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Sor Gabriela de la Encarnación y Santa Rosa de Lima: realidad e imaginación (Córdoba, fines del s. XVII)

Sor Gabriela de la Encarnación y Santa Rosa de Lima: realidad e imaginación (Córdoba, fines del s. XVII)• Gabriela Braccio (PROHAL, Facultad de Filoso

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Sor Gabriela de la Encarnación y Santa Rosa de Lima: realidad e imaginación (Córdoba, fines del s. XVII)• Gabriela Braccio (PROHAL, Facultad de Filosofía y Letras, UBA)

El término beata tiene y ha tenido diversos significados, esencialmente alude a la mujer que viste hábito, mayormente de terciaria, y hace votos privados. Se trata de mujeres que, sin abandonar el contacto con el mundo, se dedicaban a hacer una vida de perfección religiosa, en ocasiones siguiendo la regla de alguna orden femenina, en el interior de sus propias casas. Si bien podemos ubicar a las beatas en la corriente de espiritualidad laica surgida durante los siglos XII y XIII, es indudable que como fenómeno masivo las hallamos dentro de una de las vías de la mística, denominada vía del recogimiento. Es durante la primera mitad del siglo XVI (1520-1559) cuando se da el primer gran período de esta vía, que pervive en España durante todo ese siglo y el siguiente. El fenómeno de las beatas era de tal magnitud, que se escribieron muchas obras destinadas a ellas, quizá la más importante sea Aviso de gente recogida de Diego Pérez de Valdivia (Barcelona 1585), quien hace hincapié en que se trata de una profesión peligrosa debido a que “son mujeres y mozas las más, tienen libertad cuanta quieren; no tienen superior; no están encerradas; no tienen regla cierta, conforme a la cual vivan; cada una se es a sí ley; (. . .) Y, sobre todo esto, el diablo, el mundo y su carne les hacen cruda guerra a fuego y sangre y les arman mil lazos. . .” (Pérez de Valdivia 1585, 146). Las mujeres siempre fueron vistas como criaturas peligrosas y el estado de beata podía llevar esa visión al paroxismo, debido a que la divisoria entre beatas y alumbrados era casi imperceptible. El alumbradismo es una vía de unión del alma con Dios, que se perfila hacia 1510 en Guadalajara, y cuya primera protagonista parece haber sido Isabel de la Cruz, una beata. El abandonarse en Dios de los alumbrados promovía la impecabilidad, idea sumamente peligrosa pues desapareciendo la noción de pecado, el binomio que sustenta el discurso eclesiástico queda trunco. No tardan en llegar las primeras denuncias a la Inquisición y pronto queda ratificada la diferencia entre recogidos y alumbrados1. El 22 de julio de 1529, en Toledo, la beata Isabel de la Cruz, terciaria franciscana, salió en auto de fe para ser azotada públicamente y condenada a prisión perpetua (Bennassar 1984). Dado que su popularidad era mucha, el espectáculo de su castigo se reprodujo en todas las ciudades donde había predicado. Pero el castigo ejemplar no alcanzó, pues Isabel no sería la única que correría esta suerte, durante tres siglos el Santo Oficio castigó a mujeres por tener algo en común con Isabel. Se las llamó ilusas, término acuñado para las mujeres, pues la ilusión les era propia debido a su naturaleza, proclive a la vanidad, la tentación y la mentira. En los hombres, tales errores adquirían el calificativo de herético o alumbrado, y tal situación implicaba un delito. La debilidad femenina impedía la libre elección: incapaz de discernir, la mujer era engañada, caía en la ilusión. Interrogar a estas mujeres, discutir con ellas, habría sido concederles la palabra, hacerles creer que lo que decían tenía importancia, considerarlas peligrosas. El Santo Oficio no estaba dispuesto a ello, entonces diseñó para las mujeres un tipo de represión privativo de su condición, fueron confinadas a la no existencia, el lugar de la sinrazón. Declaradas locas, podían hablar pero no se las escuchaba pues no existían, su última morada era el hospital. Si bien no todas las beatas fueron acusadas de ilusas y no todas las ilusas fueron beatas, es indudable que se trataba de un estado con mala propaganda. No obstante, la figura de la beata perduró durante los siglos XVII y XVIII, incluso en el XIX y los inicios del XX. Obviamente fue sufriendo mutaciones, pero en esencia se trataba de mujeres viudas o solteras, que vestían hábito, y cuyo escenario principal eran las iglesias, atributos a los cuales debe sumársele el hecho de que tenían la palabra en cuestiones piadosas y, precisamente, era esa palabra la que les otorgaba reconocimiento, en ciertas ocasiones por 1

