DE LECTOR A LECTOR. I Estudios de Crítica Literaria

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DE LECTOR A LECTOR

I Estudios de Crítica Literaria

BIBLIOTECA ESTUDIOS ESCELICER I. II. III. IV.

Estudios Estudios Estudios Estudios

de crítica literaria. de crítica teatral. de crítica filosófica. de crítica histórica.

FRANCISCO YNDURAIN

DE LECTOR A LECTOR

BIBLIOTECA ESTUDIOS ESCELICEB MADRID

©

1973, Francisco Ynduráin Escelicer, S. A.

I. S. B. N. 84-238-1060-7 Depósito legal: M. 16.740-1973 ESCELICER, S. A. — Comandante Azcárraga, s/n. — Madrid-16

ÍNDICE Págs. Introducción 1 Un artificio narrativo en Juan Ruiz

VII 3

La dramaturgia de Gil Vicente

25

Fray Gerundio, dos siglos después

45

Pedro Saputo, la novela ignorada

51

Galdós, entre la novela y el folletín

93

2 Washington Irving

139

Paul Claudel, una interpretación

161

Williams Faulkner

181

España en la obra de Hemingway

199

Thomas Wolfe

219

3

Sobre el Nouveau Román Crisis de la novela Sociología y Literatura

245 259 277

índice onomástico

291

INTRODUCCIÓN

Se reúnen aquí estos trabajos, dispersos en lugares y tiempos, inéditos algunos, agavillados en el libro que brinda la Editorial Escelicer. Todos responden a un mismo propósito, bien que los métodos no sean siempre los mismos, y no por azar, antes por deliberada elección en cada caso. El propósito común ha sido el de contribuir en algún modo a la elucidación de tal o cual texto literario, o el análisis de hechos observables en el campo de la literatura. En ello hay implícito un principio —conclusión más bien— y es el de que no se conoce ninguno que sea lo bastante general y abstractivo como para proporcionar desde su altura un instrumento seguro de análisis, interpretación y estimativa. Y eso que no son pocos los intentos por llegar a una formulación teórica del máximo radio, esto es, por construir una Poética general, para decirlo brevemente. Como hipótesis de trabajo y esquemas intencionales o como estímulo de métodos, se han obtenido resultados muy sugestivos y hasta convincentes con validez para el área observada, pero de dudosa aplicación cuando se amplía el campo. Sin adscribirnos a escuela o maestro exclusivos, se ha tratado de aprovechar los medios que cada uno haya proporcionado y esto sin renunciar nunca a ensayar la visión personal, atenida al texto estudiado. No es eclecticismo de actitud previa, en todo caso, sino de resultado al notar el fenómeno literario, aunque no se descarta y se desea la posibilidad de que podamos abandonar la precaria provisionalidad en que estamos. Si como dijo Coleridge, se nace aristotélico o platónico, uno se siente más cerca de lo primero, aunque tampoco deje de aprovechar los hallazgos de quienes contemplan el objeto literario desde el mundo de las esencias ideales. Añadiré que bastante antes de haber encontrado a Sartre, estaba ya en que la literatura IX

sólo se "realiza" y hace actual en y por el acto de la lectura y para cada lector. En definitiva, mi lección no aspira a ejemplaridad ni, menos aún, a dogma: se limita a apuntar y llamar la atención, dejando el más ancho margen de libertad a cada lector, cuya experiencia se da como insustituible. En el fondo, se ha tenido la esperanza de alcanzar una lectio óptima: es meta que, aun inconfesada, nos proponemos siempre o figura como incentivo, pero a sabiendas de que nos hemos de quedar en el camino, acaso satisfecha la más modesta pretensión de poder estimular otras lecturas, enriquecidas de sentidos y goce intelectual. Claro que uno es intentar, otro conseguir. El que haya aquí estudios dedicados a escritores y obras no españoles —casi todos de carácter más informativo que teórico— se debe a que, en su momento, tuvieron la finalidad de llenar algunas lagunas; y se recogen junto a los que tratan temas y autores nuestros por entender que la literatura es una en cuanto fenómeno de expresión humana, manifestada en cada lengua. Toda aproximación a cualquiera de esas parcelas supone algo más que explorar esa área reducida, pues nos emplaza para el tema mayor. La diversidad de materias es resultado deliberado desde el supuesto de que no hay compartimentos estancos en la obra literaria —dejo ahora la cuestión de influencias— ni cuando se da en medios históricos y culturales enteramente extraños entre sí. Cada saber tiene el grado de certeza que le conviene o corresponde, y el nuestro es sobremanera opinable: ahí está su atractivo y riesgo. No renunciamos a alcanzar una Ciencia de la Literatura, aunque la sepamos tan remota y menesterosa del esfuerzo de todos para reducir el ámbito de lo problemático. Acaso quede siempre, irreductible, una zona inaccesible, de puro misterio. Lo que se ha querido —de logros no hablo— es ejercitar la crítica desde distintos puntos de vista, tratando de establecer algunas bases no del todo inseguras para la descripción del hecho literario y proponer con menos incertidumbre algunos juicios de valor. Ya sé cuánto de arbitrario, de personal y subjetivo hay en la crítica estimativa, y nunca serán bastantes todas las cautelas para superar las limitaciones personales. Por otra parte, en una sociedad que cada día se hace más rígida, masiva y tecnificada, el ejercicio libre de las más nobles facultades del hombre —inteligencia, imaginación, sensibilidad— aplicadas a la crítica literaria permite ensayarlas, esto es, ponerlas en ejercicio y a prueba.

X

1

UN ARTIFICIO NARRATIVO EN JUAN RUIZ

Cuando se lee el Libro de Buen Amor y no se olvida que fue escrito para una trasmisión oral tanto o más que leída, llama la atención con frecuencia insistente cierto realce marcado en el verso cuarto de las estrofas, como un efecto buscado en la expresión, y no soy el primero en haberlo advertido. Al analizar luego con más detenimiento el discurso literario del poema, fácilmente se confirma que ese cuarto verso y por distintos medios, se marca, ya sea absoluta ya relativamente, respecto de los restantes. La reiteración de tal nota (algo más del 10 por 100 en las estrofas de cuaderna vía, pues no he tomado en consideración los metros líricos ahora) parece abonar el que examinemos con detenimiento esta hipótesis de trabajo, pues tal vez constituye un rasgo pertinente en la gramática del relato, no planteado hasta ahora, que yo sepa. Ni tengo noticia de que tal recurso haya sido codificado en los catálogos de colores rhetorici o en las poéticas medievales, salvo lo que dice Geoffroi de Vinsauf en su Documentum de arte versificatoria, cuando trata de "jocosa materia" y aconseja poner el "jocus... ad finem materiae" (op. cit. II, 163-166). También pudiera servirnos como orientación de normas para terminar, lo que escribe el mismo tratadista más adelante cuando establece para concluir tres procedimientos: "vel a corpore materiae, vel a proverbio, vel ab exemplo" (III, 2) *. Claro que el Arcipreste, intuitiva o calculadamente, conoce esta condición (¿universal?) de la facecia —no indispensable— y la acomoda a sus pasajes cómicos; pero hemos de ver otros finales que llevan confiadas otras finalidades expresivas. Como sabemos, la cuarteta de clerecía se acomoda a un esquema rítmico en que sílabas contadas y pausas o semipausas van 1 Apud. Faral: Les arts poélique- du XII' et du XIII' siécle, París, 1962, páginas 317-318.

5

coincidentes con unidades semánticas y sintácticas, muy cuidadosamente ceñidas, de modo que el hemistiquio, el verso y la cuarteta constituyen entidades dentro del ritmo sintáctico también. Las excepciones, como encabalgamientos entre hemistiquios, versos y estrofas, son más bien muy raras, y ello, añadiré, en todo el mester de clerecía. No quiere decirse que cada estrofa esté desligada de las contiguas, pero sí que, aun integrada en un relato más amplio, se suele tender a dotar a cada cuarteta de entidad suficiente, si no en el plano de la "historia", sí en cuanto al "discurso". Son lugares privilegiados como vehículo de lo más intencionado del mensaje el verso inicial y el final, enmarcados como van entre la pausa mayor interestrófica y situados, además, en posiciones que apelan más vivamente la atención, y ello en cualquier texto. En el examen que sigue y para fines expositivos se hacen apartados no con el rigor que una clasificación lógica pediría, sino para una ordenación. No habrá, pues, un solo punto de vista ni tampoco se pretende que cada caso pertenezca sólo a un apartado, pues ha debido haber motivaciones coincidentes en algunos ejemplos. Por otra parte la variedad de discursos que encontramos en el Libro (narrativo, descriptivo, dramatizado, reflexivo, admonitorio, doctrinal) no entran sistemáticamente en la ordenación de los pasajes, bien que en ocasiones nos ayuden a la interpretación del caso. Y una última observación previa: la atención exclusiva que dedico al cuarto verso no supone que lo allí observado tenga carácter de singularidad absoluta, sino más bien una marcada predominancia, pues, como habrá oportunidad de observar, también en los versos anteriores aparecen los rasgos pertinentes o marcados que considero, aunque, desde luego, con muchísima menos frecuencia. Justamente la reiteración más acusada y en esa posición es la figura del discurso que nos ocupa. Ya en las primeras cuartetas de la segunda redacción antes del prólogo en prosa, se nos ofrecen muestras bien palmarias de ese cuarto verso marcado: Señor que a [los] judíos, pueblo de perdición, saqueste de cativo del poder de Fa[raón] a Daniel saqueste del pozo [de] babilón; saca a mí, coitado, d'esta mala presión, (estr. 1) 2 * Si no advierto nada en contrario, tomaré los ejemplos de la ed. de Joan Corominas, Gredos, Madrid, 1967. No desconozco los reparos y correcciones de lecciones que le han hecho —M. Morreale singularmente—, pero, salvo que otras lecturas sean necesarias para mis fines, seguiré a Corominas.

6

La oposición es palmaria: invocación en los tres primeros versos, con ejemplificación de casos típicos, tomados de la Biblia, para venir a pedir ayuda al autor. La contraposición, "a ellos/" "a mí" "saqueste'V "saca", es lo bastante evidente como para no insistir. Además, los tres primeros versos constituyen la rama tensiva del período y terminan con anticadencia, para venir a parar en la rama distensiva, apódosis, del último alejandrino, que termina en cadencia. El mismo esquema se da en las estrofas 2 a 7 inclusive (con ligera variante en la última). Lo apasionado de la invocación y ruego explicaría, acaso, la machacona reiteración de la fórmula, si no lleva, por otra parte, algún eco de esquemas formulares bíblicos, aunque no me intereso por el origen. El estilo directo, invocativo, se presta a que en la dicción todavía contribuye la entonación a dar más fuerza al verso último, pero esto pertenece a la interpretación del recitante, que aportará elementos suprasegmentales dentro de un margen previsible, pero no determinable, claro es. Nos ha saltado a la vista (¡al oído!) un esquema rítmico de notable recurrencia y acaso pueda tomarse como índice de un ritmo interior resultado de un hábito no menos que de una voluntad de expresión. La rima 8 La obligada consonancia de los cuatro alejandrinos ata al autor, sin duda, y le lleva a socorrerse de las más obvias, las morfológicas, esto es, las menos inventivas. Si tenemos en cuenta que la rima comporta un contenido semántico —la palabra en rima y, simplemente, la misma rima en ocasiones— junto con la homofonía, podemos postular que la cantidad de información encomendada a la palabra rimada será tanto mayor cuanto menor sea la probabilidad de su aparición, como sucede, por lo demás, con toda unidad significante dentro del discurso. La expectancia, combinada con la sorpresa realza el valor de la rima, su carga semántica, hasta el punto * Kenneth W. J. Adams, escribe: "no special treatments is given to rhyme and its influence on composition" (a propósito de M. Morreale), en "Juan Ruiz's manipularon on rhyme", donde recoge aciertos y fallos del poeta (¿poi qué hace sinónimos "non paños e non cintas"; y "tordos nin pica?as"?, página 24). Apud Libro de Buen Amor Studies, ed. G. B. Gybbon Monnypenny, Támesis, London, 1970. M. Morreale ha estudiado problemas de rima en vocabulario y su elección, en "Glosario parcial del Libro de Buen Amor: palabras relacionadas por suposición en el verso", del Libro, Homenaje... Universidad de Utrecht, La Haya, 1966.

7 2

de que puede tener un poder generador, haciendo cambiar el discurso, buscando asociaciones sorprendentes. Esto es lo que mucho después se llamaría la rima generatriz. Pues bien, en el Libro ocurren no pocos casos de estas rimas inventivas, y más acusadamente en la cuarta. Por ejemplo en la copla 78, donde vienen rimando "señora", "ora" y "mora" (verbo), rimas no demasiado obvias, pero que no alcanzan en agilidad a la cuarta 4 : mucho de orne se guardan allí de ella mora, más mucho que non guardan los judíos al Atora, (c, d) Evidentemente el campo semántico de los judíos y su Libro estaba muy distante del texto y contexto de los versos anteriores. Los ejemplos con que ilustra la copla 111, no demasiado coherente en su motivo, quizás es más ágil y gracioso en el Yerso final: nin las vergas se crian

atan bien sin la nOr[i]a.

Y antes, en la copla que enumera las calidades de la dueña, termina: non se podrié venger

por pintada moneda (d)

donde, además del salto imaginativo hay una clara contraposición de los sintagmas: "es", "sabe" en los tres primeros, es decir, oraciones asertivas, frente a la hipótesis negativa del cuarto (afirmación enfática): "non se podrié venger". Las ponderaciones a que tan aficionado es el Arcipreste, dan ocasión para cambios ágiles. Así, en la disputa con don Amor: mas trayes necios locos

que ay piñones en pinas. (329 d)

verso que lleva, además, la calificación más directa y fuerte contra los sujetos al amor. Y nuevamente la comparación vivaz al censurar el amor al dinero de los monjes: más condesijos tienen

que tordos nin picagas (504 d)

mucho más notable la expresión que la más directa: guárdanlo en convento

en vasos e en tagas. (504 b)

* Mr. Adams trae estadística de rimas morfológicas y menos fáciles. En las comparaciones ponderativas, que parecen de tipo popular, de unas sesenta, cuarenta en verso d. Sobre esto, más adelante. 8

(Acaso ripiosa.) Aunque ha iniciado la cuarteta con un verso felizmente rimado: pero que lo demuestren los monjes por las plagas. Muy gracioso es el hallazgo —hallazgo aunque fuese frase proverbial, lo que no descarto— de 616: Sírvela con grand arte e mucho te achaca; el can que mucho lame sin dubda sangre saca, maestría e arte de fuerte faze flaca; el conejo con maña doñea a la vaca. Imaginemos el partido que sacaría un recitador de este cuarto verso, que no se sale del tema de la cuarteta —habilidad y perseverancia—, pero que nos lleva al chistoso absurdo. (Corominas ha recordado, y no sin motivo, el dicho popular hoy relativo a esa misma ejemplaridad, sólo que entre hormiga y elefante.) Otra rima feliz, y que pide la dicción intencionada y el gesto es la que cierra la descripción de la serrana horrenda, después de enumerar sus gracias, con calificaciones directas, viene en forma irónicamente exhortativa: Los que quieran casar

aquí non sean sordos. (1014 d)

O en la copla 1085, del mismo pasaje, concluye con un apostrofe, que cambia el tono y trae comento irónico también: pero más te valdría

trillar en las tus parvas.

Este campo asociativo de motivos rústicos lo hallamos en otro efecto final, con rima sorprendente, y en el pasaje de la Chata: pagarrí si non verás

como trillan rastrojo. (953 d)

Puede ocurrir que la rima sea morfológica, cercana por lo tanto, pero la frase gira en torno a la rima final: a grand hato dañe grand lucha e conquista non sé de quál diablo es tal fantasma quista. (954 cd) Si se compara este verso con los anteriores, resulta evidente el nuevo punto de vista que se ha introducido, tan personalizado, 9

frente a los anteriores, y acaso en un giro guiado por la rima. Una descripción enumerativa de soldados de don Camal desemboca en la caracterización ingeniosamente divertida de los "quesuelos fritos" o "fríseos", en todo caso de manjares. que dan de las espuelas

a los vinos bien tintos. (1085 d)

Y de nuevo en el mismo episodio a las rimas de "paredes" y otras dos verbales ("vedes", "tomedes") se asocia el cuarto verso: ca todo pardal viejo

no s'toma en todas redes. (1208)

La palabra "redes" viene fácilmente asociada en el campo semántico de la huida —en forma positiva o negativa— y de la persecución, pero de nuevo el verso final cobra nuevo tono, aquí sentencioso, y acaso desde la rima. Otro pasaje en que la consonancia ha obligado a un ágil salto imaginativo lo tenemos en la descripción de los meses en la tienda de don Amor. Las tres primeras rimas ("hoz", "alhoz" y "arroz") no son extrañas entre sí, dado que se describen labores campesinas; la última es un hallazgo nada fácil. Al mancebo que representa aí mes de junio: agraz nuevo comiendo

embargóle la voz. (1290 d)

Y no encuentro apenas más ejemplos que me parezcan convincentes ("religiosa non casta es podrida toronja", 1443 d) tal es la abrumadora mayoría de rimas morfológicas, por lo que no disponemos de casos suficientes de rima cuarta inventiva como para deducir un rasgo pertinente en la expresión del verso en el Libro. Pero hemos de ver otras realizaciones de la figura. Simetrías Puede ocurrir que el cuarto verso tenga una construcción sintáctica más elaborada, por ejemplo en forma paralelística de más o menos ajustada simetría, ya por semejanza, ya por antítesis. Así, y en breve espacio, encuentro: que los cuerpos alegre e las almas preste (13 d) razón más plazentera fablar más apostado (15 d) assi en feo libro está saber non feo. (16 d) 10

Pero no responde esta densidad de casos a lo que es normal en el Libro, ni mucho menos. Otros ejemplos: faz consejo d'amigo e fuy'loor d'enemigo (573 d) en gestos o en sospiros o en color o en fablar (806 d) Si poco end'trabajé muy poco end saqué (1319 d) su loor es atanto quanto es el debatido (1428 d) enamoróme la monja e yo enamórela (1502 d) el que viene no alcanga al otro que le espera. (1244 d) No es éste de los recursos más frecuentes en la posición que nos interesa; pero, de todos modos, el juego simétrico viene a reforzar un sentido y tiene más aplicación en textos doctrinales, sirviendo así mejor la función sobre el destinatario del mensaje. Doctrina El extenso poema de Juan Ruiz tiene como finalidad dominante —no la única, por supuesto— la corrección de usos y vicios, empezando por el "loco amor", aun cuando la ejemplaridad nos resulte algo ambigua. El tono moralizante y satírico informa pasajes y episodios de los que emana un vigoroso entusiasmo por el mismo loco amor que se dice vituperar, o una tolerante complacencia donde el pecado pone su sabroso grano picante. Claro que no estoy hablando de las intenciones del autor, sino de lo que resulta de la lectura situada en su tiempo y actualizada. Sabemos que cuando escribe Juan Ruiz no había literatura del género que cultiva (exceptuemos la lírica, cuando quepa la excepción, y la épica) que no estuviese concebida sin propósito moralizante o, simplemente, ejemplarizador. Así en nuestro Libro, constantemente, acudiendo a fuentes de autoridad sacra y profana, o a los fabularios de procedencia oriental o greco-latina en apoyo de un juicio, de un principio ético, como correctivo de algún error o necedad. La vida como aprendizaje parece ser el gran motivo del poema, y no es casual que Trotaconventos recalque con juego de palabras su consejo al enamorado: castígate cantigando

sabrás otros castigar. (574 d)

A esta concepción de la obra obedece que se pase de la narración o del diálogo a formulaciones de carácter general, dichos, refranes, en que viene a condensarse la materia comunicable, sobre todo en el verso último, lugar el más apto para la moraleja. 11

El autor formula, por ejemplo, la aplicación práctica de su obra: entiende bien mi libro

e avrás dueña garrida (64 d)

(si aceptamos esta lección, o la alternativa, "buena guarida"). Más adelante concluye: lo que buen amor dize

con razón te lo pruebo. (66 d)

Conclusiones sacadas de lo narrado, hay una gran muestra, y pueden valer para un caso concreto o para situaciones más generales. En el enxiemplo del caballo y del asno, el estado en que vino a dar el primero se aplica así: escota el sobervio

el amor de la dueña. (241 d)

Las propiedades que tiene el dinero se generalizan: el que non ha dineros

non es de sí señor. (241 d)

En uno y otro caso la formulación conclusiva se despega de la anterior, hipotética: "Sea un omne necio..."; "Si tovieres dineros avras consolación." Otro esquema tópico nos lo ofrece la reprensión de don Amor, que empieza por un enunciado general, siguen ejemplos venatorios, y llegamos a la aplicación conveniente al caso: A toda cosa brava gran uso la amansa; la cierva montesina mucho corrida cansa, cacador que la sigue tómala cuando es cansa: la dueña mucho brava usando se faz mansa. (524) Sería prolijidad no necesaria a mi propósito aducir cada uno de los pasajes en que el verso cuarto lleva la doctrina que se quiere comunicar. Véanse las coplas 526; 547; 555; 599; 611; 613; 616; 617; 618; 621; 633; 637; 639; 641; 642; 644; 647; 930; 1320; 1284... La mayor densidad del fenómeno se produce en los encuentros con don Amor y con doña Venus, y en el comienzo del episodio de don Melón y doña Endrina. Otra suerte de conclusiones resultan de un enunciado inicial: De todos instrumentos yo libro só pariente (70 a) si puntarme sopieres siempre me abras en miente. (70 d) 12

O también: Como dize Aristóteles cosa es verdadera, el mundo por dos cosas trabaja, ¡a primera por aver mantenengia; la otra cosa era por aver juntamiento con fembra plazentera. (71) donde es el cuarto verso donde está el ápice de la cuestión. Diré, de pasada, que tampoco es rara la aparición en primer verso de enunciado general y ejemplar: Muchas noblezas ha en el que a dueñas sirve. (155 a) El amor faz sotil al omne que es rudo. (156 a) Como es normal, las generalizaciones van confiadas a voces como "todo", "orne", "el que", "el sobervio", etc., que sitúan la expresión en un plano de indeterminación generalizada. Caso particular de los que venimos considerando es el de los refranes en final de estrofa. La facundia del autor desborda muchas veces esta colocación, y no falta en los versos anteriores, repetidamente. De esos refranes los hay que parecen populares, otros, de carácter culto y en ocasiones la frase, sin documentar entre las paremiológicas, se ajustan en el enunciado a esa condición. Algunos ejemplos: verdad es lo que dizen quien en arenal siembra

los antiguos retráeres non trilla pejugares. (170 cd)

Dos refranes en la misma copla: Dixo: 'uno cuy da el vayo e otro el que lo ensilla'. Reáreme de la dueña e creí la fablilla que diz, 'por lo perdido non estés mano en mexilla'. (179 bed) Otros más: ca más fierve la olla con la su cobertera (255 d) e mucha mala ropa cubre buen cobertor (433 d) Quien no tiene miel en orga téngala en boca (514 d) muchos panderos vendemos que non suenan sonajas (705 d) que non mengua cabestro a quien tiene givera (920 d) sé que el perro viejo non ladra a tocón (942 d) Quien más de pan de trigo busca sin seso anda (950 d) 13

Quien busca lo que non pierde lo que tien debe perder (951 d) Mi casilla e mi figar cien sueldos val (973 d) El sayón va diziendo 'Quien tal hizo tal faya' (1126 d) Muchos dexan la cena por fermoso cantar (1266 d) Quien faze la canasta jará el canastiello (1243 d) Callar a las vegadas faze mucho provecho (408 d) lo qu'enmendar no s'puede non presta arrepentir (1420 d) Señora, diz, 'el ave muda non faz agüero' (1483 d) A pan de quinze días fambre de tres sedmanas (1491 d) Tienen origen culto, latino precisamente: Libertad e soltura

no es por oro comprado (206 d)

que traduce con redundancia el "Non bene pro toto libertas venditur auro". O este otro: Que siempre el gran trabajo

todas las cosas vence (452 d)

amplificación de, "Omnia labor vincit improbus". Hay también otros finales de estrofa que no siendo, al parecer, refranes admitidos, llevan una conclusión propuesta en forma de enunciado doctrinal, como en: ca el orne que es solo tiene muchos cuidados (1316 d) Que solo e sin compaña era penada vida (1317 d) (más particularizado el segundo, como se notará, por el pretérito "era", que se sale del presente intemporal propio del refranero). Y en: ...todo tu afán es sombra de luna o es como quien siembra en rio o en laguna. (564 cd) que aunque non goste la pera del peral en estar a la sombra es plazer comunal. (154 cd) Como sabemos, lo enunciado en el refrán o en la frase sapiencial generalizadora tiene un sentido traslaticio, de varia aplicación posible a casos concretos y sin más semejanza que la de una situación común entre enunciado y caso concreto. Los refranes funcionan como metáforas, apuntando más a lo connotado que a lo denotado B, que sólo se toma como indicio. s Algo así como los cuentos en el Libro, que "tienen la función de ilustrar un punto argumental: analogía ilustrativa, no parábola alegórica, según Jan Michel, "The function of the Popular Tale in the LDBA", Libro de Buen. Amor Studies, op. cit., págs. 177-218.

