Bogotá: Un reptil con mujeres en la cabeza

GRUPO DE INVESTIGACIÓN EN DINÁMICAS Y CONFLICTOS SOCIALES Línea: Estado, Políticas Públicas y Control Social. Documento de discusión presentado por Yo

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GRUPO DE INVESTIGACIÓN EN DINÁMICAS Y CONFLICTOS SOCIALES Línea: Estado, Políticas Públicas y Control Social. Documento de discusión presentado por Yolanda Sierra en la sesión del martes 12 de agosto de 2008

YOLANDA SIERRA LEON

Mujeres Monumentales de Bogotá (En revista Al Margen, Diciembre 2002, No. 4, Bogotá)

Las Mujeres Monumentales de este ensayo tienen tres cualidades: Pertenecen al mundo de lo que llama Cirlot1 las Magna Mater, las Magna Anima y las Sirenas; en segundo lugar, son esculturas y, en tercer lugar se encuentran en el espacio público de Bogotá. Por esta triple configuración las he denominado Mujeres Monumentales de Bogotá. Ellas son La reina Isabel, La Pola, La Rebeca, Rita, Bachué, Minerva, y, las 120 mujeres que forman el conjunto monumental A Las Banderas. En la primera parte de este escrito, “Bogotá: Un reptil con mujeres en su cabeza”, se ubican geográficamente las esculturas, utilizando para ello la imagen de un reptil, forma que, a mi juicio, tiene el mapa de Bogotá. La segunda parte: “Las Magna Mater, Las Magna Anima y las Sirenas”, se ocupa de las categorías simbólicas de las femeninas esculturas y; “Ciento Veintieis mujeres monumentales en Bogotá”, se ocupa específicamente de cada monumento, empezando por las Magna Anima, con La reina Isabel y, finalizando con Rita, especie de Sirena que divierte, encanta y entretiene. El tema de las mujeres es solamente un pretexto, un dispositivo que ordena la mirada, pero no desconoce a los múltiples hombres, abstracciones, animales e incluso muertos monumentales de Bogotá.

I Bogotá: Un reptil con mujeres en la cabeza Bogotá como suceso cartográfico es un reptil. La cabeza, compuesta por la trama urbana de la ciudad, descansa, con su hocico eternamente abierto, como en actitud de engullir, en el extremo norte y, el cuerpo, formado por la colosal zona rural, se extiende, como un largo animal, por las abruptas y misteriosas montañas del Sumapaz hasta alcanzar, con su cola, los confines del Huila. ¿Pero qué forma de reptil tiene Bogotá, en cuál de los cinco órdenes de reptiles se encuentra? ¿La de una tortuga, cuya esencia es el eterno encierro en su caparazón? ¿O la de un cocodrilo, largo, grueso, cuyo esqueleto presenta numerosas particularidades? ¿O quizás la de un lagarto, cuya cola, con segmentos independientes, es capaz de regenerarse de manera múltiple y permanente? ¿O más bien la de un rincocéfalo, una tuatara, verdadero fósil viviente? ¿O será del orden de los ofidios, con 1

Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Barcelona, Ed. Siruela, 1998. pp. 520.

sus serpientes de cilíndrica conformación y su carencia de miembros? La reptilezca topografía de Bogotá, tiene de suyo de todos los ordenes, pero cuando se mira el mapa con franca y detallada curiosidad simbólica, yo encuentro que Bogotá es del orden de los cocodrilianos. Los cocodrilos se reconocen fácilmente por su hocico alargado2. Son como grandes lagartos con la cabeza aplastada y ancha, la boca muy rasgada, las patas cortas, la cola larga y muy comprimida lateralmente, la piel escamosa, con hileras de escudetes óseos a lo largo del cuello y del dorso. De la cabeza del reptil citadino, sobresale el tamaño, las protuberancias y las proporciones de la zona urbana de la ciudad, que conforman bien la testa del animal. Esta imagen se fortalece aún más, por la presencia de las señales particulares que genera la cuadricula, que parecen más bien los organizados escudetes de la piel de un cocodrilo, que las líneas que concretan el ánimo ordenador de un rey español. Los territorios que anidan la cabeza del cocodriláceo ser, están formados por parajes de Mosquera, Funza, Cota, Chía, Sopó, Calera, Choachí y Ubaque, nombres que, a su vez, evocan lugares simbólicos prehispánicos donde habita un ser fabuloso. Esta cabeza tiene otro rasgo singular, una metamórfica estructura interna, formada por diecinueve partes: Suba, Usaquén, Engativa, Fontibón, Barrios Unidos, Teusaquillo, Chapinero, Puente Aranda, Bosa, Kennedy, Los Mártires, Antonio Nariño, Candelaria, Santa Fe, Tunjuelito, Rafael Uribe, San Cristóbal, Ciudad Bolívar y Usme; sustantivos que, también, recuerdan la invariable y constante mutación y heterogeneidad de este animal urbano. El cuerpo del reptil simbólico, es un tronco alargado, misterioso, con las extremidades escondidas entre frailejones y líquenes. Su musculatura está formada por musgos, chicorias y helechos de potrero que se hallan en los límites orientales con Chipaque, Une, Gutierrez, y al otro lado, por el occidente, por Soacha, Pasca, Arbelaez y, San Bernardo. Es una forma generosa, es un cocodrilo extendido que ha devorado literalmente las selvas del Sumapaz, para adquirir su forma, su fuerza y su existencia corporal. La cola, dispuesta con un ligero movimiento hacia el occidente, adentrándose en el Huila y bordeando el Meta, afianza la madriguera, consolida el nido bestial, como recordando que los miembros y la cola de un cocodrilo son su mayor y más poderosa arma defensiva. Así, cabeza, tronco y cola, conforman un animal fascinante cuya morada es una mezcla extraordinaria de coraza urbana y cobertura herbácea. Bogotá como un reptil no es simplemente una metáfora, cuya misteriosa forma no deja de producir extraña fascinación, es mas bien un descubrimiento inquietante, que de pronto se nos muestra como la existencia de un animal mitológico subyacente en una ciudad que muge. Aparece como una característica insospechada, un artefacto de identidad, una mina de zoología fantástica, una escarapela que ordena simbólicamente un espacio geográfico en proceso de orden. La imagen del reptil deviene en una intención de equiparar simbólicamente algo que de suyo es un acto de fe y un acto formal, me refiero al mapa en general, y en particular al mapa de Bogotá, que en realidad son una construcción abstracta ávida de sentido. El interés esencial, en este ensayo, por enunciar y reconocer ese artefacto simbólico, que bien podría denominarse el crocodylus bogotaense, es ubicar geográficamente a las mujeres 2 Para estas descripciones me serví del libro de Angel Cabrera, Zoología Pintoresca. Barcelona, Ed. Ramón Sopena, S.A. 1956, pp. 677., en la edición con grabados de animales y laminas en blanco y color.

monumentales, principal objeto de esta reflexión. Tratándose, a su vez, de seres abstractos, de entes de mármol, de piedra o metal, merecen una porción de mapamundi acorde con su carácter iconológico. Todas las mujeres monumentales están en la cabeza del cocodrilo; ninguna habita su cuerpo; ninguna ocupa su corazón, sus entrañas o sus vísceras; todas habitan el lugar de la mente, ocupan puntos neurálgicos del entendimiento: Pola y Minerva en La Candelaria, Bachué y Las Banderas en Kennedy, Rita en Chapinero, Rebeca en Santa Fe y, la reina Isabel en Puente Aranda. Sumapaz, -cuerpo y extremidades del animal que muge- está desprovisto de mujeres silenciosas, el reptil yace sin mujer alguna, la cola se desliza sin par femenino. El monumento no ha puesto las plantas de los pies en el suelo de los bosques.

