todo caso podría ser que la imaginación del pintor se acercara por caprichosa coincidencia. Otros insinuaron simplemente que Rostan pretendía su

El arqueólogo, es un óleo sobre lienzo de 53,8x46,3 cm. Retrato de un arqueólogo desconocido que por su vestimenta y analogías con otros cuadros de la

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El arqueólogo, es un óleo sobre lienzo de 53,8x46,3 cm. Retrato de un arqueólogo desconocido que por su vestimenta y analogías con otros cuadros de la época pudo haber sido pintado entre 1660 y 1670. Siempre ha estado en colecciones particulares por lo que su estudio nunca ha sido exhaustivo. Se atribuye primeramente a Johannes Vermeer, aunque la aparición tras la Segunda Guerra Mundial, del famoso falsificador Han van Meegeren así como otros detalles que relataremos, alimentan las dudas. Otras hipótesis menos fiables y que no se sostienen, sobre todo por el estilo, lo atribuyeron a Pieter de Hoogh coetáneo de Vermeer, y una última, cuando en 1986 apareció un pintor incomprendido y con mala fortuna de nombre Hendrik van Mander, propietario de una tienda especializada en bellas artes quien afirmó en su lecho de muerte que él era el único autor, que lo había pintado por despecho, que lo había vendido por una suma considerable y que se había reído de todos. La pintura a día de hoy, se encuentra en una colección particular de un jeque árabe de nombre desconocido que se hizo con la pintura en una subasta en 1985, tal vez entendiendo que su autor pudiera ser efectivamente Vermeer o por simple amor al cuadro sin que sepamos si por su cuenta hizo algún tipo de consulta o examen tras la confesión de Van Mander. Fuentes fidedignas aseguran que en el testamento del misterioso jeque se ordena que la pintura, así como toda su colección (se dice que compuesta enteramente de retratos y que se estima en cerca de unas dos mil obras de diferentes épocas y estilos), deberá ser pasto de las llamas en cuanto éste fallezca, por lo que es posible que el misterio permanezca. Pero pasemos a la descripción del cuadro para saber de lo que hablamos. La escena presenta a un hombre de entre treinta y cinco y cuarenta años sentado a una mesa con gesto pensativo mirando hacia la derecha, la mano izquierda sosteniendo la frente, una pluma en la otra. En la mesa, la presencia de un libro y lo que parece con toda seguridad un sílex por entre una pieza de tela bordada. Detrás, en la pared, una pintura de unas ruinas tal vez griegas enmarcada en dorado y en la esquina izquierda un mueble alto encima del cual vemos un globo terráqueo y cuatro libros apilados unos encima de otros. En este lado es donde se encuentra la ventana, que ilumina la escena febrilmente, dotándola de una atmósfera crepuscular. No es de extrañar que se le atribuyera de inmediato a Vermeer pues existe un paralelismo formal y que en un simple vistazo se aprecia en la ventana de la izquierda y en el mueble, exactamente iguales a los de otras dos pinturas ejecutadas por este artista holandés en 1669: El astrónomo y El Geógrafo (junto con La alcahueta, las únicas firmadas y fechadas del autor, aunque es cierto que se duda de la absoluta autenticidad de la segunda). En cualquier caso, la escena es similar a estos dos cuadros aunque a la inversa, ya que nuestro personaje mira hacia la derecha dando la espalda a la luz, posición inhabitual en la obra de Vermeer si exceptuamos la pintada entre 1673 y 1675, Dama al virginal. Otra diferencia es la actitud, algo más pausada que en las pinturas indicadas donde el talante es claramente activo. Sorprende en todo caso el personaje representado, un arqueólogo. No puede especificarse la identidad del retratado, aunque muchos lo emparentan por su parecido con Carel Fabritius, maestro de Vermeer, (conocido sobre todo por el