14

intrusión del autor Aunque el "autor" o "scriptor" se confunde con el Yo, hay grados en su presencia dentro del texto. Así cuando la lección que viene dando desde la primera persona adquiere un tono más expresivo al dirigirse en forma apremiante al receptor: ca, segund vos he dicho en la otra conseja lo que en sí estorpe, con amor, bien semeja, tiene por, noble cosa lo que non val arveja, lo que semeja no es ¡oya bien tu oreja! (162) La explicación se ha convertido en exhortación en el último hemistiquio. Y esta comunicación con el oyente se suele intensificar en el verso cuarto: si puntarme sopieres siempre me abrás en miente (70 d) entiende bien la fabla e por qué te lo digo (407 d) estas dan la magada; si as orejas, oyas (699 d) El autor hace más actual su presencia en comento exclamativo, puesto al cabo de la estrofa: así en el caso ya visto de la aventura serrana: Los que quieran casar

aquí non sean sordos. (1014 d)

Como en el Libro no es sólo el Arcipreste quien habla, puede haber casos en que sea el personaje fictivo quien acentúe la expresión y la función conativa con exclamaciones e interrogaciones. Como en los consejos de don Amor para que busque una tercera. ¡Ay, cuánto mal saben

estas viejas arlotasl (439 d)

Y en la diatriba contra el dinero y censura contra los clérigos aficionados a él, termina: pues se dizen pobres

¿qué quieren tesoros? (506 d)

En el enxiemplo del garzón que quería casar con tres mujeres y luego no podía, como antes, parar con el pie la rueda del molino: diz, ¡ay, molino, rezio

aun te vea casado! (195 d) 15

O doña Endrina, que se aplica la moraleja del ejemplo de la avutarda y la golondrina, en las que escarmienta: ¡guardatvos, doña Endrina

destas parangas malas! (753 d)

Don Amor corona sus consejos al Arcipreste: ...a tal mujer te ayunta! (440 d) Alguna, rara, vez el verso trae como un comentario asordinado, como un comentario interior. Tal en la aventura de la bella monja: Desaguisado fizo

quien la mandó vestir lana. (1499 d)

Esta función de contraste con el resto de la cuarteta puede producirse en planteamiento inverso, es decir, pasando del tono exclamativo a uno más apagado, como en los tan sabidos versos: ¡Ay, Qué Qué Con

Dios, quán fermosa vyene doña Endrina por la placa, talle, qué donaire, qué alto cuello de garga, cabellos, qué boquilla qué color, qué buenandanga! saetas de amor fiere quando los sus ojos alga. (653)

El pasaje es una considerable "amplificatio" del Pamphilus, y ese cambio final parece enteramente de Juan Ruiz, y con tal cambio se facilita el paso al tono reflexivo de la cuarteta siguiente, admirable maestría de flexibilidad. Cierto que nuestro último verso, como los anteriores, es susceptible de varias interpretaciones en el recitado, pero siempre habrá de marcarse un contraste con los tres anteriores. Más ejemplos de exclamaciones finales, que dan una tensión mayor al texto, pueden verse en muchos pasajes, que no voy a citar. Solamente remito a los números de las estrofas: 389; 406; 419; 422; 849; 861; 911; 913; 943; 944; 1122; 1184; 1209; 1478; 1506; 1616... Salvo error o preterición6. Para cerrar este apartado, recordaré las cuatro respuestas de la mora, en árabe, que cierran las cuatro estrofas de la rapidísima aventura con sus tajantes y concisas palabras (coplas 1509 a 1512). Otro caso más de recurso relevante en posición final. * Incluso en coplas de arte menor: "¡Bien casó Menga Loríente!", 1004. 16

Ironía Haré mía la definición de ironía que propone Martínez: "figura que consiste en decir lo contrario no de lo que se piensa, sino de lo que se dice, sea en el contexto, sea en el texto suprasegmental", aunque acaso sea excesiva la afirmación de "decir lo contrario", y no "otra cosa". De todos modos esta figura supone una toma de posición por parte del autor, ya no neutral en cuanto ironice. Pues bien, es el verso último donde suele asomar la punta irónica, bien se trate de ironizar sobre la materia, sobre otro personaje o sobre el mismo autor, que de todo se encuentra. El tono irónico que afecta al tema, no siempre es perceptible con entera seguridad, pues no estamos seguros del sobreentendido a que el autor apunta, o de si hay siquiera tal intención. Más patente es la autoironía con la que el autor se nos propone como sujeto de aventuras desafortunadas. No sólo el Yo medieval, sino el de todo tiempo se presta a más comunicable pathos o bathos al contarnos cuitas o glorias ridiculas 7. Todo el Libro está dominado por el Yo del "autor" y a él se remiten andanzas afortunadas, las menos, y desafortunadas. En estos pasajes es de mucha cuenta lo que el recitador ponga de su parte, matizando el texto literal con una interpretación. Y el lector silencioso, imaginativamente, claro. En las aventuras amorosas de que es sujeto el "autor" hay más fracasos que triunfos, o es burlado por sus intermediarios (salvo en el caso de Urraca). Cuando puso el ojo en otra mujer "non santa mas sandía", yo cruiziava por ella

otro la avié valdía. (112 d)

Que se reitera en la copla siguiente: él comió la vianda e a mi fzié rumiar. (113 d) En la aventura serrana, la fea cuidos casar conmigo

como con su vezino. (993 d)

7 Janet A. Chapman, en "Juan Ruiz's learned sermón" (Libro de Buen Amor Studies, cit.), recuerda que Marshall MacLuhan atribuye al Yo medieval una función no tanto como punto de vista, sino como de inmediatez, y remite a The Gutenberg Galaxy.

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Y a su propia costa ha aprendido el autor las gracias que adornan al mozo trainel: Hurón avía por nombre sinon por catorze cosas

un apostado donzel; nunca vi mijor que él. (1619 cd)

La burla irónica se reparte entre el "escudero" y su víctima, el narrador. El objeto de la ironía puede estar en otro personaje, como en la revista de los inconvenientes del juego y de sus apasionados: do non les come

ráscanse los tahúres amidos. (555 d)

La Cuaresma, que huye disfrazada de peregrino, da ocasión a que se nos describa el atuendo de éstos y su provisión de una calabaza llena de vino: non andarien romeros

sin aquesta sufraja (1270 d)

donde parece que hay, además, un equívoco en el último término, en el doble sentido, sacro y profano. Cuando las monjas invitan a don Amor, la ingenuidad se dobla de sentido segundo: Señor, vete connusco

prueva nuestro celicio (1255 d)

cuya exégesis eludo. Otras veces brota la ironía de la parodia (es decir, remitiendo a un segundo texto evocado) y afecta a la manera de ser considerada la materia tratada. Tal sucede en varios pasajes de la batalla de don Carnal y la Cuaresma, que llevan como trasfondo el lenguaje y tono de las gestas. Por ejemplo, en las ponderaciones: Serié don Alissandre

de tal real pagado (1081 d)

y a propósito de las huestes del Carnal. Lo mismo que: real de tan grand pregio

non lo tienen ¡as sardinas. (1087 d)

O en: cayé de cada cabo mucha buena mollera (1104d) más negra fue aquesta que non la de Alarcos. (1110 d) 18

La famosísima alabanza de las mujeres chicas, autorizada y ennoblecida con multitud de comparaciones prestigiosas, que vienen a hacernos admisible y convincente lo de que "en la pequeña dueña yaze muy grand amor", repetido con variante, "assí en dueña chica yaze muy grand sabor", hasta que se nos desvela el sentido en la última copla, preparado gradualmente desde el segundo verso hasta el último, que no deja lugar a dudas: por ende de las mujeres

la mijor es la menor. (1617 d)

También cuando utiliza textos sagrados tenemos un metatexto al que hay referencia paródica o del que se hace uso irónico. Por notar solamente los que aparecen en verso cuarto, mencionaré las coplas 1236; 1237; 1238; 1239; 1240 y 1241, con ocasión del recibimiento que hacen a don Amor frailes y monjas. O en la cantiga de los clérigos de Talavera, donde sigue modelo bien conocido: e con llorosos ojos e con dolor tan grave nobis enim dimmittere 'est quoniam suave'. (1700 cd) Sea o no tan obscena la alusión del "quoniam" como quiere Spitzer (A. Rom. XI, 248-250), lo que sí resulta claro es que ha dejado para el final la frase decisiva, como ocurre en el poema de Gauterus, atacando a Inocencio III por los Decretos del Concilio Laterano (1215): o quam dolor anxius quam tormentum grave nobis est dimitiere quoniam suave. En el mismo poema hay otro pasaje que no abona la hipótesis obscena: "paternóster nun pro me/ quoniam peccavi/ dicat quisque presbyter cum sua suavi" (Vid. F. J. RABY: A History of secular latín poetry in the middle ages. 2nd. ed. vol. II, pág. 225, Oxford, 1957). Por otra parte el texto de Juan Ruiz difiere en mucho del inglés. Un ejemplo más y último, de cómo apura la ironía Juan Ruiz, hasta la frase final de la cuarteta, lo tenemos en el cuento de Pitas Payas, pintor de Bretaña, cuyo verso final resume lo picante y ejemplar del caso: vos veniesses temprano

et trovariez corder.

Hay, entre otras, una detenida interpretación del cuentecillo, debida al profesor Zahareas (The art of Juan Ruiz, Arcipreste de 19

Hita, Madrid, 1965), que, a mi entender, no ha tenido en cuenta algo que no está en el texto. El marido burlado, la chistosa precaución del cordero pintado so el ombligo y la sustitución del animal, borrado en ausencia del esposo, por el alusivo carnero nos deja bastante desdibujados los dos personajes masculinos, el engañado y el engañador, y acaso no interesa más que la situación típica y de fácil comicidad. Ni hay ingenio en el modo de la burla, sino torpeza en el remedio de la pintura (salvo que haya una intención de burla), ni tenemos tampoco apenas datos para imaginar el carácter de la esposa, una de tantas en la galería de engañadoras. Tampoco podemos ver que el necio es engañado por el listo, o el viejo por el joven (aunque Pitas parece bastante babieca por la precaución inútil que ha dispuesto). El cuento gravita sobre la última frase, la de la esposa, y ahí termina, con ese chiste; pero tenemos que imaginar cómo sería dicha frase en el recitado ante el público. De esta interpretación depende ya todo el cuento, porque caben matizaciones tan distintas que nos pueden hacer de la esposa una hipócrita, o una cínica, o una chungona, o compasiva, o zalamera, o desafiante... 3 Hasta qué punto era consciente el Arcipreste de esta disponibilidad del texto, no lo sabemos, aunque suponemos que contaba con ella. El cuento está dicho con una economía de medios increíble, dejando amplio campo a la sugestión y rematando con ese efecto final. Me parece muy aventurado proponer que las invitaciones a la interpretación de su Libro, comparándolo con instrumento músico que dirá cual sea puntado, acaso también tenían en cuenta la interpretación en el recitado de la que podían resultar muy distintos sentidos. Esta larga lista de ejemplos, que podía haberse alargado aún, parece confirmar la hipótesis de trabajo que me ha guiado: la de que es en el verso final de la cuarteta donde el discurso alcanza una relevancia más marcada, mediante distintos recursos que afectan al mensaje en cuanto tal (o a su función "poética", en el sentido de Jakobson) dotándolo de una "figura"; que son resultado de una función expresiva que nos revela aspectos del emisor; y que apunta al destinatario principalmente. Las tres funciones raramente aparecen en estado puro y exclusivo, por descontado. Es posible que el resultado de esta averiguación no haya sido más que formulación de algo que se ofrecía obvio. Pero el tema tiene un radio de alcance mucho mayor, si se considera que la ten* Jakobson cuenta de un actor capaz de decir de cincuenta maneras una frase tan inocente como: "Hoy por la tarde". Y los oyentes las distinguían. Bcrnard Shaw decía que había muchas maneras de decir "Sí" y "No". Pero no necesitábamos autorizar algo tan trivial. 20

ciencia a dotar los finales de entidades expresivas con un relieve marcado, tanto en unidades secundarias como en conjuntos, es también observable en otros medios de comunicación humanos. En la literatura es evidente su presencia en finales de escena, acto y pieza teatrales; en discursos y sermones; en la prosa narrativa, en poemas y estrofas (octava y su pareado final, soneto...) y saliendo de mensajes cuya expresión es la lengua documentaríamos la misma tendencia en cine, música y danza (por no entrar en las artes plásticas). Ello obligaría a plantearse el tema ajusfándolo a una perspectiva más amplia, como una posible constante en los sistemas de comunicación, y desde el punto de vista de la semiología y del psicólogo. Pero antes de terminar he de hacer un somero repaso de este recurso, analizado en Juan Ruiz, y no extraño a los poetas del mester de clerecía. Para empezar con Berceo, "el vaso de bon vino", es ya una llamada. Si leemos la Introducción a los Milagros (de los que parece haber una nueva fuente latina) la descripción se cierra con una intrusión del narrador, que comenta y pondera: podrié vivir el homne

con aquellos olores. (5 d)

Otras descripciones o enumeraciones terminan con la ponderación: que non lo contarien

priores nin abades. (10 d)

O exclama: qui allí morasse

serié bien venturado! (12 d)

Por no citar sino éstos. Ni falta el rasgo en otros poemas, como en la vida de San Millán: Qui la vida quisiere de Sant Millán saber verá a dó envían los pueblos so aver que es precisamente el motivo del escrito, un recordatorio de morosos en pagar tributos y ofrendas al Monasterio (ver la ed. de Brian Dutton, con estudio, en Támesis, London, 1967). Otros versos marcados en final, en las coplas 3. a y 6.a, verso 71, 112, etc. En el Alexandre la descripción de una batalla y su campo, termina: era un logarejo

por verdal apostiello. (888 d) 21

O en la descripción de la tienda de Alexandre, hecha de un cendal "tan fino e bien obrado", que: no'l devisaría homne

do era ayuntado.

Otro tanto podría documentarse en el Libro de Apolonio: En el rey Antioco vos quiero comentar si entonge fuesse muerto nol debiera pesar (e, d) como anticipación de la gravedad de lo que va a suceder. Y otros casos en 52, d; 53, d, etc. Tampoco faltan ejemplos en el Rimado, que ahorro para ocuparme de la poesía latina compuesta en este metro de la cuaderna vía. Así en el Archipoeta: sit Deus propitius

huic (var. isti) potatori (48 d)

y en la confesión al Archicanciller Reinald de Dassel. Este mismo poema nos da otros casos: et quae tactu nequeo

saltem corde moechor. (24 d)

(Vid. RABY: The Oxford book of medieval latin verse L959.) Y en esta misma antología medieval, Gautier de Chátillon, por ejemplo, su sátira contra la curia, versos 12, 20, 36, 64. Lo mismo en los Carmina Burana, versos 36, 64 y passim. Menos marcado este recurso en el poema De gallo, tan difundido por toda Europa. Generalmente la cuarteta se agrupa en dos mitades, de las que la segunda es conclusiva como proposición, pero no suele marcarse el último verso en la cuarteta monorrima 9 . Cabe añadir un caso de amanerada composición, como el de un poema de Everardus el Alemán, donde las cuartetas monorrimas van rematadas con un verso de Juvenal, Horacio, Theodulo, o con un proverbio: In valle miseriae patimur concives Primae matris vitio cum calore nives. Hostis verbo credidit "Comedas et vives". "Intolerabilius nil est quam femina dives." (JUVENAL) l0 • Ver la ed. y estudio de Hans Rheinfelder: "Materialen zu dem mittelalterlichen Gedicht Multi sunt presbyteri", en ZfrPh, 67-1/2 (juli, 1951), páginas 126-129. 10 Faral, op. cit„ págs. 376-7. 22

Todo parece responder a un hábito rítmico expresivo de dilatada extensión en tierras y a lo largo del tiempo, y de cuya codificación en tratados nada conozco. De todos modos, el cuento más vulgar, el chiste menos refinado suele adaptarse a un efectismo final sea o no buscado. Gracián dirá mucho más tarde: "Es muy ordinario dar conclusión conceptuosa a un epigrama, a un soneto, a una décima, con bien ponderado argumento". (Agudeza y arte de ingenio, I, xxxvi).

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LA DRAMATURGIA DE GIL VICENTE ENSAYO DE ESTIMACIÓN

Me propongo en esas líneas hacer una revisión del teatro vicentino, precisamente desde nuestra perspectiva histórica, sin dejar de tener en cuenta, claro es, las considerables aportaciones que la erudición nos suministra para el mejor conocimiento de esa obra en su contexto social e histórico. Todo clásico solicita no menos que esta atención la de generaciones venideras, y la virtualidad de un arte reside en esa capacidad de promover respuestas sucesivas. Parece pertinente exponer algunas de las ideas con que se opera en relación con la literatura dramática, que es la que nos compete analizar ahora. Dos preguntas se imponen desde el principio: ¿Qué es el género dramático? y, ¿cómo opera en el receptor? Por supuesto, que no es válida ya la vieja división en géneros, acreditada desde Aristóteles, y podemos dar una mayor extensión al género dramático, aun fuera de la escena, como ha hecho, por ejemplo, Northrop Frye en su Anatomy of Criticism. Pero en el caso de Gil Vicente no nos sirve mucho, puesto que sus obras están escritas y pensadas para la representación precisamente y sabemos que él mismo tuvo buena parte en la dirección escénica y aun acaso en la misma representación. Es uno de esos autores que han reunido el talento literario y el escénico, no menos que Sófocles, Shakespeare o Moliere. Para el modo de funcionar el teatro, en su totalidad efectiva, no puedo dejar de recordar que fue en Lisboa donde don José Ortega y Gasset expuso en conferencia pública lo que luego publicó en forma de folleto, Idea del Teatro. Pero no voy a seguir al ilustre teorizador en sus ideas, que son muy aceptables, y añadiré algunas notas que me parecen complementarias y del caso. La primera es que en el espectáculo hay un convenio tácito y es el de la aceptación por parte del espectador de que lo que allí ocurra no ha de ser 27

medido con criterios de verosimilitud habitual, y de que, aun en las representaciones de carácter más naturalista, se suspende el juicio que nos dice que aquello no es un bosque, un palacio o no importa qué lugar para la acción. Por otra parte, me parece muy del caso recoger la naturaleza esencialmente irónica del fenómeno teatral, esto es que lo sucedido en escena es un mensaje que tiene una doble destinación y, a las veces, un sentido doble: los actores viven y reciben uno, y otro, los espectadores. De modo que es en la mente y en la sensibilidad del oyente donde se realiza plenamente el drama, siendo los actores vehículo de una información que les sobrepasa. Y más aún, en las obras dramáticas hay como un sobre-texto que se comunica además del verbal; pero esto pertenece ya al espectáculo y su complejo funcionamiento. Recordaré un consejo de Stalislavsky a sus actores para que estuviesen atentos a percibir y expresar "a subtextual stream of images, like a moving picture constantly thrown on the screen of our inner visión to guide us as we speak and act on the stage". No es aventurado postular esa misma corriente de imágenes en la recepción del auditorio, aunque haya desajustes de hecho. Ya sabemos que no es ésta la línea del teatro más reciente, sobre todo a partir de las técnicas del Verfremdungseffekt brechtiano; ni postulo aquella intención en Vicente. Dejando a un lado las distintas maneras de interpretar en escena una pieza (y conocemos muchas ya) y descontando que cada representación es una nueva interpretación, habida cuenta incluso de cómo el auditorio modifica la receptividad de una misma obra, por una misma compañía y dirección, no es menos cierto que podemos adivinar en el texto mismo no pocas intenciones de signo netamente activo, esto es, dramático. Así, en Gil Vicente. Lástima que no tengamos seguridad de que las acotaciones que figuran en la edición postuma de sus obras sean suyas. Una primera cuestión se nos presenta ahora, y es la de la originalidad, la inventiva creadora de nuestro autor. Tengo muy en mente los estudios que le han venido señalando antecedentes en la temática, desde doña Carolina Michaelis de Vasconcellos, Révah, Asensio o Le Gentil; pero debo decir que no reside el mérito, ni la calidad, en la primacía en el tratamiento de un tema, de un tipo o de una situación. Son motivos que están ahí, a disposición del primero que los quiera tomar: lo difícil empieza en el momento en que se toman. Hace muchos años el comediógrafo italiano Gozzi redujo a treinta y seis las situaciones dramáticas, lo que alarmó a Schiller. Goethe le invitó a su amigo a extender el repertorio y no llegó a completar aquella cifra. Todavía en 1926 se ha publicado un libro, 28