II Las Magna Mater, Las Magna Anima y Las Sirenas Las mujeres monumentales de Bogotá, como hecho iconológico, son Magna Anima3, (La reina Isabel, Rebeca y Minerva) que equivale a doncella que alienta, apoya y reconforta; Magna Mater (Bachué, La Pola, y Las Banderas) relacionadas con la patria, la ciudad y, la naturaleza y; Sirenas, (Rita) seres que encantan, divierten y alejan de la evolución. Las Anima, personifican la capacidad para transmitir inteligencia, energía y fuerza, son superiores al hombre mismo por ser el reflejo de la parte superior y más pura de éste. El mejor y más universal arquetipo de ellas, es la Beatriz de la Commedia de Alighieri; pero también se cita a Sofía, intermediaria entre el alma del mundo (demiurgo) y las ideas (pleroma) o plenitud y a Atenea saliendo de la testa de Zeus, que equivale a la virgen - pensamiento. “Yo tomaré la empresa a cargo de mi corona de Castilla; y si los fondos del erario no fueren suficientes para sufragar sus gastos, pronta estoy a empeñar mis propias joyas”, estas fueron las palabras de La Reina Isabel a propósito de la empresa gigantesca que proponía el orate de su tiempo, Cristóbal Colón. Ella animó a un hombre descalificado y censurado repetidamente, por otras mujeres, por muchos hombres, por cosmógrafos de Génova y Portugal. Sólo una Magna Anima (a no ser una mujer enamorada, que no es nuestro tema) puede patrocinar aventuras de tal magnitud. Por esa actitud enérgica y vital, por ese soplo de confianza, considero a doña Isabel de Castilla entre las Anima o, por lo menos entre las más, de don Cristóbal Colón. Tras un largo e infructuoso viaje a Mesopotamia, el cansado siervo Eliezer, preocupado por incumplir el encargo de buscar una mujer para Isaac, hijo de Abraham, le pidió con fervor profundo a Dios que propiciara un buen encuentro. El extenuado criado, se sentó junto a una fuente frecuentada por mujeres que recogían agua y, allí, cerca de ellas, resolvió que a aquella a quien él pidiera de beber y le atendiera su pedido, sería la elegida. Terminada su oración, se acercó una hermosa mujer, llamada Rebeca, que no solamente le ofreció agua a él, sino también a sus sedientos diez camellos. Por eso Rebeca o Rivká -nudo corredizo en hebreo- representa luego, la firmeza del lazo matrimonial, la feminidad, la belleza desnuda que confiere la transparencia del agua. Representa la esencia del matrimonio, anima la gentileza, la amabilidad y la fraternidad entre 3 Yo he preferido, por puro placer auditivo, usar el término Magna Anima, y no amada o anima simplemente, como originalmente lo usa Cirlot, pero el significado es el mismo.

esposos. Por estas particularidades, por el aliento afable, por la delicada esencia, por el apoyo dulce y afectuoso que encarna Rebeca, yo la pongo al nivel de una Magna Anima. Un oráculo del destino reveló, que el primer hijo de Zeus y de su compañera Tetis, sería muy sabio y valiente, pero el segundo, sería de ánimo violento y destronaría a su padre. Ante el peligro, Zeus se tragó a su mujer cuando esperaba a su primer hijo y, llegado el tiempo de dar a luz, ordenó a Hefesto, dios forjador, hendirle la cabeza de un hachazo, así surge, de la cabeza del griego Zeus, o del romano Júpiter, una muchacha armada: la diosa griega Atenea o, la diosa romana Minerva, toda sabiduría y valentía. Por ser Minerva nacida de la parte superior de su padre, representa lo erudito, lo excelso, lo sublime, y por ello, de acuerdo con Cirlot, Minerva es una consumada Magna Anima. Las Magna Mater, encarnan el nervio y la fortaleza que otorga la patria, la ciudad y la naturaleza. La Madre Patria, es la cuna, el lugar del nacimiento, la certeza de un primer territorio donde nacer y donde morir, -porque también existe la patria celestial donde se reposa eternamente-. La madre Ciudad, es la matriz de los espacios y el seno de la civilización, de la civitas. Cirlot cuenta que en la antigüedad, fundar una ciudad estaba en estrecha conexión con la constitución de una doctrina, es quizás por esta particularidad, la de ser representación de muchos individuos bajo un mismo parámetro, que surgieron las antiguas personificaciones de la ciudad como matronas. La Madre Natura, representa a la mater creadora, origen de todas las cosas, principio de vida, fuente de la creación. Entre las manifestaciones más notorias de la naturaleza como origen de vida, está la maternidad y el nacimiento de los seres vivos. Es por eso que Bachué, como se verá adelante, es un claro ejemplo de las Magna Mater, por su prolífico carácter; mientras que La Pola y Las Banderas son símbolos de las Mater relacionadas con la patria. Bachué, madre y Sue, hijo, eran los únicos habitantes del mundo. Entre noches de luna y días de sol, se reconocieron como diferentes a los demás seres de la tierra. Un día surgió entre ellos la palabra del amor “la voz dulce como la de Sumguy – la tórtola- cuando comparte con su compañero las pepitas de agraz en las copas de los arrayanes”. Al término de Zasca – primera mitad de la noche- acondicionaron su lecho junto al río con jupa, la suave pajilla de las laderas, y con tibias hojas de fraylejón, allí se amaron por primera vez los primeros padres de la tierra... Una noche de la novena luna, Bachué sintió apremios del alumbramiento, entonces, tomó el camino del bosque y se internó en él, con una pequeña coa hizo un hoyuelo que rellenó de jupa y hojas secas, sobre el cual se acurrucó y parió uno tras otro seis hermosos hijos, tres varones y tres hembras”4 Estos niños eran los primeros muiscas, los abuelos y las abuelas del mundo y, Bachué su Magna Mater. La Pola, Magna Mater con la Patria, marchó con paso firme hasta el patíbulo, iba arreglada con un elegante vestido azul turquí; su mirada era altiva y arrogante y su paso imponente ante la multitud que se agolpaba al lado y lado de la calle, al llegar a la plaza y ver al pueblo reunido en muchedumbre para presenciar su sacrificio exclamó: ¡ Pueblo indolente! Cuan diversa sería hoy nuestra suerte si conocieseis el precio de la libertad, pero no es tarde, ved que, aunque mujer y joven, me sobra valor para sufrir la muerte y mil muertes mas, ....” Medio arrodillada sobre el banquillo recibió siete estruendosos balazos, quedando su muerte eternamente relacionada con el amor y el sacrificio por la patria. 4

Apartes del texto Relatos de la antigua Bacatá, de José Rozo Gauta. Ediciones Naidí, Bogotá, 1998, páginas 59 y 60.

