Control democrático y transparencia en la evaluación de políticas públicas

VII Congreso Internacional del CLAD sobre la Reforma del Estado y de la Administración Pública, Lisboa, Portugal, 8-11 Oct. 2002 MESA SOBRE: EFICIENC

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VII Congreso Internacional del CLAD sobre la Reforma del Estado y de la Administración Pública, Lisboa, Portugal, 8-11 Oct. 2002

MESA SOBRE: EFICIENCIA, EQUIDAD Y CONTROL DEMOCRÁTICO: UN MARCO TRIANGULAR PARA EL ANÁLISIS DE POLÍTICAS - Coordinador: Dr. Jesús Ruiz-Huerta

Control democrático y transparencia en la evaluación de políticas públicas Manuel Villoria Mendieta Instituto Universitario Ortega y Gasset INTRODUCCIÓN En un reciente seminario internacional, el Director del Instituto del Banco Mundial, Daniel Kauffman, recordaba cómo había una diferencia notable de eficacia entre dos tipos de factores de gobernabilidad en el mundo globalizado actual. Por una parte, las políticas económicas, consideraba Kauffman, han mejorado sus índices de calidad en prácticamente todo el mundo, además de converger de forma muy clara; por la otra, las instituciones tenían índices de calidad muy divergentes y en muchos países no sólo no habían mejorado, sino que incluso habían empeorado. Esta afirmación, de una persona de gran rigor intelectual, y con muchos datos en su mano, la dí por válida, pero me llevó a un conjunto de reflexiones que modestamente aporto a este Congreso. La primera pregunta que me hago al calor de tales afirmaciones, es la de si influyen las instituciones en la calidad de las políticas, incluso suponiendo que la calidad se mida tan sólo por la eficacia. Yo creía que sí, que había influencias aunque no determinaciones (Scharpf, 2000). No obstante, parece que la calidad de las políticas económicas no está influida por las instituciones nacionales. Yo añadiría que, dado que las políticas económicas parece que surgen y se desarrollan sin contar con las instituciones nacionales, su eficacia parece ser fruto de calidades técnicas muy refinadas que el común de los mortales no pueden comprender. Es decir, son fruto de la ciencia y no de la política. Pero, parece que esta afirmación tiene fallos lógicos y evidencias empíricas en contrario muy importantes. Así, países que han seguido políticas económicas parecidas han tenido resultados muy divergentes. Políticas fiscales restrictivas en Estados Unidos han funcionado bien, y en Tailandia han sido un fracaso. Más aún, países con circunstancias institucionales y socioeconómicas parecidas han seguido políticas económicas diferentes ante una crisis (por ejemplo, Malasia y Corea) lo que anula la idea de que hay sólo un camino, científico por demás. En consecuencia, las instituciones nacionales deberían considerarse en la definición de las políticas económicas y también en la evaluación del éxito o fracaso de las mismas. Por desgracia, esta idea de que hay una política económica, definible e implantable sin consideración de las realidades nacionales, ha sido y es, aunque ya sin tanta fuerza, un criterio que el FMI ha aplicado bastante rígidamente (Stiglitz, 2002). La segunda pregunta que me hago es si el resto de las políticas públicas están, también, libres de la influencia de las instituciones. La respuesta inmediata es que no parece que sea así. Tomemos una política cualquiera, la de seguridad, por ejemplo. Hay países donde los índices de criminalidad son muy altos y otros donde son muy bajos. Donde son muy bajos hay ciertos rasgos institucionales comunes. Así, no reconocen en su Constitución el derecho a portar armas, tienen unas fuerzas policiales bien preparadas y eficaces, un Estado de derecho sólido, tribunales independientes con jueces bien formados, una cultura cívica elevada, etc. Tomemos otra política, la medioambiental; veremos en diferentes países cómo el hecho de que el país sea federal influye en que se adopten enfoques avanzados, por la competencia positiva entre gobiernos (Colino, 2002). En consecuencia, las políticas públicas están influenciadas en su eficacia por la realidad institucional en la que operan. Por ello, sobre todo aquellas políticas que tienen una alta dependencia de las instituciones nacionales, han de ver reflejados los fallos de éstas y expresar índices de calidad mediocres cuando la institucionalidad es deficiente. Las políticas sanitarias, de reducción de la

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pobreza, educativas, de orden público, etc., reflejan esa triste correlación que indica que donde las instituciones funcionan las políticas tienden a funcionar y donde las instituciones fallan las políticas tienden a fallar. Y ahora surge la tercera pregunta, y es la de si no estará en la presunta calidad de las políticas económicas ortodoxas el origen del fracaso de las instituciones. Y como consecuencia, si no será el éxito presunto de determinadas políticas económicas el origen del fracaso del resto de políticas en numerosos países. Como creo que la respuesta a esta pregunta es que sí, que el fracaso del resto de políticas en numerosos países está en el éxito de las políticas económicas, pasaré a explicar el por qué. Para explicar mi hipótesis usaré como universo de referencia América Latina, sobre todo aquellos países en los que los fracasos económicos y políticos son más evidentes. Para exponer mejor qué quiero decir con esta hipótesis tomaré como ejemplo qué ha pasado en Bolivia en los últimos 17 años. Desde 1985 se inició un proceso radical de reforma económica que desmanteló el sistema de capitalismo de Estado. Bolivia es uno de los países que puede ponerse como ejemplo de seguidismo de las recomendaciones internacionales en política económica. Este seguidismo ha dado lugar a éxitos evidentes en el control de los datos macroeconómicos. También ha permitido un relativamente importante crecimiento económico. Pero, de acuerdo con Naciones Unidas,1 el crecimiento boliviano no cumple las condiciones requeridas para promover desarrollo humano. Así, por ejemplo, el ingreso per cápita apenas alcanzó en 2000 su nivel de 1973. Por otra parte, la reducción de la pobreza no ha tenido indicadores suficientemente positivos desde 1993. Las razones de este círculo vicioso entre crecimiento económico y pobreza son difíciles de explicar pero algunas ideas pueden exponerse al respecto. Para empezar, que no sólo basta con formar recursos humanos capacitados para el trabajo, sino que también se requiere un sistema económico que demande y utilice estos recursos humanos y sea capaz de producir ingresos remunerativos del trabajo de los pobres. En relación a la pobreza, los datos de los 90 sugieren la existencia de una relación inversa entre crecimiento económico y pobreza urbana: en ocho años de crecimiento económico promedio de 2% del ingreso real per cápita, la pobreza se redujo en un punto porcentual anual. En 2000, la población en situación de pobreza es del 61,25% del total de la población boliviana, con una diferencia entre el área urbana y el área rural: en el área urbana baja al 49,54% y en el área rural sube al 81,79%. Si la estrategia boliviana de reducción de la pobreza se basa en una reducción de 1,45 puntos porcentuales anuales, el ritmo de progresión en los años 90 fue insuficiente. Más aún, con relación a la desigualdad se observa un claro deterioro de la distribución del ingreso: el coeficiente de Gini ha aumentado un 6% entre 1990 y 1997, aun cuando ya era un coeficiente elevadísimo a principios de la década. Siguiendo con el informe de naciones Unidas, parece que es en el campo de las transformaciones estructurales del mercado de trabajo donde deben buscarse las respuestas al efecto regresivo del crecimiento económico y a la trayectoria de la pobreza urbana. Desde 1992 el crecimiento en Bolivia se ha traducido en una reducción de las oportunidades de empleo. El problema de la pobreza en Bolivia radica en el empleo: la baja productividad del trabajo se traduce en ingresos laborales que no permiten satisfacer siquiera las necesidades básicas de los hogares, lo que empuja a la mayoría de la población a incrementar su oferta laboral, presionando a la baja los salarios. La estructura productiva nacional carece de una “clase media” empresarial: por una parte, la gran empresa concentra el 65% del PIB, aunque genera menos del 10% del empleo, mientras que por otra parte, la microempresa emplea el 83% de la población activa, pero apenas produce una cuarta parte del valor agregado nacional. Según 1

Informe PNUD sobre Bolivia, 2001. 2

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reputados economistas, en Bolivia, la mayor parte de la población trabaja para ser pobre. En mi opinión, la base de esta externalidad negativa de las políticas económicas, aplicable a Bolivia y a otros muchos países de Latinoamérica, está en tres olvidos. El primero es el olvido de que la corrupción requiere un análisis sistémico para entenderla, sobre todo cuando está muy desarrollada. Frente a ello, existe el error de creer que las políticas fallan simplemente porque hay corrupción en el Gobierno. El segundo, vinculado a lo anterior, es el olvido del papel de las instituciones, y dentro de éste, el olvido de la importancia de la ética de los ciudadanos y empleados públicos. Frente a ello, pervive el error de creer que se puede construir sociedad con individuos puramente egoistas luchando sin reglas en un mercado abierto. El tercero, el olvido del indispensable papel de la política en las políticas y, en general, en las sociedades. Y frente a este tercer olvido, funciona la creencia en el poder de la técnica y la ciencia para resolver problemas sociales. Comenzaremos la defensa de la hipótesis enunciada exponiendo de qué postulados normativos partimos para defenderla. ALGUNAS REFERENCIAS NORMATIVAS PREVIAS Según el Informe Mundial de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, el crecimiento que promueve desarrollo humano es aquel que: •

Genera pleno empleo y seguridad en los medios de sustento.



Propicia libertad en las personas y su potenciamiento.



Distribuye equitativamente los beneficios.



Promueve la cohesión social y la cooperación.



Salvaguarda el desarrollo humano futuro.