Les 36 Situations Dramatiques (de Georges Polti, Mercure de France); y Giraudoux escribió su Amphitmo 38, sin agotar la no muy compleja fábula dramática. (Dejemos Les 200.000 Situations Dramatiques de Étienne Souriau —Flammarion, 1950— que son algunas más, en rigor, y están obtenidas desde otros supuestos.) Viniendo a nuestro escritor, debemos tener en cuenta que opera dentro de un supuesto general de un arte que no sólo no rehuye parecerse en temas y motivos a otros, populares o cultos, sino que justamente busca ese apoyo y a él apela, posiblemente en busca de una resonancia mayor entre sus oyentes y jugando con lo consabido y compartido. A partir de ahí es donde empieza su originalidad y donde su excepcional talento dramático pone un acento de fuerza y color, donde está la novedad tan audaz que no encontró seguidores de su talla. Es verdad que no hay en su dramaturgia una fórmula cuajada, fácil de adaptar y seguir en el espectáculo; pero esto es tanto resultado de su inventiva fecundísima, como de la variedad de formas expresivas que exploró. Y, ya se sabe, el teatro exige una convencionalización de planteamientos que pueda soportar el auditorio sin demasiado esfuerzo. Ni nos podemos guiar por la gran variedad que hoy coexiste en la escena internacional, pues el auditorio está preparado de otra manera y es de muy más numerosa variedad que el limitadísimo que tuvo Vicente. Posiblemente compartía las ideas en boga sobre el teatro, con más apariencia de acatamiento que convicción y docilidad, por ejemplo el principio formulado por Cicerón, recogido entre tantos otros por Torres Naharro en su definición de la comedia a notitia, según la cual el teatro ha de ser "imitatio vitae, speculum consuetudinis, imago veritatis". Pero Gil Vicente, por fortuna, fue capaz de inventarse una realidad nueva. No suele ser la situación dramática, esto es, el conflicto de acción resultante de la intriga o del carácter de los personajes, lo que busca con más frecuencia ni donde ejercita su poderosa inventiva dramática; tiene, en cambio, su más feliz expresión en la vivacidad de que dota a sus personajes, la facundia con que les hace hablar, ya sean individuos ya se trate de tipos. Y ello no con el pobre criterio de verosimilitud o de naturalismo de observación —aunque no renuncia a ese enlace con la vida palpitante—, sino mediante un acrecentamiento que enriquece y ensancha nuestra experiencia, apelando a la imaginación y cogiéndonos dentro de su mundo. Llego a suponer —la prueba me falta— que con un grano de distanciamiento, el suficiente para gozar de la farsa con entrega parcial que deje en libertad un último reducto del espíritu crítico para reírnos 29

con sus tipos cómicos sin dejar de apreciar lo que el arte ha hecho. El grado de estilización de personajes procedentes de los stock characters tradicionales así lo abona. Además, la densidad expresiva de su lenguaje va haciendo al personaje en cada frase, directa o indirectamente. La variedad de tonos, motivos y situaciones, la diversidad del juego dramático y lo extenso de sus recursos hubieran debido ser punto de partida para una dramaturgia fabulosa. Nadie, ni remotamente, había iniciado y recorrido tantos caminos antes de Lope de Vega, y en las cuarenta y cuatro piezas del portugués hay una gama de soluciones que bien vale centenares de "comedias" amaneradas. La agilísima versatilidad del teatro vicentino es algo que causa asombro: representaciones de carácter áulico, en ocasiones con participación de cortesanos implicados en la escena (escena a la que se le ha suprimido el cuarto muro), escenografías de gran aparato y efectos de espectacular sorpresa; alegorismos en que maneja abstracciones, "figuras" las llamaremos después; fantasías mitológicas; farsas vivaces, o, en la serie más realista, los tipos: escuderos famélicos y orgullosos, enamorados, viejos, alcoviteiras, frailes rijosos, doncellas, gitanas, negros, parvos, médicos, arrieros, jueces, negros... pululan, cantan, hablan con una verba llena de carácter e intención. Hasta en piezas que no parecen destinadas a la escena (pienso en el Pronto de María Parda o en Todo-o-mundo e ninguém) están pidiendo el recitado y la representación, son teatrales. Una de las pruebas del talento dramático —acaso la primera— es el dominio del lenguaje. Cada personaje es tanto lo que hace como lo que dice: en escena el dicho es un hecho. Aquí hallaremos la rusticidad de los beiraos, la giria de los negros con su fonética y ritmos, el habla de gitanas, con su ceceo, la de judíos, la parodia y entrevero de latines, algunos de la mejor gracia macarrónica (no sabemos que conociera a Merlin Cocayo), o el rasgo individualizador, peculiar, como en la Farsa dos Físicos, donde una muletilla caracteriza a cada doctor. Solemnidad, pedantería ironizada, lirismo alado, he ahí algunos de los tonos del teatro vicentino en sus hablas. Volviendo a los tipos y motivos de sus obras, repito que son más frecuentes los de la gama cómica y, añado, satírica con o sin comicidad. La teoría bergsoniana de que lo cómico se presenta y comunica mejor desde los tipos que no desde los individuos, podría haber sido abundantemente ejemplificada con textos de nuestro autor. No puedo calcular el grado de lucidez y propósito deliberado en el autor al hacer uso tan insistente de esas figuras caracterizadas por rasgos generales típicos en habla, pergeño, condición y conducta. Lo que nunca le domina es la esquematización tópica, pues 30

sabe mantener el difícil compromiso entre el rasgo generalizado y la nota singular. Recordaré algunos de los personajes de condición cómica: o velho de la comedia O Velho da Horta, enamorado intempestivo (compárese con nuestro Diálogo entre el Amor y un viejo, con toda ventaja para el portugués); el héroe de la Comedia del viudo, y su compadre; los escudeiros y fidalgos, entre los que Aires Rosado de Quem tem Farelos? se lleva la palma como caricatura del enamorado empalagoso. Y en esta obra vale que nos paremos a notar un hábil procedimiento en presentar al escudeiro, que no aparece en escena sino después de que sus criados nos han dado acabado retrato de sus tachas en jugoso diálogo que nos hace más deseable la aparición del personaje. Antes he mencionado la giria de los negros. Ahora bien, la manera peculiar de pronunciar el castellano y el portugués nativos do Guinea o de otras regiones africanas es algo ya explotado por escritores como Rodrigo de Reinosa, a finales del xv, y luego se convertirá en un lugar común de la poesía popular y culta, y del teatro. Pero, hasta donde se me alcanza, es Gil Vicente el primero que ha visto algo más que la mera fonética empalagada de nasales con que se estereotipa esa jerga o giria; ha percibido un ritmo, tomado quizá de la entonación al hablar o de sus cantos, como más tarde han de incorporar Lope, Góngora y demás. En Clérigo da Beira, el negro va más allá de un puro fonetismo: "Sapantaro Furunando... /Porque tu nam bruguntando", y remarca un ritornello como compás de danza o canto: "Viva mundo turo, canseira/senhor grande, canseira/home prove, canseira;/muiere fremoso, canseira;/muiere feio, canseira;/negro cativo, canseira", etc. Esta verbosidad que, por supuesto, tiene su valor en escena, no es mera palabrería, pues, de paso, nos hace una crítica de la sociedad, de una parte de ella. Apuntemos la intensificación en el empleo do un recurso, antes solamente verbal. Con las gitanas ocurre que también se ha revitalizado el tipo. (Sabemos que llegaron a la Península en el siglo xv, y ya aparecen como tipos en las obras de Diego de San Pedro, anterior a Vicente y de éste conocido). Lo que ha hecho el dramaturgo es dotarlas de una agilidad traviesa, con pedigüeñería descarada y el consabido ceceo, en una presentación que hace de lo tópico algo vivo y, diría, realista. (Así en Auto da Festa, Farsa da Lusitdnia, y, claro es, en Farsa das Ciganas). Pero no necesita recurrir al repertorio de hablas cómicas o de carácter para obtener efectos de gracia expresiva, desde el plano fónico. Así en el Fray Gerundio del Auto de Mofina Mendes, que 31

ha sermoneado con gran desparpajo y facundia en latines disparatados, y a continuación, para aclarar una cita latina: "Quer dizer este matiz/ entre os primores que traz:/ nao e sesudo o juiz,/ que tem jeito no que diz,/ e nao acerta o que faz". Graciosa alternancia de rimas —az, iz— que está pidiendo la dicción, no la lectura muda, con gesto y representación. Una leve muestra de la calidad dramática del lenguaje vicentino, en el cual solemos encontrar derroches de locuacidad irrestañable, pero nunca difusa, aunque se explaye en el disparate, género de que tanto se gustaba entonces, como en nuestro Juan del Enzina. Es un gozo de nombrar sin tasa, decir acumulando nombres, por ejemplo. En el Auto dos Quatro Tempos, el Verano —es decir, la Primavera para nosotros— hace alarde de las cosas que trae consigo: "Muchas grullas y cigüeñas/golondrinas abuvillas/palomos y tortolillas/picapuercos y garceñas/zorzales y avedueñas/codornizes y gridañas"... etc., etc. O léanse las invocaciones de a Velha en la Farsa do Escudeiro: "Rogo a Virgen Maria/ quem faze erguer da cama/que má cama e má dama/e má lama negra e fria/má mazela e má courela/mau regato e mau ribeiro/ mau silvado e mau outeiro"... etc. ¡Qué juego de posibilidades para el actor! Es posible que algunas de estas enumeraciones tengan como modelo un texto castellano, como en el Auto Pastoril, la segunda obra representada, donde la ponderación de la progenie de la moza que se ofrece en casamiento puede recordar un pasaje semejante de una pieza de Lucas Fernández {Comedia de Bras, Gil y Beringuella). Pues bien, lo chistoso de los nombres, rudos y villanos, que se citan con la entonación de un árbol genealógico de gran nobleza, no ha perdido gracia y color local, invención verbal y grosura fonética al ser tomado el motivo por Vicente. Con ser excelente el pasaje de Fernández, no le cede en nada el que comento. La locuacidad femenil, tantas veces aducida como caracterización satírica y risible, adquiere una extensa gama de modulaciones, y bastaría para tantas otras la primera cena (auto, o acto, en rigor) de la comedia de Rubena. Y las notas más viejas, como la de que "et multiloqua et multibiba est anus" (de la Cistellaria plautina) renace con muy personal acento en la Maria Parda, que lamenta prolijamente "porque viu as rúas de Lisboa con táo poucos ramos ñas tavernas e o vinho táo caro". Tipos de carácter y habla no bastan para dar razón de un teatro y habré de considerar, muy someramente, cómo juega las situaciones. Una dada, la del Auto de Mofina Mendes, el viejo tema de la doña Truhana en don Juan Manuel, o del Directorium Vitae Humanae (que Gil Vicente pudo conocer), muestra cómo un apólogo se 32

hace teatro, aunque distan mucho más de lo que en apariencia pudiera parecer. Un talento que tuvo nuestro Arcipreste de Hita, no muy lejano en humor y talento literario a los de Vicente, aunque no probara, que sepamos, la escenificación, limitado al recitado juglaresco. En esta breve pieza, nada hay inventado en la fábula, pero del plano abstracto en que figura la fábula se ha convertido en situación realística y verosímilmente motivada. Otro caso curioso, el de la obra tardía Floresta de Engaños, cuyo argumento procede de una de Les Cent Nouvelles Nouvelles, que puesta en acción adquiere una relevante y juguetona veracidad: es necesario ver cómo el Doutor, enamorado vetusto, ha de disfrazarse de panadera para lograr —cree él— la moza que requiere de amores, y ha de hablar como si fuera una negra, y ha de ponerse a cerner contoneándose. O el escudero pobre que engaña a un mercader en figura de mujer viuda: aquí estamos ante esa ironía a que me refería al comienzo, el doble destino de palabras y acción. Y hasta hay un atisbo de teatro dentro del teatro con ese desdoblamiento del personaje. Otra ingeniosa presentación de la escena es aquella en que un galán dice amores a una dama que no se ve por el espectador ni por los criados presentes, que están al paño. Sólo oímos lo que el encandilado galán dice —nada de la dama— y los comentarios burlescos de los criados. Qué posibilidades de ejecución tiene el pasaje, bien pensado por su autor, de quien es la acotación intencionada: "Aqui fala a moca da janela tao passo que ninguém a ouve, e polas palavras que ele responde se pode conjecturar o que lhe ela diz". No puedo entrar en consideración de la gran facilidad con que nuestro dramaturgo pasa de un tono a otro dentro de una misma pieza, desde lo fantástico a lo realista o a la inversa; ni me es posible tampoco entrar en la utilización de cantares, castellanos y portugueses, como diversión, apoyo o ambientación de la escena. En este recurso Gil Vicente ha alcanzado calidades de un lirismo delicadísimo, tanto en los cantares como en los romances recitados y cantados. De ello han escrito plumas muy doctas y hoy tenemos un trasfondo de esa poesía tradicional que Vicente incorporó a su teatro. Insistiré en que con ello se beneficia de una materia ya mitificada, potenciada al plano de la leyenda. Lo mismo hará con frases y refranes del dominio común. Maud Bodkin, en otro contexto, ha escrito que "cuando un gran poeta utiliza temas que han sido conformados por la fantasía de la comunidad, no es su sensibilidad individual lo que objetiva", sino la colectiva, me apresuro a añadir. Con lo cual se tiene un resultado en el destinatario, en el 33

público, el cual responde desde algo consabido y sentido en común. Y si recordamos la explicación del mito como depósito del inconsciente colectivo, siguiendo a Jung, el arte hecho desde ese nivel se beneficia del hondo poso en que coincide el alma colectiva. Gil Vicente ha sabido estimular esos motivos subyacentes en el mundo mítico de lusitanos y españoles, anticipándose en amplitud y finura de gusto e información, en capacidad asimilativa también a los grandes autores que le suceden. He dejado un problema, si lo es, el de la utilización del castellano en algunas obras exclusivamente o entreverado con portugués en otras. Claro que hubo motivos de tipo político y cultural, y que su auditorio entendía el castellano. Alguien, y muy autorizado (me refiero a Teyssier en su La Langue de G. V., París, 1959) afirma que es para dar verosimilitud a los personajes castellanos (como hace hablar francés, picardo, italiano a otros). Pero el argumento es una tautología: preguntémonos por qué hace entrar personajes castellanos. En cualquier caso, tengamos en cuenta que el castellano aun con la fonética de su tiempo era una música verbal de fuerte contrapunto para el portugués. ¿Será mucho pensar que Gil Vicente, aparte de otros motivos, haya tenido en cuenta esa doble sonoridad como efecto simplemente fónico, por de pronto? Es algo así como quien toca dos instrumentos de distinto y aun contrapuesto timbre y sonoridad. Para un autor de tan fino oído, esto no pasaría inadvertido. En las obras no es infrecuente que haya la alternancia en dos personajes dentro de una misma escena y a lo largo de un parlamento. En otras ocasiones es un mero soporte y guía de la acción, así en la comedia de Rubena, donde el Licenciado nos va poniendo en antecedentes, con un notable efecto de distanciamiento. En la pieza citada, salvo la criada, Benita, en aparición fugaz y los cantos de as lavrandeiras, en castellano, el resto está en portugués. Otros usos, como el del gracioso y el largo sermón en estrofas de arte mayor en Auto da Festa, ambos en castellano, estando el resto en portugués, pueden servir de indicio en cuanto a funciones del idioma. Por lo demás su corazón estaba del todo con su pueblo y su país, por entero. Baste leer las piezas dedicadas a Lusitania, Lisboa, Coimbra y a empresas guerreras. En Auto da Festa el personaje alegórico a Verdade lamenta que no se le acoja; pero luego se hace un encendido elogio de Portugal, de sus santos y lugares devotos. El romeiro Ianafonso proclama: "Todo bem e a verdade/neste Portugal nasceram". Gil Vicente puede ser hoy para nosotros ejemplo y estímulo para extraer nuevos acentos de belleza de algo común y, si hemos 34

perdido en buena parte aquel depósito compartido ayer por los dos pueblos, para conocernos más, esa ventaja nos llevó él y nos la sigue llevando, en detrimento nuestro, tan poco conocedores de la literatura de nuestros vecinos y hermanos. Don Duardos Es el Don Duardos la pieza más acabada de las que su autor escribiera en castellano, y una de las más bellas entre todas. Su origen novelesco, que luego habremos de examinar, no la exime de estar al final de una línea de teatro romántico, de un romanticismo avant la lettre, por supuesto, pero no menos tocado de exotismo y pasión, en distinta medida. Así los primeros brotes se registran en la Comedia del Viudo y en Comedia Rubena, para culminar en nuestra pieza y el Amadís, si bien aquí la ironía destruye en parte la ilusión, o pone en entredicho la entrega sentimental. Por otra parte, Don Duardos, tragicomedia del mundo caballeresco, sigue una composición desarrollada en cierto modo a la manera clásica: planteamiento, conflicto y desenlace. El carácter episódico de otras piezas, la genial fantasía que supera esquemas para dejarse llevar por una inventiva fresca y vivaz, han cedido a una disciplina algo convencional. De todos modos ya su calificación (¿por el propio autor?) como "tragicomedia" nos pone ante un problema al que no le veo solución clara y cierta 1 . Sabemos que el término se empleó por vez primera en una de las copias del Amphiíruo de Plauto, no redactada por el autor, y como resumen al frente de la obra o argumentum, y en ese contexto la palabra se empleó con sentido chistoso, con la conciencia de que se estaba haciendo un juego verbal con el híbrido, justificado por la mezcla de personae de rango trágico y del cómico. Para nuestro caso podríamos pensar en el antecedente más próximo de la Celestina, sólo para el nombre de esta obra, y en el recuerdo latino, pues aquí, en Don Duardos, hay personajes de ambas extracciones. Lo que falta para una mayor justificación de "tragicomedia" es la presencia de motivos que estén concebidos para la compasión, junto con los que buscan la risa, que de éstos sí los hay y muy expresamente buscados en el pasaje de Camilote y Maimonda. Se ha notado que en la "tragicomedia" que comentamos, Gil 1 Cf. I. S. Révah: "On peut teñir pour sur que Gil Vicente n'a jamáis pensé avoir écrit des Tragicomédies et que cette désignation est une invention de son fils" (Recherches sur les auvres de G. V., t. I, Lisbonne, 1951, p. 17).

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Vicente ha ido evolucionando desde "temas, personajes y espíritu del momo", hasta convertirlos en "puro o casi puro drama" (tomo esta valiosa opinión del profesor Eugenio Asensio, en su trabajo "De los momos cortesanos a los autos caballerescos de Gil Vicente", en Anais do Primeiro Congresso Brasileiro de Lingua Palada no Teatro. Río de Janeiro, 1958). Si es cierto que se deba a GU Vicente el prólogo que figura en la Copilacam de 1586, dirigido al príncipe y rey don Joáo III, está por demostrar, aunque Asensio lo supone y a su autoridad me remito; el caso es que en dicho prólogo se expone el propósito de levantar el tono de su dramaturgia: "Como quiera (excellente Príncipe y Rey muy poderoso) que las Comedias farsas y moralidades que he compuesto en servicio de la Reyna vuestra tía (quanto en caso de amores) fueron figuras baxas en las qualcs no avía conveniente rethórica que pudicsse satisfacer el delicado espíritu de V. A., conoscí que me cumplía meter más velas a mi pobre fusta. Y assi con desseo de ganar su contentamiento, hallé lo que en estremo desseaba, que fue don Duardos y Flérida, que son altas figuras como su historia recuenta, con tan dulce rethórica y escogido estilo quanto se puede alcanzar en la humana inteligencia."