El Monumento a Las Banderas es una gran rotonda de 120 mujeres alegóricas. Cada una de ellas, porta un símbolo relacionado con los anhelos patrios que animaron la Conferencia Panamericana de Bogotá, en 1948. La mujer espada representa la justicia; la mujer rayo, la fuerza creadora; la mujer rueda, la industrialización; la mujer maíz, la agricultura; la mujer caduceo, el comercio y la ciencia; la mujer ancla, la importancia de los mares; la mujer flecha, la perseverancia; la mujer pergamino, la educación y la ilustración. No obstante, el ambiente de hermandad y fraternidad que el evento producía, el acto fue brutalmente truncado por los hechos del 9 de abril, y las banderas del monumento izadas a media asta en señal de duelo. Por el peso que significa llevar ilusiones truncadas y melancólicos trozos de la historia nacional, las Banderas son un significativo ejemplo de Magna Mater de luto por la patria. La tercera categoría simbólica de las mujeres, Cirlot las llama Sirenas. Estos seres encantadores, no siempre han tenido cola de pescado. En su versión más antigua, solo son seres fantásticos a quienes se les atribuye un canto dulcísimo que atrae a los caminantes para después devorarlos; ulteriormente aparecen las sirenas con cola de pez, habitantes de arrecifes e islas rocosas y, luego aparecieron sirenas de doble cola; y sirenas pájaro. En realidad representan lo inferior en la mujer y a la mujer como lo inferior; son símbolos de la imaginación pervertida y del deseo. Parecen especialmente símbolos de las tentaciones dispuestas a lo largo de la vida para impedir la evolución del espíritu y “encantarlo”, deteniéndolo en la isla mágica o en la muerte prematura. Entre las mujeres monumentales, tal vez la única con rango de Sirena es Rita. Su corsé, sus eróticas tirantillas, su camisa de manga sisa y sus enormes tacones, enmarcan y exhiben su monumental y enorme cuerpo negro. Espera inmóvil, en la alameda del parque nacional, a un “cliente” que busca una nueva batalla amorosa. Rita, no esconde su rostro de melancolía, producto acaso de su eterno trabajo callejero o, quizás, es rasgo de las hijas Grau, como el nostálgico rostro de La Gran Bañista o de la cara triste de sus hermanas Las Toreras. Rita aguarda para encantar, divertir, dispensar placer al que la busca. Su vestido no es más que una metáfora del canto de la sirena, de un gorjeo que atrae al transeúnte para luego devorarlo bajo el impulso de su fuerza y su deseo. El caminante será detenido y conducido a la isla mágica.

III Ciento Veintiséis mujeres monumentales en Bogotá

Isabel : la reina trashumante La vocación trashumante de la reina Isabel parece no cesar. Reconocida como la principal promotora del viaje más sorprendente y gigantesco que ha emprendido la humanidad −el descubrimiento de América− no es simbólicamente extraño que en Bogotá se haya cambiado cuatro veces de lugar en sus escasos 117 años de existencia (se inauguró en 1885). Primero, por razones políticas, estuvo guardada en el convento de Santa Clara; luego la instalaron en la Avenida Colón entre calles trece y carreras dieciséis; años más tarde, en la Avenida de Las Américas, y finalmente, la trasladaron a la Avenida El Dorado, donde se encuentra actualmente. El constante ir y venir del “Monumento a Isabel la Católica y a Cristóbal Colón” −la reina no está

sola, siempre la acompaña su almirante y compañero de aventura− parece una irónica metáfora de la inquebrantable voluntad de aventura y trashumancia que caracterizó a la reina y a su infatigable protegido. La trashumancia , propia de los monumentos en el espacio público (del latín tras y humus, tierra: trasladarse de tierra) otorga una condición especial a este tipo de obras: Capacidad de moverse de un lugar a otro, sin perder la esencia fundamental. Una escultura en el espacio público, potencial de movimiento guardado en su interior, es un certero artefacto para representar los vívidos 53 años de la reina de Castilla (1451-1504). Mientras Su Majestad está con el cuerpo firme en la tierra, gracias a la fortaleza que otorga el bronce, su inteligencia continúa en perpetuo movimiento, analiza todavía la manera de lograr la expansión ultramarina en el Atlántico, el método infalible de promulgar la fe católica, el procedimiento seguro para concretar nuevas alianzas o, sencillamente para organizar la gran boda de sus hijos y soñar con una buena cantidad de nietos y bisnietos. Una Magna Mater calculando el porvenir de sus vástagos, una Magna Patrie asegurando el futuro de su imperio. La reina, de bronce hasta los pies vestida, es una linajuda mujer de cuerpo entero, porta erguida su corona y su manto reales, una obra de bulto redondo con discretos pero visibles contornos sobre el soberano traje, su pie izquierdo echado ligeramente hacia delante como en actitud de salir al paso, equilibra la ligera carga de la mano derecha, donde lleva el documento que autoriza perpetuamente a Colón para realizar el viaje. El adornado drapeado de la reina, el crucifijo y su cabeza ligeramente inclinada, señalan a una mujer católica desde la punta de la corona hasta la zapatilla real. Su profunda e insondable mirada de escultura neoclásica, alude a una dama dispuesta a cualquier batalla para conseguir la unidad bajo un mismo Dios, desde la prédica tolerante de fray de Talavera hasta la severidad del cardenal Cisneros. ¿Qué tiene de común un Nazarí en Europa occidental y un indígena del Continente Americano en 1492? Lo común es Isabel, la reina Isabel. Los dos saben que sus vidas ya nunca serán las mismas por obra y gracia de esta mujer, el primero percibe que el reino musulmán en España llegó a su fin y el segundo intuye que España entró en su casa y que el mundo se vivirá en castellano y se poblará de Isabeles. Calculada la distancia para aventurarse en alta mar, prevista la pareja que afianza el reino, avizorada la alianza que augura el éxito, La Soberana puede dar el paso, ya organizando las cortes o, recopilando las Ordenanzas Reales de Castilla o, allanando el camino a su bisnieto Felipe II. La Reina no descansa, se mueve de aquí para allá, trashuma y hace trashumar. No es un símbolo quieto, no es una reina estática, es una fémina dispuesta a la guerra, sea con los moros, con los cosmógrafos, o con los cristianos conversos, avanzando en la Reconquista, juzgando en la inquisición, o, batallando con La Beltraneja. ¡La reina necesitó ser una escultura, una obra con pies que pueden levantar el vuelo, con extremidades con capacidad de movimiento, que se trasladen con pasión cuando empieza la jornada! La tristeza, la frustración y la ira de Colón, cuando además de enfermo, solo, cansado y traicionado, recibió la dolorosa noticia de la muerte de su protectora, estarán eternamente compensados por la compañía que le dispensó César Sighinolfi, (Módena 1833 - Suesca 1902) el escultor de La Reina, al ponerle a su lado, para siempre, a su Magna Anima, a Su Majestad la reina Isabel de Castilla.

