SENEGAL. Natxo Arregi

SENEGAL Natxo Arregi En avión 2 En transportes públicos senegaleses 3 Índice Pág 1 África, versión Senegal 4 2 Casablanca 5 3 Dakar Lleg

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SENEGAL Natxo Arregi

En avión

2

En transportes públicos senegaleses

3

Índice

Pág 1 África, versión Senegal

4

2 Casablanca

5

3 Dakar

Llegada

6

4 Dakar

Plano de la ciudad

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5 Dakar

Un día en la capital

8

6 Dakar

Máscaras y pájaros

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7 De Dakar a Saint Louis

Baobads

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8 Saint Louis

La playa oceáníca

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9 Saint Louis

Los pájaros de Djoudj

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10 Saint Louis

Escolares, basuras, cabras y signoras

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11 De Saint Louis a Dakar

La isla de Gorée

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12 Saly

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13 Saly

André

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14 Saly

Mbour

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15 Saly

Zimbabwe 0 – Senegal 2

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16 Dakar

Corniche Est

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17 Senegal

Desarrollo y curiosidades

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18 Senegal

A 45 años de la independencia

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19 Senegal

África Occidental

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África, versión Senegal

18 de enero de 2006

A África se va a conocer, un placer que los que no saben dicen puramente intelectual, y a sentir la africanidad, que es una experiencia notable. Porque desgraciadamente no se va a mucho más cuando se va de turista. África no es sólo pobre y no sólo está repleta de problemas, de sida y de guerras, sino que los imperios que la dominaron en el pasado tampoco dejaron una huella patrimonial significativa, ni la colonización europea se esmeró poco ni mucho. Exceptuando la extraordinaria memoria faraónica en piedra que se conserva en Egipto y Nubia, la espléndida romana en Libia y Túnez y la brillante islámica en el Magreb y en Egipto, todo ello en el norte africano, prácticamente en el Mediterráneo, poco más hay para destacar, más allá de algunos hermosos restos aún vivos de ciudades bereberes y detalles aislados de los imperios de Malí y de Ghana en la arquitectura del adobe y del barro, que el islamismo y Sudán supieron continuar para realizar algunas de las más bellas mezquitas. El continente que vio aparecer los primeros homínidos no pudo después seguir en la vanguardia del desarrollo humano. Tampoco la nueva África que surgió tras la 2ª guerra mundial y la descolonización ha plasmado realizaciones dignas de mención mundial. Ni Abidjan en Costa de Marfil, el París de África Occidental que quiso ser y se truncó, ni el Durban con sabor de oriente, ni Ciudad de Cabo o Johannesburgo con sabor de occidente, en Suráfrica, ni Dar-es-Salaam en Tanzania, por citar los mejores ejemplos, llegan a merecer el título de ciudades turísticas, si hablamos del África negra. Por ellas, y por las demás capitales, pasó un ligero viento fresco de prosperidad que se truncó en bochorno y degradación desde los años 80. De modo que los viajeros internacionales vamos a África a ver naturaleza, a hacer safaris y a lo que ya he mencionado: a conocer y a sentir la africanidad. Pero no a ver bellas ciudades ni magníficos monumentos. La africanidad resulta ser una especie identificable no sólo por el color de la piel o de los ropajes de las mujeres. No creo ser capaz de desentrañar sus secretos en las páginas que siguen, para eso hay que acudir a ver los cuadros de Miquel Barceló, pero sí diré que la sensación que me permite reconocerla la encuentro en mis ojos mirando al suelo, en los pies negros en movimiento sobre sandalias raídas en el polvo y la arena que pisan. Esto es, en un modesto acto de reflexión que lleva mi mirada al suelo y encuentra polvo, arena, sandalias rotas y pies. Lo demás, la negritud, los mil luminosos colores de los turbantes y las capulanas de las mujeres, las risas, los tres mil “ça va?”, el ruido, el olor, los diez mil “Bon jour”, el niño sucio, la colegiala primorosa, los tremendos labios carnosos, los enormes ojos saltones, los dientes blanquísimos y las bellas mujeres, la cabeza de pescado y la pata de carnero junto al plástico indestructible, el fardo, el sol, la sombra y los baobabs, son elementos. Lo fundamental, la síntesis, mi fotografía de África en versión Senegal, son los pies negros en movimiento con las sandalias carcomidas sobre el polvo y la arena, tocando desde la retina a la puerta de mis neuronas vueltas sobre sí mismas. Corresponde a lo que veo cuando bajo la cabeza para absorber con el pensamiento alguna impresión previa de mis antenas perceptivas y a cómo transformo este pensamiento a partir de esos pies negros, esas sandalias carcomidas, ese polvo y esa arena. Hubiera querido ir a Kinshasa y a Lagos, las dos mayores ciudades negras, esta última descomunal, una de las mayores del mundo. Pero salía demasiado caro y se alzaban como un muro las apocalípticas advertencias contra la seguridad que recibía por diversos conductos, oficiales y extraoficiales. De modo que optamos por Senegal. Optamos mi amigo y yo, aunque a él se le complicaron luego las cosas hasta el punto de hacerle del todo imposible el viaje. Tenía, además, una razón suplementaria para elegir Senegal. Momai II ha estado allí este verano y me había hablado muy bien del país y sus gentes, de sus mercados y de sus pescadores, pero, ante todo, me había hablado de una africanidad generosa con las sonrisas. Por eso viajo ahora para Dakar, a conocer la versión senegalesa de la africanidad. ¿Adónde mejor peregrinar que allá donde vive la sonrisa?. ¿Cómo mejor descubrirla que bajando la mirada a los pies negros, las sandalias rotas, el polvo y la arena?.

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Casablanca

18 de enero de 2006

La fórmula del vuelo elegida incluye una escala larga en Casablanca, la mayor ciudad marroquí. Un regalo añadido, aunque buscado, del hermoso viaje que me propongo. He salido con tiempo regular de Bilbao, en Madrid hacía malo y es solamente ya cerca de Casablanca cuando las nubes se despejan y puedo disfrutar de la resplandeciente campiña verde –el verde del cereal, ya recién nacido aquí, es de los más bellos, sobre todo si lo ilumina el sol-, salpicada de innumerables casitas y granjitas blancas. Hay un tren que sale del mismo aeropuerto y que llega en 45 minutos a la ciudad. Un buen servicio. Miro con atención en el trayecto los campos que desde el cielo tan buena pinta tenían y de nuevo reflexiono sobre cuánto varía la percepción de muestro mundo en la superficie de la tierra vista desde el aire o vista desde ella misma. A veces las alturas empeoran la imagen, suele suceder con las montañas, que las aplanan, pero a veces la mejoran notablemente. Es este el caso. No es que tengan mala pinta los campos y las casitas vistas desde el tren, pero es que desde el cielo resultaban deslumbrantes. Observo que han mejorado los arrabales de Casablanca, tales los de este recorrido desde el sur donde se encuentra el aeropuerto. Al menos respecto del chabolismo degradado que guardo en mi memoria. Pero no le concedo mucho crédito a esta observación porque sólo corresponde a un sector limitado de la gran ciudad. El recorrido en el tren me da para caer en la cuenta, por primera vez, de que el nombre de Casablanca está compuesto de “casa” y de “blanca”. Lo que me permite entrar en esa nimiedad es el nombre de las distintas estaciones que vamos pasando hasta que me bajo en la más céntrica: se llaman Gare de Casa X, Gare de Casa Y, etc. Tengo cinco horas para airearme por Casa Z, es decir, Casablanca, para comer y volver a la estación. Suficiente para pasear todo el centro, comer pescadito refrito a la manera andaluza, lenguaditos y lirios, en los chiringos del mercado central, recordar a mi amigo que los deseó cuando proyectamos esta escala, recorrer la medina, desembarazarme fácilmente de los acosadores -¡cómo ha mejorado esto en Marruecos!- visitar la Gran Mezquita, la muy hermosa Gran Mezquita donde el régimen se gastó más que mucho, para deleite de los turistas y orgullo de los islamistas, tomar el sol, el viento y el océano en la gran explanada de mármol, volver al centro por los arrabales de la medina, entre mercados, mercadillos y chapuzas, deambular por el centro peatonal, sentarme en una terraza a regalarme con una cerveza y caminar largo de vuelta a la estación.

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Me place comentar dos o tres cosillas. Una. Los críos y los jóvenes de los arrabales juegan al fútbol en las calles, a las canicas en las esquinas y a la trompa en los cantones. Me ha gustado esta recuperación de juegos que practiqué en mi niñez. Gritan y porfían como corresponde. Pero, ¿dónde están las niñas y las chicas?. No en la calle. ¡Pobres chiquillas!. ¿Ni siquiera de niñas pueden jugar?. Ni siquiera pueden habitar la democracia infantil del juego libre en la calle. Todo un estado de derecho con normas y constituciones bien precisas. También quedan excluidas en nación infantil. Dos. En una placita de los aledaños de la medina, en su zona más pobre, se despliega un mercadillo-rastrillo donde la gente expone en el suelo lleno de polvo y de suciedad las cenizas de su patrimonio hace tiempo consumido: Unas zapatillas viejas, una taza rota, un vaso de duralex raído por mil lavados. Hay un desagüe roto que contamina el lugar con su hedor. No sé por qué me viene a la memoria la tristeza y la dureza de la situación rusa cuando la transición del socialismo al salvaje capitalismo dejó en la calle a millones de parados en la debacle de la última década del siglo pasado, felizmente ya recuperada. Los miles de personas que se alineaban en las calles de Moscú o de San Petersburgo tratando de vender los últimos posos de su antigua dignidad para lograr comer. Y encuentro la diferencia radical que existe entre lo viejo y lo antiguo. Lo que aquí venden o tratan de vender es lo viejo que no llega a antiguo, lo usado que no ha llegado a adquirir solera. Me entretengo en hacer un cálculo. ¿Cuánto valdrá el conjunto de todo lo que se expone en esta plaza por parte de sus centenares de oferentes?. Recuerdo entonces una magnífica exposición fotográfica en Bilbao donde cada gran foto mostraba una familia de distintas partes del mundo apiñada al lado de todas sus pertenencias hogareñas desplegadas en la campìña. La familia norteamericana con sus tres coches, cinco televisores y un volumen increíble de objetos, al lado de la familia de Malí, con sus dos cabras y tres cuencos. ¿Valdrá todo lo aquí expuesto tanto como todo lo que hay en mi casa?, me pregunto. ¡Qué digo!. La pregunta no está bien formulada. ¿Dónde valdrá?. Aquí tal vez tenga un valor X, en Malí lo tendrá mayor y en Bilbao probablemente tendería a aproximarse a 0, cero, euros, al menos si hablamos con propiedad del valor de uso de las cosas. Porque en el primer mundo los desperdicios no tienen valor a menos que se reciclen. Sólo los vagabundos serían capaces de conferir en mi país alguna importancia, y, por tanto, conceder algún importe, a lo que aquí se muestra. Tres. Cuando me siento en la terraza a tomar la cerveza, tras el largo paseo, impensadamente, la muy guapa chica que acaba de estar barriendo la entrada de la cafetería, se sienta en mi mesa frente a mí y se pone a conversar conmigo. No sé bien qué demonios quiere, así que trato de desembarazarme de ella dando el silencio por respuesta a sus preguntas y comentarios. Ella se empeña en resistir pero yo conseguiré hacerla desistir. Cuatro. Casablanca es una ciudad blanca donde el centro no destaca especialmente sobre sus entornos inmediatos. No sé bien si esto debe considerarse una flor o no. Lo es, desde luego, por lo que afecta a los entornos, que no desmerecen del centro. Son muy dignos. Pero no lo es, claro, por lo que afecta al centro, un poco escaso para la gran ciudad cuya representación ostenta. El régimen marroquí apuesta por Rabat y Marrakech, mientras que los marroquíes apuestan por Casablanca. Lo que sí decido con nitidez es que he disfrutado de este paseo bajo el sol y el calorcito. Ahora ya, en la anochecida, cuando me dirijo de nuevo al aeropuerto, la temperatura baja rápidamente, pero durante toda la tarde he tenido hasta calor. Es el anuncio del que pasaré los próximos días en Senegal. Pues a Dakar me dirijo ya en la noche. Desde el cielo veré en lontananza las luces de Marrakech y no volveré a atisbar otro destello luminoso hasta que el avión descienda sobre la capital de Senegal entrando desde el Atlántico. África de noche es un continente mucho más negro que la piel de sus moradores.

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Dakar – Llegada

18 de enero de 2006

La Red, como tantas otras cosas, está poco desarrollada en África. Solamente los hoteles de gran categoría pueden contratarse por internet. Así que, dado que llegábamos tarde en la noche, habíamos decidido elevar nuestro listón y contratar una habitación en el Novotel de Dakar por dos noches, un cuatro estrellas. Ya ahorraríamos en las siguientes. Pero los hoteles de categoría ofrecen prestaciones de categoría, tales como la de tener permanentemente en el aeropuerto un servicio de autobuses particular que te lleva al hotel en la ciudad. Me acerco a un negro sonriente con un cartel donde figura “Novotel” y me dice que espere. Yo le pido hacerlo al otro lado del cristal, en el exterior, que quiero tomar mi primer aire subsahariano. Así lo hago, obligando al buen hombre, celoso de su responsabilidad, a tenerme controlado tras los cristales con la vista, mientras espera a otros clientes que no llegan. Finalmente sale a buscarme, me lleva al otro lado de la calzada, en la zona de oficinas de alquileres de coches, casi todas cerradas, saca una silla de una de ellas, la planta en mitad de la acera, me dice que me siente y que espere formalito hasta que él vuelva cuando termine de cerciorarse que no hay ningún viajero más al que deba atender, junto con el autobusito de la cadena Accor que me llevará al hotel en la ciudad. Me conmina a que no haga caso a nadie más que a él, que no responda a ningún buscavidas que se me acerque. Yo hubiera preferido estar de pié, pero ¿cómo negarse a tal despliegue de amabilidad?. Además, así me tiene más quitecito y controlado y él sufre menos temiendo que me pierda o me vayan a asediar o a engañar. Obedeceré como un corderito. Esta es mi entrada triunfal en Dakar. Sentado al aire libre en una silla en mitad de la acera, como plantado por el ayuntamiento, yo sólo, al otro lado de la calzada, frente a la entrada principal del aeropuerto internacional Leopold Sedar Senghor, esperando ser transportado a mi hotelazo. Por un momento me siento un importante dignatario internacional, aunque pronto vuelvo a mi condición de humilde observador del mundo. Son las 12 de la noche y por aquí sólo se ven hombres, la mayoría jóvenes. Todos son altos, espigados, cabeza rapada, más bien relativamente pequeña, para emular las proporciones clásicas más esbeltas. No hay mucha gente, pero en todo caso mucha más de la que debiera, porque casi nadie parece estar haciendo nada útil. Hace una temperatura extraordinaria y una ligerísima brisa que la resalta aún más. Mis ojos vagan de una figura a otra, intentando adivinar los propósitos de cada una de ellas, sin conseguirlo. Más bien tengo la impresión de que la mayoría están como yo, a la espera. Yo, aguardando el autobusito; ellos, acechando las propinas que les pueda deparar la llegada del próximo avión. Cuando el autobusito llega su conductor lo dirige a través de carreteras y autopistas no peores de lo que imaginaba. También los arrabales del norte de Dakar tienen mejor pinta de la que esperaba. Desde el primer momento de mi entrada en Senegal hasta el último de mi salida, deberé modificar mi imaginario sobre esta versión senegalesa de África. Lo que veo y lo que voy a ver está casi siempre algo mejor de lo que creía. Es mi primera alegría, tras el placer del bienestar climático y el tranquilo y fácil acomodo que brinda la natural amabilidad y humildad de las gentes que hasta ahora he visto. El aeropuerto de Dakar se sitúa prácticamente en la punta del famoso Cap Vert, el punto más occidental de África. Mi cabeza se ocupa ahora de situarse en el recorrido. Estamos transitando la autopista urbana norte-sur que he visto iluminada desde el avión, entrando por el Atlántico, camino del centro de la capital. Es lo que creo y lo que comprobaré una vez en mi habitación, cuando me haga con un buen mapa de la ciudad que me dan en recepción y que añado al de Senegal al completo que me ha dejado mi hijo. Es este último deleite del conocimiento y de la conjetura cumplida el que acompaña mi primer sueño africano. Ha sido una hermosa luz azul la que me ha traído hasta aquí, del frío al calor. Esta mañana estaba en Bilbao. Y ahora aquí. He de descansar y recomponer los fotones, los pigmentos y los perfumes para mañana.

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Dakar – Plano de la ciudad

19 de enero de 2006

La Guía de Senegal que me informa es bastante estupidorra pero sirve para recomendarme la agencia “Bassari voyages”, donde dice que atienden en castellano, ya que sus dueños son españoles. He de organizar mi viaje dentro de Senegal, y reservar hoteles más baratos en Dakar, Saint Louis y Saly, los puntos donde quiero recalar. Así que, después de desayunar opíparamente en el Novotel, me voy a buscar la tal Agencia, que encuentro pronto y fácilmente. Lo que no encuentro es a nadie que hable en castellano. Nos entendemos, pues, en francés. El joven que me atiende deberá dejarme la silla en la que estaba sentado, trasladarla al otro lado de la mesa-mostrador para que yo me siente en ella y atenderme él de pié, encorvado sobre la mesa. La agencia es amplia pero está vacía de toda clientela que no sea yo, y, como se ve, no está bien dotada de mobiliario. Contrato dos días en el hotel Residence de Saint Louis, uno en el Al Baraka de Dakar, otro en el Bouganvillées de Saly y la última noche de nuevo en el mismo hotel de la capital. Todo medias pensiones en hoteles de tres estrellas que me salen a un módico precio medio de 54 euros. Como contaré en su momento este precio debe considerarse muy barato dada la calidad extraordinaria de las cenas. Me voy de la Agencia un poco preocupado pues lo único que tengo en mis manos es un papel potroso donde dice que he pagado 270 euros, nadie sabe a cuenta de qué, a la agencia Bassari voyages. Guardo por si acaso el recibo sin sello y con una firma ininteligible. Que con decir mi nombre en cada uno de los hoteles contratados es suficiente, me dicen. Y, en efecto, lo será. No tendré la más mínima dificultad. Mis temores resultarán infundados. Los desplazamientos los haré en los transportes senegaleses, es decir, pequeños autobuses de 18 plazas que deberían ser 13 o menos, destartalados, antidiluvianos y repintadísimos de mil colores y dibujos, o en los famosos “Sept places”, léase, coches Peugeot 505 Familiar para siete plazas + conductor, igualmente destartalados y antediluvianos, pero sin pintar de colorines, en este caso. Mi primer contacto con las ciudades suele ser su plano. Soy un enamorado de las ciudades dibujadas, mis segundas piernas para caminar por ellas, y de las regiones representadas, mis segundas ruedas para circular por las geografías. Estaba temiendo no encontrar un plano decente de Dakar. En internet no los había apenas y los de la guía que he traído, prácticamente la única sobre Senegal en castellano que se puede encontrar, son muy malotes. Pero no, en el hotel me han dado un plano mucho mejor de lo que había esperado. No es la maravilla de los de nuestras ciudades pero sí más que suficiente. El plano de Dakar es muy atractivo. Ocupa la prolongación meridional de la península que se adentra con decisión hacia el oeste en el Atlántico. La punta más al sur es el Cap Manuel y de su extremo surgen dos carreteras, la Corniche Ouest y la Corniche Est, que abrazan casi por completo la ciudad a un lado y otro. Ambas corniches se adaptan con precisión a la línea de costa acantilada y bastante recortada. La 9

corniche ouest mira al gran Atlántico y a unas islas muy atractivas, las Madeleine, que se hacen omnipresentes en el hermoso paisaje marítimo, mientras que la Corniche Est mira a la gran Ensenada de Hann, protegida, donde se asientan, tras los acantilados que preservan el centro de la ciudad, el puerto y, más allá, la zona industrial. También tiene esta parte su isla para que la mirada al horizonte tropiece en ella. Se trata en este caso de la famosa Isla de Gorée, la isla de los esclavos. De este modo, el mar calmo, al este, y el océano más impetuoso, al oeste, están presentes en el habitar de la ciudad. En cuanto uno sube a una altura suficiente en el edificio, se alinea con una de las numerosas calles que no ven interrumpida su proyección al mar o camine sin dar vueltas sobre sí mismo, encontrará el océano en su mirada o se hallará directamente a su misma vera. Mi espíritu se acomoda muy bien a esta dualidad ciudad-mar, cultura-natura, bullicio-calma, vertical-horizontal. Le resulta muy agradable encontrarse de pronto con el mar, la naturaleza, la calma y el horizonte, tras la ciudad, la cultura, el bullicio y los muros edificados. Lo mismo que le complace volver a éstos una vez asentado el espíritu en la infinitud oceánica. Tomada pues la disposición a la ciudad, es decir, asentada la brújula en mi cabeza, dónde están los puntos cardinales, donde el sol a la mañana, donde América, donde Europa, que hay allá al frente y de dónde viene el viento, es el momento de medirla y de amueblarla. Pongamos esta plaza aquí, este mercado allá, la universidad en tal lugar y el cementerio en tal otro. Y el de vivirla. La cerveza aquí, el restaurante allá, el hotel por aquí, los ricos en tal demarcación, los pobres en tal otro, “Bon jour”, “Ça va”, “Tu es faché”. Pateémosla.

