SI PEDRO INFANTE NO HUBIESE MUERTO Y OTRAS CANALLADAS EN HUAYACOCOTLA

SI PEDRO INFANTE NO HUBIESE MUERTO Y OTRAS CANALLADAS EN HUAYACOCOTLA 1 Everardo Monroy Caracas Editorial Tlahuica SI PEDRO INFANTE NO HUBIESE MUE

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SI PEDRO INFANTE NO HUBIESE MUERTO Y OTRAS CANALLADAS EN HUAYACOCOTLA

1 Everardo Monroy Caracas

Editorial Tlahuica

SI PEDRO INFANTE NO HUBIESE MUERTO Y OTRAS CANALLADAS EN HUAYACOCOTLA

Everardo Monroy Caracas Editorial Tlahuica 2

A MODO DE PRÓLOGO Pertenezco a la generación que nació y creció con la presencia mediática de Pedro Infante. La radio y la televisión mexicana de los Azcárraga nos permitieron hurgar en la vida del actor y cantante fallecido el lunes 15 de abril de 1957. Tenía 39 años de edad y desde 1942 había construido su imperio dentro del negocio del entretenimiento. Después de la yesca que lo convirtió en una tea humana, provocada por la aeronafta y la sobrecarga de fayuca, los mexicanos lo glorificaron y en algún rincón de la sala o la recámara colocaron sus fotografías y discos al lado del Sagrado Corazón de Jesús, San Judas Tadeo, San Martin Caballero y la Virgen de Guadalupe. Claudio Isaac, un cineasta prometedor pero que no logró superar el pesado legado creativo de su padre, Alberto Isaac, intentó presentarnos una visión existencialista de la generación mexicana marcada por la Era Infante: el descenso de la época dorada del cine nacional, la ruptura del autoritarismo familiar, rock and roll, mota y cultura urbana; luchas anticharristas sindicales, guerra de guerrillas contra las dictaduras militares latinoamericanas y del Caribe, etcétera. En 1983, Claudio nos dio a conocer en esa fallida cinta los amoríos tortuosos de un artista pictórico y escritor que nace el 15 de abril de 1957, precisamente el día fatídico: la muerte de nuestro charro cantor, el carpintero enamorado y leal a sus amigos y amores. El título de la cinta — El día que murió Pedro Infante—y algunas imágenes del avionazo son las únicas referencias visible del actor y cantante en la historia. El personaje Pablo Rueda (Humberto Zurita) debe luchar contra los demonios de la frustración y ruptura sentimental para no perder su esencia intelectual. Es un chilango más sumergido en una realidad caótica y marcada por el capitalismo industrial en ascenso. Intenta en vano olvidar a su pareja, metiéndose en la cama con otras mujeres, pero falla. Ariane Pellicer, Leticia Perdigón, Alfonso Arau, Carmen Salinas y Pedro Armendáriz Jr. Participaron en ese enjuague existencialista con toques freudianos. Antes, en 1963 y 1966, Ismael Rodríguez y Miguel Zacarías dirigieron las películas Así era Pedro Infante y La Vida de Pedro Infante. La primera en formato de documental y armada con trozos de filmes protagonizados por Pedro Infante bajo la batuta de Ismael Rodríguez e imágenes obtenidas durante el sepelio y la vida familiar de su fallecido pupilo y amigo. En tomas a color, consignaba el 3

recorrido de la carroza fúnebre del teatro Jorge Negrete, en la colonia San Rafael, al panteón Jardín, en el Desierto de los leones de la ciudad de México, bajo la voz en off de Arturo de Córdoba. Miles de citadinos, entre policías, artistas, militares, fans, políticos y curiosos, ese miércoles 17 de abril participaron en la procesión de casi cien kilómetros sin queja ni reclamo, pero dejando lágrimas y sudor sobre el asfalto. El cadáver, reducido por el fuego de un metro setenta a ochenta centímetros, iba en un lujoso féretro de madera con acabados de aluminio. En Mérida lo habían enclaustrado en una urna metálica sueldada para no exponerlo ante el morbo público, de acuerdo a una crónica periodista de entonces. Ismael Rodríguez seguramente se allegó de material visual aportado por Irma Dorantes, una de las compañeras sentimentales de Pedro Infante y a quien había dirigido brevemente en las cintas Los tres huastecos, Pepe El Toro y No desearas la mujer de tu hijo. En esa película casera descubrimos a un Pedro Infante dedicado a la albañilería, carpintería, peluquería y deporte en su casa de Cuajimalpa. Por el contrario, Miguel Zacarías armó su película con la versión idílica de la viuda legal, María Luisa León, quien intentó convencernos que ella fue el único amor del artista mazatleco. Incluso, reconstruyó una presunta última llamada telefónica de Pedro Infante desde el aeropuerto internacional de Mérida, minutos antes del accidente. El actor promete reunirse con ella e irse juntos a un cuarto de hotel, como cuando eran pobres, y ahí “arrullarse” con “el rechinillo” repetitivo de la cama. Sin embargo, la prensa había consignado la boda civil del actor con Irma Dorantes en Mérida, echada abajo nueve días antes del accidente por la Suprema Corte de Justicia. María Luisa León interpuso una demanda de anulación por considerar que ella seguía casada legalmente con Pedro Infante, presunto adultero a partir de esa resolución y en riesgo de ir a la cárcel. En la cinta La Vida de Pedro Infante, el actor fue interpretado por su hermano José y el papel de la esposa recayó en la actriz poblana Maricruz Oliver. En la historia, Pedro Infante es presentado como un ser inmaduro (dependiendo siempre de los consejos de María Luisa), mentiroso (al negar que su boda con Dorantes la realizó por amor) e ingenuo y timorato, una especie de niño grande. En 1991, Juan Andrés Bueno, dirigió la película, patrocinada con recursos públicos, ¿Pedro Infante vive? Donde explotó el mito de la posible falsa muerte 4

del ídolo sinaloense. En el argumento, el artista tiene que vivir escondido en el trópico, bajo el cuidado de una indígena, al quedar desfigurado por el accidente del 17 de abril. En esta ocasión, una periodista (Diana Golden) y un escritor (Raymundo Capetillo Jr.), bajo las órdenes del editor de un periódico de derecha, El Heraldo de México (representado por Erik del Castillo), logran esclarecer el misterio, pero Capetillo acepta respetar la voluntad de Pedro Infante de permanecer en el anonimato. Un programa de radio, La Hora de Pedro Infante también contribuyó en impedir que decayera el interés del público por el actor y cantante. La estación defeña La Más Perrona, en el 1410 de amplitud modulada, desde 1952 estuvo atento de su carrera profesional y hasta el 2014 había transmitido casi 21 mil 500 horas de canciones y algunas entrevistas que le realizaron en vida. Las tres principales mujeres de Infante, María Luisa, Lupita Torrentera e Irma Dorantes, también dejaron testimonio visual, oral y escrito sobre su vida amorosa con él. La primera, como ya lo escribí líneas arriba, consignó su verdad a través de una película abiertamente de su autoría intelectual; Lupita publicó el libro Un gran amor donde reconstruyó algunos pasajes de su carrera como bailarina profesional y su primer encuentro con Pedro Infante en el teatro Follie, ubicado frente a la plaza Garibaldi. Ella estaba por cumplir quince años de edad y aseguró que fue amor a primera vista al verlo salir de su camerino. Pedro le doblaba la edad. La declaración amorosa y el primer beso tuvieron lugar en el centro nocturno Minuit, propiedad de Antonio Aguilar, y donde al parecer se permitía la entrada a menores de edad. De esa relación tuvo tres hijos (Graciela, que murió por la poliomielitis; Pedro y Lupita). Irma Dorantes no se quedó atrás y tras cincuenta años de la muerte de Pedro Infante, en el 2007, también dejó el testimonio escrito de su relación sentimental con el padre de su hija Irma. La iniciaron en 1949 cuando ella frisaba los 15 años y se interrumpió en1957, por el accidente aéreo. El libro se intituló Así fue nuestro amor. De las tres mujeres, es precisamente Irma la que menos provecho económico obtuvo tras la muerte de Pedro Infante al quedar anulado su matrimonio. Por lo mismo, como ella lo anotó en el libro, tuvo que regresar a los sets cinematográficos y contó con la ayuda de Ismael Rodríguez. Tenía en contra la animadversión de

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María Luisa y Antonio Matouk, productor y apoderado legal de Pedro Infante y padrino de bautizo de Irma y Pedro, el hijo de Lupita. Mi madre fue una admiradora fiel de Pedro Infante, y por lo tanto me considero parte de esa generación que creció bajo sus películas y canciones. Sin embargo, de haber sobrevivido al avionazo y huido por razones de estética (por aquello de quedar desfigurado por las llamas), hartazgo profesional o familiar o un asunto de faldas o policiaco, yo defendería la tesis más cercana a nuestra idiosincrasia política: abandonó Mérida en automóvil por sus broncas con el presidente Adolfo Ruiz Cortines, engañado por su joven y bella esposa sinaloense, o por apoyar con dinero y armas la revolución cubana, entonces impulsada desde México por Fidel Castro Ruz. Soy un escéptico con el asunto del contrabando de telas finas y aparatos electrodomésticos, obtenidos ilegalmente en Belice. Pedro Infante, por su mismo origen social, espíritu asistencialista y el tener “la sangre liviana”, como él mismo resaltaba en entrevistas a la prensa, tuvo que jugársela en algo más trascendente en una sociedad agraviada por el PRI y los militares. Por ejemplo, su vida podría estar en peligro al ser perseguido por un sicario alemán, parecido físicamente a Arnold Schwarzenegger, contratado por el Estado Mayor Presidencial para cortarle la lengua y entregársela a Ruiz Cortines, quien a su vez, en el aniversario de bodas, regalársela en un estuche de oro e incrustaciones de diamantes a la Primera dama. Recordemos que en 1956, Ruiz Cortines había ordenado perseguir y encarcelar a maestros disidentes, integrantes del Movimiento Revolucionario del Magisterio y liderados por Othón Salazar, quien de 1982 a 1985 fue el primer alcalde comunista de México. Si Pedro Infante viviera, seguramente hubiese asistido a su toma de posesión en el municipio de Alcozauca, Guerrero, uno de los más marginados de Latinoamérica. Ahí, los indígenas mixtecos le habrían entregado una réplica del bastón de mando y solicitado que los deleitara con una veintena de corridos y boleros rancheros.

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EL ARRIBO 1955, ¡Uf, el parto..! De nuevo. Ser el cuarto hermano no es fácil. Menos, si me anteceden dos mujeres y un hombre. Mi madre va por su cuarta relación formal y aun no cumple los 22 años. Desde que la desvirgaron a los trece, su vida emocional quedó congelada. Ahora tiene que meterse marihuana a cada momento para alejarse de la realidad, por sugerencia de uno de los Valdés, nuestro vecino. Catacumba onírica. El hombre que la embarazó es ingeniero topógrafo, oriundo de Huayacocotla: rancho veracruzano con menos de cinco mil habitantes. Ella y él de ahí provienen, pero de distinta condición social. Ménaka es nieta de una curandera empírica, responsable de su crianza. Hernando, el dador de semen, hijo de una familia de comerciantes autocráticos y conservadores. De no haber complicaciones, el domingo 4 de septiembre, llegaré a buen puerto, en una cama de hospital. –Seguro que es niño… Mira tu barriga… No tienes el ombligo caído… La bisabuela Odisea Manríquez pocas veces fallaba en sus predicciones. Ser la partera de Huayacocotla le daba credibilidad. En la avenida Durango, sobre el camellón central, los árboles de trueno y laurel atraen relámpagos en tiempos de lluvia. Por lo pronto, en verano, el calor impone su lenguaje. Bajo esa temperatura agradable, por primera vez reptaré sobre unas sábanas con sangre. Un día más, según el médico del sanatorio Durango, y dejaría mi refugio uterino para enfrentarme al mundo terrenal. La ciudad de México sería el resguardo temporal antes de retornar a Huayacocotla. Mi padre así lo decidió por ser más citadino que pueblerino. 7

El año significaba mucho. En mayo, ocho países con régimen marxista crearon el Pacto de Varsovia para defender su territorio del imperio burgués o capitalista. La guerra fría está en su mayor nivel y existe un nuevo frente de guerra en Europa: Albania, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, la República Democrática Alemana, Rumanía y la Unión Soviética. La siembra de misiles atómicos empieza a dar frutos y bajo ese vergel de muerte, daré mis primeros suspiros. El miedo posbélico entraría por mi sangre, de la misma manera que el desamor de mis padres. Melisa, Elena, Marcelino y yo, entes furtivos de una sociedad desmemoriada, seguiríamos deambulando por banquetas y parcelas, hasta reencontrarnos algún día. Uno a uno y sin padre. Para fortuna nuestra, hemos sido adoptados por la Madre Tierra, amorosa y eterna. Del mismo vientre se gestarían otros cinco hermanos –tres mujeres y dos hombres--, de distinto padre. Todos, como nosotros, condenados a enterrar bajo el olvido a la madre. –Ya empezó a llorar la criatura –escuché que dijo la enfermera. Y antes de recibir el maldito golpe en el trasero, alcancé a divisar el reloj de pared y comprobar que eran las diez cuarenta y cinco de la mañana. 4 de septiembre, día de plaza, domingo veraniego, lágrimas de mi madre… Quince días después de nacer, ante la inclemencia del ciclón Hilda, cerca de tres mil tamaulipecos murieron ahogados y más de cincuenta y dos mil quedaron sin techo. Un par de semanas, mientras mi madre me amamantaba y cambiaba pañales, los diarios y radio noticieros se olvidaron de los vivos y de las peleas

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LA OTRA CHORREADA No es broma, porque sucedió. Ni es un cuento atribuido a una charla de cantina. No, es la pura neta. Pedro Infante Cruz, el actor y cantante mazatleco, logró adentrarse por las llanuras de Viborillas, atravesar a pie un par de riachuelos plagados de ajolotes y otros renacuajos y brincarse algunas hondonadas serranas, parcelas ceñidas con alambre de púas y alcanzar los montículos de Huayacocotla, adheridos de calhidra, enebros y pinares. Toda la odisea la hizo de noche y con el apoyo de un comerciante de Palo Bendito. Tiempos aquellos de dolor y luto en todo México, porque nuestro ídolo, el hombre que atiborraba plazas, cines, atrios y aeropuertos, había muerto a causa de su imprudencia. El avión que piloteaba se desplomó en Mérida, Yucatán y al igual que sus dos acompañantes, su copiloto y un mecánico, quedó irreconocible y tuvieron que enterrarlo con porciones de carne de las otras víctimas. Tal parece que antes de morir se fundieron en un abrazo de despedida, eso supusieron los médicos legistas. Todos lloramos aquella pérdida y nunca nos imaginamos que aquel bato, nuestro Pepe El Toro, había sobrevivido ese fatídico 15 de abril de 1957. Solo dos cadáveres pudieron ser levantados por los paramédicos, porque el tercero, el mismísimo Pedro Infante, fue rescatado por uno de los vecinos de la calle 54, don Elías Carreño El Golondrino, quien casi arrastras lo metió en la lechería donde trabajaba y ahí lo tuvo hasta que las cosas se calmaron. Ni el viejo Toño Alemán, su patrón, o Santa Carmina, su mujer de tantos años, supieron de aquella proeza. Únicamente Quintín, el único hijo de don Elías, tuvo acceso a esa información la misma noche en que su padre ya no pudo resistir los sinsabores febriles de la hepatitis. Minutos antes de morir, casi en susurros, le narró los pormenores de lo ocurrido veinte años atrás: le había salvado la vida a Pedro Infante, curado sus heridas con remedios caseros y seis meses más tarde, repuesto de sus males y traumas, pero casi desfigurado del rostro por el incendio del avión de la empresa Tamsa, optó por abandonar Yucatán y trasladarse a Chiapas. Después, ante las constantes incursiones de militares y narcotraficantes en la selva lacandona, tuvo que adentrarse a Campeche, atravesar Tabasco y ascender por toda la serranía veracruzana, hasta internarse a la huasteca.

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–Lo cierto es que se refugió unas tres o cuatro semanas en Hidalgo, tal vez en Agua Blanca o Tulancingo, pero nuevamente logré contactarlo, y eso porque me mandó una carta desde una comunidad serrana de nombre Huayacocotla… Ahí lo visité en dos ocasiones, precisamente en uno de los ranchos del cerro del Corcovado. Quintín jamás cumplió con el juramento hecho a su padre frente al lecho de muerte y en una de sus borracheras de los sábados, le filtró la historia al jefe de información de El Diario de Yucatán, al esquelético Martin Ramírez, apodado El Aguacate por pilotear un auto sedán verde. Los dos bebían cerveza Montejo en la barra y revivían los tiempos idos de aquella tragedia aérea: estaba por celebrarse un aniversario más de la supuesta muerte del ídolo de las multitudes, Pedro Infante. Entonces Quintín Carreño, atusándose los gruesos mostachos de mariachi, sacó a relucir lo que verdaderamente ocurrió en ese fatídico día. Como cualquier cotorra amazónica, repitió a detalle lo revelado por su padre. Incluso, le enseñó un par de fotografías en color sepia donde El Golondrino acompañaba, guitarra en mano, al devastado cantante sinaloense. No había duda, se trataba de Pedro Infante, porque aún conservaba sus líneas originales en uno de los costados de la cara. Las llamas solo le achicharraron el lado contrario, hasta ennegrecérselo y dejarlo tuerto. Tengo entendido que Quintín le vendió las gráficas a uno de los descendientes del director cinematográfico Ismael Rodríguez, en esos tiempos en silla de ruedas por un problema de “gota”, por el que recibió dos millones de pesos, y del periodista hasta la fecha se desconoce su paradero. Como verán, son historias que poca gente sabe y vale la pena reproducirlas. En mi caso, no temo contar lo ocurrido porque mi prima Armida, ya muy cascada por el tiempo y las reumas, tuvo la dicha de darse unos acostones con nuestro ídolo. Estuvo a su lado hasta que murió de una picadura de serpiente. Lo cuidó en el rancho Los Quelites, levantado a unos doce kilómetros de la comunidad del Corcovado que heredó de mis abuelos paternos y casi se desvanecía cuando lo escuchaba cantar, mientras reparaba los tecorrales y las trojes donde almacenaba la paja, el maíz y el frijol negro. Nunca le reveló sus secretos íntimos, ni su pasado de actor y cantante. Solo su voz de barítono conservaba su pureza melódica que tanta impacto tuvo en los corazones de su audiencia.