admiración, en otras por temor. Vistiendo hábito se diferenciaban del resto, hablando y escribiendo se apropiaban de la palabra, orando establecían un vínculo directo con Dios, rechazando la confesión se negaban a ser interpretadas y escapaban del control. Seguramente hubo diferentes móviles que indujeron a las mujeres a tomar estado de beata y diferentes han de haber sido los destinos que alcanzaron. Pero es indudable que, más allá de las sospechas, estas mujeres obtuvieron un lugar propio en el mundo hispano, lugar que no se circunscribió al escenario peninsular, sino que cruzó el océano.

Una beata limeña La ciudad de Lima es un fiel exponente del fenómeno de las beatas no sólo por la cuantía, sino por la diversidad. El caso más ejemplar es el de Rosa de Santa María (Iwasaki Cauti 1993, Braccio 1997) que pone de manifiesto el máximo destino posible alcanzado por una mujer de tal condición, pero también la imperceptible divisoria que podía originar la bifurcación del camino y el amplio espectro de “un estado variopinto y de no muy fina estofa”(Huerga 1994, V, 193). El 20 de abril de 1586, en la ciudad de Lima, sin provocar dolor de parto, nació Isabel Flores de Oliva. La casa donde nació estaba ubicada en la calle de Santo Domingo y la fecha en que lo hizo es el día en que se celebra a santa Inés de Montepulciano, monja dominica conocida como “la virgen de las flores”. El parto sin dolor y la impronta del Orden de Predicadores no fueron los únicos presagios en la vida de quien llegaría a ser la primera santa de América. Isabel fue bautizada el día de Pentecostés, conocido en la época como “día de las rosas”, presagio que se reveló a los tres meses de vida, cuando su madre advirtió que tenía el rostro encendido como una rosa y comenzó a llamarla por ese nombre. Este prodigio, que luego fue conocido como “milagro de la cuna”, fue el primero de una serie que la llevaría, entre otras razones, a ocupar un lugar en los altares. Rosa, ante la oposición familiar para poder concretar su decisión de profesar en un monasterio, tomó estado de beata vistiendo el hábito de Santo Domingo, adoptó el nombre de Rosa de Santa María y se recogió en su casa, con la esperanza de profesar en un monasterio del orden de Predicadores. Esperanza individual que se convirtió en la punta de lanza de los dominicos para concretar un viejo anhelo: la fundación en Lima de un convento para su rama femenina. La vida de Rosa, aunque recogida y apartada, transcendió las fronteras de su celda y murió en 1617 convertida en un icono viviente. El tránsito de Rosa se produjo el 24 de agosto, fecha en que entra el sol en el signo de Virgo. Luisa Melgarejo, su compañera en los caminos de la santidad, la vio brillar como una estrella ardiente, parecida a un sol. Visión que aludía en forma directa a la mujer con la luna bajo los pies, coronada con doce estrellas y envuelta en el sol, que describe el Apocalipsis. Rosa, en su lecho de muerte como en su cuna, era espejo de María. Las exequias fueron apoteóticas, un sin fin de personas inundó las calles por donde pasaba el cortejo. La multitud imploraba favores, haciendo lo indecible por tocar el cuerpo y apoderarse de algún retazo de sus ropas. Transcurrido un día y medio desde su muerte, el rostro permanecía lozano, el cuerpo incorrupto y despedía una fragancia agradable. Rosa, al igual que otras personas de vida ejemplar, había muerto en “olor de santidad”. Poco tiempo después de su muerte, no había un sólo lugar del Virreinato que no tuviera un retrato de ella. Esto fue posible gracias a Angelino Medoro, quien la pintó a pocas horas de haber expirado. En 1622 Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola y Francisco Javier fueron canonizados. Rosa no se quedó atrás, su vida ejemplar se lo impedía y sus mentores no lo habrían permitido. El primer indicio de que la figura de Rosa había echado raíces en Lima fue la fundación de un monasterio dominico bajo la advocación de Santa Catalina de Sena en 1624. En 1668, Rosa fue beatificada y, en 1671, canonizada, convirtiéndose en la primera santa de América. Pocos años después, en 1708, un segundo monasterio dominico abrió sus puertas en Lima, llevando por nombre el de la santa. 2