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Dakar – Un día en la capital

19 de enero de 2006

Dicen que el centro de Dakar es la plaza de la Independencia, un rectángulo alargado con jardines centrales circundado por vías de tráfico, altos edificios modernos con soportales y algunos otros coloniales. Pero basta observar el plano para darse cuenta de que no es así. El punto donde se concentra el máximo magnetismo ciudadano, a donde llegan las largas calles que vienen desde las profundidades suburbiales y donde brotan las mayores densidades comerciales y de servicios, sin desdeñar las residenciales, no es esta Plaza de la Independencia, sino un innominado cruce de calles sin apenas plaza donde se ubica el mercado Sandoga junto con los múltiples bazares, rastros y mercadillos que lo rodean por casi todas partes. Así que, tras recorrer la Plaza de la Independencia oficial, me voy, impelido por las propias fuerzas magnéticas de la ciudad, hacia el mercado Sandoga popular y real. He sido asaltado por las hordas de buscavidas que acechaban a la salida del hotel, en la susodicha plaza y a lo largo de todo el recorrido. El ”¿Ça va bien, monsieur?”, o el “ Comment ça va?, e incluso el “Bon jour” – en Senegal, y sobre todo ahora, en enero, todos suponen que eres francés- son irrechazables, pero yo consigo no contestar con el correspondiente “Très bien, merci” al menos 4 veces de cada 5. Pero es igual que no contestes o que lo hagas, pues sigues siendo interpelado y acompañado en tu caminar hasta que empieza el “Vous êtes faché, monsieur”1 o el “Ça ne c’est pas une guerre, monsieur”2, lo que indica que ya has dado muestras de cabreo insoportable que, sin embargo, siguen soportando con notable estoicismo. Mi muletilla de este viaje, una vez sufrida esta primera fase, consiste en preguntar entonces yo a mi vez al asaltante si comprende lo que le digo cuando le digo que quiero estar sólo y en enfadarme muchísimo cuando quien contesta afirmativamente no me deja solo a pesar de que comprende perfecta y explícitamente cual es mi deseo. En definitiva, que, dado que Senegal está en la peor de las fases turísticas en este aspecto de los buscavidas pegajosos, peor que la India, peor que Perú, peor que Marruecos e incluso peor que Cuba, por citar los últimos países que he visitado con este problema, he tomado la decisión de enfadarme y gritar con fastidio y exasperación sin esperar demasiado para hacerlo. De esta manera he conseguido llegar a las inmediaciones del mercado Sandoga solito y entero. Pues bien, si presumo de haber logrado llegar al mercado Sandoga, también confieso que no he conseguido entrar en el cogollito del mismo. Los buscavidas que defienden de los turistas este al parecer enclave de alto valor estratégico son los más aguerridos que he podido yo conocer y no atienden a razones, grites y te enfades cuanto quieras. O, si finalmente uno de ellos te deja en paz sin conseguir su propósito de llevarte a “las auténticas manufacturas artesanas senegalesas. No se fíe Ud. de esas otras, señor, que son libanesas”, mostrando a su 1

Ud está enfadado, señor

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Esto no es una guerra, señor. 11

vez, eso sí, un severo cabreo expresado en forma menos insultante de lo que cabría esperar, inmediatamente viene el siguiente en forma de refuerzo defensivo. Uno tras otro han podido, al final, conmigo. En definitiva, han cumplido con su deber de defender el sagrado lugar y yo he debido alejarme con el rabo entre piernas de ese cogollito inexpugnable. Pues bien, hoy estoy en Dakar y a la tarde volveré por aquí a intentarlo. Admito que tampoco entonces conseguiré traspasar la muralla. El próximo martes 24 volveré a la capital y reincidiré en probar suerte. Lo haré a la mañana, fracasando de nuevo, e insistiré en atacar la fortaleza a la tarde. Sólo tras esta última tentativa desesperada conseguiré esa victoria mía tan particular de adentrarme en el mercado Sandoga in extremis. El aspecto del tal mercado, un edificio de tres plantas avejentado y cuarteado, de muros cerrados y apariencia cavernaria, estilo sudanés, dicen, tiene el indudable atractivo de una enorme intensidad comercial encerrada entre sus paredes y muros rotos, que se desborda por todos sus poros. Es por eso que seré tenaz en mi intento, hasta la victoria. Con el rabo entre piernas pero el espíritu alegre, prosigo mi camino en dirección sur, visito la catedral católica, realmente bastota, una excepción en este país fundamentalmente islamista, echo un vistazo a la perspectiva del Palacio Presidencial, continúo hasta el Museo Ifan, que exhibe arte africano de la zona, el cual visitaré con sumo gusto. Luego cambiaré de dirección, bordeando la Asamblea Nacional, rumbo oeste, hacia la Corniche Ouest que está enseguida. Estoy en lo que llaman el Plateau, el centro de Dakar, elevado 20 o 30 metros sobre el mar que se asoma tras los acantilados. Es la ciudad europea en África, de aspecto colonial, el centro de negocios, la zona donde se ubican los principales edificios administrativos, las embajadas, los hoteles, los restaurantes elegantes y los mejores comercios y viviendas de pisos. Tiene un aspecto no demasiado boyante, pero mejor de lo que imaginaba. Luce el sol, la temperatura es buenísima, me he embadurnado de un protector solar que es más que una capucha etarra y los buscavidas han desaparecido por completo. Felicidad suprema, auténtico bienestar, mientras lleno los ojos de gente de sonrisa fácil, de playas sucias y de bellos paisajes. Cuando llego a las avenidas que constituyen la Corniche Ouest, me encuentro, efectivamente, frente al océano y los preciosos recortes de las Islas de la Madeleine en el horizonte. Aquí comienzan ya las villas de los ricos. No están al borde el mar, sino al borde de los viales de la cornisa que sigue la costa. Están tapiadas de altos muros, de modo que no miran al océano, sino que se miran a sí mismas, siguiendo ese ensimismamiento tan notorio de los ricos de este mundo, que constituye la demostración más determinante de que la riqueza, por sí sola, no incita a la cordura. Me embarco entonces en un largo paseo que me llevará, tras unos 4 kilómetros de costa, hasta el barrio de Fann, alejado ya del Plateau y de la Medina, que son los distritos centrales de Dakar. El paseo es agradable e ilustrativo. Unas veces son sucios descampados costeros los que se asoman en cornisa a los acantilados, otras, parques más o menos cuidados, e incluso algún bello monumento: la “Puerta del Milenario” lo es, compuesta de ventanas sucesivas al mar. Hay incluso una estatua dedicada a Blaise Diagne que cautiva mi atención cuando leo en la estela que murió en Cambó les Bains, nuestra bella localidad vascofrancesa. Luego me enteraré que se trata del primer senegalés africano elegido como diputado de la Asamblea Nacional Francesa, que jugó un papel de gran importancia en el proceso de independencia de su país. Su nombre es el de una larguísima avenida que seguiré esta tarde de vuelta al centro. Por los paseos los hay que hacen footing y en las playas se ven deportistas repitiendo esforzados ejercicios musculares. Son pocos, pero aún son menos los paseantes, exactamente ninguno ni ninguna en los más de 4 kilómetros. Lo que sí abundan son los desocupados sentados o tumbados en cualquier esquina, a ser posible bajo alguna de las pocas sombras de los árboles y los matorrales, en la misma línea de costa, lejos de cualquier posible actividad social o económica, cada cual abandonado a su propia y triste individualidad. En la zona en la que la Corniche bordea el popular barrio de la Medina hay un gran cementerio musulmán en el que intento entrar, pues mi mente siempre se siente capturada por la sorprendente manía humana de reservar para los cadáveres los mejores miradores marinos, como es el caso aquí. Sin embargo, el guardián a la puerta no me deja adentrarme en el vasto territorio de los muertos por razones de “su propia seguridad”, asevera protector. A lo que puedo deducir el cementerio se ha convertido no sólo en la no-ciudad de los extintos, sino también en la capital de los vagabundos. Lo que puedo ver es un enorme recinto muy descalabrado: casi todas las tumbas no son más que un montón de piedras rotas y nichos vacíos, por las que merodean algunas sombras vivas pero destrozadas. Una dura visión.

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Ahora se despliegan a lo largo de centenares de metros del paseo enormes muebles de madera trabajada. Es la demostración más contundente de que en Senegal no llueve una gota en la época seca en la que nos encontramos. La inmensa mayoría de los armatostes, grandes camas y tremendos armarios la mayoría, no tienen ninguna protección en forma de plástico o hule que los cubra. Y acumulan sus buenas capas de polvo, por lo que debo deducir que llevan tiempo ahí, plantados en el paseo. Claro, al otro lado de la Corniche se ve una larga sucesión de talleres de carpintería. Recuerdo que, en Bilbao, los vendedores de coches consiguieron establecer sus reales, es decir, mostrarlos aparcados, en varios de los mejores paseos públicos getxotarras, por ejemplo. Allí, cada coche tenía un cartel con el teléfono donde llamar para adquirirlo. Exactamente igual que aquí cada mueblón de estos, los cuales también ocupan el mejor paseo marítimo de la ciudad de Dakar. Después, la Corniche bordea el mercado y la playa de Soumbédioune. En torno al vial hay muchos talleres artesanos con esculturas y cerámicas bien interesantes, toda clase de productos tras las verjas de Le Village Artisanal, mientras que en la playa se alinean muchas embarcaciones pesqueras. También hay pequeños astilleros donde las reparan y la guía dice que aquí se organiza la marimorena cuando llegan los pescadores y descargan su maná de meros, bonitos, congrios, doradas, lenguados, corvinas, calamares, gambones, ... Que este es uno de los mercados de pescado más típicos de Senegal. Ahora mismo el mercado de productos y artesanías está medio cerrado, no sé por qué, y el de pescado sin movimiento. Es mediodía y no es esta la hora en la que vuelven los pescadores, por lo que se ve. De cualquier forma el conjunto tiene una atractiva apariencia abigarrada y confusa. Un poco frustrado porque no he visto el mercado de Soumbédioune en su salsa, bordeo ahora la Cité Claudel, siempre siguiendo la línea de costa. Estoy ya en terreno de los senegaleses acaudalados, que se establecen en este distrito de Fann en sus villas y urbanizaciones fortificadas. El aspecto desde la Corniche es espantoso: un alto y oscuro muro de cárcel coronado por alambre espinoso, por encima del cual sobresale, menos mal, algo de vegetación, bunkeriza grandes manzanas dentro de las cuales deben encontrarse villas invisibles. Un espanto el despropósito social y urbanístico de la gran zona vacía y muerta. Este es el desolado e inhóspito ambiente que anhela la autoinmolación de los ricos. Luego vienen los espaciosos terrenos donde se asienta la Ciudad Universitaria y los grandes hospitales y más tarde más villas elegantes amuralladas del elegante barrio llamado la Residence de Fann. Vuelvo sobre mis pasos a la Ciudad Universitaria en busca de un poco de alegría, ruido y juventud y me quedo muy gratamente impresionado. Es muy extensa, llena de parques, instalaciones deportivas y los grandes edificios de las facultades e ingenierías. El aspecto de las infraestructuras es bueno. El momento también es bueno. Estupendo, mejor dicho. Son las 3 de la tarde y los estudiantes, cargados de librotes, terminan sus clases, vuelven para sus casas y para sus residencias universitarias, deambulan de aquí para allá y rebosan los grandes comedores a destajo. Están los paseos abarrotados y divertidos, ruidosos y alborozados. Los jóvenes 13

universitarios tienen buena pinta. Ellos usan ropas amplias y ellas ropas ceñidas. El ser humano es de los mamíferos con morfologías sexuales más diferenciadas, que la cultura se encarga de acentuar aún más. Somos una especie biológicamente hipersexuada y culturalmente erotizada, aunque estos negros son muy formales en este aspecto en los espacios públicos. Hay poca mezcla de chicas y chicos, ellos por su lado y ellas por el suyo. Cuando hay mezcla es que son parejas, siempre comedidas en sus efusiones. Rutilantes, rientes y parloteantes los grupos de chicas, constituyen lo mejor del espectáculo: son las estrellas de la representación. Cuento la cantidad de féminas. Yo diría que aproximadamente el 30%. También más de lo que habría esperado en un país tan atrasado en desarrollo y de cultura islámica. Sólo una cosa no es de mi agrado: en un pabellón hay una exposición de no sé qué cofradía islamista que consiste en una formación interminable de carteles donde figuran sentencias morales y religiosas que dan por supuesto su eximia capacidad para arreglar el mundo. Respiran un halo de superioridad intelectual y moral que me resulta lacerante y lamentable. La misma o todavía mayor soberbia que la que destila el cristianismo. Bueno, ya es más que la hora de comer. Estoy alejado del centro en un barrio con el raro nombre “Le Pointe E”, también relativamente elegante, cerca de un enorme centro sanitario. Encuentro una dibiterie, así llaman los senegaleses los restaurantes donde se sirve comida africana típica y sencilla, que tiene una gran terraza a la sombra muy agradable, con airecillo y murales africanos, donde tres jóvenes camareras espectaculares sirven despaciosa y eficazmente comida a unos 15 clientes. Está todo bastante limpio y bien y no necesito pedir lo típico, un tiéboudienne, sólo optar por “de poisson”, que resulta ser bonito, porque me lo ofrecen directamente, como a todos. Se trata de un gran plato de arroz de grano muy pequeño aromatizado con un caldo de pescado, tomate y especias, con un buen trozo de un bonito suave –se trata de bonitos pequeños con piel como de berdel-, diversas viandas, supongo que cocidas (zanahoria, batata, malanga), varias verduras (berenjena, col y otra que desconozco) y un poco de picantísima salsa piri-piri, aparte, para los trogloditas como yo. Y pan francés de un trigo riquísimo. En fin, que me pongo como el kiko y me asombro de lo rico que es el arroz, lo fresco el bonito, lo buenas algunas viandas y la gloria del pan. Y mucho más cuando pago. Ese gran plato, el pan y una botellón de agua mineral, 1.500 CFA, es decir, 2,25 euros. Más contento que unas pascuas y descansado de la caminata y el calor de la larga mañana, me propongo volver al centro, en recto, por la larguísima avenida que en el tramo que atraviesa la Medina es la del Blaise Diagne que he citado antes. Es la calle más importante de Dakar, diría yo. Voy advertido por la guía de que el gran distrito de Medina es el puramente africano, donde reina la pobreza y la miseria, cuando no la inseguridad, en contraste con los barrios elegantes de signo europeo por los que he paseado desde que salí despedido sin alcanzar las tripas del mercado Sandoga. Y mi sorpresa es mayúscula. Todo lo que recorro es pobre, pero de ninguna manera miserable y, no sólo no percibo ninguna inseguridad, sino que nadie me molestará acosándome para venderme nada, a pesar de que no dejaré en ningún momento de los 4 kilómetros de atravesar mercado tras mercado. Por estos 4 kilómetros no pasa nunca ningún turista, me temo, y son, sin embargo, 4 placenteros kilómetros en los cuales el sosiego y la despreocupación te permiten detenerte cuando quieras, mirar cuanto te apetezca, buscar la sonrisa del niño y con la mirada la complicidad de la madre, mostrarle admiración al artesano que teje o amagar con que eres Ronaldinho al recibir la pelota potrosa con que juegan unos pillastres en la calle. En fin, dejar de estar en guardia y manifestar algo del contento que llevas dentro. Una mujer joven que camina delante de mí un buen rato lleva un niño en la espalda amarrado a un refajo de tela. En un brazo un gran balde cerrado, como de pintura, que contiene nadie sabe qué, de más de 10 kg., a juzgar por la frecuencia con la que debe cambiar de brazo para sostenerlo. Y en la cabeza un saco gigantesco de manzanas, no menos de 20 kg., en todo caso. Tiene su mérito mantener la figura de esta guisa, pero mucho más manejar el gran fardo de la cabeza andando por donde anda, por aceras destrozadas, entre furgonetas que aparcan en ellas, postes, chiringos y fardos que no dejan paso. Ha de ayudarse a veces con la mano libre en algunos pasos extremadamente difíciles, entre un camión y un poste, por ejemplo, para variar imperceptiblemente la dirección del gran fardo y hacerlo encajar exactamente por el estrecho hueco. Reivindico entonces la condición humana. Desde que lo leí sospeché que no era cierto. Me refiero a un párrafo de no sé qué libro que reclamaba exclusivamente para algunos cuadrúpedos la facultad de saber poner las patas traseras exactamente en el lugar que dejaban las delanteras recién levantadas en el trote, como si un sexto sentido les permitiera “ver” allá donde los ojos no llegaban. Pues esta africana también puede ver sin ojos, sin ser cuadrúpeda sino una bien plantada bípeda. Es capaz de medir con precisión milimétrica las distancias, los ángulos y las direcciones, con ese mismo sexto sentido especial que sustituye a los ojos cuando no ven. Cuando finalmente se detiene 14

para conversar con un amigo con el que se ha encontrado estoy a punto de aplaudirla. Se lo merece. Ha conseguido poner a los humanos a la altura de los caballos. Esta escena tan común de una africana que levanta cualquier cosa voluminosa y se lo calza en la cabeza para componer una figura pletórica de equilibrio, gallardía y elegancia es un misterio de la hermosura y de las fuerzas fundamentales del universo: Los fardos no parecen atraídos por la fuerza gravitatoria terrestre sino suspendidos por la potencia del aire femenino. No hay cuatro fuerzas fundamentales sino cinco. Los astrofísicos deberían añadir una quinta. Que vengan aquí y la vean: esta potencia de la gracia femenina. En la Corniche he visto muebles en el paseo y aquí veo tejer en la calle. En Dakar la actividad se realiza en la calle, en los espacios públicos, al menos en temporada seca. Los locales de alquiler no son tras los muros, sino encima de la arena pública. Probablemente también se traspasan, pero no se arriendan ni compran, se toman. En los tramos menos congestionados de actividad, los tejedores montan larguísimos telares en las aceras de arena, quiero decir, en los márgenes de las calles. Impresionante la habilidad que muestran, siempre son hombres, y curioso que la muestren en plena calle, ocupando largos tramos de las aceras donde extienden y tensan con contrapesos las prolijas hilaturas para que lleguen al telar arcaico perfectamente separadas y alineadas. Aquí están los tejedores, pero después vienen los arreglabicicletas, que también trabajan en la calle, luego los herreros, más tarde los arreglauñas, etc., todos en la calle pública. Estos últimos son una especie muy curiosa de Senegal que yo no había visto antes. Mas de pié que sentados, cliente y arreglador, siempre hombre y hombre, siempre en mitad de la calle, se las componen para que el uno tienda la mano que el otro sostiene, enormemente concentrado en la blanca uña del negro dedo índice de la mano derecha que trabaja en este momento con precisión suiza. Paso al lado de un gran estadio y luego me desvío un poco para acercarme a la Grande Mosquée, efectivamente enorme y muy hermosa, al estilo marroquí. Pero está cerrada. Vuelvo entre mercadillos cada vez más prietos a la Blaise Diagne y pronto me encuentro en una encrucijada donde la calle de la izquierda, la Emile Badiane, no es posible traspasarla debido a los aguerridos defensores de los santos lugares. Miro el mapa y me aclaro: estoy de nuevo en las inmediaciones del Sandoga. Ahora no estoy para peleas, así que me voy por la Jean Jaurés a callejear por la zona de los grandes edificios administrativos y me llego al hotel, que está en el extremo oriental del centro, dando un rodeo. Tras descansar un rato vuelvo a las andadas todavía con luz en el cielo. Ahora paso al lado de otro mercado notable, el de Karmel, que se desarrolla bajo un bonito edificio nuevo en estilo Art Nouveau, que es más para turistas. No sé si es que me interesa menos, pero los buscavidas pegajosos consiguen alejarme de allí rápidamente. Estoy ya poco belicoso. Me dirijo hacia el barrio de Colobane y, cerca de la Grande Mosquée, me adentro en la Gran Avenida de Charles De Gaulle. El sol está ya muy bajo y vuelvo deprisa hacia las intensidades mercachifles. En una gran explanada entre la Grande Mosquée y el Sandoga hay aun mercado ambulante morrocotudo. Aquí se vende todo a voz en grito. La algarabía es ensordecedora. Deben ser auténticas gangas porque la multitud se arremolina para no quedarse sin su chollo. Es casi de noche. Sigo, cientos de chiringuitos están recogidos, alineados en un gigantesco cutrerío. Cada uno de ellos consta de una mesa carcomida y revieja y unos bancos corridos mordidos y apolillados, intensamente negros y sucios, ahora recogidos encima de la tabla de la mesa, que de día son siempre ocupados hasta rebosar por hambrientos comensales que engullen lo que les sirven en un cartoncito y hasta en un plato de plástico, el arroz, o el pollo, o el pescado, cuando no se trata de un bocata, que los restauradores preparan en unos calderos o asadores humeantes en medio de la calle. Todo se desarrolla entre el polvo y la arena, en 15

medio de las basuras, siempre sin agua, compitiendo mesas, bancos, calderos y pieles por ver quién o qué es o está más negro. Ahora, ya en la penumbra, la sucesión de negruras y maderas roídas y sucias, recogidas bajo las marchitas telas oscuras sostenidas por torcidos palos que hacen de techumbres, produce una muy sombría impresión. A su lado juegan al fútbol unos chiquillos increíblemente sucios y es difícil comprender cómo consiguen acertar con la pelota ya en la oscuridad. Bordeando el Sandoga de nuevo, vuelvo a callejear por el centro. Me pongo a buscar restaurante para cenar justo en una zona elegante donde sólo los hay elegantes, que no me apetecen, realmente. Sus precios son los de la dibiterie donde he comido multiplicados por 10. Buscando buscando me meto inopinadamente en un bar donde jóvenes senegalesas espléndidas atienden cariñosamente a occidentales machos en celo mientras estos comen o beben. No estoy yo para trotes sexuales, sólo para gastronómicos, de modo que sigo buscando. La noche da miedo. Estoy en lo más granado del Plateau y los pocos restaurantes que encuentro, o están completamente vacíos o son pretenciosos. En el centro de Dakar hay calles de tres tipos: con farolas que funcionan, las menos, con farolas que no funcionan, bastantes, y sin farolas, la mayoría en cuanto te apartas un poco. Esto si que me impone respeto, las sombras que se adivinan en la oscuridad y en el silencio. Se me quita la sensación de plena seguridad que he tenido a lo largo de todo el día y cada vez que me cruzo con alguien tenso sin querer los músculos. Algunas mujeres me preguntan cariñosas por mis necesidades. No encuentro el tipo de lugar que busco, así que me voy a cenar al hotel, por supuesto que muy bien, pero caro.