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El boticario de Palo Bendito, don Víctor Sierra fue quien le pidió el favor a mi prima Armida, una solterona de caderas macizas y pechos de señorita holandesa, para que cuidara a Pedro Infante. Claro, lo presentó como Pedro Alberto Torrentera Dorantes, hijastro de uno de sus compadres. Supuestamente huía de la justicia porque lo acusaban de haber dejado malheridos a dos hijos del alcalde por una discusión de deudas. Las quemaduras del rostro no le impresionaron a mi prima, ni la atemorizaron. Le llamó la atención su cuerpo de espartano, lo aterciopelado de su voz y la habilidad como en menos de cinco minutos se hizo amigo de los dos feroces mastines que resguardaban el rancho. Los hizo comer en la palma de su mano ante los ojos asombrados de ella, los cuatro vaqueros y el boticario. En días posteriores comprobaría que era un excelente carpintero y peluquero, un cazador diestro, un hombre de talacha y un cantante que en nada se diferenciaba al “desaparecido” Pedro Infante. –En la cama –me dijo en una ocasión la prima–, después de fundir nuestra carne en las penumbras, siempre me cantaba Amorcito corazón y yo le respondía con silbiditos, como lo hacía La Chorreada…

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LOS INDIOS QUE PLATICARON CON DIOS En la sierra veracruzana existe un pueblo levantado sobre la cresta de un cerro. Por lo mismo, los constructores de esa congregación horadaron una nube y condenaron a sus pobladores a vivir en la oscuridad. Solo tres o cuatro meses al año tienen derecho a ver el sol y los colores de sus llanuras. Aun así, sus casi veinte mil moradores son felices. En más de dos mil años de existencia, mil seiscientos bajo la venia de la raza de castilla, aprendieron a sembrar manzanos, olmos y duraznales. El olor de fruta se mezcló con la humedad de la niebla y ahora el pueblo es un recipiente de caolín y calhidra, donde cada morador prende veladoras para no perder el rumbo y la razón. Una vez al año, a principios de febrero, los hombres tienden a disfrazarse de mujeres y látigo en mano brincan y brincan bajo los acordes de las tamboras y los trombones. Es tiempo de la matanza del cordero y la quema del grano. En el corazón de la plaza pública, los gallos de plumaje rojizo o grisáceo tienen que enfrentarse entre sí, como viejos gladiadores romanos, y humedecer de sangre sus espolones tras degollar al oponente. Por única vez, los santos y arcángeles, principalmente el apóstol Pedro, y el Cristo del corcovado dejan sus poltronas de la vieja iglesia colonial, y se olvidan de sus feligreses, poseídos por las pestes infernales del pulque y aguardiente. Intentan liberarlos de esa pesada carga de remordimientos y temores. Cada calle tiene nombre propio y las madres parturientas cuentan con su pedestal en la cercanía del hotel La Bodega. Jesuitas y juaristas siempre han vivido en santa paz y los alcaldes, reacios a evitar los favores del soborno, permiten que los cultivadores de sueños y fantasías, trafiquen con marihuana y amapola. Los uniformes verdes y azules son imperceptibles bajo el color del dinero. Tengo tantos recuerdos de ese pueblo de niebla y fragancias naturales que con solo cerrar los ojos retorno a sus llanuras y siento en mis pies descalzos la frialdad de la arenilla blanca. Cada familia tiene una historia y cada lápida, una lágrima. Nadie quiere creer que Pedro Infante, Kalimán y Memín Pinguín ahí se conocieron. Cada semana huían de las historietas impresas y de los destartalados radios de baterías y hacían de las suyas.

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De Pedro puedo decir mucho, porque al internarse en los macizos volcánicos, de cabellera crespa por tanto oyamel y encinos, su voz no paraba de resonar y espantar a las codornices. Le trajo la maldición al pueblo, porque se llenó de enterradores y muertos, acicalados por el néctar de los magueyales y la caña de azúcar. Del Hombre Increíble poco puedo decir. Tuvo la delicadeza de no estar acompañado de aquel chamaco egipcio, descendiente de faraones. Las mejores batallas de Kalimán y sus adversarios ocurrieron en Huayacocotla. Los lugareños, y me cuento entre ellos, fuimos testigos privilegiados de varios encuentros entre el descendiente de la diosa Kalí y la Araña negra, el conde Bartok, la Diosa blanca, El extraño doctor Muerte, Karma y Humanón. No me van a dejar mentir los paisas de Vivorillas, Palo Bendito, Camarones, El Naranjo, Carboneros, El Zayado, Los Duraznos o Donangu. De Memín hay mucho que contar porque conocimos las palizas que recibía de doña Eufrosina, su madre, salvaje mujer. Mis compañeros de aula, del cuarto y quinto grado de primaria, optamos por no meternos en su dolor para no odiar a nuestros padres. En algunos casos, experimentamos el mismo tormento. La madre de Carlangas, una prostituta de buena pinta, también nos arruinó nuestros paseos por el arroyo de Agua Caliente. Terminamos ante el padre Canuto revelándole a detalle los soliloquios de la mano y la saliva. Ernestillo y Ricardo jamás lograron convencernos de que la escuela era lo mejor. La niebla nos obnubilaba las ideas y difícilmente conoceríamos la mar o una barriada proletaria. Las pinturas de Marx aún no se materializaban. Difícilmente saldríamos de Huayacocotla, porque tendríamos que crecer y tener dinero en los bolsillos. Cada día, un autobús cruzaba el serpentinero de cerros antes de ser devorado por el aliento pastoso del cielo. En ese camastrote de anchos neumáticos desgastados y graznidos de moribundo, veía partir a mis amigos una vez al año. Sin embargo, en las vísperas del carnaval llegaban los primos Ricardo, Rubén y Rebeca, de la mano de su madre –la furibunda tía Paz–, y me prodigaban juguetes reciclados y dulces con corazón de chocolate. Dos semanas de juego y aprendizaje. Por ellos me enteré que por el mundo rondaba un agente inglés con permiso para matar. Se llamaba James Bond y utilizaba el prefijo 007. También me entusiasmaban los espías Napoleón Solo y Illya Kuryakin, de la Comisión 13

Internacional Para la Observancia de la Ley, Cipol, eran la contraparte gringa. Sus archienemigos de THRUSH eran eliminados como moscas y mis primos, aliados de la democracia gringa, me ponían al tanto de esas correrías internacionales mientras desgranábamos mazorcas o podábamos los árboles frutales del huerto familiar. Tantas cosas pasaron durante mi infancia y ahí quedaron. Huayacocotla es un cofre de humo que teme tocar el cielo, pero hay gambusinos de Texcatepec, indios puros, otomíes de abolengo, que llegaron a escalar el cerro del Corcovado y penetraron a los aposentos sagrados del Dios Hebreo. Créanmelo o no, pero hay huayacocotlenses que tuvieron la dicha de asistir a un encuentro entre Jehová y Luzbel y los escucharon apostar por la cabeza de un Papa y diez cardenales pederastas. Los arcángeles y once apóstoles de Jesús pueden decirles si miento. Es la pura verdad…

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EL CALVARIO DE PEDRO El mar abarcó la inmensidad hasta atragantarse y borrar a los seres alados que escapaban de su furia. El dragón plateado engulló los cielos y la tierra y las lágrimas de las mujeres perdieron su salinidad. Entonces los desfiladeros dejaron de existir y aun así, Pedro Infante o Pedro Alberto Torrentera Dorantes, decidió escalarlos a paso de cabra, y con sus dedos de hierro dulce, lograba adherirse a los salientes de caolín y mármol en un intento casi divino de evitar su caída. Había de todo a su paso: fieras y gente, tascates y encinos, magueyales y sauces llorones, arcilla y arena ennegrecida por el frio y la niebla. Todo era más vivo, real, tangible y desesperante. Pedro tuvo deseos de lanzar un alarido, decir que estaba vivo, exageradamente lúcido. No buscaba redimirse con nadie, menos consigo mismo. Sentía el latido caliente de las venas y el recorrer de la sangre a los largo de sus costados endurecidos por su caminata interminable, de paria. El miedo había desaparecido, pero quedaba la desesperanza. “Pedro Galván”, dijo llamarse en el tendejón de Mercedes Garrido y defendió ese nombre hasta perder la dimensión del tiempo y sumergirse en las sombras del gallinero ofrecido para pasar la noche. “Mi cara, Virgencita, mi cara…”, repetía enfebrecido, enrollado en el jorongo de lana cruda y con el sombrero encasquetado hasta la mitad de la frente. El metal le quemaba los parpados y no paraba de lagrimear. El vértigo podría hundirlo más en el desasosiego y arrastrarlo al desconocimiento de su propio presente. Eso ya le había sucedido en otras ocasiones, como cuando se desplomó la avioneta en los sembradíos de maíz de una parcela michoacana, donde lo rescataron al lado de su joven acompañante, aspirante a actriz. Los socorristas la minimizaron al descubrir a su ídolo malherido. Todo sucedió en segundos, en un simple parpadeo y al despertar, en el camastro de una habitación más blanca que una sábana mortuoria, seguía en esa misma posición fetal, hablando incoherencias y con el rostro inflamado, amoratado y con una parte del cerebro expuesto y sangrante.

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“Todo esto no pudo ocurrirme a mí. Seguir por el sendero sin mirar hacia atrás, no es de hombres. Debo enfrentarme a mis miedos, a la vergüenza de saberme vivo y sin apellidos…” Creía hablar solo, por culpa de la fiebre, pero era mentira. “Pedro Galván”, su personaje, ya no continuaba en el intestino de acetato, reproduciendo los golpes de Domingo Soler, su padre, o don Leandro Galván y los besos lujuriantes de Lilia Prado, Magda Guzmán o Rosario Granados. Arrecheras, putas o damas, daba lo mismo. Ni la furia de El Caimán, Wolf Ruvisnki, lo enfrentaban a su pasado. “¿Cómo pudo ocurrirme esto? No lo entiendo”. Pedro tardaría día y medio para salir de Los Naranjos, porque había rodeado la cabecera municipal para evitar el escarnio o las preguntas incisivas, cargadas de desconfianza. En Palo Bendito tuvo que enfrentar humillaciones y el repudio de una familia de labriegos que le negó un jarro de agua, por considerar que era un leproso. Después, ya en la casa del boticario, logró resguardarse en el pestilente gallinero utilizado para almacenar olotes y abono con amoniaco. De ahí partiría en compañía de Armida al rancho Los Quelites, en el Corcovado, rumbo a Zilacatipán. Ante su mirada de ciclope, turbia por los excesos de aquella noche de tormenta, no pudo descifrar el significado de su encierro, en uno de los rincones de aquella jaula con telarañas y tablones mal claveteados, impregnados de mierda de gallina y tlacuache. Su soledad podría tocarse y olerse y hasta sudarse al ser uno de sus prisioneros. De eso estaba seguro. “Tómese esta taza de café con aguardiente y este par de mejorales, le ayudaran para bajarle la fiebre”. Sierra, Sierra, Sierra… Víctor Sierra… ¿Por qué no sentía conmiseración por aquel hombre, consumido por el alcohol y la diabetes? Sin conocerlo le brindó ayuda con solo mencionar el nombre de Luis Spota, el periodista que durante una fiesta de entrega de Arieles, allá por 1956, le comentó su apego al boticario de Palo Bendito. En uno de sus viajes a Huayacocotla tuvo su apoyo al averiarse su automóvil y logró convencer al delegado municipal para que en una camioneta de la Confederación Nacional Campesina lo acercaran a la clínica rural de

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Huayacocotla donde entrevistaría al presidente Miguel Alemán Valdés. Eso ocurrió a mediados de 1951. Podría tratarse de un hecho ajeno a su vida terrenal. El día o el mes eran inciertos, pero aún resonaban los aplausos y parabienes al recibir de manos del actor Fernando Soler el Ariel de plata por apartarse de los Infante y asumir su papel de Pedro Galván, el borrachito bonachón que buscaba reconciliarse con su padre y durante su paso por la ciudad, el campo o el trópico sembraba pan, lágrimas y maldiciones. La confusión era absoluta como el olor picante del amoniaco. Todo carecía de nombre, volumen y sustancia. El infierno de las llamas siempre estaba presente, tangible y doloroso. “Armidita viene entre hoy y mañana y verá que contará con su respaldo. Siempre necesita trabajadores en su rancho… Ya lo verá…”. El pueblo tenía las calles anchas y planas, como terraplenes de grava y talco, donde el viento aullaba como una hiena en celo y revolvía la tierra ceniza hasta hacer palidecer los techos de dos alas y las fachadas de las casuchas de adobe o madera enchapopotada. Tiempo de lluvias y los lodazales semejaban pantanos que amenazaban con tragarse a los lugareños. Palo Bendito era un pueblo de paso y únicamente la familia Garrido tenía el absoluto control del ayuntamiento y el comercio, incluyendo la venta de alcohol, gasolina, petróleo y diesel. Nunca lo supo y al empezar a canturrear Viva mi desgracia, recordó unas palabras de José Revueltas, un escritor comunista al que consideraba su amigo: –Tenemos que desprendernos de lo que anhelamos porque nos esclaviza y no en balde el Dios vengador de los hebreos purificó la tierra con agua salina y nos hizo guerreros para sobrevivir… Pedro, la tierra se ha poblado de revolucionarios para vencer y tú eres un ejemplo… En esa ocasión estaba acompañado de un exiliado cubano con bigotito de dandi y quien se presentó como Fidel Castro Ruz…

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ACAPULCO Conocí Acapulco cuando tenía nueve años. En un libro de texto gratuito, editado por la SEP, descubrí a esa ciudad porteña, bullanguera y mercenaria. La Madre Patria, presente en la portada, me invitó a entrar al conocimiento y le obedecí. José Vasconcelos, el hacedor de ese milagro, despertó mi curiosidad. En una tarde fría y envuelta por la niebla decidí no regresar a casa y dejar atrás, durante algunos meses, a mi entrañable Huayacocotla. Tuve que utilizar el dinero del pastel que prepararía mi madrastra. La ausencia del padre era recurrente y difícil. La familia abrió un restaurante en la orilla de la avenida Revolución, aun no asfaltada, y ahí asistían empleados del gobierno, militares y los choferes de la única línea de autobuses de la localidad, con sede en la ciudad de México. La orfandad y el desamor siempre me hicieron resistente. No entraré en detalles, pero debo confesarles que el día que arribé a la ciudad de Acapulco los aguaceros habían inundado sus calles y avenidas. El sol estuvo ausente. Una imagen cotidiana y los acapulqueños de antaño no me dejarán mentir: Turistas y lugareños tenían que darle propina a los niños desarrapados para lograr pasar de banqueta a banqueta y hacer sus compras en el Mercado Central. Un ejército de infantes en playera, short y sandalias se adueñó de un tramo de la avenida Cuauhtémoc, aledaña al cine Rio, entre las calles Manuel Acuña y Vallarta. Su gran negocio era colocar rocas, ladrillos y madera para sortear las turbulentas aguas grises. La gente solo así lograba su propósito de allegarse de alimentos frescos o curiosear Esto siempre ocurría en el Acapulco Tradicional, no en el Dorado o Diamante.

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Los rechazados del mundo, como los porteños, luchaban para no morir en esas playas de ensueño. Ocho horas antes había abordado el autobús en la avenida San Antonio Abad de la ciudad de México. Aun no existía la autopista del Sol. Imagínense a un niño de nueve años en esa aventura. 1969 era un año de luto para el país, pero en Acapulco, como en otros destinos turísticos, sobraban las lágrimas y los lamentos. Había una revuelta serrana, no muy lejos, encabezada por maestros ruralistas y estudiantes universitarios. Un matrimonio de edad otoñal iba en los asientos contiguos y al hombre lo escuché murmurar que en un par de minutos se vislumbraría la bahía. Tuve que ponerme de pie y prepararme para ese avistamiento. No estaba equivocado, ante mis ojos de niño pude descubrir un trozo de mar perlado, sin brillo, ceñido de construcciones y lastimado por el atardecer y la lluvia. En fin, amigos lectores, en esas fechas aun no podía predecir que en el Mercado Central conocería a un gran chef del Armando’s Le Club, sabio y generoso, y diez años después a don Pedro Huerta Castillo, propietario y director general del periódico Revolución de Acapulco. –¿Dónde está la playa? –le pregunté a un chamaco de mi edad, en sandalias de pico de gallo y short, que le ofrecía sus servicios de cargador a los recién llegados. –Por allá –dijo Servando y extendió su brazo flaco y moreno a un punto indefinido. –Es todo el dinero que tengo… Es tuyo –dije y le enseñé un montón de billetes y monedas. Veinte minutos después, en el Acapulco Tradicional, mis pies tocaron la parda arena y el lengueteo espumoso del oleaje. El Acapulco Tradicional regalaba amor sin exigir paga. 19

El dinero sobrante del frustrado pastel lo rematamos en refrescos, un par de aretes de falso oro para la madre de Servando y medio kilo de camarones hervidos. Por la noche, al enterarse doña Graciela Torres de mi reciente orfandad, fui recibido en su humilde vivienda de la colonia El Mirador. Jamás he olvidado la generosidad de esa mujer y sus seis hijos, menores que Servando. Su marido fue asesinado en Atoyac por andar de guerrillero y nunca la escuché quejarse o desatendernos. En los cuatro meses que permanecí en Acapulco, gracias a doña Graciela, aprendí a servir al prójimo e indignarme ante la injusticia. Olvidé precisar: José Vasconcelos fue el primer Secretario de Educación Publicas de 1921 a 1924…

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SU AMIGO FIDEL Únicamente El Golondrino y Armida se enteraron de la cercana amistad de Pedro Infante y Fidel Castro. Ni siquiera María Luisa, Lupita e Irma, sus mujeres de cama y confidencias, fueron informadas de esa relación afectiva e ideológica. Menos Ismael Rodríguez o Antonio Matouk, su apoderado. Tal vez Rodolfo Prado, al que trataba como un padre, pudo intuir aquello, pero prefirió llevarse el secreto al Panteón municipal de Mérida, donde lo enterraron sus hijos y esposa. Pedro y el mariachi Vargas de Tecalitlán se habían presentado en Cuba el 4 de mayo de 1952, en el centro nocturno El Morocco, y el 25 de febrero de 1954, en una estación radial bajo el patrocinio de la cervecería Modelo. En la emisora Radio Progreso de la Habana tuvo contacto con el periodista de espectáculos, Dámaso Acosta, amigo del terrateniente y gallego, Ángel Castro, padre de Fidel y Raúl, presos desde julio de 1953 por intentar derrocar con las armas al dictador Fulgencio Batista. Dámaso era un mulato de piel muy oscura y dientes grandes y calizos. El propio Pedro comentó que al ser abordado por el periodista, lo subyugó por su risa franca y contagiosa. –Le acepté un par de cervezas Hatuey, aunque no debí hacerlo por un problemita de azúcar que me habían detectado por esas fechas…Pero Dámaso, después de hacer mi presentación, me invitó a un bar cercano a la radiodifusora. Nos fuimos a pie, casi a la medianoche para evitar público, y ahí nos encontramos con el padre de Fidel Castro, quien al ser amnistiado en mayo de 1955 viajó al Distrito Federal. Por presión internacional, el general Batista le perdonó el asunto del asalto al cuartel Moncada y en el que, según me dijo Fidel en una de nuestras comidas en Toluca, participaron entre ciento cincuenta o ciento sesenta guerrilleros y de los que mataron casi la mitad. La mayoría después de ser detenidos y torturados. Armida me reveló lo dicho por Pedro en la Habana, Cuba al enterarse que yo escribiría una novela sobre el cantante mazatleco. En septiembre había cumplido cuarenta y siete años y daba clases en Caracas, Venezuela, donde radicaba como refugiado político desde el 2006. Mi prima aceptó que el encuentro tuviera lugar en La Bodeguita, uno de los bares más populares de la capital cubana. Ahí platicamos 21

largo y tendido sobre nuestra familia y su relación con Pedro Infante o Pedro Alberto Torrentera Dorantes, como dijo en un principio que se llamaba (yo aún conservo todas sus cartas que me envió después de mi salida del rancho Los Quelites). –Pedro me confió que después de su encuentro con el padre del comandante Fidel Castro, quedaron de proseguir su charla en Yucatán, donde planeaba vivir con su nueva compañera sentimental: una jovencita de ojos verdes que empezaba en el negocio de la aristada y la que le dio una hija. De ella siempre me decía cosas bonitas porque nunca se aprovechó de su fama y dinero y lo único que le exigía era ser su esposa ante Dios y los hombres… Pedro ya era casado, pero su mujer, quien lo había impulsado en su carrera de cantante, no podía concebir y estuvo de acuerdo en buscar un vientre ajeno para dejar su semilla. Conoció a una muchacha de quince años de la que se enamoró y desvirgó y fue la madre de sus tres hijos –dos hembritas y un machito– y una de ellas, la primogénita, se les murió de poliomielitis. La mujer nunca le exigió que se casaran porque había conocido personalmente a la conyugue oficial y en pago a su lealtad, nunca recibió molestias o enconos y hasta permitió que Pedro les comprara una casa en el Distrito Federal y les pusiera servidumbre. Cada mes, Matouk le entregaba un cheque de cinco mil pesos. –Pero háblame un poco de la amistad de Pedro con Fidel Castro… –Ay primo, qué más puedo decirte. Pedro no abundaba mucho en los recuerdos, pero cuando quería, un poco exacerbado por los embrujos del aguardiente, contaba cosas de aquel pasado deslumbrante y de derroches. Lo de Fidel me lo dijo después de su convivencia en Texcatepec con Pascual Díaz, el ex guerrillero jaramillista y más tarde productor de amapola y mariguana. Sin embargo, El cara de caballo siempre repetía que se hizo narcotraficante por su rencor a los gringos a quienes quería enloquecer con tanta droga que se metían para que se mataran entre ellos… Al día siguiente, mientras Pedro se reponía de los excesos del desvelo, me contó lo de su amistad con el líder de la revolución cubana y la ayuda prestada a su causa. En varias ocasiones trasladó armas, medicinas y alimentos a la isla y lo hizo de noche y en su avioneta. En diciembre de 1956 Fidel había regresado clandestinamente a Cuba y Pedro estaba al tanto de su lucha y sus necesidades… 22

Todo se interrumpió por el accidente aéreo en Mérida y su decisión de pasar al anonimato. Por los periódicos supo del triunfo de Fidel y hasta su muerte en 1979 estuvo al tanto de lo que ocurría en Cuba. Siempre simpatizó con la causa cubana, por buscar la dignidad de su gente, entonces bajo el yugo de los marines y la mafia estadounidense. Lo dicho por Armida coincidía en lo externado por otros cercanos del artista y cantante. Por ejemplo, logré tener acercamientos con los hermanos Rosaura y José Revueltas a quienes Pedro también les guardaba un profundo cariño. Los hermanos Revueltas, militantes comunistas, conocían a Fidel y Raúl Castro. Incluso, Rosalba había trabajado con Pedro en la película Islas Marías, bajo la dirección de Emilio El Indio Fernández. Eso sucedió en 1951. Precisamente en una de las convivencias de Pedro con los hermanos Castro y Revueltas, prácticamente fue obligado a repetir todo el repertorio de las canciones de la película, principalmente El Cobarde. La guitarra y el ron acicalaron al artista y Rosaura, en varias ocasiones, se dobló por el llanto al recordar que en una de las islas prisión, la María Magdalena, frente a las costas de Nayarit, su hermano Pepe enfrentó la tortura y el hambre por colocar una bandera rojinegra en el asta del zócalo de la ciudad de México. Esa amarga experiencia la enfrentó de julio a noviembre de 1932, cuando estaba por celebrar sus dieciocho años de vida.

