TERCERA CLASE UNIDAD II

TERCERA CLASE UNIDAD II Empezamos una nueva unidad, la cual tiene el objetivo de analizar las relaciones entre sociedad y política. Y lo primero que t

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Unidad III CLASE Nº 3
UNIVERSIDAD NACIONAL EXPERIMENTAL POLITECNICA “ANTONIO JOSÉ DE SUCRE” VICERRECTORADO BARQUISIMETO DEPARTAMENTO DE INGENIERÍA QUÍMICA QUÍMICA GENERAL

UNIDAD II Probabilidades
Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua UNAN-Managua Curso de Estadística Profesor: MSc. Julio Rito Vargas Avilés. Estudiantes: FAREM-Carazo UNID

Unidad 7 Morfosintaxis II:
Unidad 7 Morfosintaxis II: El enunciado. Constituyentes de la oración. Clasificación de la oración Introducción: el análisis sintáctico Con este tema

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TERCERA CLASE UNIDAD II Empezamos una nueva unidad, la cual tiene el objetivo de analizar las relaciones entre sociedad y política. Y lo primero que tenemos que reconocer es que desde la ciencia política “pura” no es muy fácil dar cuenta de este cometido. Es por eso que tenemos que apelar a otros saberes disciplinarios que nos permitan encontrar algunas intersecciones para examinar la relaciones que podamos trazar entre dos conceptos. Dentro de este contexto, muchas veces la ciencia política ha sido abordada a partir de sus parentescos con otras disciplinas. Desde esta perspectiva, la ciencia política es vista como un sistema híbrido, que entrecruza tradiciones de otras disciplinas científicas. Asì, hay dominios híbridos que ya tienen su status subdisciplinar reconocido: la economía política, la psicología política, la geografía política y la sociología política1. La ciencia política y la sociología tienen una intersección en común: la sociología política. Giovani Sartori (2005) distingue entre la sociología política y la política de la sociología. Para él, la segunda constituye una rama de la sociología, como la sociología de la religión. La distinción está basada en distinguir variables dependientes e independientes: las variables independientes –causales o determinantes- son, para el sociólogo, las estructuras sociales, mientras que para el politólogo son las estructuras de gobierno. En este sentido, la especificidad de la política en una sociedad está determinada por el proceso de producción y reproducción de la dominación a través del ejercicio efectivo de alguna forma de gobierno. Es mediante el accionar sociopolítico que se constituye la sociedad y, junto con ella, el sistema político, en la medida en que estas instancias son permanentemente producidas y reproducidas a través de las actividades y prácticas que los actores desenvuelven durante sus accionar cotidiano. Las personas intervienen diariamente en la vida social y política a través del despliegue de un conjunto de práctica, voluntarias o no, premeditadas o racionalmente controladas, lo que indica que, en consecuencia, el escenario social y político “existe solamente como producto de la actividad humana” pero de una actividad que se halla histórica y socialmente situada y condicionada, y que no resulta exclusivamente de decisiones humanas conscientes e intencionales.

En tanto práctica social, la política se desenvuelve y articula, tal como vimos, en un escenario espacial y temporal determinado por un conjunto de relaciones de poder que, a su vez, dan forma a diferentes modalidades de dominación y de ejercicio del gobierno. Así la política solamente puede ser abordada conceptual y teóricamente sobre la base de una determinada noción de sociedad; o, más precisamente, de cómo y a través de qué procesos se constituye o produce la sociedad. Ahora bien, cómo ha sido abordado analíticamente este proceso de producción y reproducción de las estructuras sociales y políticas? Nuevamente tenemos que enfocarnos en tratar de conciliar conceptos de estructura y agencia, aunque esta vez de manera más profunda a como lo hicimos en clases pasadas. ¿Qué entendemos por estructura? Para Sewell (1992) el término Estructura opera dentro del discurso de las ciencias sociales como un poderoso mecanismo metonímico que toma alguna parte de la compleja realidad social y la adopta como explicación del todo. Sin embargo, existen serios problemas en el uso corriente del

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Distinto es el caso de la Antropología política que no ha sido reconocida como disciplina autónoma (Dogan 168).

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término estructura. Veamos en primer lugar cuáles son las principales dificultades analíticas que se identifican con en el abordaje estructuralista. Los argumentos estructuralistas tienden a asumir causales deterministas rígidas de la vida social: las estructuras suelen a ser vistas como primarias e inmutables (mientras que los hechos o procesos sociales se muestran como ser secundarios y superficiales). En este sentido, el discurso estructuralista aparece como impermeable al concepto de agencia. Los abordajes entrampados en la metáfora de la estructura tienden a reducir a los actores a autómatas programados inteligentes. En segundo lugar, un obstáculo que presenta este tipo de abordaje es la dificultad de abordar el problema del cambio social: la metáfora de la estructura implica estabilidad. El estructuralismo propone explicaciones simples acerca de cómo la vida social tiende a generar patrones consistentes de comportamiento social, pero no de cómo estos patrones cambian en el tiempo. En el discurso estructuralista el cambio esta comúnmente ubicado fuera de las estructuras, ya sea en un telos histórico, o en nociones de ruptura e influencias exógenas al sistema en cuestión. El tercer problema es que el uso del término estructura tiene sentidos contradictorios en distintos discursos de las ciencias sociales, particularmente en la sociología y en la antropología (diferencias entre las nociones de estructura y cultura). Todo esto no quiere decir que el termino deba ser simplemente descartado: la noción de estructura es tan poderosa retóricamente y persuasiva analíticamente, que todo intento por abolirla sería inútil. Más aún, la noción de estructura refiere, aunque problemáticamente, un aspecto importante sobre las relaciones sociales y políticas: la tendencia de los patrones de relaciones sociales a reproducirse, aún cuando los actores comprometidos en las relaciones sean inconscientes de tales patrones o no deseen su reproducción. Los intentos de superar las visiones analíticas tradicionales del estructuralismo –y que tratan de reconcilia la noción de agente con la de estructura- se dieron en varios frentes. Y muchos de estos intentos son la derivación de la crítica teórica, cuyo fin era conciliar la fenomenología, el interaccionismo simbólico y la etnometodología con los análisis de pensadores como Marx, Durkheim y Weber. Uno de los intentos más logrados es el desplegado por Anthony Guiddens con su Teoría de la estructuración. Giddens define las estructuras tanto como medio y resultado de las prácticas que constituyen el sistema social. La definición que Giddens nos propone es la siguiente: “En tradiciones estructuralistas suele existir ambigüedad sobre si las estructuras denotan o una matriz de transformaciones admisibles en el interior de un conjunto o reglas de transformación que gobiernan una matriz. Concibo a la estructura, al menos en su acepción más elemental, por referencia a las reglas (y a recursos). Pero induce a error hablar de ‘reglas de transformación’ porque todas las reglas son intrínsecamente transformacionales. Estructura denota entonces, en el análisis social, las propiedades articuladoras que consienten la ‘ligazón’ de un espacio-tiempo en sistemas sociales: las propiedades por las que se vuelven posible que las prácticas sociales discernibles similares existan a lo largo de segmentos variables de tiempo y espacio, y que presten a estos una forma sistémica.” (Giddens, 1995: 53, 54) Las estructuras determinan las prácticas de las personas en general y las prácticas políticas en particular, pero éstas a su vez constituyen y reproducen las estructuras. Desde este punto de vista los conceptos de agencia y de estructura, lejos de aparecer como opuestos, son presupuestos uno del otro. Las estructuras son representadas por lo que Giddens denomina “agentes humanos cognoscentes” (1995: 54) (personas que

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conocen lo que están haciendo y cómo hacerlo). Los agentes actúan poniendo en práctica, reflexionando, su conocimiento necesariamente estructurado. Por lo tanto, las estructuras no deben ser conceptualizadas simplemente como localizando las restricciones o las determinaciones sobre la agencia humana sino como representando a éstas. Por sistema social, Giddens entiende las prácticas sociales empíricamente observables, intervinientes y relativamente ligadas que unen personas a través del espacio y del tiempo. Así como las reglas y recursos que, dentro del esquema analítico de Giddens aparecen como el principio estructurante en las estructuras, son de naturaleza virtual, el sistema social es real. La estructura no es el conjunto de pautas que definen las prácticas sociales de un sistema social sino los principios sobre los cuales están basados esas prácticas. Para Giddens las reglas de la vida social son técnicas o procedimientos generalizables que se aplican a la escenificación/reproducción de las prácticas sociales (Giddens, 1995: 57). E insiste en que las estructuras no son meramente reglas sino un conjunto de reglas y recursos. El concepto de recurso, sin embargo, está menos teorizado que el de reglas. Así, Recursos son medios a través de los cuales se ejerce el poder, como un elemento de rutina de la actualización de una conducta en una reproducción social. (Giddens, 1995: 52) Pero Giddens no se detiene allí. A continuación define el carácter de virtuales de las estructuras: “Decir que estructura es un ‘orden virtual’ de relaciones transformativas significa que los sistemas sociales, en tanto prácticas sociales reproductivas, no tienen ‘estructuras’ sino más bien presentan ‘propiedades estructurales’ y que una estructura existe, como presencia espacio temporal, sólo en sus actualizaciones en esas prácticas y como huellas mnémicas que orientan la conducta de los seres humanos entendidos.” (Giddens, 1995: 55) Las reglas y los recursos configuran la estructura de la sociedad y, como tal, tienen una existencia virtual. Es decir, mientras las interacciones sociales se constituyen, actualizan y reproducen a través de, y en, prácticas sociales regulares e históricamente situadas en el espacio y en el tiempo, las reglas y los recursos que conforman las propiedades estructurales de la sociedad se sitúan fuera del tiempo y del espacio. El tema que Guiddens trata de desentrañar para poder construir una teoría estructuralista coherente, es el problema del agente. Para Giddens la noción de agencia refiere a la capacidad de las personas para producir algún efecto: “Ser capaz de ‘obrar de otro modo’ significa ser capaz de intervenir en el mundo, o de abstenerse de esa intervención, con la consecuencia de influir sobre un proceso o estado de las cosas específico. Esto presupone que ser agente es ser capaz de desplegar (repetidamente, en el fluir de la vida diaria un espectro de poderes causales, incluidos el poder de poder influir sobre el desplegado por otros. (...) El agente deja de ser tal si pierde la actitud de producir alguna diferencia, o sea, de dejar de ejercer alguna clase de poder.” (Giddens, 1995: 51) ¿Qué tipo de conocimiento tienen los actores para actuar? Giddens no precisa cuál es el conocimiento necesario no de cuál debe ser su contenido de lo que las personas conocen. Detrás de el uso de la expresión “qué es lo que la gente conoce” existe un campo desarrollado por la antropología cultural que Giddens parece desconocer: lo que la gente conoce es su “cultura”: las reglas de la vida social pueden ser pensadas como incluyendo una variedad de esquemas culturales que los antropólogos han desarrollado a lo largo de sus investigaciones. Ahora bien, cuando Giddens refiere al concepto de motivos de la acción, concepto que debe ser leído como complementario del concepto de agencia que él trata de desarrollar, establece que los motivos son planes o

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proyectos que el actor concibe de manera reflexiva (1995: 43, 44). El parentesco explícito que Giddens traza es hacia la obra de Schütz (1973): este último crítica como conciben los cientistas sociales la constitución de la vida social descuidando y distorsionando complejas racionalidades de las distintas estrategias subjetivas que componen aspectos fundamentales de la práxis humana. Punto que retoma Giddens en su teoría de la estructuración. El concepto de conocimiento mutuo de Giddens (conocimiento compartido por todos los que son competentes para participar en una práctica social o en una serie de prácticas) de los cuales hace depender el concepto de reglas está necesariamente asociado Schütz

El otro intento de reconciliación vino de la mano de Pierre Bourdieu. El concepto nodal por medio del cual Bourdieu se mete en este debate es el de habitus: "Sistema de disposiciones duraderas y transportables, estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras, es decir, como principios generadores y organizadores de prácticas y representaciones que pueden ser objetivamente adaptadas a su fin sin asumir el conjunto de conciencia para expresar y controlar las operaciones necesarias para lograr, objetivamente "reguladas" y "regulares" sin ser en modo alguno producto de normas discriminatorias, y teniendo en cuenta todo esto, colectivamente orquestadas sin ser el producto de la organización" (Bourdieu, 1980: 88,89)2. Los actores tiene cierta “aptitud social” para entender reflexivamente las condiciones del escenario social y los vínculos que protagonizan, para movilizar un conjunto de recursos a su alcance y para hacerlo poniendo en práctica un conjunto de modalidades de procedimiento social aprehendidas básicamente en el marco de las vivencias prácticas que ha protagonizado en su vida. Esa aptitud, que modela la forma de ser y de actuar de una persona o grupo, está condicionada, de algún modo, por la posición social de las mismas, es decir, por sus “condiciones de existencia”. Para Bourdieu existen relaciones que se sostienen mutuamente: las estructuras mentales y el mundo de los objetos. Todas las acciones que los sujetos realizan en base a la oposición estructuras mentales-mundo de los objetos son inmediatamente calificadas simbólicamente. El universo objetivo está hecho de objetos, los cuales son el producto de operaciones objetivizantes estructuradas según las estructuras que la mente les aplica. El hábitus es un conjunto de esquemas o principios que determinan el conjunto de herramientas que los actores pueden utilizar en sus prácticas sociales. (Bourdieu, 1980: 89). Así, el sujeto que se desprende de estas afirmaciones no excluiría la capacidad de cálculo estratégico pero este cálculo se operacionalizaría sin suponer que es un actor consciente de los fines. Ahora bien, este conjunto de prácticas sociales se objetiviza a partir de que las reglas que resultan del proceso social se institucionalizan y adquieren una existencia más allá de los actores que las crearon. Ello conduce, a su vez, a lo que Giddens (1995) llama reificación de la realidad social mediante la cual se articulan “formas de discurso que consideran [a las propiedades institucionales] como «objetivamente dadas» (...), como si fueran fenómenos naturales”, esto es, “estilo de discurso en que las propiedades de sistemas sociales se miran como si poseyeran la misma fijeza que se atribuye a las leyes de la naturaleza” (Giddens, tomado del texto de Sain).

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La traducción es mía y reconozco que no es muy buena. Pero buena parte de la obscuridad de la definición también es atribuible al autor. Iremos desentrañando su contenido a lo largo de la clase.

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Uno de los aspectos más importante del obrar humano es que está siempre históricamente condicionado, en tanto que los actores producen y reproducen la sociedad situados en un campo espacio-temporal cuyas condiciones no son el resultado directo e inmediato de ese obrar ni son una consecuencia de su elección racional en el transcurrir de sus vidas. Las imposiciones sociales, materiales e institucionales de toda sociedad o de los distintos sectores o sistemas de interacción que la componen, sumadas a la variedad de actividades que los actores pueden realizar con competencia, condicionan en algún sentido el espectro de alternativas de actividades y de acciones sociales y políticas posibles de ser desarrolladas, abriendo apenas un cierto conjunto de opciones accesibles al ejercicio del obrar en una determinada circunstancia espacio-temporal. Por último, el grado de condicionalidad (constrictiva y/o facilitadora) que el contexto situacional ejerce sobre los actores dependen de la distancia espacio-temporal en la que se ubican. Repasemos. Los intentos de superar la dualidad agencia-estructura, tiene en los análisis de Guiddens como de Bourdieu un intento de superación a partir de plantear una serie de axiomas que podríamos sintetizar de la siguiente manera: 1. La dualidad de las estructuras: a riesgo de generalizar el análisis, podríamos reconocer la fuerza teórica de las tradiciones de Giddens y Bourdieua partir de equiparar la idea de “esquema” a “estructuras mentales” y “recursos” a “mundo de los objetos”, corriendo el riesgo de dejarnos llevar por la creencia de que la relación que Giddens establece entre “esquema” y “recursos” es análoga o idéntica a la que Bourdieu postula entre “estructuras mentales” y “mundo de los objetos”, y es aquí donde pueden desencadenarse interpretaciones que identifiquen al sujeto cognoscente de uno con el sujeto activo del otro. 2. La multiplicidad de estructuras: La sociedad se basa en prácticas que se derivan de estructuras muy diversas. Si bien algunas de estas estructuras pueden ser homólogas, tal como afirma Bourdieu, las mismas tienden a variar significativamente según las distintas esferas institucionales. En consecuencia, poseen diferentes lógicas y dinámicas. Así, los actores son capaces de aplicar una amplia gama de esquemas, en ocasiones incompatibles, y tienen acceso a conjuntos heterogéneos de recursos. Esto supone una nueva concepción del actor social, cuya capacidad cognoscente es más versátil, y una concepción de sociedad -entendida como el conjunto de prácticas de dichos actoresmucho más heterogénea. 3. La Transportabilidad de los esquemas: Los actores pueden aplicar los esquemas a una diversidad de situaciones previstas y no previstas. El término “generalizable” proviende de Giddens (1995: 53), el de “transposable” (transportable), fue tomado de Bourdieu (1980: 88). Bourdieu ya había reconocido esta propiedad, pero cuestiona el tipo de conclusiones que este último extrae de tal afirmación. En este punto, aporta a la concepción de los autores antes mencionados la idea de aplicación de esquemas a situaciones no previstas, reforzando así la concepción de agencia. 4. La Imprevisibilidad de la acumulación de recursos: La transportabilidad de esquemas tiene como consecuencia el hecho de que la aplicación de un esquema a una nueva situación da lugar a toda una gama de efectos no deseados, decisiones tácitas o no tácitas, técnicas de conocimientos explícitos e implícitos. A su vez, la cantidad y calidad impredecible de los recursos validará de manera diferencial los distintos esquemas, por lo que éstos a su vez podrán sufrir modificaciones. 5. La polisemia de recursos: Cualquier formación de recursos es capaz de ser interpretada de forma diversa. Esto es posible en la medida en que los recursos son concebidos como la corporización de esquemas culturales, y en esta perspectiva, entonces siempre poseerán algún indicio de ambigüedad.

