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Author:  Celia Castro Gil

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Salud Pública de México ISSN: 0036-3634 [email protected] Instituto Nacional de Salud Pública México

Courtwright, David T. La salud pública y el patrimonio público: los costos sociales como base de las políticas de salud restrictivas Salud Pública de México, vol. 38, núm. 4, julio-agosto, 1996, pp. 294-304 Instituto Nacional de Salud Pública Cuernavaca, México

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=10638411

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LA SALUD PÚBLICA Y EL PATRIMONIO PÚBLICO: LOS COSTOS SOCIALES COMO BASE DE LAS POLÍTICAS DE SALUD RESTRICTIVAS* DAVID T. COURTWRIGHT(1)

Históricamente, la lógica principal de las medidas coercitivas de salud pública ha sido la prevención de enfermedades y lesiones en otros individuos. Sin embargo, debido a que las enfermedades no infecciosas y los accidentes han alcanzado importancia creciente como causas de morbilidad y mortalidad, y debido a la evidencia creciente de la relación entre las enfermedades no infecciosas y los accidentes y hábitos tales como el tabaquismo y alcoholismo, ha surgido una nueva línea de argumentación basada en los costos sociales. Mi propósito es describir y evaluar el argumento de los costos sociales, explicar por qué se ha vuelto tan popular, y mostrar cómo hacerlo más consistente con su propio criterio utilitario. JUSTIFICACIÓN DE LA COERCIÓN En 1710, Barbara Thutin, una joven sirvienta de Königsberg, infringió una regulación local de salud pública al adueñarse de varios fomites, o artículos que pertenecían a víctimas de la plaga. Poco después, ella y su patrón murieron por esta enfermedad. Cuando las autoridades se enteraron de su transgresión, la joven fue exhumada, colgada en su féretro en el patíbulo, y luego incinerada en público (Nohl, 1961). La suerte que corrió Barbara Thutin ilustra, si bien de manera extremosa, la naturaleza coercitiva de la mayoría de las medidas de salud pública. Aunque la sociedad no recurre actualmente a la mutilación punitiva postmortem, la mayoría de las medidas de salud pública aún implican una sanción, usualmente en forma de multa o prisión. Una de las primeras acciones llevadas a cabo por el Consejo Metropolitano de Salud de la Ciudad de Nueva York, por ejemplo, fue la regulación de olores desagradables que emanaban de algunas fábricas. Los dueños de las plantas se resistieron, quejándose de violación de sus “derechos privados”, pero el Consejo llevó el asunto a las cortes y eventualmente logró enjuiciar a un prominente infractor de la ley. El infractor

* Se publicó en el Milbank Memorial Fund Quarterly/Health and Society 1980;58(2):268-282, con el título “Public Health and Public Wealth: Social Costs as a Basis for Restrictive Policies”. Esta traducción se publica con autorización de Blackwell Publishers. (1) Department of History, University of Hartford, EUA.