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Dakar – Máscaras y pájaros

19 de julio de 2005

El museo Ifan que he visitado a la mañana me ha impresionado. Presenta las obras artesanales y los útiles de diferentes etnias de África Occidental. Metales, cerámicas, cestería, cueros, textiles, instrumentos musicales, joyas, máscaras y estatuaria de madera, junto a máscaras, máscaras y máscaras. Hay también composiciones etnográficas que intentan reconstruir modos de vida y ceremonias. Pero sobre todo máscaras, muchísimas máscaras aterradoras y escalofriantes. Me da mucho que pensar esta doble manía de los pueblos primitivos de enmascararse, una, y hacerlo de la forma más terrorífica que les era posible ingeniar, dos. Es notable también cómo se perpetúa hoy día este furor por disfrazarse. Ni siquiera el racionalismo del siglo de las Luces pudo con él. Incluso nos inventamos una fiesta especial, los Carnavales, para dar rienda suelta a esta extravagancia humana tan ancestral. Yo la odio, declaro. Reconozco que los humanos actuales no nos enmascaramos ni nos disfrazamos para encubrirnos ni escondernos, sino para divertirnos, y por eso mi odio se queda sólo en desdén, que en mi caso es pura incomprensión y perplejidad. Pero lo de los humanos primitivos no tiene nombre. Tampoco se enmascaraban para ocultarse, pero mucho menos para divertirse. Lo hacían por el peor de los motivos: para apoderarse por el terror de la voluntad de quienes cayeran en sus redes. Hoy lo he comprendido perfectamente viendo este museo espeluznante. Otra característica notable de esta extraordinaria colección de máscaras africanas es que la inmensa mayoría son zoomorfas. Sólo algunas añaden detalles artropomorfos. Por tanto, no es verdad que el peor enemigo del hombre sea el hombre. Para estos pueblos el peor enemigo del hombre era cualquiera de los animales que les rodeaban, toda la corte de aves y mamíferos africanos, representados en sus actitudes más fieras. Aparte de las máscaras otro gran hallazgo ha cautivado mi mente: la representación de la fertilidad, no mediante una mujerona con amplias tetas, grandes caderas y vientre capaz, sino exaltada en una mujer avejentada con los pechos flácidos, hartos de tanto amamantar. ¡Magnífico!. Apoyo la moción. Es lo que digo: la representación de la foresta debería ser el pino canijo que batalla contra la altura en la montaña, en la vanguardia de la flora sobre los escarpes y el frío; la imagen de la riqueza debería expresarse en el obrero cuarteado y agotado que produce la plusvalía, aunque el ejecutivo estresado también podría valer; y el concepto de juventud manifestarse por el viejo arrugado y golpeado por toda una vida de trabajo con la que sostuvo la nueva generación. Pues el emblema de las categorías debería corresponder a lo que o a quien pertenezca el mérito, no a quien o a lo que saca fruto de él. El museo Ifan está al lado de la Asamblea Nacional y ocupa un buen edificio con jardines, pero está mantenido a duras penas. Yo soy el único visitante ahora y mucho me temo que seré el único en todo el día. Cuento 10 trabajadores para mí solo, amables y bien enseñados cuando estoy en su presencia, pero completamente abandonados de toda compostura en cuanto desaparezco, como es normal. En la entrada se produce algo que veré repetirse hasta la saciedad en estos días. “Pas de la monnaie”. No tienen cambios. Por más que el cobrador revuelve en la caja de madera en busca de 800 CFA de cambio sobre el billete de 2.000 con el que intento pagar la entrada de 1.200, haciendo el paripé, pues sabe perfectamente que dicha caja no contiene moneda alguna, por más que hace como si tratara de conseguir tal cambio pidiéndolo al resto de los 10 trabajadores, no logra reunirlo. Este currela habría preferido embolsarse legítimamente la propi de 800, pero ha tenido que ser él quien me ha perdonado a mí 200, pues yo me he mantenido firme. Por tanto, ha debido dejar la legalidad a un lado para embolsarse los 1.000 (1,5 euros) que le he dado, ya que no me ha entregado entrada. 1.000 entre 10, tocan a 100 por barba. Desde que he salido a primera hora de la mañana hasta el final del día, he visto muchos pájaros en el cielo de Dakar. Me han sorprendido desde la mañana las grandes bandadas de milanos que revoloteaban por encima de nuestras cabezas en el centro. Pero, al llegar a la Corniche Ouest, han aparecido, además de las gaviotas, buenas cantidades de cormoranes y cigüeñas blanquinegras africanas surcando el mar. Esto último me ha parecido sorprendente. Los grandes paredones de las Islas Madeleine se veían en lontananza cubiertas de una blanca capa de guano, lo que indica colonias avifaunísticas impresionantes. Pero hete aquí que también aparecen rapa17

ces y, ¿serán los mismos que los cubanos?, algo muy parecido a las auras tiñosas, negros buitres medianos con cabeza roja. La presencia ininterrumpida de los milanos se acompaña a la tarde de grandes bandadas de cuervos negros de pecho blanco. Y cuando se acerca el crepúsculo el espectáculo de centenares de milanos volando sin parar por aquí y otros centenares de cuervos por allá, es imponente. Cuando digo centenares sé lo que digo, no es exageración, y cualquiera que sepa algo de milanos y de cuervos volando en tan gran cantidad, convendrá conmigo que tal demostración tiene un punto de sobrecogedora. Se acuerda uno de Alfred, Hitchcok, quiero decir. E igualmente me ha venido a la cabeza Hong Kong, cuyo cielo también está plagado de milanos. Pero ni los milanos de Dakar ni los de Hong Kong igualan en colorido a los milanos reales de la vertiente norte del sistema central, en las altas tierras segovianas y abulenses. Estos, además de dibujar el cielo, lo pintan.

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De Dakar a Saint Louis. Baobabs

20 de enero de 2006

Cada vez que he de alquilar un taxi o algún transporte pregunto en el hotel por su precio normal. Los taxis senegaleses no saben lo que es el taxímetro, se sobreentiende, ni siquiera lo tienen estropeado. Hoy me dicen en recepción que el taxi a la notabilísima Gare de Pompiers, la estación de autobuses mayor de Dakar en el barrio de Colobane, que recibe el nombre por su ubicación al lado de las modernas instalaciones del parque de Bomberos, cuesta 1.000 CFA. La inundación de taxis que anega los alrededores del hotel recibe mi sistemática “¿Combien pour la Gare de Pompiers?”, obteniendo respuestas que comienzan por 5.000 y van bajando por los 4.000 y los 3.000 hasta los 2.000. Yo sigo impertérrito hasta que oigo “1.500” y me monto. Sólo un 50% más de lo que me han dicho en el hotel, esto es un éxito. Cuando llegamos a la Gare y las hordas de los “agentes de transporte” acometen con decisión la captura de un europeo con maleta, naturalmente mi taxista no tiene cambios y es obvio que resultará imposible obtenerlos en el tumulto, así que cobrará 2.000 en vez de los 1.500 pactados. Lo temía. Los agentes de transporte me ofrecen entonces un sept places para mí sólo por 25.000, un taxi normal también para mí sólo por 28.000, una plaza en sept places por precios que van de 4.000 a 7.000 y diversos precios para una plaza en los minibuses de 18 plazas. Cada vez que oigo una de estas ofertas recibo, por añadidura, un delicado toque de unas manos en alguna parte de mi cuerpo, dependiendo de en qué parte del círculo de oferentes que me acorrala se sitúe el que hace la oferta, respecto de mi lúgubre figura y su maleta. Así que no es difícil notar tres o cuatro manos tocando simultáneamente alguna parte de mi epidermis, cada una de ellas asociada a una cifra. Desgraciadamente los humanos no tenemos visión estereoscópica y cada agente debe apañárselas para recabar mi atención de alguna manera, el toqueteo si está detrás o a un lado. Cuando oigo 3.500 en la subasta de minibuses alzo la mano adjudicando la puja. Entonces el agente correspondiente me lleva, entre el intrincadísimo bosque de vehículos prehistóricos, hasta el correspondiente minibús, donde ocupo la última plaza, pero no la peor, sino de las mejores, porque una bella mujer me cede, frente a mis protestas, la suya. Quedo enamorado, inevitablemente. Luego me entero que el viaje cuesta 3.000 y que los 500 restantes son para el “Agente” que me ha llevado hasta allí. Como primera vez he aprendido mucho. Ya sé que la próxima no he de preguntar más que por un minibús a tal sitio y así evitaré toda esta divertida, pero sólo por una vez, parafernalia. Voy a recorrer los 270 kilómetros que nos separan de la mítica Saint Louis. La carretera corre paralela a la Grande Côte del norte de Senegal, pero por el interior, a unos 30 kilómetros del arenoso e inhóspito frente marino, atravesando pueblos y ciudades, entre ellas la segunda ciudad del país en población, Thiès, unas 250.000 personas, aunque no da impresión de tan grande, como de costumbre en países pobres. Todo el tramo desde Dakar hasta Thiès, unos 70 kilómetros, está muy poblado. Corresponde al área de influencia de la capital. En esta vive la quinta parte de Senegal y con su área de influencia inmediata se aumenta esta cifra hasta cerca de la tercera parte. Sin embargo esta es la zona más feraz desde el punto de vista agrícola. Se ven plantaciones de frutales, creo distinguir algunas plantaciones de mangos, y otras de cacahuetes, juraría, una planta de carnosas y grandes hojas muy verdes. Tras Thiès la sabana saheliana se hace bien patente y se rarifican cada 40 19

kilómetros los pueblos y las ciudades medianas. Esta sabana está inicialmente plagada de fantásticos baobabs. Por muchos que sean siempre se muestran perfectamente individualizados, sin formar bosque, solo colonias. Atrapan la mirada con sus ramas-raíces. Una leyenda africana dice que la hiena, la más tonta de las fieras, se equivocó al plantar el árbol y lo hizo al revés, dejando las raíces peleando con el aire y el sol en vez de con la tierra y el agua. Cuento, hasta 6 veloces ramificaciones partiendo del exageradamente grueso tronco madre. Digo exageradamente grueso porque no pocas veces la altura del tronco no supera a su anchura en diámetro; y digo veloces porque cada rama madre tiene tanta prisa por engendrar las ramas hijas que lo hace enseguida. Tronco gordísimo y corto y ramas gordas y cortas hasta las finales delgadas y cortas, tras la quinta o sexta ramificación. Estas últimas se muestran como hirsutas y electrizadas. Todo el árbol parece que acaba de sufrir una gran descarga eléctrica, con los pelos de punta. Me fascinan los árboles y muy especialmente los grandes y viejos, aunque al verlos les reconozca el mérito a los pequeños y de corta vida. Estos baobabs no son gigantescos por su altura, pero sí por su volumen: albergan extraordinarias cantidades de agua que les permiten sobrevivir las largas sequías. En los parques de Dakar su piel blanda sirve para que los enamorados escriban je t’aime, Danielle y ellas respondan Moi c’est toute à toi, Ousmi. Son árboles extraños: tan esculturales y teatrales que parecen inorgánicos. Sólo las ramas finales nos recuerdan que no, que se trata de un ser vivo. Pero sin dejar por eso de recordarnos que, aún vivos, han sido magnetizados por el rayo, que son vegetales como en trance mineral. Baobabs fantasmagóricos.

La sabana poblada de baobab-maravillas abunda también en hierba seca y, por tanto, en ganadería. Poco a poco, según subimos al norte, a encontrarnos con el río Senegal que nos separa de Mauritania y del Sahara profundo, la hierba desaparece cada vez más y la sabana se transforma en estepa. Los arbustos leñosos, descoloridos y ralos se adueñan del paisaje de arena. Sólo algunas acacias leñosas y algunos eucaliptos que abundaban en la sabana logran sobrevivir en la estepa. Senegal es un arenal de casi 200.000 km 2, que pasa por todas las transiciones sahelianas: la estepa al norte que ya dejó el desierto, la sabana central y los bosques tropicales del sur, que se alternan con los manglares de los deltas del Gambia y del Casamance. Distintos colores y ambientes pero siempre la misma arena y el mismo horizonte plano. Al paisaje que recorro hoy de Dakar a Saint Louis, del centro al norte cerca de la costa, no corresponden los bosques y casi tampoco la agricultura. Por tanto, salvo los ejemplos esporádicos de ésta en las cercanías de Dakar, el resto está dedicado al pastoreo, que abunda. Se ven frecuentes rebaños de carneros que de lejos parecen vacas pequeñas, blancos con manchas negras y largas patas. Se ven vacas que son cebús, se ven caballos y asnos y se ven cabras pequeñas y aún minúsculas, muchas cabras en el campo, muchas cabras en los pueblos y muchas cabras en las calles. La cabra en Senegal es un animal multiuso: doméstico, de compañía y ciudadano ejemplar que engulle las basuras. El minibús que nos lleva hacia Saint Louis es un poquito mayor que los normales, ya que los últimos cuatro asientos traseros, dos frente dos, donde yo voy, son más amplios que las apretadísimas filas de a cuatro centrales. Tengo enfrente una madre con su hijo bebé que me mira alucinado y un joven que no para de dormir en todo el viaje. Aquella de la que me he prendado está delante y sólo la veo un poco del perfil. El minibús para mucho, unas veces por controles policiales, las menos para dejar algún pasajero y tomar inmediatamente otro, y 20

las más por gusto, es decir, para dar oportunidad a una caterva de mujeres de todas las edades de abalanzarse sobre las ventanas del vehículo ofreciendo de todo: cacahuetes, diversas clases de frutos secos, agua fría en bolsitas de plástico atadas a las que la gente les hace un agujerito para beberla, bollos, galletas, naranjas, manzanas y unos sacos hermositos de hojas secas de kinkéliba que los senegaleses toman en infusión en grandes cantidades y que previenen contra el paludismo, dicen. La gente compra y se pasa las monedas y las vueltas de una a otra hasta llegar de las manos de la compradora hasta las de la vendedora introducidas por la ventanilla y viceversa. La más diligente y amable en esta cadena de manos negras es mi amada que, sentada en el centro del minibús, ayuda a todo el mundo con esa maldita sonrisa de Gioconda negra ... ¡Cuánta belleza!. Ella, sin embargo, no compra nada. La gente realiza estas transacciones en el más absoluto mutismo, igual que el resto de los momentos del viaje. Los africanos hablan mucho con los turistas pero poco entre ellos. Esto me recuerda a algo ... Así llegamos a la Gare de Saint Louis, bastante alejada del Hotel Residence donde me alojo. El taxista colectivo me cobra 1.000, mientras que los senegaleses con los que comparto el taxi pagan 500 o menos. Con todo, sumando todos los taxis, el minibús, los servicios y los cambios no devueltos, he llegado de hotel a hotel por 6.500 francos CFA, es decir, por 9,75 euros para recorrer 270 kilómetros. El trayecto en minibús, 4 horas y media; en total, poco más de 5 horas y media. Un buen servicio. Ya estoy en ¡Saint Louis!.

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Saint Louis – La playa oceánica

20 de enero de 2006

Saint Louis ocupa un lugar estratégico y singular. Estratégico porque se sitúa en la costa y justamente en la divisoria entre el desierto del Sahara, al norte, y la estepa saheliana, al sur. De modo que es un lugar idóneo para emplazar un asentamiento comercial para intervenir en las transacciones norte-sur saharianas, de gran raigambre histórica, punto de arribo y de partida de las tribus nómadas dedicadas a ese comercio. Aunque hoy día esté muy debilitado, todavía pueden verse en las riberas del río Senegal, que hace de frontera entre Mauritania y Senegal, casas un poco mejores que las restantes, incluso algunas buenas, pertenecientes a los ricos comerciantes que trafican tanto en dirección norte-sur como este-oeste, aprovisionando de productos del interior, del Senegal continental y de Malí, a las zonas costeras. Y singular, en la desembocadura del río Senegal, que es el primer río atlántico digno de ese nombre, desde Marruecos, tras 2.000 kilómetros de costa sahariana. Esa es la razón de que en su desembocadura se prodiguen los parques naturales, protegidos en razón de la cantidad de aves migratorias que recalan en ellos, antes de dar el gran salto hacia el norte. Los caprichos de la naturaleza han hecho que el Senegal, que corre cansinamente hacia el Atlántico en dirección oeste por tierras bajas y arenosas, irrigando buenas vegas, se desvíe poco a poco hacia el sur cuando se acerca al océano, adoptando finalmente con decisión esta dirección en la desembocadura final. Una estrecha y larga lengua arenosa, la Langue de Barbarie, algo así como la lengua o playa de los bereberes, es lo que canaliza al río Senegal, ancho de 1.000 metros, hasta el océano, durante estos últimos 40 kilómetros norte-sur. Pues bien, aproximadamente en la mitad, cuando faltan unos 20 kilómetros para llegar al mar, hay en medio del río una islita rectangular de 2,3 kilómetros de largo por 300 metros de ancho, donde los franceses asentaron en el siglo XVII la que fue una de las ciudades más importantes de África y un enclave europeo de relumbrón.