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En este sentido es que los recursos admiten diversas interpretaciones y por ende, pueden interactuar con diversos esquemas -en la medida en que éstos, como ya se afirmó, son transportables-. De este modo, los autores incorporan una categoría de análisis de la semiótica y la semántica al estudio de la estructura cuyo efecto incrementa las posibilidades creativas/transformadora de los agentes, reforzando así un concepto innovador de agencia. 6. La Intersección de estructuras: Los sistemas sociales y políticos se intersectan, se superponen en distintas dimensiones espacio-temporales; y en este sentido, en cada encuentro social al que subyacen, las estructuras están en riesgo, y esto se debe básicamente a que los esquemas son transportables y a que los recursos son polisémicos y se acumulan de manera impredecible. Es necesario entender la noción de riesgo en el marco de la teoría del cambio, no como posibilidad de destrucción sino como una instancia potencial de modificación de la estructura. De esta manera, si se acepta que el núcleo de la definición de estructura radica en la relación entre esquemas y recursos con las características que les son inherentes- es necesario concluir que, a partir de la actuación de las estructuras en la vida social es posible explicar el cambio social. No quiero dejar de notar que nuestro intento sintético deja de lado muchos aspectos polifacético de la obra de estos dos autores así como todo la riqueza de la discusiones intra e inter disciplinarias con otros autores. Por favor, lean la carpeta y el texto señalado como lectura obligatoria. Les ayudará a superar un tema que no es sencillo y sobre el que volveremos permanentemente.

CUARTA CLASE UNIDAD II

Retomaremos en esta clase algunas de las consideraciones que ya abordamos en clases precedentes cuando tratamos de delimitar el campo de estudio de nuestra disciplina. Partiremos de distinguir tres conceptos relacionados (Poder social, poder político y dominación) para después analizar nociones centrales como son la idea de gobierno y de sistema político.

Como dijimos antes, la mayoría de los autores coinciden en que poder es el objeto de la ciencia política, y definíamos a la política como el uso limitado del poder social. ¿Qué entendemos entonces por poder? Una de las definiciones más difundidas en es la Max Weber de Economía y Sociedad, esto es “poder” entendido como “[...] la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad”. Guiddens, por su parte, lo definió un aspecto o propiedad central de la interacción social, esto es, aquél que engloba el impulso de transformación que sustenta todo actor en el transcurso del proceso de producción y reproducción social.

Ambas definiciones son más bien amplias y dan una idea de lo que puede entenderse como poder social. Esto es, existen relaciones de poder en toda interacción social en la que una persona tiene la posibilidad efectiva de imponer cierto mandato a otra persona o grupo de personas, independientemente de las motivaciones específicas que están en la base de tales comportamientos y de los principios invocados para justificar los

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mismos. Pero nosotros, politólogos al fin, queremos profundizar el análisis y restringirlo a la actividad política y para eso tenemos que despuntar un poco más la definición y restringir su campo de alcance

Cuando hablamos de poder político referimos a aquella dimensión que denota sólo la capacidad humana de transformación de las relaciones sociales y políticas, esto es, el poder concebido como “impulso transformador articulado entre actores en el contexto de la interacción social”,en palabras de Giddens. Esto es, circunscribimos la relación a una relación de dominación donde el accionar de los actores está orientado a la prosecución de resultados

La racionalidad normativista de Weber le hace distinguir dos formas típico-ideales de ejercicio del poder, según el medio específico utilizado por los agentes para imponer su voluntad, a saber, a) el poder coactivo que configura una modalidad de poder cuyo medio específico es la coacción o fuerza, entendida como el ejercicio o la amenaza de uso de acciones que suponen violencia física; y b) la dominación que es una modalidad de poder cuyo medio específico es la existencia de un conjunto de creencias compartidas y reconocidas como válidas por los intervinientes en esa relación. Mientras que la obediencia, en el primer caso, se consigue por temor, en el segundo, se logra por el consentimiento de los subordinados a partir de la creencia compartida entre mandantes y mandados acerca de la validez del principio de legitimidad que regula dicha relación.

Y de ahí, el maestro alemán deriva los tres principios de justificación o tipos de fundamentos de la legitimidad de una dominación a partir de los cuales se constituyen tres tipos de dominación: (i) la dominación legal con administración burocrática, basada en la creencia en la legitimidad de la legalidad de un conjunto de ordenaciones estatuidas y de los derechos de mando de las personas que ejercen la autoridad legal según los criterios establecidos por esas ordenaciones. El ejercicio de esta dominación se realiza a través de un cuadro administrativo burocrático, constituido por funcionarios ubicados funcionalmente dentro de una estructura organizativa impersonal estructurada en cargos situados en un esquema con jerarquías y competencias administrativas rigurosamente fijadas; (ii) la dominación tradicional, la cual se realiza en torno a la creencia en la legitimidad de la fuerza de un conjunto de creencias tradiciones, establecidas desde tiempos lejanos y de los derechos de aquéllos señalados por esos preceptos tradicionales para ejercer la autoridad tradicional. Los subordinados obedecen a las ordenaciones tradicionales y a la persona del señor llamado por esa tradición para ejercer la autoridad. En las organizaciones tradicionales (despotismo oriental y medieval, sultanato, patriarcalismo, patrimonialismo) no hay un proceso impersonal de elaboración de normas y la obediencia al “señor” se articula en base a la afiliación o afecto personal, careciendo en general de personal administrativo especializado; (iii) la dominación carismática se estructura sobre la base de la creencia en la legitimidad de la figura y voluntad de aquella persona a la que se le reconoce cierta santidad, heroísmo o ejemplaridad y a las ordenaciones creadas por la autoridad carismática. Los subordinados obedecen al caudillo carismático, al que le atribuyen la posesión de fuerzas sobrenaturales y sobrehumanas y no asequibles a otras personas,

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estableciéndose vínculos personales basados en la confianza que despierta la revelación, heroicidad o ejemplariedad que porta ese jefe. Se trata de un tipo de dominación extraordinario y no se organiza a partir de un ordenamiento jurídico fijo.

Por último, es posible identificar ciertas características que delimitan el concepto de poder: En primer lugar, Giddens, entiende genéricamente al poder como capacidad transformadora, la cual es anterior al proceso de constitución de la reflexividad del actor. El sujeto es el eje articulador del obrar humano pero como actor político está históricamente situado. Busca resultados (tienen capacidad de transformación) en ambientes estructurados.

En segundo término, el poder no supone necesariamente la existencia de conflicto, ya que su ejercicio puede expresarse mediante modalidades ciertamente conflictivas pero también a través de formas de consenso y solidaridad.

Y por último, el poder es una capacidad inmanente y rutinaria de toda acción social en el marco de la producción y reproducción de los sistemas sociales y, en consecuencia, denota fundamentalmente un conjunto de capacidades que no sólo están determinadas por las posibilidades de acceso a los recursos políticos y económicos, sino también por el grado de competencia de los sujetos en el ejercicio del obrar humano y por ciertas condiciones históricas y sociales que facilitan y/o constriñen en diferentes grados las proyecciones reflexivas y fácticas de esos agentes.

Dentro de este esquema, si queremos precisar más el fenómeno del poder político tenemos que referirnos a la noción de gobierno, la cual denota el conjunto de relaciones o situaciones de poder articuladas alrededor la dirección y el control de una organización. Ésta configura una forma particular del poder que, contemporáneamente, encontró en el estado un punto de referencia preponderante.

Política y gobierno

El concepto de gobierno es, por lo general de uso frecuente, y refiere a los mecanismos a partir de los cuales se lleva a cabo la organización y dirección de la vida de una sociedad. Como bien señala Lagroye, la idea de gobierno no hace referencia exclusivamente a la dirección de los Estados nacionales, sino a todo tipo de personas o grupos encargados de la gestión, dirección y control de toda asociación, aunque solamente se podría denominar gobierno político al gobierno ejercido sobre un conjunto social.

Dentro de este contexto, se desenvuelven relaciones de representación política en la cual los gobernantes, detentan la capacidad de “imponer a los demás miembros una orientación mutuamente ajustada (o coordinada) de sus conductas e incluso una modificación de las orientaciones anteriores”. Esto es, los

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miembros de una institución política reconocen a los gobernantes de la misma la autoridad para imponer una determinada orientación común de conductas y, en el marco de las prácticas sociales desenvueltas en dicha organización, aquéllos ajustan efectivamente sus comportamientos y creencias generales a tales orientaciones.

Ahora bien, Weber a sostenido que la política como actividad social a través de la cual se ejerce el gobierno político, modernamente encuentra en el estado su campo de acción simbólico y espacial: “Por política [se entiende] la dirección o la influencia sobre la dirección de una asociación política, es decir, en nuestros tiempos, de un Estado”. Así entendida, la política expresa entonces: “[...] la aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen.” Contemporáneamente, distintos autores han analizado como el ejercicio del poder en general y de los gobiernos en particular han sobrepaso la arena estatal y se ha mudado hacia otros confines: nociones como “lo público no estatal” o “espacio público” “tercer sector” refieren a los mecanismos de gobierno que se despliegan en las intersecciones entre estado y sociedad.

Política y Sistema político

El próximo concepto relevante para el análisis político es la noción de sistema político. En general, el concepto de sistema hace referencia al conjunto de relaciones características que se articulan entre determinados elementos o componentes del sistema y que guarda una permanente interacción con su ambiente, es decir, con el conjunto de relaciones que no forman parte de tal sistema.

Un sistema es político cuando esa compleja trama de interacciones sociales se estructura con relación y en referencia al ejercicio del gobierno de la asociación o de la sociedad en su conjunto3. En un sentido general, Robert Dahl define a un sistema político como “todo modelo persistente de relaciones humanas que involucra, en un grado significativo, control, influencia, poder o autoridad”, pero que, en lo específico, está referido al gobierno de una sociedad, es decir, a aquella instancia “que sostiene con éxito una reivindicación de reglamentación exclusiva del uso legítimo de la fuerza física al poner en vigor sus normas dentro de un área territorial determinada” (Dahl, 1983). Los “padres fundadores” del concepto de sistema en la ciencia política son las concepciones conductistas de raigambre estructural-funcionalistas de las cuales David Eston es uno de sus mejores exponentes. Para estos 3

Dentro del glosario de la ciencia política, el concepto de sistema político tiene dos sentidos. En un sentido tradicional, ha sido usado para entender la interrelación entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial de acuerdo a sus marcos constitucionales. Desde una perspectiva parsoniana, sistema político también ha sido entendido como un modelo estructural funcinalista de entender las situaciones de supervivencia, mantenimiento, decadencia y colapso de un régimen político. Este es el sentido que le damos hoy.

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autores la sociedad está configurada como un gran sistema social que articulan las interacciones de los acres. El sistema político constituye un sistema conceptualmente distinto de otros sistemas de una sociedad dado que mediante el mismo se canalizan los intercambios y transacciones políticas. En este sentido, Easton definió al sistema político como el “conjunto de interacciones sociales de individuos y grupos” orientadas predominantemente hacia “la asignación autoritativa de valores para una sociedad”.4

Todo sistema político está sujeto a una gran diversidad de influencias o flujo de efectos procedentes del ambiente, que constituyen los insumos de dicho sistema. Tales insumos constituyen los apoyos y las demandas que pesan sobre el sistema político. Al mismo tiempo, el sistema político convierte los insumos en productos, que no son más que la ejecución de las decisiones autoritativas tomadas por las autoridades del sistema político y que impactan sobre el ambiente del mismo.

Estos enfoques sistémicos tendieron a interpretar los sistemas políticos como entidades completas y autosustentadas: lo importante era que los insumos del ambiente sean “iguales” a los productos del sistema político, o sea, estén en equilibrio. Si el sistema político no podía procesar esa demanda sistémica se producía un “overload” o una sobredemanda que destruía el sistema político. Uno de los análisis más conocidos de estos fenómenos de sobredemanda es el que realizó Samuel Huntington: para este autor la debilidad institucional de algunos sistemas políticos hacía que estos no podan procesar las demandas de los distintos grupos sociales llegándose en muchos casos a la ruptura del orden institucional. Esta visión objetivista y determinista de la sociedad se contrapone con aquélla por medio de la cual se interpreta a la sociedad, y a la política, como el resultado de un proceso de producción y reproducción cotidiana de los actores sociales. Bajo esta orientación más bien constructivista, el sistema político podría ser interpretado como un sistema de relaciones de poder referenciadas y articuladas en torno al gobierno de la sociedad y en cuyo ámbito se produce y reproduce la dominación. Para Alcántara Sáez, todo sistema político se compone de los siguientes elementos –sólo distinguibles analíticamente–: (i) los “elementos institucionales” que constituyen el “régimen político”, esto es el conjunto de reglas de interacción que regulan legal y efectivamente tanto su organización y sus actividades como su vínculo con la sociedad, teniendo en cuenta que ello engloba el conjunto de reglas legales y sociales, escritas o consuetudianarias; (ii) los “actores institucionalizados” –se trate de organizaciones o movimientos sociales o de partidos políticos- a través de los cuales la sociedad se organiza –activa o pasivamente–, articula, agrega y plantea sus demandas e intenta influir y/o modificar en mayor o menor medida las decisiones 4

“Sistema político es un sistema de interacciones, abstraídas de la totalidad de los comportamientos sociales, a través de las cuales los valores se asignan de un modo imperativo (o autoritario) para una sociedad”

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gubernamentales; (iii) los “valores de los individuos y de los grupos sociales”, particularmente en todo lo referido a la vida política y social, lo que, de algún modo, determina el contexto de legitimación de la política; y el contexto o “entramado internacional” en el que se encuentra inmerso y relacionado todo sistema político, y que se compone de otros sistema políticos y organizaciones que directa o indirectamente intervienen e influyen en el escenario político internacional.

Nuevamente, espero no haberme excedido en mi intento de ser sintético. La idea de mis clases es que ustedes tengan una guía estructurada para el acceso a la carpeta y a los textos obligatorios (que, no me canso de insistir) tienen que leer para tener una comprensión general del tema abordado.

QUINTA CLASE UNIDAD III Como decíamos la clase pasada, el gobierno es el núcleo central de la política. Esto es, la sociedad puede presentar una gama de variaciones muy grande en lo referido a las estructuras que puede adoptar un sistema político. Pero, sin embargo, hay un elemento constante: siempre hay un gobierno. Pueden faltar los partidos políticos, los parlamentos, las elecciones, pero siempre hay algún tipo de estructura de gobierno. ¿Por qué se da esto? La explicación es simple: el gobierno es el núcleo central de cualquier tipo de experiencia política. El gobierno es el eje central sobre el cual se estructura el sistema político. Sobre esa idea se constituyen los actores, los actos, los gestos, la arquitectura (piensen cuáles son los edificios del gobierno: la casa rosada, el parlamento, etcétera). Los gobiernos democráticos están organizados a partir de reglas institucionales y sistemas de partidos políticos. Las instituciones, que pueden ser consideradas “reglas de juego”, establecen las diferentes divisiones de poderes y relaciones entre órganos unipersonales y multipersonales. Los partidos políticos, que son organizaciones para presentar propuestas políticas y candidatos a ocupar cargos de liderazgo, también desempeñan un papel importante en la conformación de la gobernanza en el marco de las reglas establecidas. Todas las fórmulas gubernamentales democráticas tienen que afrontar el problema fundamental de formar una mayoría política que confiera a quienes ejercen el poder el apoyo suficiente para tomar decisiones colectivas que sean vinculantes y se pueden cumplir. ¿Cuáles serían las dimensiones sobre las cuales se articula este debate? Básicamente dos: 1) la división de poderes y 2) el sistema de partidos políticos. -

División de poderes: aunque la democracia se basa en libertad y elecciones, los regímenes políticos democráticos pueden estar organizados con fórmulas institucionales muy diferentes, las cuales

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pueden producir diferentes resultados de gobierno y de políticas públicas. Más adelante analizaremos las configuraciones institucionales básicas de los regímenes democráticos. -

Partidos políticos: son las organizaciones que presentan propuestas de políticas y candidatos a cargos de liderazgo. Los partidos políticos desempeñan un papel importante en la gobernanza en el seno de reglas institucionales.