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CAN I HELP YOU Es difícil olvidar la sentencia: –¿Can I help you? Servando fue su multiplicador y al repetirla podía desplazarme con más seguridad por todos los pasillos del Mercado Central, apretujados de marchantes y mercancías, y allegarme de dinero. –Siempre busca a los gringos –recomendó Servando–, porque son quienes dan las mejores propinas… Acapulco trasudaba sal y aun presentaba su mejor rostro provinciano, a pesar de tratarse de un destino turístico de alcance internacional. –Órale, ayúdame muchacho –oí a mis espaldas. Y al volver el rostro, me enfrenté a una mujer de cuerpo recio, piel aceitunada, alta y con una ajustada blusa almidonada, atada al vientre. La escasa prenda permitía vislumbrar la mitad de sus senos, grandes y rígidos. En la parte inferior vestía un ajustado short azul celeste que resaltaba la fuerza de sus muslos y unas piernas largas y bien torneadas, de costeña criolla. –¡Janaina, búscate otro, este escuincle está muy flaco! –exclamó un hombre chaparro, ventrudo, semicalvo, bigotón y de piernas flacas y peludas. Le daba un parecido al comediante ítalo-estadounidense Danny de Vito. También iba enfundado en un short, pero negro, chanclas y una camisa floreada, suelta y sin abotonar. –Déjalo que nos ayude con lo que pueda– pidió ella y me lanzó una mirada maternal. El hombre me encaró y al entregarme un bolso de ixtle, preguntó: –¿Sabes multiplicar? –Si… 24

–Haber, cuánto es siete por ocho… –Cincuenta y seis… –Bien, ya eres de los míos… Vas a tener que ayudarme con las cuentas y tienes que anotarlo –y al decirlo, puso ante mi vista una libreta de pasta oscura y un bolígrafo–. Yo te voy ir diciendo las cantidades y luego las vamos a sumar. ¿Estamos? –Si, señor… –¿Cuántos años tienes? –inquirió la mujer. –Nueve años, señora… –Yo me llamo Janaina y mi esposo, José Luis… Durante más de dos horas los acompañé en sus compras. Los comerciantes de frutas, especies y verduras, solo anotaban los pedidos y le informaban a José Luis de su costo. Lo mismo ocurrió en la sección de carnicerías y abarrotes. En el bolso de ixtle guardaron varios pomos de crema Nívea, veladoras de colores, paquetes de incienso y jabones para baño, de importación. Por lo pesado, Janaina no dejó que yo la ayudara. Lo hizo su marido. Al final, nos detuvimos en el estacionamiento de descarga de camionetas y tráileres cargados de productos comestibles, provenientes de distintos lugares del país. –Ahora quiero que me hagas la suma total y la escribas…–me pidió José Luis. El resultado los convenció y Janaina me regaló diez pesos. En 1969, un obrero ganaba veintiocho pesos por ocho horas de trabajo. –Cada dos días venimos de compras… –dijo Janina–. No te pierdas para que ayudes a mi marido con las cuentas… Y antes de subirse al Jeep verde aceituna, me preguntó: –¿Vives con tus padres? –No señora, con una familia de El Mirador… Mis padres están en Veracruz y yo estoy en Acapulco de vacaciones… 25

En las portezuelas del Jeep alcancé a leer: Armando’s Le Club. Av. Costera Miguel Alemán 502. Acapulco, Guerrero –Sí, ahí trabajamos… –dijo Janaina al darse cuenta que bisbiseaba–. José Luis es el chef y yo soy la responsable de las compras… –y antes de que el vehículo arrancara me acarició el cabello y recordó–: Nos vemos pasado mañana aquí mismo, a las diez ¿eh? No lo olvides. Durante los cuatro meses que viví en Acapulco, recibí el apoyo de José Luis y Janaina y conocieron a doña Graciela Torres y su prole. En una de sus visitas intentaron convencerla para que diera en adopción a uno de sus hijos, porque Janaina estaba incapacitada para ser madre al tener problemas en el útero. Desconozco el desenlace de la historia. Un mes antes de regresar a Huayacocotla, doña Graciela Torres fue contratada en el Armando’s Le Club como lavaplatos y ayudante de cocina. Un fin de semana, dos empleados del centro nocturno, a bordo de una ruidosa camioneta de redilas, nos ayudaron a mudarnos a la colonia Las Cruces. La humilde mujer ahí levantó su nuevo jacal tras integrarse a una organización de “paracaidistas” del PRI e invadir un trozo de barranco poblado de cazahuates, tepehuajes y pochotes. Desde el traspatio, día y noche veíamos una enorme cruz levantada en la cima del cerro El Guitarrón. Doña Graciela Torres nos contó que dos hijos de Carlos Trouyet, “un burgués extranjero”, murieron al desplomarse la avioneta donde viajaban al dirigirse de Acapulco a la ciudad de México. También perecieron el piloto y tres acompañantes. El accidente ocurrió el 13 de noviembre de 1967. En su honor, Carlos Trouyet y su esposa Milly Hauss mandaron edificar una capilla, llamada Ecuménica de la Paz, y una cruz de concreto y acero, de cuarenta y dos metros de altura, y que, según los cronistas del puerto, fue iluminada a partir del 24 de diciembre de 1970, un año antes de fallecer el millonario de origen francés. 26

Gracias al “¿Can I help you?” que me enseñó a repetir Servando en el Mercado Central, no la pasé tan mal en mi primera aventura en Acapulco. De eso estoy seguro…

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REIR LLORANDO En Acapulco jamás fui hostilizado en mis incursiones de niño y adolescente. Siempre recibí muestras de amor y solidaridad. Ahí aprendí a reír y ayudar al prójimo. Todo lo contrario en Huayacocotla, pueblo serrano, frio e inhóspito: los castigos y desafectos arreciaron y lamenté no haber sido boxeador. Ahí lloré en demasía. Mis apellidos carecían realmente de la sustancia filial, por el alejamiento de mis padres Hernando y Ménaka. De sus calenturas febriles arribamos a la tierra tres hermanos con su misma sangre y apellidos: Marcelino, Eduardo (o sea, yo) y Olegario. El más pequeño, el menos afortunado de caricias paternas, terminó en brazos de la bisabuela materna, partera y curandera del pueblo: Odisea Manríquez. Olegario desde que aprendió a caminar se convirtió en el lazarillo de la anciana, su doloroso calvario… En Huayacocotla me indignaba observar a mi hermano mayor, rebelde y de piel oscura, ser aporreado como un costal de box, por los responsables de nuestra crianza: una tía de recio carácter y su marido, el recaudador de impuestos del pueblo. No deseaba tener amor filial sin compartirlo con Elpidio, al que mi padre le negaba su derecho afectivo, y eso lo convirtió en una especie de Huckleberry Finn: rebelde, respondón e irreverente. Llegué a esconder las escobas, fustas y trancas de las puertas para evitar que con ellas lo golpearan. También, en acciones punitivas, de noche le negaban el acceso a su recámara y un plato de comida caliente. Tuve que aprender a abrir el candado de la alacena para sustraer leche, tortillas y queso sin la anuencia de los tíos.

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El plato y el pocillo de peltre con alimentos los depositaba después de la puesta del sol en el alfeizar exterior de la ventana de mi habitación para que Marcelino sobreviviera. Mi padre había reconstruido su vida emocional con una nueva familia, noble y genuina, y mi madre, enferma de pasión y resentimiento, terminó temporalmente recluida en un centro de rehabilitación contra las adicciones de la ciudad de México. Después de superar su mal de amores se desposó con un hombre de talacha, conductor de autobuses urbanos, y nuevamente fue madre de tres mujeres y un hombre: Garla, Tensi, Gardenia y Alberto. Una tarde de invierno, ante la necesidad de conseguirle comida a Marcelino, decidí sustraer galletas y latas de sardina enjitomatada en una tienda de abarrotes, adyacente a la casa de mi tía, nuestra tutora. La Bodega, como se llamaba la abarrotera, escondía un gran secreto familiar que después se difundió, como plaga maligna, con toda su carga de morbo en los hogares y cantinas del pueblo. Antes de descender del tapanco y poner mis descalzos pies sobre el mostrador de algarrobo y chapa metálica fui descubierto por don Luis Gómez, el propietario del negocio. Llevaba una lámpara sorda en la diestra. –Chamaco ¿qué haces ahí?…–preguntó mientras me aluzaba el rostro. –Nada…don Luis –alcancé a balbucir y volví a treparme al tapanco sin ser perseguido. Ante el temor de recibir una chicotiza, hui a la cabaña de la bisabuela Odisea, quien me acogió durante siete días mientras su hija Elvia, la madre de mi madre, llegaba a rescatarme. Tenía trece años y había terminado la primaria. Temerle a mi padre no era algo fortuito. Sus prolongadas ausencias en el seno familiar, por ser empleado de la Secretaria de Agricultura y Recursos Hidráulicos, le otorgaban el suficiente 29

liderazgo para imponer castigos, sin consulta, a quien trastocara las reglas de convivencia en el hogar. Mi tía, la hermana mayor, y su esposa, mi madrasta Gomara, le daban los pormenores del comportamiento de sus cinco descendientes: mis tres hermanastros (Gerse, Olaf y Armando), Marcelino y yo. En años posteriores, lejos de Huayacocotla, nacerían Sulema Lamira y Roberto. En dos ocasiones perdí el conocimiento ante los potentes cruzados y los uppercut de mi padre. Tenía buen punch, después de su gusto por el futbol americano. Y aun así jamás dejé de amarlo y recordarlo. La abuela Elvia Morales radicaba en la ciudad de México y vivía de un estanquillo de refrescos, cigarros y chocolates en la avenida Durango de la colonia Roma. Por una manda, vestía el hábito de las monjas carmelitas y un enorme escapulario sobre su delgado pecho. Los domingos iba a un templo católico dominico, en la colonia Polanco, donde asistía a misa y se confesaba. También, cada noche oraba diez padres nuestros y cien avemarías. Lo hacía de rodillas, frente a un gran crucifijo empotrado en la cabecera de su cama. No pude someterme a ese régimen de claustro monástico y abandoné a la abuela, mi colección de historietas de Kaliman y Memín Pinguín, y el estanquillo. En un mes se reanudarían las clases, de acuerdo al calendario escolar, y preferí retornar a Acapulco y reencontrarme con el barullo porteño, la morisqueta con trozos de pescado frito y los zambullones y corretizas en las aguas pardas de la playa Tlacopanocha. –¿Tienes papá? –me preguntó don Guido, el pintor de brocha gorda cuando le pedí que me diera trabajo. –No, solo mamá, señor… En mi tercera incursión al puerto de Acapulco no deseaba repartir cloro embotellado y estar bajo la férula de doña Zulema Ampundia. Su dureza me recordaba a mi hermano mayor doblegado por las horrendas golpizas de la tía. 30

–Bueno, ahora vas a vivir con Carmela y mi hijo Lucio –me dijo don Guido Gándara frente al esqueleto de una casa de dos pisos de la avenida Cuauhtémoc–. Después de terminar el trabajo te voy a llevar con ellos, pero calladito te ves más bonito. Nada de hablar de Zulema y mis chamacos, menos del trabajo, porque ella lo sabe todo… Ese es el trato… Pedro trabaja conmigo y te va a enseñar a lijar y pintar… Tienes que ponerte a las vivas… No cuestioné su propuesta, porque conocía el trato que les infringía a sus trabajadores. Don Guido era tan transparente como su uniforme de calle y siempre miraba de frente. Su única debilidad eran las mujeres y la vejez. Se negaba a envejecer y combatía las canas con tinturas y las arrugas con cremas. Le gustaba tener hijos-gaviotas y mujeres-gallinas que lo toleraran en la cama, todas las mañanas ante el espejo y al depositar sus cien pesos diarios sobre la repisa de iconos sagrados. Carmela me recibió con un bebé en brazos y unos metros atrás, en la mesa, estaba sentado Pedro ante un platón de ceviche y un paquete de galletas saladas. De inmediato abandonó la silla y corrió hacia mí. –¡Brother! –exclamó efusivamente al abrazarme–. Yo supe que regresarías y se lo dije a mis hermanos… Los libros lograron amansarme y amar la verdad. En la calle Aquiles Serdán, donde don Guido le compró un departamento a su amante, quince años menor que él, se había construido un cine poco común por la falta de techo y su programación: el Bahía. Lo conocí la misma noche que Carmela me entregó una amarillenta y parchada sábana y la vi sin pantaletas, limpiándose su peludo pubis con una bola de papel sanitario, después de orinar. Algo tenía que suceder, no lo niego… Y como fue…

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MEMIN EN ACAPULCO —¿Dónde queda Iguala? —Sepa… —¿Tu papá que es comerciante de manzana, conoce Iguala? —No… O quién sabe… Los tres estamos en el llano grande, frente a la escuela primaria federal Wilfrido García. Emilio Ríos, el hijo del cartero; Aureliano Pelcastre y yo, siempre nos juntábamos en el recreo e intercambiamos las tortas, frutas o dulces que sus padres y mi tía paterna nos metían en la mochila. En el aula de tercer grado no teníamos mapa de la República Mexicana, como en las de quinto y sexto grado. Así que tuve que buscar a la maestra Roció Gómez, subdirectora del plantel, y le hice la misma pregunta al concluir las clases. —Mañana te muestro dónde se encuentra… Mi inquietud partió, a mediados de junio de 1963, un mes antes de salir de vacaciones. En una de las historietas de Memín Pinguín, la aventura del negrito chaparro, calvo y bembón y sus amigos, Carlangas, Ricardo y Ernesto, tenía lugar precisamente en el estado de Guerrero. Memín había encontrado un viejo croquis firmado por el Conde de Montecristo que conducía a un tesoro en una de las playas de Acapulco. En esas fechas yo radicaba en Huayacocotla, Veracruz, bajo el cuidado de mi tía Ana María y su esposo, Ramón y cada semana, con el dinero que obtenía por cuidar, en el estacionamiento del hotel, burros, mulas y caballos, me compraba la historieta de Memín Pinguín, escrita y dibujada por Yolanda Vargas Dulché y Sixto Valencia Burgos. La idea de viajar a Acapulco empezó al leer el libro de Lengua Nacional de tercer grado de primaria --como lo escribí líneas arriba--, donde unos alumnos fueron premiados con un viaje a Acapulco por sacarse el primer lugar en 32

conocimiento. A través de su odisea, narrada por uno de los adolescentes, practicábamos la lectura y escritura. —Un día voy a ir a Acapulco para conocer el mar y los tiburones… —le prometí a Aureliano y Emilio. Huayacocotla, como ya dejé testimonio, es un pueblo veracruzano que huele a ocote fresco y fue construido por soldados y jesuitas españoles sobre la cima de un cerro. En 1963 sólo había una corrida diaria de autobús, de la empresa ADO, y don Luis Gómez, el propietario de la tienda principal del pueblo, La Bodega, era quien vendía los boletos de viaje y recibía, por encargo, cincuenta periódicos Excélsior y veinte historietas de Lágrimas, Risas y Amor y Memín Pinguín. En una de las aventuras de Memín y sus amigos –Ricardo, Carlangas y Ernesto — me enteré de Iguala de la Independencia, una ciudad cercana al puerto de Acapulco, donde radicaba El Cacarizo, un demencial ladrón y asesino. En la misma historieta, Vargas Dulché me orientó, sin conocerme, cómo podría solicitar un boleto de viaje en la terminal de autobuses de la ciudad de México y ya en Acapulco, alquilar una habitación de hotel o comprar comida en algún mercado público. —Está muy lejos y es muy peligroso y aun eres un niño –me recordó Ausencio Pelcastre antes de accionar su resortera y fulminar de una pedrada a una lagartija que correteaba en el tecorral. Emilio Ríos, hijo menor del cartero, también se opuso a mi aventura. —¿Y por qué quieres ir a Acapulco? –preguntó Emilio —. No creo que tu papá o tus tíos te den permiso… —Ya te lo dije, quiero meterme al mar y nadar y también subirme a La Quebrada. —Yo iría contigo –dijo Ausencio—, pero tengo que ayudar a mi papá con la guarachera y la venta de manzana… y no tengo dinero… —Yo tampoco, pero voy a pasar las vacaciones allá…

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De la historieta numero 110 a la 117, los cuatro amigos que asistían a una escuela primaria de la ciudad de México, enfrentaron una serie de peripecias, después de encontrar el mapa del supuesto tesoro. Ricardo Alcaraz, por ser hijo único de un millonario, fue quien puso el dinero para el viaje. Su padre lo enviaba a una escuela pública de la colonia Guerrero, como él lo había hecho en su infancia, y quería que su hijo templara su carácter al convivir con los pobres y dejara de ser un engreído. Carlangas Arozamena y Memín Pinguín provenían de madres solteras –una era prostituta y la otra, lavaba ropa ajena — y Ernesto Vargas, por el contrario, solo tenía a su padre, un alcohólico y humilde carpintero. La revista circulaba en México desde principios de 1961 y la imprimía la editorial EDAR, propiedad de Vargas Dulché y su esposo, Guillermo de la Parra Loya. Durante el trayecto a Acapulco, el cobrador del autobús los amenazó de entregarlos a la policía por viajar sin el permiso de sus padres. En una de las paradas lograron huir y caminar durante varias horas. En uno de los parajes, Memín corrió el riesgo de ser picado por una serpiente de cascabel. Por lo mismo, debieron proseguir su marcha hasta encontrar una casa abandonada, casi derruida, donde se resguardaron durante la noche. En un trozo de periódico de las tortas que robaron en el autobús, leyeron que un peligroso asesino, apodado El Cacarizo, había huido del penal de Iguala. El delincuente se encontraba escondido en la misma construcción e intentó asesinar a Memín al arrojarlo por la ventana, pero cuando quiso rematarlo, recibió un palazo en la cabeza y fue noqueado. La maestra María Luisa, frente a un gran mapa de la República Mexicana, me señaló la ubicación de Iguala de la Independencia y el puerto de Acapulco. —¿Cómo cuantas horas hace un camión para llegar a Acapulco, maestra? —Uyyyy hijo, mucho tiempo y dinero, pero ya crecerás y podrás visitar esa bonita ciudad…

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Después sabría por boca de mi tío Ramón Baca, que de Huayacocotla a Acapulco existían cerca de 700 kilómetros de carretera mal pavimentada. El tramo carretero a Tulancingo era el más dañado por la falta de asfalto y los continuos aguaceros. —El hijo de Cesar Larios, en su luna de miel viajó más de quince horas en su camioneta para llegar a Acapulco… Ya enterado de muchos detalles, esperé el momento preciso para que, dos meses antes de cumplir los nueve años, materializara mi primera odisea de gran envergadura: viajar al puerto de Acapulco… La presencia en el subconsciente de El Cacarizo limitaría mi interés de incursionar por las callejuelas de Iguala. Lo hice ya adulto, en 1996, al ser invitado por un compadre a colaborar como columnista en el diario El Correo.