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fue encerrado en prisión por sesenta días, y a raíz de esto cesaron las infracciones de esta ley (New York City, Metropolitan Board of Health, 1866). Cuando se pide a los legisladores y autoridades de salud pública que justifiquen sus acciones, usualmente responden que tales medidas constituyen un ejercicio legítimo del poder policial, la autoridad estatal reconocida para preservar la salud pública, la seguridad, la moral, y el bienestar social. El concepto de poder policial no niega la existencia de los derechos privados, pero los subordina al bienestar comunitario. La invocación del poder policial es especialmente enérgica en el área de la salud pública, ya que las acciones irresponsables de una persona pueden resultar en la enfermedad, lesión, o muerte de otra, o posiblemente iniciar una epidemia que amenace la estructura social misma. Esta fue la base en la que los sanitaristas de la Ciudad de Nueva York buscaron controlar los miasmas que escapaban de las plantas emisoras; una justificación similar (si bien de etiología diferente) subyace a la actual regulación de cocinas y enlatadoras, el drenaje de ciudades y pueblos, y hasta la defecación de los perros en las áreas urbanas. La lógica de la prevención de enfermedades también se aplica a situaciones en las que el peligro inmediato se presenta sólo para un individuo. El Estado, por ejemplo, podría requerir que un ciudadano se vacune a su regreso de una región donde hay plaga. Si el ciudadano protestara y dijera que asume la responsabilidad, la respuesta del sentido común sería que la plaga no es un asunto individual, que el ciudadano que regresa al país, si está infectado, puede transmitir la enfermedad a otros. Así, históricamente, la preocupación por la salud y seguridad de la sociedad en general, más que para proteger al individuo de su propia decisión de riesgo, ha servido como la justificación primaria para establecer medidas coercitivas de salud pública. Sin embargo, este patrón está cambiando, en tanto que el viejo razonamiento está siendo complementado, o en algunos casos reemplazado, por un tipo nuevo y más sutil de análisis basado en los costos sociales. Para entender la popularidad creciente del argumento de los costos sociales, es necesario examinar primero la orientación cambiante de la salud pública misma. Las enfermedades infecciosas, que una vez fueron las principales causas de muerte, han sido reemplazadas en gran medida en los países desarrollados por las cardiopatías, el cáncer, la enfermedad vascular cerebral, y los accidentes. En 1976 estas cuatro categorías de enfermedad fueron las responsables de aproximadamente el 70% de todas las muertes en los Estados Unidos (Departament of Health, Education and Welfare, 1978). El progreso significativo en la reducción de las tasas de mortalidad y morbilidad en los países desarrollados se tendrá que hacer en las áreas de enfermedades no infecciosas y accidentes. Hablando de manera general, existen tres estrategias para ello: prevención, detección temprana, y tratamiento. Cada una de estas estrategias tiene sus adeptos, pero existe el consenso entre profesionales de la salud pública, así como entre un número creciente de médicos, investigadores, políticos y economistas, de que la mejor estrategia es la prevención. Vale más reducir la exposición a carcinógenos, por ejemplo, que confiar en tratamientos drásticos y azarosos como la cirugía, la radiación y la quimioterapia. La prevención efectiva de las principales enfermedades no infecciosas y los accidentes, sin embargo, inevitablemente implica cambios en los estilos de vida de los individuos. John Knowles, un médico que fue uno de los más acerbos críticos de la mala conducta de salud de los individuos, expresó lo siguiente:

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La prevención de la enfermedad significa renunciar a los malos hábitos que mucha gente disfruta –sobrealimentación, exceso de bebidas alcohólicas, ingestión de pastillas, desvelos nocturnos, participación en relaciones sexuales promiscuas, manejar con exceso de velocidad y fumar cigarrillos o, en otras palabras, implica realizar actividades que requieren de esfuerzo especial– ejercicio regular, ir al dentista, usar anticonceptivos, asegurar una vida familiar armoniosa, o someterse a estudios de detección (Knowles, 1977:59).

