UN INVIERNO EN. Ana M. Briongos

UN INVIERNO EN KANDAHAR Ana M. Briongos Índice PORTADA INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DIGITAL MAPA DE AFGANISTÁN NOTA A ESTA EDICIÓN DIGITAL PREFACIO P

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Entre Madrid y Bolonia en un invierno inexistente Ugo Pipitone Regreso a fines de febrero después de una semana partida por la mitad entre Madrid, pa

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UN INVIERNO EN KANDAHAR

Ana M. Briongos

Índice

PORTADA INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DIGITAL MAPA DE AFGANISTÁN NOTA A ESTA EDICIÓN DIGITAL PREFACIO PRIMERA PARTE: Un invierno en Kandahar Herat El Hotel Pamir y la casa del juez Los pretendientes “Construí laberintos para escapar de la cárcel” Niels regresa de la ribera del Helmand El hamam SEGUNDA PARTE: Canción de cuna para un aventurero muerto Huyendo del calor Kabul La casa de Sidiq El mundo de Pierre Descombes El amigo afgano Pierre Descombes cuenta su infancia El regreso del Pamir Un Pigmalión en Kabul Chanel n° 5 La conversión de Descombes El Twenty Fifth Hour Key Club La noche es nuestra La noche de la iguana Persona non grata Con la gente de Ayub Jan15, más allá de Band-i-Amir

Llegaron los rusos Un lugar en el paraíso En busca de un viejo amigo Últimas palabras CRONOLOGÍA BIBLIOGRAFÍA ECOS TRAVEL BOOKS

INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DIGITAL Después de los atentados del once de septiembre de 2001 llamé a mis amigos afganos a Frankfurt, Lyon, Nueva York y Santa Fe de Nuevo México. Estaban a la vez sorprendidos y horrorizados. Sorprendidos por los hechos que acababan de ver a través del televisor y horrorizados porque enseguida intuyeron que aquellos hechos desencadenarían una venganza terrible sobre su país, ya devastado por la guerra, la tiranía talibán y la hambruna. Como consecuencia, Afganistán fue bombardeado masivamente por las tropas norteamericanas para castigar a los organizadores de los atentados de Nueva York y Washington, Bin Laden y sus secuaces de Al Qaeda, y también a sus cómplices los talibanes. Unos meses antes de que se desencadenaran estos acontecimientos había visto un documental por televisión en que una mujer afgana desesperada pedía una bomba atómica para terminar con todo aquel sufrimiento a sabiendas de que ello significaría su propia muerte, la de su familia y también la de todos sus parientes, vecinos y conocidos. Para ella la muerte vista de cerca, cebándose indiscriminadamente en

niños, mujeres y hombres, día tras día durante más de veinte años, era insoportable. Nadie invirtió esfuerzos y medios en aquella parte del mundo para conseguir la pacificación antes de que llegaran los talibanes sino al contrario, todos los que pudieron armaron a las diferentes facciones hasta arrastrar a Afganistán a lo más hondo del pozo donde se gesta y se alimenta la descomposición social y a la guerra civil. No ha sido la bomba atómica pero sí un bombardeo masivo del país el que ha hecho cambiar la situación. Se necesitarán años para reconstruirlo. El gobierno afgano se ha sostenido precariamente gracias a las tropas extranjeras. En el gobierno participan también algunos señores de la guerra, auténticos criminales. A estos señores no hay quien los aparte del pastel que se reparte, pues tienen poder, armas y hombres. El anciano Mohammad Zaher Shah, sobre el que se dirigieron todas las miradas al ser una persona respetada por las diferentes facciones, no quiso volver a ser rey de Afganistán aunque aceptó abandonar su exilio en Roma para volver a Kabul y ejercer de elemento estabilizador. Todavía hay escaramuzas entre facciones rivales, grupos de asaltadores controlan las carreteras y, a menudo, hay encuentros armados con los talibanes que, aunque apartados del poder, siguen resistiendo. En el 2011, diez años después de los atentados que originaron la intervención armada

occidental, los americanos descubrieron el escondrijo de Osama Bin Laden y lo mataron. Misión cumplida. Después decidieron retirar las tropas de Afganistán. Hace meses que ha habido elecciones y todavía no hay un nuevo presidente pues los candidatos no aceptan los resultados que dicen son fraudulentos. Todo ello es consecuencia de las interminables luchas tribales y étnicas. Uno de los candidatos es pashtú y el otro tayik. El camino de la paz es complicado en Afganistán. Un invierno en Kandahar es el relato amoroso y fascinado de mi relación con Afganistán, un país que visité anualmente durante casi diez años, de 1968 a 1977, durante el reinado de Zaher Shah y la república del presidente Daud Jan. Un país que ahora me duele en el alma. Lo escribí poco antes de que los fanáticos dinamitaran los Budas de Bamyan en mayo de 2001 y de los atentados de septiembre de este mismo año en NY y Washington DC. Barcelona, septiembre de 2014.

MAPA DE AFGANISTÁN

PRIMERA PARTE

Un invierno en Kandahar

Herat

A

pesar de lo que suponía la gente que me iba conociendo en Kabul, yo no era una recién llegada a aquel país de los misterios, tierra de las sorpresas y reino de lo imprevisible. Llegaba a la capital de Afganistán después de haber vivido durante el invierno en lo más profundo del país, en una ciudad muy diferente de la que ahora me alojaba. Había pasado un invierno en Kandahar, capital del Baluchistán afgano, al sur del país, no muy lejos de la frontera con Pakistán. Llegué a Kandahar por tierra en mi camino hacia el Este, después de haberme detenido una semana en Herat. En Kabul, donde trabajé en la oficina de Air France, se abriría ante mí otro mundo nuevo y

sorprendente, y los meses de invierno en Kandahar quedarían olvidados. Treinta años después recuerdo que fueron días felices, tiempos de reflexión y de búsqueda en los que me desembaracé de todas mis preocupaciones y por fin tuve tiempo para pensar, observar y aprender. De Afganistán no conocía nada más que su situación en el mapa y el nombre de la capital, Kabul. Hasta aquel invierno no empecé a saber algo de su historia: leyendas de caballeros de las estepas algunos de cuyos nombres había oído alguna vez; cuentos de príncipes renacentistas asiáticos y de reinas viajeras y mecenas; historias de destrucción, de horda y nomadismo. No las leí en ningún libro: me las contaron siempre bajo las estrellas en jardines escondidos detrás de paredes de adobe, junto a minaretes solitarios erguidos en mitad del desierto, bajo una tienda negra alrededor de la cual se extendía la estepa inmensa, a la puerta de una yurta a más de tres mil metros de altitud y rodeada de montañas. En Afganistán se encuentran «el techo del mundo» (como llaman a la meseta del Pamir), la gran cadena montañosa del Hindu Kush, las extensas estepas del Asia central, los desiertos de sal y los desiertos de arena. Afganistán es país de caravanas de camellos, fue también tierra de elefantes, por allí pasó la ruta de la seda y sus montañas refugiaron a bandidos y contrabandistas. Afganistán fue en otro tiempo el centro de un imperio que se extendía desde el Éufrates hasta el Ganges y es hoy tierra de nómadas, crisol de razas y

babel de lenguas. Allí quise abandonar lastres y correr en pos de nuevos e insospechados conocimientos que no busqué en libros, ni en museos, ni en monumentos. Intuía que, rechazando temporalmente estos fríos mediatismos, adquiriría el conocimiento que podría brindarme cualquier piedra colocada a propósito en un camino, cualquier pared de barro levantada en medio de un desierto, cualquier comida cocinada y saboreada en compañía bajo una tienda perdida en la inmensidad de la estepa. *** La suerte me acompañaba el día en que llegué a Herat, porque la ciudad me recibió con todas las puertas abiertas. Era una mañana de invierno soleada y los habitantes de Herat celebraban el fin del Ramadán. Por esa razón estaban abiertas las puertas de las casas, hendiduras rectangulares casi escondidas en las paredes de adobe que amurallaban las estrechas e irregulares calles de la ciudad. Los vecinos y conocidos iban de casa en casa y en ellas se les recibía y agasajaba. Nada más llegar, Herat me abría el cofre de los tesoros, aun antes de que hubiera podido conocer su aspecto exterior, cuando estaba, como era costumbre los demás días del año, cerrado a cal y canto. Entré en todas las casas, me senté sobre las almohadas de todos los salones, sorbí por tres veces el té que me ofrecieron y tomé dulces y fruta de los platos y platillos distribuidos sobre las alfombras que cubrían la sala. Y aún tuve el privilegio de conocer los