cuadro El jilguero), fallecido en 1654 en trágicas circunstancias luego de la explosión accidental de 30 toneladas de pólvora alojadas en un antiguo convento. La deflagración fue de tal magnitud que se escuchó a cien kilómetros. Prácticamente todo el casco urbano de Delft quedó en ruinas muriendo centenares de personas. En verdad existe una cierta semejanza en el rostro, pero como en otros detalles relativos a esta pintura no existe seguridad alguna. Como ya hemos señalado todo apuntaría a que de no ser un Vermeer auténtico podría tratarse de un cuadro ideado y pintado por el falsificador Han van Meegeren como aseguran algunos teóricos, reacios ya a profundizar en el tema. Van Meegeren fue un artista que, como muchos otros que se inclinaron por el arte de la falsificación, fracasó con su propia obra por lo que el resentimiento tal vez alimentara su dedicación, concluyendo que pintar obras ajenas y hacer falsificaciones resultaba más rentable. Se especializó en copiar obras de los grandes maestros de la pintura holandesa de la edad de oro (Vermeer, Pieter de Hooch, Frans Hals, Gerard ter Borch...), aunque también pintó obras de otros grandes como Rembrandt o Caravaggio. Pero acabó por dedicarse en exclusiva a Vermeer. Lleno de vanidad se propuso definir al detalle los procedimientos técnicos y químicos necesarios para crear falsificaciones perfectas. Compraba lienzos auténticos del siglo XVII, mezclaba sus pinturas con materiales crudos adquiridos en antiguos talleres de Italia (lapislázuli, albayalde, añil y cinabrio). Además fabricaba pinceles de pelo de tejón, similares a los que se conocía que empleaba Vermeer aparte de productos químicos para conseguir que sus pinturas pareciesen antiguas. Después de terminadas las horneaba entre 100 y 120 °C para endurecerlas y luego las enrollaba en un cilindro para aumentar el agrietado. Finalmente las lavaba en tinta china para rellenar las imperfecciones. Llegaba incluso a exponer sus pinturas bajo el ojo de expertos que después de severos exámenes dictaminaban su autenticidad. A través de su marchante y agente comercial, Van Meegeren, llegó a vender al mariscal nazi Hermann Göring un Vermeer de producción propia, Cristo con la adúltera, por 5 millones de euros. Los aliados después de la guerra descubrieron el cuadro en una mina de sal austriaca. Fue arrestado por las fuerzas aliadas y luego de un juicio rápido se le condenó a muerte por traición a la patria y colaboración con el enemigo. Para demostrar su inocencia pidió realizar una pintura en su celda pintando el cuadro de Vermeer Jesús entre los doctores. Dada la habilidad que estaba demostrando, los jueces cambiaron de opinión condenándolo a dos años de prisión por falsificación. Lo liberaron en 1946. Murió de un ataque al corazón en 1977. No existe constancia de que Van Meegeren confirmara la autoría de nuestro cuadro y como ocurre con otros de Vermeer la incertidumbre no desaparece. Algunos años después de la muerte de Van Meegeren aun ocurrió otro hecho que aumenta las dudas sobre la pintura. Tuvo lugar cuando el arqueólogo francés, Dominique Rostan, durante una exposición de maestros holandeses en La Galería Real de Pinturas Mauritshuis en La Haya, en enero de 1982, hizo notar que la imagen de la pintura en la pared que aparece tras el retratado tiene un asombroso parecido con los restos del palacio de Cnosos, un complejo arqueológico que no se descubriría hasta 1878. Entonces, las fechas no coincidirían en absoluto de ser una pintura auténtica. Algunos se apresuraron a señalar que la imagen no es tan nítida como para suponer tal cosa y que en

todo caso podría ser que la imaginación del pintor se acercara por caprichosa coincidencia. Otros insinuaron simplemente que Rostan pretendía su minuto de fama. Éste, dolido ante tal acusación, respondió con un artículo publicado semanas más tarde en una revista de arte francesa Le point des arts, en donde estudiaba en profundidad imágenes de las ruinas en la actualidad comparándolas con la imagen de la pintura, encontrando un parecido más que razonable, en la disposición y el punto de vista una vez que aportaba como elemento clave una fotografía de los años treinta del siglo XX que recordaba claramente la imagen del cuadro. Tal vez por ser una revista minoritaria y de escasa difusión o por haberla publicado en plena celebración de los mundiales de fútbol en España, la historia de Rostan cayó en el olvido. Finalmente, como última gran duda vendría la confesión de Hendrik van Mander que comentáramos al comienzo, quien aseguró a su vez que para el personaje se había basado en la posición y el gesto del San Pablo pintado por Rembrandt en 1657. Efectivamente la pose es harto parecida pero nada concluyente. Sobre la biografía de Hendrik van Mander tenemos material extraído del libro de Eduardo Torres, escritor hispano-mejicano, titulado Todo arte es falso hasta que se demuestre lo contrario, publicado por vez primera en Guadalajara, México en el año 1991, en la editorial Zacatecas del que luego hablaremos. En el libro se nos dice que Van Mander fue un artista y supuesto falsificador que nunca salió de los Países Bajos. Las pocas pinturas que conocemos, casi todas retratos exceptuando tres paisajes, nos presentan a un artista exhausto desde su primera pintura, que pareciera la última. El empleo que hace de la luz es tan irreal como un amanecer con el color de la noche. Sus retratos nos cuentan vidas que no han sido contadas, gestos que parece no han existido más que en la imaginación de un extranjero. Su biografía abunda en esta personalidad compleja y atormentada que parecía poseerle. Su niñez estuvo marcada por el suicidio de su padre y la posterior "paternidad" adoptada por un abuelo nada condescendiente que culpaba a su hija de todos los males. Se escapó varias veces buscando algún sentido en otros lugares que no fueran el suyo. De ahí a especializarse años después en retratos había un pequeño trecho. Pero sus pinturas casi nunca fueron del agrado del público ni de la crítica. En todas parecía buscar lo más oscuro de cada individuo por lo que con el tiempo los encargos y exposiciones empezaron a escasear. Incluso sus amigos artistas empezaron a evitarlo y comenzó a relacionarse únicamente con gente de la literatura y del teatro, época en la que conoció a su primera mujer. El último proyecto conocido que llevó a cabo fue una serie de retratos realizados a los pacientes del hospital para enfermos mentales en Vijverdal, Maastricht, algo que recuerda a lo que había hecho Géricault entre 1821 y 1824 cuando éste elaboró una serie de pinturas con modelos de locos y maníacos, tomados del natural en el asilo del psiquiatra Jean-Étienne Esquirol. A través de esa serie Géricault pretendía recabar un repertorio de expresiones de la locura. Desconocemos si Van Mander se inspiró en este precedente. En todo caso fueron trece pinturas de las cuales solo se conservan algunos dibujos preparatorios ya que fueron destruidas por el propio artista en una de sus épocas oscilantes entre la depresión y el alcohol. Pero centrándonos en nuestro tema, no sabemos ni cuándo ni dónde tomó la decisión de realizar al menos la única falsificación que el mismo nos dice de Vermeer. Sí se tiene constancia de una época calamitosa que comenzó con los sucesivos fracasos de sus pinturas y continuó con el abrupto divorcio de su mujer, la novelista y