Exhortar a las personas a efectuar estos cambios es una cosa; obligarlos por ley es otra. La doctrina tradicional de daño a los demás, como se aplica generalmente, no es adecuada para justificar la proscripción de malos hábitos personales. Consideremos las leyes que penalizan a los conductores que no usan los cinturones de seguridad, o las prohibiciones de los carcinógenos tales como la sacarina. ¿Qué dice el Estado al conductor iracundo o al bebedor de bebidas dietéticas de cola que demanda el derecho de correr sus propios riesgos? Después de todo, las lesiones de la cabeza y el cáncer de vejiga no son contagiosos; sólo la salud y la seguridad del individuo están implicadas. LÍNEAS ALTERNATIVAS DE RESPUESTA Existen varias refutaciones posibles a tales objeciones individuales –virtualmente tantas, de hecho, como número de sistemas éticos. Un Kantiano, por ejemplo, ofrecería el imperativo categórico como el razonamiento para acatar las reglas, en tanto que un Tomasiano citaría posiblemente a Aquino sobre el derecho y obligación de la autoridad para promover el bienestar de la comunidad (D’Entrèves, 1974:79). Sin embargo, en la práctica, los funcionarios de salud pública no son dados a la consideración de las implicaciones universales de las acciones humanas, ni a la especulación teológica; más bien, ellos han justificado consistentemente sus regulaciones en un terreno más estrecho y secular. En las democracias liberales, esto ha representado un recurso creciente para el utilitarismo cuantitativo del análisis de los costos sociales; en las sociedades totalitarias, los funcionarios del sector salud se han inclinado –cuando se han tomado la molestia de justificar sus decisiones– a expresar sus argumentos en lo que yo describiría como términos neocamarales. El Camaralismo fue una filosofía que se desarrolló en los estados germanos en los siglos diecisiete y dieciocho; relacionada con el mercantilismo, sostenía que la población numerosa y sana era una fuente vital de la riqueza y poder de los monarcas. Esta idea encontró su máxima expresión en el libro de Johann Peter Frank (1976) Un Sistema de Policía Médica Total; un tratado de seis volúmenes impreso por intervalos entre los años 1779-1819, que tocaba virtualmente todos los aspectos de la conducta humana. Al escribir sobre temas tales como “la obligación materna de amamantar y su influencia sobre el bienestar del estado”, Frank subordinaba totalmente el individuo a la sociedad; la salud no era tanto un derecho inalienable, sino algo que uno trataba de alcanzar, o era compelido a alcanzar, para fortalecer el estado absolutista. Aunque los gobiernos monárquicos casi han desaparecido, las nociones camarales han perdurado, especialmente en sociedades altamente nacionalistas y totalitarias como la Alemania Nazi. Erich Hesse, un médico alemán, aporta un buen ejemplo de este tipo de razonamiento en su libro escrito en 1938, Die

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Rausch- und Genussgifte, traducido como Narcóticos y Drogadicción (Hesse, 1946). El, al discutir la lógica de los programas obligatorios de detoxificación para los adictos a la morfina, dijo: “La justificación...se centra en la siguiente pregunta: ¿Tiene un hombre el derecho a destruir su propio cuerpo con venenos? Ningún miembro de la comunidad nacional tiene este derecho. Por el contrario, todos tenemos la obligación de mantenernos en buena condición para el beneficio de la comunidad. La comunidad, que da al individuo la oportunidad de vivir y ganarse la vida, tiene todo el derecho...de demandar esto. (Hesse, 1946:47).”