Las relaciones entre los arreglos institucionales en torno a la división de poderes y el sistema de partidos políticos configuran distintos modos de tomar las decisiones políticas y legislativas. Antes que nada una cuestión semántica. En los debates de los últimos años se vienen confundiendo varios conceptos: gobernabilidad, gobernación y gobernancia parecen tener una raíz analítica similar y muchas veces no es fácil ver sus límites. Trataremos de hacer una primera distinción para no confundirlos: utilizaremos la palabra “gobernación” (acción o efecto de gobernar) y de gobernabilidad (cualidad de gobernable) en un sentido diferente de “gobernanza”, entendida esta como el “arte o manera de gobernar”. Otros autores (Mayntz 1998) proponen el término entre governing (que proponemos traducir por gobernación) o proceso de gobernar a través de las organizaciones de gobernación (governing organizations). Creo que, muchas veces, las fronteras analíticas entre estos tres conceptos son débiles. Pero quedémonos con esta primera distinción para después ir puliéndola. Como decíamos más arriba, al ser el gobierno este núcleo duro de la política, se produce esta función identificadora que hace que las definiciones de política y gobierno estén en estrecha asociación. En primer lugar, es necesario reconocer lo que Lagroye denomina un proceso de “especialización de roles políticos” o sea, que si el gobierno tiende a organizar y dirigir la vida en sociedad lo hace a través de poderes de gobierno diferenciados, que definen personas o grupos encargados de ejercer la dirección de aspectos importantes y diversos de la vida de una asociación respecto de personas encargadas de seguir esos mandatos. Por otro lado sabemos que el rasgo particular que diferencia a las sociedades modernas de las primitivas reside justamente en el grado de especialización, diferenciación y, por ende, de institucionalización que adquieren las estructuras gubernamentales, en el marco de un proceso de “especialización política”, es decir, “especialización forzada de los gobernantes y los mecanismos de gobierno”, que resulta de la diferenciación de funciones y estructuras sociales en sociedades complejas y, en su marco, del surgimiento de relaciones de dominación entre diferentes grupos sociales. Ahora bien, ¿cuándo un gobierno es político? Una primera aproximación moderna a la idea de gobierno la da Max Weber. Para Weber un grupo político está caracterizado por el hecho de que sus ordenamientos están garantizados “mediante el empleo o la

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amenaza de una coerción física por parte del aparato administrativo”, por lo cual, el gobierno se presenta como el ejercicio del poder mantenido por el control último sobre el recurso de la fuerza coercitiva. La idea de gobierno está funcionalmente relacionada a la preservación de la paz interna y externa, con una serie amplia de actividades que van desde el control policial o labores de control sobre la economía a la actividad diplomática y militar que se desprende de la defensa de la comunidad política frente al exterior. Esta aproximación “realista” al gobierno como ejercicio del poder recibió muchas objeciones. La perspectiva (maquiavélica? Pareteana?) que vincula los fenómenos políticos como resultado exclusivo de las relaciones de fuerza nos permite conocer una relación crucial e ineludible (la relación entre gobierno y fuerza). Pero el uso exclusivo de la visión realista corre el riesgo de olvidar otro tipo de relaciones entre gobierno y gobernados: los procesos de legitimación (búsquedas de consensos y acuerdos políticos estables –los tipos de dominación, para Weber-) y delimitación (constitucional y democrática) del poder político. Estas teorías son más “funcionales”: importa lo que el estado hace, no tanto en la fuerza en que se respalda sus instituciones. Sobre este particular volveremos más adelante y en las clases próximas. El proceso de institucionalización del poder político implico el desarrollo de una estructura que permitiera el ejercicio de este poder. Modernamente la institución encargada de realizar esta función fue el estado. Así, existe estado donde hay (i) un aparato institucional de gobierno, que ejercen el domino gubernamental sobre (ii) un determinado territorio, cuya autoridad se respalda en el funcionamiento de (iii) un sistema legal impersonal y unificado, y en la capacidad de concentrar y, eventualmente, utilizar (iv) la fuerza física y (v) el dominio simbólico para imponer sus reglamentaciones. Modernamente, el surgimiento del estado fue coincidente con la concentración del monopolio legítimo de los medios de coacción física y simbólica en favor de una estructura política-gubernamental centralizada conformada sobre tres instancias básicas, esto es, una burocracia civil, una organización militar permanente y una estructura fiscal-financiera unificada. La conformación de la burocracia pública configuró el principal instrumento mediante el cual se formó el Estado moderno. Esta expresión racional de la forma de dominación legal se materializa en un tipo de administración de carácter burocrático, basada en el ejercicio continuado y regular de la gestión a través de la fijación de atribuciones oficiales ordenadas mediante reglas y leyes y, en su interior, en el establecimiento de jerarquías y competencias administrativas rigurosamente instauradas. Su funcionamiento es desempeñado únicamente por un funcionariado profesional retribuido en dinero con sueldos fijos y sometidos a una rigurosa disciplina y vigilancia administrativa. Esta forma de racionalidad formal caracterizó no solo al estado moderno sino a todo tipo de organización (empresa capitalista, partido político, organización social, etcétera). Desde el punto de vista analítico, los

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autores se dividieron entre quienes encontraron diferencias5 o semejanzas6 entre el estado y el resto de las organizaciones. Pierre Bourdieu agrega la dimensión simbólica al análisis del proceso de concentración de fuerza política en el estado moderno. Para este autor, en momento de consolidación del poder del estado se produce un proceso de “unificación de los diferentes campos sociales, económico, cultural (o escolar), político, etc., que va parejo a la constitución progresiva de un monopolio estatal de la violencia física y simbólica legítima.” Conjuntamente con el monopolio de la fuerza física surge la “violencia simbólica” mediante la cual el estado da cuenta de “estructuras mentales, de percepción y de pensamiento” históricamente constituidas. Queridos orejones del tarro, como verán, la clase de hoy es corta. En este momento tendría que adentrarme en el análisis del proceso de estructuración social del estado, pero, a riesgo de que la próxima clase sea un poco más extensa, prefiero cortar acá y dar todo el tema de una sola vez. En este sentido, también se les alivia las lecturas, porque pasamos el texto de Guillermo O’Donnell para la clase que viene. SEXTA CLASE UNIDAD III Nos toca esta vez analizar la relación entre estado, sus mecanismos de producción de política y la eficacia del accionar estatal en obtener apoyos sociales y políticos a partir de políticas públicas desplegadas. Como vimos la clase pasada, los órganos de gobierno y de administración del estado mediante los cuales este se proyecta como instancia de dirección y regulación legítima sobre el conjunto del sistema político y social se articulan alrededor de dos objetivos centrales: 1) la inserción política externa de la sociedad y/o la preservación de la integridad institucional y territorial de esa comunidad frente al exterior y, 2) la estructuración de un cierto orden político-social interno. Las prácticas e interacciones sociales y políticas desarrolladas por los actores estatales –en su condición de gobernantes, funcionarios, organizaciones o sectores no estatales– constituyen y legitiman al estado como institución de gobierno. En este sentido, y tal como vimos anteriormente, al mismo tiempo que el Estado es el resultado de esas prácticas e interacciones regulares de estos actores, también constituye el medio de producción y reproducción de las mismas. Es en esta doble dinámica donde se reproduce el poder del estado: por un lado, está en condiciones de imponer y/o afectar decisiones, normas y procedimientos que, de alguna manera, tienen consecuencias directas o indirectas sobre la vida política y social, lo que determina que, por otro lado, el grueso de las interacciones –y de los conflictos– entre grupos sociales y políticos se orienten a influir o participar de las decisiones gubernamentales del Estado.

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La principal diferencia es el ambiente en las cuales se insertan estas organizaciones: mientras las agencias públicas están reguladas por el sistema político institucional, las otras organizaciones están insertas en el mercado. 6

El comportamiento racional de las burocracias (públicas o privadas) es siempre el mismo: maximizar beneficios. La diferencia es el tipo de beneficio que se maximiza (presupuesto, votos, ganancias, prestigio, etcétera).

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Ahora bien, que el Estado configure un conjunto de instituciones, organizaciones y funciones que detente la autoridad legal y el monopolio efectivo de la fuerza física legítima no lo convierte en una entidad separada de la sociedad y diferenciada de la economía, la política y la cultura. El Estado es una relación que expresa poder, significaciones, intereses y valores sustentados por actores que forman parte de la sociedad. Vale decir, no existe una relación de exterioridad entre el Estado y la sociedad, sino, por el contrario, el Estado constituye una red compleja y altamente institucionalizada de la sociedad, y en él se expresan y “reflejan” el conjunto de conflictos y correlaciones de poder que se establecen entre los actores políticamente relevantes, es decir, entre aquellos actores con capacidad para incidir, influir o determinar las políticas y reglamentaciones gubernamentales estructuradas en el Estado y a través de él. Ahora bien, el estado aparece como la expresión institucional de una trama de relaciones de fuerzas articulada alrededor de la función ordenadora y estratégica del Estado mismo. El estado es garantía de relaciones de poder que no son externas a él sino que intrínsecas y constitutivas del mismo. Según Guillermo O’Donnell se configura dos aspectos relacionados en torno a la dualidad sujetos-estado: 1) El estado es garante de las relaciones de dominación (y no de los sujetos sociales mediante los cuales esas relaciones se constituyen) y 2) la relativa autonomía del estado le permite ser garante de esta relaciones frente al conjunto de sujetos o actores sociales que se constituyen como tales en el conjunto de esas relaciones. El estado, dice O’Donnell es una generalidad (respecto de la particularidad de aquellos sujetos y de sus intereses) pero es una generalidad parcializada (debido al sesgo estructural de la modalidad de articulación entre aquellos sujetos)”. Ahora bien, la presencia de las instituciones estatales y su proyección sobre la sociedad durante el ejercicio de estas funciones configura la principal razón por la cual el Estado es vivido y percibido como algo externo, general y neutral. Esta situación está dada por el funcionamiento de las instituciones estatales, esto es, por sus reglamentaciones, normas, políticas e iniciativas que allí se formulan e implementan y que, como se vio, dan forma a la administración burocrática que cumple las tareas de organización general de la sociedad. Ahora bien, los últimos trabajos de los abordajes neoinstitucionalistas no han enseñado que estas instituciones no son neutras sino que las instituciones estatales que organizan y hacen funcionar las estructuras de gobierno de una sociedad son escenario de las relaciones de poder y dominación entabladas entre los gobernantes y aquellos actores sociales y políticos con capacidad de acceder a esas estructuras, de condicionar y/o determinar sus reglamentaciones y políticas, y de influir y/o intervenir en el proceso decisorio. En consecuencia, la autonomía y coherencia estatal dependen de las reglas de juego que estructuren los intercambios ente los distintos actores, configurando diseños estatales en tanto resultados de ese juego actoral. Theda Skocpol, también dentro de la línea de pensamiento neoinstitucional, nos marcó que el carácter estructurado y estructurante de los Estados permite pensarlos como actores y como estructuras, es decir, como “lugares de acción potencialmente autónoma de los funcionarios” y como “un complejo de políticas preexistentes y acuerdos institucionales”. De esta manera, los Estado configuran un ámbito caracterizado por el entrecruzamiento complejo de instituciones, actores y acontecimientos. Las acciones y decisiones tomadas y emprendidas por los gobernantes y funcionarios en ese ámbito no son siempre coherentes ni racionales, ni están exentas de contradicciones. Por último, contemporáneamente comenzamos a entender que el Estado no se estructura apenas con relación a la sociedad de la que forma parte. El Estado moderno, desde su nacimiento, ha formado parte de un sistema de Estados interrelacionados y competitivos. Ello implica que las instituciones políticas y, específicamente, las estatales, se sitúan en una compleja trama de relaciones de poder internacionales e interestatales. Los Estados también están condicionados por, y condicionan a, los contextos transnacionales históricamente cambiantes y heterogéneos.

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Gobierno y políticas públicas Las actividades de los gobiernos se traducen en iniciativas o políticas públicas, esto es “en el resultado de una actividad de una autoridad investida de poder público y de legitimidad gubernamental”. Analicemos esta definición: 1) Es la actividad desarrollada por un gobierno o autoridad pública, entendiendo por “autoridad pública” a todo “organismo que concede y administra bienes colectivos” es decir, bienes o servicios que no son divisibles (pueden ser consumidos o utilizados por más de una persona), no pueden ser racionados de forma selectiva por los mecanismos del mercado y de los precios y, finalmente, está disponible en el sentido de que cada consumidor potencial puede recibir una parte igual. 2) Esta actividad se realiza mediante un procedimiento específico de opciones. El ejercicio del gobierno y de la administración estatal configura un proceso institucional por medio del cual los gobernantes y funcionarios del Estado –ya sea que tengan a su cargo las tareas ejecutivas y/o legislativas–, y eventualmente cualquier otro actor social o político vinculado de alguna manera a dicho proceso, elaboran, formulan, deciden, implementan y controlan un conjunto de iniciativas y políticas públicas a través de las cuales se procura la estructuración del orden político-social interno y la inserción internacional del país.

3) En este proceso gubernamental intervienen una multiplicidad de actores con distintas visiones, intereses y estrategias políticas, se trate de diferentes personas, grupos o sectores gobernantes o del funcionario estatal, o se trate distintos grupos, sectores u organizaciones socio-políticas –no estatales– intervinientes en todas o algunas de las etapas o dimensiones de dicho proceso. En este sentido, debe destacarse que las iniciativas y políticas públicas no resultan de la intención, voluntad o racionalidad de los actores encargados formalmente de decidirlas y aplicarlas, sino que son el producto de una trama diversa de interacciones socio-políticas en la que interviene una multiplicidad de actores entre los que se establecen determinadas relaciones de interdependencia y que no se agota en los gobernantes y funcionarios del Estado, sino que supone también la intervención de actores sociales y fuerzas políticas vinculados o insertos en ciertas áreas o aspectos de la vida pública.

La política pública vista como proceso (Public Process) puede ser descompuesto en fases o momentos de la política pública (que no deben ser vistas como progresivas sino que es un proceso, que puede ser contradictorio, en el que las fases que lo componen no se preceden entre sí según un ordenamiento lógico preestablecido y perfectamente delimitado). Meny y Thoenig distingue cinco momentos o fases fundamentales del proceso de actividades gubernamentales, conforme el esquema propuesto por Jones: A. La identificación de un problema a resolver o de una situación percibida por los actores gubernamentales como susceptible de ser tratada y procesada, a los efectos de generar algún tipo de resolución del mismo, o modificación y/o mejoramiento de tal situación, constituye una fase clave del proceso gubernamental. Los problemas identificados forman parte de la agenda pública. B. La fase de formulación de iniciativas o políticas públicas tendientes a tratar y procesar un problema o situación políticamente relevante. Esta fase consistente en el análisis gubernamental de dicho problema o de la situación agendada, el estudio de soluciones eventuales a los mismos, la adecuación de criterios y la elaboración de una respuesta a través de un programa o plan de acción.

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C. La tercera fase del proceso gubernamental consiste en la toma de decisión por medio de la cual los gobernantes habilitados seleccionan las iniciativas o políticas a implementar, es decir, es el momento en el cual las autoridades públicas legalmente legitimadas deciden poner en marcha un plan, programa o política determinada. Por consiguiente, tal decisión no es más que un acto de legitimación y oficialización política de una opción.

D. La fase siguiente del proceso gubernamental consiste en la implementación de las iniciativas o políticas mediante la puesta en práctica o ejecución de las acciones y/o normas correspondientes y el gerenciamiento y administración que ello conlleva. Implica el desarrollo de un conjunto de actividades individuales y organizativas tendientes “a transformar conductas en el marco de un contexto prescriptivo establecido por una autoridad pública competente”. E. Finalmente, la última fase del proceso gubernamental consiste en la evaluación de los resultados de las iniciativas o políticas públicas implementadas. La evaluación consiste en la formulación de juicios acerca de las políticas, en particular, de su diseño, formulación e implementación y la identificación y medición de los efectos sociales y políticos.

La gobernabilidad Entendemos por gobernabilidad a la capacidad de gobernar que detentan las estructuras institucionales encargadas del gobierno de una sociedad, esto es, la destreza de un gobierno para estructurarse social y políticamente en forma eficiente y legítima. La gobernabilidad no sólo se refiere al ejercicio del gobierno y, en particular, a la eficacia y eficiencia de dicho ejercicio7, sino también a la legitimidad y al consecuente respaldo social con que cuenta ese gobierno y que, en todo caso, contribuye a crear las condiciones situacionales favorables –aunque no suficientes– para garantizar un gobierno eficaz. Esto refiere a la capacidad que tiene los gobiernos de procesar las demandas sociales, las crisis externas e internas, los problemas de ineficiencia gubernamental, etcétera.

OCTAVA CLASE UNIDAD IV

Nos toca ver hoy el tema de los actores de la política, con especial atención a los actores clásicos del análisis político: los grupos de interés, los movimientos sociales y los partidos políticos. Esta vez (-sobre aviso no hay engaño, dicen los mexicanos-) me voy a apartar un tanto de los contenidos de la carpeta e incluir temas que considero relevantes para entender a estos actores políticos. Lo cual implica un doble esfuerzo por parte de ustedes…… Sepan disculpar. Hasta ahora vimos que un actor a alguien que puede reconocer sus intereses y preferencias y que además tiene la capacidad de perseguirlos. Y que, dentro de la ciencia política, hay teorías que están más centradas en el análisis de actores (como la Teoría de la Acción Racional) y otras en las que el actor carece de autonomía y su accionar está referido a estructuras de acción (Guiddens, Bordieu) o centrado en instituciones políticas (Teoría Neoinstitucional). 7

Esto más bien está reservado para la gobernanza (ver inicio de la clase anterior).