Imágenes de santidad Los milagros de Rosa estuvieron, en su mayoría, relacionados con las imágenes, pues la realidad de éstas le permitía ascender a la realidad de la visión. Las representaciones que de ella se hicieron persiguieron el mismo fin, pues Rosa no sólo rindió culto a las imágenes, sino que fue ella misma objeto de culto. Como regla general, la iconografía de un santo se desarrolla y consolida a partir de los procesos de beatificación y canonización. Cuando se celebraron en Roma las fiestas de beatificación de santa Rosa, se cubrieron los muros con grandes lienzos representando todas las escenas de su vida, llevando cada una de ellas una empresa o jeroglífico que traducía, en términos emblemáticos, su significado místico-alegórico. Rosa no fue monja, sin embargo, al igual que Santa Catalina de Sena –a quien había tomado como maestra y ejemplo– fue representada como tal: vistiendo hábito dominico y con velo negro –atributo exclusivo de las profesas de coro– o con el manto negro colocado sobre la cabeza. La mayoría de las escenas de su vida también fue representada como la de una monja, recreando así prácticas propias de la vida monástica. Estas representaciones no han sido azarosas, sino que son producto de lecturas individuales que hallaron eco en el colectivo de una época, en tanto ejemplo necesario para la emulación encauzada de una forma de vida femenina. La presencia, en un convento femenino, de una serie de cuadros recreando la vida de la santa corrobora lo antedicho. Las monjas, en su vida contemplativa, tienen como oficio primordial la oración y la meditación. La contemplación de imágenes, al igual que la lectura, habilita vías para la meditación. Una serie de imágenes establece peldaños, tiene el valor de un mapa de ruta que orienta y asegura el destino buscado. Las láminas de devoción integraban, de manera bastante habitual, el patrimonio de muchas familias durante el período colonial. Razón de más para afirmar la existencia de ellas en los monasterios. No obstante, la existencia de series devocionales no deja de ser algo singular, particularmente en regiones distantes de los grandes centros del mundo colonial y hacia finales del siglo XVII. Rosa fue canonizada en 1671, apenas había transcurrido un cuarto de siglo desde entonces, cuando la hija de don Fernando de Córdoba y Espinosa de los Monteros profesó como Sor Gabriela de la Encarnación en el monasterio cordobés de Santa Catalina de Sena, profesión que se llevó a cabo en el año 1697, precisamente el 30 de agosto, día en que la Iglesia celebra a Santa Rosa2. El monasterio de Santa Catalina de Sena de la ciudad de Córdoba fue fundado en 1613 y es el primer convento femenino que hubo en el territorio que actualmente conforma la Argentina. Se trata de un monasterio de monjas dominicas, razón por la cual la devoción por santa Rosa no puede haber estado ausente. Sin embargo, lo que llama la atención es la temprana presencia allí de una serie de cuadros recreando la vida de la santa. Las devociones particulares de las monjas podían manifestarse de diversas formas. Una era la elección del nombre al tomar el hábito: si conservaban el nombre de bautismo, lo acompañaban con alguna advocación. Otra, podía ser la elección de la fecha de profesión, tal el caso presentado. Pero las devociones se revelaban, fundamentalmente, en la posesión de imágenes. Sor Gabriela no sólo decidió profesar el día de la celebración de Santa Rosa, sino que además poseía una capilla dedicada a ella, según surge del testamento otorgado por su padre el 12 de noviembre de 1711. Si bien para esa época sor Gabriela ya había fallecido, don Fernando de Córdoba y Espinosa de los Monteros declaró haberle edificado una celda y capilla “alaxada y colgada, de la Advocación de Santa Rosa de Santa María”3. En virtud de los medios utilizados, la paleta, los elementos arquitectónicos y el atuendo de uno de los personajes, Schenone ha considerado que la serie fue pintada en el transcurso del siglo XVIII4. Sin embargo, considerando que para 1711 Sor Gabriela había fallecido, que la profesión se llevó a cabo en 1697, y que para poder profesar había que cumplir, al menos, con un año de noviciado, podemos inferir que la serie ingresó al monasterio hacia fines del siglo XVII. Supuesto que se confirma si tomamos en cuenta que dicha serie es de manufactura cuzqueña por lo cual, aunque esto implica varias 3