La terminología cambia parcialmente (“comunidad nacional” reemplaza a “monarquía”), mas el argumento sigue siendo básicamente el mismo: el estado es un todo orgánico, relacionado con los individuos de la misma forma que un cuerpo humano se relaciona con sus células constituyentes. Las células enfermas implican un cuerpo enfermo, pero esto es inaceptable, ya que el bienestar –ciertamente, la existencia misma de las células– es inseparable del destino del cuerpo. Dicho de otra manera, es difícil construir un robusto fasces con un haz de varas podridas. Este tipo de argumento neocamaral puede fácilmente servir para justificar hasta las políticas de salud pública más restrictivas, aún si no causan daño directo a otros. La sacarina y el tabaco son dañinos para el individuo y por lo tanto para el Estado; las leyes que obligan a usar cinturones de seguridad y cascos para motociclista pueden ser dictadas en bases similares. Existen, sin embargo, serias objeciones políticas y filosóficas contra el neocamaralismo. Hablando prácticamente, los Estados Unidos y muchas sociedades europeas son dominados por el consumismo y se caracterizan, en grados variables, por el individualismo adquisitivo. En un país como los Estados Unidos, donde la vida, la libertad, y la búsqueda de la felicidad están consagradas en la Declaración de Independencia, las propuestas para cesar las prácticas no saludables, pero placenteras, con base en una doctrina abstracta de salud nacional, tienen poca popularidad. Más allá de la falta de voluntad instintiva de los consumidores a acatar las disposiciones neocamarales, existe una tradición libertaria sofisticada, que asienta, como escribió John Stuart Mill en 1859, “que el único propósito por el cual el poder puede ser ejercido por derecho sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es para evitar el daño a otros. Su propio bienestar, ya sea físico o moral, no es garantía suficiente” (Mill, 1977:223). La regulación de acciones individuales que no causan un “daño perceptible” a otros, argumentaba Mill, es inevitablemente desutilitaria; el entrometimiento del gobierno reprime el desarrollo de la personalidad, frena el progreso social, promueve la tiranía de las mayorías, e invalida la opinión de una persona –el individuo mismo– quien está en la mejor posición para saber qué es lo que constituye su propia felicidad. Mill no debatía la importancia de la fortaleza y el bienestar nacional, sino que adoptaba el tema como propio. “El valor de un Estado, con el tiempo,” escribió, “es el valor de los individuos que lo conforman...; un Estado que minimiza a sus hombres, para que sean instrumentos dóciles en sus manos, aún para propósitos benéficos [,] descubrirá que no se puede lograr gran cosa con hombres pequeños” (Mill, 1977:310). El temor de Mill a la regulación gubernamental de las minucias de la vida ha encontrado eco en varios pensadores libertarios del siglo veinte, y ha sido considerado en las novelas de E.I. Zamyatin, George Orwell, Anthony Burgess, y otros, con la

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intención de dramatizar los peligros del Hermano Mayor (Big Brother). Los argumentos de Mill también han tenido influencias restrictivas sobre la legislación del poder policial, cuando menos en los Estados Unidos; los legisladores han sido renuentes a aprobar, y los jueces en ocasiones son renuentes a permitir, la interferencia franca con las actividades del individuo cuando no se demuestra perjuicio a otros (University of Chicago Law Review, 1970). Sin embargo, persiste el hecho desagradable de que millones de estadounidenses mueren prematuramente por fumar, comer, beber y drogarse, y que el mejoramiento significativo de la salud de la nación requiere de la erradicación o cuando menos de la reducción de tales prácticas no saludables. Los partidarios de la salud pública, confrontados con la enfermedad prematura y prevenible, pero conscientes de la inaceptabilidad política de los argumentos neocamarales, han tenido que recurrir a otros argumentos para justificar las restricciones de las actividades individuales no saludables. Están recurriendo cada vez más al análisis de los costos sociales. La idea de los costos sociales no es nueva; puede rastrearse cuando menos hasta Jeremy Bentham, quien enfatizó la necesidad del cálculo hedonista. Uno de los discípulos de Bentham, el gran sanitarista Inglés Edwin Chadwick, utilizó repetidamente los costos sociales, y en 1842 incluso realizó un cálculo rudimentario de costo-beneficio en su Reporte sobre la Condición Sanitaria de la Población Trabajadora de Gran Bretaña (Chadwick, 1965). En 1850, un médico Estadounidense, J.C. Simonds, calculó el costo neto de la enfermedad prevenible para la ciudad de Nueva Orleans, y en 1873 Max Von Pettenkofer hizo una estimación similar para la ciudad de Munich (Sigerist, 1944). Los costos sociales también fueron una parte importante de la famosa sinopsis judicial de Louis Brandeis y Felix Frankfurter en Bunting vs. Oregon (Frankfurter y Goldmar, 1915), el caso de la Suprema Corte sobre la constitucionalidad de la jornada de diez horas. Lo nuevo acerca del argumento de los costos sociales es su aplicación creciente a temas de la falta de salud individual. Básicamente, es un intento de revivir la doctrina de daño a otros, con un viraje importante y estratégico: los efectos indirectos monetarios son sustituidos por efectos directos sobre la salud. El tabaquismo, por ejemplo, es dañino no sólo para el fumador, sino también para aquellos que deben financiar los costos de la enfermedad relacionada con el tabaquismo. El fumador que desarrolla enfisema o cáncer pulmonar incurre en grandes costos médicos, la mayoría de los cuales tienen que ser cubiertos por seguros privados o del gobierno. Todos pagamos. Como lo expresó John Knowles (1977:59), “La libertad de un hombre en el cuidado de la salud es la atadura de otro en impuestos y primas de seguros.” Las indemnizaciones por incapacidad o las pensiones de las viudas pueden generar costos adicionales. También hay pérdidas de productividad si, como es muy posible, la enfermedad produce mayor ausentismo o muerte prematura (Cooper y Rice, 1976). Un argumento similar puede aplicarse al control más estricto del alcohol, al uso obligatorio de cinturones de seguridad, de chalecos salvavidas, y de cascos para motociclistas, o a la prohibición de productos de consumo relacionados con el cáncer. A fin de cuentas, todos los argumentos llevan a este aserto: como tus hábitos no saludables nos afectan al resto en nuestros bolsillos, tenemos el derecho a presionarte para que cambies. El llamamiento alude a fin de cuentas a la utilidad; los malos hábitos son penalizados en el nombre del mayor beneficio (económico) para el mayor número –aunque, irónicamente, Mill habría rechazado la validez de este tipo de análisis con base en que existen otros costos incosteables asociados con la aceptación obligatoria.