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Ahora vamos a partir de estas nociones generales para complejizar el análisis. Los actores pueden ser individuales o colectivos. Denominamos agentes o actores individuales a determinados grupos compuestos por individuos que tienen un interés común, pero una lógica de comportamiento individual. Ahora bien, en la medida que tales agentes empiezan a organizarse, van constituyendo un actor colectivo. Así, un ejemplo de agente económico serían los trabajadores asalariados, cuyo interés común podría ser trabajar menos y ganar más. Si los trabajadores asalariados se organizaran en un sindicato, conformarían un actor colectivo, capaz de desarrollar un comportamiento estratégico. También vimos que el estudio de la política es el análisis poder, o sea, de cómo estos actores influyen en las decisiones. El gobierno fue siempre gobierno de pocos, ya sea en nombre de uno, en nombre de pocos o en nombre de muchos. El tema que se nos presenta hoy refiere a cómo distintos actores pueden participar o no de ese poder a partir de mecanismos de representación política. Más precisamente, el poder político puede exteriorizarse de manera concentrada o dividida entre las agencias de gobierno y los distintos grupos políticos (partidos políticos, grupos de presión o movimientos sociales). El debate de los mecanismos de mediación entre sociedad y el Estado y de cómo se presentan los actores de ese debate es viejísimo. Ya está presente en las reflexiones de Toqueville y Madison. Muy sintéticamente, la literatura politológica se ha dividido en dos: aquellos que analizan los procesos de toma de decisiones como una arena de negociación abierta entre actores (Teorías Pluralistas) y aquellos que ven este proceso de negociación a partir del análisis de los monopolios de representación, los procesos de burocratización y la delegación de funciones públicas (Teorías Corporatistas). Grupos de interés En términos generales los grupos de interés (GI) son los actores colectivos encargados de mediar entre la sociedad y el Estado. Tal como establece Jordana, son actores sociales que intervienen en la actividad política de una sociedad en la medida que se conforman y/o estructuran en torno de ciertos intereses específicos –que pueden ser de carácter social, cultural, económico, corporativo, político propiamente dicho, etc.– y los articulan y agregan a través de ciertas acciones colectivas que, de alguna manera, están orientadas a ejercer algún grado de influencia sobre las estructuras de gobierno de la sociedad y, en particular, sobre las iniciativas y políticas públicas formuladas e implementadas por los gobiernos, dado que tales intereses suponen la obtención de algún bien o servicio público. Los estudios realizados en los años cincuenta los Pluralistas Clásicos (Almond y Powell, Laswell, etcétera) las estructuras sociales y el sistema económico generaban un conjunto de demandas e intereses. Este conjunto de demandas e intereses eran esencialmente los mismos en todas las sociedades que se encontraban en un mismo nivel de desarrollo político y económico. Pero dentro de esta concepción no existe Como el número de intereses es ilimitado y las relaciones entre los actores son indeterminadas estos teóricos proponen una teoría general de la jerarquización de intereses o de las relaciones de dominio y subordinación, tratando de demostrar por qué no siempre puede imponerse un interés particular o un grupo de intereses sobre los intereses generales. Dentro de los análisis pluralistas también deberíamos incluir la Teoría de Formación de los Grupos de Mancur Olson. Este autor entiende que la lógica de la acción colectiva debe centrarse en aborda el tema de la definición de los objetivos comunes de los actores colectivos y explica la ausencia o presencia de intereses organizados por medio de los cálculos racionales que los individuos realizan acerca de asociarse unos con otros para satisfacer los objetivos propios. En este sentido, distingue entre los intereses que pueden ser organizados y aquellos que no pueden serlo a partir del análisis de distintas dimensiones: el análisis de los objetivos de la acción colectiva (divisibles o indivisibles, vedados a los no miembros o extensibles a todos), el número y peso de los miembros potenciales (muchos miembros con pocos recursos o pocos pero con recursos suficientes) y los incentivos que la organización tiene que establecer para ser rentable (colectivos o

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selectivos: los incentivos selectivos son aquellos en los que se puede controlar cuánto se le da a cada uno y, en tanto castigos o recompensas, pueden ser materiales u honoríficos. Por otra parte, los incentivos colectivos son los que se otorgan a todos por igual y están más vinculados a beneficios identitarios, ideológicos o solidarios. A partir de los años setenta, otro grupo de investigadores como Philippe C. Schmitter o Clauss Offe comienzan a hacer énfasis en que los procesos de representación de intereses de los países tenían serías falencias y que estás se manifestaban en las permanentes crisis de gobernabilidad de los sistemas políticos, dando origen a los que se conoce como Teorías Corporativas o Corporativistas8. Estas crisis, entendían, radicaban en que las estructuras de mediación de los intereses funcionales era llevada a cabo a través de organizaciones cada vez más especializadas y fuertemente formalizadas según sus intereses de clase, sectoriales, profesionales, regionales, étnico, sexuales, etc. A esto se le sumaba la crisis de los mecanismos tradicionales de representación política: el declive de los partidos políticos a partir de: a) la convergencia de los programas de los partidos políticos, lo que suponía el desdibujamiento de las alternativas políticas que ofrecen los distintos partidos, distinción de lenguajes o discursos políticos (lenguaje abierto con vista a los procesos electorales y lenguaje sutil dirigido a los grupos de interés); y b) el debilitamiento de la función de “integración social“ de los partidos: los partidos ya no representan o no representan en la misma medida una fuente de integración social para sus seguidores. En este sentido, estos autores sostenían que la lealtad hacia los partidos políticos había sido reemplazados por un nuevo modo de representación de intereses: la búsqueda del interés personal, racionalmente entendido, a través de organizaciones especializadas y funcionalmente diferenciadas que representaban de manera corporativa sus demandas sociales y económicas. Para estos autores los intereses no siempre son los mismos sino que dependen del contexto nacional donde se expresen. Tanto Schmmiter como Claus Offe dieron gran importancia a las determinantes sociales y económicas de los intereses y creyeron necesario construir modelos de formación y conducta de los grupos de interés donde se integren otras variables además de las socioeconómicas: la experiencia histórica nacional, el peso de factores intraorganizativos en la definición de los intereses y el papel del Estado en la estructuración de las relaciones entre los intereses más significativos. Movimientos sociales Como bien argumenta Saín, los movimientos sociales son actores menos institucionalizados que los grupos de interés, y que se estructuran sobre la base de nuevos tipos de intereses en cuanto a su objeto y al hecho de tratarse de intereses más acotados, puntuales, específicos e imprevistos. Pueden tener cierta base organizacional pero, en verdad, conforman agrupamiento inicialmente espontáneos, de intereses difusos y de proyección generalmente reactiva frente al orden social vigente y al sistema político formal y a otros grupos sociales. Su eventual continuidad o institucionalización los convierte rápidamente en grupos de interés o, según el caso, en partido político, o directamente se extinguen tras haber alcanzado las metas propuestas o al haberse producido notables cambios en el contexto social donde estaban situados. Por lo general, consiste en un grupo de personas que se movilizan en función de reivindicaciones concretas, a fin de presionar al poder político para provocar un cambio. Ahora bien, para Alain Touraine no cualquier protesta o lucha social es constitutiva de este tipo de actores sociales, en el sentido de que una lucha por una 8

Se denomina corporativista porque entendían que los intereses estaban organizados en un número limitado de categorías singulares obligatorias, jerárquicamente ordenadas y funcionalmente diferenciadas, reconocidas, autorizadas o impulsadas por el Estado y a las que se les concedía el monopolio representativo en el seno de esas mismas categorías a cambio de ciertos controles en la selección de sus dirigentes y en la articulación de sus demandas y apoyos. 19 | P á g i n a

reivindicación, la defensa corporativa de determinado interés o cualquier acto de presión política no es en sí mismo un movimiento social. Estos nuevos movimientos sociales son portadores de ideologías y orientaciones simbólicas más difusas, directamente vinculadas a las nuevas problemáticas sociales (medio ambiente, mujer, condiciones de vida, armamentismo) y no atadas a los viejos parámetros clasistas. Cuentan con una base social de apoyo más o menos abarcadora pero, en cualquier caso, poco definida y genérica. No configuran grupos de intereses particulares ni se abocaban a la defensa de intereses puntuales sustentados por grupos o individuos concretos sino a la persecución de bienes colectivos y de valores generales, abarcando problemas no sectoralizables. Y, en general, se expresan y articulan sus intereses frente al gobierno y a la sociedad a través de medios no convencionales y formas de protestas. Partidos Políticos Finalmente, arribamos a uno de los núcleos de nuestra materia. Numerosos autores han formulado diversas definiciones de partido político, dependiendo del momento histórico y, si quieren, de su postura ideológica, por lo que no existe una única definición universalmente aceptada. Pese a estas dificultades, necesitamos adoptar alguna de estas definiciones para saber a qué nos estamos refiriendo. En este sentido, entendemos que un partido político es: (i) un grupo de individuos que se reúne voluntariamente para influir en las acciones del gobierno, generalmente tratando de ocupar sus lugares de poder mediante elecciones libres o, si éstas no existen, utilizando otras formas que demuestren apoyo popular; (ii) Asimismo, esta influencia no es sobre un único asunto particular, sino que articula diversos temas, es decir que pretenden agregar intereses. Incluso los partidos asociados a temas puntuales, como los ecologistas, presentan plataformas más amplias que incluyen temas sociales, económicos y políticos; (iii) también podemos mencionar que los partidos políticos actuales poseen una organización que se presenta como duradera y estable. Esto quiere decir que por lo general los partidos no se crean para cada elección, sino que tienden a perdurar en el tiempo. Los partidos políticos son organizaciones complejas y como tales son fuertemente jerárquicos, es decir que en su interior existen relaciones de mando y obediencia, premios y castigos, ganadores y perdedores. Sin embargo, al ser organizaciones voluntarias, dichas jerarquías lejos de ser inmutables están permanentemente en discusión o puestas en juego. A fin de entender cómo funcionan los partidos internamente debemos tener en cuenta dos factores: los miembros del partido y las relaciones internas de poder. Veamos un poco más de estos temas. Los miembros del partido pueden ser vistos de distintas maneras. Sin embargo, podemos realizar una clasificación tentativa de quiénes integran un partido político: (i) simpatizantes: son las personas que votan generalmente al partido, se sienten cercanos a la organización y lo manifiestan públicamente. Constituyen la base del llamado “electorado fiel”; (ii) afiliados: son quienes reúnen las características de los simpatizantes, pero agregan la condición de estar afiliados formalmente al partido. Serían como los asociados; (iii) adherentes: son las personas que están afiliadas y que colaboran con algunas actividades del partido campañas electorales, fiscalización de elecciones, etc.-, sin constituir éstas su actividad principal; (iv) militantes o activistas: conforman la base real y permanente del partido, su actividad es cotidiana (a diferencia de los adherentes) y se sienten fuertemente comprometidos e identificados con la organización. A veces pueden recibir alguna retribución material por su tarea; (v) dirigentes locales: son los militantes que controlan recursos importantes para la organización. Pueden ser los responsables de locales territoriales, jefes de pequeños grupos internos, legisladores locales o funcionarios ejecutivos de nivel medio. A modo ilustrativo podemos tomar en cuenta a la figura del puntero como un subtipo de dirigente local: son dirigentes partidarios que controlan recursos materiales, generalmente provenientes del aparato estatal, lo que les permite a su vez controlar determinada cantidad de militantes o afiliados; (vi) dirigentes partidarios: son los militantes que controlan recursos vitales para la organización, como la fuente de recursos económicos o las redes políticas locales. Suelen ocupar altos cargos en los poderes ejecutivos o puestos electivos en las cámaras legislativas. (vii) líderes: son individuos que forman parte de la coalición dirigente del partido o de una coalición alternativa relevante. Cuentan con un gran carisma que les permite conducir como referente a un amplio

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grupo de miembros del partido. Suelen tener una buena relación con los máximos líderes de otros partidos, empresarios, periodistas y funcionarios del país. Respecto de las relaciones internas, debemos entender que, dado que los partidos son asociaciones voluntarias no se podrían mantener solo por medios coercitivos, sino que requieren de una especie de intercambio de recursos. Estos intercambios motivarían la participación. Las diferentes relaciones de intercambio dan lugar a determinados juegos de poder que se cristalizan en una estructura de poder. En este sentido, podemos diferenciar dos tipos de relaciones: Las relaciones verticales son las que se dan entre dirigentes y seguidores, y tienen por contenido el intercambio de “incentivos” por “participación”. Cuando decimos que los líderes les ofrecen incentivos a los seguidores me estoy refiriendo a beneficios, servicios u oportunidades por los que los miembros están motivados a contribuir con tiempo, esfuerzo o recursos para la organización. Si un dirigente ofrece incentivos espera cierta participación, y seguramente pretenderá una mayor participación de un militante, que de un votante. Nuevamente, dentro de estos incentivos podemos distinguir entre los que son selectivos y diferenciarlos de los colectivos. Los primeros son incentivos cuya distribución es controlada por quien los otorga, por ejemplo cargos, dinero o estatus. Los segundos son aquellos que no pueden ser apropiados ni dirigidos por nadie, por ejemplo el sentimiento de pertenencia, la ideología, etc. Los partidos se nutren centralmente de incentivos colectivos por su naturaleza política. Este tipo de incentivos son los que los dirigentes partidarios prometen en las campañas electorales. No le dicen a cada votante “si nos votan van a recibir tal cosa” (eso se llamaría clientelismo), sino “si nos votan todos vamos a estar mejor”. No prometen un empleo a una persona particular, prometen reducir el desempleo. Entonces, ¿por qué existen los incentivos selectivos? Porque para que existan las organizaciones se necesita garantizar un mínimo de participación estable que no dependa de la voluntad cambiante de los participantes motivados solamente por los incentivos colectivos. Por otro lado, las relaciones horizontales se establecen entre distintos dirigentes que intercambian recursos provenientes del control sobre las denominadas “áreas de incertidumbre”. Estos recursos son útiles para la organización, ya que constituyen las prestaciones que ellas requieren para su supervivencia y funcionamiento. Los contactos con grupos o personas que apoyan financieramente al partido, un gran número de militantes, la buena llegada a los medios de comunicación, la popularidad electoral y la capacidad de dotar a la organización de incentivos colectivos son ejemplos de áreas que el partido necesita dominar para lograr sus objetivos, por lo que los individuos que las controlan son los líderes partidarios. La coalición dirigente es el conjunto de líderes de un partido que formal o informalmente decide las principales políticas de la organización. Por último, las zonas de incertidumbre están siempre en disputa, no sólo entre los líderes existentes, sino también con los militantes que pelean para convertirse en líderes. Otro tema importante para el análisis de los partidos es lo que se ha denominado el modelo de partido. Los modelos de partido son construcciones ideales que simplifican la realidad mediante la selección de algunos elementos o características importantes que definen a un determinado “tipo” de partido. Sintéticamente y ateniéndonos a una recorrida histórica teniendo en cuenta la evolución de las formas de gobierno democrático, podemos identificar tres modelos de partido: a) Modelo de partido parlamentario (1830-1890): Durante las primeras décadas del siglo XIX, en la Europa y en América del Norte tuvo lugar el primer momento de desarrollo de la política de masas. En este contexto de transición hacia la democracia representativa y el crecimiento de los cuerpos electorales, apareció el primer tipo ideal de partido moderno: el partido parlamentario o de notables. La primera forma organizativa que adoptaron los partidos estaba relacionada con su ámbito de desarrollo: los parlamentos. La representación se daba a partir de una relación muy directa entre representantes y representados, posibilitada por el reducido grupo de electores, aunque marcada por los signos del mundo aristocrático (los candidatos y las personas con derecho a votar debían cumplir con ciertos requisitos, como por ejemplo tener algún título profesional, poseer propiedades, entre

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otros; es lo que llamamos ciudadanía censitaria). Estos partidos no tenían existencia por fuera del parlamento (por eso se los llama partidos parlamentarios), sino que eran un grupo de representantes que se reunían esporádicamente en algún club para el tratamiento de temas puntuales. Sin embargo, comenzaron a expandirse a toda la sociedad debido a que los cuerpos electorales fueron creciendo y a que se fueron radicalizando las disputas políticas. Poco a poco se fueron volviendo más estables en relación a opiniones o tendencias permanentes. b) El modelo de partido de masas (1910-1970): a partir de grandes transformaciones sociales ocurridas en el siglo XIX, como los procesos de urbanización e industrialización, se fue modificando el accionar político. Surgió un nuevo actor social: la clase obrera, que se organizó colectivamente enfrentado al sistema anterior, inspirado ideológicamente en las diversas corrientes del socialismo. Su lucha, a través de los sindicatos7, ocupó un rol fundamental en el momento de ampliar la ciudadanía política. De este modo, a principios del siglo XX, las instituciones del régimen político se habían transformado y la moderna democracia de masas se constituía sobre la base de cuerpos electorales muy amplios y heterogéneos. El partido obrero no pretendía solamente obtener votos sino además sumar voluntades a una causa. Para tal fin, constituyó una serie de organizaciones sociales encargadas de difundir su ideología y que funcionaban como instrumento de integración (bibliotecas populares, centros recreativos, medios de prensa). Esto permitía una relación directa y constante entre el partido y sus miembros. La organización de un partido de este tipo fue adquiriendo una estructura densa y compleja, comenzando con la afiliación de los simpatizantes y luego con el establecimiento de locales para que ellos se junten, discutan y elijan a sus delegados para los comités locales y nacionales. De esta manera, se comenzó a estructurar una forma piramidal de mandatos, en cuya cúspide se encontraba la dirección nacional del partido. Otro de los cambios que podemos notar tiene que ver con la militancia. Se empezaron a requerir tareas permanentes que llevaron a que estos trabajos tuvieran un carácter rentado, burocrático, ya que los miembros que los realizaban eran trabajadores que necesitaban un salario para vivir. De aquí que estos partidos también sean denominados burocrático de masas. c) El modelo de partido electoral (1980-actualidad): Los partidos electorales surgieron como consecuencia de las transformaciones políticas llevadas a cabo en 1980-1990, asociadas con la priorización de las relaciones mercantiles y la reducción del Estado. El modelo de partidos de masas se desarrolló siguiendo una lógica que respondía al Estado interventor. En cambio, en un contexto social menos Estado-céntrico, las organizaciones partidarias se tornan más limitadas e incluso menos representativas. Como los partidos no pueden garantizar políticas públicas específicas, van perdiendo sus referentes sociales y entonces comienzan a buscar apoyos más amplios e indefinidos. Para lograrlo, optan por reducir su expresión ideológica, flexibilizan sus programas y estandarizan su imagen. En consecuencia, los electorados se vuelven más volátiles, menos leales hacia partidos individuales y más propensos al cambio. Así como las modificaciones en el rol del Estado repercuten en la transformación de los partidos, hay otras causas que la facilitan: la creciente diferenciación social y el impacto político de los medios masivos de comunicación8. Por un lado, las sociedades actuales parecen estar mucho más desestructuradas de lo que parecían en décadas atrás. Esto impacta en los partidos porque no tienen un grupo social particular al cual dirigir su discurso. Por otro lado, los medios masivos de comunicación trasladan el lugar tradicional de la política (lo público, como las calles y la plaza) llevándola a las casas de los ciudadanos, un ámbito más individual e íntimo. Si para participar de la política antes los ciudadanos debían salir a la calle, concurrir a un local partidario o participar de una movilización, hoy parece bastarles con prender la televisión, llamar a un programa de radio o participar de encuestas por Internet. El poder creciente de estos actores (los medios masivos de comunicación) modifica los tiempos, ritmos y discursos de la