manos y celeridad en su producción, debemos considerar el tiempo que demandaba hacer llegar el encargo así como su correspondiente envío. Si bien no tenemos cómo constatar que la serie existente en el monasterio sea la referida por el padre de Sor Gabriela en su testamento, todos los datos que poseemos nos permiten inferir que es así.

Un mapa de ruta Analizaremos esta serie considerando que los cuadros tienen el poder de mostrar lo que la palabra no puede enunciar, lo que ningún texto puede dar a leer; que la representación tiene un doble sentido y una doble función, haciendo presente una ausencia, al exhibir su propia presencia como imagen, y construir con ello a quien la mira como sujeto mirando (Marin 1996). Intentaremos comprender de qué manera la producción de sentido operada, en este caso por las espectadoras, estuvo vinculada con los efectos de sentido buscados por las imágenes, los desciframientos impuestos por las formas que dan a ver las obras, y las convenciones de interpretación propias de la comunidad que tuvo por destino (Chartier, 1996). Buscando, en la medida de lo posible, resolver el problema entre el sentido vivido y el hecho encontrado (de Certeau 1985). La serie está compuesta por doce cuadros que representan distintos pasos de la vida de Rosa. Si bien reitera el sistema de organización de los diversos asuntos, ya codificados en la época, advirtiéndose variados préstamos y algunos clisés de las vidas de santos, podemos referirnos a dos tipos de representaciones. Unas son las que hemos dado en denominar sucesos y la otra, prácticas. Pero, como hemos dicho, ambas tienen la particularidad de aludir a la vida de una monja. La única excepción estaría dada por el cuadro con el que se inicia la serie, denominado Nacimiento de Rosa o Milagro de la cuna o Cambio de nombre, pues no hace referencia a ningún suceso o práctica de la vida monástica femenina. Dentro de las excepciones también podríamos incluir el cuadro conocido como Amistad con los mosquitos, dado que alude a un atributo propio de Rosa, pero debido a que se la representó leyendo, consideramos que debe ser incluido dentro de las representaciones de prácticas.

El rechazo del pretendiente: “Santa Rosa rechaza a un pretendiente”

Las escenas identificadas como Corte de cabellos y Rechazo del pretendiente, de acuerdo con lo consignado por sus biógrafos, serían atributos propios de Rosa, al igual que lo es el Milagro de la cuna. Sin embargo, no por ello dejan de representar sucesos considerados instancias en la vida de una monja. Por una parte, previo a la profesión, se lleva a cabo la toma de hábito que es una ceremonia similar al bautismo, debido a que se ingresa a una nueva vida, y parte de dicha ceremonia incluye el corte de cabellos. Por otra, las monjas son las esposas de Cristo, razón por la cual deben rechazar el matrimonio terrenal. 4