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LOS QUELITES Pocos pueden comprender los sinsabores que enfrentó Pedro Infante para llegar al rancho Los Quelites. Huayacocotla pende sobre una cumbre rocosa, remojada la mayor parte del año de una niebla espesa y pegajosa, y en la década de los sesenta, a lomo de recua solo era posible concurrir a las poblaciones aledañas, construidas entre los desfiladeros. Los tepehuanos y otomíes, indios puros, místicos y rejegos, convirtieron aquella agreste serranía en su hábitat primigenio, paraíso perdido de cóndores y buitres de cabeza rapada. Imagino todo lo que enfrentó Pedro Infante tras desprenderse del ferrocarril y empezar su travesía por la polvosa estación de Agua Blanca y cuatro horas después, en uno de dos carromatos del circo La Unión, ya en territorio veracruzano, pudo arribar a Palo Bendito, ranchería fantasmagórica, impregnada de fragancias de trementina y azahares y donde lo aguardaba, en uno de los jacalones de adobe y lamina de zinc, don Víctor Sierra, el boticario, no solo el mejor curandero de reumas y padecimientos gástricos, sino un excelso catador de la baba de neutle –el pulque– y del vino de espanto, elaborado a base de aguardiente de caña de azúcar y esencias frutales. Durante el trayecto, bien que lo recordaba don Elías Carreño El Golondrino, nuestro ídolo en desgracia tuvo la sensibilidad de adormilar con su canto de barítono a una chamaquita chillona, hija del traga cuchillos y la encantadora de serpientes. Sus acompañantes, entre ellos el conductor de la camioneta de redilas cubierta de una sucia lona y propietario del circo, quedaron anonadados al escucharlo y en uno de los recesos, bajo la fronda de dos gigantescos oyameles, donde calentaron la comida, don Fulgencio Vázquez, sin dejar de fumar su grueso habano chiapaneco, le ofreció trabajo en su compañía. –Por ahí circula un charro enmascarado que canta igualito a Javier Solís – dijo–. Podríamos hacer algo parecido. Tu porte y voz en nada se diferencia a la de nuestro consagrado Pedro Infante, que Dios lo tenga en su santa gloria… Le dicen El Charro del Misterio y es de los altos de Jalisco. –Mi amigo, yo solo quiero llegar a mi destino y dejar atrás los sinsabores de la tristeza. Ya no busco problemas, sino alejarme del bullicio y el escarnio… Busco paz interior y estoy seguro que la encontraré en Huayacocotla… 36

Y al decirlo, besó la medalla dorada con la esfinge de la Virgen de Guadalupe que sobresalía de su cuello. Tres años atrás, en 1966, había muerto Javier Solís de cirrosis. El enano Chispitas, aún en mallones negros, botas de hule y chamarra de lana, le ofreció al cantante una Fanta de naranja, media docena de tortillas de masa amarilla y un plato repleto de humeantes frijoles negros con salsa de tomate verde y chile jalapeño. La Mujer Jorobada, esposa del enano, amantaba a su recién nacido y le arrojaba migas de cemita a un pequeño orangután de la India, de pelambrera cajetosa. Solo de noche le eran quitados los grilletes al ser encarcelado en una jaula periquera. El Pingüica, como lo apodaban, pronto se ganó la confianza de Pedro Infante y le encantaba juguetear en sus hombros de leñador. El Golondrino le describió a su vástago Quintín aquel pintoresco viaje de Agua Blanca a Palo Bendito y su convivencia con nueve personajes de un circo ambulante (e incluyo a la niña de cuatro años y al bebé) que se hacían acompañar de ocho serpientes duranguenses, dos perros bailarines french poodle, una gallina de dos cabezas que no dejaba de poner huevos; El Pingüica, diestro en ofrecer golosinas a los infantes y vender boletos, y cuatro canarios clarividentes que repartían pequeñas tiras de papel, por cincuenta centavos, donde era posible descubrir consejas de amor y salud y mejorar en el asunto de la suerte. Pedro Infante no paró de cantar durante el trayecto. El payaso Gotitas, desmaquillado y crudo, fue el guitarrista y vaya que era un fervoroso seguidor de las melodías y películas del artista mazateco. Incluso, reconstruyeron las coplas muy festejadas entre Pedro Infante y Jorge Negrete, en la cinta Dos tipos de cuidado que dirigiera en 1953 Ismael Rodríguez. En esta ocasión, Pedro fingió la voz de su rival de amores y Gotitas, el del propio Pedro. –Ándele señor Dorantes, quédese con nosotros –le suplicó Vilma la encantadora de serpientes, alta y fuerte, de rostro gitano. La bondad de Pedro Infante era innata, como si la dulzura del niño, que algún día fue, continuara engarzada en sus sentimientos. La belleza interior, su nobleza y humildad, iban a la par de su talento artístico, su forma tan peculiar de interpretar los huapangos, corridos y baladas rancheras. Su rostro deforme, parcialmente ennegrecido y tuerto, dejaba de ser visible al escucharlo reír a 37

carcajadas, a la manera de un travieso chamaco, y al evocar, sin proponérselo, al gran artista carismático que siempre lo acompañaría hasta el último segundo de vida. –Tal vez no lo creas hijo –le dijo el moribundo padre a Quintín Carreño–, pero cuando me lo contaba Margara La mujer jorobada, no paraba de llorar… En esas cuatro horas de viaje, Pedro se había ganado la admiración y el amor de esa gente buena que sobrevivía de sus defectos físicos y su talento. Pedro también se sintió parte de ellos y hasta me dijo que don Ismael iba a dirigirlo en junio de 1957 en una nueva película, donde la haría de un escultor jorobado, medio loco por enamorarse de una mujer adinerada que ayudaba a los poetas pobres, y que por necesidad tuvo que trabajar en un museo de cera… En voz del propio Pedro, aún postrado en el camastro de uno de los jacalones traseros de la lechería en Mérida, El Golondrino se enteró de los pormenores de esa película. Pedro encarnaría a seis personajes históricos –Cristo, Villa, Cuauhtémoc, Juárez, Morelos y el indio Juan Diego–, pero con destinos distintos a la realidad conocida. El Golondrino en eso fue prudente. Tuvo cuidado en no mencionarle a la jorobada, consolada en el lecho de la entrevista por el fiel Chispitas, que Pedro, su amigo, no aceptó integrarse a la compañía circense porque ella, hija de un locutor de radio de Cuernavaca, Morelos, le recordaría de por vida su triste pasado de ídolo de masas, mal marido y feliz padre. En los ojos de ella había reencontrado el fulgor lacerante de la mirada tierna de sus tres hijos (Lupita, Irma y Pedro) y estaba seguro que jamás volvería a reencontrarse con ellos y escuchar, bajo el dolor del éxito y la miel amarga del dinero, sus demandas de amor y cuidado. –Estoy seguro que Pedro buscó la coralillo mortal y no ella a él… Sus hijos lo eran todo, todo, y eso lo destruyó…–dijo El Golondrino de semblante ensabanado y a punto de liberar sus esfínteres. Quintín paraba oreja.

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LAS AMOROSAS PUTAS DE ACAPULCO Un tío militar que heredó los ojos azules de la abuela materna intervino para que la paliza de mi padre fuera menos severa. Una semana me acogió en su departamento de la ciudad de México, mientras parlamentaba y convencía también a mi madrasta del obligado perdón. Lo cierto fue que regresé a Huayacocotla, enfrenté el castigo, continué en la escuela y al año siguiente, a mediados de julio, volví a embarcarme en un autobús y terminé el trayecto en Acapulco, en una callejuela cercana a la Calzada Pie de la Cuesta. En esta ocasión, busqué a don Guito y su conyugue, la irascible Zulema – padres de nueve chamacos–, y les solicité trabajo y resguardo. Los Gándara eran amigos del chef José Luis y su esposa Janaina, empleados del Armando’s Le Club, y a cambio de dos alimentos al día y dormir bajo la mesa del corredor, tendría que ayudar en el lavado y llenado de botellas y la repartición y venta de cloro o blanqueador casero sin marca. –Aquí el que trabaja, come, m’ijito –antes de trasponer la puerta principal me lo aclaró doña Zulema con su vozarrón de afónica, su trasero de ganso y su gesto duro, de generala–. Y desde ahorita eres uno más de la familia, un Gándara Ampundia. Si andas de cabrón y libertino, como el hijo e puta de mi marido, te vas de patitas a la calle, porque con uno tengo. ¿Has entendido? –Si, señora… –Y otra advertencia –y al decirlo, puso una de sus manazas sobre mi hombro derecho–. Aquí se lee la Biblia antes de dormir, porque un hogar sin Dios, es como una parcela en el infierno y no hay que sembrar más odio entre nuestros hijos y semejantes. Por eso Acapulco se ha convertido en una ciudad de viciosos y delincuentes. Le están perdiendo el respeto a la vida…Y ahora vete a comer un plato de sopa para que después me ayudes con el cloro… El short negro, la playera de rayas y los huaraches calentanos volvieron a ser parte de mi vestimenta diaria. Lo mismo el polígono de la Bellavista, La Fábrica, Aguas Blancas, Cuauhtémoc, Hogar Moreno, Carabalí, Mozimba, Cuerería y La Maroña.

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Pedro, el mayor del clan Gándara Ampundia, me enseñó los secretos de la venta de cloro, preparado por doña Zulema en un enorme tinaco de asbesto. Don Guito contrataba personal para pintar casas y departamentos en el Acapulco Dorado y siempre se uniformaba de blanco, desde el calzado y los calcetines, hasta la camisa y playera. Semejaba un gigoló italiano, metrosexual, de cabello muy negro y crespo y de rostro cacarizo. Dos de sus inseparables distintivos eran una gruesa esclava de oro y un medallón dorado sobre el pecho. “Como te ven te tratan”, repetía don Guito al terminar de arreglarse frente el espejo de la sala y depositar cien pesos sobre la repisa de los santos. Doña Zulema, en bata blanca y pantuflas deshilachadas, únicamente emitía un ruidoso pujido, parecido a un pedo, y continuaba barriendo. De lunes a lunes se repetía la misma escena y en pocas ocasiones dialogaban amigablemente. Pedro y yo repartíamos cloro en los tendejones de La Fábrica, en los antiguos barrios de la Hogar Moreno, Carabalí y Aguas Blancas. Dejábamos las botellas de a litro, llenas de cloro, y recogíamos las vacías y el dinero. Fue así como incursioné, en nuestros diarios recorridos por el corazón de la ciudad, en uno de los territorios más acogido y amado por la policía y los turistas: la zona roja con sus edificios semiderruidos y luminosos y sus arterias desiguales, estrechas, pedregosas e inoculadas de un lodo infecto. Los nombres de algunas de sus calles difícilmente entrarán a los anales de la desmemoria histórica entre la población porteña: Ejido, Rio Grande, Colorines, Perdida, Rio Bravo, Malpaso, Del Mercado, Revolución, Aguas Blancas… Por primera vez olfateé los miasmas de la zona de tolerancia y fisgoneé los cuerpos semidesnudos de las mujeres que ofrecían sus servicios sexuales, casi adheridos, como anuncios, a las fachadas de las cantinas y prostíbulos. Pedro, aun adolescente y también en short, playera y huaraches, ya era un personaje conocido, porque dos veces por semana les entregaba el blanqueador.

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—“Piter”, déjame a tu amiguito esta noche para acabarlo de criar –exclamó una de las mujeres y extrajo de su blusa guinda un enorme seno de punta canela, como chupón. Sus compañeras, muy pálidas y de labios rojizos, festinaron a carcajadas su ocurrencia. 13 Negro, se leía en el enorme rótulo que sobresalía en el acceso de entrada al inmueble azul marino, algo descascarado. –No seas tan cusca, déjalo que crezca otro poquito…–dijo una mujer de huesos frágiles, chupada de carnes y semipelona. –Es mejor tiernito para que vaya aprendiendo y luego no lo engañen las cabronas lagartonas como tu –complementó otra, gruesa, nalgona y de dedos como salchichones. –No les hagas caso a estas pendejas –dijo una de las prostitutas en tono cariñoso. Era joven y de rasgos menos lastimados por los desvelos–. Ven –me pidió–, acércate… No me tengas miedo, mi nombre es Marisol. Lo hice. Su mirada y la manera como sonreía y dejaba entrever en sus carnosos labios carmesí una dentadura blanca y perfecta, despertaron en mí un sentimiento sexual, aun incomprensible para un niño provinciano de diez años. Sus compañeras observaron en silencio cuando Marisol me abrazó e inclinó la cabeza para besarme la frente. –¿Te das cuenta? –susurró mientras me apretaba las mejillas con ambas manos–, no somos personas malas, aunque nos digan putas… No debes tenernos miedo, también somos madres…

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FLOR SIN RETOÑO Hay tantas cosas que contar de Pedro Infante, pero me faltan palabras. Y no me refiero al artista de cine o al promotor de teletones a favor de la Basílica de Guadalupe. Más bien, quiero reconstruir sus días de clandestinidad en la sierra madre oriental y su encuentro con gavilleros y comunistas. Desde el 57 al 79, año de su verdadera muerte, nunca traicionó a quienes se cruzaron en su andar obligado. Un jaramillista que terminó sembrando amapola en Texcatepec, tuvo la oportunidad de conocerlo. En esa ocasión, Pedro Infante le presentó a El Golondrino, su hermano del alma, quien durante la velada, bajo el sopor del aguardiente y el mezcal, lo acompañó con la guitarra y en verdad el viejo Pascual Díaz no paró de llorar toda la noche. –Caray amigo, usted me recuerda a Pedro Infante, canta igualito, igualito…Por favor, repita Flor sin retoño… El Golondrino y Pedro intercambiaron miradas y apuraron sus jarros de aguardiente de nanche. Dos rancheros armados con fusiles y algo cansados por el desvelo, los observaban desde sus posiciones. La noche, según le platicó El Golondrino a su hijo antes de morir, era muy clara que hasta podían acariciar la luna llena con solo estirar los brazos. Pedro ya le trabajaba a mi prima Armida cuando se dio ese encuentro. Porque debo confesarles que la pariente siempre era menesterosa con los guerrilleros que luchaban contra el genocida Gustavo Díaz Ordaz. Uno de ellos, dueño de varias parcelas sembradas de amapola, olmos, ciruelos y manzanos era precisamente don Pascual, El Cara de Caballo. Espero no me pregunten el porqué del apodo. El ruco traía lo suyo, porque durante veinte años, o más, encabezó las revueltas agraristas con el evangelista-zapatista Jaramillo. Incluso, tuvo la desgracia de observar, pecho en tierra, tras el tapanco de una casucha abandonada, el asesinato de su líder. En esa ocasión, nos contó, su esposa La Pifa (así le decían de cariño a Epifanía Zúñiga) y sus tres hijastros también fueron abatidos a balazos. Los responsables de la ejecución –militares y judiciales comisionados–, iban a lo que iban. Jamás se preocuparon de que la mujer tuviera en sus entrañas a un bebé que nacería en julio. Todo ocurrió en Xochicalco, Morelos, el 23 de mayo de 1962. 42

Su jefe cayó en una emboscada, todo por creer en la buena voluntad del presidente Adolfo López Mateos, un hombre aquejado por la migraña y el autoritarismo, y quien le concedió la amnistía y hasta públicamente le dio un abrazo conciliatorio, de perdón y amistad. –Nada de eso se ha publicado –dijo el viejo Pascual con los ojos brillantes a punto de soltar el llanto–. Los hijos de la chingada, como unos cincuenta o sesenta guachos y judiciales, fueron por Rubén y Pifa y sus tres chamacos. A mí me avisaron media hora después, o sea como a las dos y media de la tarde. Ellos vivían en la calle Mina de Tlaquiltenango. De ahí se los llevaron a las ruinas arqueológicas de Xochicalco y dos horas más tarde, como a las cuatro o cinco, los asesinaron. Todos recibieron el tiro de gracia… Putos asesinos… Los mierdas jamás volverán a ser los mismos, viven con miedo y remordimientos y cubrieron de sal infernal a sus descendientes… Heriberto Espinosa apodado El Pintor, fue quien nos traicionó y un teniente marihuano, alcohólico y psicópata, José Aurelio Martínez Balboa asumió su responsabilidad en estos cobardes crímenes… Mi prima me contó aquella anécdota y dijo que Pedro Infante intentó ahogar las penas de su anfitrión volviéndole a cantar Flor sin retoño. Todos, al unísono, acompañaron al ídolo en la interpretación. Y cuando digo que todos, también me refiero a los guardaespaldas de rostro enhiesto y mirada de cadáver. Pedro la inició: —Sembré una flor sin interés/yo la sembré para ver si era formal./A los tres días/que la dejé de regar/al volver ya estaba seca/ya no quiso retoñar./Al volver ya estaba seca/ya no quiso retoñar… Y en conjunto secundaron a Pedro Infante, como un coro celestial adornado con los racimos de amapola humedecida que titilaba bajo el cobijo de una noche plateada y festiva: —Yo la regaba/ con agua que cae del cielo./Y la regaba/con lágrimas de mis ojos./ Mis amigos me dijeron/ya no riegues esa flor/esa flor ya no retoña/tiene muerto el corazón./ Esa flor ya no retoña/tiene muerto el corazón… Quienes conocen la huasteca, saben que la gente de por allá es muy leal, como lo fue Pedro Infante. No en balde en 1947 filmó la película Los Tres huastecos, donde Ismael Rodríguez, entonces de treinta años, hizo malabares 43

técnicos para presentar ante la pantalla a tres pedros infantes: un gavillero, un militar y un sacerdote. Eso sí, se trataba de unos triates de buen corazón y muy chingones en la interpretación de baladas rancheras. El Golondrino, por lo mismo, nunca se arrepintió de salvarle la vida a aquel hombre de corazón colectivo y voz privilegiada, bendecida por la divinidad. (Nunca supimos el destino de los discos de acetato de Pedro Infante que Jaramillo, por sugerencia de Epifanía, había comprado y guardaba en la sala de su casa de la calle Mina número 14, en Tlaquiltenango. En 1900 Rubén Jaramillo nació en un rancho del Estado de México y desde los trece años fue guerrillero zapatista) Mi Prima Armida jamás intentó profundizar en el pasado histórico de Pedro Infante, ya lo dije antes, un virtuoso de los sentimientos humanistas, como Jaramillo. Su aparente fealdad, provocada por un accidente aéreo, lo acrecentaba. Ella aprendió a conocerlo por su voz y sus actos de bondad. Tenía el espíritu universal de un niño. Jugueteaba y daba, nunca dañaba. Lo veía dirigir el arado y a los dos bueyes con firmeza y respeto. Lo escuchaba hablarle a las bestias (perros, caballos, vacas o corderos) y pedirles perdón por cualquier abuso de su parte. Pedro Infante tenía grandeza porque daba amor, respeto y tolerancia. Tal vez pocos lo entiendan, pero cada vez que escucho Flor sin retoño aprendo a entender más a los hombres apasionados, por vivir en pareja, y a los jaramillistas en receso, los que aman al Dios de los pobres…