De esta voluntad de forma y de tono salieron las dos comedias caballerescas, la nuestra y Amadís, ambas de las novelas de caballerías. Para la obra que nos importa ahora, tenemos una fuente indudable, el Primaleo, obra que alcanzó diez ediciones entre 1512 y 1588, y que forma parte del Palmerin de Oliva. Si la obra de Gil Vicente se representó el año 21 —discutible, y no seguro— es muy fácil contar con lectura de la novela por el dramaturgo. Pero, ¿basta esa lectura para explicarnos toda la "tragicomedia"? Por supuesto que no apunto con esto a restar imaginación inventiva en Vicente, pues bien sabido es que la dificultad mayor que suelen encontrar los escritores para el teatro es la de adaptar lo que era antes relato. Al menos éstas son las observaciones que se deducen de las experiencias en el famoso workshop de Harvard, donde con tanto éxito se ha enseñado el "creative writing" dramático. La cuestión que se nos ofrece, en el momento de apurar la busca de fuentes, es hasta qué punto no manejó también los romances en que la materia novelesca se había cantado y divulgado. El bellísimo final, en el "Romance para final del auto", que empieza "En el mes era de Abril,/ de Mayo antes un día", se canta en forma dialogada por tres personajes la culminación de los amores entre Flérida y don Duardos, revela una fuente romancesca, utilizada con el más prodigioso efecto por el escritor portugués. De ese romance hay muestras vivas, en la tradición oral de hoy, por tierras de Portugal^ Marruecos, hasta 36

entre los sefardíes de los Balkanes. Y lo más notable es que parece derivar de la "tragicomedia" un canto en pareados, "Ay Julián, falso traidor... hijo de mi hortelano", versión documentada en Andrinópolis y Salónica, según Menéndez Pidal, en su Romancero Hispánico (II, pág. 216). Lo que importa más en nuestro caso, entiendo, es no ya perseguir unas fuentes para aquilatar en un balance el debe y el haber del poeta, sino, partiendo de que éste operaba con materia literaria, mitificada ya, anotar cómo la materia que dramatiza tiene, junto con la doble procedencia —novela y romancero— un eco en dos mundos poéticos y en dos auditorios, en el de nobles y cortesanos que leerían los libros de caballerías, y en el más popular de los que tenían acceso al romancero cantado o, en todo caso, a los humildes pliegos sueltos, vehículo primero de los romances. Claro que, de momento, la obra de Gil Vicente no parece haberse representado más que para un público áulico y para él estaba escrita; pero bien sabemos cómo los romances accedieron hasta los palacios reales y la complacencia con que en ellos eran escuchados, letra y música. Y, en definitiva, puesto que no he querido presentar una separación absoluta entre nobles y pueblo bajo como receptores de literatura, lo que importa sobre todo es ver cómo nos encontramos ante una manera de hacer arte dramático que utiliza muy deliberadamente temas que han sido conformados por la fantasía de la colectividad, y entonces ya no es una sensibilidad individual, personal, lo que el poeta objetiva, esto es, no sólo ésta, sino la que es compartida y está depositada en la de todos. Digamos que estamos ante un arte de segundo grado, de una literatura sobre otra literatura, lo cual no es, en el fondo, sino la fórmula renacentista, aunque en la más refinada se moviliza una sensibilidad más restringida, la de los que tienen acceso a la cultura clásica. La mejor poesía, la mejor literatura ha jugado con los grandes depósitos de mitificaciones colectivas, menos fáciles de recrear de modo convincente que hallar una originalidad individual. De esto ha escrito muy agudamente Maud Bodkin en su Archetypal Patterns in Poetry —Psychological studies in Imagination (Oxford)—, y es lástima que no tuviera a su alcance y conocimiento nuestra literatura de raigambre colectiva. Como contraprueba, como muestra de la ineptitud para conseguir una chispa de belleza, aun teniendo la materia a mano, véase, por ejemplo, la glosa del pliego suelto, "Romáce sacado d' la farsa de don duardos que comieca en el mes era de abril nueuamete glosado por antonio lopez estudíate portugués vesino de la villa de trácoso estáte en la vniversidad de salamáca" y que se halla entre 37

los Pliegos Góticos de la Biblioteca Nacional de Madrid (t. I, XXIX, páginas 221 y ss.). Queda por hacer el estudio que ya anunciara Dámaso Alonso en su fina edición del Don Duardos (Madrid, 1942), el de la utilización de la novela por Gil Vicente (v. ed. cit., punto 4, pág. 10), y habrá de tenerse en cuenta y aprovechar lo que dejó escrito Elza Fernandes Paxeco en "Da Tragicomedia de Don Duardos" (Rev. da Faculdade de Letras, Lisboa, 1938, págs. 193-203). Pero aun sin entrar en un análisis demorado de fuentes, creo que es patente la eliminación de la aventura novelesca a un mínimo, contando con la facilidad de las alusiones a una mítica conocida, y centrando la obra en una situación densamente dramática y teatral: los al parecer imposibles amores de don Duardos, en figura de hijo del hortelano, y la princesa Florida. Estamos ante un poema dramático que escenifica una ardua cuestión de amor. A esta finalidad medular se supeditan todos los efectos y motivos, aun los que parecen más ajenos, como el episodio de Maimonda y Camilote, el cual, precisamente por su carácter grotesco, además de proporcionar un contrapunto cómico, de relajación emotiva, viene a subrayar algo que el mismo Emperador ha notado, la fuerza omnímoda del amor. Claro que el caballero salvaje es, también, una figura literaria2 y viene bien para hacer la caricatura del amor cortés y requintado de los otros personajes (como los hortelanos apuntan a otro nivel amoroso, el rústico). Si Duardos acude a parodias del lenguaje sacro, "Oh, Florida, memento mei", Camilote dirá a su feísima dama: "Por vos cantó Salomón/ los cantares/ namorados", etc. Los ecos de la novela en la obra vicentina no siempre son directos, pues en algún caso se acomodan a otros modos de expresión, la del verso, pongo por caso: las ponderaciones de don Duardos, en figura de Julián, para exaltar la belleza de Flérida constituyen una nómina de ilustres damas de la caballería, familiares sin duda para sus oyentes; pero aquí la nuda enumeración se articula en una "fórmula" de largo prestigio literario. Dice Julián: "Porque yo vide a Melisa /vi Viceda y Valerisa...", etc., etc. (versos 702 a 720). El autor está recordando o siguiendo el procedimiento acreditado desde Dante en su Infermo. ' T vidi Elettra con molti compagni" (4.° 121 y ss., y hasta el final del canto). Repetido en los Trionfi del Petrarca: "Vedi Venere bella, e con lei Marte" (y passim, en Triunfo » Vide H. V. Livermore: "El caballero salvaje", RFE, XXXIV (1935), para este tipo. Y recuérdese el amor de Liberata por el caballero salvaje Monderigón, en Comedia sobre a divisa de Coimbra. 38

d'Amore, 1.°, v. 151). Y por nuestro Santillana, en su Infierno de enamorados: "Vimos Paris con Thesena/e vimos Eneas e Dido", con los demás célebres enamorados que allí, desmayadamente, figuran. Parece, en efecto, que los personajes y situaciones novelescos han venido a conformarse en un decir formulario de poetas. Insistamos en que el gran tema es, aquí, el del amor omnipotente, como lo define con majestuosa autoridad el Emperador al aparecer la grotesca pareja de Maimonda-Camilote: "Son los milagros de amores / maravillas de Copido. / Oh, gran Dios, / que a los rústicos pastores / das tu amor encendido / como a nos". Los pastores, acaso traídos por la fuerza del consonante, valen en cualquier caso para la fuerza amorosa en los hortelanos, personajes de la misma calificación, finos amadores a su modo, como cuando proponen boda a Julián, esto es, a don Duardos, que se ha hecho pasar por hijo suyo para tener acceso a la huerta de Florida*. He aquí un elemento funcional, no de mera presencia, dentro de la obra, la huerta en que Flérida se solaza con sus damas. En boca de los rudos hortelanos oiremos lo gustoso y recogido del lugar, haciéndonos participar del deleite gozado por sus moradores. En buena parte esto tiene una cara que llamaríamos realista, de experiencia vivida, esa comunión fruitiva con flores, frutos y árboles; pero en la mente y en la imaginación de Vicente, en su sensibilidad también y en la de muchos espectadores, está presente ese lugar común, ese topos de la retórica que viene apareciendo en varias corrientes literarias de distintos países: el vergel, la huerta, la floresta, como lugar especialmente diputado para un encuentro amoroso. Sin duda los sentidos se exaltan con el incentivo de una naturaleza viva y en eclosión (como, por contraste, el desierto suele ser estímulo de ascetismos). Por todo ello no es improbable suponer que aquí conviven —no diré en qué medida— vivencias directas y personales, con recuerdos de páginas insignes de la literatura, como una educación sentimental. No sería difícil, ni necesario, aducir textos de cómo se asocia sentimiento amoroso con una naturaleza domeñada o silvestre, pues los Cancioneiros portugueses están llenos de ellos, y tampoco faltan en la más seca literatura castellana. Ni hace falta pensar en el auto XIX de la Celestina, en el "Diálogo entre el amor y un viejo" —donde la alegoría prima sobre la impresión directa— o en el uso que Vicente hace en O Velho da Horta del mismo am* Primeleon, cap. XXVI: "Cómo Julián estando retozando con la Infanta Flérida la hizo dueña y ella se arrepintió con enojo".

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biente, aunque aquí estamos al borde de lo cómico, frente a la pureza idealista del Don Duardos. Tolerad que si no es pedantería superflua, recuerde el llamado "locus amoenus" en las poéticas, desde 1050: "amoena loca dicta: quod amoren praestant, jocundia, viridia", en Papias, y ya incorporado regularmente en el siglo xn. Y, todavía, habremos de tener en cuenta que la huerta desde el medio palatino adquiere, por contraste, un prestigio mayor, aunque en Portugal no haya tanta distancia entre corte y naturaleza, siempre más sentida y presente allí que entre los nuestros. En todo caso la huerta es un elemento funcional en esta tragicomedia, no empleado casualmente ni sin muy denso aprovechamiento. No menos efectivo, aunque no tan central y presente en la obra es el mar —otro de los fondos constantes en la lírica portuguesa— que está como presentido y viene a irrumpir en las naves espalmadas, "ligeras como aves", que anuncia el patrón, listas para llevarse a Flérida con don Duardos camino de Inglaterra. Con lo que la pieza se concluye con el romance cantado, mientras los personajes se van camino de remotas tierras. El canto de una de las doncellas de la Princesa, Artada, dice: "Sus lágrimas consolaba/ Flérida que esto oía./ Fuéronse a las galeras/ que don Duardos 3 tenía: / cincuenta eran por cuenta; / todas van en compañía. / Al son de los dulces remos / la princesa se adormía / en brazos de don Duardos / que bien le pertenecía". A lo que responde el Patrón: "Lo mismo iremos cantando / por esta mar adelante, / a las serenas rogando / y Vuestra Alteza mandando/que en la mar siempre se cante". ¿Dónde hay en la dramaturgia anterior a Gil Vicente o cuándo, después, esa maravillosa fusión de naturaleza y destino y peripecias de los personajes de la fábula dramática? El viejo lirismo marinero de los antiguos cancioneros rebrota hecho concento teatral, trasmutado en poesía dramática de la mejor ley. Hasta la cadencia del romance parece acompasada al golpe alterno de los remos. Y recordemos cómo en otras obras, en Auto da Barca do Inferno, escena primera, en Neo d'Amores, en Auto da Lusitania, el mar es un elemento vivo, actuante. Ahora comprendemos mejor la obviedad de la imagen a que ha acudido Gil Vicente para decir su "paulo majora canamus" ya citado, en el prólogo de la segunda CopUagam: "conoscí que cumplía meter más velas a mi pobre fusta". El mar, la naturaleza son también motivos que concuerdan con el sentido del amor todopoderoso, que nos abruma y dispone de nuestro destino, indomeñable y cautivador. Por eso dice Artada, al final, "Sepan cuantos son nacidos / aquesta sentencia mía: / que '

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El metro exige leer Duardos, trisílabo.

contra la muerte y amor / nadie no tiene valía". En otro pasaje se equipara el amor con Fortuna, contra los que "no hay defensión ninguna" (recuerdo, acaso, de un dicho popularizado y documentado desde el siglo anterior, según Asensio, art. cit.) y con ello se reafirma la avasalladora fuerza de la pasión amorosa, tema capital que soporta e informa todas las peripecias y pasos de la tragicomedia, en consonancia con una naturaleza que impulsa y responde, realzado con cantos, apelando a evocaciones del mundo maravilloso de la caballería andante, abierto a lejanías misteriosas que convocan con su apelación sugestiva (Inglaterra aquí es el país de la matiére de Bretagné), a prueba de dificultades que parecen insuperables: todo en un concertante de largo aliento, modulado en finas matizaciones, prolongado con efectos suspensivos o recurrentes para terminar en el canto final que resume todos los motivos en un acorde final, sin cerrar, pues nos deja ante la pura maravilla de un destino presentido y no definido: Arfada se despide de su huerta, Artada y don Duardos alternan en el canto. Sí, la obra toda, salvo acaso el episodio bufo, se siente musicalmente, y nos hace participar del dicho que todas las artes aspiran a la música, en cuanto modo de expresión menos condicionado y más creativo. Pero la obra que nos ocupa es una obra de y para teatro, y no quisiera dejar sin constancia sus virtudes dramáticas, tan señaladas. Para empezar consideraré el uso de la ironía dramática, a que me he referido paginar atrás. Desde el comienzo ya los espectadores saben quién sea el aventurero que llega a la corte de Constantinopla, pero no los demás personajes de la farsa. Así cada palabra y cada acción tienen un doble sentido para actores y espectadores, y el autor puede apurar la bifurcación de sentidos como cuando Artada disuade a Flérida de que ponga su interés en el supuesto hijo del hortelano, recordándole: "Tenéis príncipe en Romanos; / Don Duardos en Inglaterra, / gran señor". Los personajes aun sospechosos de que el hortelano es más que parece (compárese con don Rosvel, "más es éste que pastor", en la Comedia del Viudo) no tienen el punto de vista privilegiado del auditorio. Y todas las escenas de la huerta están bajo este doble signo, con un doble papel de Don Duardos que mima el doble papel como en una representación dentro del teatro mismo. Los diálogos entre los enamorados llegan a los espectadores mucho más cargados de sentidos que a los actores, ya que aquéllos tienen no solamente la identidad del hortelano, sino que van acumulando otras informaciones, tales los soliloquios del Príncipe disfrazado, los parlamentos de Olimba, de los hortelanos, de las damas. 41

La atención al despertar del sentimiento, primero de curiosidad, de afición luego y de amor sin remedio más tarde en la Infanta, pese a lo desigual del amado, está presentado en acción y muy delicadamente graduados sus pasos y proceso. De poco sirve la copa encantada que Olimba da al galán, aunque obra sí, pero no como un deux ex machina, ni por pura acción maravillosa, puesto que el amor tiene un calculado tiempo de aparición y muestra. El recurso del disfraz y de la revelación, tan socorrido —el mismo Gil Vicente lo había empleado en el don Rosvel de la Comedia del Viudo—, más que un papel mecánico, quiero decir en el movimiento de la trama, viene a ponerse al servicio de un arduo problema de amor: cómo Florida puede llegar a sentir amor por el rústico; y el empeño de don Duardos en ser querido por su condición aparente, por sí mismo. El imposible que ello suponía tenía más eficacia respecto de la escena que no del auditorio, sabedor de la identidad del amado y aun del desenlace. Pero el autor sabe muy bien que no importaba tanto el satisfacer una curiosidad en los eventos (mezquina satisfacción la que sólo llena la curiosidad), sino en el cómo hacer verosímil teatralmente la historia. El foco de la atención está en el interior de los personajes. Florida tiene a sus damas para confiarse, y para darnos a conocer su estado en la pasión amorosa; don Duardos, sin confidente posible dentro del elenco de figuras, acude al soliloquio, no en tres, sino en cuatro ocasiones (es también soliloquio, aunque no anunciado, el pasaje que empieza: "¡Oh, mi ansia peligrosa,/ dolor que no tiene remedio!", vv. 1285-86). Y justamente estos pasajes deben llamarse, como se hace, soliloquios, que son algo distinto del monólogo, menos introspectivo, si se acepta esta distinción que nos parece útil y real. La eliminación de antecedentes novelescos, supuestos o insignificantes, se hace en obsequio a la presentación directa, y creo que una sola vez ha desperdiciado un pasaje de grandes posibilidades para la escena: la en que Florida cuenta a sus doncellas cómo sorprendió el soliloquio de don Duardos, desde su balcón, y sin ser advertida por él: "Esta noche lo aseché/ y dixo que es caballero/ y no hortelano". Recordaremos el "segnius irritant ánimos demissa per aures quam quae sunt oculis subjecta fidelibus". Pero el autor ha preferido a la acción el relato. Nada diré de la fina matización de los sentimientos amorosos, dentro de los valores de la tradición cortés y caballeresca, el gozoso penar, la tristeza como placentero estado, "y quanto menos querido / más placer" (797, 8); el consuelo rechazado por no desmerecer en pureza de amor: "Consuelo, vete de ahí/ no pierdas tiempo con42

migo; / ni te quiero". Pero, al mismo tiempo que esa etérea y sofisticada pasión, un acento humano inconfundible, apasionado. Y qué decir de las músicas, nunca ajenas al tono y momento del drama, esto es, de la acción, no digresiones o divertimientos. De nuevo nos encontramos con lo musical, ahora puro, tanto en lo que se representa como en la alusión a lejanías, densa la carga emotiva, tal en la canción que don Duardos entona como hortelano: "Soledad tengo de ti, / o tierras donde nací", tan popular en la Península. Y téngase en cuenta que para los castellanos todavía la palabra "soledad" llevaba las connotaciones de sentido que la voz portuguesa "saudade". Pero la gracia, el encanto con que Vicente utilizó las cancioncillas portuguesas y castellanas, no sólo proceden de sus valores puramente líricos, al margen y fuera de cualquier situación dramática, sino que se confunden con ésta y la subrayan. (1972)

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FRAY GERUNDIO, DOS SIGLOS DESPUÉS

En el delicioso epistolario del P. Isla, y especialmente en las cartas familiares, así llamadas por haberlas dirigido a su hermana y cuñado, podemos seguir las peripecias de la publicación y fortuna de la historia de Fray Gerundio de Campazas, alias "Zotes". Apareció, si hemos de creer a su autor, anticipándose a "las repetidas y apuradas prevenciones que tenía hechas para que no se publicase" hasta que él mismo no diera la orden. (Carta de 3 de marzo de 1758.) El éxito de librería fue singular: "En menos de una hora de su publicación se vendieron trescientos ejemplares que estaban encuadernados. Los compradores se echaron como leones sobre cincuenta ejemplares en papel que vieron en la tienda. A las veinticuatro horas ya se habían despachado ochocientos; y empleados nueve libreros en trabajar día y noche no podían dar abasto". Antes de fin de año ya habían visto la luz numerosos escritos polémicos suscitados por el libro, y tal fue la polvareda que la sátira levantó, que fue prohibida por la Inquisición el año 60. Como la segunda parte había de serlo poco después de publicada, en 1779. ¿Qué queda hoy, a doscientos años de publicada, de la tan discutida obra? No creemos aventurar un juicio temerario si decimos que hoy —y aun hace mucho tiempo— es libro del que se habla por fama, de oídas, o, todo lo más, por lectura de alguno de esos trozos antológicos en que se nos pinta al ridículo predicador. Y lo peor del caso es que no parece que haya injusticia en este olvido: la prueba de la lectura íntegra de la novela no es para la atención del lector que busca sólo amenidades. Y, sin embargo, el Fray Gerundio figura indefectiblemente entre nuestras grandes obras, en manuales de repetición mecánica. Más aún, no es raro que se coloque al lado del Quijote, entuerto crítico que la más somera lectura comparativa bastaría para enderezar, restituyendo a cada cual su puesto en el 47

Parnaso. Bien sé que una obra no debe juzgarse por sus defectos, o sólo por ellos; pero a la hora de aquilatar calidades en la famosa Historia, confieso que encuentro mucho menos de lo laudable que de lo vituperable. Que el P. Isla fió mucho en su obra se ve claramente en su correspondencia, y él mismo fue quien se consideró émulo de Cervantes, y a Fray Gerundio, del hidalgo manchego. Pensaba, y así lo dejó escrito en el "prólogo con morrión" de la primera parte, que así como Cervantes había acabado con los libros de caballerías, su obra terminaría con un género lamentable de oratoria sagrada, y con más mérito, "siendo la materia de orden tan superior y los inconvenientes que se pretenden desterrar de tanto mayor bulto, gravedad y peso". Estrecha interpretación de la inmortal novela cervantina y equivocada trasposición de valores e intereses éticos al plano de los estéticos. Pero no es mi propósito apurar un paralelo entre una y otra obra, que apenas tienen nada en común. El P. Isla es, sin duda, un excelente escritor, dueño de un lenguaje rico, flexible y castizo; feliz en descripciones de tipo pintoresco, en la familiaridad despreocupada del estilo epistolar —tal vez su mejor registro—, o en la puntada satírica de tipo caricatural. Como es sabido, caricatura es un italianismo de "caricare", "cargar", y, como fórmula de representación cómica, consiste en exagerar, recargando rasgos. Fray Gerundio es una caricatura, pero tan fuertemente dosificada, que la vis cómica se embota y se hace pesada, falta, por otra parte, de variedad, de sorpresa y, en último término, de gracia. Y no es porque el escritor no conociese buenos modelos en el género: ahí están sus citas, y no hueras, de los mejores maestros del género cómico y satírico: Cervantes, Moliere, Erasmo y aun Boileau, cuyo poema Le Lutrin, que tal vez no conoció, pudiera traerse a colación junto al Fray Gerundio. No alcanza el "Welt-humor", en que se funden con el sentido de lo cómico particular, con lo ridículo, otros sentimientos que, complicando lo risible con una cierta compasión o situándolo en una perspectiva irónica, nos hace el objeto tratado más sugestivo y trascendente. Alguien ha escrito que la ironía tiene mil matices que la burla no conoce, y una finura indulgente que perdona al universo como se perdona a un amigo, recordando la diferencia que en Spinoza hay entre risus e irrisio (Jankélelévich, en L'ironie, ou la bonne conscience). El satírico del Fray Gerundio está casi siempre del lado de la burla seca. Lo cual no está en contra de su elevada intención al atacar sin piedad los abusos que habían corrompido la oratoria sagrada de su tiempo y de mucho antes, como puede verse con ejemplos muy próximos aun en la censura de la afectación en ropa 48

y "meneos de cuerpo" por mostrar galantería, en las Súmulas, de Francisco Lyra, escritas ya en 1640. La sátira de nuestro autor va más allá de la predicación con sus vaciedades y disparates, con su ausencia de contenido evangélico, con el abuso de erudición farragosa y de segunda mano, tomada sin seso de polianteas y concordancias, "prontuarios de erudición al baratillo", que sólo sirven "para mantener haraganes". Son también blanco de su crítica burlesca otros defectos, reales o abultados adrede por el satírico, como las irregularidades de conducta en algunos frailes, tal en el inefable maestro y guía de Gerundio. Y no es que, junto al lado reprobable, no se ofrezca la ejemplaridad positiva en religioso modelo de virtud, discreción y buen sentido, aunque sus admoniciones no hallen eco en el empecatado predicador de Campazas. Como en todo satírico, hay también en el P. Isla una aspiración a un ideal de perfección, y contra éste hace resaltar más vigorosamente, por contraste, la figura risible de lo que ataca. La reiterada apelación a los grandes oradores sagrados españoles y extranjeros, los consejos y censuras del sensato fray Prudencio y de fray Blas, o el jugosísimo pasaje del encuentro con el travieso don Casimiro, colegial salmantino del Trilingüe, son otras tantas muestras de una sana orientación en que, además, se advierte la prodigiosa formación retórica del P. Isla, que se mueve con asombrosa agilidad por entre el complicado casuismo de los preceptos de escuela, de tratados de poética y oratoria, y de erudición sacra o profana. Sólo a los lectores que estén muy en posesión de la jerga retórica al uso, singularmente a los que hayan cursado y vivido los estudios pertinentes, rendirán las páginas de Fray Gerundio toda la comicidad que intencionalmente las llena. Pero esto que es una virtud, es, al mismo tiempo, una limitación también. Algo más hay en la novela —que novela es la "historia", como puede verse en la ficción con que se cierra la obra—, y no desdeñable, por cierto. Junto con la caricatura de predicadores, y entreverada con ésa, hay toda una serie de cuadros costumbristas, tomados del natural, bien que deformados en el espejo cóncavo de la sátira. El autor conoce el medio rural que pinta, lo ha vivido y tiene un toque certero en la descripción minuciosa de un ajuar, de un interior rural; sabe reproducir el lenguaje rústico, que le parece disparatario de prevaricaciones idiomáticas; casi llegamos a creer que el satírico ha sido desplazado por el costumbrista gustoso del detalle y pormenor realistas. "Azorín" ha notado esa justeza y variedad en el vocabulario descriptivo; pero en ningún momento hay en ello una complacencia, ni la realidad está observada con estimación amorosa: en la intención del autor son otros tantos motivos de burla satírica, 49

y es lástima que no haya querido ver las posibilidades de un género que, no sin antecedentes en nuestras letras, nos parece más próximo a lo que había de ser el costumbrismo realista del siglo siguiente. Decididamente gana el gran burlón que fue el P. Isla, y ahí están esos nombres de pueblos y personajes, elegidos o inventados, en obsequio al chiste verbal, a las veces, de dudosa ley. Nuestro autor nos admira por los aciertos de su pluma, dócil y segura, que le diputan por uno de los escritores castizos si los hubo. ¡Lástima que no la ejercitara en obra de más empeño! Le faltó imaginación, sensibilidad, refinamiento (pero ¿y esas cartas a su hermana?) o, sencillamente, no tuvo la voluntad de hacer, aunque le vemos tan ilusionado con la aparición del Fray Gerundio. Le pudo, quizá, la tónica de su tiempo, tan abundante en discretas medianías como escaso de genialidad. (1958)

