sin saber qué tipo de conexión existía entre ellos dos, así que reunió todas sus fuerzas para tratar de descubrir un mensaje oculto en todas las palabras que maltrataban su estado de soledad. Las primeras gotas de lluvia, que bañaron la montaña, no desconcentraron la renovada inercia del señor Zaisberger: sus manos corrían ávidas por las letras mientras sus ojos se deslizaban ansiosos por las mismas. De repente creyó ver una llameante luz roja que reposaba sobre una página en concreto: leyó atentamente y encontró un párrafo que releyó unas cuantas veces más : ¿Soy yo tu aliada? Tienes lluvia. Una ardilla y un estruendo. Necesito que me apoyes pero yo no puedo hacer lo mismo por ti porque no me dejas acercarme hasta donde tú estás. Tienes tu certeza, pero ¿ella no es nadie sin tu aliada? Los ojos del señor Zaisberger nublaron la posibilidad de seguir leyendo. En un instante le había subido la temperatura del cuerpo o eso le parecía. Alguien le tocó la espalda. No quiso girarse. De hecho, una convulsión recorrió su pecho, haciéndole fijar los pies al suelo de una manera vigorosa.

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Los dedos que se habían acercado a su hombro ahora recorrían su espalda con un suave vaivén: quiso quedarse sumergido en esas ternuras pero los cimientos de la casa temblaron sobrecogidos llevando las sillas por el aire y los cuadros por el suelo. El señor Zaisberger soltó el libro cuando un trozo de tejado cayó sobre su cabeza. La lluvia que penetraba a través del hueco en el techo sirvió para reconfortar la ausencia de un cuerpo que yacía esperando ese alivio. Esa última sensación. Cada gota caía, silenciosa, sobre la fisonomía del señor Zaisberger sin que él se resistiese a recibirlas. Las convulsiones no volvieron nunca más.

Cuando el día comenzó a parpadear entre sombras y luces, una ardilla surcaba páginas entreabiertas de libros viejos mientras buscaba afanada el significado de la palabra libertad, royendo una nuez, a modo de victoria.

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Sinapsis, de Mazo

“...Las almas grandes siempre están dispuestas a hacer de una desgracia una virtud.” Honoré de Balzac.

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el Señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control... Solamente él lo sabía. Sentía que le estaban hablando. Enmudecía. Vibraba de impotencia.... A medida que transcurrían las horas, su angustia crecía. Sin embargo, confiaba en si mismo cuando todos dudaban. Sentía que se asfixiaba, en medio de aquellos hombres con sus miradas escrutadoras. Trataba de imponer la lógica a su búsqueda. Sabía que si mantenía la calma y la coherencia en su actitud podría recordar como otras tantas veces le había sucedido .Sin embargo, parecía imposible a medida que el tiempo transcurría. Sus manos temblorosas buscaban entre tantos libros. Impasibles los hombres permanecían allí de pie junto a él con aquella linterna. ...¡Al fin!, ¿cómo no se había acordado antes? Allí en aquel libro de ajedrez estaba el sobre que contenía en su interior la querida foto. El propio profesor la había guardado allí delante de él. Acarició el sobre. Rápidamente reaccionó. Trató de incorporarse, pero sus piernas estaban entumecidas y su espalda, fatal. Pide ayuda. Se levanta y acto seguido le dice al hombre de la linterna, resueltamente: - Esto es lo que ustedes andan buscando. Los hombres envueltos en gruesas gabardinas negras revisaron el sobre al tiempo que afirmaban con sus cabezas. El de la linterna le dijo: - Muy bien, Sr. Zaisberger. Sabíamos que su ayuda sería decisiva. Ahora podremos proceder. No se ausente del pueblo. Entraremos en contacto con usted en muy breve. Una última ojeada a aquel lugar. ¡Cuántos momentos que habían signado ya su vida por siempre! Recordaba ahora cómo había conocido al matrimonio Benz. La Sra. Benz le compraba pescado. A veces mientras esperaba, lo veía allí en la terraza jugando ajedrez y fumando tabaco. Un día el Sr. Benz notó su presencia y se acercó mirándolo con una mirada inquisitiva al tiempo que le preguntaba: - ¿Tú no estudias? III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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A lo cual él le había respondido: - No, debo ayudar a mi mamá. Mi padre se fue de la casa. Además, no tengo memoria para los estudios. - Recuerda esto siempre- le sentenció el Sr. Benz- tu falta de memoria es un episodio en tu vida; pero no tu vida entera. Zaisberger trataba de explicar a manera de justificación: - Un médico le dijo a mi madre que era un problema de las sinapsis- y continuaba- pero bueno, alcancé el título de pregonero, ¿no cree? Además, de vez en cuando tengo suerte, fíjese, lo he conocido a Ud. Dicen que ayuda a los indefensos y que es profesor. - Pues no, soy psicólogo. Me interesan los problemas de todas las personas que me rodean. - Y sobre todo- le decía Zaisberger- le gusta mucho el ajedrez y fumar tabaco. A partir de aquel día una amistad limpia y transparente surgió entre aquellos dos seres. El Sr. Benz le propuso enseñarle ajedrez, lo convenció que de esta forma su memoria mejoraría. Y así fue. Luchó fuerte con Z..., generando en él la autoestima. La vida de Z... cambió. Después de vender el pescado del día corría a casa del profesor .A veces se pasaban las horas en el sótano de la casa en una pequeña biblioteca que el Sr. Benz había improvisado, dado que a su esposa no le gustaban los libros. Hasta Z... le catalogó algunos libros y le mantenía el sótano limpio... Un día se encontró al Sr. Benz enfermo y éste le ordenó traerle un notario. Nunca hablaron sobre este tema. Al poco tiempo de este suceso y jugando una partida, el Sr.Benz le ordenó a Z... tomar una foto. Le mandó a revelar dos. Una se la regaló a Z... con una dedicatoria de: ¡algún día ganarás...! Inesperadamente la muerte repentina del padre de Z... alejó a éste del pueblo. Algún tiempo después, al regresar se encontró con la noticia de que el matrimonio Benz había fallecido. Entonces empezó todo aquello. La última voluntad del Sr. Benz era que se ejecutara una simultánea en el pueblo donde siempre había vivido y que el ganador de aquella partida que no era otra que la de la foto, fuera el heredero universal de los Benz. Existía una cláusula de haber empate. Llegó el día de la competencia. Z... fue el último en llegar. Enseguida se escucharon algunos murmullos. De pronto, silencio. Todo el mundo se sentó sus respectivos puestos. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Haciendo acopio de serenidad recorría el rostro de aquellos hombres que lo rodeaban, atentos al más mínimo gesto de él. Vaciló .Un tremendo olor a tabaco lo invadió. De repente, un impulso le llegaba desde un instante futuro... Una tremenda visión allí delante de él, lo hacía recordar aquel día. Empieza la partida. Para él, no. Para él terminaría, lo inconcluso. Todos lo miraban asombrados .Resuelto movió una ficha, sólo una. ¡JAQUE MATE! Algunos dijeron: - ¡Imposible! Ni siquiera tuvo tiempo de mirar las fichas. Mientras otros decían: - ¡Asombroso, increíble! Nadie supo jamás, que él era el que jugaba aquel día de la foto. Por eso el profesor quiso atrapar aquel instante. Sí, el único Jaque Mate que había logrado Z... jugando con él. Se levantó y con él la añoranza de la amistad perdida y la melancolía del triunfo. Y mientras se alejaba decía para sí: - Yo no quería ni ganar ni perder. Tablas, eso era lo que siempre quería entre él y yo. ... Más tarde, ante la tumba de quien fue para él un alma grande dijo: - Maestro, siempre estarán conmigo los momentos que me impedirán devolverle los tantos que un día Ud. me dedicó…