Rebeca: el polisémico y liberador carácter femenino En el último fragmento del desaparecido parque Centenario, en una plazoleta con forma de concha marina, en ese punto de los puentes de la calle veintiséis donde se encuentran la décima y la trece, habita La Rebeca, una mujer categóricamente polisémica. Nació en París pero nunca fue francesa; es neoclásica en un mundo impresionista; tiene facciones griegas pero su padre es del Quindío; es mujer bíblica, símbolo del recato matrimonial, pero se exhibe semidesnuda en la vía pública; es un ser del agua y de la tierra; es de la calle, espacio exclusivo de los hombres; es millonaria y aristócrata, pero su mejor amigo es Copetín, el gamín de los años 60 y 70. La polisemia de esta mujer no puede ser más elocuente: un mármol, que cubre con pudoroso encanto sus partes íntimas, cortejó la lenta travesía, para aceptar, sin rubor, la natural desnudez de los mortales. Mientras los colegas franceses de Roberto Henao Buriticá, escultor de La Rebeca, liberaban la materia del peso, transformaban la luz en una inmensa cantidad de punticos y pequeños trazos de color, y se solazaban en el próspero impresionismo, Henao compartía la fascinación que en Bogotá existía por el aroma clásico. Es lógico, entonces, que de ese embrujo compartido naciera una mujer como Rebeca que, dicho sea de paso, nada supo de Monet, Manet, Pisarro, Sisley, Degas o Renoir. Ella no se dejó “impresionar”, nació y fue desde siempre una mujer de bulto redondo, gruesa, con un cuerpo siete veces más grande que la cabeza, una doña neoclásica: humana, desnuda, inexpresiva y monumental. El gusto de Henao por los cánones perfectos, la exactitud anatómica, el absoluto manejo del modelado y un cierto hechizo por la expresión homogénea, tal vez legada de los griegos del tiempo de Sócrates, de una civilización racionalista, ética, científica y técnica5, y fermentada en París, durante sus estudios con Granie, en la Escuela Julián y en la Academia de Bellas Artes, explican en gran medida cómo un hombre nacido en Armenia, Colombia, en 1898, terminara empapado hasta la médula de clasicismo, al punto que La Rebeca más parece el inexpresivo semblante de una diosa griega que el rostro ingenuamente mítico de una mujer del Quindio o de Caldas. No se trata de un retrato, como no lo fueron las esculturas griegas o romanas, Ella se autocontiene en su inexpresividad, su identidad idealizada está detrás de la impersonalidad del rostro. En el Antiguo Testamento, Rebeca es la hija de Batuel y nuera de Abraham. Un sencillo gesto de cortesía con Eliezer −ofrecerle agua a él y a sus camellos− fue suficiente para ser elegida como esposa de Isaac, y madre, después de muchos años de infertilidad, de los gemelos Jacob y Esaú. Estas circunstancias la convirtieron en el símbolo de la fidelidad, la devoción y la castidad matrimonial. Su destino bíblico le imponía ser una mujer vestida y recatada pero su predestinación neoclásica era la desnudez sin reservas. Esta vacilación fue resuelta por la certera intervención de la católica Bogotá de los años veinte, que le aportó al desnudo mármol −a través del cual se transparentan los músculos y los pliegues de la piel− un púdico paño, plegado y semisuelto, que cubre solamente las partes más íntimas de La Rebeca y deja a la vista el resto de su desnudo cuerpo.

5 Idea tomada de “Sócrates no tenía sino un ojo”, ensayo filosófico de Guillermo Mina, en revista Al Margen, No. 1. Bogotá, Marzo 2002. Pág. 10.

La tierra y el agua son dos elementos inseparables de La Rebeca. La tierra del parque Centenario la alojó desde el principio y, aún hoy, en su último pedazo, la acoge como la primera vez. Una tierra amojonada con una hilera de eucaliptos, verjas francesas, elegantes lámparas, pequeños jardines y bustos de héroes y poetas. El agua de la fuente donde la conoció Eliezer, es la misma que recoge eternamente en su cántaro de mármol; es el transparente líquido que la condujo a Isaac; es el recuerdo de las fuentes sagradas de Megara, Pirene o Erecteo. El Centenario −ordenado por Nuñez para conmemorar el natalicio del Libertador y destruido por Mazuera para construir la modernidad− era el tablado de la “belle epoque” bogotana, sitio de tertulias, periódicos y literatura; inauguró los parques públicos y los juegos mecánicos. En ese gran vergel urbano, se instaló en 1928 la impactante y desnuda mujer de mármol. Por eso el Centenario, ya no fue más, había empezado, por algún tiempo, la era del Parque de La Rebeca. Con no poca curiosidad iconográfica, Roberto Henao debió estudiar los detalles de la pileta y la fuente que albergarían la escultura. Se detuvo, con seguridad, en la antigüedad de la piedra, en su forma circular y, especialmente, en el decorado acuático de la fuente: un rostro asexuado que sopla agua para llenar el pozo, rodeado de delfines −los que recorren en pareja los ríos−, de conchas, memoria del órgano sexual femenino, evocación del receptáculo donde nació Venus; de espirales, metáfora de la evolución, y, en las infaltables hojas de acanto, para colmar el decorado. El Bolívar de Desprey, el busto de Asunción Silva, la escultura de Jorge Isaac, el monumento a Ricaurte, la cercanía al teatro Olimpia, hicieron del parque Centenario el telón de la historia nacional, la sala de exhibición de los grandes hombres de la Independencia, de las artes y las letras, un espacio enteramente masculino vedado a las mujeres. Sólo Rebeca, y por demás desnuda − quizás por ello− pudo penetrar en ese enjambre de hombres ilustres que se apoderaban del parque e instalarse allí, en medio de la sala. La danza de los millones del canal de Panamá, y el arrobamiento que producía entre pudientes y dirigentes el Neoclasicismo, eran suficientes para garantizar un sólido porvenir para la naciente Rebeca. Pero su marcada polisemia, terminó por convertirla en la más asidua confidente y compañera del gamín Copetín y sus compinches Angelito, Care´caucho, Miss Universo y Pesadilla, sus únicas amigas han sido Querubina y Bombardina, “gamincitas de la calle”. Los cotidianos cuadritos en blanco y negro, que circulaban en las tiras cómicas y, luego en color, en las lecturas dominicales del Tiempo en los sesentas y setentas, contaban las peripecias de los niños de la calle, y con ellas la turbulenta, intensa y, no pocas veces, excluyente vida de Bogotá, la misma que rodea durante todas las horas a la mujer de blanco. Las múltiples facetas de Rebeca, su bíblica desnudez; su arrebato neoclásico ante impresionistas y modernos; la atmósfera francesa de su pudoroso cuerpo de cachaca bogotana; el cascarón griego con entrañas de Caldas y Quindío; el pasado aristócrata compartido en la cotidiana intensidad con los niños de la calle; su explícito espíritu callejero, hicieron la diferencia y marcaron la ruptura. La ambigüedad femenina abrió el boquete, permitió la catarsis, introdujo lo obvio: los mortales se parecen a los mármoles blancos, son iguales, no tienen jerarquías, ni distintivos: ¡No nacen con vestido!