entresijos mismos del festejo, puesto que, como mujer, mis huéspedes me franqueaban la entrada al lugar donde se obraban todos los preparativos de aquel día: el reducto de las mujeres, donde los hombres ajenos a la morada no entran nunca. Como extranjera que ignoraba aquella cultura, no podía sino estar a la mira de los comportamientos y maravillarme de su hospitalidad. Un criado o un niño de la familia, apostado en la calle frente a la puerta, daba la bienvenida y corría a advertir al dueño de la casa de la llegada de nuevos visitantes. No tardaba en aparecer el anfitrión en el umbral de la puerta, y con la mano en el pecho y haciendo una profunda reverencia, pronunciaba una perorata incomprensible para mí, a la que el recién llegado respondía con otra tan de inmediato que se engarbullaba con la del primero. Los dos hablaban bajito y al mismo tiempo, con la mano en el pecho y muy cerca, como si se explicaran secretos: «Salam aleicom. Jub astí? Chetor astí.?». Yo no podía responder más que devolviendo las reverencias y agradeciendo su acogida en mi propio idioma, en la expectativa de que mi anfitrión entendería que le saludaba y que reconocía su hospitalidad con toda gratitud. El dueño de la casa invitaba al recién llegado a que entrara y le conducía a una estancia alfombrada y rodeada de almohadones distribuidos a lo largo de las paredes. El centro del salón estaba repleto de bandejas con dulces y frutas. Los niños y los criados servían el té a los invitados y

el anfitrión conversaba con cada uno de ellos interesándose por su vida y por su familia. Me fijé en que ningún invitado aceptaba que le llenaran la taza de té más de tres veces, y que todos se despedían al cabo de un tiempo prudencial. Así que hice lo propio. Visité por lo menos diez casas. Alguno de mis anfitriones me habló en inglés. Todos los hombres que abrían sus casas vestían al estilo tradicional afgano: pantalón bombacho y camisa de largos faldones con una abertura en un lado del pecho para pasar la cabeza; los visitantes también vestían así, todo el mundo en Herat vestía al estilo tradicional y solo los policías y los soldados iban vestidos de otra manera. Si primero me había sorprendido por la imponente prestancia de los hombres afganos vestidos con su atuendo tradicional, el aspecto que tenían con uniforme me parecía, por el contrario, ridículo. Las mujeres que pude ver en las cocinas llevaban vestidos de colores de cuyo cuerpo ajustado salía una amplia falda que les llegaba hasta los tobillos. En una de las casas tuve una sorpresa. Las mujeres, una madre y una hija, vestían traje de chaqueta y collar de perlas. Su cocina y salón anejo en la zona de las mujeres tenía mesas y sillas, aunque el salón donde recibía el marido estaba decorado con cojines y alfombras como los demás que había visitado. Todos los invitados eran hombres, ninguna mujer les acompañaba. Empecé a darme cuenta de que solo una mujer extraña al ámbito cultural de aquellas gentes podía tener acceso a su mundo masculino a la vez que al espacio de las

mujeres, que los hombres mantenían en celoso recaudo. También vi que los hombres que abrían su casa y me recibían como recibían a los hombres se interesaban por mi vida igual que por la de los demás. Tanto el dueño de la casa, como luego las mujeres en sus cocinas, me hacían preguntas a las que yo no podía contestar con una simple frivolidad. Podía notar que su interés era sincero y que daban importancia a mis respuestas. Yo tenía veinte años y los pájaros de mi cabeza se limitaban a cuatro consignas que explicaban todo mi mundo y todo el Mundo en general. Ante sus preguntas no tenía respuestas. Ni tan siquiera me había planteado qué hacía allí, sola, tan lejos de mi país y de mi casa. Si hubiera podido formular una respuesta, como, por ejemplo, que estaba de peregrinaje en busca de mí misma, quizá lo habrían entendido, pero decirles que viajaba por viajar, por ver mundo, porque no me gustaba lo que había dejado allá en mi tierra, eso no lo podían entender de ninguna manera. Ahora creo que casi les daba pena y que en cualquiera de aquellas casas me habrían adoptado y cuidado de buen grado hasta que se me pasara la enfermedad viajera y alguien de mi familia viniera a buscarme. Pero seguí mi destino y regresé al hotel donde me alojaba después de desandar el camino a través de calles flanqueadas por altas paredes, cuyas sombras se recortaban sobre otras paredes de adobe. Detrás de las paredes monocromas se escondían casas tapizadas de alfombras, algunas de las cuales acababa de visitar. No sabía todavía

que compartir una alfombra con té o con dulces, o con arroz, nos ofrece la oportunidad de recibir y también la de ofrecer. Recibir y ofrecer conocimientos, ideas y sentimientos. No sabía que en Afganistán se habla pausadamente sobre una alfombra, se pregunta y se escucha, y que el tiempo entonces importa poco. No sabía que la comunicación oral es importantísima en un país aislado como aquel, que es la base de todo conocimiento y que son los nómadas, los viajeros, los comerciantes, y por qué no, las mujeres que llegan de lejos como yo, quienes traen las noticias, los que hablan de países lejanos, de otras maneras de vivir y de otras costumbres. Sabía tan poca cosa...

El Hotel Pamir y la casa del juez

P

artí de Herat siguiendo la estrella de Oriente y ahora me pregunto cómo fue que ni se me pasó por la cabeza la idea de quedarme un tiempo en una ciudad que me había recibido con todas las puertas abiertas. Una ciudad que había sido capital del reino de los Timúridas, donde habían gobernado unos Médicis orientales bajo cuyo patronazgo floreció un Renacimiento asiático en la misma época en que tenía lugar el Renacimiento en Europa, durante el siglo xv.

Un Renacimiento empero distinto del nuestro, ya que «mientras el europeo era en gran manera una reacción contra la fe en favor de la razón, el Timúrida coincidió con una nueva consolidación del poder de la fe». Aunque los descendientes de Timur, también conocido bajo el nombre de Tamerlán, dejaron las cuestiones de la fe en manos de los santos y los teólogos y «se dedicaron a sus propios disfrutes, más interesados en los placeres de este mundo que en los del otro»1. Tamerlán, descendiente por vía materna de Gengis Jan, había hecho de Samarcanda la capital de su imperio. A su muerte, su hijo Shah Rukh, hizo de Herat capital y corte debido a su situación estratégica en medio de sus dominios de Persia y de la Transoxiana, y reinó en ella durante cuarenta años. Allí se instalaron embajadas de los más lejanos países. Después de unos años de desorden, otro descendiente de Tamerlán, Hussein Baikara, consiguió otros cuarenta años de tranquilidad e hizo de Herat refugio de escritores, pintores, compositores y poetas. *** Cuando llegué a Kandahar era de noche y había pasado horas de trote en el duro remolque de un camión de carga que iba lleno de neumáticos. Hacía frío e iluminaban el cielo negro multitud de estrellas y una luna gigantesca. Desde que habíamos salido de Herat, el camión solo paró

una vez justo antes del crepúsculo cuando el sol, bola de fuego en el horizonte del desierto, estaba a punto de ponerse y era hora de rezar a Alá. Los hombres se alinearon de cara al sol: allí, detrás de la bola roja, debía estar La Meca, y empezaron todos a una a inclinarse hacia delante como si estuvieran adorando al sol y a la vez dándole las gracias por el día luminoso que les había ofrecido. No decían palabra, su oración era solo movimiento, reverencia; tan grandioso era lo que nos rodeaba que no había más que callar para vivir aquel inmenso silencio y así lo entendíamos todos. Sus vestidos claros, bombacho drapeado y camisa de largo faldón, se movían todos al viento en dirección oblicua a la fila de adoradores. Al verles yo a contraluz, iban volviéndose negros, hasta que se fijaron en mi retina semejantes a sombras chinescas o figurillas de un recortable. Los tres extranjeros que llegamos en el camión tuvimos que andar unos cientos de metros hasta dar con el Hotel Khyber, que estaba en la misma avenida polvorienta donde el chófer había decidido finalizar el trayecto del día. Para él no había ningún problema, pues para pasar la noche se taparía con el chal que llevaba siempre a punto y se acurrucaría en el asiento del camión o debajo de él en el suelo. Nosotros, en cambio, tuvimos que irnos dando traspiés por la avenida. Por suerte, viajaba ligera de equipaje. Tan solo un macuto abarcaba todas mis pertenencias liviano y tan escaso que puedo recordar todo lo que llevaba en él: un saco de dormir