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TARZÁN EN LA QUEBRADA No es necesario ser tan descriptivo. Lo importante es dar el brochazo que estimule algún sentimiento o curiosidad. Trazos sin complicaciones, precisos como un dibujo de Pablo Picasso. Tan simple como el recuerdo mozo en un junio sesentero, de curiosidad y añoranza. Por ejemplo, ver a Tarzán sobre el farallón de La Quebrada, rodeado de nativos rijosos de la isla prohibida de Acuaria al intentar rescatar a la princesa Mara del apetito sexual de un falso dios solar: Balu. El Acapulco de 1947 veinte un años después, en 1968, frente a los ojos hipnotizados de dos adolescentes y en las pelonas gradas del cine Bahía, sin techo, el de la avenida Aquiles Serdán 509. “Un temps de chien”, como dirían los franceses; de calores demenciales, de revuelta estudiantil… –¿Trajiste las patas de pollo? –Si, también la salsa Búfalo, brother… y la Coca-Cola es para los dos… –Pinche Pedro, ¿cuándo me llevas a la casa donde vivió Tarzán? –El domingo…el dueño de la tienda de pinturas, donde compra mi papá, le consiguió una chamba en el hotel Los Flamingos… Vamos a pintar dos habitaciones… Aun no oscurecía y la gran pantalla intentaba descifrar la intermitencia de unas imágenes en blanco y negro, apenas perceptibles por la luminosidad del crepúsculo. La película estelar, Tarzán y el gran rio, arribaría una hora y media después, en el plenilunio de junio y tras la derrota de Vargas, el falso Balu y traficante de perlas, en Tarzán y las sirenas. El chiflerío y las mentadas de madre al cácaro arreciaban por solo escucharse los diálogos en inglés, sin imagen. Los dulceros y refresqueros recorrían las escalinatas y, en repetidas ocasiones, nos obligaban a ponernos de pie para no pisarnos al entregar algún producto demandado. –¡Refresssssscooosssss, pidaaaaaa sus sssscooooosssssss…! –¡Palomiiiiiiitasssss…! 45

–¡Paleeetaaaaasssss, hay paleeetaaaassss! El cine Bahía, según lo recuerdo vivamente, lograba albergar hasta tres mil personas y era considerado el más grande de la ciudad, de ahí su falta de techo. La propaganda, voceada insistentemente en el mercado central, aseguraba que la película Tarzán y el gran rio seria estrenada por primera vez en Acapulco. El papel del aristócrata escoses John Clayton III y el rey de la selva recaería en el jugador de futbol americano, oriundo de California, Michael Dennis Henry. –¡A colores y en cinemascope, solo este fin de semana, no falte a su teatro cine Bahía..! –¡Dos, dos grandes películas de Tarzán por un solo boleto! –¡Niños lleven a sus papás! ¡Papás lleven a sus abuelos! ¡Abuelos lleven a sus vecinas! Y en los volantes que repartían varios chiquillos de short y playera deslavada, se leía que, en la película estelar, el hombre mono viajaría a Brasil, a la selva amazónica, para combatir al dictador y hechicero Barcuna que se oponía a la medicina moderna: una doctora estadounidense, rubia y joven, intentaba vacunar a los nativos contra enfermedades virales, pero los adoradores del dios Jaguar amenazaban con asesinarla. De ahí que un profesor –amigo de Tarzán y ejecutado por Barcuna— demandara su ayuda. Un león y la mona Chita — rescatados por “el hombre mono” en un zoológico brasileño– lo acompañarían en esa aventura justiciera. Sin embargo, la primera película a proyectarse, Tarzán y las sirenas tenía un mayor atractivo para los lugareños. Había sido filmada en Acapulco, Teotihuacán y los estudios Churubusco. Por lo mismo, en ella participaron actrices y actores mexicanos, como Andrea Palma, Gustavo Rojo, Magda Franco, Lilia Prado, Silvia Derbez y Armando Silvestre. Dolores del Rio, amiga cercana del presidente Miguel Alemán Valdez, invitó al actor de 43 años a filmar su última película como Tarzán en el puerto de Acapulco. Johnny Weissmüller tuvo una gran acogida por empresarios, artistas y políticos mexicanos e incluso se organizó una cena en su honor en la casa

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presidencial de Los Pinos, construida por un rico hacendado en 1853 en el bosque de Chapultepec y adquirida en 1934 por el gobierno federal. Los actores hollywoodenses Tyrone Power y su esposa Linda Christian, también asistieron al agasajo organizado por Alemán Valdez. Linda era su paisana, originaria de Tampico, Veracruz, y participaría como Mara en la película de Tarzán y las sirenas. El ex campeón olímpico, de origen rumano, jamás se enteraría que en un pueblo edificado en una cumbre de la sierra madre oriental –Huayacocotla–, también despertó algarabía al ser exhibida su primera película como Tarzán. Fue en un galerón techado con láminas de cinc, propiedad de don Higinio Solís, nuestro proveedor de carne de res. Lo construyó en el vértice de la Ygriega que partía en dos a la avenida Revolución. Mi tía Ana María, en 1965, me llevó a ver Tarzán de los monos, filmada en 1932, y nos apoltronamos en dos sillas de madera y palma que cargamos desde la casa. Sin tener aun información sistematizada sobre el mundo del cine, en menos de tres años disfruté las dos cintas más significativas de Johnny Weissmüller en su papel de Tarzán. Su última filmación, solo cubierto con un taparrabo, tuvo lugar en Acapulco y por esa razón, los asistentes del cine Bahía se entusiasmaron al lograrse distinguir mejor las imágenes en la pantalla. La mayoría conocía los escenarios naturales ahí presentados y pocos ignoraban que Johnny Weissmüller había comprado una casa de descanso, Los Flamingos, en uno de los acantilados cercanos a las playas Celetilla y Caleta. Carmela, la joven amante de don Guido Gándara, no quiso acompañarnos. El propietario del cine Bahía, Jacobo Jaca Avayou le ordenó a sus empleados que no permitieran el ingreso de padres con niños menores de cinco años. Sus berridos por hambre o aburrimiento acicalaban los ánimos y en algunas ocasiones llegaron a desencadenar peleas y lesionados. –Mejor cuando salgan me traen dos pesos de semillitas o unos tamalitos de pescado –nos pidió Carmela. Los sábados y domingos, don Guido y Pedro dormían en casa de doña Zulema Ampundia y sus vástagos. Carmela, entonces de 22 años, pasaba ambas noches con su bebe y mi compañía. Por lo mismo, fui el encargado de llevarle los 47

dos cucuruchos de papel estraza con semillas y cuatro tamales de merluza (pescado sin espinas) que tuvimos que comprar en el restaurante El Zombi. Don Guido me pagaba doscientos pesos cada semana por lijar puertas y barandales. De ese dinero, cien pesos le entregaba a Carmela por darme de comer y lavarme la ropa. Le gustaba que le leyera las fotonovelas que constantemente compraba y lo hacíamos en su cama y con el televisor encendido, pero sin volumen. Difícil olvidar aquel sábado de plenilunio, un 29 de junio. Lo recuerdo perfectamente porque esa noche, en uno de los muros de la cocina, Carmela dibujo el número 29 con pintura vinil color rojo. Diez minutos antes le terminé de contar lo ocurrido en ambas películas de Tarzán y ya casi eran las dos de la mañana. –Hoy quiero que nos bañemos juntos antes de dormir –me dijo—y este número lo voy a borrar cuando te vayas… Entiendo ahora aquella sugerencia repetitiva del maestro Juan José Arreola: — No es necesario ser tan descriptivo…

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LA VERDOLAGA En septiembre cumpliría quince años y en esos tiempos convulsos y difíciles, vagaba por las calientes callejuelas de Acapulco. No tenía casa y sobrevivía de las propinas recibidas al cargar canastones en el mercado central. Dormía en la playa de Icacos, cerca de la base militar, por ser la más segura y en las regaderas públicas combatía la salinidad del cuerpo y evitaba cualquier contacto con estupefacientes, principalmente pegamento, thinner o mariguana, por temor a ser atacado por algún depredador sexual. Recuerdo perfectamente cuando en Tulancingo, mi padre entró a mi recámara y me entregó quinientos pesos. Ese domingo faltaría a la fábrica de hilados y tejidos El Gato, donde laboraba, porque deseaba ver el encuentro final de la liguilla entre las Chivas del Guadalajara y el América de los Azcárraga. Lo haría en el televisor de la familia López, porque Marcos, el primogénito, era novio de una prima lejana y compañero de futbol soccer en el deportivo de la Escuela Industrial de Tulancingo. –Tienes que irte y buscar otro lugar donde vivir… –¿Por qué? –Mina ya no quiere que vivas con nosotros. No le gusta que fumes, que no vayas a la escuela y leas con la luz encendida hasta después de la media noche… Guillermina Lara era mi madrastra. Mi padre rehízo su vida tras ser ingresada mi madre a un hospital psiquiátrico por abusar del alcohol y la marihuana. Marcelino y yo sobrevivimos en un orfanatorio administrado por monjas salesianas, quienes recibían una vez por año generosas donaciones de una madrina millonaria de Guillermina. Tres años después de nuestro ingreso al orfanatorio, Marcelino huyó del y yo fui enviado a Poncitlán, Jalisco, donde mi padre trabajaba en la construcción de una planta hidroeléctrica. De ahí viajamos a la ciudad de México y por un incidente lamentable (destruir con una regla los rosales de la vieja millonaria), terminé en casa de la tía Ana María, propietaria de un hotel de cincuenta habitaciones. Su casona se encontraba cerca de la terminal de autobuses y de una escuela primaria de sacerdotes jesuitas. Sin embargo, por cuestiones del destino 49

tuve que salir de Huayacocotla y ser parte de la nueva familia de mi padre, precisamente en Tulancingo, –¿Por qué ya no quiere Mine que viva con ustedes? Mi padre, macilento y de mirada huidiza, simplemente bajó la cabeza ya cana y depositó el dinero sobre el camastro. Después, giró sobre sus talones, y abandonó la habitación casi arrastrando sus pies descalzos. No tuve tiempo de llorar o suplicarle a Mine que reconsiderara su decisión. Simplemente busqué mi sucia talega de lona que guardaba bajo la cama y la rellené de ropa arrugada, un par de tenis y dos novelas policiacas de Mickey Spillane —Yo el jurado y Bésame moribunda–, que mi padre coleccionaba. Antes de las nueve de la mañana, bajo un sol timorato y tibio, deambulaba por la avenida José María Morelos en dirección a la carretera Huauchinango donde abordaría el ferrocarril hasta Santa Ana Hueytlalpan y de ahí me trasladaría a Huayacocotla en alguno de los tráileres de las cementeras de Pachuca y de una fundidora de acero del Estado de México donde fabricaban varillas, láminas de cinc y alambre de púas. La prima Armida, hija de mi tío Melitón, siempre necesitaba de jornaleros, albañiles y cuidanderos de sus piaras y los borregos cimarrones y cabras importadas de Marruecos y no me negaría su ayuda, de eso estaba seguro. Fue así como llegué al rancho Los Quelites, en plena sierra veracruzana, y casi al arribo del crepúsculo pude conocer a la pareja sentimental de la prima: un tipo de modales rudos, semicalvo, falto de un ojo y con una parte del rostro ennegrecida por el fuego, como después me enteraría por boca de uno de los vaqueros. Sin embargo, desde el momento que Armida nos presentó a la entrada de la caballeriza principal, Pedro Alberto Torrentera Dorantes, como dijo llamarse, ofreció su experiencia para ilustrarme sobre los cuidados del rancho y en apoyarme en las faenas difíciles si así yo lo creía conveniente. –Usted tiene que saber cómo tratar a las recuas de por acá porque son como cristianas y tienen la encomienda de Dios de darnos de comer. En ellas cada sábado hay que cargar la carne, la manteca, el carbón, los botes de miel, los quesos 50

y los granos y enviar todo a Potrero Seco, Huayacocotla, Zilacatipán y hasta Texcatepec… es una jodita para las mulas, no te creas amigo… –De eso se trata, primo… Aquí olvídese de la ciudad, no hay horario de descanso… Cada pesito que obtenga, tiene que ganárselo a sudor y sangre… –Gracias por recibirme, trataré de no fallarte… –Fallarnos –corrigió Armida–, porque en este jaleo también están Pedro, los otros rancheros y sus mujeres. Aquí somos una familia, no se te olvide. Intenté hacerme a la idea de ser hombre de campo, pero “valí madres”. En menos de dos meses el tedio, la rutina y el cansancio, empezaron a deprimirme. El madrugar todos los días doblegaba mi fortaleza y de no ser por el buen humor que destilaba Pedro Alberto, la rutina del rancho se hubiese tornado un calabozo de tortura. Nunca faltaba la música, el ir de cacería y nadar en las pozas cercanas, alimentadas por los escurrideros de las montañas. En la radio escuchábamos la programación de la XEW y Pedro Alberto evitaba estar presente durante la hora dedicada al “desaparecido” Pedro Infante, su tocayo. Sus voces eran tan semejantes que también llegué a creer que Pedro Alberto en realidad era el inolvidable cantante sinaloense oculto en aquella inhóspita región serrana del Corcovado. Una fría noche de julio, envuelto nuestro paso por una pesada sábana de niebla, le comenté a Pedro que quería largarme del rancho e irme a vivir en alguna ciudad portuaria del país. Soñaba con meterme al mar, navegar en una lancha de pescadores y olvidarme de los días invernales y lluviosos. –No te detengas, haz lo que anhelas –dijo Pedro Alberto mientras cabalgábamos al lado de tres mulas cargadas de leña y costales de carbón –. Estás en edad de hacer valer tus sueños, de apoderarte del mundo, pero hazlo ahora que puedes, porque después será demasiado tarde… –Ni yo mismo me entiendo, Pedro…Tengo una familia desastrosa y cobarde…

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Pedro Alberto, metido en una manga de cuero, gruesa y amarilla, repitió literalmente una reflexión escrita por Luis Alcoriza en una de sus populares películas, El inocente: –La vida es como una carretera mal pavimentada. Y ahí vamos jalando según el motor que tenemos. Algunos van volados y se salen de las curvas y a otros nos falla algo y nos quedamos tirados hasta que alguien viene a levantarnos… Y en tono paternal, agregó: –Despídete de Armida, porque ella lo entenderá. Nunca te vayas sin dar las gracias… La persona agradecida siempre tendrá las puertas abiertas… y ahí tengo un dinerito guardado que de algo te ha de servir… Cuando dispongas de tu partida, me avisas para dártelo. Y te recomiendo que te vayas para Acapulco, a Puerto Márquez… En esa playa yo disfruté cosas que por ahora no entenderías… –Lo haré Pedro, muchas gracias por comprenderme y nunca olvidaré tus consejos y los buenos momentos que la paseé en el rancho… –Órale pues, entonces abríguese bien con el jorongo, porque la niebla está rete-rejega…y hágame segunda… Y de inmediato, como si nuevamente personificara al mecánico Culberto Gaudasar, el Cruci, en la película El Inocente, empezó a cantar La verdolaga a la manera de Pedro Infante…

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¿POR QUÉ? Doña Graciela Torres tenía tres revistas ¿Por qué? En una caja de zapatos marca Canadá. En una de ellas, y aún tengo vivo ese recuerdo, aparecía un niño muerto en la portada y una palabra en mayúsculas: ¡Asesinos! Era una de las trescientas víctimas del 2 de octubre de 1968, la masacre de Tlatelolco. La misma publicación la volvería a ver un año después en la tienda de pinturas Dupont, aledaña al cine Río, en la avenida Cuauhtémoc y Vallarta, donde el señor Guido Gándara compraba las brochas, estopa, lijas, disolventes, pinturas y lacas anticorrosivas. —Te vas a meter en problemas si sigues leyendo cosas subversivas –dijo Juan Zermeño, propietario de la tienda de pinturas y hermano de Álvaro Zermeño, actor y cantante jalisciense. La advertencia iba dirigida a un hombre de baja estatura y musculoso, apodado El Chueco, que trabajaba en el establecimiento de la cervecería Corona, también cercano al cine Río. Por culpa de una parálisis facial, o Bell –según el término médico-, tenía un párpado caído y parte de la boca torcida. —Hay mucha rabia, Juan… y eso no puede seguir así… El señor Guido Gándara, mientras preparaba la pintura anticorrosiva que utilizaríamos en los barandales de un inmueble en construcción, intervino en el diálogo. —Es verdad, no podemos ignorar lo que sucede en México, menos en Guerrero… Hay muchos estudiantes alebrestados y mira que les trabajo a los hoteleros y son quienes más se quejan de los secuestros. —Seamos realistas, aquí el comunismo no tiene entrada. Nos gusta la libertad y los negocios –dijo don Juan Zermeño, quien portaba un bigote similar a su hermano, quien, un año antes, había protagonizado la película La ley del Gavilán, en compañía de la actriz Elsa Cárdenas. Pedro, el hijo del señor Gándara, le pidió prestada la revista a El Chueco y juntos la hojeamos. En las gráficas en blanco y negro, aportadas por los fotógrafos Óscar Menéndez, Héctor García, Armando Salgado y los hermanos Mayo, 53

aparecían militares custodiando estudiantes y maestros y cadáveres ensangrentados en plena plaza de Tlatelolco. —Yo ya la había visto en mi primer viaje a Acapulco –comenté en voz baja. Doña Graciela, donde vivía antes, las guardaba y decía que su marido las leía y por eso aún las conservaba. —Sea lo que sea –dijo El Chueco ya con su rollo de estopa bajo el sobaco-, pero sólo a balazos y no con grititos puede uno defenderse de tanta represión y abusos del gobierno… —Por eso los panteones está repletos de tanto pendejo… -exclamó don Juan Zermeño y no hizo el menor esfuerzo de devolverle la revista a su vecino. En esos momentos, ingresó al local don Leopoldo Garduño Peñaloza y el tema político quedó en el pasado. Pedro y yo nos alegramos al verlo. Durante los cuatro meses que en esta ocasión permanecí en Acapulco, el dueño de la tienda de pinturas Dupont nos regalaba pases para entrar al cine Río. Don Juan Zermeño era muy amigo del responsable de distribuir las películas mexicanas en Morelos y Guerrero, precisamente el señor Garduño Peñaloza. Tuve la oportunidad de conocerlo, porque en una ocasión, lo ayudé a descargar de su auto sedán dos cajas con cartelones de la película Patrulla de valientes y me regaló uno. En ella actuaban Rosa María Vázquez, Alberto Vázquez, Héctor Suárez y Guillermo Rivas, antes de ser conocido como El Borras. Estaba por cumplir catorce años y el asunto de la masacre estudiantil me era indiferente. Las imágenes de la revista ¿Por qué? En poco se diferenciaban a las publicadas por el semanario Alarma! Cada empresa editorial utilizaba los cadáveres y detenidos con un objetivo diferente: político y económico. Sin embargo, el morbo o la curiosidad las hermanaba y estaba garantizado su mercado entre la masa despolitizada. De no ser por los comentarios escuchados entre los señores Gándara, Zermeño y El Chueco, tal vez el asunto del 68 hubiese dejado de tener presencia tangible en mi subconsciente. Los años y el periodismo me ayudaron a comprender lo ocurrido en aquel fatídico 2 de octubre y sus repercusiones políticas posteriores. 54