Por otra parte, cuando se habla de democracia, no basta con aceptar que existe y es plena cuando se celebran elecciones cada cierto tiempo y se respetan derechos políticos, pues con la mera celebración de elecciones faltarían elementos necesarios para una democracia plena, así, por ejemplo, la participación efectiva, la plena inclusión de los adultos, el ejercicio del control final sobre la agenda o el logro de una comprensión ilustrada de los problemas y sus posibles soluciones (Dahl, 1999). En consecuencia, cuando se habla de libertad, es imprescindible fusionar el respeto a los derechos y libertades fundamentales de cada persona con el derecho a una participación activa y a que se acaten e implementen los acuerdos tomados por los ciudadanos (o sus representantes) participantes en los debates sobre qué es mejor para todos (Habermas, 2000a). Desde esa perspectiva, es necesario defender el valor insustituible de la persona frente a las tendencias tecnocráticas a funcionar como si los seres humanos no existieran. Es preciso situar bajo control democrático a la economía y a la burocracia. Tanto una como la otra existen para hacer mejor la vida de las personas y no para hacer a éstas sus servidoras. Ni una ni otra deben poder atentar contra los derechos fundamentales de las personas, ni una ni otra pueden quedar al margen de las decisiones democráticamente tomadas por la ciudadanía. La libertad entendemos que consiste en la inexistencia de dominación, se trata, como dice Pettit (1999), de un ideal social que exige que, existiendo otras gentes que podrían ser capaces de interferir 3

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arbitrariamente en la vida de la persona en cuestión, dichas personas se vean impedidas de hacerlo. Con esta idea de libertad se combina la existencia de un área libre de interferencia arbitraria y la existencia de una autonomía para decidir participativamente lo mejor para la colectividad. Ahora bien, esta noción de libertad exige la presencia de unas instituciones políticas y sociales que la conviertan en realidad. Por todo ello, es necesario reivindicar un Estado fuerte –lo cual no implica un Estado grande ni omnipresente- con una sociedad civil fuerte. Sólo un Estado fuerte puede reforzar los mecanismos de socialización democráticos. Un Estado fuerte es el único capaz de negociar y dotar de eficacia hacia el interior las regulaciones y acuerdos transnacionales; además de asegurar en su interior el imperio de la Ley que reduzca los costos de transacción y facilite los intercambios. Precisamente son países con alta confianza en sus tribunales y policías los países con mayor capital social y menor corrupción; cuanto mayor es la confianza en las instituciones que mantienen la ley y el orden mayor es la razón para confiar en los demás (Rothstein, 2000). El argumento es simple, dichas instituciones son las que sancionarán de forma eficaz a quienes se embarquen en conductas no cooperativas, por ello, la mayoría de la gente creerá que sólo una minoría se arriesgará a la no cooperación y consecuentemente confiarán de la mayoría de sus conciudadanos. Pero sobre todo, el Estado de la era de la globalización debe ser ese organismo intermedio entre las sociedades nacionales y el gran mercado global que proteja a sus comunidades frente a la mundialización (Vallespín, 2000, p. 156 y ss). Un Estado catalizador de la sociedad, impulsor del desarrollo social, político y económico, si bien regido por la política interna y externa y no sólo por la economía. Un Estado preocupado por construir una “sociedad decente”, en la que las instituciones no humillen a las personas, y una “sociedad civilizada”, en la que sus miembros no se humillan unos a otros (Margalit, citado por Vallespín, 2000). Como dice recientemente Douglas North, no sólo basta con crear fuertes instituciones para generar confianza, sino que sobre todo “son las constricciones informales enmarcadas en normas de conducta, convenciones y códigos de conducta asumidos internamente las que son críticas para ello” (1998, p. 506). LA CORRUPCIÓN EXIGE UN ANÁLISIS SISTÉMICO A. Efectos de la corrupción. Es correcta la preocupación de los órganos financieros internacionales por la corrupción política. Si analizamos sus efectos nos daremos cuenta rápidamente del grado de deterioro que puede producir en la economía, la sociedad y la democracia de cualquier país afectado seriamente por tal problema. Los estudios sobre los efectos perversos de la corrupción son ya muy numerosos. El Instituto del Banco Mundial y otros investigadores (i.e. Mauro, 1995; Tanzi y Davoodi, 2001) han estudiado científicamente estos efectos y han dejado claro que la corrupción afecta negativamente al crecimiento y al desarrollo. En concreto: 1. Incrementa la inversión pública pero reduce su productividad; 2. Incrementa los gastos corrientes vinculados a políticas improductivas, aumentando el gasto público ineficiente; 3. Reduce la calidad de las infraestructuras existentes, pues el rápido deterioro favorece la repetición del negocio; 4. Disminuye los ingresos del Gobierno, pues favorece el dinero negro y la evasión fiscal. Desde una perspectiva más profunda, la corrupción atenta contra el funcionamiento del mercado, basado en la confianza y en el respeto a las reglas del juego. Es imposible la existencia de mercado sin derechos de propiedad, y éstos deben ser garantizados por instituciones sólidas que los amparen (Stiglitz, 2002). La corrupción favorece la deslegitimación de las instituciones, pues éstas ya no garantizan las reglas del juego; además, las instituciones socavadas por la corrupción incentivan la aparición de corruptos que presionan para romper con la equidad del sistema. Con ello, el mercado desaparece en sus términos ideales, pues la competencia y la información perfecta dejan lugar al abuso de poder, al fraude y a la manipulación de las reglas del juego. En ese contexto, la inversión privada nacional e internacional se 4

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retrae y deja a los países estancados en su situación previa o la empeora. En economías en transición, la corrupción ha permitido el desarrollo de los oligarcas que manipulan la formulación de políticas e, incluso, configuran nuevas reglas del juego para su propio beneficio (Hellman y Kauffman, 2001). Cuanto más se deteriora el sistema, los incentivos para la captura del Estado son mayores, pues los beneficios son más evidentes. Desde un estudio de los incentivos perversos que genera (Rose-Ackerman, 2001) los datos son muy negativo de nuevo. Así, afecta la corrupción a la definición e implantación de políticas. Las políticas se definen no para beneficiar a la mayoría o resolver un problema socialmente relevante, sino para beneficiar a aquellos con más voluntad de pagar. Los más débiles son los más perjudicados por estas actuaciones. También, si se permite, incentiva el desarrollo de burócratas que, en lugar de ayudar, “crean problemas” a los ciudadanos para extraerles recursos. Promociona la presión para el impago de impuestos a cambio de beneficios económicos a los recaudadores, además de la eliminación de normas que perjudiquen fiscalmente a los corruptores. La corrupción incentiva el pago de sobornos para la obtención de contratos o para la concesión de empresas privatizadas, pero estos contratistas o adquirentes tienden a maximizar el beneficio a corto plazo, dada la inseguridad con la que operan en un mercado donde todo depende del mantenimiento en el poder de políticos amigos. Los resultados para la economía nacional son muy perjudiciales. Finalmente, desde una perspectiva política, la corrupción está demostrado que es uno de los más importantes mecanismos deslegitimadores de los gobiernos y regímenes. En concreto, la corrupción percibida es un variable de extraordinaria importancia para la legitimidad de los regímenes políticos. Mishler y Rose (2001), en un reciente estudio han demostrado que entre las tres variables que más afectan (negativamente) al apoyo realista al régimen existente y a la confianza en las instituciones políticas, una de ellas era la corrupción. B. La corrupción en el sistema Ahora bien, este hecho no implica que ante problemas de ineficacia e ineficiencia en políticas económicas y de otro tipo la respuesta sea preocuparse obsesivamente de la corrupción, y tratar de acabar aisladamente con ella; sobre todo porque cuando la corrupción es sistémica, las variables en juego son tan numerosas que para acabar seriamente con la corrupción hay que renovar completamente el sistema político, económico y social correspondiente. En algunos países se ha caído cerca de lo que denominaría el círculo vicioso de la corrupción y la deslegitimación del sistema político. En este círculo se parte ya de una situación en la que la ciudadanía desconfía fuertemente de los partidos políticos, desconfianza que, en ocasiones llega a las propias instituciones políticas, y que acaba desembocando en desafección política primero (desconfianza hacia la acción política y los partidos) y, más tarde, en apatía e, incluso, en alienación respecto al sistema político y los valores de la democracia (Paramio, 1999). Evidentemente, a ello contribuyen unos partidos políticos prebendalistas, partidos cuya única ideología real es el poder, por la capacidad que éste da de repartir cargos y prebendas entre sus afiliados y simpatizantes. El Estado es un botín que hay que repartirse mientras se está en el cargo. Partidos, además, que no tienen incentivos fuertes para el cambio profundo –sí para los maquillajes- pues la ciudadanía está tan apática que abandona toda rebeldía y respuesta sólida y sistemática. Sí puede haber respuesta explosiva, sin rumbo, o voto al outsider populista que, cuando gobierna, no hace sino empeorar las cosas. Como quiera que existen elecciones más o menos libres, existen largas y costosas campañas que hay que financiar. La financiación se realiza de manera bastante opaca, pues aunque existen ayudas públicas a los partidos éstas son insuficientes para cubrir los inmensos costes de las referidas campañas. Por ello, numerosos empresarios nacionales y extranjeros participan de forma activa en la financiación, esperando a 5