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El argumento de los costos sociales es así una manera conveniente de preservar la doctrina de daño a otros mientras que al mismo tiempo se coartan las actividades que implican el riesgo individual a la salud. Esto no implica que el argumento tradicional de prevención de la enfermedad haya sido abandonado; ciertamente, ambas lógicas frecuentemente emergen en la misma controversia. Las fuerzas antitabaquismo, cuando apoyan la prohibición de fumar en lugares públicos, argumentan el daño a las demás personas pero, cuando discuten propuestas tales como el incremento drástico de impuestos a los cigarrillos, recurren al argumento de los costos sociales. De manera similar, las fuerzas antialcoholismo señalan los peligros que representan los conductores intoxicados por alcohol, así como los costos del tratamiento de las cardiopatías, el cáncer del esófago, la cirrosis hepática, y otras enfermedades relacionadas con el alcohol. Pero en otros casos, como el uso de cinturones de seguridad, de sacarina, o de patinetas, el argumento de la regulación se hace generalmente sólo con base en los costos sociales. PROBLEMAS CON EL ARGUMENTO DE LOS COSTOS SOCIALES Lo anteriormente presentado se ofrece como un comentario histórico, una descripción de la forma en que aquellos que formulan y vigilan la aplicación las políticas de salud pública buscan justificar sus acciones. En lo que resta de este ensayo, sin embargo, me ocupo más de la evaluación crítica del argumento de los costos sociales. Aunque el argumento tiene sus méritos, particularmente en el momento en que los costos médicos están incrementándose rápidamente, existen varios problemas potenciales que ameritan atención. Estos pueden resumirse como la necesidad de determinar los costos sociales netos, la dificultad para determinarlos, y la obligación de reducir los costos sociales de manera que impliquen la mínima coerción. La necesidad de determinar los costos sociales netos Una objeción común al argumento de los costos sociales es que algunas actividades supuestamente no saludables también generan beneficios económicos: el tabaco es una cosecha lucrativa, la industria del tabaco genera empleos para miles de personas, las revistas dependen en gran parte de los ingresos derivados de la publicidad de los cigarrillos, etcétera. Además, existen ciertos costos de oportunidad asociados con las políticas restrictivas; los agricultores de tabaco, por ejemplo, podrían obtener un ingreso sustancialmente menor si se les obligara a cultivar maíz o trigo. Estas no son objeciones necesariamente definitivas, pero sí sugieren que los proponentes de las políticas restrictivas también deben demostrar que éstas reducirán los costos sociales netos. En el caso del tabaco, se debe demostrar que los ahorros resultantes de la acción propuesta (independientemente de los efectos distributivos) superan a las pérdidas económicas; de otra manera, no puede recurrirse al principio del mayor bien para el mayor número. En la práctica, uno encuentra algunos casos sustentados en una ponderación cuidadosa de los costos y beneficios, y otros construidos sobre un conjunto de costos sociales (cf. Atkinson y Townsend, 1977; Woolfe, 1977). Los casos del segundo tipo constituyen bases incompletas e inadecuadas para la legislación coercitiva, en el grado en que no han podido demostrar que ocurrirá un daño neto a otros individuos.