no demasiado grueso, una muda de ropa interior, otra camiseta además de la que llevaba puesta, una falda de verano de tela fina para que no ocupara mucho espacio, un peine, una toalla pequeña, un lápiz de kohol para pintarme los ojos bien negros y otro lápiz de grafito para escribir o dibujar en un cuadernillo que también formaba parte de mi equipaje. Nada más, ni recambio de calzado, ni otros pantalones por si se ensuciaban los que vestía todos los días. Cuando había que lavarlos me ponía la falda fina y supongo que en invierno pasaría un frío tremendo en las piernas, pero solo lo imagino ahora, porque no recuerdo en modo alguno haber pasado frío. Tampoco recuerdo haber sentido la necesidad de poseer más cosas y creo que debía de andar con la idea bíblica de que Dios proveerá. El hotel Khyber estaba en una esquina y su puerta principal cortaba el ángulo de la avenida con la calle que bajaba al bazar. Un arco decorado con azulejos se alzaba en medio de la calle sin asfaltar, y ni sus medidas ni su situación tenían nada que ver con el trazado de las calles ni con las construcciones que había a su alrededor. El manager del hotel era un hombre alto y flaco que iba vestido al estilo afgano: bombacho, camisa y turbante. De su cara grande y contundente sobresalía una nariz recta y larga, y exhibía unos ojos de color de miel y unos dientes enormes y mal alineados. Su hotel era de lo primero que uno se encontraba llegando a Kandahar y todos los días aparecían viajeros en busca de alojamiento para pasar unas noches. Tenía habitaciones individuales, dobles, triples, cuádruples y una

común, la más barata, donde podían dormir más de veinte personas y que estaba siempre llena. De hecho se podían hacer todas las combinaciones que uno quisiera porque poniendo otro colchón en el suelo de cualquier habitación se resolvía la ubicación de un nuevo huésped, como suele ocurrir en todos los hoteles de ese rincón del mundo. El hotel Khyber era un hotel de paso, nadie recalaba en él por mucho tiempo y cuando uno pensaba quedarse en Kandahar se trasladaba unas casas más allá, al hotel Pamir, que era más nuevo y estaba regentado por el hermano del manager del Khyber, un afgano listo que se había dado cuenta de que un hotelucho en Kandahar podía ser algo más que un lugar de paso: una residencia de invierno bien organizada y cómoda; pero siempre, claro está, al estilo afgano, que quiere decir fuera de toda lógica. Cuando me di cuenta de que Kandahar no sería para mí una ciudad más para apuntar en la lista de mi recorrido, me trasladé al hotel Pamir. Allí dejé que fluyeran los días, sin permitir que me persiguiera ninguna preocupación de esas que nos urgen a actuar por múltiples razones, todas siempre importantísimas. *** Aparte de las buenas relaciones que mantenía con los huéspedes del hotel donde me alojaba, en Kandahar viví por primera vez la peculiar complicidad entre mujeres en el

mundo islámico, como ocurriría después en casa de Sidiq en Kabul, y más tarde en la tribu hazara de Ayub Jan, en las montañas del Hindu Kush, pasado Bamiyán, mucho más allá de Band-i-Amir. *** Todo empezó cuando un juez, que vivía en un inmueble cercano al hotel donde nos alojábamos los pocos extranjeros que pasábamos el invierno en esa ciudad del sur, nos invitó a una comida en su casa. El juez, un hombre culto y que hablaba inglés, nos recibió en un salón rectangular, amplio, alfombrado, con cojines dispuestos a lo largo de las cuatro paredes cubiertas de alfombras y tapices que, clavados unos a otros a una altura de un metro, servían de reposacabezas y permitían apoyar la espalda. El color dominante del tapizado era el granate con algunos naranjas y negros, los colores más acostumbrados de las alfombras anudadas en Afganistán. Los salones de las casas afganas y las estancias de las chaijanás o casas de té suelen decorarse así, resultando extraordinariamente confortables y acogedores. Las paredes de la estancia estaban encaladas hasta el techo abovedado, que estaba decorado con primorosos dibujos geométricos cuyas filigranas entremezclaban con una perfección absoluta verdes, dorados, naranjas y azules. El juez me dijo que había adquirido la casa con la cúpula ya pintada, de modo que me quedé sin saber quién era el creador de aquel techo extraordinario que parecía recién

pintado o restaurado. Pensé que acaso fuera obra de algún artista extranjero afincado como yo en Kandahar durante algún tiempo, porque el trazo era perfecto, el conjunto armonioso y los colores vivos y brillantes, algo imposible en un país artísticamente pobre como era Afganistán entonces. Por lo pronto me resistía a aceptar que una maravilla semejante fuese obra de alguno de sus habitantes. No me hubiera sorprendido en absoluto encontrarla en Irán, cuya tradición en las artes decorativas tiene siglos de existencia y en cuyos espléndidos monumentos la filigrana es el elemento artístico principal. Y tampoco me hubiera sorprendido verla en una sofisticada mansión de Nueva York, pero aquello era extraño en Kandahar, donde los dibujos que acostumbran a decorar las paredes de las chaijanás son primitivas representaciones de pájaros y flores y las geometrías de las alfombras son tan rupestres en comparación con las iraníes. Aquella bóveda tan rica y singular en una casa que no era un ni mucho menos un palacio me sorprendió y no sé por qué me inquietó como si se tratara de un jeroglífico puesto en mi camino que yo debía descifrar. Durante aquellos meses pasé horas tumbada en los almohadones del salón del juez, cuando no había hombres en la casa y toda ella era un mundo de mujeres. Horas de descanso recorriendo con la vista por intrincados caminos de colores, que por alguna razón que no descubriría hasta mucho más tarde me eran familiares. ***

La casa del juez se hallaba en una de las esquinas de una construcción en forma de U cuya fachada principal daba a una avenida polvorienta. Varias casas conformaban este conjunto continuo, una de las cuales era el hotel Pamir. La casa del juez estaba, pues, a pocos metros de mi residencia. Las paredes exteriores de la construcción estaban encaladas y la azotea, con protuberancias y dos cúpulas, una en cada esquina, tenía el color del polvo de la avenida, el mismo color que la arena del desierto y la vestimenta de los hombres que llegaban en camello a la ciudad después de un largo viaje. Los niños nos sirvieron una comida exquisita a base de arroz, carne de cordero, dulces y té, que nos llevamos a la boca con la mano derecha, ya que la izquierda se usa para menesteres más indignos. Después de la comida el juez me propuso una visita a la cocina, puesto que yo era mujer. Era una estancia de dimensiones considerables, más grande que el salón de donde veníamos y allí estaban las mujeres, una abuela, una mujer joven, y los niños. La abuela era la madre del juez y la joven, su esposa. Los niños que nos habían servido la comida correteaban por allí entre los pucheros. No había ni mesas ni sillas; en toda la casa no las había. Las mujeres, que estaban en cuclillas, una barriendo con una escoba sin mango y la otra limpiando una gran cazuela, me recibieron contentas. Allí me dejó el marido, que regresó al salón a departir con los hombres. Ni ellas hablaban francés ni inglés, ni yo sabía todavía ni una palabra de persa. El mayor de los chiquillos, un niño listísimo de unos once

años, estaba aprendiendo inglés en la escuela y se sentó con nosotras. Con su ayuda pasamos un buen rato. Saqué el mapa que llevaba siempre en la bolsa, lo extendimos en el suelo, en medio del corro que formábamos sentadas y con las piernas plegadas. Allí contemplamos, mujeres y niños, lo grande que era el mundo y lo lejos que estaba el país de donde yo procedía, al que todos llamaban Aspanistán. Al día siguiente aparecieron en el hotel dos niños de la casa del juez con un plato de arroz con leche que me mandaba su madre. Las mismas visitas se repitieron a diario para traerme postres distintos, siempre dulces. Finalmente, con la excusa de devolver los platos, empecé a visitar con asiduidad la cocina de mis vecinas de la esquina. La vivienda del juez estaba en la primera planta del edificio; en la planta baja había almacenes que daban a la avenida. Desde la cocina de mis nuevas amigas se bajaba a través de una escalera de madera a un patio rodeado de paredes de adobe, donde había un cobertizo pequeño, un árbol y un grifo. No era una casa típica de Kandahar, pues estas ocupan la planta baja, están totalmente amuralladas y las habitaciones rodean el patio y abren sus puertas a él. En el patio acostumbran a corretear los niños, trajinan sus pucheros las mujeres y pululan las gallinas. Creo que el gobierno había adjudicado aquella casa al juez, para que habitara en ella con su familia mientras estuviera destinado en Kandahar.