Asimismo, sin la audacia y valor del periodista Mario Renato Rodríguez Menéndez, la ultraizquierda mexicana hubiese pasado desapercibida. La revista ¿Por qué? Es un referente obligado para entender lo ocurrido en México durante la década de los sesenta y parte de los setenta. Los dos cuadrantes porteños que en esas fechas me marcaron –y lo recuerdo con nostalgia- tenían dos cines –el Bahía y el Río-, un paradero de transporte colectivo, Cine Río-La Base, y el Mercado central. Por lo mismo, eran los cuadrantes de mayor festividad y movilidad social. El principal hábitat dinámico y viviente, de olores y sabores picantes, de prisas, mentadas de madre y sonrisas y del Acapulco tradicional: Vallarta, Cuauhtémoc, Feliciano Radilla, 2 de agosto, Constituyentes y su prolongación, la Aquiles Serdán…. Y para las zambullidas y agasajos de camarones hervidos y ostiones en su concha con limón y salsa picante, la playa Tlacopanocha. Precisamente, en esta playa experimenté mi primera borrachera, bajo los delicados cuidados de Carmen, la joven amante de don Guido. Y también, en esa playa, fue donde encontraron el cadáver de El Chueco, una semana antes de que retornara a Tulancingo, Hidalgo para proseguir mis estudios. La revista Alarma! Consignó el hecho con una gran fotografía. El señor Juan Zermeño nos comentó que El Chueco había participado en varios asaltos de los camiones distribuidores de la empresa cervecera donde laboraba y que la policía judicial lo ejecutó por órdenes superiores. Después lo interpretaría de otra manera: El Chueco en realidad no era un delincuente común, sino un guerrillero. Nunca supe su verdadero nombre y apellidos, pero poco importa. Tal vez sus familiares y amigos lo reivindicaron y se encuentre incluido, sin el apodo, entre la lista de víctimas de la guerra sucia. —Caras vemos, corazones no sabemos –dijo don Guido al enterarse de los pormenores de la muerte de El Chueco.

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—No era mala persona –agregó el señor Zermeño-, pero siempre estuvo en contra del gobierno y el que siembra, cosecha… En la misma revista Alarma!, donde se consignó la muerte de El Chueco, publicaron como reportaje principal y de portada, el asesinato de cinco personas de Bervely Hills, California y una fotografía del autor intelectual de lo ocurrido: Charles Manson. Una de las víctimas de la secta La Familia fue la actriz Sharon Tate, esposa del director de cine, Román Polanski.

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EL COMPITA PEPE –Jamás lo había visto tan frágil, a pesar de ser un palo santo, como decimos en Huaya, verdad de Dios… –No te creo… –Te lo juro, sobrino… El mismísimo José Alfredo también se dobló cuando vio a Pedro en el tecorral trasero y con un becerro recién destetado en los brazos… No se lo esperaba… Imaginarme la escena me conmovió, porque sabía que Pedro y José Alfredo llegaron a tenerse estima. Los unía la música, el cine y las mujeres, no el alcohol o el tabaco. Estar ahí, en plena sierra, los dimensionaba de una manera distinta a la visualizada en una pantalla cinematográfica y con nombres cambiados. —Compita Pepe… –Mi Pedrito… El rostro desfigurado del sinaloense en nada le alteró sus sentimientos de amistad al guanajuatense cacarizo, de cabello entintado, como carbón. Apenas podía entender lo que ocurría, menos Armida que lo vivió en persona y en esos instantes casi enseñaba los pezones por las prisas al abandonar la troja y recibir al recién llegado. El olor a epazote hervido impregnaba sus manos de artesana, delgadas y calludas. Así me lo describió ella en nuestro reencuentro en la Habana. La voz de Pedro, cascada por la emoción, evidenció a otro hombre, más vulnerable y franco. La presencia de José Alfredo llegado a lomo de recua cambió la arquitectura visual de ese espacio rupestre, un rancho mal cercado de doscientos mil metros cuadrados, ceñido de llanuras y cerros casi pelones y deshabitados. –¿Y cómo llegó aquí, compita Pepe? –El corazón me trajo, mi Pedrito… Al verlos ahí, perturbados por escuchar una voz menos dócil y condescendiente, Pedro les pidió, sin ninguna intención de ofenderlos, que los

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dejaran solos. José Alfredo, a pesar de lo extenuante del viaje, nunca soltó la guitarra de Paracho que le llevaba de regalo a su amigo. Los dos, en solitario, abandonaron el rancho y enfilaron hacia el mirador de Zontecomatlan, cerca del riachuelo del Corcovado. Iban exultantes y parlanchines. –¿Quién es patrona, ya en serio? –José Alfredo Jiménez… –¿Y qué hace? –Es compositor y sus canciones suenan como el Himno Nacional, en cualquier cuartel o escuela pública mexicana… –Ah cabrón, Patrona… –Sí, Pascual… Ahora entiendo a Pedro Alberto y su desapego al pasado… Armida sufría mucho después de atragantarse de pasión, a pesar de la fealdad del hombre. Desde el arribo de Pedro al rancho todo fue distinto: ella dejó de ser dura e insensible y aprendió a tratar mejor a sus jornaleros y bestias y ha no gritar tanta mala palabra. El Golondrino le había bendecido la vida al comentarle su secreto. Pedro no solo la reafirmó como hembra, sino al igual que doña Bárbara, la barquereña de Rómulo Gallegos, sabía que tenía en su cama a un Santos Luzardo, sin necesidad de rivalizar con alguna descendiente. La prima enfrentaba el mal del útero infantil y eso le calaba, como en alguna ocasión se lo comentó en Huayacocotla Irma Serrano, La Tigresa. La actriz había llegado a la cabecera, en una de las giras preelectorales del candidato priista a la presidencia de la república, y ambas coincidieron en el mingitorio del hotel La Bodega de don Luis Gómez. Después de orinar y medio chupetearse un habano de humo pestilente, intercambiaron palabras. Exhibían su media desnudez ante el enorme espejo recién colocado por el Estado Mayor Presidencial. –Yo no conozco el amor y la maternidad… –Estamos iguales señora, pero qué le vamos a hacer… Lo importante es que no estamos solas, tenemos macho y familia… 58

–Eso es verdad… No me vaya a fallar hoy en la noche en el palenque, porque tiene un lugar privilegiado… –No se preocupe, ya lo tengo y aunque no lo quisiera, el abuelo Elpidio invirtió algunos miles en los gallos de Molango de Escamilla y siempre le apuesta a los perdedores… Prefiere morir en el palenque que en la cama con la abuela María de los Ángeles… La Tigresa la abrazó con fuerza, sin importarle estar descalzonada y le plantó un descarado beso en la boca. Armida desde entonces supo tenerle ley y hasta se entristeció cuando le chismearon que ya de vieja le dio por esconderse entre los escombros de su familia, ansiosa de la herencia, en Comitán de Domínguez, Chiapas, de donde provenían sus ancestros. Por primera vez, esa noche, la prima escuchó una nueva canción de La Tigresa y el mariachi Viva Xalapa. Después supo que José Alfredo Jiménez la compuso en una de sus encerronas en el burdel de La Bandida, en la colonia Roma. La intituló Adiós a mi Pedro Infante y el autor no abandonó el lugar durante tres días. Por esa razón, al verlo en territorio serrano, barrigón, desencajado y algo carcomido por la cirrosis y los excesos, Armida enfrentó una doble angustia y emoción. Ante ella y cuatro de sus rancheros, Pedro y José Alfredo se abrazaron emocionados, sin ocultar sus lágrimas. Los dos grandes ídolos que ya muertos en años posteriores, competirían con los santos y arcángeles de cualquier iglesia mexicana, sometida a la XEW. Antes del amanecer, en torno de una gran fogata avivada con ocote y cedro, Armida, Pedro, José Alfredo y algunos jornaleros achispados por el aguardiente, revivieron bajo los acordes de guitarra las mejores composiciones del guanajuatense. En esas locaciones naturales, ajenas al oropel de los estudios Churubusco, nuevamente el amor y el desamor estuvieron presentes. Y fue así que, una semana después de lo ocurrido el 15 de abril de 1957 en Mérida, Yucatán, José Alfredo había escrito los siguientes versos en el putero de Graciela Olmos, La Bandida:

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“Nuevamente se ha enlutado el firmamento/se estremece todo el pueblo emocionado/ya han llorado las estrellas en silencio/por la voz que para siempre se ha apagado. “Su humildad y su modestia no restaron/los aplausos que le dio, México entero/muy abierto el corazón se lo entregaron/al amigo más humilde y más sincero. “Adiós, adiós, adiós mi Pedro Infante./Ya estaremos contigo más adelante./ “Que estos versos te lleguen allá en la gloria./Tu pueblo llora y canta a tu memoria. “Ni el dinero ni la fama le importaban/a su noble corazón de mexicano/la modestia y sencillez siempre encontraban/los que fueron a estrechar su franca su mano. “Fue su cuna Sinaloa tierra amada/de la fama fue llegando hasta la meta/mas no supo que la muerte lo acechaba/ escondida allá en la tierra yucateca.” “Adiós, adiós,/ adiós mi Pedro Infante/ya estaremos contigo más adelante. “Que estos versos te lleguen allá en la gloria./Tu pueblo llora y canta a tu memoria…”

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EL RETORNO La ciudad porteña se convirtió en una pista peatonal y de descubrimientos. Un mes antes de meterme en el lio periodístico de los tiraderos de cadáveres en dos fraccionamientos semiabandonados, en una de mis diarias caminatas playeras llegué al Centro Internacional de Convenciones de Acapulco donde se desarrollaba un encuentro de presidentas del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia. Iba en short, camisa holgada y mocasines grises sin agujetas. La barba me llegaba al pecho y el cabello a los hombros. En esas fechas, 1980, trabajaba en el periódico Revolución y leía la Biblia y las obras completas de José Revueltas, impresas por la editorial Aguilar. Martin del Toro, primo hermano de un reportero gráfico del periódico El Trópico de Acapulco, me había conseguido un cuarto de azotea en el hotel Romanos Le Club. Desde ahí, en cada amanecer, observaba cabrillear el farallón del Obispo y me apropiaba visualmente de la inmensidad de un mar perlado, somnoliento, y una ciudad plena de vida y amurallada por una cordillera infectada de construcciones miserables. –¿Le puedo servir en algo? Frente a mí, un policía de zapatos polvosos y armado con un tolete. –Soy reportero y vengo a cubrir el evento –mentí. En realidad sabía que en la sala de prensa, adaptada por personal del DIF, seguramente habría café caliente y galletas. La sesión del congreso inició desde las nueve de la mañana y el intenso calor provocaba sudoraciones excesivas. –Tiene que ponerse un gafete con el nombre del periódico que representa… –Solo tengo una credencial –dije y se la mostré. El cartón a dos tintas y mi rostro de anarquista desvalido estaba firmado por don Pedro Huerta. De una canasta plástica, colocada a la entrada de la sala de prensa, tomé un listón blanco con una mica vacía y en ella introduje la credencial. De esa manera me allegué de una chafa identificación oficial.

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Para no verme tan descarado, opté por asistir al salón donde presidia el evento la esposa del presidente de la república, Carmen Romano de López Portillo. Ella todavía no pronunciaba el discurso de clausura ante las presidentas y directoras estatales del DIF, pero dos atractivas edecanes ya lo hacían circular, en papel, entre los reporteros. Sin embargo, aguardé a que la polémica funcionaria honoraria lo leyera y algunos de sus dichos los anoté en mi libreta de taquigrafía. La necesidad de un café y el gruñido de intestinos, me hizo abandonar el lugar y meterme a la sala de prensa. Por simple instinto, antes de saciar mi apetito, me apoltroné frente a una máquina de escribir y empecé a redactar la nota. Había escrito cuatro párrafos, cuando escuché a mis espaldas una voz ronca, pedregosa, de afónico: –Exacto, exacto… así quiero la entrada, concretita y corta… Era el señor Oscar Kaufmann, entonces el director general de Comunicación Social del DIF nacional. Se trataba de un hombre sexagenario, voluminoso, rubicundo, de ojos azules, lentes de grueso aumento y barba de candado. Después de leer la hoja que le entregué, dijo: –¿Usted ha trabajado en alguna agencia de noticias? –Fui corresponsal de Uno más uno, en el estado de Morelos… –¿Y quién le enseñó a construir así las entradas? –El señor René Arteaga… –Mi hermano René… Un enorme periodista, un gigante de la pluma… Me pidió que continuara con la redacción de la nota y aguardara su regreso. También le ordenó a una edecán que me ofreciera el platón con pequeños sándwiches de atún, jamón y pepinillos y una Coca cola. En realidad mi interés de estar en el Centro Internacional de Convenciones era para beber café y comer galletas, como lo escribí arriba. 62

Mas cornadas da el hambre y Luis Spota tenía razón. Don Pedro Huerta me pagaba mil pesos mensuales y por esas fechas el dinero escaseaba y mi dieta se reducía a una comida diaria. El cuarto de azotea del hotel Romanos Le Club me permitía darme otros pequeños lujos, como comprar uno o dos libros al mes y beber cerveza los fines de semana en la playa Langosta, cerca de La Quebrada. No pagaba por el hospedaje y solo utilizaba de cama un sleeping bag, aportado por Rodrigo Huerta. Una gruesa Biblia de pastas negras también fue otro de sus regalos y uno de sus colaboradores, de ojos rojizos y brillantes y labios secos, intentaba hacerme un converso de la iglesia cristiana donde militaba. –¿Quiere trabajar en el DIF? –preguntó el señor Kaufmann a su regreso. Llegó en compañía del licenciado Daniel Alvarado, hijo del actor Manuel El Gordo Alvarado y subdirector de Comunicación Social del DIF. Como vio que dudé y mi respuesta no fue inmediata, el señor Kaufmann, sin desdibujar del rostro su bonachona sonrisa, agregó: –Haga el boletín de hoy y se lo entrega al licenciado Alvarado… Y claro, le pagaremos por este servicio… Sin hacerme del rogar, la necesidad era canija, me di a la tarea de sacar adelante el texto oficial del evento. Lo terminé en quince minutos y busqué al licenciado Alvarado, tan similar físicamente a su padre: El Gordo Alvarado había participo en un centenar de películas en la época dorada del cine mexicano e incluso hizo algunas apariciones en cintas protagonizadas por Pedro Infante. En uno de los cubículos, donde aparecía una gran fotografía del presidente José López Portillo, revisó el resultado de mi trabajo. –El señor Kaufmann quiere ayudarlo, porque le gustó el lead de su nota y ese es el tono que quiere darle a los boletines… Me sentí halagado, no lo niego. Los quinientos pesos y la tarjeta personal del señor Kaufmann también abonaron ese sentimiento banal, que ahora así lo califico y entiendo. 63

Y seis meses después de aquella circunstancial experiencia, ya como boletinero del DIF nacional, conocería la verdad de lo ocurrido y en boca del propio señor Kaufmann: –Lo vi con hambre y antes de ir por el café se puso a escribir con responsabilidad periodística y eso es meritorio… Nunca el hambre o el vicio deben volver leguleyos a los que aman el oficio… Lo cierto es que durante dos días, los quinientos pesos terminaron en la caja registradora del Bar Barracuda y en el bolso de ixtle de La Chepa, una inquietante mesera, la más imaginativa en los asuntos del himeneo y los despertares saludables. Acapulco siempre ha sido en mi vida una ruleta…

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Y LLEGÓ SIQUEIROS Elfego Castrejón fue condenado a morir, y no precisamente de muerte natural, dos días después de que el muralista David Alfaro Siqueiros y veinte comunistas disfrazados de militares y policías intentaron asesinar, en una casona amurallada al sur de la ciudad de México, al ex comandante del ejército rojo bolchevique, Lev Davidovich Bronstein o León Trotsky. En su huida, el pintor se refugió en Huayacocotla, donde se presentó como ingeniero topógrafo y durante cuatro meses bebió una respetable cantidad de aguardiente y curados de pulque, catequizó sobre los principios revolucionarios del marxismo-leninismo, organizó un comando clandestino de guerrilleros estalinistas, jugó ajedrez en el billar de don Salvador Monroy e hizo un mural en la casona del propietario del único hotel del pueblo. “¿Y en Huaya quién es el principal verdugo explotador de los campesinos pobres, camarada Soto?”, preguntó Siqueiros, antes de descender de su automóvil Chevrolet 38, color negro. “Don Elfego Castrejón es casi el dueño de medio municipio, coronel”, contestó don Próculo Soto luego de agarrar uno de los baúles laqueados de dos asas. “Usted por donde mire encontrará un peón, un hijo bastardo o un comercio de su propiedad”. “Pues esta burguesía cabrona ya tiene su primer mártir”, murmuró el muralista con marcado acento norteño. Diez y nueve años después de aquel comentario, en mayo de 1969, un comando guerrillero, en el que se incorporaron dos ex pupilos del Coronelazo – como sus adversarios llamaban al muralista–, secuestraron, juzgaron y ejecutaron, por acuerdo de una Asamblea Revolucionaria, al viejo cacique, admirador de Mussolini, Hitler y Franco, y padre de Oscar Manuel, Higinio, Benito, Adolfo y Francisco Castrejón. La presencia del pintor no causó revuelo entre los lugareños, porque la niebla y la lluvia, aunada a las bajas temperaturas, paralizaban su curiosidad, inventiva y rebeldía. Durante su estancia en Huayacocotla optó por establecerse en el hotel de don Elpidio Monroy y solicitó le concediera la habitación número 29 65

por encontrarse a un par de metros del traspatio y las letrinas. El frio, argumentó, le provocaba mal de orín y era enemigo de la bacinica. “Le aclaro que traigo un revólver Smith & Wesson para mi seguridad. Soy hombre de paz, pero usted sabe, en comunidades apartadas de la ciudad, el alcohol siempre nos calienta la cabeza y hacemos pendejadas, como molestar al primero que encontramos en la calle”, dijo el muralista. “¿Y cuál es su propósito de venir al frío, ingeniero, donde las heladas son parte de nuestro folklor?” “Por lo pronto, descansar y en dos o tres días voy a recorrer algunas parcelas de la región, porque un empresario quiere comprar buenas tierras para experimentar con la siembra de papa” “¿Papa?” “Así es, papa. Es un tubérculo que se da principalmente en la zona fría, como la que predomina en Huaya… es posible que aquí no se desarrolle esa maldita plaga que tanto daño le hace al mercado mundial…” Siqueiros calzaba unas pesadas botas de campesino ruso, de mujik, y enfundaba unos pantalones de dril, bombachos, con una camisola de lana bajo un grueso chaquetón de cuero de venado. El sombrero Stetson, de fieltro, cubría su rebelde cabellera negra de alucinado. Imponía su altura y mirada escrutadora, de guerrero raramuri. Don Próculo Soto depositó el baúl laqueado sobre la cama. Difícilmente se separaba del jorongo, los pantalones holgados de manta, los huaraches serranos y el sombrero de paja. Durante el trayecto de Viborillas a la cabecera municipal, el muralista lo puso al tanto de su repentina salida de la capital del país y por qué lo responsabilizaron del atentado al dirigente ruso, asilado político del gobierno de Lázaro Cárdenas. Los hechos ocurrieron la madrugada del viernes 24 de mayo de 1940 y Siqueiros, a través de un telegrama que recibió en Tulancingo, tuvo conocimiento de la detención de varios de sus compañeros de lucha. El coronel Leandro Sánchez Salazar, jefe de los servicios secretos, iba en su caza. Lo primero que planeó fue viajar a Taxco, Guerrero y de ahí a la sierra jalisciense, pero un amigo, oriundo del 66

puerto de Veracruz, le sugirió que se escondiera en Huayacocotla donde existía una célula del Partido Comunista Mexicano. “Tuvo suerte en conocer a Próculo, porque los de aquí le tenemos aprecio”, dijo don Elpidio Monroy, alto, cetrino y de brazos y manos fuertes. Los lentes y el bigote dábanle cierto aspecto de intelectual. “Siempre le estaré agradecido, no se crea”, dijo Siqueiros. “Es bueno contar con camaradas que se preocupen por la seguridad de los amigos…” “¿Cuánto tiempo planea permanecer en el pueblo, ingeniero? “El necesario para hacer una compra que satisfaga a mi cliente, que se dedica a exportar frutas y legumbres a los Estados Unidos y Francia…” Don Elpidio observó que el recién llegado cargaba un caballete de pintor y un estuche cuadriculado de madera. El propio muralista lo sacó de dudas: “En mis ratos de descanso pinto y juego ajedrez…” “Buena terapia, ingeniero. A mí también me gusta hacer pininos con la pintura, incluso hago colores naturales con plantas, colorantes, acetona y clara de huevo… De ajedrez, nada, pero mi primo Chava Monroy, el dueño del billar y la tienda del centro, es bueno para esos menesteres…” Don Elpidio le entregó la llave de ganzúa, atada a un triángulo de madera y con el número 29 grabado por ambos lados. Además del camastro con sábanas percudidas y dos cobijas, el huésped podía disponer de buró, ropero con espejo, mesa de madera de cedro, palangana y jarrón de peltre con agua del pozo. El quinqué y los cerillos se le entregarían al anochecer. Una delgada toalla blanca colgaba del perchero. “Voy a tener que buscar donde comer”, comentó Siqueiros. Don Elpidio lo atajó: “Mi esposa es de Puebla y tenga la seguridad que es una experta en la cocina. Hoy por ejemplo me sorprendió con unos tlacoyos con salsa borracha y mole de olla…”