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cambio recompensas si gana el partido financiado. El mercado, en una sociedad que desconfía incluso interpersonalmente, con fuerte intervención estatal y sin instituciones que marquen claras reglas del juego, no existe como espacio para la libre competencia, más bien es un campo de batalla en el que puede triunfar quien tenga menos escrúpulos. Así pues, el empresario encuentra innumerables costos de transacción y la financiación a los partidos es uno más de entre ellos. En general, existe un incentivo claro para los buscadores de rentas. Una vez en el Gobierno, el partido o partidos beneficiados por la ayuda empresarial proceden a institucionalizar dichos apoyos. Por una parte, devolviendo favores a través de privatizaciones, desregulaciones, contratos, concesiones o normativas fraudulentas. Por otra, exigiendo nuevas derramas que ayuden esta vez a mantener unas finanzas sanas al partido y a sus dirigentes. La Administración no puede, al no existir un funcionariado profesional e inamovible, oponerse o dificultar este robo sistemático; antes bien, coopera en la actuación para mantener el cargo o, incluso, desarrolla sus propios mecanismos de financiación personal a través de las “mordidas” más o menos institucionalizadas. La prensa, dominada a través de la propia publicidad institucional, o mediante los grandes acuerdos con los propietarios, no puede vocear suficientemente la corrupción de la que tiene noticia. Finalmente, los casos de corrupción que, milagrosamente, llegan a la judicatura son sistemáticamente archivados o provocan sentencias absolutorias, salvo casos excepcionales en los que se decide generar algún “chivo expiatorio”. Los jueces saben que su cargo depende de los políticos que los nombraron, o que desde las instancias superiores del poder judicial podrán paralizar su carrera si actúan de forma imparcial, por lo que son cooptados para mantener un marco de impunidad para el poder establecido. Esta impunidad genera, aún, más desconfianza y desafección. Precisamente esa desafección puede contribuir a que el partido en el poder consolide una red de apoyo económico, mediático, judicial y administrativo que le permita reducir la igualdad de oportunidades electorales y haga muy difícil la alternancia, con lo que se consolida un modelo semidemocrático. Frente a esta situación, imaginemos respuestas basadas en exigir al Gobierno correspondiente que garantice la introducción de paquetes anticorrupción para recibir ayudas internacionales. Esos paquetes incluyen la creación de oficinas anticorrupción, el desarrollo de un servicio civil de carrera, la implantación de códigos de ética, el fortalecimiento de la contraloría, etc. Medidas todas ellas lógicas, sensatas y dignas de apoyo. No obstante, analicemos qué ha pasado en múltiples países en los que se ha seguido este camino. Pues que al cabo de un tiempo han surgido, de nuevo, casos de corrupción, que la ley del servicio civil de carrera no se ha implantado, que el Consejo de la Magistratura funciona con criterios partidistas, que la contraloría no puede desarrollar seriamente su labor, etc. ¿Estaba el problema en las medidas adoptadas? Seguramente no. El problema estaba en que esas medidas son sólo un pequeño parche frente al problema sistémico que existe en el país. Ahora bien, enfrentar el problema de fondo probablemente nos lleve a descubrir que para empezar a resolverlo también hay que adoptar medidas políticas y sociales que no cuadran con la ideología existente tras cierta ayuda internacional (sobre todo la del FMI), o que implicarían romper criterios de equilibrio fiscal que se consideran prioritarios. C. La desigualdad como factor estructural y cultural en la corrupción. Así, probablemente sea la desigualdad uno de los factores que más influyen en el desarrollo de la corrupción (VER FIGURA 1). Esta afirmación se basa en estudios recientes que hemos realizado en los que se comparan índices de corrupción internacionales con el coeficiente Gini; en estos estudios se observa de manera clara cómo la corrupción correlaciona positivamente con la desigualdad (Villoria 2000). También, en otros estudios más detallados y completos (Karstedt, 2002), se demuestra cómo no sólo correlaciona la corrupción con los índices cuantitativos de desigualdad, sino que correlaciona incluso más con índices cualitativos. En relación con la dimensión estructural de la desigualdad, se puede 6

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comprobar cómo las sociedades con desigualdad elevada se caracterizan por una baja movilidad entre estamentos sociales y una alta estabilidad de las elites, circunstancia que crea redes verticales de clientelismo y densas redes horizontales entre elites en las que anida la corrupción. En estas sociedades, los mecanismos de control social están infradesarrollados y, por ello, los elites pueden aprovecharse del control propio sobre la justicia, los medios de comunicación, y el conocimiento. Esta dimensión estructural se complementa con una dimensión cultural, como la que expresan encuestas sobre la distancia de poder, basadas en la medición de patrones valorativos que legitiman y apoyan las relaciones de poder jerárquicas. Existen sociedades donde esta aceptación de que existen elites y deben mandar por su superior conocimiento y/o fuerza es muy elevada. En estas sociedades, como consecuencia de lo anterior, existe un elevado sentimiento de inseguridad, fruto de las relaciones de dependencia y obediencia, así como de la falta de control de la arbitrariedad de las elites. Finalmente, como corolario, el nivel de confianza intersubjetiva y hacia las instituciones es muy bajo. Todos estos elementos culturales y estructurales han sido medidos a través de distintas fuentes (coeficiente GINI, renta per cápita, nivel de confianza intersubjetiva, distancia de poder, porcentaje de mujeres que alcanzan el nivel secundario de educación), para 35 países (Karstedt, 2002), y los resultados demuestran que todas las dimensiones estructurales de la desigualdad tienen una fuerte correlación con el índice de percepción de la corrupción de Transparency International: Sociedades con altos niveles de desigualdad en los ingresos tienen altos niveles de corrupción, mientras que aquellas con bajos niveles de desigualdad tienen bajos niveles de corrupción. En cualquier caso, los estudios demuestran que la correlación es nolineal, es decir, que una vez que los países han alcanzado un nivel adecuado de igualdad, la corrupción decrece exponencialmente. También es cierto, que en países con bajos niveles de desigualdad los niveles de corrupción pueden variar bastante, lo que indica que existen otros factores institucionales que ayudan a reducir tal problema. Pero en las dimensiones culturales de la desigualdad, las correlaciones con los índices de percepción de corrupción son no sólo fuertes, sino también lineales. Las sociedades no igualitarias tienden a pagar sobornos más fácilmente, la desconfianza en las personas y las instituciones impulsa, además, a este tipo de comportamientos. En suma, los factores culturales y su influencia en las prácticas institucionales son clave para entender la corrupción y para luchar contra ella. Como consecuencia de lo afirmado en el párrafo anterior, probablemente la mejor forma de reducir seriamente la corrupción sea reforzar la equidad del sistema y la cohesión social, además de introducir todas las otras reformas a que antes hicimos mención. Pero equidad y cohesión social son palabras prohibidas en el vocabulario de ciertos responsables financieros internacionales y en el de los Ministros de Hacienda de la mayoría de los países desarrollados cuando se habla de ayuda internacional. Es cierto que generar equidad con gobiernos corruptos es imposible, pero habría caminos para sortear ciertas dificultades que ni siquiera se consideran.

Figura 1: El círculo vicioso de la corrupción. 7

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Sociedad civil desconfía D E S I G U A L D A D

Partidos prebendalistas

Desafección política Financiación Corrupta de los Partidos políticos

Empresas corruptoras

Spoils system Impunidad extensa Prensa controlada. Jueces cooptados

Gobierno devuelve favores a los financiadores

EL OLVIDO DEL PAPEL DE LAS INSTITUCIONES A. La respuesta conservadora. Ante los datos que la nueva realidad social, económica y tecnológica ofrece, las fuerzas conservadoras de los países más desarrollados han optado por criticar un modelo de previo consenso sobre el Estado de bienestar, y por aceptar sumisamente ciertos datos del nuevo mundo y aprovechar lo que de él pueda beneficiar a los intereses oligopólicos que representan. Así, a la competitividad global responden con políticas de reducción de poder sindical, con liberalizaciones de los mercados de trabajo y de los mercados de capital, con recortes de los servicios públicos, con medidas proteccionistas hacia dentro mientras exigen la apertura de mercados en los países más pobres, con privatizaciones extensas... No obstante, guste o no, esas políticas se adoptan tras un debate político más o menos intenso y tras ganar unas elecciones. Pero, por desgracia, en un isomorfismo institucional no siempre justificable, dados los diferentes entornos políticos, sociales y económicos, dichas respuestas eficientistas se trasladaron a los países en vías de desarrollo, con consecuencias que están siendo reconocidas como claramente negativas. La austeridad fiscal, la privatización y la liberalización de los mercados fueron los tres pilares aconsejados por el Consenso de Washington durante los años 1980 y 1990 (Stiglitz, 2002). Tal vez tenían fundamento teórico esas tres propuestas para la América Latina de comienzos de los ochenta, pero ni fueron suficientemente debatidas internamente, ni tuvieron base democrática en su aplicación. Los resultados han sido menores salarios, condiciones laborales de verdadera explotación, empleos precarios, eliminación de los servicios públicos universales, pérdida de calidad para quienes no pueden pagar una educación o sanidad semiprivatizadas. En suma, exclusión y degradación de las condiciones de vida para los más débiles de la sociedad, y, al tiempo, beneficios extraordinarios para quienes desde atrás guían la acción y la estrategia de los partidos conservadores. Tras estas opciones políticas y económicas latía intelectualmente una presunción de superioridad del mercado sobre el Estado para la definición de las mejores soluciones económicas en cualquier sociedad y, 8

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correlativamente, una idea de la política como necesidad social que debería subordinarse a la economía. Más al fondo aún, había una opción antropológica según la cual los seres humanos actuamos movidos por criterios racionales y buscando en cualquier situación y circunstancia maximizar nuestro interés, o dicho en otros términos, se trató de recrear el mito del homo economicus. Pero en la realidad, tras todo este discurso ideológico, lo que aparece son los intereses de la comunidad financiera internacional, a la que el FMI aporta su base institucional y su capacidad de presión política. Aun cuando falta por hacer un análisis en profundidad de los efectos indeseados de las políticas de reducción de Estado y de las correlativas actuaciones enmarcadas bajo el denominado “New Public Management”, entre las elites intelectuales de los países de la OCDE, a mediados de la década de los 1990, empezó a generalizarse un pensamiento sobre el papel del Estado y sus instituciones más complejo y matizado que aquél que defendía que “cuanto menos Estado mejor” o que “sin Gobierno las empresas serían más competitivas”. Para que se recuperara un pensamiento político, social y económico que defendía el papel del Estado y sus instituciones como factor clave de desarrollo económico y social fue necesario que desde los gobiernos de los países más desarrollados se empezaran a percibir consecuencias no previstas de las políticas privatizadoras y antigubernamentales en su propio territorio, así, el incremento de la delincuencia y la marginación social, el avance de la pobreza o, lo más importante a efectos de esta ponencia, el progreso de la corrupción y la desmoralización en las oficinas gubernamentales. Los sucesos del 11 de septiembre en Nueva York y las posteriores investigaciones sobre la ineficacia de los servicios de inteligencia estadounidenses refuerzan esta tendencia intelectual. Hoy, esas reflexiones llegan también cuando se analizan las consecuencias de las políticas derivadas del Consenso de Washington en América Latina. Así, la liberalización comercial, acompañada de altos tipos de interés se ha demostrado que es una receta infalible para la destrucción de empleo y la creación de paro; la liberalización del mercado financiero no acompañada de un marco regulatorio adecuado es una receta infalible para la inestabilidad económica; la privatización, sin políticas de competencia y vigilancia que impidan los abusos de los poderes monopólicos, termina con precios más altos; y la austeridad fiscal, perseguida ciegamente, puede producir más paro y la ruptura del contrato social (Stiglitz, 2002, p. 115). Además, en ese entorno, se crearon incentivos para la búsqueda de enriquecimiento personal pues se eliminaron controles y barreras y se expandió la sensación de una cierta impunidad. En concreto, la venta de las empresas públicas abrió el camino, en muchos casos, para la utilización fraudulenta de conexiones políticas y la generación de auténticos monopolios privados en áreas de prestación de servicios básicos para la ciudadanía, como el gas o la telefonía. Estas ventas, a menudo realizadas a precios mucho menores que los que corresponderían, han ido acompañadas de la llegada a los puestos de dirección de personas gratas al poder que vende y, consecuentemente, la actuación de dichas empresas no es adecuadamente regulada por los nuevos organismos de control creados para garantizar la competencia y la efectiva prestación de los servicios. Esta situación ha llegado a adquirir carácter de tragedia política y económica en los antiguos países comunistas, sobre todo en la propia Rusia, pero también es comprobable, en parte, en algún país europeo y latinoamericano. Del mismo modo, los procesos de subcontratación masiva ofrecen un caldo de cultivo para los buscadores de rentas y para los políticos y funcionarios dispuestos a utilizar su puesto para enriquecerse. En conjunto, el Estado, en las dinámicas de la globalización económica, a pesar de la buena voluntad que pueda tener hacia la comunidad que debe proteger, acaba por hacer el trabajo sucio a los grandes intereses económicos transnacionales, se convierte en un gestor que impone la disciplina para que siga aumentando la rentabilidad del capital (Vallespín, 2000, pp. 100 y 118). Las bolsas internacionales han asumido la tarea de “valorar” las políticas económicas nacionales; y esa valoración se hace teniendo en cuenta criterios de rentabilidad puramente económica e inmediata (Habermas, 2000b). La consecuencia es que se puede constatar desde mediados de los años setenta un retroceso, en los países de la OCDE, de los presupuestos 9

