Ten cuidado con el Coco

Ten cuidado con el Coco Ella se había cubierto el rostro con su mantita y se chupaba el dedo sin parar, echando rápidas ojeadas hacia la ventana, com

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Ten cuidado con el Coco

Ella se había cubierto el rostro con su mantita y se chupaba el dedo sin parar, echando rápidas ojeadas hacia la ventana, como si temiera que alguien la atrapara husmeando a aquellas horas de la noche la ventana entreabierta. ¿Por qué sus padres la habían dejado así? La pequeña se metió en su cama, cerrando los ojos con fuerza y confiando en que aquella lucecita que tenía encendida sirviera como protector.

Plof, plof, plof... Era el crujido de la madera que cedía ante unas pisadas que se aproximaban a su habitación. La pequeña abrió un ojo, justo para ver la cabeza de su padre apareciendo por la puerta. Él sonrió al creer que ella estaba dormida y, enseguida, cerró la puerta. Las pisadas se apartaron. De nuevo, reinó aquel angustioso silencio que sólo se rompía con el rugir del viento. Las ramas del los árboles dibujaban formas siniestras en las paredes de su habitación. Como si fueran brazos que quisieran atraparla. Un cuervo voló muy cerca de su ventana, acompañando el sonido del viento con sus graznidos. La niña ahogó un gemido y salió de la seguridad de su manta, andando de puntillas hacia la ventana. Se subió en una silla y cerró la ventana del todo. “Mejor así”, pensó para sus adentros con una sonrisa de alivio, mientras se bajaba de la silla. Al darse la vuelta, la pequeña encontró que su cama estaba demasiado lejos de ella. Y eso la asustaba. De todas formas, ¿quién podía asegurarla de que el monstruo de debajo de su cama no la devoraría antes de subir?

Ella soltó un suspiro y se agachó en el suelo, observando inquieta su cama. Cogió sus tijeras del colegio (por si acaso) y siguió examinando la oscuridad que había debajo de su cama. Varios minutos después, probó que no había nada debajo y, de esta forma, podía ir tranquilamente a acostarse. Se puso en pie y, corriendo, saltó hacia su cama y se volvió a tapar con las mantas. No había nada debajo de su cama, la ventana estaba cerrada, todo estaba en orden. Ahora sí que podía dormir. Cerró sus ojitos, dispuesta a conciliar el sueño cuando... —... duérmete niño, duérmete ya. Que viene el coco... La niña abrió los ojos desesperadamente y se levantó de la cama, con el corazón palpitando con fuerza contra su pecho.

Pum, pum, pum... La puerta de su armario estaba entreabierta y ella pudo mirar claramente como dos ojos rojizos la observaban fríamente, con un hambre desesperado, escondido en su armario.

Pum...pum, pum, pum...pum... Le dolía el pecho y sentía que los ojos le picaban, mientras que las lagrimas hacían su llegada. Los ojos rojizos brillaron en la oscuridad, regodeándose en su sufrimiento, y una media sonrisa apareció en los labios de la criatura. —... duérmete niño, duérmete ya. Que viene el coco y te... Entonces, la niña chilló. Las luces del pasillo se encendieron y la puerta de su habitación se abrió de golpe, dejando paso a su padre que se acercó asustado a la pequeña.

— Cariño, ¿has tenido una pesadilla? La niña sollozó y señaló su armario con manos temblorosas. Su padre encorvó una ceja y fue hacia él. No, no vayas, te va a comer, pensó ella con miedo. Lo abrió lentamente, haciendo que su hija se tapara los ojos y esperara lo peor. Pero su padre soltó una suave risa que la alteró: —Lilia, aquí no hay nada. Ella parpadeó varias veces. ¿Qué? Se volvió a levantar en la cama y miró el armario que, efectivamente, estaba vacío...otra vez. La niña se hundió en la cama y cerró los ojos, temblando de miedo porque... "... Viene el coco y te comerá..."

... Sus padres habían dejado una notita pegada en el refrigerador para avisarla de que volverían en una hora. Mientras tanto, ella estaría sola en casa. Sentada en el sofá del salón, con todas las luces encendidas y escoba en mano, cambiaba los canales del su televisor, buscando algo interesante que ver. Ya se había vestido con su disfraz de Halloween y el sombrero de bruja le tapaba sus ojitos marrones, por lo que tenía que apartárselo de la cara cada dos por tres. Tenía pintura rojiza que caía de los labios igualando la sangre. El vestido de bruja le quedaba grande y tenía que remangarse para no mancharse al comer.