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PEDRO SAPUTO, LA NOVELA IGNORADA

La novela española del siglo xix ha sido, está siendo objeto de muy estimables estudios, ya sobre autores determinados, ya en visiones parciales de subgéneros y momentos, de todo lo cual se desprende la esperanza confiada en una reinterpretación que abarque toda la centuria y renueve las ya anticuadas obras del P. Blanco García o de González Blanco, algo escrito con y desde la perspectiva actual. Mientras tanto, y para llenar un hueco que parece obstinadamente ignorado, quiero volver a tratar de una novela prácticamente olvidada, ausente de los libros más recientes sobre la materia. Me refiero a Pedro Saputo, novela publicada en Barcelona, 1844, sin nombre de autor, aunque luego se supo que se trataba del autor aragonés Braulio Foz. La verdad es que Ángel Valbuena Prat, lector avisado y voraz, había ya notado la novela en el prólogo a su volumen, La novela picaresca española (Aguilar, Madrid, 1945), donde llama la atención sobre la obra, en la que encuentra algunas características que la relacionan con el género picaresco, pero no tantas como para incluirla en la colectánea, y recuerda cómo Menéndez Pelayo consideraba esta obra como el "Quijote" de la literatura regional de las tierras de Aragón (pág. LXXIV, op. cit.). Sin entrar ahora en discusión acerca de las dos opiniones, tan autorizadas, que reproduzco, advertiré, insistiendo en mi aserto de que la obra no se ha tenido en cuenta por los más recientes historiadores de la novela española decimonónica, que ni Montesinos, el diligentísimo estudioso de este campo, en su Costumbrismo y novela (Castalia, Madrid, 1965), ni Iris M. Zavala, en su muy útil Ideología y política en la novela española del siglo XIX (Anaya, Salamanca, 1971), ni Salvador García en su reciente Las ideas literarias en España entre 1840 y 1850 (Univ. of California, Press, 1971), que 53

trae una lista muy apurada de novelas publicadas en esa década; ninguno de ellos mencionan siquiera la obra de Braulio Foz, cuando prestan atención no superficial a obras que pertenecen, sin duda, a la subliteratura, como las novelas folletinescas. Y el caso es que la obra de Foz se reeditó dos veces más en el siglo pasado, otras dos en éste (está a punto de salir otra más en la ed. Laia, de Barcelona), una de ellas con un estudio del que escribe, tratando de poner en claro algunos problemas relativos a la obra. El silencio que viene rodeando a la novela en cuestión no deja de tener algún motivo, que quisiera penetrar. No es el más plausible la mera ignorancia de los tratadistas de la historia de la novela en ese tiempo, aunque, como decía, se hayan ocupado de obras muy inferiores en calidal literaria a la de Foz, aunque mucho más difundidas, eso sí, y con el apoyo de todo un subgénero masivamente editado. Nuestra novela ha sido obra de carácter muy raro, singular, aunque por lo que tiene de costumbrismo regional, de utilización de temas folklóricos, de observación de una realidad en torno, Pedro Saputo debiera ser considerado como la primera novela, primera en el tiempo, con la que el realismo costumbrista se manifiesta en España, poco antes, pero antes que la obra de la Fernán Caballero. Ahora bien, una cosa es lo que ahora veamos, vea yo, en la línea histórica de la novela que va a traer una renovación del género, y lo que vieron sus contemporáneos, lo que escritores y críticos percibieron y lo que, en consecuencia, se ha venido imponiendo como única verdad de lo pasado. En otras palabras, Braulio Foz pasó completamente inadvertido con su obra, que fue perfectamente ignorada y no fue, por tanto, operante en absoluto en el cuadro de la novelería. Pero ya no podemos dejar de tenerlo en cuenta, al menos como escritor marginado y, trataré de mostrarlo, como escritor que encontró antes que nadie la fórmula de novela más afortunada después. Curioso fenómeno, ni el único, de cómo la plataforma (por decirlo a la manera de Unamuno) del escritor a las veces suele ser más determinante de su fama y fortuna que su calidad. Lo que sigue no es una reivindicación, sino un repetido aviso de que Pedro Saputo es obra de cuenta. Tampoco se pretende una prioridad absoluta en nuestra novela, en Pedro Saputo digo, sino que se aspira a integrarla en el panorama renovador del género y como hazaña aislada y notable. En la concurrencia de modos de entender y hacer la novela por aquellos años, la que nos ocupa merece un lugar. Como sabemos, las corrientes que dominaban iban por el cauce de lo fantástico, lo histórico y lo social, bien que no faltara el costumbrista, aunque no con una novela establecida todavía. Mesonero Romanos anota tres clases de 54

novela en 1839: fantástica, de costumbres e histórica (en su Semanario pintoresco español, 1839, págs. 253-255). Viniendo ya al análisis de la obra que nos ocupa, habrá que decir dos palabras acerca de su autor, que fue un aragonés natural de Fórnoles (hoy provincia de Teruel, donde nació en 1791), que hizo la guerra de la Independencia por tierras de Huesca, fue hecho prisionero y vivió algún tiempo en Francia, y a su vuelta profesó en la Universidad de Zaragoza hasta su muerte, en 1865. Nos ha dejado obras de varia minerva: históricas, polémicas, teatrales, gramaticales, de todas las cuales queda muy distante en calidad y tono la que examinamos. Militó en las filas de los progresistas, sintió apasionadamente la causa de la libertad y se mostró claramente contrario a los que él creyó abusos del clero, sin que ello suponga oposición a los valores religiosos 1. Importa notar estas características del pensamiento y de la posición ideológica de Foz, puesto que en su novela va a dar testimonio muchas veces de su manera de ver las cosas, incluso sin venir del todo a cuento. Con ello ya se anticipa algo de lo que es también la novela, si no una de tesis precisamente, sí vehículo para trasmisión de puntos de vista sobre valores y problemas del momento. La primera edición apareció sin nombre de autor, y otro tanto acontece en la segunda (Zaragoza, 1895). Las iniciales de los capítulos forman el nombre del mismo, como se cuidó de advertir en varias ocasiones. Pero conviene reproducir el título completo de ambas ediciones, "Vida de Pedro Saputo, natural de Almudévar, hijo de mujer, ojos de vista clara y padre de la agudeza. Sabia naturaleza su maestra". La obra está basada en un personaje folklórico, aragonés, del que tenemos noticia ya desde el siglo xvn, aunque, como veremos, se nos presenta como tipo representativo del necio, cuando probablemente ya entonces era una mitificación del listo, tanto que su nombre ya lo definía: Saputo, en el aragonés antiguo, que tiene no pocos participios en -uto, es lo mismo que "sabido". Y la antífrasis con que aparece en el siglo XVII fue, acaso, una mala interpretación. De todos modos en Foz, Saputo es el sabio por excelencia y por naturaleza, especialmente. x De su vida me he ocupado más por extenso en la ed. de Laia, 1873. En cuanto a la opinión que sobre Foz tenía alguno de sus paisanos, vale la pena recoger la advertencia que hay en algunos de sus papeles inéditos, de mano posiblemente de su último propietario Iñigo Arista, que donó esos papeles a la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza. "Leer con precaución éste y todos los trabajos de Braulio Foz, porque era volteriano y anticatólico. ¡Había vivido en Francia!" No contaba el anotador con la respuesta de Foz a M. Renán, por ejemplo.

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El autor de la novela oyó sin duda algunos breves cuentecillos localizados en una región aragonesa, de Almudevar a la Litera, en los límites con la provincia de Lérida, y en una ancha zona subpirenaica, en los Somontanos de Huesca y Barbastro; quizá tuvo conocimiento de esta materia folklórica en sus campañas por aquellas tierras durante la guerra de la Independencia, y de aquí tomó su materia primera para algo de mucha más entidad, y sobre anécdotas ingeniosas, de breve cuerpo, en que resaltaba la listeza de Saputo, montó todo un artificio novelesco, en el que vino a ingerir otros cuentecillos, chistes, sucedidos, junto con una variada galería de tipos y situaciones observados, tomados del natural. La condición del personaje folklórico parecía invitar a una novelización en la iínea de lo mítico, sin sujeción a criterios de verosimilitud con relación a la vida habitual, incluso hasta llegar a lo puramente fantástico. Pues bien, Foz trae a términos de credibilidad la vida y hechos del personaje, nos lo hace comunicable y posible, aunque sus cualidades sean de excepción, pero admisibles, o casi. Orígenes de Pedro Saputo No he podido deslindar lo que Foz tomara de la tradición oral viva y lo que ha incorporado a su novela de otras procedencias. Ni tampoco se ve claramente lo que pertenece a la mítica aragonesa y lo tomado de otros campos, aunque sí se localizan muchas anécdotas por su fuerte color local. Las cosas andan, como suponía, bastante mezcladas por haberse producido una corriente que llamaré "de retorno", con lo que simplemente quiero apuntar a que muchos de los que repiten cuentos sobre Pedro Saputo, ya no están seguros de si los han oído de la fuente popular oral o recuerdan lecturas de su infancia. Un escritor aragonés como Ramón J. Sender, que aunque lleva muchos años fuera de su patria, no deja de recordarla constantemente, y que es natural de uno de los lugares donde han sucedido las aventuras de Saputo (Alcolea de Cinca, y su aventura del salto de las ripas) cuando en una de sus novelas, El verdugo afable, publicada primero en América2, utiliza algunos episodios de la novela de Foz, lo hace * El Verdugo afable es de 1952 (Santiago de Chile, ed. Nascimento). El propio Sender me dice en una carta (25-IV-68): "Tengo la impresión de que cuando leí el Saputo, reconocí algún cuento por haberlo oído antes. No puedo decirle cuáles porque no tengo conmigo el ejemplar". Antes ha dicho que usó de esos recuerdos para la primera parte de su novela. El testimonio de Sender

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sin recordar seguramente si se trata de reminiscencias de lector o de oyente. Pero no es el deslinde entre lo popular propiamente dicho y lo que Foz puso de propia Minerva lo que ahora me va a ocupar, dajándolo para otra ocasión y ojalá que para otros más preparados. Lo que me interesa en esta comunicación es seguir la pista de la figura libresca del héroe aragonés. Como supuestos previos, y como metodología, diré que he tratado de hallar orientación en los tratadistas del cuento popular, poco' estudiado entre nosotros. Para los interesados en la materia, daré abajo unas sucintas notas bibliográficas 3 : La primera mención, que yo sepa, de nuestro personaje, está en ese inapreciable depósito de folklore y lengua castiza que es el vocabulario del Maestro Correas. El cual lo trae en varias ocasiones que reseño. "Al barranco de la Violada, qui con forca, qui con pala, es usado en Aragón en lenguaje de sus montañas. La estoria está delante en el otro refrán: al plano de la Violada" (página 25, a. Cito, salvo advertencia, por la ed. de 1924) 4 . me confirma en mi anterior hipótesis y observaciones de la confusión entre lo leído y lo oído. También aprovecha otro cuentecillo de Saputo en Crónica del alba (México, 1942), donde la tía Ignacia cuenta a los niños la historieta del herrero de Almudévar, variante del que figura en la obra de Foz. Ya sabrá el lector que la novela de Sender es una evocación de su propia infancia, idealizada. a La literatura oral de tipo tradicional, en verso o prosa, tiene una abundante bibliografía. El interés por ese campo fue despertado por los hermanos Grimm, en sus Kinder und Hausmarchen. Pero viniendo a tiempos más próximos, citaré Oral Styles of American Folk Tales, de RICHARD M. DORSAN, publicado en "Style in language", edición by A. Sebeok (M. I. T. Cambridge, Mass, 1966), donde pueden verse las Leyes generales, de OLRIK, aducidas en mi estudio. También son muy útiles De Poe a Kafka, de MARIO H. LANCELOTTI (Eudeba, Buenos Aires, 1965). ROBERT PINON: El cuento folklórico (ibíd., 1965). S. THOMPSON: The folktale (New York, The Dryden Press). V. PROPP: Morphology of the folktale (Bloomington, 1958). Y del mismo autor: Les transformations des contes fantastiques, en "Theorie de la litterature", presentado por Tzvetan Todorov, con prólogo de Román Jakobson (eds. du Seuil, París, 1965). Son estudios traducidos, por los formalistas rusos. También puede consultarse la Revista de Tradiciones Populares del CSIC, que trae algunos estudios de este tema. El método empleado por don Ramón Menéndez Pidal y sus continuadores, Diego Catalán y Galmés, y aplicado con preferencia a la trasmisión de romances, puede ser adaptado muy aproximadamente a los cuentos en prosa de la tradición oral. * Utilizo, si es necesario, la más reciente edición del Vocabulario, la de Louis COMBET. Bordeaux, 1967, basada en el ms. original, que descubrió en la Biblioteca Nacional de Madrid M. Robert Jammes. La verdad es que no modifica nada en lo que afecta a nuestro tema. CORREAS dijo que había utilizado fuentes bien conocidas como: Hernán

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El otro refrán, anunciado, y su comento dicen: "Al plano de la Violada, cuál con horca, cuál con pala." El plano y llano, o campo y barranco de la Violada está entre Almudevar y Zuera, camino de Zaragoza a Huesca; fingen este cuento dando matraca a los de Almudevar, que el herrero hizo un delito que merecía horca y Pedro Zaputo les dio este consejo: que pues había dos tejedores y no más que un herrero, ahorcasen al un tejedor, que bastaba el otro, y dejasen al herrero que les haría falta: hiciéronlo así; y dicen más, que hoy día piden una demanda para misas a aquel inocente. Quedó por refrán, "el sabio de Almudevar", Pedro Zaputo, para llamar a uno necio, y "la justicia de Almudevar", para decir una tontainica y mala justicia. Dándoles matraca de todo esto, salieron a batalla contra los de Zuera: "Al plano de la Violada, cuál con horca, cuál con pala", que en esto los motejan también de armas villanas. También se dice: "Al plano de la Violada, qui con forca, qui con pala". Otras patrañas inventan acerca de esto; pero basta lo dicho para la noticia de los refranes" (pág. 36). Aquí aparece nuestro personaje envuelto en la justicia de Almudevar y caracterizado por antífrasis de su nombre (Zaputo o Saputo = "sabido", "listo") que Correas no entiende, al parecer. Y todavía se le vuelve a citar en el refrán: "El sabio de Almudevar. Pedro Zaputo. Dicho por ironía de un necio". La forma "Zaputo", tan repetida, puede ser un caso de ceceo, no admisible en la región, o acaso un cierto eufemismo, aunque no remedia la homofonía malsonante. Todavía en la palabra justicia, nueva mención de la historieta. "La justicia de Almudevar. Por tonta y boba justicia o sentencia; queda declarado en la otra: al plano de la Violada" (pág. 255). Nuevamente repetido en: "Justicia de Almudevar. Queda declarado en el otro: al plano de la Violada" (ibíd.) Finalmente, aún vuelve sobre el tema en: Núñez, Mal Lara, Sánchez de la Ballesta, Santa Cruz, y un Libro de Refranes, de 1549, impreso en Zaragoza. Nada dice de sus fuentes orales.

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Lo que hace el herrero, que lo pague el tejedor. Cuando pagan justos por pecadores. Está el cuento en el refrán: "Al plano de la Violada" (pág. 271). Lo primero que llama la atención es la persistente nota que el extremeño Correas, profesor en la Universidad de Salamanca, hace de este tema aragonés. Es el caso que los refranes de esta región figuran en muy considerable número en el Vocabulario 5. Dejando aquí el problema, el de cómo Correas tuvo esta información que, muchas veces, tiene carácter muy local y parece ofrecer indicios de haber sido recogida in situ, podemos sacar algunas consecuencias provisionales. Localización: en el área Almudévar-Zuera, y con posible adscripción al segundo, pues sirve para motejar a los vecinos del primero, cosa tan usual entre pueblos cercanos. Acaso la historieta tuviese origen urbano, Huesca, Zaragoza. Notas de habla local, pues, además de decirlo Correas, acoge formas dialectales o, al menos, regionales: "qui", "tontainica", "forca", "plano". No muchas, pero sí suficientes para dar color local. El personaje es un prototipo de necio. Hay dos anécdotas: la de la justicia; y la del encuentro en la Violada. ¿Son las dos del mismo cuentecillo? Como trataré de mostrar más adelante, parece que Correas ha hecho una contaminado fundiendo dos cuentecillos distintos. Ahora bien, el cuento básico existía en el folklore nacional, y lo conocemos por el curioso Melchor de Santa Cruz y su Primera parte de la floresta española de agudezas, motes, sentencias y graciosos dichos (obra publicada en Madrid, 1574, pero que cito por la edición más antigua de que dispongo. Madrid, 1751). Allí figura el sucedido sin nota alguna de carácter local y sin atribución a personaje con nombre propio: "Mató un herrero en un lugar a un hombre, y fue condenado a ahorcar. Juntáronse los más del lugar, fueron a decir al Alcalde que no permitiesse que le ahorcassen, porque era muy necessario al pueblo que no podía passar sin herrero. Dixo el Alcalde: ¿Cómo podré yo dexar de hacer justicia? Respondió un labrador: Señor, en este lu6 Véase DOMINGO YNDURXIN: Correas y el refranero aragonés, Zaragoza, 1964, publ. de la Diputación Provincial; y Más refranes aragoneses en el "Vocabulario" de Correas, "Actas" I Congreso de artes y costumbres populares, Zaragoza, 1959, págs. 635-641.

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gar hay dos texedores de paños, y para un lugar pequeño como éste, basta uno. Ahorquen al otro" (págs. 146-7, cap. VI, vi). El cuento, en esta versión, carece de ambientación local o temporal, y los personajes son genéricos, no individualizados (Alcalde, labrador), aunque queda la nota de rusticidad simple. La forma no puede ser más escueta y esencial al mismo tiempo. La comicidad está basada en el sabido mecanismo de la razón que opera rígidamente aplicando una lógica sui generis que desemboca en el absurdo extremo. De esto ya se han ocupado los tratadistas de la risa, desde Bergson por no remontarnos más allá. No es lo que aquí vamos a tomar en consideración. Es muy probable que el cuento existiera incluso mucho antes de que Santa Cruz lo recogiese (el cargo de Alcalde como juez de lo criminal es mucho más antiguo, documentado en 1062, según Corominas). Lo que ya no puedo afirmar es si hubo un cuento tipo, como el de Santa Cruz, que luego se localizó en Almudévar, y se completó con otros elementos más puntuales. Sin embargo, me parece una hipótesis plausible cuando menos. Según uno de los tratadistas más autorizados hay en los cuentos orales (y yo supongo que éste lo fue antes de ser recogido por un humanista) unas "leyes generales" que los caracterizan como tales. Me refiero a Olrik y a su Folkelige Afhandlinger (Copenhague, 1919), donde enumera, entre otras, estas que él llama "leyes": "narración simple"; "no hay tema segundo"; "se oponen bueno a malo" (aquí no exactamente); "aparecen dos personas en acción" y "triunfa el más débil" (aquí el menos esperado). Sea ello como fuere, lo que sí parece claro es que el estado que revela Santa Cruz en su Floresta es más primitivo que el de Correas, en quien ya se han complicado las cosas, perdiendo simplicidad en el relato y con un segundo tema o subtema, el del plano de la Violada. Podemos suponer que el estado en que Coreras lo recoge es ya un rifacimento adaptado a un lugar y a un personaje. En cuanto a otros criterios para fijar precedencias, V. Propp en "Les transformations des contes fantastiques" (ver Bibliografía, antes) señala nota que, si bien no nos afectan por no tratarse de un cuento fantástico, nos pueden ayudar con algunas tendencias observadas en ese campo del cuento: por ejemplo, cuando sienta que la forma humorística es posterior, y aquí hay evidente intensificación de la interpretación cómica en la versión de Correas. Si la forma internacional suele ser anterior a la nacional, también nosotros podemos adaptar a nuestro caso proponiendo que la forma general es anterior a la regional, pues parece además fácil el des60

pojar al cuento del personaje legendario típico para dejarlo en el esquema simple. Y así "la forma lógica es anterior a la incoherente", según Propp, la verdad es que el relato de la Floresta es mucho más lógico aunque el otro no llegue a la incoherencia y sí a un cierto desdibujamiento, derivado del subtema, el del plano de la Violada. De ahora en adelante, el motivo aparecerá con no escasas apariciones, pero cada vez más lejos de la sencillez inicial. Pasaré revista rápida a otras variantes, para ocuparme de un hilo suelto, el de la posible contaminatio de dos motivos en el texto de Correas. Pero antes habremos de ver el cuento en Pedro Saputo. Ahora (estamos en 1844, fecha de la primera edición de la obra) el cuento aparece mucho más complicado y justamente el papel que juega Pedro Saputo es todo lo contrario del que le asigna Correas. Pero creo que vale la pena traer el pasaje íntegro (en lo esencial): El herrero de Almudévar, "hombre estrafalario, bozal, nunca seguro y de muy malas chanzas", solía apalear a su mujer hasta que un día la mató "tomando un hierro que estaba caldeando en la fragua y se lo metió en la boca y garganta". Lo prenden, lo encarcelan, lo condenan a la última pena. Cuando lo llevan a la horca, en presencia del pueblo, uno exclama "¿Qué is a fer, hijos de Almudévar? ¿Con que enforcaréis a o ferrero que solo tenemos uno7 ¿Y qué faremos después sin ferrero? ¿Quién nos luciará as relias? ¿Quién ferrará as nuestras muías? Mirad lo que m'ocurre. En vez de enforcar a o ferrero que nos fará después muita falta, porque ye solo, enforquemos un teisidor, que en tenemos siete en o lugar e por uno menos o más no hemos d'ir sin camisa". "Tiene razón, tiene razón, gritaron todos: ¡enforcar un teisidor!, ¡un teisidor!... Y sin más que esta voz y grito cogen al primero de ellos que toparon por allí, le llevan a la horca, le suben y le ahorcan, y' ponen en libertad al herrero" (cap. ix, L. III). Luego, Pedro Saputo, para que no se divulgase la atrocidad ya que había sido impotente para evitarla, pidió que no se propalase a fin de evitar el baldón para su pueblo. Como se habrá notado, aparte del papel opuesto de Saputo, los detalles son mucho más "realistas", más puntuales, se ha dramatizado el caso y se ha añadido una buena mano de color local en el lenguaje vernáculo del país. Parece una amplificatio. ¿Obra de Braulio Foz? Una buena parte, sin duda. 61