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El sótano, de Macálister

Incluso en aquellos angustiosos momentos el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control, pero nada mas lejos de la realidad… los ruidos ahora provenían del sótano. Parecían más contundentes, amenazadores, desafiantes e incluso paranormales. Sintió recorrer un escalofrío por todo su cuerpo, seguido de un sudor helado que bañaba toda su anatomía, presintiendo lo peor. Flaqueaban sus fuerzas, quedó como paralizado y recordó su infancia en la casa de veraneo. Vio imágenes de la casa de sus abuelos maternos, de aquella siniestra finca y de lo que pasó allí. Esas imágenes atravesaban su cerebro como rayos de luz inerte y la palabra miedo era algo más que una mera sensación, parecía como si le persiguiera un fantasma del pasado. “¡¿Por qué ahora, dios mío?!” se preguntó, mientras sentía como se le secaba la boca. Se precipitó hacia la mesa de su despacho, descolgó el teléfono y marcó un número. Se oyó una voz a través del auricular, sonaba como la dulce voz de un niño y por un momento Zaisberger sintió auténtico pánico. Después de cerciorarse de que estaba hablando con Luis, le ordenó que acudiera inmediatamente a su casa. Dicho esto, colgó el auricular y su vista se posó en la puerta que conduce al sótano. El pulso le temblaba, era algo más fuerte que él y no cabía en la oquedad de su cabeza que todo aquello pudiera estar pasándole ahora. El tiempo parecía detenerse, la ayuda no llegaba y se sentía desfallecer, y aunque había arreciado la tormenta, el cielo lucía negro y amenazador. En la noche más angustiosa de su vida, una luz atravesó la ventana frente a sus ojos como un relámpago y su impulso fue inmediato: corrió hacia aquella ventana y miró a través de ella. La oscuridad reinaba y percibió todo el horror de las tinieblas. No podía distinguir nada más que la niebla y los árboles que rodeaban la casa, que parecían hablarle amenazantes y hacían ruido con sus ramas… aquel murmullo como de palabras, los hacía aún más estremecedores. Su corazón latía cada vez más fuerte y el tiempo corría sin que Luis llegara en su ayuda. En aquellos malditos momentos, unas plantas se movieron en el cercano jardín envuelto en brumas, lo que llamó poderosamente su atención. - ¡No! - exclamó, pero enseguida vio que solo se trataba de Luis. La lluvia no se hizo esperar y las primeras gotas de granizo cayeron como puñales atravesando la flora del jardín. Impactaban con fuerza contra el suelo y, aunque no las recibía directamente, las sentía atravesando su cuerpo como espadas heladas en aquella noche fría del mes de noviembre. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Cuando Luis salió del coche, su paraguas salió volando llevado por la fuerza del viento. El olor a humedad y tierra (esa mezcla rara y a la vez familiar), le trajo antiguos recuerdos que hacía ya muchos años que creía olvidados. La puerta se abrió dejando entrar a Luis y en un instante, la hojarasca invadió parte del gran salón, llenándolo de humedad y agua fría. - Será mejor que te pongas algo de ropa seca. Me temo que no podrás volver al menos por esta noche. Aquí está pasando algo raro... Mientras Zaisberger le contaba sus sospechas de que podría haber alguien más merodeando por la casa, Luis se fijó en sus ojos. Parecía que hubiese envejecido de golpe desde la última vez que hablaron, esos ojos tenían miedo y, por un momento, Luis sintió lástima por él… Como buen ayudante y secretario, Luis le hizo ver la necesidad de llamar al sheriff y actuar con precaución. A Zaisberger le resultó extraña la voz profunda e imperativa con la que Luis se dirigía a él, pero prefirió quitarle importancia dadas las circunstancias… A continuación usó el teléfono, esta vez para llamar al sheriff. La respuesta del sheriff fue evasiva, le dijo que mandarían a alguien en un rato porque estaban muy ocupados. Zaisberger colgó el teléfono sabiendo que Luis era la única ayuda que tenía. - Es normal que estés intranquilo estando tú solo en esta casa tan grande. Estas paredes esconden muchos secretos, ¿verdad? No obstante echaré un vistazo para que te quedes más tranquilo… quizá encuentre algo interesante. Luis despareció en la oscuridad, dejando a Zaisberger solo. Al cabo de unos minutos, regresó a la estancia, que parecía estar helada, con un pequeño cuaderno en las manos. Un frío helado recorrió el cuerpo de Zaisberger cuando reconoció el cuaderno, lo que le provocó un shock, parecía que exhalara humo por la boca mientras señalaba el cuaderno como si le fuera muy familiar. - Mira qué curioso lo que he encontrado. Me dirigía hacia los estantes de la biblioteca y a través de aquellos libros vi una fisura en la pared, y resulta que dentro había un antiguo diario… aunque por las cosas que cuenta parece que se tratase de una historia de miedo. A Zaisberger le comenzó a cambiar la cara y palideció, quería hablar pero sólo pudo emitir un sonido gutural. Con dificultad se levantó y cogió el libro, su estado era por momentos horroroso. Realmente daba miedo. Su cuerpo estaba totalmente estático, en estado catatónico. Tocaron la puerta y se oyeron voces en el exterior. Era el sheriff y seis hombres más.

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- Buenas noches, señores agentes. Si están aquí es porque han recibido la documentación que les envié. - En efecto, hemos recibido el fax, pero no tenemos ninguna prueba contra él. - Por eso les he hecho venir caballeros. Acompáñenme al sótano, por favor, si seguimos las indicaciones de este viejo diario, encontraremos las pruebas bajo nuestros pies. Bajaron al sótano, y Luis comenzó a quitar libros de los estantes polvorientos, mientras las linternas lo iluminaban. Después retiró la falsa pared y el sheriff se quedó perplejo al comprobar el amasijo de huesos humanos que ocupaban aquel espacio. - Esto demuestra que el diario es verdad. El señor Zaisberger es el mismísimo asesino nazi, Josef Mengele.

