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El Nuevo Día Conversaciones en la catedral de la justicia -
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San Juan, Puerto Rico Viernes, 07 de Sept de 2007
Actualizado a las 11:00 AM Noticias
Vidas únicas
Carlos Víctor Dávila
Conversaciones en la catedral de la justicia Criado en un vivero de poetas, sin embargo su vocación legal le lleva al santa santorum de la judicatura, el Tribunal Supremo, donde tuvo infalibles aliados y magníficos contrincantes que eran sus amigos.
Por Luis Rafael Dávila / Especial para El Nuevo Día A las ocho de la mañana suena el teléfono. “Hola, buenos días, ¿hablo con don Carlos Víctor Dávila? Aquí, Ivette Torres. Sí, la bibliotecaria del Tribunal Supremo. Era para decirle que voy a salir, pero no se preocupe, que le estoy dejando el New York Times con la secretaria, ¿eh?”. Así comienza una jornada en el mundo de Carlos Víctor Dávila, un madrugador que desayuna con un café y varios periódicos sobre la mesa. Este buen conversador vive en una finca edénica en el sector Cubita del barrio Frailes de Guaynabo. Y desde esa atalaya de nueve cuerdas, mira con
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asombro cómo el verde es arrasado por la brea, el hormigón y las recién llegadas iguanas. A las nueve, ya está listo para enfilar hacia Puerta de Tierra. Así lo hacía en la década del cuarenta, cuando era un pichón de abogado de sólo treinta años, y así lo hace hoy, cuando el fardo marca noventa y tres, pero aún no pesa lo suficiente como para anclarlo a la casa. Necesita conversar, dice. Paciente y afable, deja que el viejo depósito de su espíritu lo lleve con naturalidad. En su narración plasma la voz de un actor que tiene la enorme ilusión de congelar el tiempo, de retener momentos y situaciones irrepetibles. Y, en esos gestos de guardar los recuerdos y las emociones vividas, trata de sepultar lo indecoroso y resaltar lo épico. Dice ser el sexto hijo de los primos hermanos Luisa y Sebastián; ella, la típica ama de casa de aquella época; él, un negociante que prestaba dinero a los cultivadores del tabaco cuyas cosechas compraba. “Nací en Bayamón, en la calle La Palma, ahora José Celso Barbosa, donde también nació el prócer estadista. Crecí en un ambiente que destilaba cultura, pues cuando mi padre murió, mi tío, Virgilio Dávila, se hizo cargo de la familia. Yo tenía siete años, era el menor del clan”, relata. Entonces bucea por las aguas de sus sueños infantiles para precisar que en esa época ya su tío materno, un conocido opositor del régimen colonial, descargaba su vena satírica contra alcaldes, curas, arruinados que vendían sus tierras, asimilados, políticos... También apunta que, cuando murió Barbosa en 1921, Virgilio escribió unos versos tan potentes como los que Zorrilla leyó frente a la tumba de Larra: “Si también a la fosa que ir tuviera! el alma cuando el cuerpo se derrumba,! este cadáver insepulto fuera! porque no habria en la terrestre esfera! bastante espacio para abrir su tumba”.
“Nunca aspiré a ser juez presidente. Lo ideal es ser juez asociado, no tener a cargo la administración de todo el sistema de tribunales”
~nd~ ¿Considera usted que las Grandes Ligas aceptarán la propuesta para que los peloteros boricuas no entren al sorteo de jugadores novatos por un periodo de 10 años?
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Último comentario 07 septiembre 2007 08:O7AM 1 Nestor R. Don Carlos, un extraordinario ser que en [os años de niñez todavia recuerdo (as pomarrosas de su finca cuando jugabamos con sus hijos, su cariñosa sonrisa y su cortes proceder. Me aLegra verLe en salud y muchos saLudos a Carlos, AdaLgiza y a su esposa Ade...