Minerva: la Diosa que revela libros ocultos

El quinquartus es una antigua fiesta de cinco días celebrada en honor a Minerva, −la que advierte bien−. A ella acudían los artesanos, los poetas, los músicos, los estudiantes y los profesores. Se daba vacación en las escuelas, los alumnos aprovechaban la ocasión para pagar a sus maestros los honorarios, era el momento de presentar públicamente los coros, de pulsar colectivamente las cítaras. En el calendario Preneste el día de Minerva es el día de los artífices, de los hacedores, de los que transforman la nada en cosas, poesías o artefactos. Un corredor indefinido de personas, entre niños afanados por sus deberes escolares, adolescentes ávidos del anonimato que permite hojear tranquilamente publicaciones prohibidas, jubilados cultos que leen poética sin los agobios del tiempo, desempleados que buscan afanosos los clasificados en los periódicos del día, un precoz intelectual que estudia con paradigmático encanto ensayos de filosofía y estética, un investigador que quiere ultimar un detalle, todos, diariamente, frente a la puerta de entrada de la Biblioteca Luis Angel Arango de Bogotá, del barrio La Candelaria, son mirados de soslayo por Minerva, la encantadora diosa de la sabiduría, el arte y las letras. El reservado, incluso inadvertido, jardincillo donde se encuentra Minerva a la entrada de la biblioteca, tapada ligeramente por un joven cerezo, no es ni mucho menos comparable con La capilla Minervium en el monte Celio ni con el Aventino templo. Pero en cambio, lo que si es equiparable, es el fervor y la devoción, a juzgar por la multitud de visitantes −más de 7.000 diarios− que inspira y representa la Diosa de la sabiduría. A la ciudad eterna la llevó el rey Numa desde Etruria. Requería una guardiana de las artes, de la sapiencia, de la pureza y de la razón. A la biblioteca la llevó Luis Angel Arango del taller del italiano Vico Consorti (Samprugnano1902). Precisaba de una diosa tutelar para conmemorar un magno hecho: la transición de una biblioteca privada, la del Banco de la República, en una biblioteca pública. Quería una deidad que acompañara el momento en el que libros incógnitos, privados, ocultos y reservados a pocos se convirtieran en libros descifrados, públicos, manifiestos y disponibles para todos. Precisaba de una diosa tutelar para esta trascendental conversión. Desde el momento en que la biblioteca abrió sus puertas al público, en 1958, Minerva es la anfitriona principal, la que recibe, la guardiana de los que desfilan fascinados tras el saber. Si la Diosa construye escotillas para el entendimiento, motiva cancelas para el discernimiento, abre entradas, crea verdaderos portones racionales a las cosas y a los hechos, su escultor, Consorti, no lo es menos. Es el escultor de las puertas: la del duomo de Siena, la de la medalla conmemorativa del Museo Nacional de Colombia, la de la iglesia de Ludriano en Brescia, la del palacio arzobispal de Bogotá y la de San Pedro en el Vaticano. Un mundo de puertas, mamparas, aberturas y entradas al conocimiento y a la razón rondan a la Minerva de Bogotá, a la guardiana de la entrada de la biblioteca, la que protege, la que aconseja bien. Júpiter, −el Optimus Máximus: el Mejor y Mayor de Todos− literalmente preñado de su hija Minerva, a falta del natural vientre femenino, la anidó en las entrañas de su entendimiento. La criatura liberada del temor por la vida, irrumpió sin rencores de la cabeza del progenitor. Consorti la hizo bronce erguido, cuerpo entero de pies desnudos y cabeza cubierta. Le colocó con delicadeza extrema, asido solo a dos dedos de la mano izquierda −en actitud de ofrecerla eternamente− una ramita de olivo como emblema de paz y comprensión con su atemorizado padre. Amenazada desde

antes de nacer, la dotó de un refinado casco para protegerse del hacha del dios forjador, y de un escudo de bronce, a falta de la piel de la cabra Amaltea. Para asistir impretéritamente a sus quinquartus, le confeccionó una túnica de marcados y ordenados pliegues dispuestos verticalmente y ensanchados como un abanico invertido. La verosimilitud del rostro, de los brazos, de los medianos y contornados pechos, sugieren a una mujer viva debajo del vestido, viva en el sentido intemporal de una diosa del Olimpo. Venida al mundo de los humanos, con un vestido fresco, holgado, solo para acompañarlos a descubrir que también tienen su secreto: la inteligencia, la memoria y la razón. Quien no, sino Minerva la amalgamada con substancias y órganos del intelecto del soberano del Olimpo, la guerrera pacífica, podría haber inspirado la conversión de una biblioteca privada en pública. A esta Diosa monumental, a esta Magna Anima se le podría pedir, por Bogotá: Ven, Diosa nacida en Etruria, deja tu escudo de bronce por los campos romanos, olvídate del casco que te protege de Hefesto, cúbrete los pies desnudos, ven segura a la ciudad damero. Vente en tu carruaje olímpico en medio de las ninfas a lo largo de las calles, ven con tu ramo de olivo, con tu madre Tetis, con tu padre Júpiter. Llénanos de tu razón, de tu sabiduría y tu entendimiento. Ven, bienaventurada, ven, sabia, racional, lúcida y deseabilísima diosa, te invocamos con la razón y con las palabras serenas.

Bachué: una diosa Mhuysca entre columnas jónicas

En el occidente de Bogotá, en la Avenida Las Américas con carrera setenta, como expulsada del paraíso, se encuentra Bachue la mujer de los senos afuera,6 la madre de todos los muiscas. La visión es enigmática: frente a un esbelto pórtico jónico, de cuatro delicados postes verticales que sostienen los pretéritos dinteles griegos, las ineludibles volutas, el ábaco, el natural arquitrabe, un friso indiviso y la aérea cornisa; se encuentra, en el borde de un gran estanque, una femenina piedra triste con un caracol en la mano. Es un cuerpo entero, sentado sobre una roca tallada con peces de agua dulce, cuya cabeza quiere hundirse en el cuello, desea estirar las articulaciones pétreas para alcanzar la comisura del pecho y alojarse, escondida del mundo, en ese lugar de tibia ternura y cálido sosiego. ¿Por qué está triste la Magna Mater de los muiscas en medio de ese palacete griego? Tal vez María Teresa Zerda ( cuando transformaba la piedra arenisca en cuerpo de Diosa, fue descubriendo cincelazo a cincelazo un universo fantástico, de amores míticos, plantas mágicas, pájaros que hablan y se convierten en niños por el arrullo del amor y el sueño del tyhyquy, artilugios precisos que organizan el tiempo de la siembra y la cosecha en días, meses y años; y sensible a ese fabuloso universo, y consideró pertinente hacer una morada griega a su forjadora. Pero descubrió también, la huella dolorosa de encontrar a sus hijos tendidos en un campo de batalla, 6

Ver Alfredo Iriarte. Breve historia de Bogotá. Bogotá, Editorial oveja negra , 1988, pp. 262.

el dolor que causa ver la incurable amputación de sus ancestrales enseñanzas. Por eso Zerda, esculpió melancólica a la Diosa, posiblemente por eso, la Mater está triste. En los remotos tiempos de Chíaitania, el poderoso Chiminigagua, estableció en primer lugar la ruta fundamental del mundo: alternó el día con la noche, a Zúhe, el sol con Chía, la luna. En ese primer tiempo, emergió de las aguas de Iguaque la madre Bachue, con su pequeño hijo Sue, a cumplir el mandato de poblar la tierra. Cuando el hijo creció, ceremoniaban juntos, se tomaban de las manos, danzaban junto al agua, yacían cercanos, hasta que nació la palabra del amor y se engendraron los primitivos pobladores de Bogotá, los muiscas. Bachue de senos gruesos y ovalados, caderas anchas y maternales, era la primera versión humana de la mata de maíz: erguida y con larga cabellera. Así como el maíz dura mucho tiempo sin deteriorarse y exige lo mínimo para dar mucho – cien días de trabajo daban maíz para un año– así la Magna Mater resistió y cuidó a sus descendientes. Por ella, los muiscas tuvieron la palabra, la danza y el rito. Se educaron en la importancia de las normas y preceptos y tuvieron su Código de Nemequene. Aprendieron a comer carne de conejo, borugo, guatín y locho; a consumir pulpa de ahuyama, yuca, calabazas, batata, arracacha, hibias, cubias y papas; a saborear la chirimoya, la curuba, la guchuva, las guayabas, las moras, el tomate, el sonque, la palcha y la guama; aprendieron a guisar con guascas, rebancá, nacume, cerraja, bledo y verdolaga.7 Cuando los padres estuvieron viejos, reunieron a toda la familia, la invitaron a la paz y la concordia, se despidieron afablemente, y luego, se convirtieron en dos grandes serpientes que se sumergieron, para siempre, en la laguna que los había visto emerger. La diosa madre puso a sus hijos en una gigantesca fortaleza natural del altiplano, rodeada de entumecidas nubes y helados ventarrones. Así lo hizo para defenderlos de los desmedidos caribes, los adversos sutagaos, panches y fusagasugases; de los caciques de Ubaté, Guatavita, Ubaque, y sobre todo del poderoso Zaque de Tunja. Pero no fue suficiente, su poderoso descendiente, el Zipa de Bogotá, Saguanmachica, se enfrascó en una guerra monstruosa de más de dieciséis años con el zaque de Tunja, Michúa, que solo terminó en Chocontá con ambos monarcas muertos en el campo de batalla. A Michúa lo reemplazó Quemuenchatocha, de sombrío final, y a Saguanmachica lo reemplazó Nemequene, − reconocido legislador y estadista− muerto también en sanguinaria batalla y sucedido por el valiente guerrero Tisquesusa, de un todavía mayor triste final. Bachue, desde su condición de piedra tallada, llora la inutilidad de la muerte de Saguanmachica y Nemequene, ella conoce la desventurada causa: la sal del Zipa era más valiosa que las esmeraldas del Zaque. Y faltarán todavía más cosas que apesadumbrarán la madre. Bachue se lamenta del charco de sangre alrededor de su otro hijo, Tisquesusa, ocasionado esta vez, no por su ancestral enemigo el Zaque, sino por unas formas extrañas, de piel brillante y dura, con manos blancas y ojos parecidos a las plumas del papagayo, acompañados de gigantescos animales. Seres que esculcaron inútilmente los secretos del monarca para arrancarle un tesoro. Figuras venidas de no se sabía donde, que traían, en una mano, un madero en cruz y en la otra, un artefacto que producía fogonazos y muerte. Quesada y sus hombres habían puesto la planta de sus pies en el reino de las nubes frías.