La madre del juez, dueña de la cocina, no era mala mujer, ni martirizaba a su nuera. Dicen que las suegras afganas son las peores del mundo. La suegra y la nuera del juez me lo explicaron así: el hombre acostumbra a tener a su madre en casa, mientras que las mujeres, al casarse e ir a vivir con su marido, pasan a ser propiedad de este y su familia. La recién llegada se encuentra en una posición extremadamente débil ante una madre que, por primera vez en su vida, ocupa una posición importante dentro de la familia, una posición de poder, ahora que tiene a otra persona a quién mandar. La suegra se resarce entonces de todas las vejaciones y humillaciones que padeció cuando llegó joven y asustada a casa de su marido y paga con la misma moneda a la recién llegada. Quien sufre las consecuencias de esta historia interminable que se repite de generación en generación es la pobre joven que llega desde lejos y que queda encerrada en la cocina a merced de la crueldad y los caprichos de su suegra y aun de las hermanas solteras o viudas del marido cuando las hay. La madre del juez, en cambio, casi no habla, no hace ruido, deambula en cuclillas por la estancia, limpia los mocos de los chiquillos, me mira fijamente de vez en cuando y me sonríe de un modo que parece decirme que ella está más allá de las inquietudes de la juventud y que ya nada le importa más que ver que todo se desarrolla como debe ser, que la vida sigue su curso, como ha sido siempre por los siglos de los siglos. La nuera sí que tiene inquietudes, quiere saber cosas, manda al mayor de sus hijos que se siente con nosotras y traduzca.

Así aprendo que proceden de Ghazni pero llevan ya unos años en Kandahar, donde han destinado a su marido. Su familia no es tan numerosa como a ella le gustaría que fuera porque todos se encuentran lejos, su cocina no es una estancia concurrida y en su casa no se recibe a menudo ni se sirven tes continuamente como ocurre en casi todas las casas de Afganistán. Como esta mujer sale poco, la vida le resulta monótona y aburrida. Sus hijos son su único contacto con el mundo exterior, pero son demasiado pequeños todavía para que la información que traen de fuera sea algo más que las bullas entre los niños del lugar. *** La mujer del juez se llamaba Shirin, que en persa significa dulce. Era una mujer hermosa, esbelta, de rasgos finos, piel cetrina y ojos negros, de carácter dulce y tranquilo y sonrisa blanca y franca. Parecía tan conforme con su situación que tan solo cuando hablábamos de países lejanos y de la vida que allí llevábamos, una chispita de inquietud se descubría apenas en sus pupilas sin que yo pudiera saber si expresaba envidia, deseo, curiosidad o condescendencia hacia las complicaciones ajenas. No era persona de risa fácil, pero sí sonreía tímidamente a menudo y ofrecía un cariño cálido y acogedor a quien se encontraba cerca. Vestía calza blanca con puntilla en el tobillo, sobre la cual se ponía una falda larga de color granate y ancho vuelo, y blusa blanca arremangada. El pelo lo llevaba trenzado y la trenza le

llegaba casi hasta la cintura. Iba por la cocina descalza y tanto ella como su suegra se desplazaban acuclilladas; al no haber sillas ni mesas, estaban más cómodas agachadas. Yo me sorprendía de ver así a la abuela levantándose y agachándose continuamente sin dificultades. Podían pasar horas en cuclillas con las plantas de los pies planas sobre el suelo y las manos alrededor de las piernas y, silo que se contaba era interesante, con la barbilla apoyada en las rodillas. Quise probar el mantenerme en esa posición un rato largo pero siempre desistía en poco tiempo y con un terrible dolor de piernas. *** El juez era un hombre afable y comprensivo al que le gustaba encontrarme en la cocina cuando llegaba de su trabajo. Un día, marido y mujer me llevaron al salón de las alfombras y me comunicaron que habían decidido traer otra mujer a casa, esto es, que él se volvía a casar. La esposa estaba contenta con la medida y los dos parecían de acuerdo en que la vida de la familia mejoraría con la nueva adquisición. Según hablaban, entendí que se tomaba esta decisión, principalmente, para que la vida de la cocina fuera más dinámica, más amena y sobre todo para que los trabajos estuvieran más repartidos. Las tres mujeres cocinarían, charlarían, cuidarían a los niños de las dos y podrían salir juntas enfundadas en el chadrí. La pobre Shirin estaba muy sola y trabajaba demasiado, decía el juez, y ella asentía. La

nueva esposa ya estaba escogida, su precio era altísimo pero el juez podía permitírselo, tenía dieciséis años, vivía cerca de Ghazni y pertenecía a su misma tribu. En realidad era, al igual que Shirin, una prima segunda del juez, ya que las bodas siempre han sido endogámicas en Afganistán. Me alegré por ellos, sobre todo por Shirin y pensé la fortuna de haber sido escogida por aquel hombre. El juez era bien parecido, bastante joven, y daba la impresión de ser persona tranquila y comprensiva. Vestía el traje tradicional en cuanto se lo permitía el trabajo, puesto que en Afganistán los funcionarios visten a la manera occidental. No le hubiera importado que su mujer saliera sin chadrí (pero reconocía que aquello era imposible porque ninguna mujer en Kandahar salía descubierta. Solo las campesinas y las kuchís (nómadas) no lo llevan, decía, porque no podrían trabajar con él y su trabajo es importantísimo para la subsistencia de la familia. Shirin, en cambio, ni siquiera concebía la idea de salir sin chadrí. Decía que para ella sería un castigo terrible si le obligaran a ello porque pasaría mucha vergüenza: no sabría cómo comportarse ni se atrevería a levantar los ojos del suelo, pues la posibilidad de encontrarse con la mirada de un hombre la aterrorizaba. Shirin se había casado muy joven, y hasta entonces había correteado con sus hermanos y sus primos y primas por las habitaciones y el patio de la casa familiar de Ghazni donde vivían todos. Había ido a la escuela y sabía leer y escribir, algo poco corriente entre las mujeres de Afganistán. Desde su boda siempre había

llevado el chadrí para salir a la calle y con él se sentía protegida y nadie podía reconocerla, pero era tan incómodo y tan diminuto el calado que se abría ante los ojos que veía poco de lo que ocurría a su alrededor, de modo que prefería quedarse en casa, sobre todo en verano que hacía tanto calor en Kandahar que no se podía salir a la calle ni sin chadrí. Shirin era una mujer muy joven que gozaba de la energía, la inquietud y el ansia de conocimiento propios de su edad. Por el contrario, pesaba sobre ella una tradición ancestral, y era apenas consciente de su encierro. De estas contradicciones resultaba un desasosiego interior difícilmente explicable, un gusanillo que roía su espíritu al tiempo que lo azuzaba. Quizá por esta razón acabaría proponiéndome que saliésemos juntas a la calle. *** Mientras se ultimaban las conversaciones para la transacción de la nueva esposa, yo era la distracción de la cocina de la casa del juez. Cuando hablo de la «cocina» me refiero al recinto donde hacen vida las mujeres y los niños, donde hierve permanentemente el agua del samovar y donde se preparan las comidas y se recibe a las visitas femeninas. Allí se cuentan historias antiguas de tribus y de guerras, de reyes y de princesas, de ingleses entrometidos pasados a cuchillo y de interminables caravanas cargadas de tesoros. En la cocina de Shirin se hablaba además de Ghazni, la

ciudad de donde procedían. Se había visto reducida al rango de ciudad provinciana de escasa importancia al pie de la carretera que une Kandahar y Kabul, a medio camino entre esas dos urbes, las más importantes de Afganistán. Había sido en un tiempo capital de un imperio en el que reinaba el gran sultán Mahmud-e-Ghazní (998-1030), que se proclamó defensor del Islam y protector de la civilización persa. Su corte fue un centro cultural donde se reunieron los poetas y los artistas más importantes de la época. Entre todos destacaba el famoso poeta Ferdowsí, que en Ghazni escribió su Shah-nameh o «historias de los reyes» y al que los iraníes tienen por suyo y los afganos, por supuesto, también. La corte se trasladaba en invierno a Bost, al sudoeste de Ghazni, con sus elefantes. De aquel tiempo de esplendor hoy solo dan fe dos minaretes conmemorativos de ladrillo, aislados en medio de la nada, grandes, achaparrados, testigos incombustibles de desastres históricos, y la tumba del sultán Mahmud, cuyas enormes puertas de madera tallada fueron robadas por los ingleses en un equivocado intento de devolverlas al templo hindú de Somnath, al que nunca habían pertenecido2. De la corte hivernal de Bost tan solo queda un gran arco frente a la ciudadela para recordarnos antiguas grandezas. Los platillos dulces seguían llegando al hotel y yo los devolvía personalmente varias veces a la semana. Mi presencia por las tardes se hizo habitual: ayudaba a hacer los deberes a Arun, el hijo mayor de la familia, amasaba la