Se encontraba comiendo chocolatitos, nerviosa por lo que iba a suceder aquella noche (una larga sesión de Truco o Trato por todas las casas de su vecindario) y no podía evitar sonreír al recordarlo. Miró el reloj, ansiosa, cuando la televisión se apagó. Sobresaltada, miro el televisor con extrañeza. Yo no he hecho nada, bajó del sofá como pudo y fue a encenderlo de nuevo. Pero, en ese momento, las luces del salón también se apagaron, dejando la casa totalmente a oscuras. La niña soltó un chillido y se hizo un una bola en el suelo pegando su rostro a sus rodillas, tapándose el rostro con el sombrero. ¿Ahora qué hago? No veo nada. Sollozó asustada y llamó en voz baja a su padre, deseando que él apareciera por la puerta y fuera a ayudarla, brindándole una sonrisa. Pero eso no iba a pasar. Tuvo que estar varios minutos en esa posición antes de que pudiera armarse de valor y alzar la vista hacia las escaleras. Su madre, siempre que se iba la luz, apretaba unos botones mágicos que había en el piso de arriba. Quizás, si ella subía... Decidida, se levanto del suelo y, con pasitos cortos, fue subiendo de uno en uno los peldaños de la escalera. Al llegar al final de la escalera, se pegó a la pared. Nunca le había parecido tan largo el pasillo como hasta ese momento... Dio un paso hacia delante, pero el cuerpo se le congeló en ese momento por el terror. Era incapaz de seguir avanzando. El pasillo estaba demasiado oscuro, era demasiado grande. Me quedaré aquí

hasta que venga mamá y papá.

Ese era su plan, envolverse en medio del pasillo, usar la escoba como arma y esperar a sus padres. Pero no lo hizo. Alguien estaba subiendo las escaleras. Una respiración entrecortada y unos pasos lentos al son de una risa divertida por su miedo que murmuraba:

—... viene el coco... Fue demasiado rápido. Ella se levantó de un salto, con el corazón en un puño y corrió a ciegas hacia su habitación. No veo nada, no veo nada, ¿dónde está mi habitación? Estuvo a punto de tropezarse, pero se apoyó en la pared antes de caer. Corre, corre.

Plof, plof, plof... no quería darse la vuelta para comprobar si ya había subido las escaleras.

—... duérmete niño; duérmete ya... Con un chillido de puro terror, la pequeña se tiró sobre el pomo de la puerta y la abrió rápidamente. Una vez dentro, cerró la puerta y la atrancó con la escoba. El corazón le seguía doliendo y respiraba con dificultad. Pero estaba a salvo de él. Ya no la haría nada. Ese monstruo horrible no la haría nada... —... y te comerá. Lilia sintió un olor nauseabundo detrás de ella. Luego, una respiración que la hacía cosquillas en la oreja. Finalmente, se dio la vuelta y se encontró con dos ojos rojizos que la miraban con hambre. Su monstruo en forma de demonio albino le sonrió. Después, sólo oscuridad. —Terrible. El policía se inclinó hacia delante, acariciando la alfombra con un sólo dedo. Las manchas de sangre resecas y aquel sombrero de bruja eran lo único que quedaba de la pequeña Lilia Evans. Sus padres, en el piso de abajo, respondían a todas las preguntas de los policías sin dar crédito a lo que había pasado. "— ¿Cómo ha podido pasar? Sólo nos habíamos ausentado una hora..."

El inspector Sebastián se levantó del suelo, recogiendo el sombrero de brujita y dispuesto a salir de esa habitación. Tenía un nudo en el estómago y no aguantaba estar en esa habitación. Había visto suficiente por aquella noche. Estaba a punto de salir cuando distinguió una vieja caja de música con un cartelito en el que ponía "No abrir". La curiosidad de policía le venció y abrió con cuidado la caja. Acompañado de una canción infantil que le sonaba, había un papel en el que había escrito un pequeño texto: —“Duérmete, niño. Duérmete ya. Que viene el coco y te comerá” —el policía soltó un suspiro y se guardó la notita en el bolsillo de su pantalón antes de salir la habitación. Quizás fuera una prueba...o quizás no. En ese momento, el armario se entreabrió y dos ojos rojizos observaron alejarse al policía.

... —No voy a dormirme —protestó el pequeño. Sebastián se pasó una mano por el pelo, desesperado por aquella rutina de cada noche. El pequeño se cruzó de brazos y desvío la mirada hacia otro lado, mientras inflaba las mejillas. — ¿Y si te cuento un cuento? —Sugirió su padre. —No. Sebastián suspiró y se levantó de la cama. Si su hijo no quería dormirse, le dejaría solo y ya está. Del bolsillo de su pantalón sacó la nota que había cogido de la casa de los Evans. Se quedó mirando el texto durante un rato antes de

cogerlo, mirar a su hijo y, con una sonrisa, leer en voz alta y tenebrosa: —Duérmete, niño. Duérmete ya. Que viene el coco y te comerá — revolvió el pelo de su hijo y apagó la luz, mientras decía: —. Si no quieres que eso pase, duerme. Cerró la puerta, dejando sólo al pequeño, quien se había quedado con la mirada perdida en el techo, dándole vueltas a lo que acababa de decir su padre. Suspiró y se acurrucó en la cama molesto... Hasta que oyó la puerta de su armario abrirse lentamente y unos ojos que le contemplaban con el apetito prendido en la oscuridad. — ¿Hola...?

¿FIN? Thais Lujan, 1ro de media Primer puesto cuento

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