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Sueños, de Elías Cernuda

1 Incluso en aquellos angustiosos momentos el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control pero el sabía que no era cierto. Buscaba algo y lo hacía con ansia, con locura, sabía que quienes lo perseguían iban detrás de él. Estaba en la embajada rusa y él era alemán. Empezó a buscar en el enorme despacho, con los dedos iba dando pequeños golpes en las paredes, cuando se topó con una pared hueca, debía de haber un mecanismo, en el suelo ¡Ajá! La pared se abrió y dentro vio una habitación que sólo contenía una mesa, una silla y una estantería, un lugar perfecto para esconder documentos. Empezó por las baldas de arriba y allí solo encontró documentos y recibos; en las centrales tampoco había nada, salvo libros escritos en ruso. Cada vez más decepcionado empezó a buscar en las últimas baldas, pero allí había más libros en ruso, lo esparció todo por el suelo. De repente, detrás de unos libros, vio una carpeta gris, temblando, la abrió ¡Estaba allí! -Señor Zaisberger o Michael como prefiera, deje el documento en el suelo, póngase de pie, levante las manos y no intente hacer nada. 2 -Buenos días señor Michael, ¿cómo está hoy? -Ya ves, Christian, soy más viejo que ayer y no me dan una misión desde hace un mes. Me voy a aburrir en mi propio trabajo. -No se preocupe, Michael, seguro que le dan una dentro de poco, bienvenido al M61. La M61 era una agencia de la inteligencia secreta alemana que no aparecía en ningún documento oficial, sólo conocen de su existencia la canciller alemana y cinco miembros del gobierno. La M61 hace todos los trabajos “sucios” de la inteligencia: torturas a espías rusos y a traidores y realiza misiones para combatir el terrorismo internacional, principalmente islámico, la protección de la canciller en sus viajes por el mundo. También existen laboratorios donde se buscan antídotos para enfermedades como la gripe aviar, la gripe H1N1 y para los principales virus que afectan a Alemania. Una agencia que se esconde bajo otra rama oficial del espionaje alemán que colabora estrechamente con la MI5, la agencia de seguridad británica. Michael Kramer (Alias Zaisberger Kranitz) trabajaba en la M61 desde hacía un año, adoraba su trabajo, pero aún así llegaba tarde a la reunión del lunes donde se asignaban las misiones. Con suerte, III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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después de un mes de inactividad conseguiría una, estaba harto de clasificar documentos que en términos oficiales ni siquiera existían. El despacho en forma oval se encontraba lleno, la mesa de cristal estaba repleta de papeles y cafés. Iba a ser una mañana muy larga, pensó Michael. Al final de la enorme mesa se encontraba Lauren Garber, su jefa. Michael se sentó procurando no mirar a los demás. En la agencia, llegar tarde estaba muy mal visto. -Michael, hemos perdido mucho tiempo debido a tu retraso, así que iré directa a la cuestión, tienes una misión. Una misión en la que ni siquiera nosotros sabemos lo que en realidad nos vamos a encontrar. Sabemos que detrás de lo que buscamos anda un grupo de húngaros, rusos y moldavos que se hacen llamar “La revolución de Europa”. Está formada por veinte miembros, aunque pequeña, es muy peligrosa, reclutan a mujeres que tienen la fuerza de un hombre. Son responsables del asesinato del ministro ruso Dmitri Scakow, de robos en mansiones, en casas de presidentes de empresas, de numerosos secuestros, entre ellos el de la estudiante de química, Karla Jastok. -¿Exactamente, qué buscamos? Si van detrás de nosotros tiene que ser algo de gran valor… -Exactamente, Michael, aunque te parezca una broma, detrás de todo este jaleo, buscamos un documento. Un documento muy especial. Un objeto electrónico diseñado por los japoneses y en el que en un folio DIN-A4, con el mismo grosor, puedes guardar hasta dos terabytes de información sobre el KGB, nombres, fechas, espías, etc. Por eso es importante para ellos, porque podrían chantajear al presidente ruso y entregar la información a cambio de dos mil millones de dólares a Estados Unidos. A nosotros nos interesa porque queremos saber si el KGB sigue activo y las identidades de antiguos espías de la Unión Soviética. -¿Dónde está ese documento? -Aquí, en Alemania, en Dusseldorf, en la embajada rusa. -Territorio ruso, por si no lo sabes. -Para eso estamos nosotros, Michael. Un avión te recogerá en el aeropuerto internacional de Munich con destino Dusseldorf, a las 20:30, llegarás sobre las 21:30. Una vez allí deberás entrar en la villa de la embajada ¡mucha precaución! 3 De repente, Michael sintió una luz a sus espaldas, lo habían descubierto. -Haga el favor de quitarse la peluca y las gafas, el disfraz de empollón no es de su estilo. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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El que le hablaba era un hombre muy alto que debía de medir como mínimo un metro noventa, con unos cien kilos de músculo. -Dése la vuelta y deje la carpeta en el suelo. Me ha hecho la mitad del trabajo, se lo agradezco, aunque creo que esa no era su intención. El hombre se rió con una carcajada digna de la mejor película de terror. A Michael casi lo acobardaba. -Señor Zaisberger ha asistido a su entierro. Por si no lo sabe, va a morir ¿Alguna última palabra? -Ojalá se muera mañana. ¿Le gusta mi tierna frase? -Adiós, Michael. Un disparo seco cortó el silencio de la sala y a Michael se le nubló la vista. -¡NO, NO, NO, NO quiero morir!- Michael despertó lleno de sudor, su cuerpo parecía una olla de vapor a punto de reventar y respiraba pesadamente. No podía volver a dormir, había tenido una pesadilla, miró el reloj y decidió vestirse para acudir a la agencia del M61, bajó las escaleras de la enorme casa y se preparó un desayuno a base de cereales, zumo de naranja y un bollo de leche. Sacó el coche del garaje y salió a la autopista. -¡Pero si son las 5:00 de la mañana, cómo puede haber atasco a estas horas!- exclamó Michael. Procuró tranquilizarse, sabía que hoy llegaría tarde al trabajo. Llegó tarde, como esperaba. El portero, guardaespaldas o lo que fuera, lo saludó al llegar. Enseñó la tarjeta y él lo saludó. -Buenos días, señor Michael, ¿Cómo está hoy? -Ya ves, Christian, soy más viejo que ayer y no me dan una misión desde hace un mes. Me voy a aburrir en mi propio trabajo. -No se preocupe, Michael, seguro que le darán una dentro de poco, bienvenido al M61.

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El tímido miope, de Cangallo

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Oculto por la estantería asistía al espectáculo de teatro negro que se había montado esa noche en la biblioteca pública Miguel Cané, del barrio porteño de Almagro. El papel principal lo representaba Rodrigo que, iluminado por la luz que derramaba la linterna, amontonaba en el suelo los libros que sacaba de los estantes, tras cerciorarse de no encontrar lo que buscaba entre sus amarillentas páginas. Muy cerca de jubilarse, Zaisberger se tomaba la vida con mucha calma. De lustrosa calva, bigote recortado y párpados caídos, que no alcanzaban a apagar el brillo de sus grandes y profundos ojos, lucía un rechoncho cuerpo de hombros cansados y abultado vientre. De andar parsimonioso y voz profunda reflejaba tranquilidad en todas sus actuaciones, pero “La procesión va por dentro”, solía decir cuando le recriminaban su aparente lentitud. Solterón convencido, vivía cerca de la biblioteca de la que era director y compartía piso con un gato negro, muy acostumbrado a las correrías nocturnas, al contrario que su amo. Disfrutaba de su trabajo y sus únicos vicios conocidos eran la lectura y el ajedrez, al que solía jugar todos los días en el café Saramago, después de salir del trabajo. Algo inesperado vino a interrumpir la vida monótona de Zaisberger y ello ocurrió cuando ampliaron la biblioteca pública y hubo que contratar a más auxiliares. Su amigo y compañero de partidas de ajedrez, el poeta Francisco Luis Bermúdez le pidió el puesto para un “escritor en ciernes” porque tenía que mantener a su madre y hermana, tras la reciente muerte de su padre. En la entrevista, el joven tímido que se escondía detrás de las gruesas gafas de miope y que tartamudeaba al hablar, dejó impresionado al director de la biblioteca, que entendió enseguida encontrarse frente a un talento excepcional: hablaba inglés, francés y alemán y lo había leído todo. El muchacho no sólo encontró trabajo y un contertulio que decidió apoyarlo en los difíciles inicios de su carrera literaria, sino que por ende, halló también un enemigo: Rodrigo Romera, otro de los auxiliares de biblioteca que coincidiera con él en la escuela de la calle Thames y del que padeciera de niño, burlas y bravuconadas por llevar lentes, cuello y corbata; a estos antecedentes Rodrigo sumó la rivalidad política y los celos por la descarada atención que Zaisberger dedicara al nuevo empleado.

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Cuando encontró los manuscritos de los cuentos y poemas que el joven tímido escondía entre los grandes tomos de la Historia de Argentina, Zaisberger se prometió a sí mismo que aquel tesoro debía ser compartido por el público y, sin decirle nada, llevó un fragmento del cuento Hombre de la esquina rosada para que lo publicasen por entregas en el suplemento cultural del diario porteño Crítica. El éxito de aquella historia de cuchilleros sorprendió, no sólo a Zaisberger, sino al propio muchacho, que de esa manera, casi sin querer, comenzó a hacerse un sitio en las pocas publicaciones de la época. Con la influencia de su mecenas llegó a dirigir el mismo suplemento cultural que le sirvió de trampolín, atreviéndose incluso a manifestar públicamente sus ideas anarquistas, ganándose el odio de los peronistas y, por supuesto, el de Rodrigo Romera, militante activo de ese partido. Pocas semanas antes de las elecciones, de vuelta a casa del trabajo, mientras el crepúsculo reptaba sobre la ciudad, el joven auxiliar de biblioteca deshacía la madeja de calles del barrio donde vivía con su torpe andar de miope, ensimismado en sus pensamientos. No oyó el ruido del coche cuando llegó a la esquina y cruzó. Vio la luz que lo alumbró todo como si fueran las doce de la mañana y la calle que vino a su encuentro; luego el pozo negro sin fondo. El mismo día que ganó las elecciones Juan Domingo Perón, sus partidarios desataron una feroz caza de brujas contra todos los adversarios políticos, sobre todo a los relacionados con la literatura que tan exacerbadamente los habían criticado; quemaron y destruyeron a mansalva todo lo publicado y lo pendiente por publicar si así les constaba. Zaisberger cruzó la puerta del inmenso edificio y atravesó pasillos y más pasillos de suelo desgastado por el roce de las ruedas de las camillas que empujaban sin mimo los celadores. Las esquinas mostraban rótulos señalando dependencias poco apetecibles: “Cirujía”, “Rehabilitación”, “Extracciones de sangre”, “Quirófano”. Aquel olor inundaba todo el ambiente iluminado por las frías luces. Los pacientes rellenaban el escenario con miradas perdidas, gestos de ansiedad, de dolor, de preocupación y se paseaban como si el tiempo no existiera. En el reino de la noche la tormenta desplegaba su ira sobre Buenos Aires cuando Zaisberger llegó de vuelta a la biblioteca. Mientras giraba la llave una sonrisa iluminó su cara al recordar el gesto del joven bibliotecario en el hospital cuando le enseñó el oficio donde le manifestaban que lo cambiaban de dependencia: de auxiliar de biblioteca lo “ascendían” a inspector de mercados de aves de corral. “Dimitiré, claro III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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que dimitiré, no faltaría más. La Dictadura fomenta la opresión, el servilismo, la crueldad… y es tarea de nosotros los escritores, combatir tal insidia.”. Metió los manuscritos escondidos entre los viejos tomos en un sobre; en su exterior escribió la dirección de su amigo español de Madrid que publicaría todo aquel tesoro. A la mañana siguiente el empleado de correos invariablemente recogería toda la correspondencia. Respiró aliviado y se dispuso a marcharse, satisfecho por el deber cumplido. Oyó ruido en la puerta y reconoció la voz de Rodrigo y otra imperiosa que daba órdenes. Detrás de la estantería gozó el espectáculo; nunca destruirían los manuscritos de Jorge Luis Borges.