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dedicados a políticas sociales, así como un endurecimiento de las condiciones de acceso a los sistemas de seguridad social. También, se puede observar una introducción de criterios competitivos en todo tipo de organizaciones públicas –no sólo en las productoras de bienes y servicios incorporables al mercado- y una expansión de los valores mercantiles sobre los propios del servicio público en la gestión de personal y organizativa. Estas medidas, aunque a corto plazo puedan dar resultados positivos en la eficacia y eficiencia del sistema, a largo plazo pueden provocar una disminución en los estándares de probidad ética afectando a la capacidad del servicio público para actuar con eficacia y eficiencia. Esta tendencia, de continuar manteniéndose, generará sociedades más desiguales social y políticamente y con mayores índices de desconfianza, atentando contra las bases de generación de la cultura cívica y el capital social. Además, este Estado soberano ya no es algo indivisible, sino algo compartido con agencias internacionales; los Estados ya no tienen control total sobre sus propios territorios y las fronteras territoriales y políticas son cada vez más permeables, con ello, los principios fundamentales de la democracia liberal, es decir, el autogobierno, el demos, el consenso, la representación y la soberanía popular se vuelven problemáticos (McGrew, citado por Habermas, 2000b, p. 84). Si no se toman medidas, la política nacional se reducirá en el futuro a un más o menos inteligente management de la forzosa adaptación a los imperativos que las economías nacionales deben cumplir para preservar su posición dentro de una economía global dominada por los intereses de la comunidad financiera occidental. B. Cómo generar confianza. La situación en la que nos encontramos hoy en día en algunos países latinoamericanos es muy cercana a la “trampa social”, como se denomina en la teoría de juegos a aquellas situaciones en las que los participantes eligen la peor solución para los dos. Por una parte, los organismos financieros internacionales aportan fondos que no sirven para casi nada, excepto para que los bancos de los países desarrollados cobren y sus empresas también, cuando la crisis es muy profunda, a cambio de imponer políticas que muchas veces chocan con las necesidades del país receptor. Por otra, los países se embarcan en políticas que no controlan, no decididas democráticamente por ellos y que al cabo de un tiempo solucionan muy poco, recibiendo unos fondos que los endeudan un poco más y los hacen depender cada vez más de la ayuda exterior. La desconfianza mútua se expande y los costos de transacción también. Esa desconfianza externa, como vimos antes, tiene su correlato interno. La sociedad desconfía y cuando existe esa desconfianza la acción colectiva se detiene. En consecuencia, las soluciones desde abajo, es decir, las soluciones fruto de un surgimiento espontáneo de confianza mutua en la eticidad del prójimo, son imposibles por lo que la única posible solución tiene que empezar por arriba. Es decir, que la solución tiene que provenir de soluciones promovidas por instituciones honestas y eficaces, que impulsen a la sociedad civil a mantener la inercia positiva. Pero, por desgracia, lo que se observa en muchos de los países analizados es un cierto pensamiento generado desde fuera e importado por determinadas elites económicas y políticas internas sobre la bondad del mercado y la necesidad de reducir el “omnipresente Estado”. Este ataque indiscriminado al Estado, probablemente con base lógica y datos irrefutables en algunos países -aunque tendenciosamente recogidos-, pone en peligro lo que a mi juicio debe ser la primera piedra del edificio a construir: las instituciones. Precisamente, los intentos históricos de construcción de sociedades equitativas y con confianza mútua han implicado fuertemente a las instituciones estatales. De tal manera que en los países con mayor nivel de confianza una parte cada vez más importante del esfuerzo impositivo, del volumen global de gastos públicos, del número total de empleados públicos se ha dedicado a la definición e implantación de políticas públicas sociales, políticas que favorecen la igualdad o que, al menos, reducen las dramáticas consecuencias de la desigualdad y la pobreza. Los resultados de tal proyecto histórico han 10

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sido extraordinariamente positivos. En todas las variables de la gobernabilidad –baja corrupción, respeto a los derechos humanos, sistema judicial y legal imparcial, medio ambiente menos contaminado, sistemas educativos y de salud equitativos y eficaces, etc.- los países con sistemas sociales más avanzados aparecen como los ejemplos más claros a seguir para conseguir sociedades libres, desarrolladas y solidarias. En cualquier caso, estas afirmaciones no deben confundirse con la defensa de un modelo de Estado asfixiante y que controla todo. Además, la idea de un Estado con total capacidad para la gestión autónoma de sus políticas hoy en día no es ya realista. Tampoco es realista creer que el gasto público puede crecer indefinidamente o que la deuda se puede incrementar de manera continua. Construir seres humanos que se abandonan a la inercia de un Estado que decide por ellos, que ocupa el lugar de su conciencia y que les elimina el dolor de pensar y decidir tampoco parece corresponder con la idea de autonomía del ser humano que está en los fundamentos de la ética liberal y, cómo no, socialdemócrata. La globalización económica y, hasta cierto punto, cultural es una realidad insoslayable. Este hecho, unido al imparable desarrollo científico y tecnológico, abre las puertas a un incontrolable conjunto de amenazas y oportunidades frente a las que no se puede permanecer impasible. Los mercados financieros, como nos recuerda Habermas (2000b), se están convirtiendo en los interventores y fiscalizadores de las políticas económicas nacionales, la abierta competitividad entre miles de empresas en todo el mundo exige respuestas nacionales creativas que favorezcan la presencia y el éxito de las empresas nacionales en el mundo, la captación y retención de inversiones están sujetos a unos procesos de negociación con los gobiernos cada vez más difíciles para estos últimos. Pero reconocer estos hechos no puede implicar aceptar que sólo en el mercado está la salvación, máxime cuando en muchos países no hay ni rastros de tal mercado. La conclusión es que necesitamos Estado, Estado honesto, eficiente y eficaz, pero Estado. C. Las instituciones como respuesta. Cuando se habla de instituciones se habla de muchas cosas a la vez, lo que produce cierta confusión. Diferentes autores usan un concepto u otro, poniendo el énfasis en elementos diversos (Colino, 2002). Para ciertos autores, hablar de instituciones es hablar de las Constituciones y su forma de organizar las relaciones entre poderes, entre territorios y de definir los derechos fundamentales y protegerlos. Otros autores, se centran en los aspectos organizativos del sistema político, en concreto, la organización de los partidos, el tipo y papel de la burocracia, la organización departamental de las Administraciones y su capacidad real de decisión; Otros, priman el estudio de las estructuras informales, así, las relaciones intergubernamentales, las estructuras de mediación de intereses, el reparto informal de poder entre gobiernos, la forma de relacionarse gobierno y ciudadanos, etc.; Algunos consideran lo fundamental las reglas y estructuras de incentivos presentes en una sociedad determinada, como las reglas sobre adopción de decisiones colectivas, las de procedimiento administrativo y laboral, las normas de coordinación, etc; Un grupo importante considera que lo esencial son los valores que están detrás de las normas y su asunción por los ciudadanos, políticos y burócratas; Finalmente, otros se refieren a la historia, las tradiciones, los hábitos históricamente asumidos como los componentes clave de la institucionalidad. En esta ponencia, se recoge todo ello como marco conceptual de referencia, cuando se habla de instituciones. Y se considera que todo o gran parte de ello ha sido olvidado o desconocido por las políticas económicas impuestas desde el FMI, el Tesoro estadounidense y algunos otros actores nacionales e internacionales, con consecuencias desastrosas. Para empezar, el inicio de la reacción intelectual frente a esta equivocación vino al comprobar, dentro de ciertos países desarrollados, que los costos de transacción se incrementaban cuando la atmósfera política y económica se enrarecía, ralentizándose con ello el crecimiento económico y reduciéndose la 11