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política. La estrategia actual de los dirigentes partidarios se orienta a la competencia electoral (conseguir la mayor cantidad de votos posible) por lo que se deja de lado la afirmación identitaria. Asimismo, los partidos dejan de necesitar una gran estructura partidaria, la cual parece menos relevante ante la posibilidad de recurrir directamente a los medios masivos para la comunicación electoral. Por último, y para no aburrirlos más, déjenme comentarles algo de los sistemas de partidos. Un sistema partidario está definido por la forma en la que los partidos compiten y cooperan entre sí. El criterio más importante para clasificar a los sistemas de partido ha sido durante mucho tiempo el numérico, es decir la cantidad partidos. A partir de esto, se empezaron a incorporar nuevos criterios. En este sentido, el esquema más difundido es el Giovanni Sartori, que agrega al criterio numérico la variable ideología, medida en términos de intensidad o distancia. De esta manera, en primer lugar se clasifica a los sistemas por el número de sus partidos relevantes, es decir aquellos lo suficientemente importantes como para formar parte del gobierno, o por lo menos para alterar la forma de la competencia del resto de las agrupaciones. Así, siguiendo a Sartori, podemos identificar seis clases de sistemas partidarios: a) Sistema de partido único: Es un sistema en el que existe un único partido, porque los demás están prohibidos (por ejemplo, China en la actualidad); b) Sistema de partido hegemónico: Es similar al anterior, pero el partido gobernante permite que otros partidos, llamados satélites, se presenten en las elecciones, pero sólo para legitimar su victoria, ya que estos partidos pequeños no pueden ganar porque las reglas se lo impiden. Para mantener la supremacía del partido hegemónico es común la apelación al fraude y la ilegalidad. Un sistema de este tipo funcionó durante casi setenta años en México, donde el PRI (Partido Revolucionario Institucional), se imponía elección tras elección. c) Sistema de partido predominante: Es distinto al hegemónico, porque la competencia en él es real: un partido gana siempre por elección popular sin necesidad de recurrir al fraude o a cualquier otro mecanismo ilegal, transformándose en predominante. Un ejemplo de este sistema sería Suecia, donde el partido Socialdemócrata ha gobernado la mayor parte del siglo XX. d) Sistema bipartidista: Es otro sistema competitivo en el que existen dos partidos importantes que siempre se alternan en el gobierno. No existen coaliciones de ningún tipo, el partido vencedor gobierna solo. Los ejemplos que caracterizan a este sistema son Estados Unidos (partido Demócrata y Partido Republicano) e Inglaterra (Partido Laborista y Partido Conservador). e) Sistema pluripartidista: Es el sistema en el cual los partidos relevantes son tres o más partidos. Puede ser limitado, si los partidos relevantes son entre tres y cinco y los gobiernos son de coaliciones entre algunos de ellos. Buenos ejemplos de esto lo constituyen Francia y Alemania. Por otro lado, el sistema pluralista puede ser extremo, cuando los partidos relevantes son más de cinco, como ocurre en Holanda o Israel. A su vez, a esta clasificación por el número de partidos le podemos agregar como segundo factor la ideología, para poder dar cuenta de la manera en que afecta a la competencia. Así, la estructura de la competencia puede ser: centrípeta si es que los partidos compiten hacia el centro del espectro ideológico, o centrífuga si los partidos principales buscan constantemente diferenciarse del resto o proponen cosas difíciles de cumplir. En estos casos, pueden surgir partidos antisistema, los cuales no buscan solamente ganar las elecciones sino cambiar el sistema entero.Los sistemas bipartidistas y pluripartidistas limitados, tienden a funcionar hacia el centro, mientras que los pluripartidistas extremos pueden conducir hacia la forma de competencia centrífuga, que recibe el nombre de polarizada.

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Nos toca hoy ver el tema de la participación política entendiendo por tal al conjunto de actividades y acciones a través de las cuales los ciudadanos efectivizan un conjunto de prácticas dirigidas a la formación de las decisiones del gobierno. Esta, según Samuel Huntington, puede ser “individual o colectiva, organizada o espontánea, continuada o esporádica, pacífica o violenta, legal o ilegal, efectiva o inefectiva.” El mismo Huntington nos indica que la participación política puede expresarse y efectivizarse a través de diversas modalidades o tipos de conductas, tales como: (i) la actividad electoral, que implica tanto las votaciones mediante las cuales se seleccionan las personas encargadas de ocupar los cargos gubernamentales, como también la participación en las campañas electorales, en el acto electoral o en cualquier otro tipo de actividad desarrollada en el marco del proceso electoral; (ii) la actividad de presión que, como vimos, incluye las actividades de individuos o grupos orientadas a establecer vínculos con funcionarios gubernamentales y dirigentes políticos e influir en sus decisiones con relación a temas de la vida social que afectan a esos individuos o grupos; (iii) la actividad de organizaciones, que involucra al conjunto de actividades desarrolladas por personas o grupos en el interior de determinadas organizaciones sociales o políticas que se propone influir de alguna manera sobre el proceso gubernamental; (iv) los contactos, que abarcan las acciones individuales dirigidas a influir en el proceso gubernamental, generalmente en beneficio de ciertos individuos o grupos acotados de personas; y (v) la violencia, que comprende el conjunto de acciones destinadas a influir sobre las autoridades gubernamentales a través de acciones que suponen el daño físico sobre personas o propiedades, y con el objetivo último de cambiar las autoridades gubernamentales (golpe de Estado, asesinato), afectar las políticas públicas (motines, rebeliones) o cambiar el régimen político (revolución). Este autor además estas diferentes modalidades de participación política puede adoptar formas legales o ilegales y pueden orientarse a un conjunto de objetivos más bien diversos. Dentro de este marco, Saín (siguiendo a Lagroye) distingue dos grandes modalidades diferentes de participación política, a saber, (i) aquélla mediante la cual se procura ejercer algún tipo de influencia sobre el proceso gubernamental a través de las movilizaciones y la articulación política llevada a cabo por ciertos grupos de interés y/o movimientos sociales o; (ii) aquélla mediante la que se busca intervenir en el proceso de constitución del gobierno de la sociedad a través de la selección de los gobernantes y del ejercicio –indirecto– del proceso gubernamental. El primer tipo de participación abarca las movilizaciones colectivas políticamente orientadas y las articulaciones de interés ante las instancias gubernamentales, las que, en ciertas ocasiones, pueden canalizarse a través de diferentes modalidades de movilización. El segundo tipo de participación configura lo que llamo participación política convencional propiamente dicha. Una movilización de individuos o grupos de individuos constituye una acción colectiva desenvuelta en función del planteamiento de un reclamo o posicionamiento común y que tiene ciertas particularidades que la distingue de las modalidades de articulación de intereses protagonizada por grupos de interés. La característica principal de esta modalidad de participación es que dicha actuación se canaliza por fuera de las vías institucionales típicas de la participación política electoral, partidaria o directamente gubernamental (ejemplos serían las movilizaciones callejeras, las huelgas, los paros, las sentadas, las tomas de establecimientos, las recolecciones de firmas, las publicaciones de solicitadas, las manifestaciones, las sublevaciones esporádicas o permanentes originadas en antagonismos sociales, las formas de agitación, etc). Según Lagroye, una movilización “no es política de por sí (..) sino que el significado que le dan los propios

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autores o los intérpretes autorizados lo que eventualmente permite calificarla de ‘política’”. O sea, una movilización puede ser convocada por un actor político para reclamar apoyos sociales, es una práctica esporádica. En ese sentido, las movilizaciones suponen prácticas no-políticas pero políticamente significativas. El desarrollo de actividades dotadas de significación políticas, debido a la acción constante de agentes políticos (sean estos dirigentes, partidos, periodistas, comunicadores) se denomina proceso de politización. El grado de politización de los individuos y grupos deriva del contexto y de las particularidades conflictuales en torno de las cuales se inicia y desarrolla una movilización. Ahora bien, las movilizaciones, casi siempre estructuradas a partir de una dinámica conflictual y como modalidades de ejercicio de la influencia a través de la protesta, generan las condiciones que posibilitan la conformación de modalidades de asociación de individuos que, pese a que pueden sustentar orientaciones y perspectivas estratégicas divergentes, poseen intereses comunes directamente vinculados a esa movilización. Pero estas modalidades de asociación son generalmente objeto de cambios significativos conforme al conjunto de transformaciones que van sufriendo los agentes en cuanto a sus percepciones, orientaciones y significaciones y de acuerdo a la evolución que va sufriendo el sistema de interacción articulado en la movilización y el conflicto que le dio originó. Por su parte, la articulación de intereses, tal como vimos la clase pasada, es aquella modalidad de participación política orientada a ejercer influencia sobre el gobierno o el proceso gubernamental y basada centralmente en el planteo de demandas de parte de los grupos de interés. Tal articulación puede canalizarse a través de diversos actos de protesta o movilizaciones, o bien mediante otro tipo de acciones tanto públicas como reservadas. Almond y Powell distinguen distintos canales y medios de articulación de intereses a través de los cuales los grupos de interés tienen acceso al proceso gubernamental e intentan influir sobre el mismo: (i) las demostraciones físicas y la violencia, modalidades éstas que son características –aunque no exclusivas– de los grupos de interés anómicos y que pueden derivar de demostraciones espontáneas y reactivas o deliberadas y planeadas; (ii) la conexión personal a través de la utilización como instancias de intermediación de la familia, la escuela, los lazos locales y sociales; (iii) la representación de elite a través de ciertos dirigentes, parlamentarios o funcionarios que expresan ante el gobierno los intereses de un grupo; (iv) los canales formales e institucionales que forman parte de todo sistema político moderno, tales como los partidos políticos, el “lobby”, las legislaturas, burocracia y gabinetes, los medios de comunicación masivos, etc. Por otro lado, la participación política convencional está centrada en la intervención en el proceso de constitución del gobierno de la sociedad a través de la selección de los gobernantes y del ejercicio del proceso gubernamental. Su principal expresión está dada por la participación en el proceso electoral y su principal agente –aunque no el único– es el partido político, es decir, es el agente a través del cual se canaliza dicha modalidad de participación. Existe un conjunto de factores que parecen incidir sobre el comportamiento electoral de las personas y sobre sus preferencias políticas. Esos factores, variados y diversos, pueden ser individuales o colectivos. En las sociedades contemporáneas no es menor la inestabilidad o volatilidad de las preferencias electorales de los

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individuos, ya sea que ella se origine en un pronunciado desinterés por la política, en la errónea comprensión del proceso o de las ofertas electorales o por la escasa identificación con un partido, un programa electoral o determinados candidatos. Tampoco es infrecuente que en la decisión electoral pesen factores coyunturales como “humores pasajeros, influencias momentáneas, impresiones superficiales recibidas al paso de los candidatos por la televisión, etc.”. O que, frente a una marcada indecisión a favor de algún candidato, se opte por uno para cumplir con la mera obligación del acto electoral. Del mismo modo, pueden incidir cuestiones o procesos sociales de mayor relieve como, por ejemplo, la ruptura episódica de identificaciones políticas, la adaptación del electorado a las transformaciones de la oferta electoral, la popularidad del candidato, el grado de aceptación del programa electoral o de los temas agendados en dicho proceso, la incidencia de los medios de comunicación masivos, el tipo de receptividad de los votantes del mensaje brindado por los partidos, candidatos o por los medios, etc. En suma, todo ello indica que el comportamiento electoral no responde necesariamente a una decisión voluntaria y racional de las personas.

Valores, cultura y legitimidad política Las acciones políticas se sustentan sobre la base de “un conjunto de creencias, normas, valores y percepciones de los individuos hacia la política”, esto es, de “un conjunto interrelacionado de disposiciones básicas que constituye la matriz fundamental a partir de la cual los sujetos perciben y reaccionan ante los estímulos políticos, construyen sus preferencias políticas y eventualmente se implican en actividades políticas”. Este proceso se denomina socialización política, y se deriva del conjunto de interacciones que los individuos mantienen con otros individuos, grupos y con el contexto social y político en el que transcurre su vida y que está configurado históricamente. La importancia de la socialización política para la vida política de una sociedad reside básicamente en que el contenido de la construcción de los “universos políticos de los ciudadanos” se expresa en tres dimensiones: (i) identificación con el sistema político: implica para los sujetos la progresiva adquisición de conocimientos, valores y creencias acerca de las normas, las instituciones y las reglas de juego características del sistema político. (ii) la formación de las preferencias político-ideológicas: las personas manifiestan y sustentan determinadas preferencias, actitudes y opiniones surgidas y constituidas a partir de ciertos valores ideológicos y de la experiencia cotidiana. (iii) las percepciones sobre la actividad política: el proceso de socialización brinda a los sujetos un conjunto de esquemas y elementos conceptuales y teóricos en cuyo contexto los asuntos del sistema político son percibidos e interpretados. Este proceso sociabilización implica la transmisión y adquisición de identidades políticas y es dinámico, multifacético y permanentemente expuesto a producciones y reproducciones, en cuyo marco los valores y las creencias de los sujetos pueden ser reforzados, reformulados y abandonados al mismo tiempo que nuevos valores y creencias se pueden ir configurando, todo ello al amparo de la confluencia de múltiples situaciones e interacciones no siempre exentas de conflictos y contraposiciones. Solamente teniendo en cuenta esas múltiples interacciones históricas es posible hablar de una cultura política nacional. Dentro de esta matriz de interacción simbólica se estructura la legitimidad de un sistema político o, más precisamente, de su régimen, de sus relaciones de poder, de su gobierno, de sus políticas públicas, de sus dirigentes, de sus partidos, de sus candidatos, es decir, de todos y cada uno de sus componentes. Hasta aquí, la clase de hoy. Les reitero la necesidad de acompañar la lectura de la clase con los textos obligatorios (tanto la carpeta como los textos señalados en el plan de lectura). Les mando un abrazo a todos y todas, descansen en estos días de aislamiento sanitario, y aprovechen para ponerse al día con nuestra materia. DECIMA CLASE

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UNIDAD V

Nos toca ver hoy las formas de gobierno. Y otra vez me voy a desviar un poco de los textos obligatorios (como dicen los mexicanos “sobre aviso no hay traidor”). Pero, entiendo, le podemos dar al debate una mayor profundidad si introducimos algunos otros conceptos, que son complementarios de los de la carpeta y de las lecturas de apoyo. El primer concepto que surge con fuerza es el de democracia. Como bien sabernos, democracia significa literalmente "gobierno del pueblo". En términos generales un régimen político puede ser calificado de democrático o no democrático fundamentalmente por la forma en que se toman las decisiones en cada uno de ellos, a saber: 

Suponemos que la democracia es un régimen que nos ofrece cierta certidumbre con respecto a las reglas de juego e incertidumbre en relación al proceso de toma de decisiones. Esto significa que en una democracia las reglas han sido acordadas por el conjunto de la sociedad, y que estas reglas se aplican para consultar las preferencias de la mayoría, respetando los intereses de la minoría. ¿Por qué hablamos de incertidumbre con respecto a los resultados? Porque la preferencias de la mayoría pueden cambiar. Así, el partido que gana una elección hoy en un régimen democrático puede llegar a perderla mañana. Pero siempre, en una democracia, las decisiones se toman por mayoría.



En contraposición, un régimen no democrático nos ofrece incertidumbre con respecto a las reglas de juego y certidumbre con respecto a los resultados. Esto quiere decir que se va a tender a privilegiar los intereses de determinados actores centrales del régimen, en función de los cuales se ajustan las reglas. Hay certidumbre en relación a quién va a ganar y quién va a perder e incertidumbre con respecto a cómo se van a modificar las reglas para reproducir el poder del grupo privilegiado. Las decisiones, en un régimen no democrático, las toma siempre un líder o un grupo reducido.