Debemos hacer una aclaración acerca del cuadro denominado Desposorios místicos. Esta representación alude a un suceso que, si bien es atributo de Rosa sin por ello dejar de poder serlo de una monja, es absolutamente excepcional. Rosa, al igual que Santa Catalina de Sena y Santa Teresa de Jesús, recibió los desposorios místicos. Razón por la cual éste sería el único cuadro de la serie, junto con el primero, que no responde a la clasificación establecida. Pero la diferencia entre ambos reside en que el suceso representado en el primero es privativo de Rosa, en tanto el segundo se sustenta, precisamente, en lo excepcional. Como hemos dicho, la serie se inicia con una representación iconográfica conocida con el título de Cambio de nombre y responde a una de las hechas para la ceremonia de beatificación. El emblema correspondiente a esta escena es un espejo frente a una llama de fuego, que reafirma la idea de mariofanía. Luego de la beatificación de Rosa, muchos teólogos de la época creyeron ver en ella el anuncio de una nueva era para la Iglesia Cristiana. En esta serie, se respetó la versión biográfica: un momento indefinido dentro del primer año de vida. En el segundo paso, conocido como Se corta los cabellos, se rescata al destinatario de la ofrenda de Rosa, mostrando a modo de visión, la presencia del Niño sosteniendo el orbe. Si bien otras representaciones también incluyen al Niño, la diferencia en ésta reside en que intenta reproducir una imagen que Rosa poseía y a la que rendía culto. El cuadro siguiente es Rechaza a un pretendiente, si bien se trata de un suceso de la vida de Rosa, no siempre forma parte de las series. Lo llamativo en las representaciones de esta escena es la ausencia de la figura paterna. La presencia de la madre como única autoridad pone de manifiesto y confirma el rol determinante de esta mujer en la vida de Rosa. El cuarto paso es Toma de hábito, también un suceso, que indica el primer peldaño formal en la vida de una monja. Si bien Rosa, en sus primeros años de beata, vistió hábito franciscano, en este cuadro se la representó tomando el hábito de la orden de Santo Domingo. Es, precisamente, el tema de la toma de hábito dentro de las diversas series pictóricas el que habilita la posibilidad de representar el resto de las escenas como prácticas y sucesos propios de la vida monástica.

Se disciplina: “Santa Rosa penitente”

El resto de los cuadros, salvo el de la muerte y el entierro, no responden a ningún tipo de ordenamiento y, a excepción de los desposorios místicos, todos representan prácticas, tal como Santa Rosa se 5

disciplina. Otra de las representaciones de prácticas, a pesar de la salvedad hecha, es Amistad con los mosquitos. La meditación es uno de los niveles de la oración mental y para acceder a ella se recurre a la lectura edificante así como a la contemplación de imágenes. Pero la vida contemplativa no excluye la acción, de allí que Rosa conciliaba la oración con las labores: ejercitaba la imaginación con las artes manuales como una forma de liturgia.

Borda junto al Niño: “El Niño Jesús se aparece a Santa Rosa mientras borda”

En Se le aparece el niño Jesús mientras bordaba, el Niño es mostrado junto a Rosa, con un libro abierto en la falda en actitud de lectura, en tanto que ella borda ensimismada. Si bien la intención de la representación es resaltar el vínculo que la unía con Jesús, la escena evoca una actividad cotidiana en los hogares coloniales: las mujeres realizando labores de mano mientras el hombre de la casa lee en voz alta. De allí que Rosa, estando desposada con Jesús, permaneciera junto a El bordando y atendiendo a su lectura. Del mismo modo, en los monasterios se lleva a cabo esta práctica: alguien lee mientras el resto de la comunidad come o realiza labores. Toma el agua surgida de la fuente representa el valor asignado al agua así como la práctica del ayuno. El agua como fuente de vida es, en la tradición cristiana, símbolo y signo, está presente en todas las etapas de la vida de Jesús. Para Rosa el agua también tenía valor simbólico, al igual que la alimentación, de allí que considerara a Dios como el mejor alimento, aspirando a sustentarse únicamente con la Eucaristía, por lo cual realizaba rigurosos ayunos. Hincada, en una mano tiene un cuenco con el cual recoge el agua que brota de una roca y en la otra, un trozo de pan. El carácter divino del alimento está representado por la roca: Cristo es roca, de la que emana el agua de la vida. Manda al ángel de la guarda a buscar al Esposo es una escena representada en todas las series de modo similar. El carácter intercesor implica también el trato familiar con ángeles y santos, siendo las prácticas las que habilitaban esa comunicación. Por ello, es una de las escenas más frecuentes en las series y la última de ésta en lo que a prácticas se refiere. A través de la ceremonia de profesión, la novicia asume el estado de monja, convirtiéndose en esposa de Jesucristo. Sin embargo, existe un grado de unión mayor, aquél que se realiza sin intermediación alguna y se conoce como desposorio místico: Dios penetra en el corazón y allí permanece. Rosa recibió esta merced divina. La representación iconográfica conocida como Desposorios místicos, en un principio, se inspiró en los desposorios de Santa Catalina de Sena quien, como dominica terciaria, 6