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Todos dicen por qué, de Quimera

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Recordaba la escena televisiva que había visto la noche anterior, mientras se relajaba un rato en el sofá después de haber cenado. En el centro de la imagen, iluminada por el haz de una linterna, se veía un hombre arrodillado, buscando algo con mucho ahínco en medio de un montón de libros, algunos esparcidos por el suelo y otros en las estanterías. Alrededor y en penumbra, un grupo de hombres enfundado en gabardinas y sombreros vigilaba la búsqueda. Uno de ellos es el que sostenía la linterna, que apuntaba al que estaba arrodillado, pero no parecía darse cuenta de que, en un plano posterior a éste, otro hombre se ocultaba entre las estanterías de la biblioteca, intentando no ser visto por los que obviamente tenían aspecto de malhechores. Zaisberger continuaba observando la escena. Al parecer se trataba de un grupo de gangsters que había ocultado los libros de cuentas de su jefe entre los volúmenes de la biblioteca pública, en concreto bajo las tapas de Los Miserables y de Crimen y Castigo. Pero muy probablemente algún usuario de la biblioteca se habría tropezado con ellos y los habría colocado quién sabe dónde. El caso es que el infeliz bibliotecario sudaba la gota gorda mientras movía libros de un lado para otro intentando encontrar los preciados tomos, cuyo contenido literario había sido sustituido por apuntes contables, mientras se imaginaba el frío acero de la pistola apuntándole en su nuca y se preguntaba dónde estaba su compañero de turno. Días más tarde el viejo profesor Zaisberger se solidarizó con el bibliotecario de la serie televisiva cuando se encontró frente a un adolescente con acné que empuñaba una escopeta de caza, sustraída sin duda alguna a su padre. A la derecha del profesor y ocupando el resto del aula estaban los veintidós chicos y chicas, compañeros del joven armado, replegados en una esquina, estupefactos, inocentes, con el miedo atávico que siente la gacela al tropezarse con un león, algunos incluso con los pantalones mojados. Por un momento el joven pareció haber olvidado su papel, como un actor que de repente se queda en blanco, pero a continuación tensó sus músculos y empezó a hablar: — Os odio… a todos. Sois ridículos, patéticos, asquerosos… ¡Joder, cómo os odio!— continuó hablando después de dar un barrido con su mirada a los presentes. — ¡Os voy a matar a todos!

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Una joven empezó a gritar mientras alguien la empujaba al suelo, igual que hacía el resto. Se escondían bajo los asientos de manera desordenada, mientras el caos se apoderaba de cada rincón, de cada mural colgado de la pared, de los libros de las estanterías, de las letras escritas en la pizarra. En la clase de al lado se escuchaba una sinfonía de Beethoven, ajena por momentos a lo que ocurría en la habitación contigua. En la calle se oía el rumor del tráfico, tan cotidiano y tranquilizador como el canto de los pájaros por la mañana o el silbido de la cafetera en el desayuno. De repente Zaisberger recordó que el timbre que anunciaba el cambio de clase sonaría en breve, pero no sabía si ese hecho aportaría algo positivo a la situación. Recordó el nombre del muchacho, al que le había dado clase hacía tres años, y sólo se le ocurrió dirigirse a él con la intención de entablar una conversación que pudiera hacerles ganar tiempo, a la espera de no sabía qué ayuda. — Helmut—dijo— ¿Ese es tu nombre, no?—El muchacho no respondió. El viejo profesor podía ver a través de su piel una bestia enjaulada, una presa a punto de estallar. Temía que ese tornado devastador los arrollara, que los destrozara como a un ave embestida por los faros de un coche, así que no tuvo más remedio que intentar lo imposible. — ¿Podemos ayudarte en algo, Helmut?— preguntó, haciendo acopio de serenidad y autocontrol. — No. No podéis—dijo, y miró a sus compañeros con una mirada infinita, más cerca del más allá que de este mundo, y a continuación introdujo el cañón de la escopeta en su boca y apretó el gatillo. A partir de ese momento Zaisberger empezó a sufrir de tinnitus en el oído derecho, como un eco del estallido de la bala al salir impelida por el aire. Necesitó meses de recuperación de la memoria, anestesiada por el dolor. Sólo a partir de entonces pudo digerir lentamente la desgracia: una víctima mortal y muchos heridos de por vida. En la reconstrucción de los hechos y de la vida del agresor se barajaron como posibles causas las desgracias familiares, así como la inadaptación y el resentimiento social. Sin embargo, para Zaisberger el suceso seguía siendo un misterio, tan grande y profundo como los agujeros negros del universo o la propia vida. Su pequeño pueblo alemán, en el que había nacido y vivido hasta ahora, había ocupado los noticieros de manera tan intensa como efímera, aunque había pasado a formar parte III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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de la selecta lista de ciudades de varios países tocadas por el infortunio de esa nueva forma de violencia. El viejo profesor, como todo el mundo, se preguntaba por qué y en su mente afloraban conceptos como educación, familia, sociedad, televisión, sin llegar a ninguna hipótesis concreta. A veces, simplemente, imaginaba otro final para el suceso. Cuando le preguntaba al muchacho si podían ayudarle, el chico, después de bucear en su interior y mirar a los demás, respondía: ― Yo... no quiero estar solo, quiero... mirarme al espejo y ver a alguien,... ser alguien― una respuesta absurda para alguien que tiene un arma en sus manos, ingenuamente consoladora para un hombre dedicado a la enseñanza más de media vida. La única certeza que acompaña a Zaisberger durante su paseo vespertino es un murmullo procedente de las hojas de los árboles y del discurrir del río, una pregunta suspendida en el aire: Warum?