A lo largo del pensamiento político occidental, se manejaron distintas consideraciones tanto desde la filosofía y teoría política sobre la democracia. Esas visiones no siempre fueron convergentes y en numerosas ocasiones fueron más bien contrapuestas. En este sentido, permítanme esquemáticamente los resultados de ese debate:

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Como bien señala el texto de Saín, los problemas para definir un régimen político como democrático surgen desde el mismo momento que intentamos definir qué entendemos por pueblo. En una primera aproximación, y teniendo en cuenta cómo gobierne el pueblo, las democracias pueden ser clasificadas en democracias directas y democracias indirectas o representativas. Se habla de democracia directa si el pueblo gobierna directamente, por sí mismo. Las decisiones políticas son adoptadas por el pueblo reunido en asamblea. Como ejemplos de este tipo de democracia se suele mencionar a la Antigua Grecia y, en nuestros días, algunos cantones suizos. Que el pueblo pueda reunirse, dialogar, decidir e implementar leyes o políticas sólo puede llevarse a cabo en comunidades con muy pocos habitantes; sería imposible en sociedades políticas como los actuales Estados, que cuentan con una gran cantidad de habitantes. Es en estas situaciones donde se habla de democracia representativa ya que el pueblo gobierna por medio de otros, los representantes9.

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Desde un punto de vista similar, David Held distingue entre “democracia protectora” y “democracia desarrollista”. La primera se asienta en el principio básico de protección de los individuos frente a los gobernantes o poderes estatales y frente a sus semejantes, asegurándose que esos gobernantes lleven a cabo políticas o medidas tendientes a la protección y al desarrollo individual. En este modelo, surgido de la tradición de democracia liberal, esos representantes son seleccionados a través de elecciones regulares asentadas en el voto secreto y en la libre competencia entre líderes o partidos. El gobierno es ejercido por los beneficiarios de la mayoría de los votos ciudadanos. En sus antípodas, Held distinguió otro modelo, que él denominó de “democracia desarrollista”, fuertemente inspirada en el ideal rousseauniano que entiende que la voluntad del pueblo “no puede ser representada” y que “toda ley que el pueblo en persona no haya ratificado es nula, no es una ley”.

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Los problemas, y otra vez me remito al texto de Saín, surgen a partir de cómo entendemos los límites de la representación, esto es cómo resolver el dilema de encontrar un equilibrio representantes y representados, o mejor dicho “entre la fuerza y el derecho, el poder y la ley, los deberes y los derechos”. Existen distintas formas de clasificar a las democracias representativas. Déjenme presentarles las más relevantes: 1.

Según la concentración o dispersión del poder: Los estudios sobre el Estado posteriores a la II Guerra Mundial dividen a los sistemas políticos, según la concentración o la dispersión del poder, en Unitarios y Federales. En primer lugar diremos que entendemos al Federalismo como la división de competencias constitucionalmente garantizada entre el gobierno central y las unidades miembros o componentes de la federación -las cuales reciben el nombre de Estados, provincias, cantones o landers-. El estado federal se caracteriza por: (i) Dispersión y distribución del poder entre el gobierno central y los gobiernos regionales; (ii) Constitución escrita; (iii) Poderes legislativos bicamerales, es decir, compuestos por dos cámaras, una generalmente denominada Cámara de Diputados o Cámara Baja y otra denominada Senado o Cámara Alta; (iv) Reparto del poder constitucional, por lo cual las reformas de la ley suprema necesitan el apoyo de los estados miembros, que a su vez tienen su propia constitución; (v) Existe una sobrerrepresentación en el Poder Legislativo Nacional de los estados más pequeños; (vi) Gobierno descentralizado, o más bien disperso o no centralizado. La clave principal del modelo unitario es la organización eficiente del poder. La eficiencia se define como la maximización del control del gobierno central sobre las unidades administrativas interiores. Estas últimas, si bien pueden elegir autoridades intermedias, no tienen mayor poder de decisión o autonomía financiera, legislativa o ejecutiva en relación al gobierno nacional. En otras palabras, un Estado unitario es aquel en el que la organización política está centralizada, no existiendo otra división que la puramente administrativa, sin producirse traspaso de competencias desde la administración central hacia otras entidades territoriales. Otra característica de los sistemas unitarios es la concentración del poder legislativo en una legislatura unicameral, en contraposición al parlamento bicameral de los sistemas federales. Los Estados unitarios tienden a tener constituciones flexibles que aceptan enmiendas mediante mayorías simples, frente a las constituciones rígidas del federalismo que pueden cambiarse únicamente por medio de mayorías extraordinarias.

2.

Según origen y supervivencia de los Poderes Ejecutivo y Legislativo: Según el origen y supervivencia de los Poderes Ejecutivo y Legislativo, encontramos sistemas presidenciales y sistemas parlamentarios. Un sistema político es presidencial si: (i) El jefe del Ejecutivo es electo popularmente. (ii) El período de mandato del jefe del Ejecutivo y del Parlamento son fijos y no están sujetos a la contingencia de la confianza mutua, es decir que el presidente no puede despedir de su cargo a los legisladores, y a su vez el jefe del Ejecutivo no puede ser desplazado del cargo por una votación parlamentaria durante su período. Si bien la mayoría de las constituciones prevé la posibilidad de realizar juicios políticos, éstos raramente se inician debido a que requieren amplias mayorías extraordinarias. El objetivo de separar las fuentes de origen y supervivencia del Ejecutivo y del Legislativo consiste en asegurar que cada poder logre ejercer controles sobre el otro. (iii) El Ejecutivo elegido nombra y dirige la composición del gobierno. (iv) El presidente tiene algunas facultades legislativas garantizadas por la constitución. Otorgarle atribuciones legislativas al presidente asegura que la elección popular del programa político del presidente se traduzca en resultados políticos. Un sistema político parlamentario se caracteriza por el hecho de que el parlamento es soberano. Estos sistemas requieren que los gobiernos sean designados, apoyados y, según sea el caso, destituidos de acuerdo al voto del parlamento. Asimismo, los parlamentarismos pueden ser clasificados en tres categorías según: (i) Que el jefe del Ejecutivo sea un primero por encima de sus desiguales. Este tipo de parlamentarismo lo podemos ver en Inglaterra, donde el primer ministro es el que realmente dirige el

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gobierno. A la vez es el jefe del partido oficial, tiene libertades para designar y cambiar a ministros que le son subordinados y difícilmente puede ser destituido por el voto del Parlamento; (ii) Que el jefe del Ejecutivo sea un primero entre desiguales. Es el caso del parlamentarismo alemán, donde el canciller es menos preeminente, es nombrado por el Parlamento (aunque sus ministros no), puede no ser el líder del partido oficial, pero no se lo puede destituir por el mero voto parlamentario y puede reemplazar a sus ministros. (iii) Que el jefe del Ejecutivo sea un primero entre iguales. Es el caso de un primer ministro destituible por el voto parlamentario, que cuenta con un gabinete integrado por ministros que le son impuestos y sobre los cuales tiene poco control. El sistema semipresidencialista surge con la intención de retener las ventajas del presidencialismo y disminuir sus desventajas. En este sentido, busca brindar una solución al problema de las mayorías divididas e introduce mayor flexibilidad. El ejemplo que mejor ilustra este sistema es la Quinta República Francesa. Sus principales características son que presenta una estructura de autoridad dual, bicéfala, donde el poder es compartido por un presidente (jefe de Estado) y un primer ministro (jefe de gobierno). El primero debe ser elegido por el pueblo, o al menos no por el parlamento, y el segundo debe conseguir apoyo parlamentario continuo. Se trata de un sistema flexible debido a esa estructura bicéfala: la "primera cabeza" cambia cuando se modifican las combinaciones de la mayoría, a pesar de que la norma constitucional establezca que siempre funciona igual. De esta manera, el presidente prevalece sobre el primer ministro, siempre que cuente con una mayoría unificada. Por el contrario, con una mayoría dividida, el jefe de gobierno es quien prevalece, porque recibe el apoyo del parlamento. 3.

Según la participación de la minoría: lo podemos dividir en democracia mayoritaria y democracia de consenso. Los modelos surgen a partir de las diferencias en las sociedades. En este sentido, el modelo mayoritario se monta sobre una estructura social que tiende a ser relativamente homogénea, o sea en sociedades donde se da una menor diversidad de intereses. El mejor ejemplo de este modelo es el caso inglés. Por su parte, el modelo de democracia por construcción de consenso tiende a darse en sociedades más plurales, más heterogéneas, con una mayor complejidad en cuanto a la diversidad de intereses. Estas diferencias tienen que ver con cuestiones culturales, religiosas o étnicas. Las principales características de la democracia mayoritaria son: (i) Existencia de una alta concentración del poder en el ejecutivo. Esto significa que el gabinete de gobierno está controlado por un solo partido, lo que excluye de las decisiones ejecutivas a una importante minoría; (ii) Fusión de poderes y dominio del gabinete. Además del control del ejecutivo y del gabinete, este partido también controla el parlamento, ya que los miembros del gabinete, además de tener su origen en el parlamento, son líderes partidarios, por lo que conducen el comportamiento del bloque político en el poder legislativo -que ya de por sí es mayoritario. Cabe aclarar que, en este sistema, los que están excluidos hoy del gobierno pueden controlarlo mañana; (iii) Bicameralismo asimétrico. La asimetría tiene que ver con el poder de decisión que tiene cada una de las dos cámaras. Por ejemplo, en Inglaterra es la Cámara de los Comunes la que tiene mayor poder de decisión, ya que sus miembros representan a los ciudadanos. En oposición, la Cámara de los Lores, cuyos miembros acceden a su cargo por herencia, sólo cumple funciones de acompañamiento; (iii) Bipartidismo. Implica que fundamentalmente vamos a encontrar dos partidos con caudal electoral bastante parecido. Esto no significa que no haya más partidos, sino que hay dos que, históricamente, tienen más peso que los otros y se "alternan" en el poder. (iv) Los partidos son unidimensionales porque tienen como principal punto de discrepancia una única dimensión: los asuntos socio-económicos. (v) Sistema electoral de mayoría relativa. En este modelo de democracia, los distritos van a estar representados en forma uninominal: la fuerza que obtenga más votos en un distrito ganará la representación del mismo. Esto es diferente a los sistemas de representación proporcional, los cuales le dan la posibilidad a las minorías de obtener bancas en el Congreso; (vi) Sistema de gobierno unitario y centralizado. Las distintas regiones tienen gobiernos que tienden a tener poca autonomía y poco nivel de decisión con respecto a su forma de obtener recursos y de utilizarlos; (vii) Constitución no escrita y soberanía parlamentaria. No existe una ley fundamental que unifique todos los criterios que tienen que ver con la estructura de gobierno, los derechos políticos, etc. Este tipo de democracia tiene una serie de leyes que cubren distintos temas. Hay costumbres y convenciones reconocidas por la sociedad civil. El parlamento es el poder soberano para decidir sobre las reglas que ordenan el funcionamiento del régimen

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político. (viii) Democracia exclusivamente representativa. Es una democracia que tiende a dejar de lado los espacios para la consulta directa de las preferencias de los ciudadanos. A su vez, las democracias de consenso se caracterizan por: (i) Participación en el poder Ejecutivo. Los distintos grupos políticos con diferentes opiniones acerca de determinadas cuestiones participan en el gabinete y en el proceso de toma de decisiones; (ii) Mayor separación de poderes. El poder Ejecutivo representa a grandes coaliciones, incluyendo la representación de minorías, y tiene una legitimidad distinta e independiente del parlamento. A su vez, el poder legislativo también tiene mayor autonomía con respecto al ejecutivo. Entonces, este sistema presenta una mayor separación de poderes, mayor control y mayor equilibrio en la representación; (iii) Bicameralismo equilibrado y con representación de las minorías. Las dos cámaras del parlamento tienden a tener poderes similares. La sanción de las leyes requiere de la aprobación de las dos cámaras. Además, la cámara alta debe cumplir dos condiciones: tiene que reunir principios de representación distintos y debe tener poder real para vetar sus decisiones. Por ende, vamos a encontrar cierta sobrerrepresentación de algunas minorías; (iv) Situación pluripartidaria. Una sociedad más compleja, más heterogénea, con intereses más diversos, tiende a presentar una mayor cantidad de partidos que cuentan con un electorado importante; (v) Sistema de partidos pluridimensional. No hay un solo eje de tensión entre los distintos partidos. La lucha política abarca varias dimensiones, como son la cultural, socioeconómica, etc; (vi) Sistema electoral por representación proporcional. La representación proporcional le permite a las minorías acceder al parlamento; (vii) Constitución escrita y veto de la minoría. Para mantener un equilibrio entre los distintos intereses, estos sistemas cuentan con una constitución escrita y un poder de veto en manos de esas minorías como mecanismo para validar dicha constitución. La regla que ordena al régimen político es clara y transparente, pero en el caso de cambiarla es necesario que participen las minorías; (viii) Mezcla de democracia representativa y democracia directa. Algunos de estos sistemas de consenso tienden a incorporar mecanismos de democracia semidirecta. Por último, los regímenes no democráticos pueden clasificarse en totalitarios y autoritarios. En primer lugar, los totalitarismos se caracterizan por intentar ejercer un control más abarcativo y fuerte sobre la sociedad civil desde el Estado. Procuran sustentar este control mediante la elaboración de una ideología relativamente sofisticada y completa, que legitima objetivos colectivos ligados al bien público, al bien de la nación. Por el contrario, los autoritarismos no cuentan con una ideología acabada, con un apoyo teórico que explique el funcionamiento de la sociedad. Un segundo punto de diferencia es que en los totalitarismos encontramos un intento por parte del Estado de avanzar sobre la sociedad, no sólo controlándola mediante la represión, sino también organizándola y movilizándola. El Estado busca incorporar a importantes segmentos sociales como apoyo de la gestión estatal. Por eso, encontramos por lo general partidos políticos únicos con intensa militancia social, y también observamos la presencia de corporaciones controladas desde el Estado que organizan a los diversos intereses socioeconómicos y los movilizan en función de los objetivos estatales. En cambio, los autoritarismos tienden a tener una relación mucho más débil con la sociedad. Esta última se sitúa fuera de la actividad política, con el mínimo nivel de participación y controlada desde arriba. Los autoritarismos no presentan una movilización constante asociada con la manipulación ideológica de las masas que llevan adelante los totalitarismos. Se observan por lo general grupos políticamente activos -como el ejército, la iglesia y organizaciones empresariales- que no están sujetas a elecciones competitivas, sino que constituyen una coalición dominante en la que se da una alianza o pacto que permite la estabilidad del régimen. Para ir cerrando, y tal como dice Held, “ninguno de los modelos de la democracia liberal es capaz de especificar adecuadamente las condiciones que posibilitan la participación política de todos los ciudadanos, por un lado, y el conjunto de instituciones gubernamentales capaces de regular las fuerzas que modelan realmente la vida diaria, por otro”. En este marco y tratando de conceptualizar qué entendemos por democracia, podemos llegar una definición mínima a partir de sus atributos constitutivos y de sus condiciones de aplicación. La democracia se constituye como tal sobre la base de la aplicación concreta del principio de la soberanía popular y del ejercicio autónomo de la ciudadanía, lo que indica que sus atributos constitutivos suponen con igual peso e importancia: (i) la vigencia y regularización institucional de elecciones populares y libres basadas en el sufragio universal, como

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medio específico para la selección y designación de las autoridades gubernamentales; y (ii) la práctica recurrente de la ciudadanía con relación a los derechos y libertades civiles, políticas y sociales modernos, y asentada sobre la base de la participación político-social autónoma de los ciudadanos en el proceso de gobierno y en los asuntos colectivos. Por su parte, la concreción de estos atributos implica el desarrollo de ciertas condiciones político-sociales de aplicación, tales como: (i) la existencia de un Estado eficiente con capacidad para garantizar la actualización permanente de los referidos derechos y libertades civiles, políticas y sociales a lo largo de todo su territorio y de toda la sociedad, y, al mismo tiempo, organizado institucionalmente sobre la base de la división de poderes y susceptible de ser institucional y socialmente controlado –“accountability”– por parte de ciertas agencias específicas del mismo Estado –control administrativo, legislativo y judicial– y de la misma ciudadanía; y (ii) la vigencia de condiciones sociales, económicas y culturales que, de alguna manera, no obstruyan o imposibiliten y/o permitan o sean convergentes con la efectivización concreta de la poliarquía, de libertad negativa, de la ciudadanía y de participación política autónoma de las personas. Como es habitual en esta parte de la clase, les recuerdo su obligación de leer tanto la carpeta de Saín como el texto de Held. Van a encontrar un debate más rico y mejor expresado que los que leyeron aquí. Y distinto: como les decía al principio, para esta clase opté por analizar muy sintéticamente qué entendemos por regímenes democráticos. El texto de Held es mucho más rico en términos de la idea de modelos de democracia, y está bien sintetizado en la carpeta.