Aquí se establecieron los comerciantes marselleses y bordeleses, para traficar con la goma arábiga, el marfil y el oro y, cada vez más, con los esclavos. Esta ciudad fue una base de las conquistas y las expediciones francesas en África Occidental. La ciudad-isla se dotó de muelles en su perímetro, de almacenes junto a ellos, de ferrys y puentes, de un fuerte para defenderla y de casonas coloniales no muy distintas de las de Nueva Orleáns: dos pisos, portalones en los bajos y balcón corrido enriquecido con baranda de forja o de madera en la primera planta, patios interiores. Saint Louis fue una ciudad importante hasta el siglo XX, incluso una ciudad símbolo, anhelada por su riqueza, llegando a ser una de las capitales del África Occidental Francesa. Su estrella, sin embargo, decayó de manera fulminante a partir de principios del siglo XX, al trasladarse la capitalidad a Dakar. Este declive en la primera mitad del siglo y la escasez de medios del estado senegalés en el segundo, es el causante de que, si fue la New Orleáns africana, le quede poco de su pasado esplendor. Hoy día es una ciudad de unos 22

150.000 habitantes que se divide en tres enclaves unidos por puentes: la isla primigenia central, el distrito continental de Sor al este, donde se sitúa la mayor parte de la población, y los barrios de pescadores en la Langue de Barbarie, al oeste, donde se afana la indómita etnia lebú. Para llegar a la isla hay que atravesar el largo de más de 500 metros puente Faidherbe, otro ínclito nombre de la iconografía senegalesa, un gobernador de la colonia a la que llevó a sus mejores momentos en el siglo XIX, bajo cuyo mandato se sustituyeron los ferrys que trasladaban personas y mercancías a la isla por un puente metálico flotante, luego sustituido por el actual sobre pilotes, también metálico. Hoy se mantiene bastante decentemente, tras más de un siglo. Yo lo acabo de atravesar ahora en taxi, pero lo haré varias veces más andando, entre hoy y mañana. Es muy agradable caminar por encima del brazo más anchuroso del Senegal, entre estructuras metálicas, y tener a la vista el despliegue homogéneo de la isla-ciudad, con sus muelles, sus almacenes y sus bellas mansiones. Uno ve entonces con la imaginación lo que ha visto en los cuadros de la época y en las películas. Barcos de vapor y barcos de vela cargando y descargando mercancías, entre ellas la más valiosa de músculo humano para el Nuevo Mundo. Bassari Voyages me reservó en Saint Louis el Hotel Residence, en el lugar más céntrico de la isla, en torno al cual se levantan las mejores mansiones y la mayoría de los restaurantes, bares, hoteles, etc. En realidad, el propio hotel es una mansión colonial de dos plantas, con dos patios a los que se asoman los corredores que dan acceso a las habitaciones. Estas son bastante elementales, pero los patios son muy bonitos y la guía me dice que el restaurante del hotel es el mejor de Saint Louis. Tengo la estupenda excusa de que es muy tarde, no me voy a poner ahora buscar otro restaurante. Sucumbir a la tentación y rendirse desconsoladamente. Y alucino. Algo así como unos raviolis de bonito con espinacas, riquísimos, de entremés. Una ensalada templada con una especie de empanadillas de marisco, exquisita, y un mero con una salsa criolla y alguna verdura y tubérculo asados, gustosísimo. Helados y cerveza. Total, unos 22 euros. Por una vez ... Como tengo la media pensión, ya tengo ilusión garantizada para las dos cenas que haré gratis. De momento no me hace ninguna ilusión el calorazo de los gordos que me toca soportar visitando la isla en las peores horas de canícula, habida cuenta del llenazo que llevo en la tripa. Me consuelo que peor sería si tuviera que trabajar. Así que, a sudar, me digo. Recorro la isla de cabo a rabo, la contorneo por entero, me adentro en ella y me canso de no recibir ni un soplo de aire, quieto como muerto. No hay nadie que haga como yo, sólo las cabras soportan la canícula engullendo basuras y papeles. Y alguna carroza de esas turísticas tiradas por caballo, con la que me cruzo hasta tres veces, con franceses dentro. Éstos no dudan en mostrarme explícitamente no sé si admiración o compasión por mi gesta heroica, al ver la penosa imagen de un viejo congestionado, con la tripa hinchada y sudando como un txarri, caminando bajo el sol. Bueno, pues eso, bonito todo el patrimonio de Saint Louis. A eso de las 6 me dirijo a un enclave que Momai II me hizo desear. Se trata de los barrios de pescadores lebú en la Langue de Barbarie. Atravieso primero el puente que une la plaza central de la isla con la plaza central del barrio Guet Ndar, ésta abierta ya sobre la larguísima playa enfrentada a las vastedades oceánicas. En esta plaza y sus alrededores hay mucha gente y un mercado que ya recibirá mi interés más tarde. Ahora la sirena que lanza melodías-cadenas atrayendo inexorablemente mis pasos, emite desde el océano. Plaf!. La bofetada visual es tremenda al entrar, pues como de entrar en otro mundo se trata, y tomar el cerebro conciencia de cuanto ocurre en la gran playa-plaza atlántica. Para empezar, está abarrotada. Ocurre que hay un campeonato de fútbol playero, es decir, del orden de unos 5 o 6 partidos de fútbol, de campeonato o no, que se desarrollan a lo largo de los arenales en la marea baja que ya está subiendo. El de aquí mismo, a la salida de la placita, es el importante, porque tiene porterías completas, pancartas de ánimo de las dos hinchadas y espectadores vociferantes en los lindes del coso. Estos partidos no son algo que a mí, acostumbrado a verlos en las playas de mi costa, me extrañe, sino dos enormes detalles completamente sorprendentes. Uno, las arenas tanto mojadas como secas sobre las que intentan jugar el balón los jóvenes entusiastas, están con desperdicios y basuras, a veces de aspecto francamente peligroso, como grandes chatarras perfectamente cimentadas en la arena, que los jugadores sortean de forma inverosímil con sus pies descalzos. Nadie se ha preocupado de limpiar y quitar los restos de basuras y deshechos que la marea no consiguió llevarse al estercolero oceánico, antes de comenzar las lides deportivas. Ni siquiera en el terreno donde se dirime el partido más importante. Dos, los partidos se desenvuelven sin que la actividad normal de la playa quede alterada lo más mínimo. Es decir, hay, a su vez, niños que juguetean y gritan como todos los niños del mundo en las playas, pero en muy notable cantidad, hay bañistas que dan algunas brazadas, hay mujeres que se acercan con un cubo de basura mezclada con agua negra que tiran 23

sobre la arena allá donde deben saber que llegará la marea, aunque varias veces yo me haga de cruces porque lo hacen sobre la arena seca. También en cantidad, es decir, que si uno pasea por la playa deberá esquivar en varias ocasiones el cubo que están tirando delante tuyo. Hay decenas y decenas de barcos de pesca de madera de más de 10 metros de eslora, pintados de vivos colores y de aspecto vetusto aunque sean de reciente construcción, más o menos alineados en vertical sobre la línea de playa, aparcados en la parte de arenas más altas, que son también las más sucias, negras en realidad cuando el manto de basuras se esparce un poco y deja verlas. Y ahora mismo hay a la vista cinco o seis de estas barcas que están intentando salir a la mar, al gran océano, superando primero el tramo arenoso que las separa de las olas y después la rompiente de éstas. Yo gano el tiempo admirando la técnica y el esfuerzo con que consiguen mover estos pesados armatostes. Funciona la solidaridad y cada vez que se hace una barca a la mar, se juntan del orden de 20 jóvenes y viejos, de los cuales solamente cinco o seis montarán en la embarcación. El desplazamiento se hace sobre troncos de palma rônier, dos rodillos cilíndricos perfectos y resistentes, a lo que puedo comprobar, que deslizan sobre unas planchas metálicas, aligeradas con agujeros, que disponen sobre la arena. El sistema consiste en empujar para hacer rodar rodillos y embarcación hasta embarrancar la proa en la arena, superado el equilibrio del apoyo de los dos rodillos. Entonces el trasero queda libre para ser retirado y situarlo en proa, una vez que el peso de las personas la levanta, palancando el barco sobre el apoyo del otro rodillo. Así bastantes veces para recorrer los más de 50 metros hasta llegar al agua con no poco esfuerzo. Yo estoy a punto de gritar algunas veces al temer que los esfuerzos por arrastrar la barcaza acaben con la pierna de algún joven bajo el rodillo de desplazamiento, siempre de incierto recorrido, o bajo la quilla, pues tiran de ella a centímetros de ambas, entre basuras y estorbos. Cuando finalmente el barco comienza a flotar en el mar, ya todo se desenvuelve rápidamente porque todos los ayudantes empujan a una con decisión hasta vencer la primera rompiente de las olas. Finalmente el motor recogido en la popa se descuelga sobre el agua, arranca y se pone a tope haciendo brincar espectacularmente la chalupa sobre las olas tomadas de frente, hasta entrar en terreno menos agitado. Ahora no hay embarcaciones descargando, pero por la enorme cantidad de cabezas de pescado que se observan en algunas zonas, deduzco que el maná marino se descabeza y se destripa aquí mismo, una vez descargado sobre la arena.

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Después de recorrer unos 500 metros de playa hacia el sur, vuelvo sobre mis pasos, siempre entre partidos de fútbol, chiquillos gritando, mujeres echando basura delante mío y barcos haciéndose a la mar. Hago la observación de que los futboleros pasan mucho más tiempo discutiendo las jugadas que jugando. Esto ocurre también en el partido principal. En cuanto hay un gol o una jugada dudosa, la muchedumbre espectadora se abalanza sobre los jugadores contrarios y sobre el que hace de árbitro y se inicia una ensordecedora disputa que no llega a las manos por milagro y que dura de forma interminable. De cualquier manera, mi espíritu está descolocado, impresionado por tanta energía concentrada. Jugadores y espectadores que brillan con un ardor guerrero arrebatado, niños sucísimos y desnudos gritando y corriendo por todas partes, mujeres vaciando basura y embarcaciones enormes haciéndose a la mar. Otro detalle aumenta la sensación de primitivismo, mezclada con salvajismo, que me embarga. Soy el único occidental que pasea por esta playa, una especie de ovni al que los adultos dejan en paz, pero demasiado para los niños salvajes. Inicialmente, a la ida, sólo pedían caramelos y dinero, pero a la vuelta deciden divertirse conmigo, que parece que no les respondo con bofetadas sino con sonrisas acogedoras. Es la suya. Comienzan a insultar, a hacer gestos obscenos que corresponderían a otras edades, a tocarme y a tirarme piedritas, a encararse conmigo, etc. He de ponerme serio y entonces, ante mis voces, los adultos recriminan a los niños, que me dejan en paz hasta la próxima. Pero la diversión es la diversión y me toca aguantar el mismo salvajismo otro par de veces, sólo que ya empezaré a enfadarme antes, más para reclamar la protección de los adultos cercanos que para calmar yo la agresiva diversión de los arrapiezos.

Cuando dejo la playa y vuelvo sobre la plaza, el mercado está boyante de ruidos. Es ya casi de noche a las 7 y media. Me apetece degustar mis sensaciones en el silencio del paseo por las riberas y muelles de la isla, ya sin sol y con excelente temperatura, pero no será de forma inmediata. Al entrar en el puente me percato de que las 25

embarcaciones pesqueras de este mismo barrio que atracan en el brazo estrecho del río, en vez de hacerlo en el océano, están precisamente ahora haciéndose a la mar igualmente. Estas barcas son todavía mayores, de unos 20 metros de eslora, y no están aparcadas en la arena en perpendicular al agua, sino en paralelo. Aquí la franja de arena es estrecha y la profundidad del río se alcanza enseguida. Muelles construidos sólo los hay en la isla, pero están casi vacíos. Pues bien, el sistema es ahora distinto. Ahora lo que hacen es apoyar el gran barco sobre uno de sus extremos en popa y girarlo pivotando sobre él hasta llevar la proa al agua. Entonces, la flotación permite desatascar con facilidad la popa de su pivote. Así estoy en el comienzo del puente observando las maniobras, pero no por no estar en la playa me libro de las mujeres tira-basuras. En este lado del río lo que hacen es derramarlas desde el puente para que la corriente se las lleve, aunque tampoco se cortan un pelo por hacerlo sobre la estrecha franja de arena. Bien, es la hora de la cerveza, del paseo tranquilo por las riberas, los muelles de la isla y el puente Faidherbe, lo necesito después de las intensas sensaciones. Y también de la cena estupenda que me corresponde por la media pensión. Oh, Saint Louis, me has tocado!

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Saint Louis – Los pájaros de Djoudj

21 de enero de 2006

Me costó, pero al fin encontré ayer una manera de llegar al parque de los pájaros de Djoudj sin pagar más que mi plaza en un sept places. Así pues, hoy, de mañanita, me dirijo hacia el punto de encuentro donde nos recogerán, a mí y a 5 francesitas y un francesito de Lille, para dirigirnos allí junto con un guía. Es muy agradable ver pasar a estas horas venga de escolares de todas las edades que se dirigen con rapidez, inmaculados e inmaculadas, a sus puestos de trabajo. ¡Qué diferencia entre la pulcritud de estos y la mugre que acumula la piel y los jirones de ropa negra de los niños no escolarizados que campean a su más patético que libre albedrío por las calles y los basureros!.

El viaje es interesante. Recorremos, primero por carretera asfaltada y luego por pistas, los 60 kilómetros que nos separan del parque. A la salida de la población hay alguna zona de expansión residencial de chaletinguis chulitos y el gran terreno cercado de la universidad de Saint Louis. Pasamos marismas y nos acercamos al curso principal del río Senegal. A un lado tenemos algunos pocos pero buenos cultivos para la exportación, bien irrigados y preparados, invernaderos e incluso alguna industria agropecuaria; al otro la sabana y la estepa seca, donde reina el pastoreo. Hay algunas aldeas cerca del río, en la misma frontera con Mauritania, y algunas casas algo mejores de comerciantes enriquecidos. El guía nos dice que muchos de estos pobladores tienen doble nacionalidad mauritana y senegalesa. Comenzamos a ver aves en las charcas. Empiezan los patos, las zancudas y las limícolas, hay avocetas, avetoros, espátulas con su característico gran pico plano y toda clase de garzas, en grandes cantidades, de todos los colores, blancas, grises, negras y púrpuras, garzas reales y garzas imperiales, garcetas, cigüeñas, ... El guía da mucha importancia a las jacanas que vemos, una ave de cuello negro y plumas marrón oscuro, con cara rojiza y pico amarillo. Vemos también una hiena en terreno seco, que corre ligera para luego pararse con objeto de observarnos con tanta atención como nosotros a ella. Paramos en un complejo hotelero con cabañas y yo fisgoneo un poco mientras las francesitas juegan con unos monos. Luego proseguimos el viaje hasta llegar a unas grandes marismas con una extraordinaria concentración de garzas y zancudas, 27

primero, de cormoranes, después, y de pelícanos, finalmente. Estos son las auténticas estrellas del parque. Antes hemos visto facoceros, aquí muy grandes, que nos miran con sus retorcidos cuernos a lo bigote daliniano. Tomamos una barca a motor y el espectáculo es fantástico mientras recorremos unos cuantos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, dando vueltas y revueltas por las marismas. A nuestro lado se mueven por el agua numerosas bandadas de cormoranes y pelícanos. Los primeros son silenciosos cuando pescan, pero los pelícanos se abalanzan todos a la vez cuando la manada que infesta las aguas descubre un banco de peces, produciendo un ruido de chapoteos escandalosos. He visto pelícanos en muchas partes del mundo, pero estos me parecen los mayores, más de 3 metros de envergadura de alas, desde luego. Estoy embelesado, porque, además de los que pescan en grandes grupos en las marismas, hay también muchísimas bandadas de 20 a 30 pelícanos, algunas veces acompañados por algunos cormoranes, que sobrevuelan por encima de nuestras cabezas, todas en la misma o muy parecida dirección. Algunas pasan muy cerquita nuestro, a pocos metros de nuestras cabezas. Entonces se oye de escándalo el aleteo de las descomunales alas y hasta se siente el remolino de aire que producen. ¿A dónde se dirigen?. Pues a la ciudad de los pelícanos que es también nuestro destino. Ésta la constituyen unas islas donde se apiñan y anidan las enormes aves por muchos millares. He dicho bien, millares. Enormes hasta los pequeñines, que son negros y que siempre están rodeados y protegidos por los correspondientes adultos blancos. La densidad de la población es tremenda y la sensación de palpitación de vida, con el infernal tráfico aéreo, marítimo y terrestre de pelícanos que llegan y salen a raudales y con el intensísimo olor a guano que despiden las islas, una manera soberbia de encontrarse con la naturaleza más estimulante. Leo en internet que se trata del tercer parque ornitológico del mundo. Una pasada. Lástima que no sea la época de los flamencos. De vuelta, las riberas nos ofrecen el regalo añadido de más facoceros y de perezosísimos cocodrilos pequeños que duermen la siesta o la mona en las orillas. Hasta ahora he dado el pego como si fuera un francés más, sólo que hosco y poco hablador. Pero la más lista y dicharachera de las francesitas no se deja engañar y me pregunta directamente a ver si soy francés. Le digo que no, me presento ufano de donde soy y puedo presumir de mi conocimiento de Lille, con lo cual quedo muy bien. Son estudiantes universitarias que han viajado tomándose vacaciones extras por su cuenta. Menos mal que el sueño se apodera de la mayoría de ellas a la vuelta y de que encuentro la manera de despedirme, bajándome al otro lado del puente Faidherbe cuando entramos en Saint Louis. Así me he librado de verme obligado a sostener costosas conversaciones en mi oxidadísimo francés.

Es tarde y busco una dibiterie. La encuentro y como una ensalada y una corvina excelente con mojo picantillo. Doy unas vueltas y leo varias instructivas lápidas sobre los comerciantes bordeleses que levantaron las casas, los tinglados y los muelles y que se enriquecieron aquí en los siglos XVIII y XIX. Como tengo a Burdeos como una ciudad muy cercana en todos los sentidos, pienso en los avatares geográficos y las circunstancias de la historia y de la fortuna que colocó a Bilbao con España y a Burdeos con Francia. Opino que deberíamos ir juntas las dos ciudades, ea!. Si no hubiera sido por los caprichos geográficos e históricos los comerciantes de esclavos habría-

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mos sido nosotros. En todo caso, me siento fuertemente implicado en lo que leo y en lo que veo, como si fuera mi propia historia. Más tarde cruzo el brazo estrecho del Senegal, camino de los barrios de pescadores en la Langue de Barbarie. Pero esta vez lo hago por el puente más al norte. Aunque veo que hay una cinta que cierra el paso, no voy a ser yo menos que los africanos que cruzan con toda tranquilidad como si la cinta indicara todo lo contrario. El puente está completamente destrozado en todo su suelo y barandas de madera y prácticamente hay que caminar sobre las estructuras metálicas oxidadas haciendo equilibrios. Así alcanzo el barrio de Ndar Toute, desde el cual llegaré al Guet Ndar de ayer. En un cruce de calles cercano a la plaza que mira al océano han puesto un toldo y debajo de él aporrean con vigor los tambores un grupo de músicos. Están rodeados de adolescentes femeninas que gritan y maullan con devoción y tremenda excitación, como si se tratara de los Beattles. En la parte exterior del gran corro los niños bailan al son de la música en estilo africano. Estoy un buen rato encantado de mirar, discretamente agazapado tras una valla. Hasta que una cuadrilla de niños salvajes encuentra de nuevo motivo de diversión conmigo. La playa que ayer me dejó patidifuso de primitivismo y de vitalidad hoy está más tranquila. Opto entonces por introducirme entre callejas del barrio. Las calles son de arena y las casas de adobe y ladrillo. Pronto siento vivamente como encontrarme donde no debiera, intruso en lo más profundo de esta sociedad africana. Una numerosísima chiquillería produce ruido sin parar. Las niñas cuidan a los bebés, las madres parlotean y llevan fardos y las viejas están sentadas en cualquier parte. Bastantes callejones y cruces de calles tienen toldos que los protegen del sol, ahora, y supongo que muy mal de la lluvia, en su época. Bajo ellos hay numeroso público. Pero no, no es público, es privado. Hay un formidable alboroto privado de niños pequeños y de féminas de todas las edades, pocos hombres, sin apenas comercio. Alboroto tremendo sin comercio y sin consumo. No es vida pública, es vida familiar privada en la calle, todos están en la calle, vida familiar comunalizada. Estoy en el meollo de la sociedad doméstica africana y me sorprende su grado de comunalización. Llámese también tribalización. Nadie podría distinguir entre mis hijos y los tuyos, entre mis padres y los tuyos, entre mis hermanos y los tuyos, entre mis tíos, mis abuelos y los tuyos. Aquí lo que aparece es una enorme tribu de todos con todos que vive en la calle de todos y come y duerme en las casas de todos. Me viene a la cabeza la palabra “autenticidad”. Aunque es un término que no me gusta nada, y mucho menos emplearlo para describir sociedades primitivas basadas en los gentilicios, es el que me viene con fuerza a la cabeza. No puedo evitarlo. Tribu que come y duerme aquí, donde le cae en suerte. Pero que trabaja en la playa o en el río que está ahí mismo, tras esas casas, y comercia en el mercado de la plaza, que está ahí al lado. He quedado casi tan sobrecogido con el descubrimiento de la vida familiar y tribal como ayer con la playa, así que vuelvo a la tranquilidad de la isla y a mis paseos para saborear las sensaciones. Ahora atravieso el puente Faidherbe con la intención de pasear por Sor, la parte continental de la ciudad donde reside el mayor contingente de población. Otro mercado abarrotado de productos y de basura se despliega en sus calles. Me ofrecen continuamente pescados tan fresquísimos como sucísimos, embadurnados de polvo y arena, pues ahí están, en el suelo tanto como en baldes. Ya los compraría, ya, si tuviera a mi alcance agua para limpiar y una plancha para asar. Doy un buen paseo, hasta donde se acaba la ciudad, y vuelvo sobre mis pasos. Todavía me queda disfrutar de la cerveza, sentado en las terrazas de la isla, y de la noche, mirando al cielo para contrarrestar tanta tierra y tanta vida animal y humana como se me ha regalado hoy. Cuando bajo a cenar algo ha cambiado respecto a ayer. El comedor del mejor restaurante de Saint Louis está lleno y, observo, con tantos africanos como franceses. Esta es la novedad. Claro, hoy es sábado noche. Los ricos de Saint Louis, engalanados con sus mejores prendas, se regalan en esta ocasión una buena cena. Algunas parejas guapas la disfrutan muy especialmente, despidiendo glamour negro. Mi cena es el menú más sencillo, pero está riquísima. No, no pido el vino que me apetece. Es muy caro. Pero repito hasta tres cervezas, no incluidas en la media pensión y muy buenas. Hay un músico que toca la cora como los ángeles y canta preciosas canciones. La cora es un magnífico instrumento de cuerda, muy grande, muy vistoso y de una sonoridad espléndida cercana a la del arpa. El tañido de sus cuerdas y los virtuosos arpegios resuenan en mi espíritu como un manantial de dulzura y de frescura. Es bellísimo. ¡Qué buen maridaje el de la comida, la cerveza y la música!. Qué gusto que lo disfruten también los senegaleses, aunque sólo sean los ricos.