7

Ver José Rozo Gauta, Relatos de la antigua Bacatá. Bogotá, Ediciones Naidi Ltda. Colección narrativa antropológica. 1998, pp. 677

Bachue a pesar de todo, no es una diosa destronada, hubiera preferido, seguramente, un Opaguegue8 para su morada, pero a cambio, tiene un palacete griego para sobrellevar sus penas. Posiblemente no está triste, sino simplemente concentrada en recordar su Lengua Mhuysqa, para suplir la falta de escritura de sus hijos, probablemente está ocupada en repetir sus voces más queridas, que se oyen quedamente cuando el visitante se acerca atento a la escultura: Sas quyhynuca, fiva, faoba, ie, yopo, tomsa, chimi, mnya, bague, muequetá, patí, sie, tyhyqui, zaitania, tyba, suquysca, tymanca, chíe, chiguacá, biza, iosua, chuhuia, fupqua, sumne, quizo, sumgüy, guamuyhyca, chiinegü.. Hyka, at, bosa, miqa, mhuyxiqa, hyksqa, ta, qhuhupqua, shuhusa, aqa, hubchihiqa, güeta. 9

La Pola y Cortés: dos formas diferentes de morir La joven mujer de la calle dieciocho con carrera tercera, a la entrada de la Universidad de los Andes, la que está sentada en un banco, con las manos atadas en la espalda y con los ojos abiertos esperando la muerte, musita sobre dos formas de morir soñando: Caer fusilado por amor a la patria, como le correspondió a ella, a Policarpa Salavarrieta, o agonizar en vida, por amor al arte, como le tocó a Dionisio Cortés, su escultor. Dos vidas corren paralelas en tiempos diferentes, marcadas ambas por el peso de la guerra y unidas en un mismo bronce de color amarillo, tapado por el tiempo. Policarpa nació en Guaduas en 1796, quedó huérfana a los 6 años −los padres murieron en la epidemia de viruela−, y fue fusilada a los veinte, por informante de los patriotas y miembro de La Resistencia oculta. A los 46 años de ejecutada La Pola, nació Dionisio Cortés, en Chiquinquirá. A pesar de su talento y de algunos momentos de brillo profesional, llevó una vida precaria, contingente y penumbrosa, murió abatido por soñar con Rodin y alejarse del gusto oficial.10 Los estudiantes que se acerquen a La Pola, confirmarán, porque con seguridad ya lo saben, la maravillosa experiencia de los sueños colectivos. Entre risas, pasiones y angustias, las inspiradas y fascinantes conversaciones con los amigos: los Almeydas, los Gutiérrez, los Morales, los Barayas, los Ricaurte, los Arces. Sabrán, de La Pola, que siempre aparecen insospechados favorecedores de las ilusiones compartidas: el querido José Hilario López, −mas tarde el presidente de las libertades individuales− que como soldado, fue incapaz de disparar el fusil para matar a la singular Polonia Ricaurte; o Arcos, el soldado escribiente del batallón de Tambo, prestando sus acuciosas listas de soldados y los inventarios de armas y órdenes de marcha. Reconocerán, porque también lo saben, el 8 Opaguegue: Templo muisca ovalado. Ver José Rozo Gauta, Relatos de la antigua Bacatá. Bogotá, Ediciones Naidi Ltda. Colección narrativa antropológica. 1998, pp. 677. 9 Sas quyhynuca: antes que nada o lo primero de todo. Fiva: aire. Faoba: nube. Ie: humo. Yopo: camino o puerta a la sabiduría. Tomsa: ombligo, centro del mundo. Chimi: pulpa, primera cosa del mundo. Mnya: oro, color. Bague: madre abuela. Muequetá: Sabana de Bogotá. Patí: río Bogotá. Sie: agua. Tyhyqui: borrachero, bebida para dioses, planta de la sabiduría. Zaitania: muy antiguo, después que amaneció el mundo. Tyba: adulto, dueño del saber. Suquysca: planta cerraja. Tymanca: planta bledo. Chíe: ortiga. Chiguacá: planta verdolaga. Biza: caracol. Iosua: rana. Chuhuia: ratón. Fupqua: cangrejo. Sumne: pato. Quizo: perdiz. Sumgüy: tórtola. Guamuyhyca: capitán negro. Chiinegüi: capitancito. Hyka: la palabra creadora; Ata: uno; bosa: dos; miqa: tres; mhuyxiqa: cuatro; hyksqa: cinco; ta: seis; qhuhupqua: siete. shuhusa: ocho. aqa: nueve. hubchihiqa: diez. güeta: número sagrado veinte. Ver José Rozo Gauta, Relatos de la antigua Bacatá, obra citada. Escribano María. Cinco Mitos de la literatura oral Mhuysca o Chibcha. Ediciones Semper. Bogotá. 2000.pp. 186. 10 Ver Rafael Alvarez Guerrero. Policarpa ¿una heroína genio? Ed. Empresa editorial de Cundinamarca Antonio Nariño. Edicundi. Noviembre, 1995. y Fondo Cultural Cafetero. Dionisio Cortés. Escultor. 1863-1934. Catálogo de exposición. Bogotá, julio – octubre 1982.