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competitividad en un entorno de economía globalizada. Esta comprobación llevó a los gobiernos de los países más desarrollados, a las agencias internacionales de cooperación, a los grandes organismos prestatarios internacionales, y, cómo no, a las grandes empresas multinacionales a volver a preocuparse por los gobiernos y sus Administraciones, y, como consecuencia de ello, a resaltar la importancia de tener gobiernos honestos o, para empezar, no corruptos. También es cierto que esta mayor preocupación surge en un contexto en el que las dinámicas globalizadoras hacen difícil las respuestas puramente nacionales. La Nueva Economía Institucional defiende que los fracasos del mercado tienen origen frecuentemente en los costos de transacción, pues la organización económica es, ante todo, un problema de contratación, de cómo relacionarse contractualmente para intercambiar económicamente. Los costos de transacción implican la suma de todos los costos relacionados con decidir, negociar, planificar u organizar un contrato (North, 1990). En suma, son los costos de dirigir el sistema económico y pueden ser de dos tipos, "ex ante" y "ex post". Los “ex ante” se aplican a los costos de preparar, negociar y salvaguardar un acuerdo. Los “ex post” se refieren a: los costos de mala adaptación, cuando las transacciones divergen de la especificación original del contrato; los costos de regateo, para corregir transacciones posteriores al contrato; los costos de instalación y dirección, relacionados con las estructuras de gobierno a las que someten sus discusiones; y los costos de vinculación, por llevar a cabo compromisos seguros. Donde existe incertidumbre elevada y reducida capacidad de control por la multiplicidad de transacciones, como es el caso, en la actualidad, de las sociedades desarrolladas o en desarrollo, los costos asociados a los contratos son altos, por lo que podrían producirse fracasos en el mercado. El oportunismo es la búsqueda del interés personal con astucia, este oportunismo se puede manifestar como selección adversa y como riesgo moral. Los proveedores, racionalmente, tienden a proporcionar información incompleta o tergiversada a sus contratistas. Este oportunismo es un problema sobre todo en el supuesto del intercambio de pequeñas cantidades, como sucede cuando existe una escasez de posibles proveedores. La competencia entre un gran número de proveedores en un mercado puede asegurar que, a los proveedores que se comporten de forma oportunista, les será difícil conseguir la renovación del contrato. Pero cuando el número de proveedores es pequeño en el mercado la sanción contra el oportunista es menos efectiva. Además, la especificidad de los bienes producidos hace que resulte caro a los compradores romper el contrato e iniciar una negociación nueva. En esos supuestos, los compradores están vinculados a compromisos de larga duración con un pequeño número de proveedores privilegiados, que pueden actuar como desincentivadores para nuevos contratistas y reductores de las señales de mercado. De todo lo anteriormente enunciado, se deduce que si las personas embarcadas en actividades económicas actuaran maximizando su interés continuamente, el mercado produciría constantemente “trampas sociales”, es decir, situaciones en las que para evitar ser engañados los actores incurrirían en continuos mecanismos de control y aseguramiento, incrementando enormemente los costos de transacción y reduciendo, cuando no paralizando, la actividad económica. (Rothstein, 2000). Por el contrario, si dichas personas actuaran impulsadas no sólo por criterios oportunistas y de interés inmediato, sino también por criterios morales y normativos, y confiaran en que los demás iban a actuar en el mismo sentido, los resultados serían muy diferentes. Por ello, Williamson (1985) crea el concepto de atmósfera, que resume la base moral que enmarca el sistema de transacciones, y afirma que los beneficios derivados de crear una atmósfera adecuada para las transacciones económicas es un justificante esencial para el diseño de las estructuras de gobierno. En general, una literatura cada vez mayor muestra cómo el desarrollo económico depende de variables como la estructura institucional o el ambiente cooperativo. Cuanto mayor es el desarrollo económico mayores son los costos de transacción, generando dificultades a su vez mayores para dinamizar la economía; por ello, sólo cuando se afrontan adecuadamente dichos costos, la economía de los países crece. En general, la minimización de los costos de transacción se produce (Boix y Posner, 2000): 1. 12

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Mediante normas legales o formales que garanticen los derechos de propiedad y su cumplimiento (Código Civil, de Comercio, etc). 2. Mediante normas informales que reduzcan o bien los costos de medición (dando más y mejor información sobre las preferencias de los contratantes), o bien los costos de cumplimiento (con mayores niveles de confianza social). En cualquier caso, incluso las corporaciones multinacionales requieren unos marcos de apoyo que proporcionan los Estados, tales como (Lowi, 2001): 1. Provisión de Derecho y orden. 2. Garantías de propiedad privada y reconocimiento de su existencia. 3. Provisión de garantías de cumplimiento de los contratos. 4. Provisión de infraestructura para el intercambio, para empezar lenguaje legal, técnico y substantivo. 5. Provisión de bienes públicos, en especial, la educación. 6. Provisión de garantías de responsabilidad limitada por daños o bancarrota para los propietarios de las empresas. En definitiva, que una sociedad con instituciones eficaces tiene más posibilidades de desarrollo económico que una institucionalmente ineficaz, y una sociedad donde los actores crean que el resto de actores, empezando por el gobierno, van a actuar conforme a lo prometido es una sociedad con menores costos de transacción y más competitiva. Tras analizar las posibles causas de la riqueza y pobreza de las naciones, Mancur Olson ha escrito recientemente: “la única posible causa, tras analizar todas las anteriores, que puede explicar estas diferencias en la riqueza de las naciones es la calidad de sus instituciones y políticas económicas” (1996, p. 19). Pues bien, todo esto ha sido olvidado por las políticas económicas impuestas a nivel internacional, sobre todo para los países subdesarrollados o en vías de desarrollo. D. El capital social y el papel de las instituciones La causa expuesta por Olson expresa una forma de ver el problema que no es universalmente compartida. Para otros autores la verdadera causa no está tanto en las instituciones cuanto en una cualidad previa existente o no en las personas de una determinada comunidad: la confianza. A su vez, esta confianza podría tener su origen en el tejido asociativo presente en la sociedad. Cuando Tocqueville2 analizó la democracia americana descubrió que existía una tendencia asociativa ciertamente sorprendente y que la voluntariedad de dicho asociacionismo reflejaba una gran confianza mutua, lo cual explicaba el desarrollo de tal forma de gobierno: “Los norteamericanos de todas las edades, de todas condiciones y del más variado ingenio, se unen constantemente y no sólo tienen asociaciones comerciales e industriales en que toman parte, sino otras mil diferentes: religiosas, morales, graves, fútiles, muy generales y muy particulares” (1994). En un reciente estudio sobre República Dominicana (Agosto, 2002), se observa cómo la elevada participación de los dominicanos en asociaciones de todo tipo correlaciona con el apoyo a la democracia. En concreto, según el Latinobarómetro y DEMOS, la República Dominicana es el segundo país de América Latina en apoyo a la democracia, y al tiempo es uno de los países del mundo con mayor número de personas que son miembros activos en asociaciones y organizaciones (54% en 2001) y que participan en actividades políticas (63% en 2001). Para Putnam, el capital social es el conjunto de características de la organización social, como la confianza, las normas y las redes, que pueden mejorar la eficiencia de la sociedad al facilitar las acciones coordinadas (Putnam, 1993). Se expresa en una cultura de la confianza y de la tolerancia, cuyo resultado es 2

Algunos estudiosos trabajaron más tarde con dichas intuiciones y descubrieron la certeza de las ideas del pensador francés, la cooperación y la confianza son básicas para el desarrollo de la democracia (Almond, 1998). Estudios posteriores, como los de Inglehart o, antes, Banfield, sobre la sociedad italiana, comprobaron que ciertos rasgos de desconfianza interpersonal eran muy propios del sur de dicha península. Correspondió a Putnam (1993) el estudio más extenso y popular de lo que se había denominado "capital social". Dicho concepto fue definido por el sociólogo francés P. Bourdieu, y reinterpretado en términos de enfoque de la elección racional por J. Coleman. Este capital consiste para Coleman en “aquellos aspectos de la estructura social que facilitan ciertas acciones de los actores –bien de personas o de actores colectivos-“ (Coleman, citado por Torcal y Montero, 2000, p. 80). 13

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el nacimiento de extensas redes de asociaciones voluntarias. Este fenómeno es, además, circular; donde existen las redes asociativas se genera confianza que, a su vez, permite generar más redes y reforzar las existentes. Los contactos continuados en esta cultura de la confianza permiten el desarrollo económico, y el desarrollo económico permite generar más confianza. En su concepto, se combinan normas sociales subjetivas (como la confianza), características sociales objetivas (como las redes sociales) y resultados (eficacia y eficiencia). Putnam, además, considera que la eficacia y el rendimiento de los regímenes democráticos depende del medio social en el que existen (1993, p. 182). Donde hay capital social tiende a haber mejor gobierno y mejores políticas públicas. Ahora bien, se ha criticado a Putnam su olvido de los factores políticos en la formación del capital social. Este déficit conecta con la opción estructuralista y el descuido de las explicaciones exógenas o culturalistas. Con dicha opción epistemológica, no consigue explicar cómo, en determinados supuestos, incrementándose las redes de conexión no es posible generar mayor confianza. En España, por ejemplo, el incremento del número de asociaciones con la llegada de la democracia no generó mayores niveles de confianza. Es más, “la acumulación y transmisión de experiencias políticas con organizaciones e instituciones contribuye a la ausencia de confianza social, una transmisión que apenas varía como consecuencia de otras experiencias políticas vividas durante la edad adulta. Estos bajos niveles de confianza social generan una baja presencia de capital social. Y, finalmente, los bajos niveles de capital social dificultan la implicación y participación políticas” (Torcal y Montero, 2000, p. 113). La razón de los continuos bajos niveles de confianza social se encuentra relacionada con un cierto legado cultural, transmitido de generación en generación, y que ha resistido los cambios sociales, políticos y económicos de las últimas décadas; dicho legado se basa en los acontecimientos políticos que la mayoría de los españoles ha experimentado y/o recibido de sus mayores a lo largo de su proceso de socialización (Torcal y Montero, 2000). La socialización política es, así pues, fundamental en la generación de capital social. En suma, la brillante reflexión de Putnam quedaría en una defensa del determinismo cultural si no se completara con otra relativa al peso y papel de las ideas y de las propias instituciones en la generación de capital social y cultura cívica. En los modelos racionalistas los agentes están prisioneros de la historia, en lugar de poder escoger no tienen elección, y, además, están privados de información que no sea la culturalmente dominante. Por dicha razón el cambio es inexplicable. Frente a ello, es necesario recordar que las instituciones –tanto las reglas como las propias organizaciones- tienen como tarea asignar recursos e información, mediante reglas e incentivos, para ayudar a solucionar problemas de acción colectiva en una sociedad o en un colectivo; aun cuando las formas concretas que las instituciones adoptan para alcanzar tal finalidad son muy diversas (Jordana, 2000, p. 198). Así, las instituciones y las políticas públicas pueden generar “confianza abstracta”, es decir, convicciones de reciprocidad y universalismo que los individuos utilizan como criterio para su conducta. Esta confianza se crearía mediante la educación generalizada y los propios medios de comunicación de masas, al construir una comunidad imaginaria y simbólica (Newton, citado por Jordana, 2000). No se crearía, en consecuencia, a través de la interacción en las redes de asociaciones, como ocurre con la confianza generada en la construcción de capital social. Por otra parte, en otro estudio reciente (Sides, citado por Jordana, 2000), se demuestra que existe una relación bidireccional entre democracia y capital social, aunque el efecto de la calidad de la democracia sobre el capital social es bastante más intenso que el del capital social sobre la democracia. En suma, que podemos pensar que la capacidad de las instituciones para intervenir en la vida social, incidir en la estructura de la sociedad o la formación de las redes sociales, o incluso para promover modelos cognoscitivos de comportamiento, es bastante relevante (Jordana, 2000, p. 206). En un reciente estudio, Newton (2001) considera que el capital social no siempre genera capital político a corto plazo, pero a largo plazo es normal que el capital social y una sociedad civil desarrollada ayuden a crear buen gobierno, y cuando se crea buen gobierno, éste, a su vez, ayuda a sostener el capital social y aporta las condiciones necesarias para la pervivencia de una sociedad civil sana. 14