pasta para el nan («pan»), y bebía té bien azucarado y muy caliente. El día que Shirin me propuso salir estaba la suegra presente y según se desarrolló la conversación entendí que ellas ya lo habían hablado y decidido. Salir conmigo tal cual traería problemas largos de enumerar y para mí difíciles de entender, decían, por lo que me proponían que me encasquetara el chadrí de la abuela, con lo cual nadie sabría quiénes éramos y cualquier inconveniente quedaría automáticamente resuelto. Así de sencillo. La aventura me atraía y admití la jugada sin discusión. El único inconveniente llegó cuando apareció el embozo e intenté probármelo El olor a sudor era penetrante y el borde del casquete, que se adapta a la cabeza y aprieta la frente, estaba húmedo y pegajoso. Pensé con asco en las babas de la abuela pero decidí seguir adelante con la experiencia. Por suerte llevaba atado al cuello un pañuelo limpio que anudé en mi cabeza al estilo pirata, con la excusa de que me molestaban las costuras, de forma que el casquete reposaba sobre él. La risa fue general cuando me vieron con la indumentaria, pero había otro inconveniente: mis pantalones vaqueros y mi calzado me delataban, de modo que me dejaron unas calzas blancas con puntillas en el tobillo, unos faldones y unos zapatos de plástico. Una vez me los hube puesto, los aspavientos de aprobación fueron generales: las mujeres reían y los niños aplaudían y la cocina era una fiesta. Fue una complicación salir de la casa y bajar las escaleras. No veía nada y tuve que recogerme el chadrí para no

tropezar con él. En la calle, la abrumadora luz del sol entraba por la rejilla del chadrí, y necesité un tiempo para situarme y orientarme. Shirin y yo parecíamos dos fantasmas que caminan, ella de color de ala de mosca, yo de color de rueda de carro. Metida dentro de aquella campana mi campo de visión se reducía al frente y debía girar la cabeza si quería ver a los lados. Al poco rato me encontré siguiendo a Shirin, unos pasos detrás de ella. Di unos saltitos para situarme a su lado pero cuando quise darme cuenta ya volvía a estar detrás de ella siguiéndola como una sombra. Era evidente que me resultaba más fácil seguir a un bulto y que prefería que Shirin se adelantase a mí, y entonces comprendí por qué en Afganistán las mujeres van siempre unos pasos por detrás de sus hombres. No era simplemente una cuestión antigua de protocolo familiar que otorgaba el primer puesto de la marcha a los que ostentaban el poder dentro de la familia sino que a las mujeres de las ciudades, además, les habían impuesto una indumentaria que no les permitía otra posibilidad que seguir al hombre, o de lo contrario se perderían o se darían encontronazos contra cualquier obstáculo de los muchos que hay por las calles polvorientas de las urbes afganas: cabras, carros, hombres acuclillados en mitad de la calle solos o formando corro, jaulas con perdices, cacharros amontonados, camellos, acequias, sacos, burros, camas, cestos, un barbero con la navaja en ristre afeitando la cabeza de un cliente barbudo, mujeres agachadas esperando turno para no se sabe qué, melones desparramados y un largo etcétera. Para una mujer embozada en ese atuendo, la idea de igualar su

paso al de su hombre sería totalmente descabellada. De vez en cuando Shirin se detenía y me miraba. —Good? —Good. Oí como se reía. Estaba contenta con nuestro juego a pesar de que nuestra incomunicación era casi absoluta: yo todavía no había aprendido ni una palabra de darí3 y con aquel embozo el lenguaje gestual resultaba imposible. Mi visión del entorno estaba enmarcada en un pequeño hexágono y tenía cuadraditos de color de rueda de carro. Me pareció que era mejor ver el mundo con cuadraditos del color de la calle que verlo multidividido en negro o en un color intenso; quizá por eso los chadrís acostumbran a tener colores suaves, ocres, grises azulados, malvas. Cuando movía la cabeza el movimiento que el cuadriculado producía en las imágenes que veía me mareaba, y llegué a la conclusión de que era mejor seguir adelante con la cabeza al frente y moviéndola lo menos posible. Las imágenes fijas eran mucho más soportables que las móviles, por lo cual pude descansar cuando Shirin decidió pararse frente a una tienducha de telas del bazar. La tienda era un cubo sin puerta y de algo más de dos metros de lado. Como todas las que, una al lado de la otra, se abrían a aquella calle, estaba elevada a casi un metro del polvo. El comerciante se sentaba sobre el suelo de madera

con las piernas cruzadas. Quedaba a una altura cómoda para hablar con él sin necesidad de agacharse. Su mercancía, piezas de tela superpuestas de todos los colores, estaba ordenadamente dispuesta en la parte trasera del cubículo. Yo conocía al vendedor de verlo todos los días cuando me dirigía por la mañana a la tienda de yogur que estaba un par de travesías más abajo. Era un hombre amable, que siempre me saludaba. Esta vez me resultaba extraño verlo de incógnito desde detrás de una reja. Pasaron a nuestro lado los suecos que compartían habitación conmigo en el hotel. Pude observarlos con toda desfachatez cuando se pararon en la tienda contigua, desde bien cerca, y ni siquiera se dieron cuenta de que alguien les estaba observando. Podía oír lo que decían y me divertía. Ni por un momento se me ocurrió hacer un gesto que me delatara. Pensaba mantener aquella situación en secreto. Nadie sabría qué hacía yo por las tardes cuando desaparecía del hotel. Acababa de descubrir que en Afganistán las mujeres embozadas no existen, ni para los del país ni para los que vienen de fuera. El chadrí es como un filtro mágico que propicia la desaparición. Nadie está interesado en saber quién será aquella que pasa por delante: no hay curiosidad ni morbo, simplemente no hay nada. El mundo sigue su curso, los hombres negocian, discuten, compran y venden, el arcaico engranaje de la vida afgana mueve sus ruedas sin parar. Los artesanos industriosos trabajan en sus cubículos: uno arregla teteras de loza con grapas metálicas, otro

amolda a golpes de martillo recipientes de cobre, otro confecciona calzones con su rudimentaria máquina de coser. Si llega un cliente, el artesano manda a por té y ambos charlan acuclillados con la taza humeante entre las manos. Pero las mujeres que compran en el bazar no toman té: aun en el caso de que existieran, ¿cómo lo tomarían si no tienen boca? Shirin estaba negociando con el vendedor cuando oí que los suecos que seguían a mi lado hablaban en inglés con alguien. Enfoqué la rejilla en la dirección adecuada para ver que hablaban con el dueño del hotel donde nos alojábamos. Escuché atentamente el negocio que les proponía. Se trataba de que me convencieran a mí, su compañera de habitación, de que dejara el lugar y me trasladara a otro cuarto donde estaría sola por el mismo precio. A cambio del favor, el hotelero les prometía cierta cantidad de material que satisfacería su adicción. «Interesante», pensé. Shirín compró un trozo de tela, me dio un tirón y seguimos calle abajo. Si miraba al frente no veía las piedras del suelo, y aunque fuera con la cabeza agachada, por más empeño que pusiera no veía los guijarros, así que andaba dando traspiés continuamente. ¿A quién se le ocurriría diseñar aquella indumentaria?. No hay ningún país de los alrededores que la use. Tampoco existe entre las mujeres de las tribus nómadas, ni lo llevan las campesinas que constituyen el grueso de la población del Afganistán. Solo salen con chadrí las mujeres de la ciudad, y la población

total de este grupo apenas pasaría del millón de personas, entre hombres y mujeres, sobre un total de diez o doce millones de habitantes que entonces tenía Afganistán (tampoco hay actualmente estadísticas fiables). Es una vestimenta peculiar. Tiene un casquete alrededor del cual va cosida una tela del mismo color muy arrugada de manera que se pueda ensanchar lo suficiente como para cubrir con holgura el cuerpo de una mujer. Este arrugado es como un plisado permanente que llega hasta los pies. En la parte delantera la tela cae lisa por encima de la cara, y un calado hexagonal, a pocos centímetros del casquete, le da ese carácter definitivo. La parte delantera no llega hasta el suelo sino que termina algo mas abajo de las rodillas para facilitar la marcha y deja a la vista el borde del faldón, las puntas de las calzas y los pies. Merece la pena señalar que la tela con que se confecciona el chadrí no es de algodón ni de seda natural, que son los productos del país. Los que venden en el bazar y los que yo he visto son siempre de una fibra artificial con brillo de seda. ¡Tantas preguntas me venían a la cabeza! Siempre preguntas sin respuesta. Aquella noche ya no dormí en la habitación de los suecos. Cuando llegué al hotel me fui directamente a visitar a dos huéspedes que llevaban en el hotel algunos meses y en cuyo cuarto se organizaban reuniones nocturnas a las que yo asistía. Les expliqué la situación y me ofrecieron alojamiento allí. Hubo trasiego de enseres y cuando llegaron los suecos yo ya había desaparecido. Los tres interesados en