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Confiesa Carlos Víctor que, cuando era
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adolescente, quería ser agrónomo, pero lo que después quiso de verdad fue hacerse abogado, algo que logró sin dificultad. Recuerda también que en aquellos años, fue testigo cercano de la tormentosa existencia de su primo hermano, el médico y apasionado poeta José Antonio Dávila. Vio cómo la tuberculosis y otros males igualmente perniciosos consumían lentamente al bardo modernista en su casita de enfermo çobijada por la sombra de un flamboyán, Aquella muerte dejó huellas amargas. A las once de la mañana deja atrás el relato triste y habla de sus primeros años de profesional. Como si sus palabras no bastaran, muestra las fotos en blanco y negro de principio de los cuarenta con la imagen de un joven apuesto, de ojos oscuros y de aire pícaro, que se iniciaba en la abogacía en su pueblo natal. Ni una mirada nostálgica podría comunicarles a los “reggaetoneros” de hoy una idea de aquel Bayarnón aldeano. Era el “pueblito de antes” de un solo acceso, cuyos emblemas todavía no eran los cohetes del Parque de las Ciencias, sino el chicharrón de cerdo y el desquiciado tapón. Y tras un paso fugaz por el bufete de iriarte, Fernández Cuyar y González Blanes, aterrizó en el cotizado estudio del ex gobernador James R. Beveriy. próximo a la Bahía. Llevaba cinco años allí cuando, en 1946 la argumentación de un caso en el Supremo (que estaba en el Capitolio) cristalizó una nipwrn que abrió una puerta más ancha. “Cuando terminó la audiencia, se me acercó Ignacio Rivera, el subsecretario del cuerpo. para anunciarme que don Ángel de Jesús quería yerme. ‘Quiero que seas mi oficial jurídico’. me dijo el juez. Yo le contesté que ya no tenía edad para eso. Aquel ‘no’, empero, no puso fin al asunto. Al regresar a mi oficina, Beverly me preguntó: ‘j,Hablaste con don Ángel’. ‘Sí, hablé con él’, contesté ingenuamente. ‘Bien, lero a un juez del Supremo nunca se le dice que no’, pontificó el ex gobernador. Para mí, aquello significaba que me estaba botando”, concluye pensativo, como si aún le costara entender el mensaje que encubrían aquellas palabras. Aquel desembarco forzoso en el Tribunal Supremo dejó una gran estela. Pero es mediodía, y el “rey del palique” pide una pausa para almorzar. En la oficina del juez Rebollo esperan por él. A la una de la tarde viene dispuesto a contar, sin escatimar detalles, las más sabrosas anécdotas de aquel tribunal. Son cuentos en cadena sobre los jueces Travieso. Todd, Snyder, Borinquen Marrero y Negróri Fernández. Constituyen un manifiesto de hasta donde gana terreno el ansia humana de recordar. Y, para cerrar el capitulo, pone un poco de misterio y relata la repentina muerte de su jefe. “El 30 de abril de 1951, don Ángel de Jesús llegó al Supremo a la hora acostumbrada y comenzó a trabajar a las 8:30 de la mañana, sin que se rep’arara algo raro en su salud. De hecho, atendió asuntos y hromeó con sus compañeros jueces. Pocos minutos antes de la una de la tarde, mientras se encontraba en su oficina, le sobrevino un ataque cardiaco. Corno Medicina Tropical estaba cerquita, el doctor Roberto Francisco acudió pronto y le prestó los primeros auxilios, pero no fue posible salvarlo”, detalla el
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incansable conversador. Llegó el momento de irse del Supremo y hacer otras cosas, pensó Carlos Víctor. Fue subprocurador de Justicia. asesoró a la Asamblea Constituyente y se relacionó con José Trías Monge. antes de organizar la Oficina de Servicios Legislativos y tina biblioteca. Asimismo, participó en el Comité de Plataforma del Partido Popular Democrático en las elecciones de 1 956 y estrechó vínculos con el gobernador Luis Muñoz Marín. Cinco años después, cuando en 1961 el Tribunal Supremo subió de siete a nueve miembros, el Vate lo nombró juez asociado. Venía respaldado por Todd, quien. de hecho, apadrinó la toma de posesión. Junto con él, ese mismo día, juramentó su amigo Marco Rigau. En ese tribunal, Dávila actuó de conciliador y convirtió su casa de Guaynaho en el centro de encuentros sociales después de aquellas agotadoras jornadas. Eso no impidió que tuviera diferencias con Negrón Fernández; que enfrentara a Marco Rigau en un caso en que el Río Grande de L.oíza era lindero común de los terrenos pertenecientes a los litigantes; o que le advirtiera a Trías Monge que su participación en el debate público empañaba la meritoria y fructífera gestión que realizaba como administrador del sistema judicial. “Por eso nunca aspiré a ser juez presidente. Lo ideal es ser juez asociado, no tener a cargo la administración de todo el sistema de tribunales”, concluye Dávila sin ocultar su nostalgia. En 1 984 cumplió setenta años y se juhiló. Desde entonces asesora a gobernadores sobre nombramientos judiciales y evalúa la reputación de los aspirantes al ejercicio de la abogacía ..En ese mismo Tribunal Supremo observa hoy cómo las iguanas bajan de los árboles a asolearse y ruega que el cemento no barra el parque Muñoz Rivera. Cuando cae la tarde, llega la hora del regreso a casa. Tras despedirse de .Ivette y asegurarse de que lleva consigo el diario niuyorkino, se instala de manera vívida en el imaginario de su cultura. Y, mientras deja atrás el intenso añil del mar que bate en Puerta de Tierra (“el móvil océano, gran espejo”. diría su tío poeta). enfíla hacia el urbanismo salvaje de Guaynabo City. Pero corno posee la fiSrmula de la longevidad, piensa, podrá mantener a raya a los depredadores que, con codicia, se acercan por su jaragual. Al llegar la noche. conversa consigo mismo y se acuerda de la apuesta que tiene con el juez Rebollo: dejará de visitar el Tribunal Supremo cuando el New York Times publique “La tierruca”. Aquí suspira y, finalmente, ríe a carcajadas. y cuando empieza a coger el sueño, siente la voz lejana de su tío Virgilio susurrarle al oído: “No des tu tierra al extraño! por más que te pague bien! el que su terruño vende! vende la patria con él”.
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