A partir de la versión que, resumida, tomo de Braulio Foz, los demás vienen a repetir el cuento, no mejorándolo, sino más bien deturpándolo hasta con tosco desmaño. Ya José María Iribarren, tan excelente escritor como diligente folklorista y erudito dio noticia de otras versiones en su amenísimo libro El por qué de los dichos (Aguilar, Madrid, 2. a ed., 1956). Allí cita la aparición de tres obras, a propósito del dicho: "La justicia de Almudévar: pagúelo el que no lo deba", variante que supone la cristalización en un refrán más ceñido que los de Correas, pues aquí está montado el dicho en una estructura bimembre y asonada. Pues bien, allí trae Iribarren los textos siguientes (que completaré con algún dato más) de fuentes muy presumibles. 1) En El Averiguador Universal (núm. 79, 15-IV-1882) y en un trabajo titulado "Cuentos aragoneses", que firmaba D.V. (no sabemos a quién encubran estas iniciales), viene el cuentecillo: "El herrero de Almudévar le metió por la boca a su mujer un hierro candente, porque le trajo el almuerzo frío. Condenáronlo a morir ahorcado. A los que le llevaban al patíbulo, gritó un labrador amigo suyo: —Vecinos de Almudévar: ¿Al herrero del pueblo queréis ahorcar? ¿Quién os hará las herraduras de las muías y las rejas de labrar? Doce tejedores hay en el pueblo; aunque ahorquéis uno de ellos, entuavía vus quedan once. Los labradores convencidos con tan bravo argumento echaron mano a un tejedor y lo ahorcaron". Y añade que esta anécdota se publicó en un libro, impreso en Huesca y titulado Aventuras de Pedro Saputo. Ni conoce bien el título, ni sabe del autor, bien que la primera edición, de Huesca, salió sin el nombre de Foz. El cuento no ha ganado, pues lo que ha perdido de sobriedad no lo compensa la falta de actualización en la manera de presentar. Y el color local ha sido dado sustituyendo el arcaico dialecto por la rusticidad, menos localizada, de ese "entuavía vus". 2) Romaldo Nogués, el graciosísimo escritor de Borja, cuya pintoresca obra está pidiendo reedición con urgencia, en uno de sus ya rarísimos libros, en Cuentos, Dichos, Anécdotas y Modismos Aragoneses (2.a serie, 1887, págs. 148-149) trae el refrán que arriba he citado por el libro de Iribarren, y a este propósito viene la explicación correspondiente: "Hasta que Felipe V suprimió los fueros, en Aragón no se cometieron alcaldadas, porque los alcaldes se llamaban 62

justicias. Uno de éstos, en tiempo de Felipe II, III o IV (la época no hace al caso) condenó a muerte al herrero de Almudévar, que cometió un crimen atroz que las crónicas no mencionan. Los jurados (ahora se titulan regidores) hicieron presente a la autoridad si se ahorcaba a tan útil artesano, como no tenían otro del oficio ni de donde sacarlo, quedarían yermos los campos, porque no habría quien hiciera las rejas de los arados; pero el Secretario, que era agudo como la punta de un colchón, se le ocurrió una idea magnífica, acogida por todos con gran entusiasmo y mandada ejecutar en el acto por el señor justicia: ahorcar, para escarmiento, a uno de los dos tejedores que había en el pueblo. Desde entonces, cuando pagan justos por pecadores, dicen en Aragón ese proverbio." Nogués, que suele ser tan sobrio y ajustado cuando cuenta chascarrillos, por ejemplo en Cuentos, Tipos y Modismos de Aragón (Fernando Fe, Madrid, 1898), librito delicioso y sin apresto apenas, con la elemental gracia ruda y socarrona del baturro, ahora ha estropeado el viejo cuentecillo con impertinentes datos de algo que pretende ser historia, mezclando, sin ventaja, una dudosa erudición con el fresco chascarrillo. Parece claro que ha leído el Pedro Sapillo, por el detalle de las rejas y arados. De Nogués el cuento ha pasado a Sbarbi (añado a la lista de Iribarren), el gran recopilador de nuestra tradición paremiológica. Puede verse en su Diccionario de refranes, Adagios, Proverbios, Modismos, Locuciones y frases proverbiales de la Lengua Española, recogidos y glosados por José M. a Sbarbi, y en la página 504 del tomo I (Madrid, 1922). En la rúbrica del refrán arriba aducido: "Justicia de Almudévar...", y tomando la explicación de Nogués (op. cit. y las mismas páginas, de Iribarren). Entre Sbarbi y los textos más modernos, citaré la mención que hace Luis Montoto y Rautenstraud en su miscelánea colectánea, tan poco personal, titulada: Personajes, Personas y Personillas que corren por las tierras de ambas Castillas (Sevilla, 1913). Allí toma como punto de partida, "El sabio de Almudévar, Pedro Saputo" (s. v. Sabio). La noticia de Montoto es una mezcla de Correas, a quien cita expresamente, y de un libro "titulado Vida de Pedro Saputo, natural de Almudévar, hijo de mujer, ojos de vista clara, y padre de la agudeza", del que ha manejado la edición de Roque Ballita [sic] Zaragoza, 1848 *. Y adivina el nombre del autor, que * Na hay edición de 1848.

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no figura. El caso es que cuenta, mejor dicho, repite y transcribe a Foz, desde el momento en que el herrero comete el uxoricidio hasta que ponen en libertad al asesino. Y no se molestó en leer dos líneas más adelante, con lo que hubiese visto que el Saputo de Foz era todo lo contrario del que figura en Correas. Pero así se hacen los libros. 3) Finalmente, el Diccionario Geográfico-Popular, de Vergara, también da cabida al cuento, que sitúa en el siglo xvn. Ahora son los propios regidores quienes proponen al alcalde no ahorcar al herrero, y entonces el secretario Pedro Zapata [sic] tuvo la idea de ahorcar a uno de los tejedores. Y añade que "los de Zuera se mofaban frecuentemente de los de Almudévar, recordándoles la injusta sentencia que se les atribuía, y cansados éstos, salieron armados con palas y horcas a pelear con ellos al barranco o campo de la Violada, que se halla entre los dos pueblos; pero como tales instrumentos se consideraban armas de villanos, también por esto les motejaron, diciendo: "Al barranco de la Violada; quién con horca, quién con pala". Esta versión, salvo la errata, si lo es, que hace de Zaputo, Zapata, muestra que ha tomado la materia de Correas, si bien acaso pudo haber utilizado la extraña situación temporal y los nombres de los cargos de la justicia, de Nogués. Y adviértase que se ha disipado todo color local, arcaico o rústico moderno. Parece, por otra parte, tener noticia personal de la Violada, de su situación, de sus características, pues hay barranco, llano y campos de ese nombre. Realmente estas versiones proceden de textos literarios y nos llevan muy lejos de la trasmisión oral. La más reciente publicación del cuento la hallo en La justicia de Almudévar, de Manuel Béseos, "Silvio Kossti", en Las tardes del sanatorio, ahora recogido en Cuentos Aragoneses, selección de F. Olivan Baile (cd. Caja de Ahorros de Zaragoza, 1967). Las novedades son escasas, y no afectan a la estructura del planteamiento original, ni se gana nada con que sea un tejedor quien proponga un sastre como sustituto del herrero. Utiliza un lenguaje fuertemente ruralizado, y apunta cierta poco feliz docencia, sin gracia. A la vista de todas estas variantes, dos narradores sobresalen con notable diferencia sobre los restantes: Santa Cruz y Foz. cada uno a su manera. Correas es más bien un colector honrado. Luego, el tema se desvirtúa y desdibuja. Y volviendo a Correas, donde Saputo, o Zaputo que tanto vale, aparece por vez primera, tenemos que enfrentarnos con la realidad de esa figura legendaria como tipificación del necio y aun del necio por antonomasia. Cómo se ha hecho la evolución hasta la tradición que Foz ha recogido y 64

donde nuestro personaje es precisamente lo contrario, el sabio por excelencia, y, como diría Gracián, su nombre ya definición. No es raro el designar a alguien por antífrasis: al enano, "gigante" o viceversa, y tantos otros casos; pero no es problema el cómo se haya podido pasar de uno a otro polo de valor, sino por qué pasos. He ahí una térra incógnita que no nos atrevemos ni a imaginar. Lo que sí parece cierto es que para cuando Foz recorrió las tierras de Huesca y de su Somontano —en los años de la francesada— donde tomaría nota del héroe popular, ya éste era un dechado de listeza, a juzgar por el anecdotario de sabor más tradicional recogido. Pero esto requiere otro momento. Ahora es el de retomar un cabo que ha quedado atrás. Cuando se quiere buscar en la obra de Foz algún rastro de los refranes que trae Correas sobre lo sucedido en el plano de la Violada, y, según Correas, como consecuencia de la disparatada justicia de los naturales de Almudévar y la burla consiguiente de sus vecinos, rivales por eso, los de Zuera, la verdad es que no se ve nada de esto. Claro que Foz no conoció la obra de Correas, que permaneció inédita hasta 1906. ¿Pero conoció los refranes que, insistentemente, trae Correas? Acaso se habían olvidado para entonces, o simplemente no le interesaron. Sin embargo, hay un episodio en las andanzas de Pedro Saputo, que hace relación al lugar —la Violada la pasa y repasa el héroe muchas veces, aunque no se mencione— y a los instrumentos que llevan sus paisanos con los que se encuentra: picos y palas. Solo que ahora se trata de algo muy distinto de una lucha con armas villanas. Me refiero al capítulo V del libro tercero, cuando de regreso a su pueblo después de haber estado diez días en Zaragoza, "al llegar al llano de la Violada ve a lo lejos una multitud o compañía de gente que hormigueaban y se bullían como si trabajasen. Fuese acercando, llegó a tiro de la voz y de la vista, y conoció a sus paisanos los vecinos de Almudévar que estaban cavando en dos o tres puntos". Lo que hacen sus convecinos es cavar a la busca de un supuesto tesoro, burlados por un embaucador. Una vez más la necedad es de los otros y es Pedro Saputo quien pone el buen sentido para disipar el error. De las excavaciones que los ingenuos lugareños hicieron, quedó el nombre de "fuesas de Pedro Saputo". Este nombre yo no lo he podido comprobar en el terreno y pudo haber sido el motivo popular que tomase Foz. Pero no deja de tentar otra explicación que puede ser no excluyente, sino complementaria, y es la de que el viejo dicho que trae Correas: "Al plano de la Violada: qui con forca, qui con pala", sea el núcleo no de la lucha entre burladores (los de Zuera) y burlados (los de Almudévar) como consecuencia de la rechifla por la justicia peregri65

na; sino de esta otra prueba de candidez dada por los paisanos de Saputo. En este caso, suponemos que Correas conoció el refrán, pero no su aplicación a la busca del tesoro, y lo acomodó a la historieta de la justicia, sin violentar mucho la cosa, aunque sí desajustando el dicho y su circunstancia. Por lo demás, ya se sabe que muchas veces queda de toda una anécdota el resumen en forma de dicho. En la novela de Foz las dos aventuras, la de las fosas o "fuesas" y la de la justicia de Almudévar están muy próximas, ambas en el libro 3.° y en los capítulos V y IX respectivamente: es decir, que la del plano de la Violada es anterior en la secuencia novelesca a la extraña justicia lugareña. *

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Otros cuentos Ciertamente que no nos hemos salido de un terreno de mera hipótesis, y como tal la proponemos a los que puedan mejorar la elucidación de lo discutido. La obra de Braulio Foz es un semillero de interrogaciones, que habremos de procurar responder entre todos. Para aislar un cuento netamente popular de lo que Foz haya añadido, me parece que podría hacerse siguiendo un análisis formal o de estructuras. No desdeño la exploración de la tradición viva en el terreno, antes la requiero. Los dos modos de examen, no aislados sino combinados, nos han de dar los mejores resultados. Por el momento, voy a fijarme en uno de los cuentecillos que vienen incluidos en el conjunto de la obra. El capítulo XIII del libro 3.° se encabeza con este título: "De la comisión de los tres higos". Aquí sí que nos encontramos con uno de esos cuentecillos extendidos por el folklore internacional, que, en esquema es así: Un mandatario es enviado con el presente de dos o tres golosinas a un superior. En el camino, la curiosidad primero, la glotonería después, hace que el mensajero se coma uno o dos de los presentes, quedando uno sólo al llegar a ofrecerlos. Hay una carta que advierte del número de los objetos. Y el obsequiado se extraña de que sólo haya quedado uno de los que le anuncian, y preguntando: "¿Cómo ha sido eso?", el mensajero responde: "Así", al tiempo que engulle el último de los objetos del regalo. Esta situación vale y se conoce en multitud de lugares. Mi colega y mi amigo, el excelente arabista profesor Fernando de la Granja, me comunica una historieta semejante que figura en la 66

Antología árabe para principiantes, de Emilio García Gómez (Madrid, 3. a ed., 1963), y el cuentecillo procede del escritor granadino Abü Bakr Muhammad ibn 'Asim, muerto en 1426. Uu criado lleva dos brevas al rey. Este cuento sirve de pretexto para hacer comparecer a Saputo en la Corte de Madrid, como portador de tres higos para el rey. Lo demás, como se ha dicho, sucede dentro del esquema. Luego se alarga el capítulo, desbordando esta anécdota con observaciones sobre la vida en la corte y notas satíricas, oponiendo la sencillez y veracidad del campesino a los cortesanos. Esto ya es de la cosecha de Foz, supongo. Pero allí mismo intercala un breve cuento que tiene todas las notas de lo popular, y aun de lo popular aragonés. El rey ha recibido con todo favor a Pedro Saputo y casi lo ha hecho su confidente. El aragonés le hace notar al rey lo que falta en su mesa, carencia que no padece su interlocutor, "porque vuestra majestad no come el pan de Huesca ni de Andorra". "No". "Pues yo, sí", prolongándose la situación en el mismo diálogo, reiterado: —"V. M. no come el carnero de los Monegros. —No. —Pues yo, sí. —V. M. no come las truchas del Cinca ni del río de Troncedo. —No. —Pues yo, sí. —V. M. no come los nabos montañeses y de Mainar, ni el cardo ni la escarola de Alcañiz. —No. —Pues yo, sí. —V.M. no come el queso de Tronchón", el aceite de Fornoles, las uvas de Rafales, las cerezas de Monzón y Torre del Conde, los higos de Maella, ni las granadas de Fraga. —No. —Pues yo, sí", etc. El cuentecillo se diluye en una ambientación para-realista; pero bien se echa de ver su carácter de algo puramente legendario. Por lo que hace a su estructura, de nuevo hemos de recordar las "leyes" de Olrik, que aquí encuentran aplicación en la simplicidad del modo de narrar; en la oposición de poderoso, débil (en lugar de bueno/malo); en las reiteraciones; en que sólo aparecen • De este queso ya se da cuenta, y con elogio, por Gaspar de Barrionuevo en sus Avisos.

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dos personas en escena (ni un solo cortesano presencia el gracioso diálogo); en que carece de argumento segundo, y, finalmente, en que triunfa el más débil. Sospecho que el esquema: "No". "Pues yo, sí", está en otros cuentecillos populares y para situaciones diversas. Como se ha visto antes, la tradición escrita de que disponemos no nos ha dado una base firme para seguir los orígenes de Pedro Saputo. Lo que constituye la obra de Foz presenta distintos tipos de cuentos y aventuras, desde los que parecen netamente tradicionales (de tradición oral principalmente, aunque la haya escrita también), como los relativos a los naturales de Almudévar y los en torno a Barbastro, más los cuentos aplicados a la estancia del héroe en la corte (los tres higos y los manjares de Aragón). En estos últimos se dan las notas peculiares de la narrativa oral y popular: contado sencillamente, sin argumento segundo, oposición de dos personajes, reiteraciones y triunfo de) menos fuerte 7 (Rey/Saputo). Foz no los ha desvirtuado, encajándolos dentro de su relato, más o menos hábilmente. Otros cuentos parecen de carácter más novelesco o están presentados con ese apresto: así la muerte de Barbastro; el tesoro de la cueva hallado por Saputo; el relato del padre; la aventura del convento; el episodio de su aprendizaje de medicina. Hay pasajes que tienen una cercana filiación literaria, como el episodio de la vida entre los estudiantes de la tuna (véase el art. en Los españoles pintados por sí mismos, de V. de la Fuente, II, pág. 104); o "Los estudiantes de la tuna", por J. Arias Jirón, Semanario pintoresco español (año 1839, págs. 170 a 173, con su grabado, "La jota estudiantina", ib'id.); o "Costumbres estudiantinas" (revista citada, 1842, 149-152, por el mismo autor antes citado, V. de la F.). De costumbrismo regional son muestra los episodios de la feria de Graus y el tema de mesonero y labradores en el mismo pasaje, con una curiosa contraposición en la estimación social de unos y otros. Quedan los tipos del escribano Curruquispis, del tío Gil Amor, o el muy gracioso de la cura de los males de viuda, a los que no les encuentro carácter particular de región determinada, aunque se presentan muy situados en las tierras del Somontano. Con todos estos elementos narrativos, entreverados de reflexio7 Así A. Olrik en su obra citada, según RICHARD M. DORSAN: "Oral stylcs of American Folk-Tales", apud Style in language, ed. by Thomas A. Sebeóle, M. I. T. Press, Cambridge, 1966. Véase también STITH THOMPSON: The Folktale, New York, The Dryden Press, 1946 (2. a ed.).

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nes en que aparece el "filósofo" entre estoico y formado en las luces de la Ilustración, más algunas descripciones muy directamente sentidas y un discreto barniz de cultura, la obra encierra ya casi todo lo que ha de ser la novela española en el siglo. Ni faltan observaciones leves de gran verismo que contribuyen a ponernos ante la realidad ambiente, sin prolijidad, pero con eficacia. Recordaré, entre varios más, el baile rural en que mientras los jóvenes bailan, las madres: "sentadas en el suelo y por aquellas arcas unas se contaban los partos que habían tenido y los meses que la vecina había podido dar leche al primer niño; otras las leches que mamó el suyo; otras se dormían en un rincón; otras animaban a las muchachas tímidas" (libro 4.°, cap. vii). O aquella moza que "muy crítica y sabijonda, apretaba los labios para hablar y coleaba con el moño" (lib. 4.°, cap. V). Son rasgos de observación, insustituibles: "le petit fait vrai". Una muestra del saber hacer de Foz la tenemos en que siempre, o casi siempre, nos da las escenas directamente, en acción, no relatadas; en muestra, no en definición. Cuando no trascribe las gracias y agudezas de los tunos en la famosa competencia que describe, sin puntualizar, presentará luego una excusa, consciente de que no ha jugado limpio: entonces no se conocía la taquigrafía y fuera imposible anotar los graciosos disparates e invenciones. Aquí sale la conciencia del escritor. Novelesco es también el episodio del encuentro de los que iban a ser padres de Pedro. Alguien —lo sabremos por el relato del galán— caballero de condición, se había casado con hija de familia labradora, honrada, pero pobre, que tenía poca vida, cuando de camino entre Zaragoza y Huesca, llega a Almudévar, acosado por el frío y sin conocer a nadie. Una muchacha de presencia agradable lo acoge: "Pasóse el día; la mañana siguiente continuó el temporal y siguió allí, hasta que en breve, ganado por las gracias de la que le había hospedado, le dio palabra de matrimonio". Allí comenzó la historia de Pedro Saputo. Como recurso novelesco nos hace recordar otros en circunstancias parecidas, y por cifrarlos en uno, eminente, pensemos en el libro IV de la Eneida, cuando Dido y Eneas, separados de su séquito por la tempestad que les ha sorprendido cazando, se acogen a una cueva: allí la Tierra y la prónuba Juno, entre rayos y truenos, ayudarán a que se consumase lo que había de ser fatal para la reina de Cartago, luego olvidada por el fugitivo Eneas.