carácter inspirador del amor en medio de La Causa, sabrán de Savaraín, luchador junto a Nariño, batallador de Tambo, indultado por un amigo de Quito y su amor por Policarpa. Un microcosmos de camaradería, audacia, amor y esperanzas. Una Magna Anima, avivando La Causa con vigor femenino y astuta inteligencia, alimentando la savia de la Resistencia Oculta. Dionisio Cortés, vino de Chiquinquirá a atrapar su propio sueño. Llegó a la nervadura de la utopía, arribó a las entrañas de su deseo: La Escuela de Bellas Artes, bajo la dirección del mismísimo Alberto Urdaneta. Todo era mito: el maestro de escultura, César Sighinolfi; el de pintura, Felipe Gutiérrez; la jefatura del Taller de Fundición; la clase de escultura para señoritas, junto con al sugestivo Andrés de Santamaría, pero sobre todo, al provocativo e inexplorado mundo de la escultura en bronce. Pero todo paraíso tiene sus culebras. A La Pola y a su Resistencia Oculta, le llegó el Régimen del Terror con Pablo Morillo y el virrey Sámano; y a Dioniso Cortés, la Guerra de los Mil Días le embistió el alma de Boyacense amable y le empobreció el ámbito para usar su libre y creativo buril. En una arriesgada misión de espionaje, tránsito de hombres y armas para Nonato Pérez, comandante patriota en los Llanos, fueron descubiertos los compañeros de La Causa. Una mañana de noviembre, nueve banquillos y dos horcas recibieron a un grupo de amigos a paladear la muerte en su acostumbrada compañía. Sucumbieron Savaraín, Areyano, Arcos, Díaz, Suárez, Galeano, Murujú, y La Pola. José Hilario López, llorando su impotencia de soldado, transcribió palabras previas de Policarpa: “. llegará el día grande en el cual se levantará del polvo este pueblo esclavizado y arrancará las entrañas de sus crueles señores...” La guerra convierte el agua en sangre. La conflagración de los Mil Días transmutó la Escuela de Bellas Artes en cuartel militar. Días de penuria, pobreza y desazón cubrieron a Colombia entera, a los artistas, a la familia del escultor Cortés. Se acrecentó otra desdicha escondida: el desprecio por lo propio y la fascinación por lo extraño. Cortés modeló inútilmente a José Asunción Silva, Julio Flórez, Felipe Pérez, César Conto, Miguel A. Caro, pero fueron los europeos los que se llevaron la gloria y los contratos. Debió con mucho dolor, entregar sus horas, sacrificar su tiempo creativo a cualquier tipo de trabajo para garantizar la subsistencia. Una vida solitaria en lo artístico, donde estaba su moldura de escultor, sin espectadores inteligentes, sin teatro donde exhibir lo que se hace, sin herramientas para desatar al animal estético. El propio presidente del Congreso de Angostura, reconoció tres años después el valor y el arquetipo de La Pola: “Mujeres: Dad vosotras este impulso, inspirad este movimiento universal, y por vosotras comenzará la historia de Colombia...”. Dionisio Cortés, logró transgredir el límite de lo impuesto, las nuevas líneas de La Aplanchadora, develan a un hombre que sabía, que las construcciones de un Rodin contenían límites más duraderos que las obligatorias formas del gusto sabanero. Cortes en un acto de piedad consigo mismo y con esta singular Magna Anima, no quiso la escultura de una muerta. Prefirió la vida con la intensa tensión de los minutos anteriores a un fusilamiento. Una resolución existencial para asumir su propia angustia. La agonía de su vida era la agonía de su personaje. El bronce otorgó una segunda y más larga oportunidad.

Banderas: ciento veinte mujeres en un círculo simbólico

En la Avenida de Las Américas con carrera ochenta, hechas de viento y moldes de concreto, existen seis emblemáticas damas, reproducidas en veinte grupos idénticos, que conforman un círculo de ciento veinte mujeres desnudas alrededor de un centro. Ellas son: la mujer espada, la mujer rayo y número pi, la mujer flecha y pergamino, la mujer caduceo y ancla, la mujer maíz y la mujer rueda.

Las sugestivas mujeres fueron el epicentro de la IX Conferencia Panamericana. Su espacio está concebido para que Ellas circunden un mástil central de mayor altura e importancia, asignado a Colombia, como república anfitriona. Los femeninos cuerpos están previstos para portar las banderas de Argentina, Brasil, Bolivia, Costa Rica, Cuba, Chile, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Uruguay, Venezuela, Estados Unidos. Las Mujeres Mástiles saben que Karl Brunner (1887-1960) fue el primero en representarse la vía que las albergaría. Cuando Brunner, miró desde los cerros orientales a Bogotá, reconoció dos cosas impactantes: Una ciudad damero, al estilo español, construida a la manera de un gran juego de damas o un tablero de ajedrez; y la necesidad de un trazado moderno con grandes diagonales y proyectos radiales. Prefiguró el eje para La Avenida de las Américas, como una vía jardín, con glorietas, parques y prados solariegos. De las prefiguraciones de Brunner, los arquitectos Martínez, Ritter y Burbano proyectaron Las Américas como una ondulada vía-parque. Dado que el nuevo sendero ajardinado era, a su vez, la entrada internacional de Bogotá, por la cercanía al desaparecido aeropuerto de Techo, la vía sería de excepcional magnitud y belleza: brotaría como una entrada elegante, sinuosa y plena de árboles y flores del altiplano. El ingreso estaría marcado por una larga avenida en forma de serpiente que ondea en medio de hermosos bosques a la inglesa, un parque extenso y generoso en adornos y prados, donde la ondulada forma impediría la velocidad y la molesta presencia de los automóviles, un sitio de descanso, de paseo, un lugar de arbustos sabaneros, senderos para jinetes, parqueaderos para urgencias, monumentos, faroles, sillas, andenes para peatones y ciclistas. Remataría, al occidente y al oriente con sendas glorietas de monumentales esculturas: La Reina Isabel y Cristóbal Colón, en el oriente, y en el occidente, al Conjunto Monumental A Las Banderas. De ese serpenteante sueño urbano solo quedan los planos de los acuciosos arquitectos y su último vestigio concreto: Las Mujeres Mástiles. Iniciado en Etruria, la fábrica paterna de escultura, Alonso Neira Martínez (1913- 1990), escultor de profesión y oficio, tomó las predicciones urbanas y los planos de los arquitectos, y sacó de blancos moldes a los ciento veinte concretos femeninos, dispuso su distribución concéntrica y otorgó, en un arranque de amor patrio y de solución geométrica, -distribuir armónicamente 21 banderas no era nada fácil- decidió otorgar el centro a la bandera de Colombia. De esta manera se consolidó definitivamente el perenne refugio de las desnudas damas.

Los seis humanos, desnudos y femeninos cementos de cuerpo entero, de rostro inexpresivo y mirada neoclásica, amalgamados con la fibra rocosa de los senos, de los filamentos pedregosos del expuesto sexo, de la firmeza de las piernas otorgada por la erguida tirantez que dictamina un pedestal de concreto, con los canutillos de manos y brazos que sostienen símbolos pretéritos y con la pétrea piel de hombros aceitados con la lluvia, el sol y el viento; preñaron una auto reproducción inusitada. Las seis mujeres primarias dieron a luz veinte grupos idénticos, que fueron conformando un círculo de símbolos, lábaros antiguos y sueños colectivos, hasta consolidar un gran receptáculo redondo de ciento veinte criaturas, cuyo fin esencial es portar banderas americanas y ser, a su vez, borde de un enorme mástil central para izar perpetuamente a Colombia. Cada mujer buscaría en el evento, a sus más entrañables amigas del Nuevo Mundo para brindar por la Buena Vecindad y por la Inteligencia Solidaria, no obstante Las mujeres mástiles no pudieron ser plenamente izadas, sus deseos se vieron frustrados por los hechos del 9 de abril, y la elevación plena de las veintiún banderas, se hizo solamente hasta Diciembre del año 2002, fecha de su más significativa restauración. Los neoclásicos labios de las Mujeres Mástiles, parecen haber olvidado el desplante de las multitudes enardecidas por la muerte del Caudillo, a cambio, musitan entre un coro de cítaras, laúdes y liras venido del mismo mundo del caduceo, el número Pi, el rayo y el ancla. Arribamos a La Ciudad Damero, a su calle serpenteada de arbustos y jardines a traer legados y lábaros antiguos Dejamos el rayo que dispensa el fuego celeste con luz y savia El Número Pi para acercar la ciencia y aproximar la circunferencia al diámetro La Rueda que aligera los pies del atareado mortal El Maíz como un durable maná y bastón de nobleza y carácter El Caduceo y el equilibrio de sus dos serpientes de tierra y sus dos alas de cielo El Ancla que aproxima el tiempo antiguo y el lejano mar La Flecha con el impulso vital del supremo padre El Pergamino con letras afables para educar a La Ciudad Damero Ofrendamos también lo imprescindible: concedemos veinte espadas de poder y probidad ofrecemos las veinte empuñaduras para que en su prolongado recorrido se separe con equidad el bien del mal y se haga justicia permanente en La Ciudad Damero.