el negocio no entendieron nada, ni nadie les dio explicaciones. Yo cambié una decoración a base de velas, cucharas y jeringuillas, por otra con tocadiscos, telas de colores y posters decorados con purpurina que representaban extrañas deidades de la mitología hindú. En mi nueva habitación había también una estufa de zinc de las que queman madera, telas a rayas en el suelo a manera de alfombras, un gran baúl arrimado a la pared, y un hornillo de petróleo en una esquina. El baúl pertenecía a un holandés llamado Niels, de quien se hablaba de vez en cuando con respeto y admiración porque hacía años que estaba viajando por aquellos parajes. Había escogido el hotel Pamir de Kandahar como cuartel general y en él se refugiaba a descansar entre viaje y viaje; cuando volvía a partir dejaba sus únicas pertenencias metidas dentro del gran baúl. Yo distribuía mis jornadas de la siguiente manera: por la mañana me iba al bazar tranquilamente. Por la tarde visitaba a Shirin y, de vez en cuando, volvía al bazar con ella. Por la noche me quedaba en el hotel donde los residentes veteranos nos reuníamos para cenar, charlar y escuchar música. Paseaba todas las mañanas por el bazar y me paraba en algunas tiendas bien para comprar frutos secos de los que llevaba siempre los bolsillos llenos, bien para desayunar a base de yogur, o simplemente para pasar el rato y tomar un té bien caliente. Como la mayoría de los comerciantes ya me conocía, andaba dando salams aleikoms o sea los buenos días a diestro y siniestro. El bazar de Kandahar no está cubierto y lo forman una serie de calles llenas de

cubículos abiertos en su parte frontal, uno al lado de otro, calles anchas y polvorientas donde no se puede escapar del sol. Todo tiene en Kandahar el color del polvo y de la piel de los camellos, todo menos los turbantes, que suelen ser de colores, colores suaves como el azul turquesa o el rosa pastel. El bazar es activo y concurrido. Allí acuden con sus camellos, sus burros o su caballo los hombres de los villorrios de los alrededores, cercanos y no tan cercanos, villorrios de oasis, perdidos en medio de inmensos desiertos, a él llegan también los nómadas, estraperlistas diligentes y grandes negociantes que, con sus idas y venidas a través de las fronteras importan y exportan productos de contrabando. El té, por ejemplo, llegaba muchas veces a las tiendas del bazar a través de los nómadas, llamados kuchís, que lo traían del Pakistán. Los nómadas pasaban una o dos veces al año, mientras que los aldeanos pasaban una vez por semana. Todos compraban y vendían los bordados típicos del Baluchistán. Kandahar es una de sus ciudades más importantes además de Quetta que está ya en Pakistán, justo al otro lado de la frontera. Se trata de bordados delicadísimos siempre confeccionados con hilo de seda blanco sobre tela también blanca haciendo geometrías que adornan las pecheras de las camisas de los hombres formando un cuadro continuo y brillante que la cubre casi por entero. Con la riada de extranjeros que llegaron por aquel entonces, la calidad de los bordados bajó, se hicieron menos tupidos y se vendía cualquier cosa. Empezaron a comercializarse bordados de

colores sobre telas teñidas. Ya no había que encargar la confección de la camisa a alguno de los sastres que ofrecían sus servicios en el bazar, sino que las vendían prêt-à-porter. En invierno Kandahar era una delicia, la ciudad ideal para echar el ancla. En Kabul nevaba y la temperatura llegaba a muchos grados bajo cero. En Kandahar no hacía frío cuando calentaba el sol, aunque convenía encender la estufa de leña al atardecer para mayor comodidad. En Kandahar el mundo occidental no había impuesto aun sus señas de identidad. Los extranjeros que llegaban cambiaban rápidamente de aspecto y salían de allí vestidos de príncipes y princesas, con camisas bordadas, calzones drapeados, gorros de espejitos, pañuelos de colores, pendientes, pulseras, collares y abalorios. La mayoría iba camino de India y Nepal. Si era verano seguían hacia Kabul y llegaban a Pakistán por el Paso Jáiber; si era invierno iban al país vecino por el paso fronterizo más cercano, que llevaba a Quetta. Todo era muy barato incluso para viajeros con pocas posibilidades económicas, como era el caso de muchos de los que viajaban por Oriente durante aquellos años. Los Beatles nunca pasaron por Afganistán para ir a visitar a su gurú, pero sí lo hacían la mayoría de jóvenes a los que les resultaba demasiado costoso viajar en avión. Dinero no tenían, pero tiempo sí, por lo que iban a Oriente por tierra, casi siempre en autobús, o en tren allí donde lo hubiera. Algunos viajaban en las célebres furgonetas Volkswagen, otros, como los dos suecos que compartieron habitación

conmigo, que eran excepción, en un flamante Ford Mustang. Su llegada causó sensación. Siempre había una muchedumbre admirándolo. Pero en Kandahar el coche les duró cuatro días, ya que lo cambiaron por un plato de lentejas, o lo que era lo mismo, por unas dosis de heroína. Porque ya había heroína circulando por el mundo en aquellos años los primeros del hippismo, aunque su consumo no era tan habitual como lo sería años después. Lou Reed ya cantaba «Heroin is my life heroin is my wife» con los Velvet Underground y los dos suecos habían convertido la canción en su himno particular y la tarareaban todo el día. Cuando los conocí y les pregunté: —What’s your name? Uno de ellos me contestó: —Colmiegon. «Vaya nombre más raro» pensé. Tardé un tiempo en enterarme de que se llamaba Egon («Call me Egon»), y por esta razón nunca me respondía cuando lo llamaba; pero yo, en mi ignorancia, lo atribuía a que estaba atontado de tanto pincharse. En Kandahar aprendí inglés. Había llegado hablando francés, pero el francés no servía de nada en el medio hippie. El inglés era el idioma oficial; algunos comerciantes de Kandahar ya lo hablaban con bastante soltura y los

chiquillos que por allí merodeaban también, pues todos veían que los negocios prosperaban con los nuevos viajeros. Mi inglés se reducía a tres trimestres en el Instituto Norteamericano de Barcelona. Durante los meses que pasé en Kandahar y aparte de cumplir con la obligación de ser feliz, cumplí con otra (mucho más arraigada en la conciencia del lugar de donde venía) la de aprender o hacer algo de provecho para el futuro. Aprendí inglés, un inglés rudimentario, aprendido entre una comunidad que no era estrictamente angloparlante, formada por daneses, holandeses, suecos, afganos, pakistaníes y solo algún que otro inglés, irlandés o norteamericano. Un inglés rudimentario pero efectivo. Allí leí el primer libro en este idioma, una traducción de El lobo estepario, de Herman Hesse. No disponía de diccionario, de manera que pasaba por alto cada palabra que no entendía. Pero cuando volví a Barcelona y lo leí de nuevo, esta vez en castellano, me sorprendió reconocer todo lo que en él estaba escrito; me di por satisfecha y consideré el invierno en Kandahar uno de los más felices y fructíferos de mi vida. Venía de una casa donde había camas para dormir y sillas para comer, pero las sillas eran bien incómodas, no fuera que se pegaran al trasero; el día era para trabajar y los sofás solo producen gandules. Salía de una agobiada infancia de posguerra en una casa triste, donde todavía se hablaba de miedo, de bombas y de registros. Las tardes de invierno eran larguísimas y frías; por la radio sonaba el himno nacional o la sintonía del programa de la señora Francis. Mi

madre planchaba mientras yo hacía deberes sentada en la mesa camilla debajo de cuyas faldas mis pies se calentaban. Misas dominicales: Salve regina mater misericordia, desde este valle de lágrimas te rogamos, arrodillados, acongojados, acojonados. No pongáis los pies en las sillas, que se ensucian; lavaos las manos, que hay muchos microbios; no subáis al árbol, que os podéis caer; apagad las luces, que gastan. Abrigaos, porque os vais a resfriar. No vayáis descalzos, que os podéis cortar y se infectará la herida. Cuando ya se vislumbraba la sociedad del bienestar, cuando ya se habían cambiado los biscuters por los Seat 600, y se empezaban a cambiar los 600 por seats 124 e incluso renaults y citroens, yo no estaba dispuesta a que el mundo fuera un valle de lágrimas. Empezaba a sospechar que en los sofás se está estupendamente, que con los pies sobre las sillas se siente una mejor si así le apetece, que tan jóvenes y sanos podíamos salir a la calle en pleno invierno sin abrigo y no nos resfriábamos, y si nos resfriábamos pues ya nos curaríamos, que para eso había antibióticos; que las bombillas, después de calcular 1o que valía el kw/h, no gastaban tanto, y que si se terminaba el dinero encenderíamos velas o viviríamos a oscuras; que si nos caíamos del árbol nos daríamos un coscorrón o bien, si el árbol era alto y no sabíamos agarrarnos o no éramos bastante hábiles, nos mataríamos. Pero cualquier cosa antes que vivir permanentemente asustados por miedo a todo. El miedo favorece la cultura del no. Y todo era no hasta que llegó el día en que uno se preguntó: ¿Y por qué no? Entonces era cuando se veía caer una prohibición tras otra,