precedió a Rosa en la obtención de esta merced. Si bien esta representación fue la más difundida en Europa, en América tuvo más trascendencia la difusión de un grabado de Franςois Collignon, donde aparece otro hecho de la vida de la santa, conocido como La visión de la Virgen, el Niño y las rosas. Dicha escena recrea la aparición de la Virgen con el Niño, mientras Rosa oraba en el huerto. Aparición que ha sido narrada por sus biógrafos y que determina la coronación de la santa con rosas. Por ello, en las series, todas las escenas en las que Rosa aparece así coronada son ubicadas con posterioridad a ésta. La serie se cierra con la muerte y los funerales. En La Muerte, Rosa siempre ha sido representada yacente en su lecho de troncos, con la vela de los agonizantes. Las posibles variantes están dadas por quienes la acompañan. Las series cuzqueñas la presentan rodeada, exclusivamente, por religiosos dominicos de ambos sexos. En el caso de las mujeres, se destaca el carácter de novicias o terciarias pues llevan velo blanco. Esta situación recrea lo que sería propio en la muerte de una monja. Tal es el caso de la escena incluida en esta serie, rescatándose también el instante en que el alma de Rosa asciende a los cielos. La representación de Los Funerales es bastante similar en todas las series: el cuerpo de Rosa es llevado en andas por los frailes dominicos. Las variantes se encuentran en el resto del cortejo y en la vestimenta de la santa. La escena que integra esta serie la muestra como terciaria dominica –con velo blanco– y coronada de rosas. Aquí, además de los frailes dominicos, aparecen sólo dignidades del Cabildo Eclesiástico, incluido el Arzobispo.

El sentido de los hechos El análisis de esta serie nos permite plantear varias cuestiones vinculadas con las representaciones de santidad, así como de la santidad misma. Como hemos dicho, el estado de beata llegó a ser considerado un “estado variopinto y de no muy fina estofa” por diversas razones. Entre ellas, debido a lo impreciso del estado, podían acogerse a él quienes sólo intentaban disimular algo o buscaban sacar algún provecho, que poco tenía que ver con la religiosidad. La proximidad con el alumbradismo tornaba el estado peligroso, aún para quienes lo habían adoptado en busca de una auténtica perfección espiritual. El espíritu de la Contrarreforma consideró la cuestión de las beatas como central en la problemática a resolver. La figura de Rosa no sólo no escapó a ello, sino que fue destinataria privilegiada. Por otra parte, y vinculado con lo anterior, debemos considerar el rol del Orden de Predicadores. Es indiscutible que fueron los dominicos los promotores de la santidad de Rosa, prueba de ello es que la fecha en que se llevaron a cabo, en Lima, los festejos por la beatificación fue el 30 de abril (1669), día en que la Iglesia celebra a Santa Catalina de Sena. Para aquéllos, la fundación de un convento femenino en la ciudad no sólo significaba aumentar su poder, sino legitimarlo. De allí que la figura a través de la cual podían obtener el beneficio debía estar exenta de sospecha. La figura de Rosa era la de una beata reconocida por sus virtudes, que vistió el hábito de la Orden, tomó a Santa Catalina de Sena como ejemplo, se negó a profesar en un convento de monjas franciscanas, recibió los desposorios místicos en presencia de la Virgen del Rosario, pero además, si bien fue sospechada, salió indemne. Distinta suerte corrieron sus compañeras de ruta pues, tras la muerte de Rosa, todas pasaron por los tribunales de la Inquisición, en tanto Rosa ascendió a los altares. Lo hasta aquí enunciado justifica claramente la intención de “disimular” el estado de Rosa, enfatizando lo que debió ser y no lo que en realidad fue. La mejor forma de hacerlo era a través de su representación. También el espíritu de la Contrarreforma reglamentó acerca del valor de las imágenes, rescatando su carácter ejemplar, entonces Rosa debía ser un ejemplo a seguir y, como ejemplo, era mejor una monja 7