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“Muchas gracias amigo, su invitación me tranquiliza. Espero no causarle problemas a su familia y claro, pagaré el servicio…” “Le informo que la familia se va a la cama entre las ocho y nueve de la noche. Tenemos una señora en la cocina, de nombre Zenaida, y ella le va a servir sus alimentos. Cuando desee comer solo toca el zaguán verde, el de al lado, y uno de mis peones lo llevará a la cocina…” El propietario del hotel se retiró y don Próculo y el pintor lo siguieron con la mirada. “Confíe en él, mi coronel”, dijo el líder ejidal. “Es un comerciante de buenos sentimientos, nos ayuda cuando lo necesitamos. No se mete en problemas y todos los caciques de la región lo respetan…” “Jamás tienes que confiar en ellos, camarada Soto, porque siempre están del lado del lucro. Los buenos buenos, que se dicen cristianos, ven al pobre con un sentimiento malsano de piedad y no como víctimas de la explotación y la injusticia. Un verdadero revolucionario no debe tenerles conmiseración, son enemigos de la clase proletaria, no se le olvide…” “Está bien, pero mañana lo llevo con don Elfego Castrejón, coronel, para que le diga lo de las tierras que busca. Es muy importante ese encuentro. Las otras familias, ya con su venia, no se meterán con usted, ni harán preguntas incómodas… Hasta los sardos, el presidente municipal y los licenciados del gobierno le tienen ley al viejo…” Siqueiros colocó el Stetson en el perchero y abandonó la habitación, seguido del dirigente campesino. Ya en el trayecto, por el pasillo colmado de maceteros con rosales, le recomendó: “Y por favor ya no me diga coronel, por seguridad de ambos. Ese grado pertenece a la ochenta y dos brigada del octavo Ejercito Republicano Español… Son cosas que quedaron atrás, camarada Soto…”

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LOS MUERTOS AUN HABLAN –¿Es usted periodista? Guardé silencio. Tal vez lo dedujo por la libreta de taquigrafía, el bolígrafo y los tres periódicos locales que estaban sobre la mesa. Desayunaba en el restaurant Hotel Playa Hornos, levantado en la cerrada 18 de marzo, donde me entrevistaría con un regidor porteño que nunca se presentó. –Aquí trabajo, pero vivo cerca de la base naval de Icacos… El hombre que tenía al frente, de pie, usaba filipina y mandil blanco. Nada me decía su cara morena, de nariz ancha, bigote crespo y entrecano, como sus cabellos, y ojos pequeños y enrojecidos por el desvelo. Intentaba reconocerlo. –Soy amigo de Pedro Huerta… y usted colabora en su periódico y sabía que venía hoy al hotel, me lo dijo Rodrigo… –A sus órdenes… –Soy el encargado de la limpieza, pero le pedí permiso al patrón para hablar un momentito con usted. Tomó asiento en mi mesa, antes que se lo ofreciera y dijo sin rodeos: –Uno de mis yernos fue levantado por judiciales y temo que ya esté muerto, porque se lo llevaron al fraccionamiento Granjas del Márquez, por el hotel Princess Acapulco… Allá es donde la policía y los militares tienen casas de seguridad y un cementerio clandestino. Este encuentro ocurrió al principio de octubre de 1980, en el puerto de Acapulco. –Mire, este es mi yerno y tuvo problemas en su trabajo con un policía judicial.

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Y al decirlo, puso ante mis ojos una fotografía a color donde aparecían un hombre corpulento y risueño y una mujer regordeta, de vestido naranja y en chanclas. Se encontraban en una de las tantas playas del puerto. –Ella es mi hija y tienen tres hijos, aun pequeños… –¿Ya denunció el secuestro en la procuraduría general de justicia? –Rodrigo Huerta me sugirió que hablara con los del Frente Estatal Contra la Represión y en esa estoy, tal vez lo haga al salir del trabajo… Después de escuchar la historia de su yerno y los problemas que tuvo con un policía judicial, acordamos vernos al día siguiente en las oficinas del periódico Revolución, propiedad de don Pedro Huerta Castillo, y de ahí partir al fraccionamiento Granjas del Márquez. Al despedirnos, se identificó: –Mi nombre es Filiberto Cano y soy de los Barrios Históricos, donde conocí a Pedro Huerta, pero mi esposa heredó una casita por la Icacos y desde hace diez años dejé mi barrio… Esa misma tarde le comenté de mi encuentro a don Pedro y tras escucharme sin interrupciones me sugirió que tuviera reservas, porque el asunto de los desaparecidos políticos tenía muy intranquilo al gobernador Rubén Figueroa Figueroa. Amnistía Internacional, en su último informe, había consignado la desaparición forzada de 348 luchadores sociales en Guerrero. Y todos durante el sexenio de Figueroa Figueroa. –Nosotros no podemos publicar asuntos de esta naturaleza –aclaró don Pedro–, porque nos exponemos a ser intervenidos por la Secretaria de Hacienda o se nos niegue el papel para la impresión del periódico… Durante la noche, desde un teléfono público, me comuniqué con don Enrique Maza, uno de los directivos de la revista Proceso. Lo había conocido dos años antes en Cuernavaca, en mis tiempos de subdirector del periódico Noticiero del sur. En esa ocasión fui secuestrado y golpeado por un grupo ultraderechista de Temoac, Morelos y liberado en las cercanías de San Juan del Rio, Querétaro. Mis 70

captores suponían que el obispo de la diócesis de Cuernavaca, monseñor Sergio Méndez Arceo, afín a la Teología de la Liberación, era quien patrocinaba el periódico. Don Enrique Maza, también sacerdote jesuita, me entrevistó y antes de despedirnos dijo que lo buscara cuando tuviera algún asunto periodístico de interés público. –¿Y ya tiene toda la información confirmada? –preguntó don Enrique tras escuchar el asunto del fraccionamiento Granjas del Márquez. –No, pero mañana voy a iniciar la investigación con el suegro de una posible victima… –Bueno, cuando tenga el conejo en las manos me habla para cocinarlo. Por el momento son especulaciones… –Le hablé don Enrique solo para dejar constancia del asunto, por simple precaución de mi parte… En el viejo Ford 65 de don Filiberto Cano nos internamos al mentado fraccionamiento Granjas del Márquez, construido a escasos diez minutos de la costera Miguel Alemán, entre el aeropuerto internacional y la zona naval de Icacos. Recorrimos a baja velocidad una callejuela polvosa, solitaria y plagada de árboles sedientos. Don Filiberto frenó el automóvil frente a una casa aparentemente abandonada. En la fachada sin pintar sobresalían dos ventanales con varios cristales rotos y cubiertos de plástico y cartón corrugado. Ese mismo aspecto se repetía en las casas contiguas de una planta. Don Filiberto Cano tocó en tres ocasiones el claxon y un hombre, en short y playera percudida, se desprendió de la puerta principal.–Es un amigo, se llama Alberto y conoce todo lo que aquí ocurre…Él me ha asegurado que mi yerno aquí fue torturado y es posible que aún se encuentre con vida… Y lo que nos reveló Alberto “N” parecía extraído de una novela de horror escrita por Stephen King. 71

–Todos los fines de semana entran camionetas con personas atadas de manos y con capuchas en la cabeza y los meten en una de estas casas y los torturan horriblemente. Después que los matan, son arrojados en algunos pozos artesianos que hay en este fraccionamiento y el de Copacabana que se encuentra como a medio kilómetro del hotel Princess Acapulco… –¿Y cómo sabe usted tanto de esto? –inquirí sorprendido por los detalles descritos y la seguridad y la verisimilitud que le imprimía a su relato. –Porque soy policía judicial… El horror. Difícil soportarlo. Un montón de cadáveres, en completo estado de putrefacción, flotaba en el fondo del pozo artesiano. Alberto “N” y don Filiberto Cano habían separado la tapa metálica y tuve que cubrirme la nariz al recibir el ramalazo tóxico de la muerte. –El mal olor de un cuerpo humano en descomposición supera al de cualquier bestia, es único e insoportable –me había dicho un médico forense en Cuernavaca y ahora lo confirmaba. El policía judicial nos señaló otros tres pozos, también invadidos por osamentas humanas, zapatos y ropa, en el mismo fraccionamiento Copacabana, donde estaban inhabitadas cincuenta y cinco residencias, de ciento cinco. –Aquí es donde traen a los detenidos y torturan –dijo Alberto “N” y nos señaló una de las casas de una planta, semi destruida por la yerba silvestre y la falta de mantenimiento. El señor Cano no pudo contener el llanto y se apartó de nosotros para aligerar sus emociones. –¿Desde cuándo comenzó esta tragedia? –Va para dos años y los vecinos tienen miedo. Algunas familias prefieren dejar los dos fraccionamientos e irse a vivir a otro lado de Acapulco. Abrir la boca

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les puede costar la vida, porque en las ejecuciones están involucrados guachos y policías judiciales y de la Montada. Es mejor callar. En esos momentos preferí no contactar con los vecinos de los fraccionamientos Granjas del Márquez y Copacabana y solicitar el apoyo de don Enrique Maza. –Le sugiero no decirle nada a otros periodistas, porque la mayoría le trabaja a la Secretaría de Gobernación o al gobernador Rubén Figueroa –me advirtió el policía judicial. En esos momentos ya transitábamos por la avenida Costera Miguel Alemán. –Por favor, Alberto, dile lo que sabes de mi yerno –pidió el señor Cano, quien iba al frente del volante de su automóvil. –Lo detuvieron al salir de su trabajo, cerca de la terminal de la Estrella Blanca, y lo llevaron a la casa que les señalé. Eso me lo dijo uno de los compañeros que participó en la detención, pero me aseguró que no quiso involucrarse en la tortura. –¿Lo asesinaron? –No me pudo dar razón de eso, porque en algunas ocasiones, cuando no son guerrilleros o secuestradores, los dejan vivos para poder extorsionar a sus familiares. –Mi yerno no es ninguna de las dos cosas, sino un modesto empleado de oficina y un buen padre y esposo… Por momentos, ya a solas, temí por mi seguridad. Sin embargo, estaba indignado al comprobar que el gobierno federal alentaba las ejecuciones extrajudiciales. Rubén Figueroa, en su afán de vengar la humillación infringida por Lucio Cabañas, había alentado el exterminio del Partido de los Pobres y su brazo armado. En la cruzada anticomunista contaba con el apoyo de la Secretaria de la Defensa Nacional. Desde un teléfono público nuevamente busqué al sacerdote y periodista Enrique Maza y le confirmé de mi hallazgo. En esta ocasión, su apoyo fue total. En mi diario personal quedó registrada esa llamada: miércoles 8 de octubre de 1980. 73

–No se preocupe –dijo don Enrique–, voy a proponerle al director general (Julio Scherer García) que envié un reportero para que lo apoye… Y lo cumplió. El jueves 9 por la tarde fui al hotel Princess Acapulco para entrevistarme con el enviado de Proceso: Juan Antonio Zúñiga. Por sugerencia mía, ahí se había hospedado, por encontrarse el hotel cerca del fraccionamiento Copacabana. De inmediato, en su habitación, lo puse al tanto de lo que ocurría y al día siguiente, después de desayunar, nos internamos en su automóvil a los dos fraccionamientos. La experiencia reporteril de Zúñiga, de lentes bifocales, grueso bigote y una seriedad extrema, permitió que nuestras entrevistas tuvieran éxito entre algunos vecinos al aportar datos contundentes: efectivamente casi todos los fines de semana llegaban vehículos y camionetas con vidrios polarizados a Granjas del Marqués y Copacabana y por las noches se escuchaban gritos desgarradores, música y detonaciones. En el fraccionamiento Granjas del Marqués, la flora silvestre prácticamente había cubierto la mayoría de las viviendas inhabitadas y en diez o doce de los treinta pozos artesianos, visualizamos rastros de cadáveres. Y además descubrimos que dos meses atrás, a mediados de agosto, El Sol de Acapulco había publicado una pequeña nota en la sección policiaca, donde un vecino denunciaba la presencia de osamentas humanas en uno esos pozos. La Procuraduría General de Justicia del Estado envió a sus peritos para hacer el levantamiento de las osamentas, en caso de existir, pero todo se realizó soterradamente y el problema continuaba. –Hace como tres semanas vinieron los bomberos y sellaron algunos pozos, pero no supimos si se investigarían esos crímenes–nos comentó un cuidandero del fraccionamiento Granjas del Marques. El jefe de peritos de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Guerrero, Miguel Catalán Sánchez, había elaborado un reporte de sus hallazgos en el fraccionamiento Copacabana y tras entregárselo a su jefe inmediato, se le ordenó telefónicamente al secretario de la Tercera Delegación del Ministerio

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Publico, Manuel Rivera, para que abriera una averiguación, recuperaran los cadáveres y sellaran los pozos artesianos. Nada más. Uno de los agentes judiciales apoyó en la investigación periodística y Zúñiga tuvo acceso a la averiguación AP-III-642-80 donde se confirmaba que bomberos y personal forense acudieron a ambos fraccionamientos y en algunos pozos artesianos descubrieron calzado y ropa femenina y masculina, y unas cuarenta osamentas humanas. Don Pedro Huerta, el propietario del periódico Revolución, fue presionado para que se deslindara de la investigación periodística que realizaba el semanario Proceso. Por lo mismo, don Pedro tuvo que despedirme y evitar represalias personales, familiares o a su empresa. Nunca cuestioné su proceder. El reportaje se publicó el 13 de octubre de 1980, en la revista Proceso número 206, y el 24 de octubre fui detenido en Acapulco por dos policías judiciales e internado en la cárcel municipal, donde fui golpeado por tres internos hasta perder el conocimiento. Por fortuna, en el momento de ser privado de mi libertad iba acompañado por un médico militar y su esposa y eso permitió que sobreviviera. Tal vez hubiese sido una osamenta más abandonada en los pozos artesianos de los fraccionamientos Copacabana y Granjas del Marques. El reportero Miguel Cepeda R, el 3 de noviembre de 1980 publicó en el semanario Proceso, número 209, lo ocurrido: ACAPULCO, GRO.- Agentes de la policía judicial del estado detuvieron aquí al corresponsal de Proceso, Everardo Monroy Caracas, a quien golpearon, le fracturaron varias costillas y lo hirieron en la cabeza. A raíz del reportaje “Cuerpos y ropa irrescatables en Granjas del Marqués” (Proceso No. 206, 13 de octubre), elaborado en coordinación con otro reportero de esta revista, Monroy Caracas fue detenido violentamente el 24 de

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octubre a las 12:40 de la noche, en compañía de un matrimonio, por dos agentes judiciales. Tres horas más tarde, ese mismo día, fue cateada –sin orden judicial– la casa de Andrés Nájera, dirigente del Frente Estatal Contra la Represión, quien fue uno de los principales voceros del reportaje. Nájera no se encontraba en ese momento, pero, los judiciales secuestraron a su hermana Edminda Nájera. Monroy acompañaba al doctor Pablo Rincón Adams y a su esposa, doctora Lucero Jiménez, quienes transitaban en un auto Gremlin por la calzada Pie de la Cuesta. Momentos antes de librar un bache, un auto Rambler rojo, sin placas, que venía a alta velocidad, les dio alcance. Dos agentes judiciales descendieron del coche, golpearon al doctor Rincón Adams y detuvieron a los tres. De ahí los trasladaron a la cárcel municipal, donde liberaron primero a la doctora Jiménez y dos horas más tarde a su esposo, médico militar de la Armada mexicana. Monroy Caracas quedó detenido; cerca de las cinco de la mañana de ese día el periodista, recluido en la celda de homicidas, fue golpeado, resultando con fractura de varias costillas y una herida en la cabeza. Salió hasta las nueve de la mañana. Dos horas más tarde, fue liberada Edminda Nájera, tras de una manifestación de protesta de alrededor de 4,000 personas –estudiantes y sectores populares– en Chilpancingo. En el reportaje en cuestión, el Frente Estatal contra la Represión había denunciado que en Granjas de Marqués, había restos de cadáveres, presumiblemente de algunos de los 348 desaparecidos políticos que hay en Guerrero. El Frente Nacional contra la Represión consignó las detenciones arbitrarias y levantó una demanda en la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales de la Secretaría de Gobernación el 25 de octubre, y la dio a conocer a Amnistía Internacional, en Londres. Rosario Ibarra de Piedra, dirigente de este organismo, dijo que hay orden de aprehensión contra Nájera y Efraín Bermúdez, otro miembro del Comité

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Estatal contra la Represión, y vocero en el reportaje, “pero el procurador de Guerrero negó este hecho”. En la Procuraduría de Justicia del estado no se han investigado ni esclarecido estos acontecimientos.