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El túnel, de Elin

1 Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Una luz indiscreta apuntaba directo a su nuca y, según él, violaba la intimidad del túnel. Quizás a estas horas su único amigo lo odiaba y había cruzado ya medio mundo para escapar. Él, sin embargo, estaba allí, de rodillas y atrapado. No podría precisar el día exacto en que lo conoció, sólo recuerda que se había quedado hasta tarde en la biblioteca de la señora Jóhanna Helgadóttir, la mujer del presidente. “Nunca toques el anaquel donde tengo los libros de las sagas, sí, ése que está pegado al suelo. Son muy antiguos y no quiero que se deterioren más”, le pidió amablemente una tarde la primera dama. La petición venía acompañada de una risita nerviosa que no pasó inadvertida para él. Friedrich Zaisberger tenía mutilado el sentido del humor y jamás sonreía. Era un solterón empedernido con vocación de ermitaño, amante de la lectura y la música clásica. Hijo de un carpintero y una ama de casa, nació en la ciudad de Salzburgo hacía muchísimos años, más de los que a él le hubiera gustado tener. No hablaba de la edad y, para que las canas no lo delataran, usaba un tinte barato que, paradójicamente, le resaltaba aún más las arrugas del rostro. Nunca mostraba en público el resto de su cuerpo, ni siquiera las manos. Fue un niño introvertido y excesivamente escrupuloso. Odiaba descubrir una mancha en su ropa y se lavaba constantemente las manos. Era el menor de seis hermanos, todos rubios de ojos azules, vivarachos y muy traviesos. Sobre todo durante las vacaciones de verano, se la pasaban correteando en el jardín de la casa. Friedrich, sin embargo, buscaba la soledad para manosear los libros que le prestaba un tío materno. Su pelo rojizo, los ojos saltones, de un verde desteñido y el rostro plagado de pecas, lo diferenciaban aún más del resto de la prole. “Las moscas te cagaron la cara”, se burlaban sus hermanos, o “Este chiquillo no se parece a nadie, es hijo del diablo”, se quejaba el padre. Mientras, la madre se persignaba y contemplaba con lástima a la pobre ovejita pelirroja de la familia. 2 — Señor Zaisberger, he encontrado en el almacén una edición muy vieja del libro de Jules Verne que estaba usted buscando. Bueno, le saldría un poco cara, pero ya sabe… III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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— Se la compro — interrumpió Friedrich bruscamente y le arrebató al librero aquella joya que se había convertido en una obsesión para él—. Viaje al Centro de la Tierra, comentan que la montaña emana una energía especial, mágica, rejuvenecedora y que hay un volcán en las entrañas del glaciar. Dicen que viven allí unas raras criaturas llamadas elfos —pensó en voz alta—. ¡Ufff, ya debo partir! — No sabía que le gustaran las aventuras señor Zaisberger — dijo el librero mientras en su rostro amarillento se reflejaba una sonrisa burlona. — Se equivoca, las detesto, a este sitio iré algún día, cómodamente en autobús — hablaba sin mirar a su interlocutor y acariciando con lascivia el volumen desgastado—. Pero dígame por favor cuánto le debo que tengo prisa. Cuando Friedrich abandonó la librería, un taxi lo esperaba en la calle para llevarlo al aeropuerto. Al día siguiente, exhausto pero excitado, llegó a la ciudad de Reykjavík. Había respondido a un anuncio publicado en Internet, donde se solicitaba un profesor de alemán para los hijos del presidente de una isla en la cual el hielo y el fuego mataban el tiempo disputándose cada centímetro de terreno. Desde el avión creyó vislumbrar el magnífico Snæfellsjökull, el glaciar de Verne, como él lo llamaba, y sus ojos lúgubres adquirieron un brillo inusitado. En el aeropuerto lo esperaba la mismísima primera dama, vestida con un vaquero desteñido y un jersey de lana que no disimulaba sus grandes pechos y su voluminoso vientre. “Bienvenido a Islandia, ¿cómo estás?, ¿qué tal el viaje?”, preguntó ella en un alemán chapurreado y apretando con firmeza el guante blanco que protegía la mano del austriaco. A él le molestó el trato desenfadado y el tono poco ceremonioso. “Muy bien señora, muchas gracias”, respondió en actitud casi marcial. A Jóhanna le pareció gracioso, soltó una carcajada y le espetó que “nada de señora, ni de usted. Aquí en Islandia somos muy campechanos, no usamos ni escoltas, ni chofer privado, ni limusina”. De esta manera dio por sentado que ella misma lo conduciría a la morada presidencial. “Sin duda alguna un país singular, con un pasado salvaje. Pero no importa, yo sólo he venido para encontrarme con él”, pensó Friedrich y por primera vez en su vida sonrió.

3 Seis meses después de su llegada a Islandia, una noche muy fría de noviembre, el volcán que hibernaba en el estómago del Snæfellsjökull se despertó hambriento y III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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decidido a engullirse el glaciar. La tierra se tambaleó y, con ella, todos los estantes de la biblioteca presidencial. Tirado en el suelo frente al anaquel prohibido, despeinado y con el rostro descompuesto, Friedrich comprobó cómo aquellos hombres vestidos de blanco frustraban lo que tan minuciosamente habían planeado él y su amigo. “Eres una zorra Jóhanna, tú los has llamado. Nos odias, a mí y a Nial. Siempre lo supe. Pretendes robarme la energía del glaciar. No soy estúpido, estaba seguro de que detrás de los libros del estante de abajo disimulabas la entrada al túnel, el camino secreto que Nial iba a mostrarme hoy. Lo has estropeado todo maldita gorda. Tus hijos son vulgares y malos, y nunca hablarán alemán. Pero Nial es un elfo bueno. Él me entiende y me acepta. Yo le doy pescado y lo devora con sus dientes afilados y me lo agradece. ¡Pobrecito mío, tal vez se lo tragó la lava!… ¡Váyanse hijos de puta, dejen de alumbrar el túnel, a Nial le molesta la luz!” Y la letanía se fue apagando en la garganta del señor Zaisberger, hasta que no fue más que un leve murmullo incomprensible. A sus espaldas se escuchaban los sollozos de Frú Jóhanna, como él la llamaba en un islandés con marcado acento alemán. Entretanto, el personal sanitario se preparaba para ponerle la camisa de fuerza.

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El último custudio, de Miriam Alejandro

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Y lo creía a pesar de tener media docena de policías a su espalda y de saber que el señor Zola se ocultaba de ellos, escondido tras la estantería que tenía delante. Se sabía a salvo porque lo que la policía le había pedido que buscase no estaba allí. Así, mientras fingía buscar en la estantería, su mente viajó unas horas atrás en el tiempo, hasta esa misma tarde cuando el señor Zola se presentó en la biblioteca.