todas ilusorias como los decorados de un teatro..., y no pasaba nada. Uno podía pensar que todo lo que le habían dicho era mentira. No sabía nadar ni ir en bicicleta, pero cuando cumplí los nueve años tuve la gran suerte de que mi madre se preocupó de mandarme a Francia durante tres veranos, a aprender el idioma. Este era el bagaje de que disponía para moverme por el mundo, además de cuatro cursos de Ciencias Físicas, y me resultó muy valioso. Vendí el 2CV matrícula B339515 que me había dado mi padre cuando se compró otro Citroën, un Break, pues las cosas ya empezaban a ir bien y me dieron veinticinco mil pesetas por él. Dejé una parte en «la Caixa», entonces la «Caja de Pensiones para la Vejez y de Ahorros», y compré un billete para el barco Karadeniz de las Líneas Marítimas turcas, que hacía la ruta Barcelona, Marsella, Génova, Nápoles, Alejandría y Beirut. Todavía me quedaban ocho mil pesetas que cambié por los dólares que me llevaron hasta Kandahar y me permitieron vivir allí durante el invierno. Entonces era muy poco dinero pero vivía austeramente, viajaba en autobús de línea y la vida en Kandahar era barata. Una noche en el hotel Pamir costaba 20 afganis, el cambio salía más o menos a peseta el afgani, y un huevo frito con arroz, 5 afganis. A este ritmo podía quedarme muchos días en Kandahar y para mi regreso contaba con el dinero que había dejado en Barcelona. Peter Levi escribió sobre Kandahar en The Light Garden of the Angel King. Journeys to Afghanistan, publicado en el

73, cuatro años después de un viaje en compañía de Bruce Chatwin. Peter Levi estaba obsesionado con encontrar indicios del paso de los griegos de Alejandro: «Dejando de lado sus ruinas clásicas Kandahar nos pareció bastante desagradable por una razón: es el centro del comercio de drogas, y por todas partes por donde pasábamos nos molestaban ofreciendo hash. Ya lo habíamos visto en el Behzad café en Herat; pero en Kandahar era una gran industria e incluso los chiquillos intentaban vendemos hash en sus más variadas formas»4. Peter Levi y Bruce Chatwin pasaron por Kandahar, según mis cálculos, el mismo año en que yo viví allí, y nuestro viaje, aunque con idéntico recorrido, fue totalmente distinto. Para ellos Kandahar fue un lugar desagradable, mientras que para mí fue casi el Paraíso. Afganistán no fue un paraíso artificial, sino absolutamente real. Se llegaba a través de Irán, cuya población airada y multitudinaria resultaba con frecuencia agobiante. Irán, según decían los viajeros que lo conocían y entonces creía que tenían razón, debía cruzarse lo mas rápidamente posible en el transcurso del viaje iniciático hacia Oriente: había muchos funcionarios y todavía más militares. Bastaba con cruzar la frontera de Afganistán para entrar en otro mundo. No había ni sillas, ni mesas, ni tampoco alfombras excepcionalmente artísticas, ricas en dibujos y colores como las persas, pero sí telas gruesas de algodón tejido a rayas

parecidas a las jarapas, que hacían la vez de alfombras, y de vez en cuando alguna alfombra de verdad, anudada a mano en telar horizontal como se anudan en este país, ahí donde hubiera dinero para costearlas; fueran telas baratas o alfombras, eran los asientos cálidos de Afganistán. Mashad era la última ciudad iraní antes de la frontera. Mashad, la capital del Jorasán, tenía y sigue teniendo como gran atracción el mausoleo del Imam Rezá, octavo Imán chiita donde acuden todos los años miles de devotos. Su bazar lleno de tiendas de turquesas, donde más de un iluso se llevó un cargamento de plástico azul, estaba muy concurrido por peregrinos que viajaban para ver y tocar el sarcófago de plata del santo. Mashad es el segundo centro de peregrinación de Irán, después de Qom, donde Jomeini sentó sus reales y donde los grandes maestros del saber chiita tienen sus escuelas coránicas. En Mashad ya se respiraba un aire distinto y en cuanto se subía uno al autobús que llevaba a la frontera la sensación de que faltaba poco para estar salvado era evidente. Siempre se llegaba a la frontera oriental, la de Afganistán, precisamente cuando acababan de cerrarla. Todavía era de día pero había que rezar, tomar el té y descansar. Los funcionarios afganos ya estaban cansados de tanto trabajar y habían decidido quitarse sus occidentalizantes pantalones (si es que en aquel lugar perdido del mundo habían llegado a ponérselos para dar un carácter más burocrático a su labor) y con sus camisas de faldones y sus amplios bombachos se

sentaban en el suelo o se tumbaban a esperar tranquilamente a que llegara el día siguiente, cuando volverían a la rutina de estampar el sello de entrada en el país sobre aquellos pasaportes repletos de visados y que pertenecían a unas gentes que —los funcionarios no sabían muy bien por qué — se habían empeñado en pasar por allí. Como no se podía seguir adelante hasta el día siguiente, comenzaba en ese momento el ejercicio de transformación mental. Todas las prisas y las ideas previamente adquiridas en Occidente debían olvidarse desde el momento en que entrabas en aquel país. Lo más aconsejable a partir de entonces era dejarse llevar. Al fin y al cabo nadie nos esperaba en la siguiente ciudad y al día siguiente amanecería como todos los días y, con suerte, el funcionario sellaría el pasaporte y seguramente algún autobús o algún camión partiría de aquel lugar durante el día para dejarnos en alguna parte. Se hacía de noche y había que buscar un rincón donde desplegar el saco de dormir y echar un sueñecito hasta que llegara el día. La frontera tenía su «no man’s land» o sea, tierra de nadie, como suelen tener todas las fronteras de los países de esa zona de Asia. En el lado de Afganistán unas pocas construcciones en mitad de la nada servían de oficina de trámite y de chaijaná, que hacía las veces de dormitorio a los que debían pasar la noche en tan inhóspito lugar. En Afganistán nada ocurría según lo previsto. Todo eran sorpresas, y había que cambiar de actitud si se quería

disfrutar y ser feliz en aquel país, de lo contrario era un enojo permanente. En Afganistán el ritmo de vida era distinto y las prioridades también y nuestra lógica no servía. El país era grande y la población escasa. Sus habitantes iban a lo suyo, no había intromisiones ni preguntas, tan solo intercambio de miradas —miradas profundas— y saludos. Los jóvenes que llegaban desde el oeste podían vestir como quisieran y actuar como les diese la gana, para los extranjeros las convenciones sociales no eran obligatorias, y ningún rigorismo social iba a poner cortapisas a sus experimentos en busca de una nueva vida. Cada uno se desembarazaba de lo que le molestaba, y allí podía actuar por fin según le apetecía. Algunos se enriquecieron y otros se empobrecieron, y no me refiero al dinero. Unos, con tanta libertad, enloquecieron, y otros aprendieron a ser independientes. Yo vi muchas cosas, escapé de un entorno opresivo que me abatía y pude sentirme sola para ordenar mi vida. Reflexioné sobre lo que me interesaba y lo que no me atraía en absoluto sin que nadie me dijera esto es bueno y esto es malo. No había ni Dios, ni Patria, ni Generalísimo, ni Familia, ni Sindicato, ni Municipio, ni Partido, ni Célula, ni Obligaciones. Por no haber no había ni amigos —si acaso había afinidades—. Todo estaba cuestionado, todo estaba por elaborar. Una de las características fundamentales de este movimiento fue la inmediatez: nada de lo que se hiciera tenía en cuenta ninguna expectativa de futuro.