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La dificultad para determinar los costos sociales netos En teoría, el cálculo de los costos sociales netos es bastante fácil; uno calcula el total de costos y ahorros y luego obtiene la diferencia. En realidad, sin embargo, este tipo de análisis es complejo, caro, y frecuentemente incompleto. Dos factores complican la tarea: la dificultad de determinar con exactitud los costos de salud, y la casi imposibilidad de cuantificar los beneficios intangibles que obtienen los individuos a partir de actividades no saludables. La evaluación de los peligros que representan los carcinógenos en productos de consumo sirve de ejemplo para el primer tipo de dificultad. Las sustancias químicas como los ciclamatos o los colorantes de alimentos o de pelo se consideran típicamente como carcinogénicos con base en bioensayos hechos en roedores; o sea que, si un número excesivo de ratas o ratones desarrollan cáncer cuando se alimentan con una dieta regular que contenga esta sustancias, éstas se consideran carcinógenos humanos probables. El problema es que los roedores reciben dosis relativamente elevadas, y es difícil calcular exactamente el efecto que tendría la exposición prolongada a bajas dosis en poblaciones humanas. La tarea no es imposible; se han propuesto modelos de extrapolación dosis-respuesta, pero aún son controvertidos (Joens y Grendon, 1975; Albert, Train, y Anderson, 1977; National Academy of Sciences, 1979). Los estudios epidemiológicos pueden a veces sustituir a los bioensayos, pero no son determinantes, ya que es difícil aislar y cuantificar todas las variables relevantes. Además, como lo ilustra la controversia sobre la sacarina, los hallazgos epidemiológicos en ocasiones difieren de los estudios hechos en roedores (Armstrong et al., 1976; National Academy of Sciences, 1979). En pocas palabras, siempre que existen evidencias de que podemos salvar un cierto número de vidas por medio de la prohibición o restricción de un carcinógeno determinado, las cifras presentadas tienen que entenderse como aproximaciones, cuya exactitud depende de la cantidad y calidad de los datos disponibles, así como de la sofisticación de los modelos matemáticos utilizados para analizar los datos. Finalmente, el cálculo de los costos sociales sería difícil aún si se conocieran los niveles exactos de morbilidad y mortalidad asociados con un carcinógeno, ya que el cálculo del valor de la vida perdida requiere de ciertos supuestos engañosos sobre los ingresos promedio y la tasas de interés vigentes (Acton, 1975). Ningún modelo matemático existente, sin embargo, puede cuantificar la satisfacción que la gente obtiene a partir de actividades riesgosas. El futbol americano es un buen ejemplo. De las 1 200 000 personas que participan en el futbol organizado cada otoño en los Estados Unidos, entre 50 y 86% sufren lesiones que implican pérdida de tiempo, una tasa importante que sería virtualmente intolerable en cualquier ocupación que no fuera el deporte. Algunas de las lesiones son tan serias que algunos jugadores jóvenes quedan cuadripléjicos; 3 de cada 100 000 mueren (Torg et al., 1977). También puede argumentarse que las pérdidas económicas (en ventas de equipo, boletos para los partidos, regalías de las televisoras) que resultaran de la prohibición para practicar este deporte serían recuperadas por la popularidad creciente de deportes menos peligrosos, como el futbol soccer. Así, en terrenos estrictamente de costo social, el futbol americano debe prohibirse. Este argumento, por supuesto, hace caso omiso de la gran gama de valores emocionales que los jugadores y espectadores asocian con el juego. ¿Cuánto vale la rivalidad tradicional, o la decepción de un fanático que ha sido fiel a su equipo por años? Cada actividad riesgosa produce cierta