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Saint Louis - Escolares, basuras, cabras y signoras

21 de enero de 2006

No es la primera vez que observo cuán importante es la educación en los países en desarrollo. Pero aquí, en Senegal, se me hace patente de una forma extremadamente gráfica. Hay una diferencia abismal entre los niños escolarizados y los que no lo están. Es porque los primeros se muestran limpios y bien vestidos mientras los segundos pululan por las calles hechos unos auténticos zorros, espectacularmente sucios. La escuela parece más bien un sitio donde se enseña a lavarse y a vestirse, como si este aprendizaje fuera la sustancia fundamental del currículo. Dicho así suena extraño, pero lo que se ve en la calle lo muestra de una forma palmaria. El hecho es que los niños, adolescentes y jóvenes escolarizados destacan sobremanera respecto de los que no lo están. Los senegaleses conviven demasiado habitualmente con las basuras y esto es una auténtica hecatombe visual, pero a ella hay que añadir la suciedad que exhiben gran cantidad de niños, de adolescentes y de jóvenes, precisamente aquellos que no acuden a la escuela-lavandería. La suciedad, sin embargo, no se traslada a los adultos en la misma proporción, al menos no la he observado yo. Talmente parece como si el acudir a la escuela supusiera no sólo un acceso a una instrucción básica sino también un puente a otra cultura, donde la “presencia”, la apariencia externa, intenta reflejar una estructura de valores que van desde la dignidad individual hasta la integración social. Hay un umbral decisivo de pobreza y de oportunidad, pasado el cual todo cambia. En cualquier caso, Senegal es un país con unos datos malos, por debajo del lugar que ocupa en desarrollo humano general y en renta económica, en el tema de la educación. Solamente están alfabetizados la mitad de los jóvenes y 4 adultos de cada 10. Solamente 6 de cada 10 niños están escolarizados en primaria, de los cuales sólo 8 de cada 10 llegan al quinto año, así que ni siquiera la mitad de los niños totales llega a cursar 5 años de escolaridad primaria. Estos datos, además, son promedios entre los dos sexos. Las niñas están todavía peor. Si comparamos estos números con los globales del África subsahariana vemos que Senegal se sitúa a la cola, mientras que en renta económica y en desarrollo humano general está por encima de la media. La relación de estos fundamentos educativos con las basuras no sé hasta que punto es matemática, pero alguna debe haber. Ya he contado lo que hacen los pescadores lebú con sus desperdicios y también lo q ue hacen las cabras con ellos: comérselos. Pero desgraciadamente no lo comen todo. No los plásticos ni todo aquello que no sea papel o resto orgánico blando. Y, si lo de las mujeres lebú, que te tiran la basura prácticamente a tus pies si te da por pasear por la playa, es un pasote, las restantes etnias no se comportan en este aspecto de manera mucho mejor. De modo que basuras, residuos y plásticos colonizan las superficies de los arcenes y de muy numerosos eriales. El tránsito por las carreteras senegalesas es cíclico: los pueblos se anuncian implacablemente por una progresiva acumulación de basuras, que llega a su máximo en las fronteras urbanas para abrirse un hueco en el centro, tampoco limpìo como para decir. Lo de las cabras recuerda a lo de las vacas en la India. Cierto que en la India no solamente son vacas las que comparten las calles con la ciudadanía, sino también los perros, los monos, los cerdos y todo cuadrúpedo que se precie, sin necesidad de instancia a la autoridad. Tal como las cabras en Senegal comparten las calles con los humanos, muy especialmente en Saint Louis. A mí me gustan las cabritas, sobre todo esas chiquitas. Tienen un balido muy mimoso cuando llaman a su madre. Yo también lo soy. En el paseo por el Saint Louis colonial más o menos restaurado uno ve fuertes, un hospital recién estrenado, mansiones, mezquitas, iglesias, antiguos almacenes portuarios, plazas, ..., y lee unas cuantas lápidas que le hablan de bordeleses, de marselleses, de fanales (faroles en francés), y de “signoras”. Estas también aparecen en las historias de la isla de Gorée que visitaré mañana. Se trata de todo un fenómeno cultural de la época colonial: la forma en la que las mujeres mestizas que conseguían casarse con un comerciante europeo rico pasaban a serlo. Es decir, a recibir ese tratamiento de signora, y a transformarse en la representación más acabada del poder, de la elegancia y del refinamiento. Las mejores casas son las de la signora tal o las de la signora cual. En diciembre se celebra en Saint Louis la fiesta de los fanales, en la cual se rememora la procesión que se efectuaba en siglos pasados, en la que las signoras, enjoyadas y ataviadas con sus mejores trapos, portaban faroles y competían entre sí por la cantidad y calidad del cortejo de sirvientes y chambelanes por los que se hacían acompañar. 30

¡Mestizas al poder!.

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De Saint Louis a Dakar. La isla de Gorée

22 de enero de 2006

El minibús que me devuelve a Dakar es un poquito más pequeño que el que me trajo a Saint Louis, de esos en los que todos sus asientos están en filas de a cuatro donde sólo caben tres. Son para cojos, porque no es fácil alojar las piernas. Así que la manera que encuentro de acoplarlas al reducido espacio es bajar la pierna izquierda tanto como puedo para meter la pantorrilla por debajo del asiento y levantar la derecha, asentando el pie en el resalte interior que protege la rueda trasera. El caso es que la longitud de mis fémures, mayor que la distancia hasta el asiento de la fila siguiente, se incline para poder encajarlos. No sé por qué me acuerdo de una ocasión en que la policía me llevó detenido de Gernika a Madrid, esposados mi tobillo izquierdo y mi muñeca derecha a la misma pata metálica de un asiento trasero del autobús policial, hecho un nudo sobre el suelo del pasillo, custodiado por varios agentes. No le debí caer bien al que mandaba aquél operativo, digo yo. No es el caso del conductor de este minibús, un personaje de rara amabilidad, que siempre muestra una cara agradable y que siempre está pendiente y dispuesto a hacer un favor a quien lo necesite o requiera. Hace bastante calor, pero la carrocería, justo tras la ventanilla trasera derecha y a la altura de mi cabeza, tiene un pequeño y estratégico agujero salvador. Viajaré durante las 5 horas y media que duran las apreturas con airecillo sobre mi cabeza, excepto en las paradas, que en esta ocasión son más numerosas que cuando vine. Bastantes de ellas son por controles policiales y por controles viarios o de regulación del transporte, no lo sé. En varios de ellos, el conductor amable entrega un papelito al guardia o al inspector que se lo pide. Este viaje es mucho más irregular, porque los viajeros se van quedando en los diversos pueblos y van siendo sustituidos por otros nuevos. Hoy es domingo y no sé si eso tiene que ver con que la mayoría de los viajeros son mujeres y niños, al revés de cuando vine. El conductor siempre pregunta dónde se quiere parar, no pone ningún reparo a desviar el trayecto del itinerario lineal, hasta un kilómetro si hace falta, para acercar a su destino a todo aquél que lleve algún bulto especialmente grande, siempre se encarga de abrir y cerrar las puertas, ardua operación en estos minibuses, siempre ayuda a bajar y subir los bultos y las maletas y siempre sonríe. Conduce primorosamente, para más añadidura. Soy el único que ha de llegar hasta el destino final en la Gare de Pompiers de Dakar y, ya solos él y yo, me pregunta a dónde voy. Se lo digo y es él el que se encarga de buscarme un taxi y de apalabrar con su conductor el precio que he de pagar. Una persona extraordinaria. Embutido en su turbante, con su chilaba, su sonrisa, su eficacia y su mirada inteligente. Tomo posesión de mi gran habitación en el hotel Al Baraka, muy céntrico, como opíparamente en una dibiterie el correspondiente tiéboudienne de bonito, me acerco al puerto y cojo el ferry para la famosa isla de Gorée. Esta va a ser la ocupación de esta tarde. El puerto me depara una nueva sorpresa. No es que sea gigantesco, pero tiene instalaciones y equipamientos modernos y está bien. El ferry también está pintadito y limpio. Y va con mucho público. No sólo turistas extranjeros, también algunos otros senegaleses y habitantes de la isla. En todo caso, no sólo franceses, como en los restantes lugares turísticos. Este mes de enero no es temporada baja, llega a media debido a los trotamundos galos, casi los únicos que se acercan por aquí a estas alturas del año. En realidad aprovechan un clima buenísimo, imposible mejor, y no han 32

de sufrir la masificación. Los cruceros son muy agradables, siempre que la travesía sea de 3 o 4 kilómetros y su duración total de media hora, como es el caso aquí. Casi siempre salen de un puerto para llegar a otro, siendo importante que no dejen nunca la costa de la vista. Todas las mejores condiciones se cumplen en el trayecto a Gorée. La entrada final en el puertito deja ver una bella estampa de la isla y su caserío.

La isla de Gorée es pequeña y alargada. Está protegida del lado oceánico por bravos acantilados basálticos, conformados por esas increíbles columnas prismáticas de esa roca volcánica negra. Del lado contrario suaviza su contacto con el mar e incluso acoge una pequeña y preciosa playa de arena blanca al lado del puertito minúsculo. En un extremo se sitúa el Fort d’Estrée, donde está el Museo Histórico, y en el otro, en el punto más alto, el castillo, una antigua plaza fortificada hoy medio derruida. Entre ambos extremos se despliega el pueblo, con su sucesión de museos, universidades, institutos internacionales, palacios, iglesias, mezquitas, hospederías, restaurantes, terrazas, mansiones de signoras, plazas y placitas, mercados artesanales, edificios administrativos y un caserío primoroso, pintado en colores salmones y rosáceos. El ambiente es apacible y el aspecto mediterráneo. Hay una gran abundancia de boutiques, de galerías de arte, de exhibiciones artesanales y de servicios hosteleros que está muy por encima de la demanda en estos momentos, y eso hace que tanta oferta, realizada por impenitentes parlanchines pegajosos, acabe cansando un tanto. Por momentos hay una cierta escenografía hippie. La isla está plagada de carteles donde se llama al respeto y a la limpieza y, en efecto, la isla está limpia. Lo puedo asegurar ya que la he recorrido entera, en todas direcciones y por casi todos sus recovecos. Sólo en las ocultas traseras se amontonan las basuras. Por lo demás, es un remanso de limpieza en el Senegal sucio de arena, polvo y basura. Tiene un buen nivel turístico, por decirlo así, que se agradece. En el transcurso de esos lentos paseos mi espíritu ha ido entrando imperceptiblemente en una dulce melancolía. Primero han sido algunas exposiciones artísticas en el castillo cimero, de buen nivel, al aire libre, que me han sugerido el SerHumanoTrapoViejo y la especie FracasoHumano, casi sin vida, casi convertida en la sombra de lo que pudo ser; luego los memoriales bienintencionados y los institutos vacíos llamando a la fraternidad universal desde la isla de los esclavos; entretanto, los buscavidas y vendedores a los que rechazo cada vez con menos ímpetu; y finalmente los museos. Se me ha hecho tarde y he de visitar los dos que he seleccionado, el museo histórico de Senegal y la casa de los esclavos, a todo correr. En el primero, que tiene un tono objetivo que me complace mucho, habla de un total de 10 millones de negros esclavizados que llegaron a América, número bastante menor de los 20 millones que tengo leídos en otros informes. A estos deben sumarse los que quedaron en el camino: los que no llegaron a puerto africano desde sus poblados de origen, los que murieron víctimas de las condiciones infrahumanas en las mazmorras, como las que veo en la Maison des Esclaves, en las que quedaban depositados antes de cargarse en las sentinas de los barcos y, finalmente, los que finalizaron sus días en éstas, un buen porcentaje del total, según todas las crónicas. La isla de Gorée es pequeña. En su mejor momento llegó a tener cerca de 4.000 habitantes y hoy día ronda los 1.000, leo no sé donde, aunque a mí me parecen menos. Salieron muchos esclavos de aquí, pero no los mayores contingentes. Esos lo hicieron desde Saint Louis, desde Gambia, aquí al lado, desde Guinea, desde Sierra Leona y desde Nigeria. Pero es esta isla la que se ha convertido en símbolo de esa práctica. La estructura y la ubicación alimentan esta función que ha dado en ejercer este pedazo de roca y de edificaciones en medio del 33

mar. Veo bastantes norteamericanos negros. Creo que no son turistas, sino miembros de la tripulación de un barco de guerra yanqui anclado en el puerto, de permiso. Pero no visten de uniforme. He leído que también los negros norteamericanos descendientes de esclavos africanos vienen aquí a encontrarse simbólicamente con sus raíces. En efecto, aquí están. Digo simbólicamente porque la inmensa mayoría de los esclavos que partieron de Gorée lo hicieron con rumbo a Guadalupe y las colonias francesas del Caribe, así que no son los que explotaron en las granjas sureñas de EEUU. Pero aquí están, de todas formas, negros norteamericanos, aunque sus ancestros no pasaran por aquí, sino provinieran de Nigeria o de cualquier otro lado, porque esta es la isla que encarna todo lo que aquellos sufrieron. Una chica joven y algo discapacitada mental, creo, se ha pegado a mí, intentando hacer como de guía turística. No tengo fuerzas para mandarla a paseo y me sigue como un corderito. Estoy a punto de darle 1.000 o 2.000 francos CFA, una miseria en realidad, pero mucho para ella, para que me deje en paz. Pero, sacando fuerzas de flaqueza, reacciono y le digo que voy a sentarme en el muelle y que no le voy a dar ni una sola monedita. Se va y, efectivamente, no me siento, pero me quedo plantificado en el pequeño espigón al otro lado del embarcadero, inundado por una tristeza tibia, contemplando el agua transparente y el bello caserío. Por Gorée han pasado portugueses, holandeses, franceses e ingleses, digamos europeos, casi todos comerciantes de “madera de ébano”. Gorée ha sido una isla floreciente a costa de sufrimiento y de lágrimas, ha respirado tanta alegría y glamour como agonía y fealdad. Las unas a expensas de las otras. Gorée ha sido cristiana y ha sido islámica, blanca, mestiza y negra. Hoy día luce una belleza innegable, una unidad de estilo sorprendente a pesar de tan diversas influencias. La temperatura es deliciosa. Tendría que sentirme feliz, me digo, pero me percibo profundamente entristecido. Soy occidental y soy europeo, esa es la causa de mi vergüenza. No es una carga pesada, pero si un frío de hielo el que congela mi corazón. Busco confortarme, mal de muchos consuelo de tontos, recordando que no hemos sido los europeos los únicos esclavistas, que lo fueron los árabes antes, y casi todos los pueblos, también antes; me repito que las luchas intestinas entre las etnias y los pueblos africanos facilitaron mucho las cosas a los traficantes europeos, que sin su colaboración el fenómeno habría tenido proporciones menores. Pero no consigo aliviar lo suficiente mis neuronas. Vuelvo a consolarme reflexionando que fuimos nosotros mismos los que supimos acabar con esa maldición, sin que nadie nos lo pidiera. Pero no lo bastante para calentar mi pecho. Porque, sin posible apelación, lo cierto es que nosotros hemos sido los últimos esclavistas masivos y también los que más masivamente traficamos son nuestros semejantes. Es decir, los más crueles. Hemos sido los peores. Hemos sido los peores. Henos sido los peores. Nosotros, los europeos, hemos sido los peores. Sólo se me ocurre un posible fuego para apagar el frío de África: la reparación. Sin embargo, sé perfectamente que eso solo no funciona. Viene la cabeza en mi auxilio y me clama construir el mundo. Eso es lo mejor que podemos hacer, si es que aún la especie FracasoHumano tiene remedio. Luego me percato que “hemos sido los peores” está en pasado. Cercano, pero pasado. Eso nos obliga en el presente a ser los mejores. Siempre he creído que el futuro se construye con presente y no con pasado. Siempre he confiado en la contemporaneidad del acontecimiento, de la libertad y de la voluntad. Esta idea sí llega a consolarme un poco. Solo un poco. Me siento en las terrazas frente al embarcadero, con mi cerveza de todos los crepúsculos, y una nueva buscavidas se sienta a mi lado. Es esta una práctica que he tenido que padecer ya por cuarta vez, una en Casablanca, dos en Saint Louis y ahora aquí: que se sienten enfrente mío a incordiarme con parloteos en francés, en la mesa de la terraza donde está mi cerveza, quitándome la vista, es decir, el mundo para que yo lo vea. Como no respondo a ninguna de sus preguntas ni sugerencias acaba diciéndome, literalmente: “O Ud. está agotado o Ud. está abatido”. Hay en su mirada una mezcla de compasión y de rabia porque no le hago caso. No sabía que se me notaba. “Es que soy europeo”, le digo, levantándome y huyendo.

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Saly

23 de enero de 2006

Senegal se ha convertido en un destino turístico gracias a su clima y a las playas de su Petite Côte, el tramo de costa al sur de Dakar hasta el delta del Saloum. A este siguen, ya más al sur, el del río Gambia, que pertenece a ese extraño enclave-país del mismo nombre, y el del Casamance, ya en plena región de bosques tropicales. Las playas de la Grande Côte al norte, o mejor, su playa única de más de 200 kilómetros, está demasiado abierta al océano y sus aguas más agitadas de lo que requiere un turismo de descanso y relajo. Lo pude comprobar en Saint Louis, en la Langue de Barbarie. Pero el litoral de la Petite Côte está protegido por el Cap Vert de las corrientes y los vientos oceánicos del norte y sus playas tienden a protegerse a sí mismas con los pequeños cabos que abrigan los repetidos, amplios y abiertos arcos de sus conchas arenosas. Eso y la vegetación litoral verde que encuadra inmediatamente el blanco de la playa, constituyen el condimento del emparedado azul que componen el mar y el cielo. Razones más que suficientes para alimentar tal tipo de turismo. Las playas son un producto apoteósico de la naturaleza. Ofrecen dos actividades inigualables: pasearlas y tomar baños. Algunos asocian la tumbona en la playa al descanso y al placer, otros, en cambio, al aburrimiento. En cualquier caso, es seguro que los paraísos turísticos encierran no pocas bellezas naturales y artificiales. Escudriñarlas es otra de las mejores actividades que uno puede emprender. Así que he reservado un hotel en Saly, que es el lugar que hace como de centro de este nuevo emporio. Pero hay que llegar a Saly, que dista unos 80 kms. de la capital. Dedico unas horas a pasear por esta y a media mañana me voy a la Gare de Pompiers. ¿Con la maleta?. Es pequeña, pero también un incordio. Por tanto, saco una bolsa de Ercoreca, esta vez le ha tocado a esta cadena en vez de a Eroski, de esas en las que meto la ropa sucia en los viajes, pongo dentro el pijama, el necessaire y unos calcetines, bastante hasta mañana. La maleta la dejo en el hotel al que volveré en 24 horas. Eso me permite ir a la Gare andando -cuánto mejor-, y cuando llegue a Mbour, caminar los 7 kilómetros hasta Saly -qué bien-. No hay transporte colectivo directo de Dakar a Saly y tampoco entre ésta y Mbour. Allí sólo nos movemos los turistas extranjeros y los turistas ricos toman taxis particulares. Aunque no todos. Lo que yo tomo es una plaza en un sept places hasta Mbour. Ya soy todo un experto en esta estación. Me toca en la última fila y el respaldo no se sujeta por sí mismo, sino por los bultos que han puesto en el maletero, sujetos, a su vez, por el portón trasero, lo que no es demasiada garantía. No es la primera vez, ni tampoco la segunda, que alguna de las puertas de los transportes que he utilizado se ha abierto impensadamente. Llegamos felizmente a la Gare de Mbour, sin embargo. Mi paseo de los 7 kilómetros hasta Saly, por la cuneta de la carretera, debe dar una imagen poco brillante de turista europeo, con mi bolsa de plástico de Ercoreca por toda pertenencia. Llego a mi hotel Les Bouganvillées y ya tengo una nota de Mademoiselle Serigné, en la que me saluda cordialmente, se disculpa por no poder atenderme esta tarde y me cita para mañana a las 11 con objeto de llenar mi estancia en Saly de interesantísimas actividades. Es decir, estoy en uno de esos hotelazos-isla de servicios completos, donde entras y te lo organizan todo hasta que sales. Un volver a la infancia para comprarse a precio de oferta unos padres amantísimos por unos días. El hotel es muy bonito. Son edificaciones de una o dos plantas, en ladrillo de intenso color fuego y de estilo sudanés, una arquitectura de este material o de adobe, de aspecto militar, muros cerrados y almenas, que enriquece las paredes, columnas, muros y cornisas con repetidos dibujos e incrustaciones en fuerte relieve. Cada unidad contiene unas pocas habitaciones, cada una de ellas con una gran terraza particular. Los numerosos módulos se distribuyen en una extensa y espléndida zona ajardinada con exuberante vegetación, efectivamente plagada de magníficos macizos de buganvillas floridas. Me pego una buena ducha, para quitar el calor y el sudor de la caminata, y como en el propio hotel, pagando. Es ya demasiado tarde y sólo quedan las migajas del buffet, así que no muy bien. En la zona del restaurante, del bar y de la piscina inevitable hay diversos carteles y pizarras donde dan cuenta de toda la programación de actividades del día: una larga lista. Un joven y deportivo monitor recorre en estos momentos todo el complejo tocando de vez en cuando una campanilla y anunciando que el campeonato de petanca se reanuda a las 5. Salgo al paseo frente a la playa. Aquí hay bastante comercio, boutiques y artesanías. Multitud de agencias inmobiliarias ofrecen toda clase de chalets en la costa, a precios envidiables. Villas impresionantes a pie de playa por el valor de chabolas en mi tierra. Increíble la cantidad de establecimientos para tratamientos de belleza y 35