Era curioso y digno de ver cómo se transformaban las personas al no tener una presión social que les obligara a mantener la compostura. Convirtiéndose algunos en príncipes y princesas que se vestían con las mejores galas a diario, se colgaban los más elegantes abalorios y los colores mejor conjuntados; mantenían una arrogancia digna de su papel y a veces incluso eran simpáticos y conversaban con el montón, interesándose como buenos soberanos por lo que les sucedía. Llevaban tiempo viajando por el país, conocían bien el terreno y seguramente disponían de dinero, o así lo parecía. Otros se volvieron vagabundos. Rotos, sucios, desgreñados, sin dientes, desorientados, perdidos. Algún día los repatriarían si procedían de un país importante con embajada en Kabul. Los españoles no teníamos embajada: nadie nos ayudaría en caso de enfermedad o locura. A otros les salía la vena comerciante. Sabían precios, tiendas, mercaderes. Solo hablaban de dólares y de afganis y de rupias, de lo que se compraba aquí y se vendía a mejor precio allí. Compraban, cruzaban fronteras, vendían, volvían a comprar y así crearon un comercio paralelo al de los nómadas de las tribus autóctonas, un comercio de artesanía, telas bordadas, joyas, té y otros productos naturales incluyendo las drogas. La única vez que crucé la frontera de Pakistán, yendo de Kandahar a Quetta, lo hice en una furgoneta que iba cargada con un gran Buda de cemento pintado y decorado con piedras semipreciosas,

lleno de hachís. Viajaban conmigo en la furgoneta unos irlandeses (los propietarios de la estatua), unos policías que querían comprar la furgoneta en tierra de nadie, y el que quería vender la furgoneta. La escultura fue admirada por los funcionarios pakistaníes de la frontera, vestidos de tenis: pantalón corto, pullover, calcetines hasta media caña, deportivas, todo de un blanco impoluto y raqueta en mano (British Empire). La escultura durmió en el despacho del jefe de aduana hasta el día siguiente que siguió viaje hacia dios sabe dónde. Allí, en libertad y sin trabas, afloraba lo mejor y lo peor de cada uno. Lo más chorizo, lo más guarro, lo más solidario, lo más amable, lo más imaginativo y lo más exaltado. Y se notaba, sin signos de identidad convencionales, la procedencia de cada uno y su manera de ser, por sus intereses, por la manera en que se expresaban al cabo del tiempo, por la cantidad de palabras que usaban y por su variedad, por la manera de comer, por el orden mantenido en sus pocas pertenencias y alrededor de su colchón, por su aseo personal, por la forma de alimentarse, por la manera de relacionarse con los otros viajeros y con la gente del país. El inglés que empleaban todos fueran de la nacionalidad que fueran, se reducía a unas cuantas palabras que lo significaban todo. ***

CRONOLOGÍA A.C. 2000 Primera migración aria 1000 Segunda migración aria. Vida de Zoroastro, profeta reformador del mazdeísmo. 521-485 Reinado de Darío 1. 500 Vida de Buda. 330 Alejandro Magno en Ariana, hoy Afganistán. 273 Reinado de Ashoka. Expansión del budismo. 250 Reino independiente de Bactria y florecimiento de la cultura greco-bactriana. 200 Demetrio conquista el Punjab y el sur de Afganistán. Saka invade Bactria. El emperador Han envía a Chang Chien y su expedición. D.C.

45 Kadfises funda la dinastía Kuhasn en el norte de Afganistán. 144 Reinado de Kanisha (144) y predominio del budismo. Arte Ghandara. 241 Invasión de Shapur I. Pinturas sasánidas en Bamiyán. 460 Invasión de los Hunos Blancos o Eftalitas. 565 Derrota de los eftalitas por los turcos. 663 Dominación árabe de Balj. 814-973 Dinastía Taharida en el Jorasán. 827 El monje coreano Hui-chao visita Bamiyán. 870 Dominio árabe en Kabul y Bamiyán. Dinastía Safarida. 962-1148 Dinastía Ghaznavida en Ghazni. Ghazni, gran centro cultural. 962 Inicio del reinado de Mahmut-e-Ghazni. 1006 Khwaja Ansari, poeta y filósofo.

1148 Inicio de la dinastía Ghorida en Ghazni. Florece la cultura indo-islámica; construcción de la mezquita del viernes en Herat. 1220 Invasión de Gengis Jan; destrucción de Herat, Balj, Bamiyán, Ghazni, y de los sistemas de irrigación. 1300 Viajes de Marco Polo. 1370 Tamerlán rey de Balj. Viajes de Ibn Batuta. 1404 Shah Rukh, primer monarca de la dinastía timúrida. En Herat florece la cultura Islámica. 1505 Babur conquista Kabul (1505). Dominio de la dinastía Mogol. Los Mogoles conquistan India (1525). 1625 Kandahar es ocupada por los safávidas persas. 1708 Expulsión de los safávidas. Inicio de la dominación afgana en Persia. 1722-1737 Nader Sha, conquistador de Jorasán, frena la expansión afgana, conquista Kandahar y la destruye. Saqueo de Delhi.

1744 Inicio de la dinastía Durrani. Ahmad Shah Durrani, Dur-e-Durrani («Perla de las Perlas») funda el Afganistán moderno, con capital en Kandahar. Timur Shah, hijo de Ahmad Shah, traslada la capital a Kabul. 1834 Inicio del reinado del Emir Dost Mohammad y principio de la dinastía Mohammadzai. Jamal-ud-Din, filósofo musulmán. 1838-1842 Primera Guerra Afgana. 1878-1881 Segunda Guerra Afgana. Emir Abdur Rahman. 1893 Establecimiento de la Línea Durand, frontera noreste. 1901-1919 Emir Habibullah (1901-1919). 1919-1921 Tercera Guerra Afgana. Emir Amanullah, bajo cuyo reinado Afganistán inicia el movimiento de occidentalización. 1929 Revuelta del rey ladrón, Bachá-ye-Saqao. Liberación de Kabul y entronización de Nader Shah, primer monarca constitucional

1933-1973 Mohammad Zaher Shah asciende al trono. 1964 Se promulga la constitución. 1973 Golpe de Estado de Mohammad Daud Jan. Asesinato de Daud. Gobierno comunista. Invasión rusa. Guerra contra los rusos. 1988-1989 Los rusos se retiran. Guerra civil. 1996 Los talibanes capturan Kabul y se hacen con la mayor parte del país. 2001 Los talibanes dinamitan los grandes budas de Bamiyán. Unos asesinos disfrazados de periodistas matan a Ahmad Shah Masood. Dos días después, el 11 de septiembre, ataque suicida en Nueva York y Washington DC. Estados Unidos y Reino Unido junto con las tropas del Frente Unido de Afganistán (UNIFSA) lanzan ataques aéreos contra los talibanes y Al Qaeda. 2002 El que había sido rey de Afganistán, Mohammad Zaher, vuelve a su país, pero no reclama el trono. La guerra continúa contra Al Qaeda y los talibanes.

En junio se reúne la Loya Yirga, que elige a Hamid Karzai como presidente de un gobierno de transición. 2004 En enero Afganistán adopta una nueva Constitución, según la cual el país es una república con tres ramas de gobierno (ejecutivo, legislativo y judicial). Octubre-noviembre. Elecciones presidenciales, el vencedor es Hamid Karzai. 2005 Elecciones parlamentarias, las primeras en treinta años. Hay señores de la guerra en los escaños. 2006 La OTAN asume la responsabilidad de las operaciones. 2007 La producción de opio llega a su máximo, según Naciones Unidas. 2008 El presidente Karzai amenaza a Pakistán con el envío de tropas si Islamabad no reacciona contra los militantes. Ataque a la embajada de India, con resultado de 50 muertos. Nuevo envío de tropas por parte de EE UU. 2009 La OTAN envía más tropas y EE UU, también.

El presidente Barack Obama revela una nueva estrategia para Afganistán. Manda personal para entrenar al ejército afgano y a la policía y se ayudará al desarrollo de la población civil. Elecciones presidenciales en agosto con ataques talibanes y denuncias por fraude. Karzai vencedor, su oponente Abdullah Abdullah se retira antes de la segunda ronda. Obama anuncia que retirará sus tropas en 2011. Ataque suicida mata a 7 agentes de la CIA en Khost. 2010 Wikileaks publica miles de documentos militares clasificados de EE UU referentes a Afganistán. Karzai acusa a las empresas privadas de seguridad de actuar con impunidad. Complicadas elecciones parlamentarias amenazadas por los talibanes. 2011 Aumentan las muertes de civiles. Graves disturbios por la quema de un Corán en EE UU. Fuga de 500 talibanes de la cárcel de Kandahar. Asesinan al hermano del presidente y al expresidente Rabbani.

Las relaciones con Pakistán empeoran. Pakistán y los talibanes boicotean la Conferencia de Bonn sobre Afganistán. Los talibanes abren oficina en Dubai para negociar con EE UU y el gobierno afgano. 2012 Los talibanes anuncian una ofensiva de primavera y atacan el barrio de las embajadas de Kabul. La OTAN decide retirar sus fuerzas en 2014. El nuevo presidente francés, François Hollande, dice que Francia abandonará su misión de combate a finales de 2012. EE UU entrega la prisión de alta seguridad de Bagram al Gobierno Afgano y deja de entrenar a la policía afgana por posibles contactos de esta con los talibanes. 2013 El ejército afgano toma el mando de todas las operaciones militares y de seguridad de la OTAN. 2014 Aumentan los ataques talibanes. Elecciones presidenciales. Abdullah Abdullah y Ashraf Ghani son los candidatos. En la segunda ronda gana Ghani, pero ante la masiva protesta por falsedad de voto, los EE

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