Undécima clase Unidad V La semana pasada analizamos los distintos tipos de regímenes políticos, dividiéndolos en democráticos y autoritarios. Hoy nos toca ver el análisis de los procesos de democratización. Este tipo de abordaje surgió a partir de los análisis y las teorías elaboradas sobre los regímenes autoritarios que signaron toda nuestra vida política, pero que comenzaron a ser una preocupación analítica a partir de la década de los setenta, primero con las transiciones a la democracia de los países europeos (España, Portugal y Turquía) y, ya en la década de los ochenta, con las transiciones a la democracia de los países latinoamericanos y los países del este europeo. De esta manera, la teoría de la transición dio lugar a un nuevo enfoque teórico y analítico centrado en la dicotomía autoritarismo/democracia, que privilegió el estudio de los regímenes políticos y de las condiciones político-institucionales de los procesos de transición y consolidación democrática. Estos estudios de los procesos de transición a la democracia estuvieron signados por distintos momentos o etapas. La primera generación de estudio sobre la transición estuvo signado porque la principal preocupación temática de la ciencia política se centro en el análisis de los orígenes y naturaleza de las nuevas experiencias o regímenes autoritarios. En una serie de trabajos pioneros, compilados por Guillermo O’Donnel, Philippe Schmitter, y Laurance Whitehead, en Transiciones desde un gobierno autoritario la transición constituye “el intervalo que se extiende entre un régimen político y otro”. En el caso de los procesos transicionales abiertos en América Latina durante las mencionadas décadas, se trató de transiciones delimitadas, de un lado, por “el inicio del proceso de disolución del régimen autoritario” y, del otro, por “el establecimiento de alguna forma de democracia” Para estos autores, el proceso transicional consta de dos etapas. La primera etapa está dada por la liberalización del régimen autoritario, que consiste en la efectivización –aún en forma irregular y/o gradual–

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de ciertos derechos y garantías (habeas corpus, libertad de movimiento, de palabra, etcétera) que protegen a los individuos y grupos sociales ante actos arbitrarios o ilegales cometidos por el gobierno autoritario o por terceros vinculados a éste. Esta etapa depende de la capacidad y/o voluntad arbitraria del gobierno autoritario para regular o dirigir el proceso transicional. Morlino, sitado por Saín, puntualiza que la liberalización supone un “proceso de concesión desde arriba de mayores derechos políticos y civiles, más amplios y completos, pero de tal guisa que permiten la organización controlada de la sociedad civil”. Por su parte, la segunda etapa consiste en la democratización que implica la ampliación de un conjunto de normas y derechos civiles y políticos típicos de la ciudadanía moderna a favor de un conjunto de individuos y grupos que antes estaban excluidos de la misma y el consecuente establecimiento inicial de las instituciones características del régimen democrático. Así, la democratización conlleva “una ampliación completa y un reconocimiento real de los derechos civiles y políticos; donde sea necesaria, la completa civilización de la sociedad; la aparición de más partidos y de un sistema de partidos, pero también de organizaciones colectiva de intereses, como sindicatos y otros grupos; la elaboración o, en cualquier caso, la adopción de los principales procedimientos e instituciones democráticas que caracterizan a ese régimen, como la ley electoral o la fijación de las relaciones ejecutivo-legislativo, u otros aspectos importantes para el funcionamiento del régimen”. Esta etapa estuvo caracterizada porque los enfoques de los procesos de transición adoptaron ciertos parámetros de análisis:  La casi unánime adopción de una definición mínima de democracia sobre la base del concepto de poliarquía desarrollado por Robert Dahl, reduciendo aquélla a un conjunto de principios y mecanismos institucionales destinados a regular la competencia política entre grupos o elites por el acceso al gobierno de la sociedad.  Albert Hirschman exaltó la necesidad de que, tanto en el plano analítico como en el terreno propiamente político, la democratización sea pensada sobre la base de una separación – “disyunción”– entre las condiciones económicas y las políticas. En este marco, afirmó que una modalidad “singularmente perniciosa” de concebir al proceso de construcción democrática era hacerlo sobre la base del establecimiento de ciertas condiciones sociales necesarias para su éxito, tales como el crecimiento dinámico de la economía, el mejoramiento de la distribución del ingreso, la reafirmación de la autonomía nacional, el aumento del espíritu de colaboración entre los partidos, la responsabilidad de la prensa, etc. Además, sostuvo que la dimensión política configuraba el ámbito exclusivo en cuyo marco debían desenvolverse los procesos que condujeran a la consolidación de la democracia.  Otras importantes contribuciones apuntalaron esta concepción a través de la noción de pacto democrático, al que consideraron como condición necesaria para la instauración y consolidación democrática (Portantiero y De Ipola).  Para el polítologo neoinstitucionalista Adam Przeworski, el establecimiento y consolidación de la democracia deriva y depende de la intención de los actores políticos por acatar el conjunto de reglas de juego que la constituyen y, en ese marco, de su interés por institucionalizar, a través de acuerdos y compromisos instrumentales –y no “sustantivos”–, la “incertidumbre” producida por la indeterminación de los resultados del conflicto político. Dentro de este contexto, la democracia no es más que el resultado casi exclusivo de las acciones, intereses y proyecciones estratégicas llevadas a cabo por los actores políticos relevantes en vista de resolver el conflicto producido por la existencia de intereses antagónicos y de satisfacer, en un marco de incertidumbre, sus intereses específicos de grupo, todo lo cual no deriva ni depende de la estructura económico-social ni de la posición de los

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actores en esa estructura. Para Przeworski, la democracia está consolidada cuando se impone por sí sola, esto es, cuando todas las fuerzas políticas significativas consideran preferible continuar supeditando sus intereses y valores a los resultados inciertos de la interacción de las instituciones. Acatar los resultados de cada momento, aunque supongan una derrota, y encauzar todas sus acciones a través del marco institucional, resulta preferible para las fuerzas democráticas a intentar subvertir la democracia.  Por su parte, Di Palma afirma que el éxito de los procesos de democratización obedecía a la capacidad contractual de los actores relevantes para establecer eficientemente los parámetros normativos e institucionales del régimen en cuestión, lo que no dependía ni estaba condicionado por los factores sociales, económicos y culturales del contexto histórico, sino, más bien, por las preferencias y la voluntad de los actores orientadas a “institucionalizar la incertidumbre típica del conflicto político y social”.  Por us parte, Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter privilegiaron el abordaje de la capacidad y las orientaciones de los actores políticos relevantes en la tarea de construcción democrática, pero lo hicieron remarcando una relativa secundarización de los factores económicos, sociales y políticos situacionales frente al rol estratégico de las interacciones políticas establecidas entre los actores y líderes democráticos durante esos procesos. La perspectiva analítica predominante en el análisis de los procesos transicionales de los estudios de primera generación configuró un enfoque que, además de parcial, estuvo signado por un perfil marcadamente formalista y coyunturalista. Parcial porque no se trató de una perspectiva que hayan abarcado al conjunto de los factores sociales y políticos que gravitan desde entonces en los escenarios políticos y sociales de nuestros países y que, de alguna manera, han incidido fuertemente sobre la evolución de los procesos de democratización; formalista en tanto que privilegió aspectos legales e institucionales del régimen político en detrimento de la consideración de las dimensiones culturales, sociales y económicas presentes en esos procesos; y coyunturalista porque ponderó el estudio de factores de corto plazo y de escenarios espaciotemporales acotados, cercenando de antemano la importante influencia de los factores y condicionantes de largo plazo sobre las democratizaciones en marcha. Dicho de otra manera, se trató de una perspectiva marcadamente institucionalista. Esta impronta derivó de una doble característica, a saber, (i) por un lado, la teoría de la transición se centró en lo que se denominó una definición “mínima” de democracia, considerando a ésta apenas como un tipo de régimen político compuesto por un conjunto de reglas y mecanismos institucionales de selección de autoridades y de ejercicio del poder, sin contemplar, la mayoría de las veces, aquellos factores sociopolíticos que condicionaban dicha institucionalidad y que iban moldeando el escenario social en el que se desarrollaban las democratizaciones en cuestión; y (ii) por otro lado, no distinguió claramente la noción de democracia entendida como régimen político de la de democratización comprendida como proceso político, social, económico, cultural e institucional orientado hacia la construcción de un cierto orden político, al mismo tiempo que identificó a la democratización con el establecimiento de un régimen formalmente democrático y con la instauración de un gobierno democráticamente electo. En este sentido, Saín sostiene que el concepto de democracia no se agota apenas en los soportes normativos, procedimentales e institucionales de un régimen político poliárquico, del mismo modo que la noción de democratización tampoco se restringe a las variadas formas de reforma institucional y reformulación cultural ciertamente supuestas en todo proceso de construcción (o reconstrucción) democrática. Ambos términos denotan mucho más que estos aspectos. La evolución y particularidades generales de las intrincadas

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democracias emergentes y de las condiciones económicas, sociales, culturales y también institucionales en medio de las cuales se fueron desenvolviendo y articulando, han permitido observar que todo proceso de democratización engloba profundos cambios en la relación entre el Estado y la sociedad. Así, toda democratización indica un horizonte no limitado a la instauración de un conjunto de reglas de procedimientos, sino que supone principalmente un proceso de construcción histórica de carácter colectivo en el que los actores que lo protagonizan establecen una compleja red de interacciones condicionadas por las tendencias y características situacionales de índole política, social, económica, cultural e institucional. Este enfoque abandonó el análisis de la estructura económico- social como mecanismo productor de los factores y las condiciones necesarias y suficientes para la consolidación democrática en América Latina, y se pasó a una perspectiva en la que la democracia fue entendida como un ordenamiento político resultante de las acciones y los acuerdos efectuados entre los actores estratégicos del sistema político. Esta crítica entiende que estos enfoque de “primera generación” no se intentaron abordar cómo y cuánto las condiciones socioeconómico, culturales e institucionales de largo plazo condicionan y/o determinan históricamente tanto las preferencias, visiones e intereses de los actores como sus comportamientos y, en particular, sus posibilidades fácticas de acción y de proyección política. Dentro de este contexto, se inicia en la década de los noventa la segunda generación de estudios sobre la transición a la democracia. Uno de los primeros abordajes de Terry Karl para quien el establecimiento de condiciones socioeconómicas previas y necesarias para la democracia, tales como cierto grado de riqueza o nivel de desarrollo económico, un sistema de creencias y valores políticos funcionales con la democracia, ciertas configuraciones histórico-sociales o determinado tipo de inserción de las economías de éstos países en el escenario económico internacional es considerada analíticamente “inútil”. Karl entiende a la transición como un proceso caracterizado por la ausencia de reglas de juego predecibles y en el que, por ende, el grado de incertidumbre es elevado, situación cuya evolución pasa a depender, de ese modo, de la capacidad de los actores políticos relevantes para establecer las condiciones del juego político mediante el pacto democrático. Pero, a diferencia de los autores de la primera generación reconoce el peso y la incidencia que tienen las condiciones histórico-sociales sobre la proyección de los actores políticos: las condiciones histórico-estructurales no sólo limitan a los actores políticos y sociales, sino que también, al mismo tiempo, les confiere un conjunto de oportunidades y opciones contingentes de acción política. Por último, el politólogo Samuel Huntington también realizó nuevo aportes en torno a esta discusión. Parte de entender que la democracia debe ser conceptualizada sobre la base de sus atributos institucionales. De ese modo, conceptualiza a la democracia como un sistema basado en “la selección de líderes” mediante “elecciones competitivas por parte de las personas gobernadas por ellos”, para lo que deben existir condiciones civiles y políticas que permitan la “competencia y participación” de los ciudadanos en los asuntos políticos. Considera que el papel del liderazgo político y de la capacidad de la dirigencia política es central para la institucionalización de la democracia. Pero sostiene que el comportamiento y proyección del liderazgo político durante las democratizaciones se halla condicionado por los factores contextuales de carácter social, económico, cultural y político que conforman los escenarios históricos de esos procesos. De esta manera, la experiencia democrática previa, el éxito o fracaso del gobierno autoritario anterior, el tipo de transición desarrollada –consensuada o por ruptura–, el contexto internacional, la naturaleza de las instituciones y de la legalidad democrática establecida y la eficacia de los nuevos gobiernos democráticos en la resolución de problemas importantes, configuran factores políticos que, según Huntington, operan decisivamente sobre la emergencia y consolidación de la democracia.

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En síntesis, esta segunda generación de estudios parecen indicar que, en la medida en que el proceso democrático es el resultado de una combinación de circunstancias y causas que varían de caso en caso y de etapa en etapa histórica, desde el punto de vista teórico y analítico, no resulta suficiente la consideración y el abordaje de un sólo factor para explicar el desarrollo de dicho proceso –ya sea en varios países o en un solo país–, sino que se precisa de un enfoque más global y abarcativo.

DECIMOSEGUNDA CLASE

Nos toca hoy ver los procesos de consolidación democrática desde el punto de vista de sus resultados en las últimas décadas, para lo cual, haremos una particular referencia a los desempeños de los gobiernos democráticos de la región latinoamericana durante las últimas décadas. Para los países latinoamericanos los nuevos escenarios transicionales de nuestras democracias se fueron afianzando institucionalmente en contextos caracterizados por extensos desajustes económicos, acuciantes procesos de desintegración y exclusión social, marcadas tendencias de fragmentación cultural y profundas crisis de legitimidad y representación política. Si alguna vez, nuestros marcos analíticos suponían que había una relación entre desarrollo institucional democrático y desarrollo económico (piensen en los primeros trabajos de las teorías de la modernización, desde Huntington hasta el primer O’Donnell) la experiencia latinoamericana (y del este europeo) nos mostraba que la instauración de estas democracias no tuvo como resultado inmediato el crecimiento económico, la distribución equitativa de riquezas, el establecimiento de formas más amplias de participación política o de bienestar general desde el punto de vista social, pese a lo cual nuestras democracias han conseguido consolidarse institucionalmente. Dentro de los procesos de consolidación democrática, el debate intelectual se centro en que la democracia no debe restringirse exclusivamente a la vigencia y regularización institucional de elecciones libres basadas en el sufragio universal como medio específico para la designación de las autoridades gubernamentales, sino que también supone, con igual peso, el ejercicio pleno de la ciudadanía con relación a los derechos y libertades civiles, políticas y sociales modernos, vale decir, una ciudadanía asentada sobre la base de la participación político-social autónoma de los ciudadanos en el proceso de gobierno y en los asuntos colectivos Ahora bien, la efectivización de estos atributos institucionales implica el desarrollo de ciertas condiciones político- sociales de aplicación, tales como la existencia de un Estado con capacidad para garantizar los derechos y libertades civiles, políticas y sociales a lo largo de todo su territorio y de toda la sociedad, así como la vigencia de condiciones sociales, económicas y culturales que, de alguna manera, no obstruyan y/o permitan la concreción de la democracia política, del ejercicio de la ciudadanía y de la participación política autónoma. Sabemos que esto no ocurre. Más bien, durante las últimas décadas la relación articulada entre los actores sociales y el Estado se ha venido deteriorando a un ritmo sostenido. Entonces “¿Cómo se mantiene un orden basado en una democracia política cuando la creciente desigualdad nos aleja de la democracia social?”.

Latinoamérica ha sufrido durante las últimas décadas una profunda crisis económica y sus consecuencias sociales han dado lugar a una dinámica que se ha denominado de varias maneras: “desorden social”, “década perdida”, “ajuste caótico”, etcétera.

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Tal como apunta Saín, dicha dinámica ha derivado de una serie de procesos generales, como la desarticulación de la estructura productiva –particularmente, de la estructura industrial–, la recurrente salida de capitales y la fuga de inversores extranjeros, la brusca caída de la inversión productiva, la maciza transferencia de capitales hacia los bancos acreedores vía pago de la deuda externa y los permanentes procesos de inflación e hiperinflación, entre otros factores. En un plano macrosocial, se trató de una marcada desagregación y fragmentación socioeconómica resultante, por un lado, del agotamiento y fractura del antiguo régimen social de acumulación industrialista-sustitutivo y Estado-centrista y, por el otro, de los impactos sociales provocados por las políticas económicas de ajuste implementadas casi unánimemente en la región durante estos años. Esto se refleja en el pobre desempeño de los indicadores de la región, sobre todo a los que dan cuenta del fenómeno social: aumento de la pobreza y la indigencia, aumento del desempleo abierto y precarización del empleo y, sobre todo, aumento de la brecha de distribución del ingreso. Como bien señalan Bustelo y Minujín –citados por Saín-, el consenso general que acompañó la relativa reactivación económica producida a comienzo de los ‘90 en algunos países latinoamericanos se fue diluyendo rápidamente cuando se observó que dicha reactivación tuvo un efecto nulo y hasta negativo en la generación de empleo y en la redistribución del ingreso. La crisis afecto a los distintos sectores sociales de distinta manera, siendo los más afectados los sectores pobres de la sociedad y los “sectores vulnerables a la pobreza”. Estos “nuevos pobres” se vieron en situación de riesgo social por diversas razones: por motivos de su precarización laboral (subempleo o empleo asalariado no registrado), o su deserción escolar (educación primaria o secundaria incompleta) o por problemas de acceso a la salud (Ver las cifras del informe de la CEPAL). Este cuadro enmarcó un sustantivo incremento de la pobreza y un abarcativo proceso de empobrecimiento de vastos sectores populares y medios de los países de la región. Nuevamente, para Bustelo y Minujín, como consecuencia de estos procesos, la estructura social se ha “complejizado y heterogeneizado”. El significativo aumento de la concentración económica entre los estratos más altos de la sociedad ha generado que haya “ricos más ricos”, aunque, al mismo tiempo, una importante porción de sectores medios se ha empobrecido, conformando amplias camadas de “nuevos pobres” que se sumaron a los “pobres históricos”. Asimismo, una sustantiva parte de los sectores pobres y medios – conformados, particularmente, por trabajadores semicalificados y no calificados y trabajadores del sector público– se encuentran en “situación de vulnerabilidad”, esto es, “en situación de poca estabilidad y con tendencia a caer en la zona de exclusión”, mientras que una significativa porción de los sectores trabajadores pobres –generalmente, trabajadores no calificados vinculados a empresas de baja productividad o trabajadores “cuentapropistas no calificados”– se encuentran en “situación de exclusión”, es decir, con ingresos escasos y excluidos de todo tipo de cobertura de salud, educación y seguridad social. Este proceso a precarizado las constituciones de ciudadanos plenos, siendo esta nueva ciudadanía emergente constituida a partir de la negación de derechos fundamentales, en tanto los pobres están marginados y no tienen la capacidad de luchas por sí mismos. A diferencia de los trabajadores en Occidente, que pudieron conquistar sus derechos básicos mediante la lucha y la organización, en la coyuntura actual de recesión e injusticia, los que viven en los márgenes del sistema carecen de poder y no tienen capacidad de hacerse escuchar. Estos procesos impactaron en importantes aspectos de la vida social y política de los países de la región. Uno de los rasgos más llamativo del escenario político-social latinoamericano de los ’90 lo constituye el abarcativo proceso de desintegración social producido en vastos sectores de las respectivas comunidades