antiestrés. Y servicios de hostelería, entre los que destacan las terrazas y restaurantes a pie de playa. Desde luego, no sé si los tratamientos antiestrés son oportunos, pero los de belleza sí. En la playa hay ahora una colección notable de viejas focas y elefantes marinos, blancas y blancos, desnudas y despanzurradas, más que tumbadas, con la pintura de la piel desconchada, exhibiendo espléndidas orlas de desmedidas tripas, tetas, culos y grasas colgantes, que los necesitan urgentemente y que se lo pueden pagar. A su lado, sentados en los pretiles a la sombra, esbeltos ciervos y gacelas negras, jóvenes, vestidas y vestidos, que no los necesitan. Así que, por esta vez, no importaría que no pudieran pagarlos. En esto hay justicia, mira tú. Más tarde corregiré esta primera impresión. A la noche veré europeos, o sea, franceses jubilados en su inmensa mayoría, con toda clase de pintas, también excelentes, bondadosas, alegres y simpáticas, una vez vestidos. Pero este primer encuentro con tan fuerte contraste entre europeo-blanco-gordo-viejo-rico y africano-joven-esbelto-negro-pobre ha sido muy fuerte. La playa es bonita, muy bonita, pero ya la pasearé más tarde. Sigo un rato de miranda por zonas comerciales y alrededores de hoteles de más categoría que el mío, ya que se apropian de zonas de playa, y, entre cierto pijismo que se respira, el calor y la impenitente pesadez de los buscavidas, me asalta de nuevo la sensación de no estar en el lugar que me corresponde. Como cuando hace unos días me adentré en las tripas de la vida tribal de los pescadores lebú, en Saint Louis, pero ahora por razones bien opuestas. Entonces me asaltó la palabra autenticidad. Y, ¿ahora?. No sé si esto es auténtico o no, pero este turismo playero de masas de ricos en país de masas de pobres es un producto muy genuino de nuestra civilización. En todo caso, pienso, aquí hay que venir a hacer de pez, con críos, por ejemplo, a disfrutar del mar y del sol, a pescar y a nadar, a navegar, a pringarse de naturaleza y a cocinar a la plancha pescadito recién sacado del mar. Me encantaría verlo así, pero mejor lleno de senegaleses. No porque los senegaleses sean mejores, más guapos o más jóvenes que nosotros, sino porque deberían tener las mismas oportunidades. Lo que ahora sí me consuela es pensar que nuestro placer en forma de turismo no es a expensas del sufrimiento de nadie. Antes al contrario, es un bien para Senegal. Algo vamos mejorando.

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Saly – André

23 de enero de 2006

“¿Cuánto cuesta un taxi para ir y volver a Mbour?”. Tras enterarme que no hay otra manera de llegar a la ciudad que en taxi o andando, mi pregunta es respondida así por el recepcionista del hotel: “A nosotros nos sale por 1.500, pero Uds., los turistas, deberán pagar un poco más. Ahora bien, le ruego encarecidamente que no pague Ud. más de 3.000 bajo ningún pretexto. No sólo por Ud., sino por defender los precios para todos nuestros visitantes”. Cuando salgo a la explanada donde se concentran los taxis, es decir, al campo de batalla de la odiosa guerra del regateo, mi natural obediente lucha denodadamente y finalmente consigue respetar la norma de no pagar nunca más de 3.000 por un “Aller-retour à Mbour”. Pero, como no las tengo todas conmigo, explico, cierto que en mi mal francés, que mi pretensión es llegar a Mbour, visitar su playa y su mercado de pescado por espacio de una hora y media, aproximadamente, y volver. El joven, simpaticote y guapetón taxista que finalmente ha cedido, André dice llamarse, tras rebajarme desde 7.000, me monta a su lado en su flamante Subaru, que probablemente no es suyo, y se pasa todo el trayecto intentando venderme de todo: el viaje de mañana a Dakar, discotecas y “gazelles”. No les entiendo bien el francés a estos senegaleses. Hablan con una entonación fuertemente africana y mis orejas están endurecidas. Con frecuencia he de hacerles repetir palabras que teóricamente no me deberían presentar ninguna dificultad. “¿Gazelles?”. Se trata, según André, de las mejores gazelles del mundo, las más bellas, expertas, dulces y sabias que existen. “Extrême plaisir”. Acabo entendiendo, claro. Es un buen vendedor este chico, pone una cara de éxtasis orgásmico mientras menea con una ligera vibración su pelvis, al intentar vender a mi imaginación la idea de ser devorado por las garras de una gazelle senegalesa. Mi simpático chauffeur me da un buen disgusto cuando aparcamos junto al mercado de pescado de Mbour. Le digo que volveré en hora y media y me dice que nanay, que no más de 5 minutos. Es probable que André haya decidido sacarme las perras por este procedimiento, ya que hasta ahora no ha conseguido venderme otra cosa, a pesar de sus buenos oficios. Monto en cólera, normal, pero también monto en estupidez, lo que inmodestamente diré que no es tan habitual: no siempre soy un estúpido, o tan estúpido, al menos. Peleo como un energúmeno para conseguir un plazo mayor, pero ante todo, peleo por defender el pacto que creía haber establecido de los 3.000 por el servicio completo, hora y media en Mbour incluida, en vez de pelear por lo que realmente me debería interesar, que es visitar Mbour, un lugar sumamente interesante, con una mínima pausa para asimilar tanto como hay para ver. Pues el caso es que André llega a ofrecerme una hora más por 2.000 más, 3 jodidos euros, maldita sea. Pero yo, erre que erre, sigo defendiendo principios en vez de intereses, con todo mi fundamentalismo ético concentrado en forma de gilipollez, sino algo peor. Al final consigo 15 minutos que transformaré en 20, pero, eso sí, no pagaré a André ni un solo franco CFA más de lo convenido. Así que he visto Mbour en 20 minutos escasos. Luego lo cuento. Menos mal que André ha parado a 50 metros del cogollo y todos ellos son de inmersión en el alucine. El enfado de la discusión lo transforma André en renovada simpatía y cordialidad cuando vuelvo a montar en su taxi para retornar a Saly. No ha desistido de intentar venderme cosas, así que prosigue su cruzada a favor de las ventajas de viajar a Dakar en taxi, de las virtudes de las discotecas con música africana y de las excelentes prestaciones profesionales de las gazelles senegalesas. A André no le cuadra que haya dejado a mi mujer en Bilbao y entiende que si he venido a Senegal solo es por la misma razón por la que lo hacen casi todos los que vienen solos o en grupos de hombres: turismo sexual. Luego sospecha que mis razones son económicas y me pregunta directamente por mis ingresos. Le digo que soy pobre, pero sólo se lo cree a medias. Ahora ya sólo intenta venderme el traslado mañana hasta la Gare de Mbour y cuando también rechazo su oferta diciéndole que prefiero desplazarme caminando pone una cara de perplejidad, pero de comprensión porque debo ser muy pobre. Definitivamente pasa a creerlo. No sabe de nadie que vaya de Saly a Mbour andando. No le entra en la cabeza que nadie pueda hacer tal cosa por placer. El episodio final de este anecdotario en torno a André es largo. No tiene cambios de 5.000 cuando debe cobrar los 3.000 pactados, obviamente. Pero, enfadado que estoy, esta vez si que si, llegaré hasta el final y no permitiré ni un solo franco de menos. Comienza un peregrinaje de comercio en comercio en el que, supuesta37

mente, André pide cambios, mientras yo espero fuera a que los obtenga, que acaba sistemáticamente en la falta de ellos. Cuando, tras unos 6 intentos, al fin no sé si los consigue o da por imposible seguir negándolo, me devuelve muy despacio los 2.000 CFA, mientras pasa a pedirme directamente una propina para tomarse una cerveza, siquiera, abandonando definitivamente toda fachada de simpatía y dignidad. Estoy a punto de ceder, pero recapacito q ue he visto Mbour en 20 minutos y eso basta para que me mantenga en mis reales y no le suelte un ochavo. ¡Qué insensata victoria!.

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Saly – Mbour

23 de enero de 2006

Mbour es una ciudad de unos 100.000 habitantes frente a una gran playa. Su atractivo proviene del hecho de que esta playa es el primer puerto pesquero de Senegal. No hay diques ni muelles, grúas ni máquinas, solo arena, grandes y largas piraguas de madera pintadas de vivos colores, muchas manos para trabajar, anzuelos y redes, y un océano tranquilo lleno de toda clase de túnidos, tiburones, peces espada, peces sierra, barracudas, doradas, corvinas y cualquier cosa con escamas, cola y aletas. Pesca artesanal en gran escala. En la competición de los grandes números gana el de granos de arena, pero el de txalupas participa en la liga, el de pescadores y el de vendedoras es muy competitivo, el de peces coleteando sorprendente y el de cabezas de pescado inverosímil. Todo en Mbour es desmesurado, artesano y primitivo.

Mi primer contacto con este mundo comprimido y a punto de estallar que se desarrolla en la estrecha franja costera es una gran plataforma de cemento, abierta pero techada, justo encima de la arena, donde una increíble cantidad de mujeres se disputa la superficie para extender sobre el suelo la infinidad de pescados que se proponen vender. Tal disputa deja poco espacio para los compradores y aún menos para los curiosos, por lo que hay que ir sorteando peces muertos y vivos y mujeres siempre vivas y con buenas voces. El atractivo poderoso que ejerce proviene de la potencia del número y de la densidad, de la pátina de colores de los vestidos de las mujeres y de las chilabas de los hombres, y del ruido ambiental que producen las transacciones y las ofertas, que resuena como en un campo de fútbol los encendidos comentarios tras el Uyyy! de una ocasión de gol fallada. Observo que esta plataforma es relativamente nueva, y todo está relativamente limpio, de modo que este mismo mercado se desarrollaba, probablemente hasta hace poco, en la misma playa. Alcanzo el borde de la plataforma sobre la playa y me detengo extasiado, e incluso sobrecogido. El arenal son las gradas rebosantes del gran estadio cuyo césped es el mar, el coso donde se desarrolla el juego, en este caso el deporte de la pesca que alimenta la economía de esta ciudad. Cerca de donde me encuentro hay cuatro embarcaciones recién llegadas, cada una de ellas rodeada por un ingente número de fans. El fruto del mar se esparce sobre la arena y las ardorosas y ardorosos trabajadores lidian entre sí y se afanan en clasificarlo según sus distintas especies, que separan en unas grandes y pequeñas canastas como de goma, en recipientes de ma39

dera y en cestos de paja. A la derecha, sobre la arena sucia, se extiende una gran mancha oscura de tejavanas torcidas sostenidas por pilotes bajo cuya protección se vende de todo y se arregla de casi todo. Un mundo probablemente complejo que ocupa una gran extensión y que no tengo tiempo de inspeccionar. A la izquierda, más en lontananza, se divisan varias grandes concentraciones de txalupas aparcadas y extensas zonas donde se acumulan secaderos de pescado. Todo el horizonte está erizado de humos: corresponden a las zonas donde el pescado se ahuma y a otras donde los restos se queman. Con todo, creo divisar zonas de basura marina, trillones de cabezas de pescado en particular, felizmente acumuladas en enormes montones. En el alboroto global participan también zonas de astilleros. A la orilla llegan continuamente más txalupas y de la arena salen continuamente txalupas y txalupas. Lleguen o salgan, en torno a cada una de ellas se arremolina una gran cantidad de humanidad en movimiento, para ayudar al amerizaje o al aterrizaje, a la carga o a la descarga. El mar, que hoy está gris gris gris, un gris como pintado de gris, está también punteado de largas embarcaciones que a lo lejos son negras y a lo cerca coloreadas. Hay muchas no lejos de la orilla. La pesca debe estar aquí mismito. No tengo tiempo más que de acercarme al motrollón increíble que rodea la embarcación más próxima entre las que acaban de descargar su maná, pero es casi imposible meterse dentro de él, hay que observarlo desde cierta distancia. Y he de volver porque se me acaba el tiempo. De vuelta al taxi de André, ya en el asfalto, aunque siempre recubierto de arena, dejaré a un lado un mercado de todo tipo de productos, que debe ser el orgullo de Mbour. Todo el paisaje está en ebullición. Pil pìl senegalés. Los montones de personas, de embarcaciones, de productos y de desperdicios están siempre vibrando en la gran caldera de la playa. Los humanos automotores van de un lado a otro y se acumulan o disgregan de pronto, las embarcaciones se balancean en el mar o atraviesan la barra de las olas, los colores vibran en el gris, las basuras entre los desperdicios, el fulgor plata y azul de los pescados entre el gris y el pardo de la arena sucia. Hay un aparente desorden esplendoroso que transmite una vigorosa sensación de energía caótica. Y en el centro de la gran explosión, el hombre y la economía.

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Saly – Zimbawe 0 – Senegal 2

23 de enero de 2006

Cuando André me deja sin siquiera haber obtenido el premio de una propina para una cerveza, estoy de lleno en Saly Village, es decir, el pueblo de Saly donde viven los senegaleses, por oposición al Saly de los hoteles y los centros comerciales, donde habitamos los turistas. Pocos comercios tienen televisión, pero allá donde la hay está encendida y tiene apiñados en torno a la entrada un buen montón de machos que no consume nada, de pié y con la mirada iluminada y fija en el partido entre Senegal y Zimbabwe que se disputa en estos momentos. La Copa de África de Fútbol se juega estos días en Egipto y la televisión y los diarios están plenamente volcados en ella. Yo me voy hasta el final del pueblo y allí me acerco a la playa. Cuando llego a ella es ya de noche, pero se ve lo suficiente como para pasear por la orilla, es decir, como para solazarse con uno de los placeres más consolidados de este mundo: pisar arena recién bañada por el agua salada y las dulces burbujas, paso tras paso, mientras suena la canción de las olas y las luces de las embarcaciones y de los establecimientos hosteleros en los confines del arco arenoso tintinean de reflejos vibrantes el mar rumoroso, preparándolo para recibir el calor azul de la luna. Comparto la delicia con algunos otros turistas gozadores y la dilato en el tiempo hasta llegar a las inmediaciones de mi hotel. Allí hay varias terrazas y restaurantes libres, esto es, no pertenecientes a complejos hoteleros, y es el momento de la cerveza en la mesa y del mirar a la playa y al mar para atender la aparición del satélite que transporta a la superficie del océano la luz que recibe del sol. Pero los gritos de júbilo me obligan a modificar el programa. Un grupo de unos 30 o 40 hombres están agolpados, de pie, o sentados donde pueden, viendo el partido en la parte interior del establecimiento. El dueño ha dejado entrar a los mirones, jubilosos tras el primer gol conseguido por Senegal. Decido entonces cambiar la luna por el pueblo trabajador y me sumo a los televidentes. Hago lo que Ella me enseñó: ponerme incondicionalmente del lado del país que visito, así que grito y berreo de pasión como un senegalés. Tengo, además, ocasión de disfrutar de un precioso gol de refinada artesanía. Zimbabwe 0 – Senegal 2. En el local atestado hay también tres europeos, entre ellos la única mujer. Cuando el partido acaba y todos los negros vuelven a sus casas eufóricos, observo, entre el eco del silencio y del desorden de sillas, los magros restos que han quedado sobre las mesas. Exactamente 4 tristes vasos vacíos, o casi, junto a sus correspondientes botellines de cerveza. Los de mis tres compatriotas, hace tiempo que mi patria es Europa, y el mío. Ni uno más. Temporada media en Senegal, pero temporada alta en Saly. Cuando vuelvo al hotel para cenar me doy cuenta de por qué quedaban tan pocos restos en el buffet del mediodía. Es que el hotel está prácticamente lleno, tanto que no me es fácil encontrar una mesa libre donde sentarme a cenar, a pesar de que hay muchísimas. Es ahora cuando encuentro que esta caterva de jubilados franceses con algún aditamento más joven es admirable cuando está vestida y, sobre todo, cuando come. Tras el tranquilo día, con la piel sonrosada, la ducha tomada y la camisa reluciente, llega el momento culminante: la cena al aire libre, entre flores, macizos y árboles. Hay alegría en el ambiente y yo diría que casi tanta pasión por la comida como la de los senegaleses por su equipo nacional. Aquí hay tanta humanidad, la temperatura es tan fantástica y la noche tan tibia, que los comedidos galos no se muestran tan silenciosos como por lo normal en su país. Hay una algarabía de contentura y de goce, como también hay amabilidad y buena educación para compartir, para ayudarse y para hacer las largas colas para recoger el espléndido menú buffet con que esta noche somos agraciados. Hay incluso algunos grupos de turistas negros, no podría asegurar que senegaleses, bastante ruidosos. Para más felicidad suena la cora. Me ha enamorado este instrumento. El que canta y tañe es casi tan bueno como el del hotel Residence de Saint Louis. Con mi vino imaginario y con mi cerveza real brindo por Francia y por Senegal, a quienes hago, desde ahora, mías. ¡Cómo no hacerlo con esta cena!. Una espléndida y exquisita ensalada entre cuyos variadísimos productos figuran quisquillas y unas tremendas patas de cangrejo simplemente extraordinarias que uno puede arramblar, y arrambla, a destajo. De plato principal hay varias opciones. Yo me decanto por un asado épico de buey. Puf!. No he hablado hasta ahora de las frutas tropicales de Senegal. Esta es la ocasión. Pocas veces, quizás nunca, he comido guayabas y papayas tan en sazón. Buahhh!.

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Dakar – Corniche Est

24 de enero de 2006

En el paseo de vuelta de Saly a la Gare routière de Mbour con mi bolsa de Ercoreca me cruzo con muchos coches y furgonetas que van a aprovisionar Saly y los complejos turísticos costeros. También me cruzo o me adelantan bastantes carros tirados por caballo o por burro. Algunos de ellos recogen pasajeros en las cunetas, que se sientan limpiamente en el borde de la plataforma de madera. Podría pagar uno de estos vehículos de transporte, supongo, pero calibro que mis huesos van mucho mejor en posición erecta que sentados en el traqueteo del carro por los desiguales arcenes. Cuando llego a la gare es la primera vez que he de esperar la llegada de transporte para Dakar, e incluso pelear un poco para obtener plaza cuando llegan un par de sept places para ese destino. Pero estos senegaleses son muy amables con los turistas, incluso cuando no esperan nada a cambio, y, aunque no me cuelo, son bastantes los que defienden mis interesas mucho mejor que yo e impiden que otros se me cuelen en la barahúnda que se forma, ya que en Senegal no se hacen colas, sino montones. Como ocurre en diversos países de este estrecho mundo, por otra parte.