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En una línea similar, Rothstein (2000) considera sobre la base de diferentes estudios empíricos que es más bien la confianza la que incita a participar en redes sociales que al revés: que la participación en redes genera confianza. Pero ¿de dónde nace la confianza? En una línea similar a Jordana, Rothstein estima que es la memoria colectiva la que explica por qué en determinadas sociedades se coopera y en otras no. La socialización, la explicación colectiva de quienes y cómo somos, y de quienes y cómo son los otros nos lleva a confiar o a desconfiar de los demás y de nuestras instituciones. Pero las explicaciones son construidas políticamente, de tal manera que existen construcciones de la memoria colectiva que son generadoras de desconfianza y no cooperación; y, viceversa, pueden existir explicaciones construidas para la generación de confianza, sobre la base de una explicación de quienes somos y quienes son los demás que permita el optimismo y la esperanza de reciprocidad benéfica. En definitiva, la generación de confianza es una labor política de construcción de una memoria colectiva que habilite para la cooperación, y ello se ha de realizar esencialmente a través de las instituciones. A ello yo añadiría que dentro de las instituciones lo fundamental será contar con personas dotadas de fuertes convicciones morales y, por ello, inmunes al virus de la corrupción. E. El olvido de la importancia de la ética de los ciudadanos y empleados públicos. Para que existan instituciones eficaces es ineludible, entre otros factores, que sus dirigentes y empleados actúen con ética profesional o, al menos, no sean corruptos. Ciertamente, si el tipo ideal de ser humano del que partimos para analizar nuestra sociedad es el homo economicus lo que tenemos enfrente son seres privados de preocupación por el amigo o el enemigo, por el bien o por el mal y sólo preocupados de su bienestar, en definitiva seres no influenciables ni por valores morales ni por la solidaridad, encerrados en su obsesión por el cálculo racional y la maximización de beneficios. Imaginemos ahora que dicho tipo de seres son quienes dirigen nuestras instituciones públicas, ellos son quienes gobiernan, quienes pueblan los ministerios, quienes están presentes en las sedes de las municipalidades. Evidentemente, el poder que les damos lo utilizarán para su propio provecho. Dónde encontraremos jueces incorruptibles, honestos recaudadores de impuestos, policías preocupados por garantizar el libre ejercicio de las libertades. Por supuesto, en ninguna parte. Se nos dirá que al existir un Estado de Derecho estos funcionarios actuarán honestamente por temor al castigo, pero esa afirmación es contradictoria con la presunción antropológica previamente existente. Es cierto que en aquellas sociedades donde el miedo al castigo sea mayor que la codicia las posibilidades de actuación contra los intereses generales por parte de los políticos y burócratas estará minimizada. Pero para que exista castigo tienen que existir castigadores y si éstos pueden ser comprados la realidad del castigo será inexistente. Con ello, se genera un típico problema de acción colectiva (Bardhan, 1997). Incluso aunque los jueces, policías e inspectores quisieran actuar honestamente sólo lo harían si supieran que el resto de jueces, policías e inspectores lo iban a hacer también, mas como se presume que todos ellos son egoístas y maximizadores de beneficios su actuación lógica sería abusar del cargo. Ante esta terrible situación ¿quién pagaría impuestos? Nadie, pues todo ciudadano presumirá que: 1) el resto de ciudadanos no pagan; 2) los políticos y burócratas roban el dinero y, por ello, no lo utilizan para mejorar la sociedad. Y sin dinero ¿cómo pueden las instituciones funcionar? Por suerte, en muchos países los ciudadanos pagan sus impuestos, y lo hacen porque creen que los otros ciudadanos también lo hacen y porque creen que el gobierno se gasta honesta y eficazmente sus impuestos en las políticas que ellos consideran necesarias. Múltiples encuestas en diferentes países así lo atestiguan (Rothstein, 2000). Sin lugar a dudas, esta afirmación y múltiples datos de la vida diaria nos muestran cómo el homo economicus es una solución simplista y degradatoria cuando se trata de definir la naturaleza del ser humano. Las políticas universales y gratuitas de salud o educación lo desmienten. También en numerosos países funciona el Estado de Derecho, y los jueces y policías cumplen eficaz y honestamente su labor. Cuando se creó la figura del “city manager” en los Estados Unidos de Norteamérica se hizo para 15

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eliminar las prácticas corruptas de las maquinarias políticas de los partidos. Estos funcionarios se caracterizaron por su alta formación técnica y moral, y por actuar de forma desinteresada en la búsqueda del bien común. En poco tiempo se generó la creencia de que por regla general no podían ser comprados, y su imagen pública fue –y es- altamente positiva. En definitiva, el sistema funcionó porque estos empleados públicos eran seleccionados y formados para no actuar como actores económicos, sino como actores morales; y por ello, la solución para pasar del subdesarrollo al desarrollo tiene ineludiblemente que ver, entre otras cosas, con saber cómo generar este tipo de funcionarios y cómo esparcirlos por todo el sistema de gobierno (Miller y Hammon, 1994). Más aún, la solución más permanente tiene que ver con cómo generar ciudadanos –funcionarios o no- que no actúen como puros actores económicos y que sean capaces, incluso, de sacrificar su interés particular por el interés colectivo y la defensa de la convivencia. Pero esta solución no será posible si los actores no confían en quienes gobiernan las instituciones que sirven al interés colectivo. Estos ciudadanos tienen unos “mapas cognitivos” sobre cuán de honestos y fiables son los responsables públicos y sus funcionarios y, en función de ello, se embarcan en conductas cooperativas o en conductas egoístas. En suma, unas instituciones ineficaces y corruptas pueden llevar a los ciudadanos de un país a actuar mayoritariamente como actores puramente económicos en todas sus transacciones, con la consiguiente degradación de la vida política y social y el incremento sofocante de los costos de transacción. Y viceversa, unas instituciones honestas y eficaces pueden llevar a dichos ciudadanos a actuar como seres morales, con todos los previsbles beneficios políticos, sociales y económicos. Pero ello exige, previamente, ciudadanos honestos en los puestos de responsabilidad, empleados públicos que den vida a las instituciones con todos los valores en que éstas se sustentan. La conclusión de este largo epígrafe se resume en las siguientes afirmaciones: 1. Las políticas económicas neoliberales han olvidado que no se pueden conseguir resultados eficaces a medio y largo plazo sin instituciones que sustenten un clima de confianza para las transacciones económicas. 2. Estas políticas han debilitado las instituciones políticas y administrativas que debían ser el soporte para la implantación de sus objetivos. 3. Al debilitar las instituciones han generado desconfianza, lo cual ha provocado un deterioro del ya débil capital social en muchos países. 4. Al debilitar el capital social han reducido enormemente sus posibilidades de éxito. 5. Al atacar al Estado y a sus empleados han contribuido a la desmoralización de los empleados honestos aún existentes, lo cual ha provocado que las débiles instituciones administrativas quedaran en manos de los más corruptos. 6. Las instituciones que quedan en manos de los corruptos generan desconfianza, que a su vez, destruye capital social. 7. La destrucción del tejido social provoca una huida hacia delante basada en valores de egoismo insolidario y oportunismo. 8.Este clima moral es incompatible con el mercado, la verdadera democracia e, incluso, la convivencia. EL OLVIDO DEL PAPEL DE LA POLÍTICA EN LAS POLÍTICAS PÚBLICAS A. Los estudios de políticas como ayuda a la democracia En el debate entre política y administración, los estudiosos que participaron en los años 1940-50 generaron la idea de una burocracia que tendía a abusar de su necesaria discrecionalidad y que jugaba a la política. Para los primeros analistas de políticas este hecho era contrario a los principios democráticos y quisieron contribuir a redireccionar el sistema aportando conocimiento y consejo a los altos ejecutivos del gobierno, elegidos por el pueblo o con responsabilidad sobre una política. Así, Lasswell y Lerner (1965) trabajaron en la idea de construir unas ciencias de las políticas de la democracia que contrarrestaran las amenazas oligárquicas y burocráticas. Simon, expresamente, afirmó que en su idea del avance de las decisiones programadas había un intento de defender un control democrático más efectivo sobre la Administración (1947b, p. 177). Lindblom pone, incluso, en tela de juicio el profesionalismo tecnocrático aunque 16