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LOS MONROY DE HUAYA “La familia Monroy vive azorada de su propia existencia. Arrastra tristeza por su origen aventurero e intenta acomodarse a su entorno por medio de la inteligencia y el instinto de la necesidad. Los Monroy descienden de españoles y se arraigaron al pueblo en su afán de enriquecerse más rápido que sus antiguos acompañantes. Llegaron a Huayacocotla en 1736 bajo el amparo de Pedro Romero de Terreros, el Conde de Regla, y sobrino consentido de don Juan Vázquez de Terreros, acaparador de tierras, minas y granos en lo que ahora es Querétaro… “ Siqueiros anotó lo anterior en su pequeña libreta de pastas rojas y de un largo trago bebió los sedimentos del aguardiente. El malestar de la muñeca derecha, producto de la humedad, lo obligaron a colocarse una venda remojada con aguardiente y hojas de berro. Doña Conrada Martínez le entregó las yerbas y le dio indicaciones. –No se moje las manos hasta el día siguiente… la dolencia de huesos es por frio y el berro se traga ese frio y le da frescura a las coyunturas, ya verá… Ya en el billar de don Chava Monroy, Siqueiros intentó entretenerse con una buena partida de ajedrez. En esos momentos los rivales escasearon y terminó en compañía de tres improvisados jugadores de dominó. Uno de ellos era don Elpidio, que no dejaba de parlotear y beber vino espirituoso, de mesa. –Trajimos caballos y herramientas y pertenecemos a una familia de comerciantes, no de soldados… –¿Por qué me dice todo esto? –Siqueiros intentaba concentrarse en el juego. Un error más de su oponente podría darle el triunfo. Desde la barra, acodado, Chava Monroy seguía indiferente lo que ocurría en la única mesa con clientela. Su primo Elpidio llevaba la delantera y sus cuatro triunfos consecutivos lo del aborrecido zapatazo, símbolo de mofa. –Porque aquí los Monroy no la tuvimos fácil. Yo por ejemplo, tuve que comerciar con los indios de algunos municipios aledaños, como los de Zontecomatlán, Texcatepec y Zacualpan… Si no hubiesen intervenido los

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misioneros jesuitas, seguramente nosotros no estuviéramos aquí y esta parte de la huasteca estuviera en manos de caciques locales… –¿Y cuál es la diferencia entre ellos y ustedes? –Que creemos en Dios, en Jesucristo, y no en hechicerías e ídolos satánicos… Los indios son borrachos y crueles y lo del pulque es algo que nos preocupa… los vuelve bestias y acaban apuñalándose o macheteándose… Así están las cosas por acá, ingeniero… El comentario incomodó a Siqueiros. Sin embargo, le tenía ley a don Elpidio, su benefactor circunstancial. En una semana tuvo acceso a todas las instalaciones de su casona y logró ganarse la confianza de sus hijos Luis, Fernando, Ana María, Paz, Nieves, y Elpidio, el primogénito. Le sorprendió conocer a un hombre inmerso en el conocimiento empírico de las bellas artes y pensador lúcido en cuestiones políticas. Don Elpidio se oponía al Partido de la Revolución Mexicana y al socialismo nacionalista del General Cárdenas. Lo seducían las nuevas ideas de la derecha mexicana, que tanto pregonaba su paisano, Manuel Gómez Morín, ex funcionario público, ex rector de la Universidad Nacional Autónoma de México y abogado de banqueros: el individualismo ante el colectivismo y la iniciativa privada, ante la socialización del capital y sus herramientas reproductoras: tierra y factoría. Gómez Morín, en 1938, se había reunido con varios comerciantes y rancheros veracruzanos en un hotel de Pachuca, Hidalgo. Don Elpidio fue uno de los asistentes y avaló con su firma la fundación del Partido Acción Nacional que inició oficialmente sus actividades el 15 de septiembre de 1939. –Si usted lo dice, don Elpidio, que así sea. Lo cierto es que los indígenas son parte de este folclor y ustedes se benefician de ellos. Hay que tener cuidado con la gallina de los huevos de oro: no dejar que los abusos de un sector a otro, terminen con el negocio… Siqueiros fue cuidadoso en demasía con su comentario. No podía dejarse llevar por la pasión política.

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En esos momentos intentaba sobrevivir al acoso militar y policiaco. El asunto de Trotsky seguía vigente. El coronel Leandro Sánchez, el 18 de junio, días después del atentado, informó en conferencia de prensa que ya habían aprehendido a treinta comunistas involucrados en el intento de asesinato de Trotsky y su familia. Entre los detenidos se encontraban Luis Mateo Martínez, David Serrano Andonegui, Néstor Sánchez Hernández, Juan Zúñiga Camacho, Julia Barradas Serrano, Ana María López, Mariano Herrera Vázquez y Antonio Pujol. –Aún siguen prófugos, Siqueiros, sus cuñados Luis y Leopoldo Arenal Bastar y Frank Jackson – confirmó el militar y jefe de los Servicios Secretos de la Ciudad de México. El periódico Excélsior, publicó el 26 de mayo de 1940, dos días después del atentado: “Trotsky no se salvó del atentado del viernes pasado por su estratagema de deslizarse bajo la cama. Resultó sin un rasguño gracias a una viaja costumbre desconocida incluso por sus secretarios. El líder ruso y su esposa no duermen en la que tienen por alcoba sino en cuartos distintos de la residencia. De ahí que los asaltantes hayan agujerado el colchón sin tocarlos”. –Por cierto, ingeniero, mi hija Ana María me preguntó por el mural que usted le prometió que haría en una de las paredes exteriores de la casa. Tengo entendido que el de nuestra sala, frente al jardín principal… –dijo don Elpidio sin soltar aun la ficha tres-blanca que les daría el triunfo a sus contrincantes. –No lo pintaré yo. Lo hará un muchacho que quiere hacerlo, pero vigilaré que haga lo correcto. Eso sí, cuente con el óleo necesario para hacer un trabajo pictórico que trascienda… –Pues nos tiene emocionados, ingeniero… –Regresando de la Cruz del Ataque, nos juntamos para planear bien del mural… Tal vez sea un modesto paisaje serrano o una Virgen de Regla, aquella que tanto veneraba el principal benefactor de esta región, don Elpidio… –Se refiere al Conde de Regla… 80

–Al mismísimo amigo personal del rey Carlos III de España, al que le regaló un buque de guerra de ochenta cañones y otro con habitaciones recubiertas de piedras preciosas y barandales de oro… –¡Chingaron a su madre! –exclamó jubiloso Sóstenes Monroy, otro de los jugadores. Había logrado cerrar el juego con la ficha cuatro-tres y Siqueiros jamás logró deshacerse de su mula de cuatros. Así que la dupla Sostenes-Elpidio volvió a derrotarlos. Encarnación Solís, su compañero de juego y uno de los carniceros del mercado municipal, tuvo que volver a pagar la siguiente ronda de cervezas y el vino espiritoso de don Elpidio. –Por andar reviviendo a los muertos, nos la dejaron ir en seco, ingeniero – murmuró Encarnación. –Me imagino que esa es la estrategia de don Elpidio para ganarle a sus adversarios… Y los cuatro prorrumpieron en una carcajada plena, liberadora, que en nada alteró el mal estado de ánimo de Salvador Monroy. La mesa de billar seguía intacta y eso lo incomodaba. La presencia de sus parientes, Siqueiros y Encarnación impedía que los jóvenes ingresaran al bar. No les gustaba mezclarse con los viejos, menos con don Elpidio y Sóstenes Monroy. –Buenas noches, señores –escucharon el vozarrón que partía de uno de los dos accesos al negocio. Salvador Monroy y los jugadores de dominó levantaron la cabeza y descubrieron, bajo el vano de la puerta, a don Elfego Castrejón. Lo acompañaban el subteniente Galindo, aún en uniforme y la pistola colgada de la fornitura, y Prisciliano Perea, alias El Cuchillo y uno de sus principales capataces y asesino profesional.

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EL SEPELIO Recordar a Pedro Infante Cruz es entender a mi madre. Ella fue una más de las marchistas desvalidas que lo acompañaron, el miércoles 17 de abril de 1957, al panteón jardín de la delegación Álvaro Obregón, de la ciudad de México. Iba en un féretro metálico, después de ser velado toda una noche en el teatro Jorge Negrete. En siete meses cumpliría cuarenta años y había filmado 62 películas (en seis de ellas tuvo una breve aparición) y grabado 310 canciones. Dos días antes, en Mérida, Yucatán, fue consumido por las llamas al desplomarse el avión que pilotea al lado del capitán Víctor Manuel Vidal Lorca y el mecánico Marciano Bautista. Mi madre me llevaba en brazos, envuelto en un rebozo de hilaza gris. Los mocos me escurrían y constantemente me los embarraba con un paliacate. Ella tuvo la audacia de entrar a una especie de rio humano sin destino seguro. Todo era empujadero y lágrimas. Aun evoco al obispo que iba al frente del féretro, cargado por cuatro hombres de camisa blanca. El representante del Vaticano cubría su enflaquecido cuerpo con una túnica dorada y no soltaba un largo crucifijo de oro. –Yo conocí a Trinidad Romero –me dijo recientemente mi madre. –¿Y quién es esa persona?

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–Trinidad era la trabajadora doméstica de Pedro Infante en Mérida… Fue la última persona que lo vio con vida, porque le dio el desayuno… Mi madre tiene todos los discos y películas de Pedro Infante. Las dirigidas por Ismael Rodríguez son sus preferidas. Llora cada vez que ve Nosotros los Pobres o Los Tres García. En ambas, Infante es desgarrador al morir su hijo y la abuela. El 15 de abril, de ese año fatídico, Pedro Infante abandonó su casa a bordo de su motocicleta Harley-Davidson y enfiló al aeropuerto internacional de Mérida. Ahí lo aguardaba su piloto y el mecánico de cabecera. Se citaron a las siete de la mañana para abordar un avión carguero de su empresa Tamsa, el tetramotor XAKUN. La haría de copiloto. Exactamente a las 7: 30 horas abandonaron el aeropuerto. Tenían planeado llegar a la ciudad de México entre las diez y once de la mañana. Su hermano José lo aguardaría para llevarlo al lado de Irma Dorantes quien estaba molesta porque su matrimonio había sido anulado por la Suprema Corte de Justicia. Su verdadera esposa, María Luisa león logro la anulación del divorcio. Todos esos detalles los memorizó mi madre y, a la vez, los heredé y seguí ahondando. Mi propósito era recuperar a un Pedro Infante avejentado, vivo y oculto en la selva chiapaneca, como llegó a presumirse. El tretamotor, modelo Liberator, había caído en plena ciudad de Mérida y Pedro Infante lograba sobrevivir. El fuego lo desfiguró y por vergüenza optó por internarse a una comunidad indígena y ahí aguardar la muerte. Los lugareños, la mayoría lacandones, admiraban su voz y su apego al trabajo. Siempre estaba dispuesto a ayudarlos, sin pedir nada a cambio. Esta historia, de que Pedro Infante está vivo, únicamente la sabemos mi madre, yo y Pedro Infante. Lo del sepelio en el Panteón Jardín fue una farsa.

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EL DESPERTAR Los mismos pasos de siempre: la peletería en el tendejón con tendederos de ixtle trenzado, losas de piedra pómez para el lavado del cuero y anaqueles cargados de bidones, bultos de calhidra y cepillones con cerda metálica; el bar de Poncho Solís al borde de la carretera de Viborillas y la cabaña destartalada que nos asignaron para descansar durante el día. De lunes a sábado, doce horas continúas durante la noche, y sin posibilidades de renunciar. Siempre apestando a lobo montaraz, y pegosteado de disolventes, alumbre potásico y colorante que difícilmente lograba erradicarlos de mi vida. Los traía inoculados en la piel, como una coraza. Trabajar el cuero crudo no era una cosa sencilla y la paga apenas nos permitía hacer planes para alcanzar una existencia distinta a la que imaginamos alguna vez. También teníamos que convivir con delincuentes y compartir sus miedos, tristezas y alegrías en el negocio de Poncho Solís. Nunca faltaban las prostitutas, algún trío huapanguero y los torneos de tiro al blanco con balas de salva. Lo extraordinario del bar era la barra de oro y plata que uno de los Canales, Filiberto o Conrado, adquirió en una subasta en Nueva York. Pertenecía al lujoso salón de baile del trasatlántico El Titanic, que el 14 de abril de 1912 se hundió después de chocar en un iceberg y donde murieron mil 517 pasajeros. Las reses llegaban a Viborillas ya destazadas y los trabajadores del veterinario Anselmo Julián, primo hermano de Aldegundo Canales, aventaban los cueros doblados, aún con carne sanguinolenta adherida, al tendejón que levantaron en las márgenes del arroyuelo, donde de niños atrapábamos langostinos en una red cónica hecha con alambre de plástico. Todo se hacía en la clandestinidad por tratarse del ganado robado a los hacendados de Palo Bendito, Tlalchilchilquillo, Agua Blanca y de otras rancherías aledañas.

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Las instrucciones de Aldegundo Canales eran precisas: “Peón que los vea, peón que se muere. Si lo dejan vivo y me entero, mejor se van de Huayacocotla con todo y familia”. Nadie reparaba ante la advertencia porque los privilegios económicos se notaban. El mejor gatillero compraba una tierrita no menor a las diez hectáreas, la cercaba y poblaba de borregos cimarrones y cerdos de engorda. Después, levantaba su casa de ladrillo colorado y cemento y metía en ella a su familia y a los yernos. Entonces la gavilla se hizo compacta, leal a sus patrones y enemiga de la bulla y el escándalo. Cualquier indiscreción podría costarle la vida. Sin embargo, en Huayacocotla todos conocíamos el historial negro de cada familia. Los Hernández, Gutiérrez, Montoya, Castrejón, Canales, Garrido, Perea, Torres y Galindo fincaron su fortuna en el acaparamiento de granos y frutas, principalmente manzanas, peras y ciruelas; venta de alcohol y cerveza, minería, extracción de bancos de arena, calhidra, caolín y piedra de rio y la desforestación. Los Gutiérrez y los Canales, desde la década de los cuarenta empezaron a sembrar amapola, crear gallos de pelea para las apuestas en los palenques y a robar ganado. Un general de brigada les compraba la goma del enervante para convertirla en morfina y exportarla a los Estados Unidos. La demanda del fármaco era un asunto de vida o muerte durante el conflicto bélico contra los fascistas alemanes. De la morfina, los militares gringos extraían la heroína para colocarla a precios irrisorios en los barrios pobres de Los Ángeles, Chicago y San Francisco, poblados de negros, homosexuales y latinos. A Melinda Canales se le ocurrió abrir una cadena de zapaterías, La Huella del Ángel SA de CV, en Huayacocotla, Tulancingo, Pachuca y la Ciudad de México para aprovechar el cuero del ganado que sus hermanos robaban. El lugar elegido para abrir la peletería, era precisamente Viborillas: ranchería levantada a la orilla de la carretera federal Tulancingo-Huayacocotla. Los lugareños, la mayoría iletrados y de huarache, sobrevivían del cultivo de maíz y frijol y la pesca de truchas, lubinas, camarones y langostinos. Su infinita llanura aún conservaba un verdor intenso por el arroyo que corría a la vera de la carretera, de Huayacocotla a Palo Bendito. La rechoncha de Melinda Canales, sin preocuparse por el daño ecológico que podría causar, adquirió varias hectáreas del 85

ejido: tierras fértiles con vocación agrícola y ganadera y construyó en los linderos del rio, un tendejón con polines, tablones de encino, varillas y cimientos de cemento. En su interior ablandábamos los pellejos con químicos corrosivos, de alta toxicidad, y calhidra. La peletería era fuente de trabajo para veinte o treinta campesinos de la región y entre ellos me incluía. El daño al medio ambiente era irreversible y ninguna autoridad municipal, estatal o federal intervenía en el asunto. El único representante de los ejidatarios que intentó llevar el asunto a los periódicos de Pachuca jamás regresó a su cabaña. La Procuraduría General de Justicia archivó el asunto al argumentar que Próculo Soto Barragán, mi abuelo, “de sesenta y tres años de edad, viudo, con seis hijos y doce nietos”, tenía una amante en Tulancingo y huyó con ella a los Estados Unidos. También existía una orden de aprehensión en su contra por participar en el asalto a mano armada de un camión repartidor de cerveza, “propiedad de don Aldegundo Canales”. Los Soto, muy a su pesar, dejaron de buscar al abuelo y aceptaron los diez mil pesos de indemnización que les entregó el diputado local, Juan Reyes Canales. Les dijo: “El viejo Próculo representó a los ejidatarios de Viborillas durante más de quince años y el gobierno del estado le agradece de esta manera sus servicios y no importa donde se encuentre”. Y de pie, recargado a la jamba de acceso a la cabaña, agregó: “Y no se preocupen. Mi primo Aldegundo le dará carpetazo al asunto del asalto, porque esas son pendejadas inventadas por la policía judicial. Nosotros conocemos la integridad moral de don Próculo y si se fue con otra mujer, como decimos en Huaya, es muy su pedo, ¿o no Proculito?”. “Así es diputado, ya nos dará la razón el viejo cuando regrese”, dijo contrito mi padre, con la cabeza baja. Era el primogénito del representante comunal. Mientras escuchaba al diputado, mi padre no dejó de estrujar el sombrero de lona percudida con sus calludos dedos de labrador.

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Ya a solas, frente al tlecuil, lo doblegó el llanto y bebió aguardiente hasta la madrugada. Mis tíos y tías prefirieron recogerse en su casa y aguardar que los acontecimientos tomaran su propio cause. Todos dependían del trabajo y dinero de los hermanos Canales. El domingo fui informado de la dolencia de mi padre y ya no hice preguntas. Durante el trayecto a la cabecera municipal, donde le entregaríamos unos documentos al subdelegado de la Secretaria de la Reforma Agraria, me confió que se uniría a un grupo de guerrilleros que encabezaba un teniente coronel del Ejército Agrarista Plan de Ayala y en dos semanas viajaría por aire, en vuelo comercial, a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, donde lo entrenarían en tácticas de guerra de guerrillas. “¿Quieres que te acompañe, apa?” “No mi hijo, usted quédese hasta que regrese, después veremos si se une a nosotros. Y no se preocupe por sus hermanos, ellos ya están grandecitos y conocen la vereda que deben escoger. Ellos, como usted, son pasto de este potrero…”.

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® Derechos Reservados Lucina y Paula Monroy Demesa Editorial Tlahuica Morelos, México

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En Si Pedro Infante no hubiese muerto y otras canalladas en Huayacocotla el autor intenta reconstruir un pasado con olor y color y en lengua castellana. Por ejemplo, su paso obligado por una ranchería serrana y una playa turística que aún no sembraba sus arenas de cadáveres. En ese juego de recuerdos, no duda en afirmar que pertenece a la generación Pedro Infante y por lo tanto, es producto de una realidad nacionalista, tolerante y defensora de la libertad. Es un libro de relatos pintorescos, donde los dioses, mitos y los mortales logran convivir sin destruirse. Everardo Monroy Caracas es originario de Huayacocotla, estado de Veracruz (México); fundador del periódico Uno mas uno y laboró como reportero en los periódicos El Diario de Chihuahua y Ciudad Juárez, El Universal, Diario de Nogales, El Sol de Acapulco, El Sol de Chilpancingo, El Diario de Morelos, La Opinión de Torreón, La República en Chiapas y en las revistas Demoz, Campo de batalla, Proceso y Día Siete. Es autor de los libros Ansia de Poder, Nostalgia del Poder, El difícil camino del poder, Tepoztlán: Cuadrónomo extraterrestre; La Ira del Tepozteco, El Quinto día del séptimo mes, La huella del Tigre, Complot Chihuahua: Matar al gobernador, Fusilados, El Chacal de Pie IX, El infierno de Galia y Los Quiroga y otros relatos. Editorial Tlahuica

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