Me encanta hallarme de nuevo en Dakar. Esta ciudad me gusta. Lo que queda de mañana la dedico a trajinar por los mercados y bazares centrales, despacio. Luego como en un “libanés” de los muchos que hay, es decir, un restaurante de éxito donde dan “kawarma” de cordero, que será carnero, en asiette, o sea, plato, una opción gastronómica muy común en Senegal. El local está lleno de jóvenes, quiere decir que es barato y no está mal. El dueño, un libanés con bigote y perilla, blanco, sentado en alto a la entrada, se ocupa con fruición de dos cosas: cobrar y vigilar desde su puesto de observación. De pronto comienza a vociferar contra uno de los muchos camareros, precisamente el joven que me ha servido, y, sin pensárselo dos veces, lo despide y expulsa del local. Alega que ha sisado de las cuentas, algo que el negro, coitado, niega. El infeliz vuelve repetidamente de la calle para defenderse, intentando dar explicaciones, pero cada vez que lo hace, el libanés eleva el tono de sus gritos y la violencia de su gesto de expulsión, que exagera extendiendo el brazo repetidamente indicando la calle. Si la cara de coitado fuera una demostración yo declararía la inocencia de mi camarero, en caso de pertenecer al jurado. Pero el libanés, o está convencidísimo de lo contrario o está persuadidísimo de que no debe 42

echarse atrás de su decisión aunque haya comprendido haberse equivocado, no sé. En cualquier caso, el ejercicio de los derechos sindicales se llama aquí práctica de las potestades patronales. La tarde la ocupo en caminar largo y tendido. Es mi último día. Parto mañana a primeras horas de la mañana. Me voy hacia el sur, embajada tras embajada, hospitales, administraciones, la residencia del primer ministro y el Palacio de Justicia. Esto quiere decir que paso de ser observado por la policía que custodia este edificio a ser vigilado por la del siguiente. Así llego al final del final, el Cap Manuel extremo desde donde hay una hermosa vista marina. Allí mismo está la Delegación, no Embajada, de la Unión Europea, en una moderna edificación. Cuando escribo esto, a 13 de febrero, no he leído en la prensa nuestra nada sobre ningún ataque a esta delegación por parte de los airados musulmanes de esta Senegal islámica. Cae muy a desmano. Hojeo por internet la prensa de Dakar y ahí se pueden leer inflamadas arengas contra las agresiones y ultrajes de occidente a la fe musulmana, así como varias convocatorias de manifestaciones en mezquitas y en plazas por las que he paseado. Me da el miedo para provocar el cual han sido convocadas. Occidente deberá pisar con pies de plomo si quiere evitar ser devorado por la ira. Ésta da signos inequívocos de una gran fortaleza y determinación. Por otra parte, Occidente deberá construir su propia fuerza laica en el respeto escrupuloso a todas las religiones. Es lo menos que puede hacer por la paz en el mundo. Ahora vuelvo hacia el centro por la Corniche Est, una sinuosa carretera que bordea los acantilados de esta parte del mar que mira a la Isla de Gorée. Hay villas e instituciones a la izquierda y clubes deportivos allá abajo, junto de al mar y las rocas. Bordeo todo, pasando por la zona de los hotelazos hasta el puerto, una buena kilometrada, y me voy luego para el centro y al mercado Sandoga. Es ahora cuando conseguiré entrar en el Sancta Santorum hasta ahora vedado. El sótano es una cueva oscura donde los sacos de alimentos y los mostradores están tan prietos que a duras penas puedes cruzarte con una persona por los estrechísimos pasillos que dejan entre sí. Es una visión y un ambiente de película de pesadilla, pero los puestos siguen bien abastecidos de productos baratísimos, no están tan sucios y las basuras están más recogidas que por las afueras. Huele muy fuerte en la zona de pescado seco y no tanto en la zona de carnes. Los pisos superiores los ocupan puestos de telas y otros productos. Es ya de noche y doy mis últimos paseos por la ciudad. Sorbo también la última cerveza senegalesa en un bar que quiere ser elegante. Hay dos cervezas. Una de mijo, suave, que te la dan en botellas de a 600 cm3 y otra de cebada, fuerte, en botellines normales de 330 cm3. Cuando tengo mucha sed pido la primera, pero me gusta bastante más la segunda. Luego marcho al hotel dispuesto a repetir exactamente la misma cena que disfruté hace dos días: Un riquísimo marinado de pescado a la lima y la pimienta roja y unas brochettes estupendas de carne con pommes frites recién frites no congeladas. Todo muy bien presentado con verduritas y tomatitos cherry. Tal como anteayer, soy el único comensal y ya me he hecho amigo del camarero, un tipo listo y sonriente en extremo, y de la camarera, una rebosante de curvas chica tras la barra, cuyo mayor protagonismo lo alcanza cuando sale de ella y camina por la pasarela bamboleándolas con hembra-maestría. Cuando termino y salgo del restaurante otra chica está sentada en recepción, al acecho, al lado del ascensor que debo tomar para subir a mi habitación. Me hace gestos obscenos indicando su oferta de subir conmigo. Esta no debe ser de las gazelles de las que hablaba André, pues el producto no es de mi agrado. No me gusta ni pum. Puf!. Me estoy volviendo un finolis.

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Senegal –Desarrollo y curiosidades

25 de enero de 2006

Mala pata. El Sahara mauritano y saharauí está cubierto por una capa superficial de bruma que impide verse deslumbrado por el fulgor silíceo del suelo. El itinerario aéreo de la ruta DakarCasablanca hace un largo tramo por el océano, que recorremos prácticamente en la noche, y entra en el Sahara por Mauritania, cuando amanece, poco antes de la capital Nuakchot. Pero ocurren misterios meteorológicos: el océano está limpio de nubes y nada más entrar a sobrevolar tierra ésta se cubre con un manto blanco de nubes bajas. Este mundo al revés me deja con las ganas de desierto. La escala en Casablanca es en esta ocasión muy corta y llego a Madrid rápidamente. Había contratado la conexión a Bilbao dejando una margen de 6 horas, debido a que, por esa premura de tiempo en la conexión marroquí, temía perderla y verme obligado a tomar la siguiente. De modo que mi precaución tiene el premio de dispensarme unas horitas estupendas en Madrid, sino fuera por un buen disgusto familiar que recibo por teléfono. Estupendas en sí mismas y también porque sirven para comparar la distancia entre Casablanca y Madrid, una vez comprobada, a su vez, la distancia entre Casablanca y Dakar. Distancia más distancia, doble distancia, tremenda desigualdad. El desarrollo humano se mide al primer golpe de vista y las desigualdades entre unos y otros al primer golpe de conciencia. Me he sentido a gusto en Senegal. De no ser por los buscavidas que se te enrocan, más todavía podía haberlo estado. La guía azul que me informaba, o bien miente de forma descarada, o bien mira y mide con los ojos cerrados. No hace sino advertir de los peligros de la delincuencia y no sabe encontrar nada que destacar por ningún lado. Por el contrario, yo me he encontrado relajado, rodeado de gente de sonrisa fácil, aún en las densas y recónditas profundidades de la pobreza y de la miseria. Exceptuando la falta de iluminación artificial en las noches y las correspondientes sombras humanas agazapadas en la oscuridad de las calles fúnebres, las cuales resultan demasiado para el cuerpo asustadizo de un occidental, seguridad plena. Descartando los chiquillos salvajes de Saint Louis, que prefieren la diversión a la hospitalidad, todo el mundo tiene una buena disposición para con sus visitantes, incluso muy buena. Me he movido en los barrios y en los transportes populares, además de en los hoteles y restaurantes. No hablo por hablar.

Senegal ocupa el lugar 157 entre 177 países que el último Informe de 2005 de la ONU clasifica según su Desarrollo Humano, cuyos datos son del 2003. Cuba, el último país que he visitado, de muy parecida población y clima no muy diferente, en parecida latitud en el continente al otro lado del Atlántico (si África se pegara a América, Dakar rascaría a Nicaragua con la nariz del Cap Vert), ocupa el lugar 52. Una distancia enorme que yo no he visto. O no he sabido ver. Alguien podría acusarme de que pude andar ciego en Cuba, como la guía en Senegal. Para mí, casi todo ha sido una sorpresa positiva en este país, casi siempre esperaba algo peor de lo que veía. Sin 44

darme cuenta había tomado como punto de referencia al Zaire de 1988, que es cuando yo lo visité, lo que en teoría no estaba demasiado descaminado, ya que entonces Zaire tenía un IDH de 0,426 (hoy día, 15 años después, está por los 0,385, tras tantos años de descalabro) y el de hoy de Senegal es de 0,458, por encima, pero no demasiado superior. Esperaba encontrar, por ejemplo, los mercados desabastecidos, como estaban entonces en Zaire, como los he encontrado incluso en Cuba, a pesar de estar tan arriba. Pero de mercados desabastecidos, nada. Las dos únicas cosas que he localizado entre las malas que suponía, son la suciedad y la cantidad de niños desescolarizados y hechos unos zorros compitiendo con las inmundicias. Pero, por ejemplo, ¿carreteras?, tan buenas o mejores que las de Cuba; ¿tráfico?, tanto o más que en Cuba; ¿transportes colectivos por carretera?, más que en Cuba; ¿comercios?, tantos como en Cuba; ... Cierto que estoy citando los aspectos en los que Cuba está más retrasada. Pero sigo, ¿móviles?, muchos más que en Cuba; ¿ordenadores y conexiones a Internet?, muchas más que en Cuba. Sorprendidísimo me han dejado estos aspectos, la estampa de los ciudadanos y ciudadanas con sus móviles a la oreja y la cantidad de cibercafés. Cierto que estoy citando las cosas en las que Senegal destaca más, en relación a los países de parecido desarrollo. Pero son ya demasiadas cosas como para que no me choque la comparación, que debería ser prácticamente siempre desfavorable a Senegal. Cierto que Cuba es un país muy excepcional que produce extraños efectos en los balances internacionales. Cierto que su índice de desarrollo se va por las nubes por causa de sus conquistas relativamente extraordinarias en Sanidad y Educación, precisamente las de peso en el IDH, pero es que la imagen de Senegal tampoco me cuadra si la comparo con la que guardo de la RD del Congo en 1988. Este Senegal me parece bastante más desarrollado de lo que estaba el Zaire entonces. ¿Qué pasa?. ¿He visto lo mejor de Senegal?. De eso no cabe la menor duda. Dakar y su entorno es con mucho la región más desarrollada, junto a Thies, que incluye a Saly y Mbour. Las de Louga y Saint Louis por las que he pasado están por encima de la mediana. Mientras tanto, las regiones más pobres y abandonadas de servicios son las centrales interiores, sobre todo, y las del sur y las orientales, después. Justo por donde no he andado. También se ha dicho que una de las razones que explica la conflictividad de la región sureña de Casamance, además del atolladero étnico, es el tradicional olvido y tratamiento desigual que recibía de parte del estado senegalés y que se intenta corregir en la última década. Y, si esto no lo explica todo, ¿qué pasa?, ¿que se me conquista por el estómago?, ¿que he comido tan requetebién que todo me ha parecido de color de rosa?. Tal vez, tal vez ... Por ejemplo, ¿cómo se explica que la conducción en Senegal sea tranquila?. ¿Cómo se explica que países de mayor nivel económico y educativo como Egipto, como Turquía, como Siria, como la India, ... pongan locura de tráfico donde Senegal pone sensatez?. En Cuba la conducción también es sosegada, un buen dato, pero se explica por un nivel de coacción represiva del régimen que no parece aplicable en la misma medida a Senegal. Lo digo en este caso sin ánimo ninguno de censura, porque la represión de las conductas peligrosas en la conducción me parece a mí un avance y no un retroceso. Pero ese avance no me cuadra que se haya dado en Senegal en la medida de su nivel de desarrollo, sino en una medida mayor. En fin, ¿qué me ha seducido?. ¿Encuentro otra posibilidad de explicación en la juventud?. Senegal destaca negativamente por un desarrollo de la educación muy precario, ya lo he comentado. No ocurre lo mismo con la sanidad, en la que Senegal está mejor de lo que le corresponde. Es decir, muy mal, pero mejor que su IDH y que su nivel de ingresos en el contexto africano. Tiene la suerte de no haber sido atacada masivamente por el Sida (está a un nivel de incidencia de la enfermedad como el español), como es el caso de otros países subsaharianos, sobre todo más al sur. Con todo, su esperanza de vida es de 55,7 años (España: 79,5), casi la mitad de la población es menor de 15 años (España: 14,3%), y solo 1 de cada 40 senegaleses tiene más de 65 (España: 6 de cada 40). Esto quiere decir que la población es infantil y joven, que se ven 6 veces menos carcamales que en España, un porcentaje mayor de chicos y chicas guapas, mucha humanidad en la flor de la vida, mucha vitalidad en los comportamientos psicomotrices, ... Cuando me quedé perplejo en Saly por el contraste entre europeoblanco-rico-viejo-gordo-feo y senegalés-negro-pobre-joven-esbelto-guapo hice trampa: aquello era justamente un dato muy a favor de Europa, que es capaz de producir viejos feos como yo, lo que es un mérito y no un menoscabo, como quise hacer ver para expresar un sentimiento de admiración por la belleza negra. Ahora bien, tal vez esta belleza que uno va viendo por ahí, la innegable alegría de la juventud o la espontaneidad infantil y adolescente, acaba produciendo una sensación de ventura, tal vez un cierto gozo, que hace mirar las cosas con ojos más benevolentes. Me he comentado a mí mismo que si un bello paisaje, una bella música, una bella calle o bello monumento me ponen inmediatamente contento, lo mismo me ha de pasar, por fuerza, con una bella mujer o un ágil muchacho. Tal vez haya sido presa de estos efectos positivos derivados precisamente de situa45

ciones negativas en el desarrollo, mucho joven, poco viejo. Tal vez, me digo ahora, deba aprender a ver también la belleza de la edad postrera. Tal vez sea interesante proponer una mayor templanza frente a la dictadura de la biología. Uno de los efectos de que casi la mitad de la población no tenga acceso a saneamientos adecuados es la cantidad de chiquillos sucios, como ya he comentado repetidamente, pero otro es la frecuencia con que uno ve por las calles, sobre todo en torno a los mercados, una persona en cuclillas, casi siempre muy muy sucia, intentando lavarse de mala manera con una tetera llena de agua por toda fuente del preciado líquido, sin jabón con el que contaminar los suelos, a veces con un trapo negro para restregar y casi siempre sin instrumento rascador alguno, solo la tetera vieja llena de agua y el chorrito austero sobre los dedos de los pies, sobre las manos, sobre la cara, ... Si, precisamente una tetera y no otra cosa, sin que yo sea capaz de explicarlo. Es una de las muy particulares imágenes senegaleses de la pobreza. Esto no se veía en Cuba, claro. Con todo, yo no he visto ese 24 % de personas desnutridas ni esos cuadros de niños raquíticos a los que los reportajes de las hambrunas nos tienen acostumbrados y que esa cuarta parte de niños con peso y altura insuficiente de las estadísticas sugiere que podrían verse. ¿Estarán en el interior y en el sur?. He andado por barrios pobres, esos que la guía desaconsejaba vivamente, y he visto una pobreza que no me ha parecido llegar a la de la India, por ejemplo. Sin embargo, las cifras de pobres que viven con menos de 1 $ diario (26,3% de la población) o con menos de 2 $ diarios (67,8%), son espeluznantes, aunque, en efecto, no llegan a las de la India, aún peores, la cual, para continuar con las sorpresas, está bastante por encima en desarrollo humano (puesto 127 frente al 157) y en ingresos (2.892 $ frente a 1.648 por persona y año). En el otro lado de la balanza de la desigualdad, en el de los ricos, me he visto sorprendido por los Mercedes y los BMW que no veía en la India, incluso por los chalets y villas que tampoco encontramos allí. El 10% más rico ingresa casi 13 veces más que el 10% más pobre (EEUU, casi 16 veces; España, 9 veces) y el coeficiente de Gini, la medida mejor de la desigualdad, es de un 41,3, muy parecida al 40,8 de EEUU (España, 32,5). Con todo, Senegal es un país muy desigual en el mundo, pero de los menos desiguales del África Subsahariana, la peor región mundial, junto a Sudamérica, en este aspecto. Y lo cierto es que estas cifras dan a entender como si en Senegal hubiera una profunda y extraña desigualdad en la zona media de ingresos, ya que las diferencias entre los muy ricos y los muy pobres, siendo grandes, no explican por sí solas, ni mucho menos, la cifra de desigualdad global. ¿Se corresponde esto con mi petición de esclarecimiento a mis sorpresas en la desigualdad interregional?. A la vista de los datos y de la comparación entre los diversos parámetros he de considerarlo como probable. Mis sorpresas en positivo del país es plausible que se amortiguaran si visitara el interior y el sur. No quiero acabar esta reflexión-anecdotario sin mencionar un detalle chocante: Los ciudadanos y ciudadanas de un país donde la mugre y las basuras destacan sobremanera, son las personas con los dientes más blancos que yo he visto en el mundo mundial. ¿Cuál es el secreto?. Los dientes pueden estar rotos y pueden faltar, pero se mostrarán, los que quedan, muy blancos. El misterio son los palitroques de tamarindo y de nogal que se venden por todos los lados. Es una práctica habitual que los senegaleses vayan por la calle con un pequeño palo descortezado y blanco de tamarindo o de raiz de nogal, con el que rascan con fruición sus blancas dentaduras. Incluso con gestos como de tics maníacos. A esto hay que añadir quienes mascan palos de regaliz, otra gran afición nacional, también a la venta en todas las esquinas. El resultado son más senegaleses con palos en la boca. Cosas de las culturas.

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Senegal, a 45 años de la independencia

febrero 2006

¡Qué poco sabemos de África!. Lo bueno de viajar es que no solo conoces algo, sino que te obliga a conocer más si quieres entender un poco. Pero los europeos viajamos poco a África, a pesar de nuestra responsabilidad histórica, de modo que no tenemos ese plus de incentivo para enterarnos de lo que pasa por ese continente. Tal vez sea, sin embargo, no que no conozcamos por no viajar, sino que no viajamos para no conocer y que solo lo hacemos cuando el viaje no nos obliga a ningún aprendizaje, y menos a ningún esfuerzo de entendimiento. Ese es el caso de ese turismo masivo de evasión que sólo intenta reproducir, a base de euros y lejos de su lugar de trabajo, el útero materno, un lugar lo más parecido posible a aquel de donde se ha huido y donde todo te lo dan hecho. Hasta el sexo, como es el caso del turismo sexual. Una manera de eludir la costosa tarea de ligar, de los machos occidentales. Y, cada vez mas, también de las hembras. Senegal es un país de los considerados ejemplares, en el contexto africano, al que, sin embargo, no le ha lucido esa ejemplaridad. Esta es la primera conclusión que uno saca cuando repasa su historia reciente y su evolución económica y social. Occidente se empeña en asociar democracia, buen gobierno y ortodoxia económica liberal con progreso. Pero el mundo es tozudo y se obstina en no ofrecer datos para una correlación positiva, clara y nítida entre esas variables. Personalmente, me he entretenido muchas veces elaborando gráficas y gráficas de correlación entre el desarrollo humano y variables como la desigualdad, o distintas clases de ella, o el índice de democracia, o la corrupción, u otras de esa índole bienintencionada, y casi siempre me he llevado un chasco. La relación, si la hay, es muy poco estrecha. Senegal es un país más entre los muchos que no responden con la realidad al esquema deseado. Desgraciadamente, no basta con portarse oficialmente bien para progresar. Ya he comentado el puesto 157 de Senegal en Desarrollo Humano, entre los 177 mundiales de los cuales hay datos en el Informe de 2005. Mejora al puesto 149 en PIB por persona, al 134 en esperanza de vida (debido a que el Sida no le ha afectado), y baja en cambio al fondo de los infiernos, al puesto 172, en cuanto a índice de desarrollo educativo. De modo que, si para eso sirve portarse bien, casi mejor ser el malo de la película. Por el contrario, ocuparía el lugar 62 en Índice de Democracia y el 87 en Percepción de la Corrupción, ordenados los países de menos a más en este caso, una vez extrapolados los datos con que cuento, de la ONU y de Transparency International, al año 2003 y a los 177 países de referencia. Es decir, Senegal es de los “buenos” países mundiales, está por encima de la mediana, pero de los muy malos resultones, en el grupo del 20% de los peores. Incluso si consideramos la desigualdad de ingresos, vemos que su puesto es mejor que el de su desarrollo, el 116 frente al 157. En cambio, en desigualdad de género es exactamente tan malo como en desarrollo general. Ahora bien, estos resultados mejoran notablemente si los consideramos dentro del ámbito subsahariano. En efecto, ocupa el lugar 20 en Desarrollo Humano, el 17 en PIB por persona, el 4 en Esperanza de Vida y el 33 en Educación, entre los 41 países de África Subsahariana (descontados Liberia y Somalia, de los que no hay datos, los pequeños insulares del Índico -Comores, Mauricio y Seychelles- y Santo Tomé y Príncipe, porque se me ha traspapelado al hacer el repaso). Por encima de la mediana, por tanto. Más todavía, si nos reducimos a la subregión constituida por los 15 países del África Extremo Occidental (Cabo Verde, Senegal, Gambia, GuineaBissau, Guinea, Sierra Leona)3, junto a los del África saheliana (Burkina Faso, Tchad, Malí y Níger) y los del Golfo de Guinea (Costa de Marfil, Ghana, Togo, Benin y Nigeria), los resultados aún mejoran: puesto 6, en desarrollo Humano, el mismo en PIB por persona, el 3 en Esperanza de Vida y el 8 en educación. En este ámbito se sitúa ya en el 40% superior. Salvo excepciones, siempre conviene analizar los países en su contexto geográfico y económico inmediato. El hacerlo así, además, nos restituye algo la confianza en que lo “bueno” no está en contra de la eficiencia económica y social, sino más bien a favor, aunque no tanto como quisiéramos. O, al menos, restituye la idea de que ser “bueno” es bueno para progresar, en caso de pertenecer a la región adecuada. La desgracia es que Senegal está inmersa en el continente más castigado y, dentro de él, en una de las regiones más convulsas y desgraciadas del globo. Lo comentaré más tarde.