Rita: El erotismo y la tortura de un corsé Enrique Grau -Cartagena 1920- estaba de cumpleaños. ¿Qué podían regalarle sus amigas a un admirador de las grandes estrellas de cine, que es al mismo tiempo pintor, grabador, escritor y escenógrafo? Las ingeniosas amigas decidieron regalarse ellas mismas y regalarían a Rita en persona.

Todas se vistieron de negro brillante, de negro fiesta, de negro de plumas de las aves María Mulata, todas con color de aceituna negra. Se maquillaron con escarcha dorada, lila y púrpura en la cara, algunas se pusieron máscaras pintadas, y otras se hicieron máscaras de plumas verdes y magenta. A las 10:30 en punto de la noche se dieron el toque final, se ajustaron las pulseras, los brillantes, los vestidos y se acomodaron en el lugar preestablecido. Grau llegó al apartamento y entró en una estancia oscura. De pronto una luz suave y amable lo baño de arriba a abajo, y emergieron de la oscuridad tres luces verdes y tenues que iluminaron a sus tres primeras amigas, cuyas caras estaban ocultas debajo de fantásticas máscaras. Una le recibió la bufanda roja, la otra el abrigo y la otra le ofreció un vino tinto. Las luces los condujeron hasta llegar a la sala del apartamento anfitrión. Una vez acomodado en El Sofá, aparecieron nuevas y sendas lucecitas verdes, ligeramente más brillantes, que iluminaron un cuarteto de mujeres que produjeron un nido musical con dos violines y dos flautas. Al momento, enfocadas de manera independiente cada una, se levantaron lentamente, −porque estaban acurrucadas en el piso, como una especie de tortugas fantásticas escondidas en su caparazón− seis hermosas, escarchadas y negras bailarinas, que danzaron alrededor de Grau y las otras amigas. De manera imperceptible, las bailarinas fueron recuperando su quietud inicial, y las flautas y los violines acompañaron gradualmente el acomodamiento de las bailarinas y el lento aparecimiento de otras seis mujeres, también vestidas de negro brillante. Estos nuevos personajes parecían aves gigantescas de un paraíso de duendes negros y gnomos brillantes: tenían máscaras de plumones negros salpicados de escarlata y oro, un tocado altísimo de las mismas péndolas, que parecía un racimo enorme de flores negras rutilantes, y se ubicaron en los extremos del salón. De este modo, la casa quedó convertida literalmente en un teatro de luz verde, y todas las amigas en seres radiantes e inconocibles debajo de sus vestidos negros de fiesta. El artista se levantó emocionado con su enorme copa, con la intención de usar el antiguo reflejo del aplauso, para agradecer tan magnífico y teatral regalo. Pero todas al unísono, rompieron el mutismo y musitaron, desde su teatral posición, un pedido de silencio, que anunciaba que el regalo aún no terminaba. Para recuperar el ceremonial perdido, la más joven de las amigas, la encargada de las luces, hizo nuevamente la oscuridad y el ambiente recuperó una ceremoniosa y expectante quietud. Reapareció gradualmente la música, y emergieron las mujeres bañadas tersamente de luz verde en diferentes gamas. Mientras las mujeres – pluma de María Mulata movían con suavidad sus manojos de flores negras brillantes, hubo una nueva danza y un nuevo vino. Se percibían movimientos y sonidos sincronizados y armónicos. Repentinamente se abrió una luz suave, del mismo tono de la que alumbraba a Grau, y alumbró sosegadamente a un gran sofá que descendía despacio del techo, en el que iba aparciendo lentamente el cuerpo de una persona sentada. Se trataba de Rita, una mujer voluptuosa, gruesa sin ser gorda, opulenta, de manos grandes casi masculinas, rodeada de objetos muy delicados para su naturaleza fuerte, como finos cristales, telas transparentes, hilos delgadísimos de metal. Rita estaba acomodada con las piernas ligeramente cruzadas, solo tenía tres prendas: un corsé, unos enormes tacones y un reloj que marcaba las 10:30. Lo demás era ella misma: la mirada nostálgica, el pelo brillante, ligeramente recogido y levemente desordenado, las piernas desnudas que terminaban en unos pies gruesitos y delicados, las caderas desmadejadas sobre el sillón. El corsé otorgaba a Rita la cintura de avispa, la forma de reloj de arena, la contextura apropiada para bailar y caminar contorneándose. Rita en su alto sofá sonreía, a medida que bajaba, exhibía serena y tranquila el corsé, que ponía en cintura a su cintura.

A Rita le dolía la espalda, le daba miedo que en medio de esa especie de obra de teatro sufriera un colapso respiratorio, pero al mismo tiempo se sentía bella y atractiva, motivos suficientes para doblegar el miedo a cualquier dolencia pasajera. Rita es muchas mujeres de Grau al tiempo: su Lolita de los años 60, o su Vampiresa, o una mujer en plena Coquetería, o la que hace Strip Tease, o la Novia con espejo, o una mujer en El Sofá. Grau juntó su regalo con sus recuerdos infantiles y su manera particular de percibir el mundo, y lo convirtió en óleos y esculturas, que se llamaron Rita 10:30. Rita 3:30. Rita 5:30: un ciclo que marca momentos y circunstancias, que otorga especial interés a un objeto llamado reloj, pulsera de adorno, recuerdo que mide el tiempo y completa el ajuar de preparación de las citas, un pequeño atavío que señala la imperatividad del tiempo de una mujer que espera. En la alameda del parque nacional, Rita es una enorme mujer negra, de metal, de unos seis metros de alta, que lleva las manos en la cintura, para equilibrar y mantener su posición de negra erguida. Parece un gran rompecabezas femenino, formado de cuatro láminas planas, iguales, soldadas entre sí en el centro, que le da la apariencia de un móvil gigante de juguete, que de pronto quedó quieto, pero que podría empezar a dar vueltas en cualquier momento -como las bailarinas de las cajitas de música-, y seguir siendo idéntica en todos los sentidos: un cuerpo negro que gira con un sombrero azul, el eterno corsé −aquí rosado claro−, y unos enormes tacones negros. Los negros tacones de Rita parecen el terminado natural de unas piernas negras que siempre usaron zapatos altos, al punto que los pies parecerían haber tomado la forma de un tacón gigante, a fuerza de lidiarlos, conocerlos y quererlos. Rita, la de la alameda del parque nacional de Bogotá, ha perdido su reloj, ya no le interesa medir el tiempo, ahora aguarda siempre, sin la premura de las horas, a un transeúnte que se pueda llevar a la isla encantada.

Yolanda Sierra León Bogotá, noviembre de 2002

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