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Tiempo La situación temporal de los hechos narrados no está determinada, ni siquiera indicada. Es, simplemente, un pasado mítico, de puro discurso narrativo. Si se trata de reconstruir una localización histórica en el tiempo del relato, ocurre que los datos indirectos tampoco son muy reveladores, por lo que parece como si el autor se hubiera limitado a remitirnos a ese pasado indefinido. Ni monedas, ni trajes, ni otras referencias sirven para mayores precisiones en el orden temporal. Es cierto que se marca muchas veces una distancia entre el tiempo de la composición y el de los sucesos, aunque sin que haya tono rememorativo nostálgico: cuando escribe de "aquellos tiempos" —los de las andanzas de Saputo— unas veces es con ventaja para los presentes, otras para los pasados. Por ejemplo: al comparar las costumbres en el galanteo entre antes y ahora, escribe que las mujeres "de esta era, que son las mismas de entonces, pero con un poco más de recato, y aun de virtud si me apuran; verdadero recato y verdadera virtud; pues siendo más libres para dejarse hablar y tratar de los hombres no las veo más desenvueltas. Porque es de saber que en aquel tiempo esto de las visitas y tertulias no se usaba tanto y había más etiqueta; y sobre todo muchas rejas y celosías, mucho encierro, muchas dueñas, y poco ver la calle". Sostiene que la privación es causa de apetito, frase que conocían muy bien nuestros clásicos, y concluye apelando a la experiencia del propio lector para dictaminar sobre la materia, teniendo en cuenta también los riesgos del exceso de libertad. Foz no es un laudator íemporis acti, o no lo es sino muy rara vez. En alguna ocasión el tono irónico elude un planteamiento doctrinal para salirse con una observación graciosamente burlesca, como cuando habla de las antiguas "viejas trilingües" de Huesca: "Qué viejas aquéllas. Pasó felizmente su generación, y ya después viejas y jóvenes, según informes que se han recibido, sólo tienen una lengua, expeditilla, sí, pero una sola". Lengua El autor se encontró con una falta de instrumento literario establecido para componer su novela. Y todavía habían de transcurrir algunos años hasta que se crease una lengua apta para la narración novelesca, si bien los costumbristas habían aportado una extensa muestra de prosa descriptiva, sobre todo. El autor no tiene registros seguros y se le ve fluctuar entre una lengua que tiene algunos re70

cuerdos muy marcados de la narrativa del Siglo de Oro —a las veces en frases tópicas— o se sirve de unas formas arcaicas en su tiempo y que nos remiten también a la lengua de ese mismo Siglo. Así escribe formas verbales como "hablades", "estábades", ya desusadas en el siglo xvn; o infinitivos más pronombre enclítico, "hacello", "decillo", o la conjunción "e", en lugar de "y". Ahora, estas formas sólo aparecen ocasionalmente y casi siempre en parlamentos de personas importantes, no en la parte narrativa ni en cuanto supone la voz del narrador. Ahora bien, junto con estos rasgos de estilo, que ignoro el valor que tendrían para su autor y la intención con que los empleaba, tenemos una lengua ágil, directa, moderna también, que sirve muy eficazmente a la presentación de tipos, caracterización de personas y aun a la dramatización de escenas, con rasgos de coloquialismos muy sueltos. Los personajes suelen tener una peculiaridad en el modo de hablar, nada monótona. Y emplea oportunamente los rasgos dialectales del habla local —acaso ya perdidos en la comarca de la acción, en el momento en que escribe Foz— precisamente cuando se trata de los cuentecillos más típicos del personaje y su tierra. Contribuye con ello al color local, sin duda, ese efecto tan buscado desde el Romanticismo y luego por costumbristas. Además suele servirse de muchas voces que tienen marcado carácter regional aragonés, que suele aclarar poniendo el término de uso más general en español. En todo caso los distintos niveles lingüísticos no son arbitrarios, y parecen adscritos a funciones de representación o de acuerdo con el tono que su autor imprime al relato, que va desde lo doctrinal hasta lo jocoso, pues sabe esmaltar su texto con citas o evocaciones de autores latinos y españoles antiguos, puede mostrarse reflexivo entonadamente, acierta en la verborrea de algunos tipos, en la rudeza de otros y aun en una mesurada elegancia cuando hablan personajes de condición social elevada. Eso sin contar la ingenuidad aprendida y seguida en el cuento popular. La gracia traviesa y burlesca tiene también amplia cabida, y el autor suele jugar una ironía con muy calculados sobreentendidos. No me resisto a copiar el gozo verbal de las invectivas con que Saputo abruma a una vieja indiscreta, que ha interrumpido la actuación de la tuna estudiantil a la que se ha unido nuestro personaje: "Vaya con Dios la ella, piltrafa pringada, zurrapa vomitada, albarda arrastrada, tía cortona, tía cachinga, tía juruga, tía chamusca, pingajo, estropajo, zarandajo, trapajo, renacuajo, zancajo, espantajo, escobajo, escarabajo, gargajo, mocajo, piel de zorra, fuina, cagarruche, mocarra, pum, pum!, callosa, cazcarrosa, chinchosa, mocosa, legañosa, estoposa, mohosa, sebosa, muermosa, asquerosa, ojisucia, podrida, culiparda, hedionda, picuda, getuda, gre71 6

nuda, juanetuda, patuda, hocicuda, lanuda, zancuda, diabla, pinchatripas, fogón apagado, caldero abollado, to, to, to, o, to, ttorrrr... culona, cagona, zullona, moscona, coscona, trotona, ratona, chochona, garrullona, sopona, tostona, chanflona, gata chamuscada, perra parida, morcón reventado, trasgo del barrio, tarasca, estafermo, pendón de Zugarramurdi, chirigaita, ladilla, verruga, caparra, sapo revolcado, jimia escaldada, cantonera, mochilera, cerrera, capagallos... Y cesó tan alto y perenne temporal de vituperios, porque la infeliz desapareció de la vista" (lib. II, cap. X). El disparatado no puede ser más castizo, ni más pintoresca la retahila verbal, jugada tan ingeniosamente con cierto eco rabelesiano quizá, aunque se trata más de un alarde en puro juego. La vieja, que no vuelve a aparecer, es un mero pretexto. En resumen, la diversidad de tonos y niveles de lenguaje no es casi nunca arbitraria, sino que está supeditada a una función dentro de la variedad de ambientes y sucesos, de personajes y acciones que hay en la obra. La situación local del ambiente en la novela es muy definida: hay, como hemos dicho, un área de atracción, los dos Somontanos oséense y de Barbastro, con algunas escapadas hasta Jaca o la cuenca del Jalón (ésta, muy fugaz) y la obligada estancia en Zaragoza, que más parece obsequio a la capital aragonesa, que necesidad del relato y, por otra parte, este pasaje es el de menos carácter folklórico. La novela es, en sus líneas generales, una obra de andar, ver y contar (esto ha podido hacer que Valbuena encontrase alguna semejanza con la novela picaresca, de naturaleza itinerante, aunque no ella sola, claro) y el héroe apenas para en ningún sitio, movido por la curiosidad de conocer su patria chica, por capricho de la fortuna o por necesidad surgida en el hilo novelesco. Bien claro está el propósito de pasar revista a lugares y paisajes. Dentro de estas andanzas hay un doble centro de atracción: Almudévar y Santa Eulalia, ésta en segundo lugar. Almudévar ha sido la villa en que parece haberse originado el tipo, aunque si se tiene en cuenta la literatura folklórica más antigua, no salen muy bien parados los naturales del pueblo, por lo que cabría suponer un origen en lugares vecinos, en Huesca acaso, con lo que se explicaría también la escasa simpatía que manifiesta el autor en la novela hacia Barbastro y que pudiera reflejar la oposición todavía viva en la sensibilidad popular de ambas localidades (ni más ni menos que la ingenua rivalidad que suele manifestarse entre lugares vecinos, sean o no de la misma provincia). Por Almudévar siente el Saputo de Foz una mezcla de amor y burla indulgente. Pero, en general, y en medio de chanzas, el personaje ama profundamente a su tierra, la quiere 72

conocer directamente, la recorre, sube a sus montes, baja a las cuevas, visita lugares que la historia ha dejado como recuerdos gloriosos: San Juan de la Peña, San Victorián, Sigena, Montearagón, el Pilar. Y no deja de evocar ese pasado en la contemplación de edificios y lugares, como el Pueyo de don Sancho, Alcoraz, etc. Y es digno de notar que cada lugar mencionado: montañas, sierras, picos, comarcas, tienen una rigurosa correspondencia con la realidad y pueden ser identificados hasta el último detalle8. Pero Saputo también viaja fuera de su comarca nativa, y sigue una ruta de largo recorrido que le lleva a Montserrat, luego por la costa levantina, hasta quedarse en un lugar no precisado (entre Valencia y Alicante), donde aprende y practica la bárbara medicina que le enseña un discípulo del doctor Sagredo (pasaje que tiene, creo, recuerdos molierescos), para seguir luego por Andalucía y la Corte (una corte muy convencional), de donde regresa a su patria, anheloso por volver a pisarla. El largo viaje no puede ser más someramente tratado en la obra, salvo la atención que se dedica a aquellos lugares en los que había algún recuerdo de la corona aragonesa (Valencia) o el más demorado trato que reciben las estancias en la Corte y en el estudio de Medicina. En estos dos lugares no hay atención alguna para el ambiente ni el lugar. Es mera narración, no hay presentación, apresuradamente y por encima. Lo que Foz nos da es una variada galería de tipos tomados de la1 sociedad rural de la comarca en que mueve con preferencia a su héroe. Labradores, menestrales, escribanos, estudiantes, clérigos y monjas, hidalgiielos y caballeros rurales forman la lista de sus tipos, muchas veces netamente individualizados, con las tensiones consiguientes entre los diferentes estamentos y un cierto popularismo que hace a los débiles más atractivos que los poderosos. Cierto que Saputo, hijo natural de madre soltera y de padre, por el momento, desconocido, terminará por saberse hijo de un caballero, don Alfonso López de Lúsera, que le reconocerá y casará con su madre tardíamente. Pero no se olvide que el niño Saputo ha humillado al hidalgo de su pueblo, que había sido descortés con su madre. Por otra parte, Pedro es hijo de sus obras, de su talento natural y de su voluntad de aprender y saber. En todo lo cual hay implicados puntos de vista y una estimativa propia del autor. Uno de los episodios, que no atañe a Saputo, nos muestra cómo la condición de labrador y propietario de tierras comportaba un orgullo de clase, 8 Doy las gracias aquí a mis entrañables amigos zaragozanos, Luis Gómee Laguna y Manuel Gómez Valenzuela, por lo mucho que me han ayudado en estas identificaciones, como grandes conocedores de su montaña aragonesa.

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que se consideraba superior a comerciantes o posaderos. Ahora bien, uno de aquéllos supera la repugnancia al oficio de mercader y posadero, hasta que consigue ganar dinero y con él la consideración social que le parmite, ahora ya más seguro, cultivar también la tierra. (Véase el cap. VIII, 4. a parte, "De la feria de Graus".) Paisaje Se ha dicho muchas veces que el sentimiento de la naturaleza, del paisaje, es algo moderno y algo más tardío en nuestra literatura. Lo raro es que Azorín no haya conocido nuestra novela, que pudo haberle llevado a matizar más su aserto". Confieso que no hallo autor anterior a Foz que haya dado tanta atención en su obra al paisaje, no, claro es, en la extensión que le dedica en la obra, sino en la manera de contemplar, sentir y describirlo. El personaje recorre a pie, casi siempre, los lugares y se nos da cuenta de las emociones que la contemplación de la naturaleza le suscitaba. Alguna vez sus andanzas se califican de "filosóficos paseos", en los que lleva un libro, un instrumento musical para hacer más refinado el goce del paisaje. Cierto que no tiene ojos el personaje, ni su autor, más que para una reducida región, la que constituye el escenario principal de la novela. Ciudades, pueblos y aldeas, suelen estar vistos con observación verista; los lugares que tienen una personalidad histórica, están considerados con mirada que se vuelve al pasado, sin dejar los motivos legendarios. Se diría que hay una actitud histórica en la contemplación del entorno, lo que hoy nos parece muy obvio y normal. Lo que nos ofrece Foz más que una descripción de lo visto o una evocación del pasado, suelen ser estados emotivos provocados por una y otra contemplación. Así, "¡Venerable antigüedad! Amor del corazón, encanto de la imaginación, deseo del tiempo presente, honor y gloria de los pueblos, de las naciones y de la humanidad, juntando el cielo con la tierra, los dioses con los hombres: ¡Salve! Yo también me alimento con tu memoria, me exalto con tus maravillas, magnifico a tus héroes y contemplo extático y ansioso el mágico esplendor de tus nubes arreboladas". Hasta aquí el autor, que presta sus sentimientos a Pedro —ya no al personaje folklórico, evidentemente— cuando sigue: "Mucho tiempo hacía que Pedro Saputo deseaba visitar los pueblos históricos de * Azorín ha escrito una novela Salvadora de Olvena, que no tiene nada que ver con uno de los personajes principales del Saputo, aunque lleva el mismo nombre que la madrina del héroe. 74

nuestro reino; y libre ahora de todo cuidado... determinó satisfacer su curiosidad" (L. 3.°, c. 1). Con lo que sale para hacer el recorrido que antes se ha indicado. Como otras veces son las montañas las que le atraen —sierras de Guara y Gratal— "aquellas magníficas, sublimes, silenciosas soledades". Pero rara será la ocasión en que vea algo concreto y aislado, o que nos dé una impresión particular. El modo de ver se ajusta a éste: "íbase muchas veces a recorrer aquellas atalayas, aquellas quebradas, senos y barrancos", con lo que se nos deja en una indeterminación generalizante más bien vaga y poco satisfactoria. Pero en cambio, la fuerte sentimentación nos compensa, en parte al menos, de la sobriedad descriptiva, como en su regreso al lugar nativo: "¡Oh, montes de mi lugar! ¡Oh, peñas y fuentes, valles y ríos, ambiente, cielo, nubes y celajes conocidos... Alborozado y con un júbilo que le sacaba de sí y arrasados los ojos de ternura, vio Pedro Saputo después de esta primera ausencia de siete a ocho meses el horizonte de su lugar, el monte de edificios que se levantaba a la vista, y cruzar y remontarse las alondras que parece le saludaban con su canto. No hay allí río, no hay valles, no hay fuentes, no hay otros grandes y señalados objetos particulares; pero halló el mismo amado cielo, el mismo amado suelo, la misma amada campiña, los mismos caminos, avenidas y ejidos que de niño recorría; y era, en fin, su lugar, era su pueblo, era su patria; y allí estaba su cuna y su casa donde se crió dulcemente" (L. 2.°, c. XV). Sin duda muchos lectores piensan en efusiones sentimentales análogas en los escritores románticos franceses (Lamartine, en particular), pero no aseguraré que haya en Foz tal eco, pues supongo que era algo difuso en la sensibilidad de la época, aunque no se encuentre, creo, tan acusado como en nuestra obra, al menos en la literatura novelesca española de su tiempo. Ni deja de ser tentador el relacionar esta sensibilidad ante la naturaleza con la que Rousseau contribuyó a crear y difundir. Los paseos solitarios del ginebrino acaso hayan inducido a Foz en la actitud que atribuye a Saputo en sus "filosóficos paseos". Luego me ocuparé de la posible influencia rousoniana en Foz, Pero antes de terminar con el tema del paisaje debo hacer dos observaciones: una la de que el escritor no tiene ojos, no los tiene su personaje, para nada que no sea de su región o, como ya se ha indicado, que no tenga algo que ver con la historia aragonesa. Hasta allí llega su interés. La otra es que nuestro héroe sólo se siente atraído por la montaña de altura media, las sierras del pre-Pirineo, y no por las más altas montañas que, por otra parte, ha tenido ocasión de contemplar en sus andanzas. Ignora sencillamente esa parte de su experiencia, pese a lo próximo y grandioso de la soberana ca75

dena montañosa. Supongo que se trata de que todavía no había llegado a Foz el descubrimiento de la belleza de la alta montaña, y que, como Rousseau, también próximo a esa realidad imponente, no se ha fijado sino en la parte montañosa más fácilmente dominable, menos hostil y salvaje. Ya sabemos que el descubrimiento de las altas cordilleras y de sus bellezas singulares es cosa que se debe al suizo H. B. Saussure, en primer lugar, y ya en el siglo xvm 10 . Pero Foz seguía de espaldas a algo tan presente y cercano. Una vez más el ver para contar está condicionado por unos hábitos a los que nos adaptamos, acaso sin conciencia ni propósito, por tanto. Finalmente no dejaré de recoger los toques ligeros con que nos da detalles particulares, pero muy verídicos, de algún lugar urbano (Huesca Zaragoza) o de pueblos y sus rincones, o de bosques, ermitas y otros accidentes de un terreno perfectamente conocido. El autor y su novela La vida de Pedro Saputo está contada por un narrador, que asume una distancia respecto de su personaje y la historia, no menos que respecto del lector. Claro que ese narrador es una proyección de Braulio Foz, en ocasiones con acento propio muy personal. No es raro que el narrador hable con el lector, se dirija a él advirtiéndole sobre la marcha de la fábula, sobre la credibilidad de lo que va a contar, sobre las fuentes de que se ha servido o desmintiendo tradiciones apócrifas, que se rechazan. Es muy frecuente comenzar capítulos con reflexiones del narrador a propósito de lo que va contado o de lo que va a serlo, y allí Foz se explaya hablando por cuenta propia sobre usos, creencias o ideas. Tales juicios y opiniones vienen a coincidir con los que distinguen al héroe, tanto en lo que dice como en lo que hace. Hay, pues, una fusión de criterios entre los de autor y personaje de ficción, el cual refleja el ideario del primero. Con ello está dicho cuánto ha añadido Foz de su cosecha en la construcción de su personaje, puesto que tal como venía de la tradición folklórica era mucho más elemental y simple. Podría multiplicar las citas en que se ofrece esa relación de autor, obra y lector, pero creo que será conveniente aducir alguno. Así, ya en el comienzo: "¡Bendito sea Dios!, que al fin el 10 Puede verse, entre otra literatura sobre el tema, CLAIRE-ELIANE ENGEL: La Uttérature alpestre en France et en Angleterre aux XVlll' et XIX' siécles, Chambéry, 1930, ¿Habría materia en España para estudiar la literatura sobre alta montaña? Me temo que no.

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gran P. S. ha encontrado quien recogiese sus hechos, los ordenase convenientemente y, separando lo falso de lo verdadero, levantase con la historia acrisolada y pura de su vida la digna estatua que debíamos a su talento y a sus virtudes... No quiero otra recompensa que saber, como lo sé desde ahora, que este libro se leerá con gusto por viejos y jóvenes, por sabios y por ignorantes, en las ciudades y en las aldeas. ¡Oh, cuántos buenos ratos en las veladas de invierno pasarán con él calentándose a la lumbre o al brasero!" O en otro pasaje: "¡Dios nos libre de tontos, amén! Porque tratar con ellos es lo mismo que entrar de noche y sin luz en una casa revuelta donde no se ha estado nunca... Ahora se le antojó hacerse médico; sí, señores, médico sin más ni más; médico, señor, como quien no dice nada" (L. 3.°, c. IV). En otros episodios de la novela se discute la autenticidad de lo narrado o de otras versiones, que desecha. El final de la obra, con la misteriosa desaparición del héroe, queda en una imprecisión deliberada, como si quisiera dejar la historia en los límites de lo fabuloso, pues aunque el autor trajo a términos de verosimilitud las andanzas del personaje, un final de tipo vulgar y corriente, casado y amoldado a la vida común hubiera sido con descrédito de Saputo. Nada más fácil, por otra parte, que haber forjado ese final feliz y tranquilizador. Con la desaparición inexplicada, retorna al mundo de la mítica. Gracián —a quien no se propone como antecedente— había notado que "a otros, a los héroes, previno el mismo Cielo de remedio, realzando misterioso su fin, como en Moisés desaparecido y en Elias arrebatado, haciendo triunfo del fenecer" (El discreto, XII, "Hombre de buen dejo"). He de insistir en cómo hay una muy señalada distancia entre el esquemático personajillo tomado de la tradición en algunos cuentos descarnados, esquemáticos, y la figura compleja que va resultando ser y hacerse el protagonista de la obra de Foz. Insistiré en que se trata de que en torno a la magra y parva materia popular, se va produciendo una cristalización y adición cumulativa de lo que el autor pensaba, cuando no ha añadido anécdotas extravagantes, insertándolas en la trayectoria de su criatura de ficción. Quede así el problema del deslinde entre lo uno y lo otro, lo tomado del folklore y lo adventicio desde otros campos. Sátira anticlerical Foz busca en la obra continuas ocasiones para opinar, censurar más bien, la condición del clero y religiosos de ambos sexos. No nos es difícil identificar esta postura con las ideas propias del autor, 77

pues conocemos sus polémicas con el clero zaragozano, y algunos escritos en el periódico que fundó y dirigió en Zaragoza. Nada de esto parece provenir de la figura popular de Saputo, sino de una manera de pensar en la que percibimos la del autor. Está por estudiar a fondo la literatura anticlerical en el siglo xrx (parece que hay ahora un equipo de clérigos estudiando la materia), y no hace falta que nos remontemos a antecedentes tan lejanos como los medievales o de nuestro Siglo de Oro, que parecen irrelevantes para nuestro caso. La raíz está mucho más próxima y responde a planteamientos actuales y vivos. Entre otros pasajes, no desdeñables, el más extenso y demorado es el de la acogida de Saputo en un convento de monjas, disfrazado de mujer, donde es acogido entre las novicias y con ellas y la comunidad convive hasta que se ve forzado a revelar secretamente que su naturaleza está cambiando y siente que se vuelve varón. El episodio está contado sin malicia complicada y, si se exceptúa una frase, con decorosa limpieza. Dos son los motivos que juegan en esta apurada situación: de un lado la poderosa fuerza del amor, el apremio de la naturaleza que se opone sin mucha conciencia al ascetismo; por otro, la repulsa de las vocaciones forzadas, ahora en unas jóvenes apenas salidas de la niñez e ignorantes de la vida, toda misterios para ellas. Este es uno de los temas recurrentes en la obra, y en cualquier oportunidad Foz aprovechará para denunciar los abusos que se cometían. En una ocasión, después de discurrir sobre este abuso, explicando circunstancias de tipo general, termina exclamando, "yo testigo". Que hubiera alguna experiencia familiar o en personas muy relacionadas con él, es algo que no he averiguado. Lo que sí me consta es la existencia de una literatura o de la aparición en obras literarias próximas, de ese tema. Pensé si Foz conocería La religieuse, de Diderot11, dada su estancia en el país vecino, pero nada hace suponerlo, al menos por semejanzas entre una y otra obra, que son nulas a mi entender. Tenía mucho más cerca manifestaciones congruentes con su manera de pensar, sin ir más lejos en el teatro del siglo xvín, "La madre hipócrita", de Ignacio González del Castillo; en "El barbero", de don Ramón de la Cruz (contra las vocaciones forzadas también. Vid. sobre esto J. Sarrailh, La España de la Ilustración, pág. 258); en la "Carta de F... a Vecinta que habían puesto monja", de Meléndez Valdés (Rev. Hisp., 1894, 180-181). En la misma línea estarían poco después el artículo de V. de la Fuente en Los españoles pintados por sí mismos, o el Ayer, hoy y mañana, de Antonio Flores, 11 En la edición del centenario de su aparición (París, 1960) hay una extensa bibliografía sobre esa literatura, en Francia.