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defendiendo el papel de la investigación (1990). Por ello, el sujeto de referencia de estos analistas de políticas fueron los altos políticos electos o los altos cargos del máximo nivel. Con el tiempo, en la fase postdecisionista, cuando la implantación adquiere un papel destacable, empieza a mirarse a otros receptores públicos de nivel inferior, pero sin que exista una real conciencia de que es a ese público al que se puede incorporar como cliente del análisis de políticas, pues el descubrimiento de la implantación requiere, ante todo, estudios descriptivos de programas (Elmore, 1996, p. 247). En la actualidad, el sujeto de referencia se abre, y existe una vocación de incorporar como receptores de los consejos y estudios no sólo a los cargos políticos, sino también a los empleados públicos en general e, incluso, a todos los actores implicados en una política, especialmente a los “sin voz” (Torgerson, 1999). Como dice magistralmente Wildavsky: "cuando los analistas promocionan el ejercicio de la ciudadanía promocionan una mejor política pública" (1993, p. 256). El análisis de políticas nace en el marco de un conflicto entre líneas de fuerza divergentes que prefiguran su escindido camino. La ideología tecnocrática y positivista, por una parte, y la opción pluralista e interpretativa, por otra. En la primera, la política, considerada como diálogo, conflicto o pluralidad, es sustituida por la certeza de la ciencia y de la técnica, convirtiendo la eficacia en la única verdad considerada (Valencia, 1995, p. 434). En la segunda, se resalta la importancia de la interpretación política en consonancia con las complejidades de los contextos; son elementos críticos y hermenéuticos los que, frente al positivismo, se estiman como la forma correcta de conocer, al tiempo que proclaman la importancia de la visión subjetiva y la participación como elementos esenciales de todo análisis político (Torgerson, 1999). La ideología tecnocrática tiene orígenes lejanos, desde el filósofo rey platónico hasta las ciencias del management como respuesta a los problemas actuales, pasando por los sueños de Bacon, Saint Simon o, más recientemente, Veblen. Este último proponía que los verdaderos gobernantes de la sociedad industrial moderna fueran los ingenieros, todo ello en el marco de un plan general realizado por los mejores técnicos (Valencia, 1995). Sus ideas tuvieron un cierto seguimiento en ciertos autores como Gantt, Mary Parker Follet o Croly. Aunque es Burnham (1941) el que mejor sistematiza esta idea de una sociedad dirigida por los gerentes, los que poseen los conocimientos técnicos. La creencia en la posibilidad de generar ciencia pura, separando hechos de valores, en el ámbito de las ciencias sociales, sería su correlato epistemológico. Frente a esta postura, el pluralismo cree que la activa participación de diferentes grupos de interés en el proceso político es la esencia de la democracia, además de generar mecanismos de dispersión y equilibrio de poderes que protegen las instituciones liberales (Dahl, 1956). La teoría popperiana de la falsación, primero, y, posteriormente, el avance de criterios relativistas e interpretativos en las ciencias sociales son sus consecuencias epistemológicas. Las ciencias de políticas, sobre todo en su origen, se mueven en esta ambivalencia, entre estas dos líneas de fuerza. No obstante, el sueño de Lasswell fue el de encontrar un camino intermedio, un centro donde ciencia y democracia coincidieran (Torgerson, 1999). Para Lasswell, las ciencias de políticas "se ocupan del conocimiento del y en el proceso de toma de decisiones en el orden público y civil" (1971, p. 3). El conocimiento del proceso de toma de decisiones "comprende estudios sistemáticos de cómo se elaboran y llevan a cabo las políticas", pero las ciencias de las políticas también "se interesan en la importancia de la decisión y dentro de la decisión" (1971, p. 4, el subrayado es mío). De ahí que "en esta etapa preliminar se debe prestar atención a la yuxtaposición entre la política y la ciencia, que implica el término de ciencias de políticas" (1971, p. 5). El conocimiento de implica intentar conocer "la lógica que subyace y dirige el proceso decisorio de las políticas en un sistema o gobierno dado, el estilo de tomar decisiones, su patrón de planteamiento y solución de problemas públicos" (Aguilar, vol. I, 1996, p. 52). Por contra, el conocimiento en consiste en una tarea de incorporar los datos y los teoremas de las ciencias en el proceso de deliberación 17

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y decisión de la política, para corregir y mejorar la toma de decisiones públicas. Es una tarea de construcción de "teoría normativa de carácter tecnológico" (Aguilar, vol I, 1996, p. 53), en la que se usan resultados e instrumentos de diferentes disciplinas para ayudar directamente en la acción de gobierno. Esta ambigüedad de Lasswell es muy propia de la época y de la influencia de su maestro Merriam, cuyo sueño científico siempre estuvo vinculado a preocupaciones humanistas. Lasswell era consciente de esta dicotomía: "comúnmente se ha considerado a la ciencia como una actividad libre de valores, mientras que la política se ha asumido generalmente como una actividad de orientación valorativa. Desde nuestro punto de vista, no es posible afirmar que las actividades científicas sean neutrales en términos valorativos" (1971, p. 5). Ello no impide que, aunque el científico no esté libre de pasión, intente utilizar ésta para estimular su producción, la cual tiene que someterse al refrendo de sus pares "que revisan la validez empírica y la elegancia formal" (1971, p. 6). Su concepción epistemológica de las ciencias de políticas, así pues, era de una ciencia aplicada, orientada hacia problemas concretos. Con ello, se alejaba de las opciones behavioristas, cuya preocupación por la pureza científica les alejaba de la inmediatez práctica. Las ciencias de políticas, por otra parte, eran para Lasswell, no mera aplicación sectorializada de técnicas, sino fruto, también, del juicio global. Era una ciencia contextual (1971, p. 6), en la que los investigadores, tanto individual como colectivamente, deben evitar los errores de la fragmentación orientándose hacia el contexto global del que tanto ellos como su trabajo forma parte. Un contexto que es cambiante y dinámico, pero que requiere un patrón de acontecimientos, un modelo de desarrollo histórico que sea parte de la conformación del propio futuro (Torgerson, 1999). Estas ciencias deben tener un fundamento moral, y éste no es otro que promover la democracia. En un momento histórico en el que la sociedad podía deslizarse o hacia la libertad o hacia un estado militarizado (Lasswell, citado por Torgerson, 1999), los intelectuales tienen la obligación de fomentar la educación de los ciudadanos, reforzar la dimensión participativa de la cultura democrática; todo ello sin negar el pluralismo y la diversidad de valores, pero conscientes de que nadie que busque la ilustración a través del principio contextual puede rechazar, al mismo tiempo, el compromiso con una sociedad democrática (Lasswell, citado por Torgersen, 1999). Las políticas públicas suponen "gobernantes elegidos democráticamente, elaboración de políticas que son compatibles con el marco constitucional y se sustancian con la participación intelectual y práctica de los ciudadanos" (Aguilar, vol I, 1996, p. 33). Estas afirmaciones precedentes, realizadas por el fundador del estudio de las políticas públicas, se compadecen mal con la realidad de las políticas económicas actuales, sobre todo de aquellas que se imponen a los países no desarrollados. El sueño tecnocrático renace y sus efectos, como siempre, son letales. B. Las políticas como conflicto. Desde un enfoque normativo, la política puede ser vista como producto de una hegemonía de clase, como ejercicio ilustrado del poder, como producto del pluralismo, como hurto a la sociedad civil de su derecho de autogobierno, etc. Todo dependerá de la teoría política que se sustente. Sin embargo, Lowi, para Estados Unidos, vino a decir lo contrario, que son las políticas las que determinan la política, y no al revés. La política real, en tanto lucha por el poder, se expresa y efectúa en el proceso de elaboración de las políticas; las estructuras de poder cambian según la naturaleza de la cuestión en disputa y según el tipo de respuesta que se espere de la política previsible. No hay una política, sino diferentes políticas. De ahí la importancia de clasificarlas. La clasificación de políticas nos permite generar unos tipos que tienden a producir unas estructuras 18

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políticas características. La tipología de Lowi (1972) se basa en la idea de que en función del grado y el modo de coacción que desplieguen los poderes públicos para poner en marcha sus políticas, se generan unas redes de actores y unas actitudes diferentes. La política genera un proceso político diferente en función de cómo opere con el grado y modo de coacción y este proceso determinará las posibilidades de contenidos y resultados. Según Lowi (1972) se pueden diferenciar cuatro tipos de políticas: distributivas, regulatorias, redistributivas y constitucionales. Pero existe otra posibilidad de clasificar las políticas: en función de la naturaleza de la polarización subyacente a cada bloque de políticas. Esta clasificación parte de la idea de que "los tipos de política pública son, sobre todo, la expresión o reflejo, en el terreno de la acción gubernamental, de los grandes "cleavages" o ejes de conflicto político-electoral que estructuran el sistema de fuerzas políticas en cada ámbito territorial" (Brugué y Gomá, 1998 p. 27). Aunque se mantenga la idea de la secuencialidad en el análisis de políticas, las políticas definen un itinerario que no tiene por qué ser lineal, un itinerario que podría ser reducido a tres fases (Brugué y Gomá, 1998): la definición de problemas y el acceso de cuestiones a la agenda pública de actuación; el proceso de negociación entre alternativas que genera la correspondiente mayoría y la consiguiente toma de decisión; la articulación de escenarios organizativos y de gestión para poner en práctica las decisiones tomadas. Si a ello se añaden las cuatro dimensiones que entran en juego en toda intervención pública, nos encontramos con un juego de fases y dimensiones que crea un nuevo concepto de análisis: el de conflicto. Así, la dimensión simbólica conecta con la construcción de estrategias discursivas y marcos cognitivos, y coincide con la fase de definición de problemas, por lo que el conflicto que le corresponde es el epistémico sobre tal definición y sobre su inclusión en la agenda; la dimensión de estilo se produce en la fase de negociación y el conflicto que le corresponde es el de los modelos de interacción, o actitudes y estrategias de los actores; la dimensión sustantiva se concentra en la fase de toma de decisiones y le corresponde el conflicto sobre las opciones de fondo; finalmente, la dimensión operativa se ubica en la fase de implantación y se corresponde con el conflicto sobre modos y valores de actuación (Brugué y Gomá, 1998, p. 28). Más aún, frente a las fases, la idea de una coalición promotora -advocacy coalition- presenta la ventaja de identificar la fuerza o fuerzas que pretenden impulsar o evitar el cambio en cada política, poniendo el énfasis en el proceso y la interacción o conflicto, y no en las etapas o en las distinciones tipológicas formales, que no describían adecuadamente la complejidad de las interacciones entre ideas, actores, escenario institucional, ni la realidad procesual de algunas políticas (Subirats, y Gomá, 1998, p. 25). Otra posibilidad de observar las políticas es desde la dimensión ontológica. Según esta distinción, las políticas pueden (Aguilar, vol. II, 1996): 1. Ser fruto de una acción o elección racional, en la que todos los actores, actuando racional y estratégicamente, generan una decisión eficiente. Este es el sueño de la tecnocracia. 2. Ser un producto organizacional, según esta opción, la política que se sigue es la que se acomoda a lo que las organizaciones públicas pueden hacer. Es la opción incremental, implementadora, en la que los recursos humanos internos juegan un papel clave. 3. Ser un resultado político, es decir, la plasmación de la confrontación y el desenlace de fuerzas nada comunitarias y que, en ocasión de cada política, buscan los máximos provechos. Las políticas, aquí, no serían sino la vieja política, pero con otro nombre. En consecuencia, para empezar, hoy en día, es necesario aceptar que las políticas tienen que ver con valores, paradigmas e ideas (Sabatier y Jenkins-Smith, 1993). Además, es ineludible aceptar el hecho del pluralismo, la infinidad de concepciones del bien que coexisten en la sociedad, sin que se pueda otorgar certificado de superioridad a ninguno (Rawls, 1993). Segundo, cada actor de una política tiene su modelo cognitivo, su forma de ver el problema y las posibles soluciones, es decir, su referencial de política 19