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satisfacción: el fumador se relaja después de encender su cigarrillo, el bebedor experimenta una mayor confianza, el usuario de la sacarina satisface su gusto por el dulce en tanto se felicita a sí mismo por evitar el azúcar y restringir su ingreso calórico. ¿Son beneficios reales y sustanciales, o son sensaciones pasajeras, que deben sacrificarse en nombre del ahorro social? La reducción del costo social y la minimización de la coerción Existen muchas acciones diferentes o combinaciones de acciones que pueden producir una reducción de los costos sociales netos, pero frecuentemente estas acciones implican un grado variable de restricción de la libertad individual. Entre las varias propuestas para minimizar los costos del tabaquismo, existen cuando menos tres –el desarrollo de cigarrillos más seguros, financiado por el gobierno; clínicas para dejar de fumar subsidiadas por el gobierno y por voluntarios; y la educación de los niños en las escuelas– lo cual no implica coerción apreciable. En el siguiente nivel están las políticas que restringen la promoción y comercio de tabaco; prohibición de publicidad, prohibición de máquinas expendedoras de cigarrillos, y ventas sólo por prescripción. Estas propuestas son coercitivas en el sentido de que restringen las opciones corporativas de mercadotecnia, más aún, en el caso de la publicidad, las opciones que presumiblemente están protegidas por la Primera Enmienda. Pero, desde el punto de vista del consumidor, esto implica relativamente poca coerción, ya que la compra aún es posible, aunque en términos menos convenientes. Esto no es necesariamente cierto en cuanto al incremento drástico en la gravación de productos de tabaco, una política que afectaría seriamente a los fabricantes y a los consumidores. Muchos fumadores, especialmente los más pobres, se verían forzados a restringir el consumo o a sacrificar otros satisfactores. Como Mill (1977:288) sucintamente expresó, “El incremento del costo es una prohibición para aquellos cuyos medios no igualan al precio aumentado; y para aquellos que sí lo hacen, es un castigo infligido por la gratificación de un gusto particular.” La medida más drástica de todas sería la prohibición total, cuando el Estado en efecto establece que los riesgos del tabaquismo son tan grandes que nadie puede tener permiso de practicarlo legalmente. El punto importante acerca de estas alternativas de políticas es que la combinación menos coercitiva, consistente con la máxima reducción de los costos sociales netos, es la más deseable. Si, por ejemplo, se determinara que la introducción de cigarrillos más seguros, junto con una propaganda intensiva en escuelas y con una prohibición de máquinas expendedoras de cigarrillos, tuviera aproximadamente el mismo efecto de ahorro que la de un impuesto casi prohibitivo sobre el tabaco, entonces la primera combinación de políticas sería preferible, ya que es la menos destructora de la libertad individual. Desafortunadamente, existen mandatos estatutarios en los Estados Unidos que orillan a las agencias regulatorias a tomar las alternativas más drásticas. Un ejemplo típico de esto es la Cláusula Delaney de la Enmienda de Aditivos Alimentarios a la Ley de Alimentos, Drogas y Cosméticos Puros. La cláusula, patrocinada por el legislador James J. Delaney de Nueva York, establece que “...ningún aditivo se deberá considerar seguro si se descubre que induce cáncer cuando es ingerido por el ser humano o por animales” (U.S. House Committee on Interstate and Foreign Commerce, 1974:13; Kleinfeld, 1973). Los aditivos inseguros, por supuesto, no son autorizados para su venta en el