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nacionales, proceso que ha englobado y expresado diferentes modalidades de disolución de la cohesión social, de ruptura y fragmentación cultural, de desarticulación de las identidades e instituciones intermedias, de segmentación organizacional, de repliegue a la esfera individual o a grupos primarios, de violencia desorganizada, de protestas acotadas, de adecuación individualista y de anomia defensiva. Esto se ha evidenciado en que los llamados excluidos, lejos de proyectarse colectivamente en sentido ofensivo o rupturista contra el orden imperante, han comenzado a reclamar participación en él dentro del marco de lo que se denominó un anhelo de integración. En estos espacios emergentes se dieron dos tendencias que necesariamente deben tenerse en cuenta para poder apreciar algunas de las nuevas condiciones sociales de las nuevas democracias en nuestros países: 1. Por un lado, se fue configurando un escenario social signado por lo que Zermeño llamó debilitamiento de lo público, esto es, un proceso de desarticulación (debilitamiento y/o fragmentación) de las identidades colectivas típicas de la sociedad precedente y de las bases organizacionales de los grupos y espacios tradicionales de intermediación, fenómeno que englobó tanto el debilitamiento de los órganos e instituciones tradicionales de mediación –tales como los partidos políticos y los sindicatos– como la paulatina fragmentación y desarticulación de movimientos sociales surgidos durante la década pasada –organizaciones sociales y políticas con cierta institucionalización tales como confederaciones agrarias, organizaciones vecinales, comunidades religiosas, organismos políticos, sectoriales, etc–. 2. El proceso antes descripto, dio lugar a modalidades parciales, inmediatas y fragmentadas de acción sectorial y a una conflictividad no vinculada a la cuestión nacional o a la dualidad clasista, sino más bien expresiva de demandas sociales concretas, parciales y no agregadas. Este proceso no sólo derivó de la imposición de nuevos patrones culturales más pragmáticos e individualistas, sino también de las carencias de medios conceptuales, institucionales, materiales y sociales necesarios para la articulación de un tipo de intervención política organizada y durable.

Ambas tendencias se han inscripto en una profunda reformulación de las relaciones entre el Estado y la sociedad, y han reforzado el debilitamiento y la licuación de los espacios e instancias clásicos de intermediación social y de participación política. Pero este proceso no respondió sólo a la desordenada dinámica social derivada de los impactos de la crisis económica, sino que fue –más recientemente– apuntalado por el impacto socialmente excluyente de las políticas macroeconómicas de ajuste y reconversión productiva desarrolladas en el marco de una dinámica estatal orientada a desalentar y/o desarticular la constitución de identidades e instancias organizativas sociopolíticas concebidas como alternativas u opuestas al modelo vigente. Además, en escenarios caracterizados por la marginación de vastos sectores sociales como los mencionados, se han impuesto condiciones conceptuales y organizacionales que imposibilitaron la agregación institucional de intereses de los sectores excluidos y que obstaculizaron su constitución como actores políticos. Dentro de este escenario se fue configurando una dinámica social proclive, por el lado de los actores, a la apelación al líder –religioso o político– como alternativa de adaptación individual y, por el lado de la mediación entre el poder político y la sociedad, a la consideración del Estado como actor determinante de la intercesión entre la política y lo social y como instancia fundamental de sobrevivencia material y de referencia simbólica dentro del conjunto social, lo que ciertamente fue apuntalado por la ausencia de otros poderes sociales con capacidad para mediarlo, contenerlo o limitarlo.

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DECIMO TERCERA CLASE

UNIDAD VI

Partiremos de analizar que, la profunda crisis de intermediación y representación político-social, puede ser entendida a partir de tres dimensiones:  la progresiva desarticulación de las organizaciones sindicales, motivada por los procesos de desindustrialización, la drástica transferencia de ingresos desde los asalariados hacia los sectores capitalistas y la caída de la producción en general, configuraron factores que, sumados a los cambios producidos en las relaciones laborales –precarización del empleo, flexbilización laboral, nuevas formas de contratación y de ocupación como el cuentapropismo, el pluriempleo, el empleo temporal permanente, etc.– y al repliegue del Estado como instancia regulatoria de esas relaciones en favor de la protección del trabajo. A esto se le sumo las estrategias gubernamentales de cooptación de dirigentes y organizaciones sindicales junto con las propias limitaciones teórico-políticas de esa dirigencia, los cuales también contribuyeron decisivamente con la crisis del sindicalismo. A su vez, también debe tenerse en cuenta que las políticas de ajuste estructural y reforma económica llevadas a cabo en nuestros países otorgaron nuevos impulsos y reforzaron la ya creciente consolidación de los grandes grupos económicos locales y transnacionales como sectores económicos y socialmente dominantes.  la emergencia de nuevos movimientos sociales como actores relevantes, pero acotados y altamente descentralizados en la articulación de reclamos e intereses sectoriales: tal como vimos, esto supuso el surgimiento de un espacio signado por la heterogeneidad y la descentralización de lo social en el que la expresión de una multiplicidad de organizaciones, grupos y asociaciones sociopolíticas no gubernamentales y la aparición de nuevas modalidades de articulación de intereses y de intermediación. Esos movimientos sociales como canales de mediación y articulación de demandas tuvieron un del grado de institucionalización bajo, debido fundamentalmente a a la parcialización de las demandas y ejes temáticos de estos nuevos movimientos, a su alto nivel de fragmentación y diversificación organizacional y cultural, a las limitaciones de su lógica agregativa y de articulación política de intereses –cuando no a la proclamación de una postura explícitamente antipolítica– y a la falta de una perspectiva político-social global frente a las otras instancias de intermediación y frente al Estado  Por último, la pérdida de legitimidad de los partidos políticos y de la política misma como instancias privilegiadas para la canalización de las principales demandas sociopolíticas: las organizaciones políticas y partidarias se volvieron actores que buscaron maximizar beneficios electorales inmediatos, cruzados por una cultura política cortoplacista y pragmática, que los distanció de las demandas sociales, se autonomizaran de los actores y movimientos sociales y tomaran al Estado como principal referente material y simbólico. Tal como lo analizaron Fernando Calderón y Mario Dos Santos, estos movimientos se plasmaron en un proceso dual que tensionaron nuestras jóvenes democracias. El mismo estuvo signado por la desagregación de la base de la sociedad y la concentración de la cúspide de la misma, y, en su marco, por la paulatina desarticulación de los mecanismos y formas previas de intermediación y representación política. A esto se le

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sumó la profundidad de la crisis económica y de las tendencias de desintegración social, las cuales dificultaron la posibilidad de satisfacción de un conjunto de expectativas y demandas sociales, creando la sensación de que el estancamiento y la caída de los niveles de vida era una tendencia irreversible y reforzando la percepción colectiva de la ineficacia de la dirigencia partidaria y de las instituciones políticas para hacer frente a esos desafíos. En este sentido, las cifras del Latino Barómetro muestran que, en la región, existe un elevado nivel de compromiso con la democracia entendida como el mejor tipo de régimen posible y, al mismo tiempo, se plantea un elevado nivel de insatisfacción con el funcionamiento de esa democracia. Esta deslegitimación de nuestro sistema político no tiene como horizonte un eventual colapso del sistema democrático ni implica un aval a formas autoritarias de estructuración política. Pero sí expresa una cierta forma de descontento social hacia la política, lo cual se ha traducido en manifestaciones de desilusión, indiferencia y apatía política, cuando no de desconfianza, de descrédito y de manifiesto rechazo hacia los partidos, las elecciones, las instituciones parlamentarias y la dirigencia política en general de algunos sectores de la sociedad. En síntesis, esta dualización trajo como consecuencia la concentración de poder social y político en favor de los sectores dominantes se desarrolló al compás de la profunda segmentación social, diversificación e inmediatez cultural y fragmentación política que alcanzó a los sectores medios y populares. Ahora bien, estas tensiones políticas y sociales que se correspondieron con una extendida reestructuración político-social del Estado. Los procesos de democratización se desenvolvieron en un escenario enmarcado por un Estado sometido a los impactos y vaivenes derivados no sólo de los cambios producidos en el interior de la sociedad sino también de las nuevas tendencias que se fueron desarrollando en el sistema internacional, lo que fue creando nuevas condiciones políticas cuya gravitación para la construcción democrática resultó central. Esto se expreso en dos tensiones:  Por un lado, los Estados sudamericanos tuvieron el desafío referido directamente a la capacidad para contener, controlar y procesar la crisis económico-social producida por las transformaciones llevadas a cabo, capacidad que rápidamente pasó a estar medida en términos de destreza y eficiencia en el desarrollo de las políticas de reestructuración económica y, al mismo tiempo, de construcción de la legitimidad democrática.  Por otro lado, enfrentaron demandas tendientes a garantizar el ejercicio de la ciudadanía y que expresaba una fuerte demanda social de gobernabilidad, cuya manifestación no fue más que la expresión de que en el imaginario colectivo la democracia y el proceso de su construcción no se limitaba apenas a la recuperación de los derechos de ciudadanía ni a la vigencia formal de las normas y mecanismos del régimen poliárquico, sino que también debía implicar la existencia de un Estado administrativamente competente y políticamente eficaz a la hora procesar y regular institucionalmente las diversas demandas e intereses de los diferentes actores sociales, fundamentalmente de cara a la crisis económico-social en ciernes. Estas dos tensiones hicieron que, desde los análisis de la disciplina, comenzáramos a prestar atención a las capacidades del Estado para afrontar de manera estable y eficientemente el conjunto de los desafíos y amenazas que tendieron a cercenar tanto la continuidad como la estabilidad de las instituciones. Esta crisis no procedían de la proyección de actores sociopolíticos antidemocráticos –amenaza que con el correr del tiempo fue diluyéndose en la mayoría de los países de la región– sino del estallido de profundas crisis económicosociales y de la no menos contundente crisis institucional del Estado:

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 Por un lado, la capacidad de gobernabilidad sobre la crisis económico-social, la cuestión del Estado implicó una doble tendencia: (i) en el contexto de las políticas de ajuste, apertura y desregulación económica llevadas a cabo en los ‘90, el Estado tendió a achicarse (privatizaciones de empresas públicas, la reducción del aparato administrativo-burocrático y la desarticulación de diferentes instituciones dedicadas a la formulación e implementación de políticas sociales) lo que provocó un “ajuste de la regulación estatal frente a la sociedad”, (Von Haldenwang, 1994) o, dicho de otro modo, un repliegue institucional del Estado ante las problemáticas que surgían de los impactos sociales provocados por las mismas políticas de ajuste y reconversión productiva que enmarcaron a esas reformas administrativas; (ii) una drástica erosión de la gobernabilidad y eficacia del Estado para hacer frente a las consecuencias sociales y políticas de la reestructuración encarada, lo que produjo, a su vez, una severa restricción de su capacidad para implementar –conjuntamente con el mercado– modalidades de desarrollo económico basadas en el fomento productivo.  Por el lado de la crisis institucional del estado, es posible ver una nueva tensión: (i) Por un lado, el proceso de reforma reforzó la autonomía del estado frente a la sociedad civil, a partir de que amplió y dinamizó sus funciones de orientación y coordinación económica frente a las fracciones y grupos dominantes, intensificó su capacidad de disciplinamiento social de cara a los sectores sociales medios y populares excluidos o marginados de la dinámica central del modelo desplegado. Es decir, el Estado cumplió una función central en el proceso de ajuste estructural, aún cuando dicha transformación ha tenido como uno de sus ejes fundamentales la reformulación y refuncionalización del propio Estado. El éxito de la estabilización y del ajuste de muchas economías en desarrollo ha sido viabilizada merced a la capacidad administrativa y técnica puesta en práctica desde el aparato estatal –en verdad, de sus administradores– para generar las condiciones materiales y políticas propicias y necesarias para ese objetivo; (ii) Pero, en lo relativo a la presencia funcional y territorial de las políticas y de la legalidad estatal, la tendencia que se impuso en los países de la región supuso el repliegue y la evaporación del Estado en vastas regiones del territorio nacional y en gran parte de la estructura de estratificación social. Esto fue moldeando un escenario en el que las relaciones entre el Estado y la sociedad se caracterizaron por un lo que Guillermo O’Donnell denomino como una relación de bajo grado de institucionalización. Ello no sólo respondió a la carencia de recursos institucionales suficientes para encausar los problemas existentes en la sociedad, sino también a la insuficiente capacidad operacional de ese Estado para articular y procesar dichas demandas y/o a la voluntad política de los distintos gobiernos de la región para sacar réditos de estas situaciones amplias dimensiones funcionales y territoriales de la vida. La política nacional, la institucionalidad y legalidad estatal pasó a formar parte de estructuras de poder privadas, configurando lo que O’Donnell denominó “zonas marrones” en las que, a pesar de la existencia de elecciones para elegir los gobiernos, del funcionamiento de las legislaturas nacionales y provinciales y de una pluralidad de partidos políticos compitiendo en el marco de la institucionalidad poliárquica, la privatización fáctica de la esfera pública y de los mecanismos y procedimientos del Estado que emprendieron los poderes locales, le otorgaron al proceso político una impronta ciertamente autoritaria.Este proceso, sumado a la limitación del Estado para imponer la ley, determinaron lo que O’Donnell ha calificado apropiadamente de ciudadanía de baja intensidad, entendiendo a ésta como la negación de los derechos liberales típicos de todo Estado democrático, aun en situaciones en las que existe plena vigencia de los derechos políticos constitutivos de una democracia formal. Asimismo, este proceso también tiene que ser visto en perspectiva internacional, donde los desafíos de la globalización provocaron una sustantiva disminución de la autoridad del Estado producto de una mayor interdependencia global. Los cambios políticos acarreados por la globalización generaron consecuencias

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respecto de la pérdida de centralidad y de dominio integral del escenario local e internacional, pero también abren nuevas posibilidades de reconversión y reestructuración, en particular en lo referido a sus relaciones políticas, sociales y económicas. Las consideraciones generales hasta aquí descriptas nos indican que las nuevas democracias en América Latina combinan, en diferentes grados, elecciones libres, ciudadanía de baja intensidad y creciente desigualdad y marginación social. Estas características dan cuenta de lo que Adam Przeworski analiza como la configuración de un nuevo tipo de democracia, que él caracteriza como, “democracias carentes de una ciudadanía efectiva para amplios segmentos de la comunidad política”. Durante las últimas décadas estas tendencias dan cuenta de un brusco achicamiento del espacio público de la política y una pérdida de la centralidad de ésta. La política dejó de constituir una actividad social asentada sobre la participación relativamente autónoma de la sociedad civil en los asuntos de interés público y pasó a conformar una práctica de cuadros –gubernamentales y partidarios– anclada casi exclusivamente en el interior del aparato del Estado y en una franja social muy estrecha y directamente vinculada a la actividad gubernamental y estatal y a su vínculo con las relaciones mercantiles. Esta crisis obliga a repensar la política por lo menos en alguna de sus dimensiones. Por un lado, coloca al Estado en un primer plano. Vale decir, en contextos en los que se conjugan dramáticamente profundos procesos de desintegración social con gobiernos poliárquicos limitadamente democráticos, el rol y la capacidad de las elites gubernamentales para determinar el curso del proceso político y social resultan centrales. Para esto, Saín apunta a que es necesaria una dirigencia política proclive a desarrollar acciones tendientes a sentar las bases políticas e institucionales para producir una profunda reforma del Estado, a los efectos de asegurar amplios márgenes de lo que Waldo Ansaldi denomina “gobernabilidad democrática progresiva”, esto es una gobernabilidad que apunte a “recoger, elaborar y agregar (en la acción gubernamental) la demanda de la sociedad civil haciéndola valer como criterio de voluntad colectiva”. En este sentido, el Estado puede, y debe, como dice Norbert Lechner, “ciudadanizar la política”, esto es, reformularse en función de ello sobre la base de nuevos parámetros organizacionales y funcionales ante un mundo y una sociedad en transformación. Se trata, en definitiva, de un proceso de reconstrucción del Estado, o mejor, de construcción de un nuevo sector público, y de reconstrucción social, es decir, de un doble proceso de democratización política y social. Como entiende Antony Giddens “la crisis de la democracia viene de no ser suficientemente democrática” y, en consecuencia, ello requiere “democratizar la democracia” existente redefiniendo y reestructurando la interacción articulada entre el Estado y la sociedad. Hasta aquí la clase. Por favor, lean la carpeta y el texto señalado como lectura obligatoria. Les ayudará a entender este tema de inmensa actualidad, que no es sencillo y sobre el que, entiendo, seguiremos centrando nuestros análisis y discusiones durante los próximos años.

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