que una beata. Los sucesos y las prácticas representadas en la serie, salvo el “suceso de excepción” y el “suceso excepcional”, bien podrían remitir a cualquier monja. Por otra parte, en correspondencia con el espíritu de la Contrarreforma, las representaciones de Rosa incluyen otras representaciones, pues en los cuadros se incluyen imágenes, poniendo de manifiesto no sólo el vínculo de Rosa con ellas, sino el valor asignado a las mismas. El mejor ejemplo es el paso donde se disciplina frente a un crucifijo. El sentido de la serie fue representar una monja y una imagen de santidad. El hecho de que tuviera por destino un monasterio, se corresponde con aquél. Si bien el ingreso de la serie se debió a la devoción particular de Sor Gabriela de la Encarnación, no implica que se tratase de una devoción “singular”. Por una parte, la devoción de Sor Gabriela nos lleva a pensar que la figura de Santa Rosa debía estar lo suficientemente difundida como para que alguien, sin haber salido nunca de la gobernación del Tucumán, no sólo haya elegido como fecha de profesión el día de celebración de la santa, sino que haya dedicado una capilla a ella. La difusión seguramente obedecía a la cantidad de biografías editadas en Roma, como en Madrid, y las traducciones que de ellas se hicieron. Por otra parte, es indudable que la presencia de la serie en el monasterio debe haber intensificado la devoción existente. Si bien la promoción a los altares respondió, fundamentalmente, a un interés de neto carisma dominicano, no debemos olvidar que el escenario donde Rosa transitó los caminos de santidad fue la ciudad de Lima. El sentido de la sociedad limeña de sumarse al interés de los dominicos se hace manifiesto, entre otros aspectos, en la inversión económica para obtener la canonización5. El reconocimiento de la “pertenencia” de Rosa a Lima fue legitimado en 1669, cuando Clemente IX la declaró patrona de la ciudad y del reino del Perú. Pero el hecho, en este caso, señala que en 1711, al menos en Córdoba, no era identificada aún como Santa Rosa de Lima, sino como “Santa Rosa de Santa María”6. El hecho de que una serie de Rosa tuviera por destino un convento femenino responde al sentido de representar a Rosa como una monja digna de emular. Sin embargo, el nombre por el cual se la reconoce –Rosa de Santa María– es aquél que había tomado al acogerse al estado de beata. Estado que se intentó legitimar públicamente no con la canonización, sino con la beatificación. En 1668, en reconocimiento de su beatitud, fue declarada “beata”. Así, el estado “de no muy fina estofa” que poseía, se fundió bajo un mismo nombre, pero con otra representación. Prueba de ello es el hecho de que las celebraciones realizadas en Lima con motivo de la beatificación fueron mucho más fastuosas que aquellas llevadas a cabo para la canonización. Así como se llamó Rosa, aunque había sido bautizada Isabel, fue representada como monja, aunque había sido beata. Rosa de Santa María es la representación de sí misma, en tanto Rosa de Lima es la representación que de ella hicieron. La devoción de Sor Gabriela de la Encarnación concilia realidad e imaginación.

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Notas •

Una versión del presente trabajo fue realizada con motivo del Seminario Internacional: “La Representación: Encrucijada de las Ciencias Humanas”, organizado por Facultad de Psicología de la UBA en colaboración con l’Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París (1996). 1 Sanción del decreto del capítulo de los franciscanos de Toledo de 1524 y el de la Inquisición de 1525 2 Libro de Profesiones del Archivo del Monasterio de Santa Catalina de Sena en Córdoba. 3 Archivo Histórico de la provincia de Córdoba, Registro 1, Tº 108, Fº 2 a 16 vto. 4 Héctor Schenone, “Serie de Santa Rosa” en: Catálogo de la Exposición Tarea de Santos III Santa Rosa de América, Museo de Arte Hispanoamericano “Isaac Fernández Blanco”, Bs.As. 5 Sólo en el proceso de beatificación se gastaron más de 22.000 ducados. 6 Según consta en el testamento del padre de Sor Gabriela de la Encarnación.

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