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mercado, así que los estudios hechos en humanos o en animales, que demuestran asociación de un aditivo con el cáncer, teóricamente implican la prohibición automática. En algunos casos ésta puede ser la acción apropiada, pero en otros puede requerirse tomar medidas más drásticas. Como se mencionó anteriormente, la evidencia de que la sacarina causa cáncer es contradictoria; sin embargo, algunos grupos, tales como los obesos y los diabéticos, pueden derivar beneficios de su uso –aunque la cantidad de beneficio derivado es controvertido (cf. Cohen, 1978; Rosenman, 1978; National Academy of Sciences, 1979). Esto parecería sugerir una concertación, como por ejemplo la venta sólo con prescripción, pero la cláusula únicamente asienta una acción (prohibición) y no permite la evaluación de los costos sociales netos. En contraste, algunas leyes referentes a sustancias tóxicas, tales como la de aire limpio, de control de contaminación del agua, de agua potable, de insecticidas, y de fungicidas y roedores nocivos (Clean Air Act, Water Pollution Control Act, Safe Drinking Water Act, Federal Insecticide, Fungicide and Rodenticide Act), permiten el análisis de costos sociales; otros estatutos, tal como el de control de sustancias tóxicas (Toxic Substances Control Act), establecen su consideración de hecho (Eskridge, 1978). Frecuentemente la evaluación de las restricciones propuestas sobre una sustancia tóxica en términos de costos sociales netos depende del azar, dependiendo del lenguaje de la ley bajo la cual se llega a clasificar tal sustancia. Al parecer la reforma está en camino; un informe reciente emitido por la Academia Nacional de Ciencias (National Academy of Sciences, 1979), Políticas de Seguridad de Alimentos: Consideraciones Científicas y Sociales, critica que la ley existente es complicada, inflexible, e inconsistente, y hace un llamado a la ponderación de la salud y de otros beneficios, así como a la mercadotecnia de aditivos de alto riesgo para subpoblaciones selectas, tales como los diabéticos, si las circunstancias lo requieren. CONCLUSIÓN La doctrina de daño a otros, que ha servido por siglos como base para tomar medidas coercitivas de salud pública, se ha vuelto cada vez más anticuada en tanto que el patrón de enfermedad ha cambiado en los países desarrollados. Actualmente las causas principales de morbilidad y mortalidad –los accidentes y enfermedades no contagiosas– se relacionan íntimamente (aunque no exclusivamente) con la irresponsabilidad y el exceso individual; sin embargo, los fundamentos para la acción estatal son problemáticos, ya que en muchos casos sólo se encuentran en juego la salud y bienestar inmediatos del individuo. Algunos funcionarios de salud pública, especialmente los de las sociedades totalitarias, han respondido apelando a una doctrina abstracta de salud orgánica nacional, reviviendo en efecto las líneas elementales de la posición camaralista. En las democracias occidentales, sin embargo, la tendencia ha sido confeccionar una lógica utilitaria basada en un análisis de los costos sociales. Esta modalidad es, creo, necesaria y apropiada, especialmente en vista de la enorme carga financiera impuesta a los demás por los costos de tratamiento de la enfermedad crónica en el estado moderno de bienestar. El problema es que tales cálculos son inherentemente difíciles, y siempre existe el peligro de que seamos forzados a procurar o a cesar alguna acción sin beneficio apreciable. Este peligro puede ser minimizado; sin embargo, insistimos que cualquier argumento sobre costos sociales debe ser evaluado contra tres estándares

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básicos. Primero, ¿el análisis pondera pérdidas económicas concomitantes? Esto es, ¿calcula los costos sociales netos? Segundo, ¿la evaluación de riesgo está basada en datos sustanciales y consistentes?, y ¿son plausibles los modelos utilizados para calcular la reducción de la mortalidad y morbilidad? Tercero, ¿se ha considerado la selección de la política o políticas que implican la menor coerción? El argumento de los costos sociales debe cumplir con estos criterios; de otra manera, debe considerarse incompleto, ya que no hay forma de determinar si es consistente con su máxima implícita; la del mayor beneficio para el mayor número de personas. REFERENCIAS 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22.

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JULIO-AGOSTO DE 1996, VOL. 38, No. 4

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