escritora de cuentos infantiles Anna Louisa Hasse. Quizá estos hechos fueran los causantes de la aceleración de su desánimo para terminar perdiendo el norte. Van Mander, luego de tramitarse la separación se marchó de Eindhoven y se instaló en la soledad, abatido por la mala ventura en un minúsculo apartamento de Delft, curiosamente ciudad de nacimiento y muerte de Vermeer. Por aquel tiempo, en el que ya nada se supo de él en términos artísticos, buscaría cualquier trabajo para financiar el que sería su gran proyecto de falsificación. Años más tarde se casaría con una alfarera, Julia Brokken, que lo retiraría del alcohol y con la que tiene dos hijos instalándose posteriormente en Rotterdam en una casa se diría que demasiado lujosa para su nivel económico. Allí abrieron una tienda especializada en bellas artes llamada Fabritius en la que trabajaría hasta el final de sus días muriendo de una enfermedad hepática. Es en esta época donde se sospecha que habría vendido el falso Vermeer, pero no tenemos más que su palabra de moribundo pues sus hijos y su mujer nada comentan sobre el tema y los datos con los que contamos no son contrastables. Hay quien dice que, como buen falsificador, falsificó e inventó muchas obras de la época de oro holandesa, concretamente se rumorean la de los retratistas Thomas de Keyser o Bartholomeus van der Helst, pero de nuevo conjeturas que se han ido diluyendo con los años. Tal vez sea el falsificador perfecto que nadie ha desenmascarado. El libro de Eduardo Torres sigue en un recorrido más abundante por su biografía y aporta más datos de dudosa fiabilidad pero nada más nos interesa hasta aquí. Solamente indagar en este mismo libro en el podemos bucear por la biografía de otros falsificadores y que con cada página y cada historia se nos alimenta la desconfianza en cuanto al mundo del arte se refiere. El último capítulo del libro, que algunos creen sobrante, está dedicado a realizar una defensa muy sui generis de la falsificación, argumentando que la misma es inherente a todo arte; que resulta tan difícil demostrar la falsedad como la autenticidad de un cuadro y que simplemente analizando buena parte de las obras de grandes museos nos llevaríamos tamaña sorpresa; que todo es un negocio y que, como tantas veces, el verdadero arte queda relegado a un segundo plano. Nos relata en este capítulo y entre otras, la anécdota de que el mismo Miguel Ángel vendió en su momento como griegas, al Papa Julio II, algunas esculturas que él mismo había esculpido. En este caso el Vaticano salió ganando. Y en fin, igualmente abunda en los falsificadores que a día de hoy exponen en galerías y museos de todo el mundo tales como Edgar Mrugalla, el propio Han van Meegeren, Thomas Keating, o el más conocido, Elmyr o de Hory, a quien muchos nombran como imitador de estilos más que como falsificador. Solamente estos nombres sumarían cientos de obras supuestamente colocadas en el mercado y en los muesos. Precisa Torres que está convencido de que no hay obra de arte más real que aquella que habla de la mentira. Y finaliza dejando una cuestión para consultar con la almohada, ingenua pero a la vez profunda: ¿Es una obra de arte falsa menos verdadera? Y ahí se queda Torres en este pequeño diccionario de falsificadores. Hoy no sabemos si El arqueólogo es una obra de Vermeer, de un hábil falsificador o de un artista desconocido de la época. Tampoco tenemos idea de la identidad del retratado, de si era en verdad un arqueólogo o un simple hombre posando como tal. Un tema de identidad y de autoría que no le resta interés a la pintura en cuanto la separamos del mercado y del puro negocio. Una obra que posee una innegable calidad pictórica aun sin poder atribuirle una firma, y que tal vez,

por este misterio, adquiere un peculiar carácter y su mayor atractivo. Tal vez baste decir, tal y como bien dejó escrito G.K. Chesteron en algún poema: “A cada hombre le bastan su misterio y un oficio”. Serie Pinturas monocromas. El arqueólogo Rosendo Cid

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