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(Muller, citado por Subirats y Gomá, 1998). Y ello desde su propio discurso, articulado socialmente en relación con el problema en cuestión. Tercero, es ineludible poner el acento en conocer los sistemas de creencias -belief systems-, las percepciones de los diversos actores implicados en las políticas (Subirats y Gomá, 1998); Cuarto, en una política, el combate más importante es el combate de las ideas: "aquel que determina cuál es la principal preocupación de la política gobierna el país, porque la selección de las alternativas es la selección de los conflictos y la selección de los conflictos atribuye el poder” (Schattschneider, citado por Subirats y Gomá, 1998, p. 26). Dicho todo esto, es necesario analizar las políticas económicas como políticas públicas, es decir, comprobar cuáles son los valores y paradigmas que conllevan; comprobar qué modelos cognitivos existen tras los actores que las definen, impulsan e implantan; descubrir sus sistemas de creencias; denunciar la existencia del combate de ideas que se quiere ocultar tras un ropaje tecnocrático. Y, por ello, hoy en día, en relación a las políticas económicas implantadas en Latinoamérica es ineludible afirmar que: 1. No incorporan valores democráticos. 2. Se sustentan en un modelo antropológico basado en la idea del homo economicus. 3. Creen en la superioridad de la técnica sobre la política. 4. Creen que la solución puede ser fruto del conocimiento teórico de expertos. 5. Niegan la existencia de ideología tras sus análisis y soluciones. 6. Priorizan los problemas macroeconómicos sobre el resto de problemas de los países. 7. Entorpecen la fase de implantación al olvidar el papel en ella de las organizaciones públicas. CONCLUSIONES Las políticas económicas desarrolladas en gran parte de América Latina durante los dos últimos decenios han tenido éxito en el control de ciertas variables macroeconómicas. Se ha controlado la inflación y se ha reducido el déficit público; además, se han liberalizado mercados, se ha privatizado extensamente y se ha evitado la expansión del gasto público. Ello se ha realizado siguiendo mecanismos isomórficos, con lo que Latinoamérica se ha integrado en las políticas económicas internacionalmente promovidas desde el Consenso de Washington. Integración y éxito serían, así pues, dos características de las mismas. Ahora bien, la integración de las políticas económicas no tiene por qué ser positiva. Sobre todo cuando desconoce la realidad institucional y estructural sobre la que opera. Las políticas públicas deben ser respetuosas con la realidad institucional en la que actúan, además, deben ser fruto del debate político y de la consideración de la opinión de todos los afectados. Ante esta última afirmación, es necesario reconocer que dichas políticas económicas han desconocido realidades institucionales, han menospreciado el valor de la participación y han contribuido a generar desconfianza. Las políticas públicas deben promover la democracia, y un elemento clave de una idea de democracia mínimamente avanzada es el control final de la agenda por los ciudadanos y la comprensión ilustrada de las políticas. Las políticas económicas se han basado en la imposición desde arriba, sin permitir el debate nacional, y no han pretendido ser comprendidas por los ciudadanos, fundándose en unos criterios opacos y una concepción tecnocrática de la sociedad que reflejan una aversión profunda a la transparencia. Su éxito ha reforzado estructuras y valores de desigualdad previamente existentes, con ello han anulado otros esfuerzos que en lucha contra la corrupción hubieran podido dar resultados positivos. La corrupción se ampara en la desigualdad y las políticas económicas han reforzado dicha situación económica y moral. La desigualdad, a su vez, ha reforzado la desconfianza; desconfianza a la que contribuye también la persistente corrupción. Todo ello, dificulta la implantación de una economía de mercado basada en la 20

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competencia abierta y justa. Lo cual hace perder inversiones a la economía nacional y dificulta las transacciones económicas. Los ataques al Estado y su voluntaria desvertebración han eliminado elementos institucionales imprescindibles para controlar el funcionamiento irregular y mafiosos del mercado, han debilitado el Estado de derecho y han producido indefensión a los derechos de propiedad. Circunstancias todas ellas que han provocado más desconfianza y la desmoralización de los empleados públicos honestos, con lo cual, hacia dentro de las instituciones se ha provocado un vaciamiento ético, generador de más corrupción. En suma, el éxito de las políticas económicas ha provocado un fracaso del resto de las políticas públicas, pues ha debilitado las bases sociales, éticas, políticas e institucionales en las que se asienta la gobernabilidad democrática tal y como este autor la entiende. BIBLIOGRAFÍA AGOSTO, G.V. El capital social en la democracia dominicana. Análisis de la situación en la década de 1990. Tesis Doctoral presentada en el Instituto Universitario Ortega y Gasset, julio de 2002. AGUILAR VILLANUEVA, L.F., (comp.), El Estudio de las Políticas Públicas 3 vols, México: Miguel Ángel Porrúa Grupo Editorial, 1992. ALMOND, G.A. “La historia intelectual del concepto de cultura cívica”, en Del Águila, R. y Vallespín, F. (eds.), La democracia en sus textos, Alianza, Madrid, 1998. BAYLEY, D.H. “The Effects of Corruption in a Developing Nation”, en Heidenheimer. A.J. et al.(eds.), Political Corruption, Transaction Publishers, New Brunswick, 1989. BARDHAN, P. “Corruption and Development: A Review of the Issues”. Journal of Economic Literature, 35: 1320-46, 1997. BOIX, C. y POSNER, D. “Capital social y democracia”, Revista Española de Ciencia Política vol I, nº 2: 159-186, 2000. BRUGUÉ, Q. Y GOMÁ, R.,Gobiernos locales y políticas públicas, Barcelona: Ariel, 1998. BURNHAM, J., The Managerial Revolution, Nueva York: John Day, 1941. CAIDEN, G.E. “ Dealing with Administrative Corruption” en Cooper, T.L. (ed.), Handbook of Administrative Ethics, Marcel Dekker, Nueva York, 1994. COLINO, C. (2002) “Diseño institucional y eficacia de las políticas. El federalismo y la política medioambiental” en M. Grau y A. Mateos Enfoques analíticos y políticas sectoriales en España, Tirant Lo Blanch, Valencia. DAHL, R.A., Preface to Democratic Theory, Chicago: Univ. of Chicago Press, 1956. DAHL, R. La democracia. Una guía para los ciudadanos, Taurus, Madrid, 1999 DEL ÁGUILA, R. y VALLESPÍN, F. (eds.), La democracia en sus textos, Alianza, Madrid, 1998. ELMORE, R. “Backward Mapping: Implementation Research and Policy Decisions”, Political Science Quaterly 94 (4) :601-616, 1979-80. JOHNSTON, M. “The New Corruption Rankings: Implications for Analysis and Reform”. Paper presentado en el International Political Science Association XVIII World Congress, Quebec, agosto 1-5, 2000. HABERMAS, J. Aclaraciones a la ética del discurso. Trotta, Madrid, 2000a. HABERMAS, J. La constelación posnacional. Paidós, Barcelona, 2000b. HEIDENHEIMER, A.J., JOHNSTON, M. y LEVINE, V.T. (eds.), Political Corruption, Transaction Publishers, New Brunswick, 1989. HEIDENHEIMER, A.J. “Perspectives on the Perception of Corruption” en Heidenheimer, A.J. et al. 21

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CURRICULUM VITAE DE MANUEL VILLORIA Manuel Villoria es Profesor Titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid; Doctor en Ciencia Política y de la Administración por la Universidad Complutense de Madrid, Licenciado en Derecho y Licenciado en Filosofía y Letras; fue becario Fulbright en USA, donde realizó estudios de Master en Public Affairs por la Indiana University. Ha sido Director del Departamento de Gobierno y Administración Pública del Instituto Universitario Ortega y Gasset. En la actualidad dirige el Curso Superior de Administración Pública en dicha institución. Es autor de más de treinta libros y artículos sobre Administración pública y ética administrativa, entre ellos destacan: La modernización de la Administración como instrumento al servicio de la democracia (BOE-INAP, 1996); Manual de gestión de recursos humanos en las Administraciones públicas, con la colaboración de Eloísa del Pino, 2 ediciones (Tecnos, 1997 y 2000); y Ética pública y corrupción: manual de ética administrativa 2 ediciones, (Tecnos-UPF, 2000). Ha ocupado diferentes puestos en la Administración pública española como el de Secretario General Técnico de Educación y Cultura en la Comunidad de Madrid. Ha sido miembro de las Comisiones de Modernización de la Administración del Estado entre los años 1988-1993. Es miembro del consejo directivo del Comité de Políticas Públicas y Administración de la Asociación Mundial de Ciencia Política.

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