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De Liberia no hay datos 47

Senegal ha tenido tres presidentes desde su independencia en 1960: el poeta Léopold Sédar Senghor, entre 1960 y 1980, Abdou Diouf, de gran prestigio en todo África, hasta el 2000, y el actual Abdulaye Wade, desde entonces. Los dos primeros de la mano del PSS (Partido Socialista de Senegal), el último como líder del PDS (Partido Democrático de Senegal). Sólo por la larguísima duración de los mandatos de sus dos primeros presidentes, 20 años cada uno, y la aún más larga del partido de ambos, 40 años, ya se puede sospechar que se trataba de un régimen muy presidencialista, con graves defectos democráticos, que algunos preferirían considerar virtudes autoritarias. Hubo corrupción, hubo intentos de golpes de estado, hubo luchas de la oposición y de los colectivos más rebeldes y oprimidos y hubo conflicto militar en Casamance, aún no resuelto del todo, desde 1992, pero nada de todo ello llegaba a conseguir derrocar a los presidentes ni al PSS. Lo que sí conseguían son progresivos cambios de la constitución y de la ley electoral, en el sentido de un pluripartidismo inicialmente ausente, de una moderación del presidencialismo y de una mayor libertad, transparencia y democracia participativa. A partir de la última reforma de la Carta Magna, en el 2001, el país cuenta con una Democracia que recibe el beneplácito de Occidente. En resumen, una de las mejores evoluciones políticas en el contexto africano. Por el contrario, la economía senegalesa ofrece indicadores globalmente negativos hasta 1995 y globalmente positivos desde entonces. Una economía de inspiración muy marcadamente socialista, con un estado muy fuertemente intervencionista, en la primera década de Senghor, y progresivamente reformada desde 1970, de la mano del FMI, en el sentido neoliberal. Casi no es discutible que le economía senegalesa necesitase ajustes, reformas y aligeramientos tras la gestión sumamente intervencionista y el estancamiento notable del crecimiento económico en los primeros 15 años de independencia del país. Pero aún menos discutible es que las recetas del FMI fueron aún más negativas en los 20 años siguientes, de los cuales 15 son de muy directa responsabilidad suya. Se sabe lo que significó el Ajuste Estructural inmisericorde, tanto en Senegal como en demasiados países del ancho mundo. Sólo a partir del 95 el FMI comienza a moderar su brutalidad, cuando el fracaso bastante generalizado de esa política hace igualmente necesarias la crítica y el cambio. En el caso particular de Senegal, hay que calificar el fracaso de notable: 20 años de descenso continuado del PIB por persona siguiendo la política del FMI. El resumen global es el siguiente: un crecimiento del PIB entre el 2 y el 3% anual, muy ligeramente por encima del crecimiento de la población, entre 1960 y 1975; crecimiento del 2% inferior al aumento de población del 75 al 94, en plena hégira del FMI, y recuperación hasta cifras en torno al 5% desde 1994. Esto hizo que el PIB por persona se mantuviese plano o aumentase ligerísimamente hasta 1976, lo que debe considerarse negativo en época tan positiva en el contexto mundial, que descendiese después, sin prisa pero sin pausa, hasta 1994 y que aumentase ya con más rapidez a partir de 1994. Sólo en 2004 se consiguió rebasar el listón del PIB por persona de 1976, recuperando en 10 años lo perdido en 18. Probablemente hay que asignar a la drástica devaluación del franco CFA de 1994, del 50%, medida también auspiciada por el FMI, una parte importante del relativo éxito de la política económica posterior, juicio que no es generalizable al resto de los países de la UEMOA4, con los que Senegal comparte la misma moneda, también afectados por la medida. La mejora del Índice de Desarrollo Humano, sin embargo, ha sido más positiva: Un ritmo promedio del 1,7% anual entre 1975 y 1990, que baja al 1% del 90 al 2003. No hay datos anteriores. Se dejaron notar hasta 1990 las inercias de los aires mundiales de providencia estatal y de los planteamientos del socialismo de Senghor y de Diouf, así como también las rigideces del neoliberalismo, después, en forma de recortes de los gastos sociales. La economía de Senegal se ha movido y se sigue moviendo en la estrechez. Extravertida, aunque casi en exclusiva hacia Francia en un principio, exporta cacahuetes y fosfatos a cambio de alimentos, bienes de equipo, petróleo y productos manufacturados. Prácticamente no comercia en la región hasta más tarde. Senegal está al borde del Sahara, a gran distancia geográfica de Europa, mientras que las comunicaciones con los países de su entorno son penosas. Lo que esta situación tenga de mejorable está todavía por intentarse en serio. La dependencia del cacahuete y de los productos mineros ha provocado las crisis correspondientes debidas a reducciones en los precios relativos de estos bienes y a sequías. La sobrevaloración de la moneda hacía muy difícilmente competitiva la producción propia. Inevitable déficit exterior que hubo de financiarse con deuda. El estado omnipresente se muestra ineficiente y paga la inversión pública con recursos exteriores, los salarios y los servicios con déficit público y con inflación. Exceso de consumo hasta el 90% del PIB, no queda más que para una ridícula 4

UEMOA: Unión Económica y Monetaria Oeste Africana. Incluye a Benin, Burkina Faso, Costa de Marfil, Guinea Bissau, Malí, Níger y Togo, además de Senegal. 48

tasa de inversión y para una tasa ahorro negativa. Estructura económica completamente descompensada. La masa salarial se corresponde con esa mínima inversión y ronda el 7% del PIB (España sobre el 49 %). El número de asalariados formales increíblemente bajo, el 1,5% de la población total. Eso significa economía informal galopante, más de la mitad de la economía, y se explica porque cerca del 60% de la población activa, no asalariada en su inmensa mayoría, se afana en el sector agrícola que, sin embargo, sólo produce el 18% del PIB. En él se extiende la mayor pobreza, la mayor desnutrición y las grandes miserias. Hay un sector terciario descompensadamente grande que produce el 52,8% del PIB (1998) y un sector industrial raquítico que pugna desde los 90 por abrirse camino. Las políticas de Ajuste consiguieron reducir la demanda pero no aumentar la oferta, a pesar de privatizaciones traumáticas, corte radical de subvenciones, desprotección de los trabajadores, temporalización del empleo, reestructuraciones y desenganches del estado. Es decir, fracasaron. Eso significó aumento de la pobreza y sufrimiento para la población. Las políticas sectoriales naufragaron. La política agrícola aún lo sigue haciendo hoy día y Europa y su proteccionismo no son ajenas a ello. Yo, desde luego, he visto pocos cultivos, demasiado pocos, si bien la ganadería de pastoreo extensivo se hace muy presente. Por fin llegan mejores noticias a partir de los 90. La política industrial, tras dos décadas de fracasos, comienza a dar frutos. Se ha animado la construcción, el sector energético, las industrias químicas, las telecomunicaciones y las infraestructuras. El país ha protegido su empleo y su industria con aranceles a los productos extranjeros y con incentivos a los propios. Pan para hoy y hambre para mañana si eso se toma como panacea, pero política prudente si es comedida y se compensa con la apertura al comercio interregional. El gasto público se levanta tras la atonía a que lo sometió el FMI, y mejora la proporción que se dedica a formación de capital, ínfima hasta entonces, pues la inmensa parte del bocado era para gastos de funcionamiento. Es decir, mejora su eficiencia. Llegó también la ayuda al desarrollo, vital, hasta un 14,4 % del PIB en los 90, hoy reducida al 6,9%. Y las renegociaciones sistemáticas de la deuda exterior, a las que se han añadido los beneficios de sus más recientes condonaciones5. Lo que no ha llegado todavía es la inversión extranjera, pero hay síntomas de que puede empezar a hacerlo. El país ha encontrado nuevos filones en la pesca, en las licencias para ejercerla y en el turismo. Su dependencia exterior de los productos primarios sigue siendo grande, pero ha disminuido. Sus finanzas exteriores y públicas se han estabilizado. La inflación se ha contenido. El cuadro tiene ahora bonitos colores si los comparamos con los que tuvo hasta hace poco. Con todo, ya he dado datos de donde estamos, todavía. En la puta miseria. El país necesita sacar a su economía del marasmo de la informalidad, muy ligada a la religión y a las estructuras tribales, siquiera sea para llegar a esa gran parte de las riquezas producidas que escapan a la imposición fiscal. El sistema de las microfinanciaciones no es un mal camino para reflotar aquella gran parte de la economía que permanece sumergida, y he leído que está funcionando en Senegal. Lo que no puede ser es que sólo el 2% de la población sea contribuyente ni que esa contribución recaiga en su 55% sobre los poquísimos asalariados. Senegal debe ampliar sus ingresos fiscales, repartir mucho mejor esa carga y luego distribuir los recursos entre sectores, mercados y personas de manera eficaz y más justa, tanto en lo horizontal sectorial, como en lo transversal territorial, como en lo vertical de las clases sociales. Ha de contribuir a la formación de capital humano, infraestructural y productivo. Ha de creer que tiene un enorme potencial económico sin explotar en el sector privado y ha de facilitarle el acceso al crédito, a la formación, al partenariado y la cooperación, a la tecnología, a los mercados regionales e internacionales. En el mundo se están recuperando los flujos de capital extranjero hacia los mercados emergentes y alcanzando sus mejores cotas. África también puede participar de ese maná de doble filo. Senegal tiene buena prensa en las instituciones financieras internacionales multilaterales. Debe aprovecharse de ello. Lo que mucho me temo es que no tenga sentido pedir a Senegal que saque a la agricultura de su completo estancamiento, porque antes le deberemos exigir a Europa y a EEUU que no se lo impidan con sus políticas agrícolas. Por fín he comprendido lo que ven mis ojos cuando bajan la mirada al suelo y tropiezan con los pies negros en movimiento sobre sandalias raídas pisando polvo y arena. Tras el acontecimiento individual de una cara, un comercio, un edificio, unos vendedores, un árbol o cualquier cosa que como turista corresponda enfocar, un suceso fundamentalmente emotivo, la racionalidad me invita a intentar comprenderlo en su contexto sociológico. Es este contexto el que encuentro bajando los ojos a esos pies sin nombre en movimiento. 5

Senegal ha sido uno de los 13 países africanos beneficiados por la última anulación de la deuda multilateral. A partir del inicio del 2006 no debe nada al FMI. 49

Senegal – África occidental

Febrero 2006

¿Debe considerarse que Senegal tiene suerte debido a que no cuenta con diamantes, ni con oro, ni con demasiadas maderas preciosas, ni con bauxita, ni con coltan, ni con cobre, ni con petróleo, etc?. Es decir, ¿con ninguna de esas traicioneras bendiciones de la naturaleza cuya abundancia en la región extremo occidental africana la hacen una de las más desgraciadas del mundo por su degradación política y por los violentos conflictos que la asolan?. ¿Tiene Senegal la fortuna de librarse así de la codicia como fuente de guerra?. La relación entre las bondades democráticas e igualitarias y el desarrollo no es muy nítida, como hemos visto, pero la vinculación entre la maldad de la guerra y el antidesarrollo sí, lo que cada vez se hace más patente en el mundo moderno, al menos cuando el teatro de operaciones es el país. Por eso algunas potencias ponen buen cuidado en exportarlas fuera. En los dos sentidos: Guerra implica enfermedad de desarrollo y desarrollo enfermo implica guerra. Esta es una novedad específicamente contemporánea: hoy día las guerras son tanto más probables cuanto más atraso y pobreza sufra el país, al menos en cuanto a la afición preferente de toda guerra de poner cuantos más muertos mejor. Estas implicaciones son particularmente notorias en esta región extremo occidental africana. El conjunto de Guinea-Bissau, Guinea, Sierra Leona, Liberia, Costa de Marfil, Malí, Burkina Faso y Níger, constituye la región menos desarrollada del mundo (esos 8 países ocupan 8 de los últimos 21 puestos mundiales, 6 de los 14 últimos y los 4 últimos, en particular). Y es, en injusta correspondencia, la región del mundo con más conflictos armados en los últimos 20 años, en dura pugna con la región de los Lagos, la cuenca del Congo y Angola, estos también, cómo no, lugares atrasadísimos del planeta. Senegal, que pertene50

ce a esa región, a su borde noroccidental, ha conseguido salvar la mayor parte de su territorio de la hoguera general, excepto la región de Casamance, al sur, en la frontera con Guinea-Bissau. Esta zona, por otra parte, es casi la única que tiene algo de esas traicioneras bendiciones de la naturaleza: cuenta con hermosos árboles tropicales. Esta gran región abarca un norte saheliano muy vulnerable a las seq uías y con graves problemas alimentarios que afectan a Malí, Burkina Faso y Níger, del que también forma parte el norte de Senegal, y un sur atlántico bendecido por regímenes de lluvias abundantes, repleto de bosques y maderas preciosas, constituido por la mayor parte de Guinea-Bissau, Guinea, Sierra Leona, Liberia y Costa de Marfil, así como el sur de Senegal. En esta zona pueden obtenerse tres cosechas anuales. Pues bien, además de esta capacidad forestal y agrícola, los diamantes de Sierra Leona y de Liberia son los más apreciados del mundo para la talla de joyas, hay oro en el interior de Guinea y Costa de Marfil, así como en el sur de Mali, Burkina Faso y Níger, además de rutilo y bauxita muy abundantes en Guinea y Sierra Leona. Obviamente, no es sólo la codicia que alientan estas riquezas la causa de la desgracia de la región. Ocurre, eso sí, que cuando la codicia se desenvuelve sobre ciertas condiciones sociales, políticas y económicas, es capaz de producir los mayores perjuicios sobre las sociedades. ¿Qué condiciones son esas?. Citaré tres, no sin antes reconocer una vez más una base de subdesarrollo y de pobreza generalizada: Una. Estados débiles. Fronteras caprichosas derivadas de las estructuras coloniales, mucho más relacionadas con las circunstancias operativas de los ejércitos colonizadores que con las necesidades de los pueblos. Estructuras de estado nación de corte europeo ajenas a los sistemas tradicionales de organización del poder, de carácter clánico y basadas en la cercanía y la transmisión oral. Los estados funcionaron, tras la descolonización, con una fuerte dependencia respecto de sus antiguos colonizadores y, en épocas de la guerra fría, cumpliendo necesidades geoestratégicas de las grandes potencias, antes que respondiendo a planteamientos nacionales. A cambio, los mentores proporcionaban estabilidad a los regímenes. Tras la guerra fría, una vez que se pierden los intereses estratégicos, esa estabilidad ha sufrido los mayores quebrantos en forma de guerras y los estados la mayor desestructuración. El estado está presente en la capital y en sus entornos, allá donde llegan unas infraestructuras más que deficientes y los lazos étnicos. El resto del territorio se organiza en satrapías. Mafias militarizadas, si se quiere llamarlas así. El poder central no destina recursos para el desarrollo de las regiones alejadas sino que hace concesiones a los poderes locales, los cuales organizan, a su vez, su propio sistema de impuestos y peajes, siempre basados en la fuerza militar. Dos. Políticas despóticas y sectarias. Regímenes presidencialistas y autoritarios, sustentados en la fuerte personalidad de sus líderes, con una base étnica incondicional de apoyo y en simonía con una clase funcionarial que administra las prebendas y los favores entre los más cercanos étnica y familiarmente. Apropiación patrimonialista de la escasa recaudación impositiva, de las ayudas internacionales y las concesiones a las empresas extranjeras que explotan las riquezas minerales y madereras, el caucho, el café y el cacao. Patrimonialismo que desemboca en una ideología de la rapiña. Gestión opaca y corrupción. Marginación de los restantes grupos étnicos y de los territorios lejanos. Escasísima inversión en infraestructuras y desigual esfuerzo en capital humano, en educación, sanidad y desarrollo, siempre a expensas de las necesidades militares y los arreglos políticos. La adhesión a los partidos políticos, cuando estos se acaban permitiendo, se produce por afinidades étnicas e intereses clánicos antes que por una comunidad de ideario o de intereses de clase. Los poderes locales lejanos se organizan al margen del estado, explotan y esclavizan a los campesinos, recaudan impuestos y peajes a las empresas extranjeras y compran armas para mantener los privilegios y sustentar en la fuerza su poder. Los recursos compran guerra en vez de producir desarrollo. Las empresas extranjeras han de pagar por partida doble: al estado central las concesiones, a los jefes y prefectos locales para asegurar la explotación. A pesar de todo son rentables hasta que la guerra hace imposible el negocio. Entonces se van y son los jefes milicianos los que directamente controlan las minas que siguen explotándose con trabajo esclavo. Los productos se comercializan a través de redes postizas, sobre todo libanesas, que exportan los diamantes a Israel -¡libaneses haciendo negocios con Israel!-, a Amberes, a Rusia, ... Dicen que también funcionan redes pakistaníes e indias. Tres. Conflictividad étnica. La progresiva desertización sahariana ha empujado a las etnias sahelianas hacia el sur, en busca de las rojas, cálidas y húmedas tierras ecuatoriales, desde siglos atrás. Esta emigración económica se solapa con la expansión del Islam, que sigue una dirección parecida, a través de la cuenca del Níger, del noreste hacia el suroeste, en los mismos siglos. Etnia y religión más avanzadas se asientan en los poblados y la economía neolítica, en la cultura animista y la sociedad tribal. Luego llegan los europeos, el estado romano y el 51

cristianismo igualmente expansivo. Estos explotan, además, las divisiones y los conflictos étnicos en su propio beneficio, con objeto de reclutar esclavos de las etnias sojuzgadas y asegurar el apoyo de las dominantes. El resultado es un mosaico étnico en toda la región, que se sigue acentuando con las convulsiones, las penurias y las guerras contemporáneas, las cuales acrecientan las corrientes migratorias por el fenómeno de los refugiados y los damnificados por aquellas. Los estados centrales, incluso aquellos que durante décadas fueron ejemplo de seriedad y desarrollo, como Costa de Marfil, no supieron atender las exigencias de los territorios y de las etnias marginadas y esta variable, asociada también a la religión tanto como a las necesidades asistenciales y a la seguridad, ha acabado por incardinarse en la conciencia de las gentes por encima de los proyectos nacionales. La situación actual es mejor que lo que fue, porque lo que fue, desde los años 80 en Sierra Leona, Guinea y Liberia, desde mediados de los 90 en Costa de Marfil, ha sido una sucesión de guerras, venganzas golpes de estado y hecatombes humanitarias que han acabado por extenderse a los territorios limítrofes de Senegal, Malí, Burkina Faso y Níger. Lo peor ya ha pasado en Sierra Leona, Guinea y Liberia, donde ya se han dado recientes procesos democráticos que instauran nuevos regímenes y constituciones sin golpes de estado, una auténtica novedad. En Liberia ha habido incluso elecciones democráticas que han aupado a la primera ”dama de hierro” africana, Ellen Johnson Sirleaf, dispuesta a chasquear el látigo de la justicia ante la corrupción y el nepotismo. Senegal tiene una cierta responsabilidad como pequeña potencia regional y en su calidad de estado estable, salvo por el conflicto de Casamance, felizmente en vías de resolución. Da la impresión de que intenta ejercerla. Nada le vendría mejor, por otra parte, que la región se estabilizara y se desarrollara, de modo que le va mucho en ello. Evitaría, por ejemplo, que las guerrillas de Casamance se organizaran en Guinea Bissau y podría expandir su demasiado reducido mercado. El Banco Mundial predice para los dos próximos años 2006 y 2007 un crecimiento económico espectacular para el conjunto de África. El mayor del mundo tras las gloriosas excepciones de China e India, al nivel de los países asiático orientales, por encima de América latina, de Asia Central y Occidental y de los países ricos. Claro que no todo el crecimiento del PIB se traduce en crecimiento de los ingresos medios por persona, pues la población también crece mucho Tampoco todo se invierte en desarrollo. Además, por lo que nos atañe, poco de este crecimiento espectacular corresponde todavía a esta región extremo occidental, que apenas sale, si acaba saliendo, de los rescoldos de las guerras. Hoy los tigres africanos están en el centro, en torno al golfo de Guinea, a la región de los Lagos y al Índico. La ONU debe hacer los imposibles para que la fragilidad de los estados y las inercias de las guerras no las reaviven. Las ayudas internacionales y los gobiernos deberán fomentar el desarrollo y la equidad, cuya falta desencadenó los conflictos. Si Costa de Marfil alcanzara un acuerdo similar al que ya se ha dado en sus tres vecinos occidentales, podría ejercer de potencia económica de la región, junto con la colindante Ghana, la poderosa Nigeria, si a su vez se estabiliza, y los actualmente exitosos Camerún y Gabón. Vamos a ver todavía muchas desgracias, pero hay elementos para confiar en que esta segunda parte de la primera década del siglo XXI, pueda ser el principio de un periodo africano exitoso. ¿No es un símbolo que, por fín, la RD del Congo, la otra parte del mundo más desgraciada junto con esta de la que hablamos, haya podido dotarse de una constitución plenamente africana, consensuada, sin golpes de estado y sin tutela de ninguna potencia, sólo con la ayuda de la ONU?. A Europa le va mucho en ello. Al mundo, más.

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