‒ ¿Señor Zaisberger? Soy el señor Zola. Busco al último custodio. ‒ ¿Cómo ha dicho? Sin esperar respuesta, Zola dejó sobre el mostrador una llave plateada. Zaisberger la observó un instante con la respiración agitada y el corazón latiéndole en las sienes. Finalmente, buscó en su pantalón y sacó una llave idéntica. Cuando ambas copias estuvieron sobre el mostrador, los dos hombres se miraron en silencio hasta que Zaisberger reaccionó. Miró a uno y otro lado y, tras comprobar que la biblioteca estaba vacía, fue hasta la puerta de la entrada, colgó el cartel de “vuelvo en quince minutos” y cerró con llave. Luego, le pidió al señor Zola que le siguiera hasta el sótano. ‒ Aquí está ‒ dijo Zaisberger tras acercarse a la pared del fondo, apartar un ladrillo y sacar de su interior un cofre metálico. Sólo lo había visto una vez. El día que el señor Schmidt se había jubilado. Ese día Zaisberger había adquirido dos nuevas identidades, una oficial de bibliotecario, y otra extraoficial de custodio del cofre. Un cofre con dos cerraduras pero una única llave. ‒ Llegó la hora ‒ dijo Zola metiendo su llave en la primera cerradura mientras Zaisberger hacía lo mismo. Giraron las llaves y el cofre se abrió. En su interior había un libro que Zaisberger extrajo con sumo cuidado. Luego, lo abrió y su expectación se tornó desconcierto. ‒ No lo entiendo – murmuró desencantado. ‒ Las páginas están en blanco. En ese momento oyeron pasos en la planta superior. ‒ ¿Señor Zaisberger?... Le habla la policía. La frente del bibliotecario se llenó de gotas de sudor mientras su mente trataba de encontrar una salida. Sin saber muy bien porqué, bajó los plomos y subió la escalera, mientras le indicaba a Zola donde esconderse. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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‒ Estaba en el archivo y de pronto se fue la luz… ‒ balbuceó el bibliotecario. ‒ ¿Señor Zaisberger? ¿Puede mostrarme su carnet de militancia del partido? Zaisberger se lo entregó tratando de disimular el temblor de sus manos. Luego, el policía le entregó una fotografía que extrajo del interior de su chaqueta. ‒ ¿Ha visto a este hombre? Puede que trate de ponerse en contacto con usted… Zaisberger negó con la cabeza al mismo tiempo que reconocía al señor Zola. ‒ ¿Está seguro? Es un peligroso anarquista, un enemigo de la patria. ‒ ¿Y por qué iba a querer contactar conmigo? – preguntó el bibliotecario. ‒ Busca esto – dijo mostrándole una foto del cofre. En las horas posteriores, la policía obligó a Zaisberger a buscar infructuosamente hasta cerciorarse de que el cofre no estaba allí. Cuando el bibliotecario hubo vaciado el último estante, el inspector le preguntó señalando un pasillo oscuro: ‒ ¿Y allí? ‒ Es la Galería de los Libros Prohibidos, señor. Está vacía. Los últimos fueron quemados el verano pasado tal y como decretó el ministro. ‒ Está bien… Nos vamos. En cuanto la policía se hubo marchado, Zaisberger siguió a Zola hasta el sótano y una vez allí se deslizaron por el laberinto de túneles subterráneos que recorría la ciudad. Se detuvieron frente a una escalerilla y ascendieron por ella hasta la calle. Salieron a la oscuridad de la noche, violando el toque de queda, y se acercaron hasta la puerta de una tienda de antigüedades. Antes de que llamaran, el anticuario les abrió. ‒ Contraseña ‒ solicitó. ‒ Libertad ‒ replicó Zola. Entonces, el anticuario le entregó una estilográfica que Zola guardó. ‒ ¡Alto! ‒ oyeron a su espalda. Sin tiempo a reaccionar, corrieron de nuevo hasta la alcantarilla y cayeron en los túneles en el mismo instante en que sonaron los disparos. El señor Zola gritó de dolor tratando de contener la hemorragia de su pierna. Zaisberger no sabía qué hacer. ‒ Tenga, cójala ‒ le instó Zola tendiéndole la pluma ‒ Regrese a la biblioteca y escriba. ‒ ¿Escribir? ¿El qué? ‒ La historia – murmuró Zola – Ese es el poder del libro, reescribir la historia. Zaisberger tomó la pluma y echó a correr sin parar hasta entrar de nuevo en el sótano. Subió las escaleras que daban a la primera planta. El libro estaba bajo su mostrador. III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Pero la policía había vuelto y no podía llegar a él, sin que lo descubrieran. Y aunque así fuera, no sabía qué escribir. La Historia, reescribir la historia. ¿Qué había querido decir Zola? Entonces, lo comprendió. Echó a correr y alcanzó el mostrador. Se hizo con el libro y abrió la primera página. Varios disparos le habían alcanzado en la pierna y el pecho, pero aún era capaz de escribir: “…Ellos nunca llegaron al poder…”. La pluma se le escurrió entre los dedos y los ojos se le entrecerraron. Pero antes de morir, el señor Zaisberger se arrastró hasta el pasillo oscuro y, mientras el universo entero cambiaba gracias a la magia de sus palabras, una sonrisa se dibujó en su rostro, pues lo último que vio fue como la Galería de los Libros Prohibidos volvía a llenarse de nuevo.

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El verano perfecto tenía un error, de Epicuro López

Capítulo I: El sr. Zaisberger

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Siempre le sorprendía aquella seguridad suya. Zaisberger conocía muy bien el alma humana y creía saber lo que sentía y pensaba cada persona. Nada humano le era ajeno, le gustaba pensar con orgullo. Sin embargo había un error. En algún lugar algo fallaba. Su mente de judío alemán no podía equivocarse. Pero ¿qué era?, ¿dónde estaba el error? Esta angustia y el carecer de la más mínima pista era una sensación nueva para él.

El Sr. Zaisberger era el vigilante de noche de la biblioteca. Tenía suerte, porque era un lector insaciable. Haría aquel trabajo gratis, pero le pagaban por hacerlo. Era feliz entre todos aquellos libros. Más que hacer la ronda, paseaba plácidamente acariciando sus lomos. Hacía paradas en algunos ejemplares por los que sentía un especial afecto o predilección. También hacía respetuosas paradas "protocolarias": El Quijote, Cien años de soledad, Los miserables...

Su sueño había sido ser escritor. Pero la vida fue injusta con él. Era el vigilante nocturno de la biblioteca. El Sr. Zaisberger no era clasista, ni tampoco tenía baja autoestima, ni siquiera era un simple proletario: su familia era muy rica y poderosa. No era la humildad de su trabajo lo que le parecía injusto. Lo que le parecía una maldición era que la vida le hubiese colocado allí, junto a todas aquellas grandes obras, como a Moisés ante la tierra prometida: se le permitía verla, estar a sus puertas, pero jamás entrar en ella.

Y no sólo eso. El Sr. Zaisberger tenía una especial sensibilidad para las obras literarias. Una "extraña" sensibilidad que no era producida por el hecho de haberlas leído y admirado: cuando las acariciaba con sus manos, pasándolas suavemente sobre los lomos, incluso por el simple hecho de pasar a su lado, experimentaba extrañas sensaciones. Sensaciones inexpresables. Eso le enseñó que los libros tienen vida propia y que no siempre transmiten las sensaciones que aparentan. Grandes obras reverenciadas por III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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académicos y científicos le producían estados totalmente opuestos a la supuesta intención de su autor, incluso opuesta a la infalibilidad de los críticos.

Era como si las obras quisieran decirle algo. Y con el diario contacto con ellas había terminado por percibir sus más íntimos sentimientos. Aquella noche, al pasar por el pasillo “NV” había sentido una extraña sensación. Detuvo su marcha con la mano todavía sobre el lomo de aquel libro: “El verano perfecto". Se lo quedó mirando, sintiendo: "El verano perfecto" ¡tenía un error!

Capítulo II: El pozo

A Jean se le cerraban los ojos. Colocó el marcapáginas, cerró el libro, lo apartó a un lado y se quedó tumbado bocabajo con la cabeza de costado sobre la almohada. Morfeo no tardará en llegar, pensó, y suspiró. Aquella última frase volvió a su mente: "El verano perfecto tenía un error". De pronto, las luces se encendieron y se oyó un estrépito de pasos por toda la casa. Todos gritaban y corrían. ¡Fuego, fuego!, gritaban. Jean abrió la puerta de la habitación y salió corriendo por el pasillo hacia la escalera. El resto de estudiantes de la residencia hacía lo mismo. No se veía fuego por ninguna parte, pero era mejor prevenir. Aquélla era una residencia bastante vieja. Era un edificio histórico. Por eso carecía de algunos servicios esenciales, pero también por eso le habían conseguido una plaza barata en ella. Se conformaba. Pero ahora había que correr. Y corrió por el pasillo y por las escaleras hasta llegar al pequeño salón recibidor a la entrada del edificio. "Salvado", pensó. Y fue entonces cuando el techo se desplomó sobre ellos. Cuando despertó ya no se oían gritos ni carreras, ni siquiera pasos. No se oía nada. Sólo había oscuridad y olor a humedad. Una humedad de siglos, pensó. Al principio ni siquiera tuvo certeza de la postura en la que se encontraba. Estaba tumbado, bocabajo. Algo le oprimía en la espalda. Hizo un esfuerzo con los brazos por levantarse. Los tablones que tenía encima se movían. Un montón de tierra cayó por su cara. Otro esfuerzo y las maderas cayeron a su alrededor. Había tenido suerte, pensó. No sentía dolor y todo parecía funcionar, pero ¿dónde estaba? III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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Todo estaba oscuro. No distinguía siquiera formas. No sentía miedo, pero era precavido, tanteó el lugar a su alrededor. Primero con los dedos, luego con las manos y por fin estirando los brazos a todo lo ancho. No había nada. Se movió un poco y otro poco, ¡alto! Aquí hay algo. Son piedras. Es un muro. Lo siguió con las manos. Formaba un círculo a su alrededor: ¡Estaba en un pozo! Recordó las historias que se contaban sobre aquel antiguo palacete medieval transformado en residencia de estudiantes. Jean estudiaba arquitectura. Había estudiado los planos de la residencia y sabía que antes de la reforma existió un viejo pozo en el jardín. Durante la reforma lo buscaron sin éxito y terminaron por olvidarlo y continuar ¿para qué preocuparse por ese viejo pozo? No les serviría para nada. Parece que alguien se equivocó al hacer los planos. Eso le hizo mucha gracia porque habían buscado el pozo por todo el jardín sin encontrarlo. Era fundamental hallar ese viejo pozo porque había una famosa leyenda sobre él y el Ayuntamiento, que era quien financiaba la obra, pensó que nada como una buena leyenda contribuiría a aumentar la visitas al palacete. Pero, al no hallar ni rastro del pozo en el jardín, hubo que crear otra leyenda: la de la existencia del pozo y el tesoro. ¡Qué cosas!, pensó Jean. ¡Estoy atrapado en mi propia leyenda!

Capítulo III: Los desaparecidos

En ocasiones le parecía escuchar sonidos, pero no estaba segura. Aguzaba el oído. No veía nada. Algo, que le oprimía los ojos, le impedía ver absolutamente. Tampoco podía tocar nada. Sus brazos estaban inmovilizados y sus manos cubiertas por lo que parecían unos guantes. Había transcurrido tanto tiempo que ya no distinguía entre recuerdos y sueños y entre estos y la realidad. Todo era silencio, oscuridad y aquel olor a humedad. Una humedad de siglos. Reconocía la vigilia por la oscuridad. Llegó a la extraña conclusión de que cuando todo estaba oscuro y en silencio debería encontrarse despierta. Los sonidos, la luz y los colores lógicamente deberían pertenecer a los sueños y entre éstos seguramente estaría una parte de los recuerdos. La otra parte, la que recordaba cuando creía estar despierta, era muy confusa: caras sin nombre, lugares y sensaciones. Muchas sensaciones. Al principio eran sensaciones de angustia y de tristeza pero, con el paso del tiempo, se fueron transformando en tranquilidad y sosiego. Le angustió sentirse prisionera de algo III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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o de alguien, a oscuras y sin poder escuchar ni tocar nada. Luego, cuando la búsqueda de sensaciones físicas se fue difuminando, la angustia se fue transformando en tranquilidad. Cuando ya no supo distinguir entre sensaciones, recuerdos, pensamientos o sueños, comenzó a perder el protagonismo en su propia historia. Se vio a sí misma como el personaje de otra historia y eso le tranquilizó. No era ella quien estaba prisionera, era otra persona, en otro lugar, en otra historia que no era la suya. Entonces dejó de preocuparle y creó, cierta o no – quién lo sabe – su “propia historia”.

Epílogo

Las luces se apagaron de pronto en la biblioteca. Zaisberger prendió su linterna. Tomó el libro y lo abrió con cuidado. El olor a humedad que desprendió al hojearlo le resultó extrañamente conocido. Se sintió observado. Como si en la oscuridad que le rodeaba varias personas le mirasen, observasen sus movimientos. La sensación no era exactamente la de estar siendo simplemente observado. Era como si quienes estaban en la oscuridad le conociesen, conociesen su vida, sus sentimientos. Se giró rápidamente e iluminó el estrecho pasillo con su linterna, pero no había nadie en aquella silenciosa oscuridad. Al fin la luz volvió. Pero la sensación seguía siendo la misma.

Volvió a mirar el libro y a sentir que había un error ¿pero dónde? Era incapaz de pensar y eso le dio miedo. Cerró el libro bruscamente y el sonido que produjo al hacerlo fue como si miles de historias se cerrasen simultáneamente.

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Las vicisitudes de Greebo, de Greebo

"Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control" eran las palabras con las que Greebo tenía que comenzar el relato. Llevaba años escribiendo cosas aquí y allá pero nunca se había planteado presentarse formalmente a un concurso. Ahora, se había decidido a ello pero, en realidad, no tenía muy claro qué era lo que iba a escribir. Era un concurso municipal de relatos breves, de estos que te dan la primera frase del texto y tienes que continuarlo incluyendo de alguna forma una imagen que también te enseñan previamente. En su opinión, no se habían lucido mucho con la imagen este año. En ella, lo que parecía un auxiliar de biblioteca rebuscaba alborotadamente entre los libros de la parte inferior de una estantería bajo la atenta mirada de unos hombres que llevaban sombrero y lo iluminaban con una linterna, presumiblemente policías, y mientras, al fondo de la imagen y detrás de los estantes, una figura misteriosa observaba la situación desde el anonimato. Era una imagen que podía encajar perfectamente en cualquier panfletucho de novela negra de tres al cuarto y seguramente por ahí es por donde tirarían la mayoría de los relatos de los participantes: el clímax ya estaba preparado, simplemente tenían que inventarse un par de excusas argumentales para colocar a los personajes en esa situación y darle un desenlace. Todo en un ambiente muy misterioso y oscuro como marcan los cánones y si hay algún que otro tiro y una chica guapa, mejor.

Él quería hacer algo diferente, y que ese algo fuera mejor que el resto de algos que iban a haber en el concurso, porque Greebo sabía que en un concurso siempre va a haber alguien que lo haga mejor que tú y que, sabiéndolo desde el principio, partes con una ventaja importante, que no te hace dejar de ser mediocre, claro.

Una buena forma de empezar era sacar la imagen de la acción del relato, que los personajes que se inventara la vieran como otra imagen, un cuadro o una foto. Mirándolo así podría haber sido una buena prueba para desenmascarar a un asesino. Esa figura misteriosa de detrás de las estanterías daba mucho juego… ¿Qué es lo que estaba haciendo ahí escondido mirando cómo rebuscaban entre los libros? A lo mejor había estado guiando a los policías hasta la biblioteca dándoles pistas falsas y, habiéndolos seguido hasta donde él mismo los había guiado, lo habían pillado in fraganti y lo habían III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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fotografiado con las manos en la masa, teniendo así pruebas para imputarlo por unos crímenes grotescos con mucha salsa roja y hojas afiladas. No era mala idea pero sí un poco rebuscada. Podría haber triunfado en una de esas tramas enfocadas desde el punto de vista de asesinos en serie morbosos, sociópatas o bipolares pero eso no era lo que Greebo estaba buscando.

Luego estaban los policías. ¿Qué demonios hacían obligando a un pobre auxiliar de biblioteca a rebuscar entre tanto libro a esas horas de la noche? Porque era de noche, ¿no? O sea, estaban iluminándolo con una linterna y no había ninguna ventana que dijera lo contrario, por lo que vamos a suponer que era de noche y que, por alguna extraña razón, se había ido la luz en la ciudad o el asesino de antes se había encargado de reventar la caja de fusibles del edificio. Todo muy peliculero y con la única excusa de que el chaval estuviera alumbrado por la luz de una linterna, que siempre hacía que las cosas fueran un poquito más misteriosas, principalmente porque no alumbran casi nada y hacen que la oscuridad parezca más amenazadora. Greebo se preguntaba qué podrían estar haciendo ahí. Seguramente buscando algún tipo de pista que sólo se podía encontrar en algún texto o imagen perdido entre las páginas de algún libro muy viejo y que nadie consultaba desde hacía mucho tiempo. Pero lo más importante de la figura de los policías no era lo que estaban buscando ahí, era su sombrero. Los conocimientos sobre cultura noir de Greebo no es que fueran demasiado amplios, pero sí que sabía que en un buen relato policíaco el protagonista tenía que llevar un sombrero de ala ancha con una cinta negra. Y fumar tabaco, pero eso ya no estaba tan bien visto como lo del sombrero.

Zaisberger. Por mucho que lo buscara en Internet, lo único que Greebo había conseguido sacar en claro del nombre que habían puesto en la frase del concurso, era que pertenecía a algún país de Europa del Este, posiblemente la República Checa y, teniendo en cuenta que la única persona de la imagen que parecía estar pasando un momento angustioso era el auxiliar, dedujo habilidosamente que esa persona que estaba agachada se llamaba así. Y que era un inmigrante de la República Checa que había venido a España a buscar un lugar mejor y más tranquilo donde pasar el resto de sus días. Una deducción completita. Posiblemente Zaisberger pensaba que aquella noche iba a ser igual de aburrida que las demás y lo último que se esperaba mientras devoraba El III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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guardián entre el centeno de J. D. Salinger, libro que Greebo sabía que tenía que aparecer obligatoriamente si había algún asesino en serie por ahí cerca, era que se fuera la luz en todo el recinto y empezar a oír sirenas de policía en los alrededores.

Y así estaban las cosas, con la imagen diseccionada hasta la saciedad y las ideas ordenadas, Greebo cogió su portátil y se metió en la cama. Quería hacer algo diferente, algo que por lo menos arrancara una sonrisa de algún miembro del jurado, con eso sería suficiente. Y comenzó: "Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control"…

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Zaisberger y el Bestiario del Infierno, de Vetusto 59

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. ¿Creían aquéllos imbéciles que le tenían atrapado con el haz de luz de la linterna? Él sabía muy bien cómo salir de situaciones extremas, no era la primera vez que lo hacía. Se levantó y se volvió hacia ellos dejando detrás las estanterías semivacías y un reguero de libros por el suelo. Ahora la linterna enfocaba directamente a su cara impidiéndole ver mas allá de aquel potente foco. Se puso la mano ante los ojos para evitar el encandilamiento y les dijo: "Aquí no hay nada, seguid buscando vosotros si queréis, yo ya no puedo más. No sé ni siquiera de qué libro se trata." Fueron a por él, le rodearon y le golpearon hasta dejarle casi sin sentido; cayó sobre los libros con la nariz y la boca sangrando mientras oía "Levántate y continúa buscando bastardo, claro que lo sabes; encuéntralo o no saldrás de aquí con vida!; tumbado de bruces e intentando incorporarse sonreía malévolamente . Ya tenía su plan. Tomó uno de aquellos libros del suelo, se levantó aturdido pero con fuerzas aún y asestó un tremendo golpe con él en la mano del que sujetaba la linterna, que saltó al suelo y rodó hacia debajo de un mueble, dejando la biblioteca prácticamente a oscuras. En medio de la penumbra corrió a toda velocidad hacia la puerta de la estancia, que cerró tras de sí girando la llave que aún continuaba en la cerradura, dejándolos aislados en su interior. Sabía sobradamente que habían sido enviados por otro coleccionista sin escrúpulos en busca de su incunable, ese ejemplar único que tanto le había costado conseguir y cuyo valor era incalculable. Sabía hasta dónde podían llegar con tal de tenerlo porque, al fin y al cabo, él había hecho lo mismo: se había saltado todas las reglas para hacerse con él y no se lo iba a dejar arrebatar ahora con tanta facilidad. Tras la puerta oyó: "¡Eh, estúpido! ¿No se te ocurrirá llamar a la policía?; o nos sacas de aquí ahora mismo y nos das ese maldito libro o vamos a destrozar el resto de tu preciosa colección". Se paró en seco antes de llegar al teléfono. Le habían tocado en donde más le dolía. Ese libro tenía un gran valor, pero su colección era producto de años de búsqueda en muchas partes, de rarezas publicadas que había encontrado con gran esfuerzo en librerías escondidas y en rastros de las mas variadas ciudades, libros a los que tenía un gran cariño y que de ninguna manera podía permitir que dañaran. Se quedó inmóvil. Debía III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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pensar con rapidez antes de que aquellos energúmenos cumplieran su amenaza. Fue a la puerta de la biblioteca y les dijo: "Está bien, lleguemos a un acuerdo. Os daré el libro, pero no está ahí. Lo tengo en otro lugar de la casa. Dejad en paz el resto de los libros y os traeré el que buscáis. Naturalmente comprenderéis que no puedo arriesgarme a que me volváis a hacer daño así que lo haremos a mi manera. El libro os lo dejaré envuelto en una bolsa en la poceta del árbol de la calle, frente a la casa. No tardaré nada, sólo ir a buscarlo, colocarlo allí y abriros la puerta para que salgáis a cogerlo. Luego os largáis y en paz". "Está bien, contestaron desde dentro, esperaremos diez minutos antes de comenzar a destrozar la biblioteca si no cumples tu palabra; ¡ah! y procura no engañarnos si no quieres ver tu casa arder". Zaisberger corrió hacia el piso superior, entró en su habitación, cogió la pistola que guardaba desde la última vez que la usó, justamente cuando consiguió ese incunable, y la puso en su bolsillo una vez puesto el silenciador. A continuación cogió un libro de su mesilla de noche, lo envolvió cuidadosamente en una bolsa y bajó de nuevo las escaleras. "Ya estoy aquí - exclamó - voy a colocar esto fuera y os abriré". Se dirigió al árbol y colocó la bolsa en la poceta; cuando se incorporó para volver a la casa vio revolotear alrededor del farolillo que iluminaba la entrada lo que parecía ser una mariposa nocturna, aunque le pareció excesivamente grande. Antes de llegar a la puerta vio que se posó en ella: vista de cerca era realmente enorme; se quedó petrificado. Su afición a la entomología y especialmente a las mariposas, de las que también tenía una hermosa colección, hizo que la reconociera de inmediato. ¡Era una Acherontia atropos, conocida también como la "Esfinge de la calavera" por el dibujo que se forma al dorso de su tórax! ¡Había leído tantas leyendas sobre ella y su maleficio! No era supersticioso pero un extraño escalofrío recorrió su espalda. De todas formas, ahora tenía cosas más importantes que hacer. Allí adentro esperaban aquellos individuos a punto de hacer un destrozo en su biblioteca, así que hacia ella fue a toda prisa dejando en la puerta aquel hermoso ejemplar que ni se inmutó cuando pasó a su lado. "Ya está el libro donde os dije. Ahora abriré y no salgáis de inmediato; naturalmente no quiero estar a vuestro alcance. Iréis a la poceta y si no es eso lo que buscáis venid e incendiad la casa si queréis". Giró la llave y de una forma felina, con largas zancadas, subió la escalera; en un instante estaba en el piso superior, tras una de las ventanas que daban a la calle. Comenzó a ver cómo salían en fila de la casa; eran cuatro, iguales III Edición Concurso de Relato Breve ¿Cómo lo continuarías? Biblioteca Pública del Estado en Santa Cruz de Tenerife Junio 2009

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como clones, con sus sombreros y sus abrigos largos. Desde allí los tenía perfectamente encañonados. No podía fallar. Le iba en ello la vida. Ubicados alrededor de la poceta encajaban en el punto de mira. Debía ser rápido y certero; así fueron, efectivamente, los cuatro disparos; los cuerpos se desplomaron sobre la acera como si no hubieran sentido dolor, de tal forma que él mismo se sorprendió de su puntería, aunque realmente no debía. Era un experto tirador. A continuación, escondió la pistola, bajó a la solitaria calle y recogió la bolsa con el libro. Dejando atrás los cuerpos inertes se dirigió de nuevo a la casa y, al cerrar la puerta, se fijó en que la mariposa había desaparecido; probablemente se espantó cuando salieron aquellos tipos, se dijo. Fue hacia la biblioteca, sacó de un escondrijo el preciado libro y con él entre las manos, acariciándolo amorosamente, se sentó en el sillón de orejas con comodidad, intentando relajarse después de aquellos terribles sucesos, mientras pensaba que este ejemplar único había costado ya demasiada sangre. Lo colocó sobre sus piernas y antes de abrirlo, cerrados los ojos, pasó con deleite las yemas de sus dedos sobre la cubierta, tocando las letras en relieve cual si de un ciego descifrando braille se tratara; ahí estaba ese título que parecía maldito: “Bestiario del Infierno"; luego lo abrió y comenzó a ojear sus maravillosos gráficos; le atraían tanto aquellos animales legendarios que parecían querer tomar vida y salir de sus páginas... Borges se habría maravillado con ellos y los habría incluido en su "Libro de los seres imaginarios". Comenzó a notar en el pecho una enorme sensación de ahogo y angustia que no eran habituales en él. Solía tener bastante sangre fría pero esta noche había sido muy agitada y sentía incluso leves taquicardias. Cerró los ojos e hizo inspiraciones profundas para tranquilizarse, luego le invadió un profundo sopor. Cuando el ama de llaves entró en la biblioteca le vio sentado en el sillón, con la cabeza inclinada sobre el pecho y el libro abierto sobre sus piernas; ¡otra vez, pensó, se había quedado dormido ojeando ese libro! Se acercó para despertarle y una enorme mariposa, posada sobre las hojas abiertas, salió volando hacia la lámpara encendida. Su tamaño la asustó. Una vez que se repuso intentó, inútilmente, despertar al señor Zaisberger.

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