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o "El Monjío", del mismo autor. En esto de las vocaciones por fuerza y promovidas por el egoísmo de familiares, Foz no se sale de algo que era mucho más general. En lo que no incide es en el chiste procaz, picante o malicioso, si no entiendo mal al autor y pese a lo que pudiera parecer en lectura superficial. No es un escritor jocoso que hace o trata de hacer gracia a cualquier costa. En ello se diferencia de la literatura anticlerical burlesca; por ejemplo, de los cuentos en verso de nuestros graves fabulistas. Para Foz hay una llamada del espíritu de libertad en el caso de las monjas. Cuando pasa cerca de algún convento piensa en las "tristes que habitan dentro" y miran "tal vez con la envidia en el corazón y las lágrimas en los ojos, la libre luz del sol y la tierra y el mundo que ya no es para ellas". Un caso particular es el del monasterio de Sigena, por el que pasa en otra ocasión y que le sugiere un calificativo que no me resisto a comentar: "el gutibambismo de aquellas monjas". Se trata de un monasterio que acogía doncellas de familia noble. Lo que Foz censura es el orgullo de aquellas monjas, benedictinas, con palabra formada —y no conozco otro caso— sobre el "butibamba" o "gutibamba", que se documenta en don Ramón de la Cruz ("El casamiento desigual, o gutibambas y mucibarrenas"), en José Vargas Ponce (en su "Proclama de un solterón...": donde se lee: "Porque tuvo un abuelo butibamba, / en su obsequio e] esposo en vano suda. / Encarece los tiempos del rey Wamba", BAE, 62). Parece probable que la pretendida descendencia de godos entre los que se jactaban de más rancia nobleza haya llegado a formar primero un "gutiWamba", por equivalencia acústica luego, "butibamba", que es como se oye hoy todavía en tierras andaluzas. (La personificación de lo godo en Wamba, puede verse no sólo en el texto citado de Vargas Ponce, sino en Meléndez Valdés: "Santificada en Isidro, / Gloriosa en el godo Wamba, / Y allá en Edén por Dios mismo / Al hombre aún sin culpa dada", CC, pág. 205). He de insistir en que Foz no es un enemigo instintivo o doctrinario del monjío, sino que se apoya en su amor a la naturaleza y a la libertad cuando censura el estado religioso. Así se advierte cuando pasa en Valencia junto al convento de Ruzafa, y Saputo exclama: "Sed santas las que aquí os hallades; pero mirad que no penetre en esas rejas algún Pedro Saputo, porque le auxiliará la naturaleza que es tan poderosa". Otras manifestaciones de anticlericalismo se pueden registrar en varios momentos de la novela. O es una frase ocasional, sin mucho fundamento, como cuando censura las riquezas de los monjes de San Juan de la Peña, de la poca penitencia y mucha autoalabanza de los de Montserrat ("se admiró de la penitencia de que hablaban 79

y del regalo con que vivían"), o recoge un dicho que parece popular: "ánima vil es un fraile, un beneficiado, una monja". También es capaz de ironizar con finura intencionada, como cuando pone en ridículo al fraile que le pondera la gran dificultad de aprender latín y música, tanta, cuenta el fraile, que dos diablos salidos del infierno para aprender uno y otra, hubieron de volverse al fuego por más tolerable que el durísimo aprendizaje. Y Saputo, inocentemente, pregunta al fraile cómo hizo él para aprender ambos. O cuando, pintor, en un convento de Huesca hace que el fraile encargado de dirigir la obra le induzca a pintar grandes milagros de su patrono, sin cuidarse de averiguar si han sido auténticos o no, pero con la mira puesta en atraerse más devotos generosos. La extensión del tema, como podrá advertirse, ha rebasado con mucho el tipo de Pedro Saputo, en la obra de Foz. Finalmente, en este aspecto, insistiré en que para el autor esta posición anticlerical, contraria a los que entiende abusos por parte del clero, es compatible con un sentido religioso, no muy ostensible, pero profundo. Ni acepta el mal uso de las devociones cuando con ellas se quiere tapar una mala acción. En la aventura del Pueyo —cerca de Barbastro— se encuentra con un penitente que espera redimir la culpa y responsabilidad de haber desflorado a su novia con promesa de matrimonio, con la penitencia del novenario, y sin cumplir la palabra dada. Saputo obligará al "devoto" a cumplir con lo prometido 12 . Naturaleza, razón, filosofía Una lectura de la novela que me ocupa, aun somera que fuere, nos deja la impresión de que Braulio Foz usa con reiteración significativa términos como "naturaleza", "razón", "filosofía" si no con sentidos muy precisos, sí, parece, con intención deliberada y como eco de ideas en que se ha formado y que constituyen su horizonte mental. No es raro que llame "filósofo" a su héroe, y ya desde niño, como en otras ocasiones acude a "filosofía" como definición de un sentido de la vida y de una conducta. En esto parece que sigue el uso extendido en el lenguaje dieciochesco de la Ilustración. Cierto que la cosa tiene antecedentes más remotos, que pudieran haber estado presentes en Foz, buen conocedor, si nos "

Para el estudio del anticlericalismo en la literatura española del si-

glo xrx puede verse JUAN IGNACIO FERRERAS: ha novela por entregas, 1840-

1900, especialmente el capítulo VII, págs. 272-279. No se menciona nuestra obra, pues no pertenece a la especie estudiada. 80

atenemos a referencias y citas de Boecio, Epicteto y de Cicerón. Del primero nos dice que conocía su Manual, y es, desde luego, el Encheiridion, resumido por Arriano que es como nos ha llegado, resumen a su vez de las Diatribai o Coloquios. Epicteto opone en su Manual el "hombre vulgar" al filósofo (XLVIII), y la finalidad de éste es "conocer a fondo la naturaleza y estar conforme con ella" (XLIX). En otra ocasión identifica filosofía con "vivir conforme a la naturaleza" (XV, 2) y hace "materia del arte de la vida", "la vida de cada uno" (ibíd.). En esa misma línea de pensamiento encontraremos a Cicerón, "Ars enim philosophia vitae"; como Epicteto, que recomienda para una vida ordenada, "entender la voluntad de la naturaleza y seguirla" (XVII), y pone como prenda más alta del hombre la razón, de la cual sale la norma ética. Foz hará decir a su personaje que Epicteto es "el testamento de la razón humana, así como el Evangelio es el testamento de la sabiduría increada, conduciendo el uno (en lo posible) a la paz de la vida". Luego veremos cómo Saputo ajusta su conducta a esos principios, las más de las veces. Que el ajustarse a razón, al buen sentido, sea o no un rasgo caracteriológico aragonés, ya me parece más controvertible, si se pretende en exclusiva o como nota diferencial. Probablemente la razón sea más usada que la fantasía o imaginación creadora, más el sentido práctico que la evasión (y habría gravísimas excepciones que aducir); pero no alcanzo a ver en el texto de la novela una proposición tipológica de lo aragonés en tal sentido, como ha visto mi amigo Rafael Gastón, aragonés ejemplar si los ha habido, y probablemente con más justeza que yo. El dictado de Saputo, que ya queda como apellido del héroe, le proclama "sabio", y en esa suprema condición y dignidad es como se nos presenta. Por eso le prefiere, aun sin saber quién sea, Rufina —rebautizada por Saputo, Morfina—, la "hermosa y discreta... nacida con un entendimiento muy claro, un juicio profundo y recto", máximas alabanzas de la doncella, que es la figura femenina propuesta con más esmerado relieve en la novela. Equivalente de "sabio" será el calificativo de "filósofo", y a su "filosofía" habrá de apelar para sobreponerse a la irritación que le produce las necedades de sus coterráneos. No menos revelador es el empleo y sentido de la palabra "naturaleza", aunque lleve consigo no poca vaguedad. Creo que el propio Foz no estaba muy claro en esto, pues si entendemos bien que "casarse... es seguir a la naturaleza" (con ocasión de oponerse a la vocación religiosa de las jóvenes); no es igualmente admisible que el virgiliano, "Félix qui potuit rerum cognoscere causas" (citado por Fox, aunque no sé si muy a propósito, pues se trata del elogio 81

de Epicuro, en Geórgicas, L. II, 49) se aplique por el autor con evidencia, "esto es, a la naturaleza". Ya sabremos que desde el lema con que se abre la novela Foz presenta a su personaje como formado por "sabia naturaleza, su maestra", y aquí ya empieza a complicársenos el concepto. Y ya es una mitificación cuando se dice, por ejemplo, que Saputo aprendía de la "naturaleza" su arte pictórico, y que todos sabemos ésta y otras muchas artes "naturalmente". Parece que estamos ante una de esas voces clave, que hacen fortuna en ciertas épocas y lugares y que vienen a ser un comodín para usos de laxa precisión. Lo que nos da una pista, creo, es la formulación con que inicia uno de los capítulos (VI de L. 1.°) echando por delante sus propias elucubraciones: "Iguales en lo esencial y desiguales en lo accidental hizo a los hombres la naturaleza". Aquí, creo, estamos en la huella de Rousseau, a quien Foz pudo haber leído en Francia o del que pudieron llegarle los ecos por mil caminos distintos, pese a la censura y prohibición de los libros del ginebrino. En otra ocasión he tenido que pensar también en Rousseau, como fuente, directa o no, en la manera de situarse ante el paisaje y tomarlo como resonador de sentimentaciones. Si ha leído o no el Discours, las Reverles d'un promeneur solitaire, el Emilio y la profesión de fe del vicario saboyano, es algo que no tengo elementos de juicio para afirmar, aunque lo sospecho. De todos modos entraron libros de Rousseau en España y en español, como El contrato social o principios de Derecho Político, impreso en Londres (1832), o acaso en España, clandestinamente, anónimo el traductor y con la intención proclamada en el prólogo de "Que las ideas liberales se estiendan y propaguen y que la patria de Lucanos y Padillas, en el día agoviada bajo la férula del despotismo civil y religioso, conozca sus derechos y se esfuerce en vindicarlos" (mantengo la grafía del original). En esto Foz no podría estar más de acuerdo. Probablemente su Derecho natural, que abarca el civil, público, político y de gentes (dos tomos), podría aclarar esta vinculación. Ahora bien, tampoco parece que Rousseau tuviera una idea unívoca y clara de "naturaleza". Por de contado que aplicaba ese nombre al mundo que nos rodea, especialmente a los paisajes que recorrió y amó y de los que, paseando, extrae la "felicité ambulante" (Confessions, III) y ese estado de exaltación, sobre todo en su estancia junto a Mame Warens (hacia 1728). El goce de ponerse en contacto con la naturaleza libre le llevó a execrar la cultura de su tiempo y dio pábulo a "el eterno anhelo que nunca se apacigua", frase que tomó prestada, por afinidad electiva, de un autor danés. Pero hasta tanto no llega Saputo, en esto más razonable. Está por otra parte la naturaleza en sentido trascendente, como principio al 82

que llegó por la triple vía: psicológica, teológica y naturalística. En esta naturaleza Rousseau cree percibir una voz indeficiente y segura que le guía en su obrar, por lo que no necesita "principios de alta filosofía, sino que los encuentro en las profundidades de mi corazón, escritos por la Naturaleza con caracteres indelebles", escribe en la Profession de foi (Etnile, IV). Aquí estamos más cerca del naturalismo de Foz, tal como lo expone en su novela al establecer el principio de la sabiduría y ética de Saputo. El caso es que tampoco estamos muy claros en cuanto a la interpretación del sentido rousseauniano de esa famosa palabra. Paul Hazard sienta que a la pregunta de qué sea naturaleza, responde en los años anteriores a Juan Jacobo: "Une horrible confusión dans le discours des ignorants et dans celui de savants" (La crise de la conscience européenne, 16801715, 3 part. ch. II). Cassirer, por su parte, encuentra algo más definido en las teorías de Rousseau, especialmente en la contraposición de "l'homme de 1'homme" al "homme de la nature", y postula que Kant partió de esta base para afinar su conciencia de ese elemento básico en el que radica la naturaleza ética, no la física del hombre (Rousseau, Kant, Goethe, Princeton, 1945). Intuitiva y toscamente, Foz ha llegado a algo semejante. En fin, Bertrand Russell, más escéptico, piensa que Rousseau ha mezclado confusamente ideas y argumentos procedentes de Aristóteles, San Agustín, Descartes, etc. El resultado, con y sin Rousseau, fue que la naturaleza como "une bonne mere", o frases como "Nature has no malice", quedaron como de curso habitual en la Europa dieciochesca, pese a tanta confusión y a tantas imprecisiones. Para Russell, en su pragmatismo, es lógico que la luz natural persuade a algunos salvajes a comerse a sus semejantes, aunque ya no sean tan convincentes los salvajes de Voltaire, a los que la voz de su razón natural les induce a comer solamente jesuítas (History of western philosophy, London, 1946) ls . Pero para Rousseau más que la razón eran los sentimientos la guía para el recto obrar; y por tal camino, una religión natural no necesitaba revelación, dogma ni iglesia. La conciencia, libre también del aparato filosófico, nos permitiría ser hom" No nos ayuda mucho más el libro de HARALD HÓFFDING: Rousseau (Rev. Occ, Madrid, 1931). Una interpretación más reciente, en JEAN STAROBINSKI: "Langage, nature et societé", Le langage, Neuchatel (1966), I, pág. 143 y ss. Sobre "état naturel", en escritores del siglo xvm, puede verse J. M. LOTMAN: "Sur la délimitation linguistique et littéraire de la notion de structure", Linguistics, núm. 6 (june 1964, 59 y ss.). Aquí se muestra cómo varía ocasionalmente el sentido, según quien emplea la expresión, cosa sospechada. No trae nada respecto de España, nada interesante o de primera mano, RAYMOND TROUSSON: Rousseau et sa fortune littéraire, ed. G. Ducros, 1971.

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bres plenamente, incluso a los más ignorantes. Es un "wishful thinking", que suele aparecer de vez en cuando en el seno de la civilización y que, con otros nombres, la tenemos a uno y otro lado del Atlántico, ahora. Otro de los autores nefandos que parece conoció Foz fue a Paul Henri, barón d'Holbach, a quien cita en otras obras, y en el el que pudo tomar ideas sobre derecho natural. También estuvo prohibido el tratadista de origen alemán, que escribió en Francia. Pero hubo ediciones que circularon clandestinas, como La moral unversal o Los deberes del hombre fundados en la Naturaleza (Madrid, imp. José Collado, 1812, tres vols. en 8.°) 14 . Como, del mismo autor, El sistema de la Naturaleza o de las leyes del mundo físico y del mundo moral (París, Masson e Hijo, 4 vols. en 8.°, trad. de F.A.F.). En fin, terminemos este repaso de naturalistas recordando a Cicerón y su tan citada frase: "Omnia quae secundum naturam fiunt sunt habenda in bonis", que ya las gentes del Renacimiento glosaron con insistencia. Pedro Saputo, definido Con la proyección de estas ideas, residuos de teorías más bien, Foz ha ido dotando a su personaje novelesco de unas condiciones que no le pertenecían como figura del saber popular, sin duda alguna. No se trata tanto de un campeón de la razón, sino del buen sentido común, de la sindéresis gracianesca, que gobierna sus pasos y acciones. No estamos ante una razón especulativa o pura, sino práctica, y esto en dos maneras, positiva y negativa; quiero decir, alabando y procurando el ejercicio de esa razón o repudiando la necedad. Foz se ha pronunciado contra la "betise humaine". Es constante la corrección de la ignorancia o de la estupidez en sus muchas manifestaciones, en la del "alma fofa de Sisenando" (aquel que quería casar a Pedro con su hija); en otra de las novias que le proponen y rechaza de plano "por pequeña de ánimo e irracionalidad"; en la atrocidad que comete la "multitud irracional" cuando condena al sastre, inocente; en las "sandeces" de los buscadores de 14 La traducción es de Manuel Díaz Moreno. Sirvió para las ediciones de Burdeos y Londres, posteriores, y, con cambio de portada, para la edición de Mateo Repullés, de 1821. Paláu sólo consigue la ed. de 1819. El libro de Holbach que no se tradujo fue el Sistema de la naturaleza, según ELOY TERRÓN: Sociedad e ideología en los orígenes de la sociedad contemporánea, eds. Península, Barcelona, 1969, pág. 154.

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tesoros en el plano de la Violada; o en la cerrada reacción de los campesinos que no quieren atender consejos para mejorar sus viñas... La inteligencia del héroe es algo que si empieza en lo fabuloso, se atempera pronto a modos razonables, y si hubo un conato de mitificación inicial, sin entrar en el dominio de lo fantástico, Saputo puede convivir pese a la superioridad de sus grandes dotes, con los demás convecinos, de los que gana la admiración y comparte la vida. Mesurado, aunque alguna vez pierda los estribos, sabe separar lo ofensivo de lo atendible, cuando van entreverados, como cuando el hidalgo de Almudevar recrimina con dureza cruel a su madre por no cuidarse de su educación y estudios en la primera niñez, Saputo contesta: "dejemos la insolencia y tomemos la razón". Acto seguido se dispone a aprender oficios y artes. Si los datos que se le ofrecen a consideración presentan materia opinable, sabe distinguir muy bien, como en el pasaje del supuesto tesoro en la Violada que sus paisanos se afanan por excavar inducidos por un embaucador: "Posible es que quedaran algunos [tesoros] enterrados...; pero la posibilidad no es un hecho". No se deja deslumhrar por la fama ni por las opiniones recibidas. Ya hemos visto su juicio sobre los monjes de Montserrat, y al pasar por Salamanca, "se admiró del ruido de las escuelas... y entrando a examen de la doctrina, vio que no correspondía a la opinión ni al afán y concurso de los estudios". Una y otra vez aplica el correctivo de la razón, del derecho, del buen sentido a los casos que se le ofrecen. Quedan al final del libro recogidas multitud de sentencias y dichos atribuidos al mozo desaparecido, sensatísimo repertorio de consejos para llevarse bien en la vida. Recogeré lo arriba escrito sobre el anticlericalismo de Saputo-Foz, y es de insistir en lo que tiene de intento de racionalización motivada. Quedan siempre algunas licencias, algún disparate también a cargo del discípulo de la naturaleza, pero no llegan a empañar su carácter dominante. Hay en la serie de aventuras itinerantes del héroe un motivo tan reiterado como el de la crítica clerical y aún más atendido: sus aventuras amorosas. Apenas entra en la pubertad, todavía en el convento y bajo el disfraz femenino, Pedro se gana la inclinación afectiva o marcadamente amorosa de cuantas mujeres se encuentra al paso, y no son pocas. No se trata de un don Juan o, si se quiere, habría que hacer una categoría especial dentro de la tipología donjuanesca. No es un burlador, aunque no se casa con ninguna, ni es un conquistador por notoriedad, ni por afán de imponerse. Tampoco es un voluptuoso, un Casanova. Naturalmente atrae por sus cualidades al otro sexo, las enamora, las cultiva, pero no las galantea, 85

y tiene que defenderse en no pocas ocasiones del atractivo ejercido sobre la mujer. Esto da ocasión para una variada galería de amoríos, desde los límites del afecto fraterno a la idealización más levantada, con motivos burlescos, de gracia rústica. No encuentro un personaje parecido en la literatura donjuanesca " . La sensibilidad Ignoro si hay algún estudio sobre la aparición y contenido de la palabra "sensibilidad", y, provisionalmente, aventuro la hipótesis de que en esto Foz se anticipa a un sentido moderno del término, al menos en su beneficio literario para registrar matices del sentimiento. Ya el Diccionario de la Española, en su tercera edición (1791) da una definición aproximada a lo que aquí importa poner de manifiesto: "Disposición o facultad en los sentidos para la impresión extraña, particularmente de los objetos que causan pena o gusto". La última edición (1970), en la acepción segunda: "Propensión natural del hombre a dejarse llevar de los afectos de compasión, humanidad y ternura". Nuestro autor, cuando ha querido extremar las cualidades positivas de sus personajes, los ha presentado dotados de esa propensión o facultad. Así, desde luego, a Pedro, sensible al encanto del paisaje, de la historia, de los afectos familiares, y a la atracción del rincón de su niñez y mocedad. La gran actividad que despliega en su vida, le deja vagar para momentos de melancólica contemplación, aunque sean fugaces y salga pronto de tales trances. Se nos alaba su "sensibilidad de corazón", como se presenta la doncella más atractiva, Rufina, con "unos ojos llenos de sensibilidad e inteligencia, y habiendo en ellos... más meditación y profundidad que en los de Pedro Saputo, y templando sus miradas con una suave ternura que le subía del corazón y regalaba y deshacía el de quien le miraba". Así nos explica que el enamoramiento se haya producido "por la semejanza de sensibilidad que hay en los dos, su gusto muy delicado, y el rarísimo y sublime entendimiento con que nació dotada". Como se habrá advertido, en algún pasaje estamos cerca de una sensibilidad para el arte como objeto que la suscita. Saputo tiene, entre otras gracias, la de ser pintor extremado, bien que el autor no nos ponga dentro del secreto de su arte, salvo ponderaciones que nos dejan inseguros sobre la calidad específica de aquella pin15

Por no citar más, tengo presente, The metamorphosis of Don Juan,

de LEO WEINSTEIN, 1959, Stanford.

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tura. No ocurre así con la música, en la que también es dechado Saputo, y aquí el autor apela como prueba a los sentimientos que es capaz de expresar por ese medio artístico. En una reunión rural, "tocó una composición muy triste y patética", que "escucharon todos con maravilloso silencio; no hubo quien no se dejase penetrar y enternecer de una música tan afectuosa". O es capaz Saputo de provocar una excitación incontenible en sus oyentes, con una música que los saca de sus casillas y les hace bailar con animación alocada. O se sirve del violín para contar, tocándolo, la historia de su madre, "en estilo sencillo", "haciéndole sentir muy claramente su vida y faenas, su natural alegría", como relata musicalmente la llegda del padre tanto tiempo esperado y misterioso. En suma, que el autor ha mostrado una muy notable atención a la presentación de unas reacciones seguramente tan viejas como la humanidad civilizada, pero que no habían solicitado un tratamiento tan deliberado. Una vez más se presenta como probable la hipótesis de un estímulo de Rousseau, por ejemplo en una de sus Lettres morales (que me parece imposible que Foz conociera, pero que resume el pensamiento del autor): "Exister, pour nous, c'est sentir; et notre sensibilité est incontestablement antérieure á notre raison" 18. Diderot, en la novela antes citada, La religieuse, escribe: "On m'a fait l'éloge de sa sensibilité, de son honneur et de sa probité". Ello sin perjuicio de que no sea rara la acepción de sensibilidad que comento entre nuestros poetas y escritores de la segunda mitad del xvni, de los que Foz parece haber tenido escasa noticia y menos estimación. No picaresca De lo ya dicho hasta aquí, al ir analizando la obra en sus distintos motivos y tonos, bien se desprende que nada tiene que ver con la picaresca. Y no es sólo el doctor Valbuena Prat quien ha apuntado a esta filiación, pues he oído de algunos lectores impresión análoga. Desde luego puede aceptarse, como arriba dije, que las andanzas de un mozo y la variedad de aventuras al hilo de un camino como artificio narrativo, en la novela picaresca del Siglo de Oro y en el Saputo se dan; pero no es el picaro el único héroe de novela que se realiza de modo itinerante. En cuanto a psicología, la del personaje aragonés resulta polarmente opuesta a la del picaro clásico, empezando por su condición familiar, pues si nace de madre " Lo tomo de H. G. SHENK: The mind of european romantics, London, 1966, pág. 4. 87 7

soltera, el decoro y respeto presiden su educación y modo de vivir» y luego resulta hijo de un caballero de apellidos calificados, don Alonso López de Lúsera, y relevante posición social. En nada se parece Saputo a la actitud servil, cínica y plegadiza de embaucadores y ladronzuelos de los picaros. De hecho, nuestro héroe es un anti-pícaro, que aspira a mejorar la sociedad en que vive, aunque no deja de ver tachas y defectos en personas y usos, mientras el picaro es insolidario con su medio social pese a las protestas de moralidad o de moralina con que adoba retrospectivamente su historia al contarla en primera persona desde el arrepentimiento tardío o lo bastante aplazado como para dar espacio al desarrollo de sus bellaquerías. Ya no es tan importante que Saputo tenga un narrador ajeno, y que haya una distancia entre personaje y aquél. Es más, creo que la mente capaz de complacerse en la narrativa picaresca es algo que no va con el carácter aragonés, al menos no ha habido autores de esta región que puedan parangonarse con los andaluces y castellanos, ni es sino muy raro que las correrías picariles tengan por escenario la tierra aragonesa, pese a que Zaragoza por ser ciudad grande se ofrecía como lugar plausible para tales hazañas y, de hecho, figura en una relación de lugares frecuentados por los cofrades de la vida picana. Si fue aragonés el autor de la continuación de el Lazarillo de Tormes no invalida mi tesis, porque se trata de un modo diferente de ver al picaro. Y que Gracián haya escrito en El Criticón la novela de la picaresca pura —como propuso en estudio digno de recuerdo el profesor J. Montesinos—" no hace sino refrendar lo que vengo exponiendo. No creo demasiado en caracterologías regionales, pero en ésta, como en otras ocasiones, se nos ofrecen con tentadora evidencia. Acaso ha faltado en Aragón el despego suficiente de preocupaciones éticas para ver con ojos burlescos la hazañería de la bribática. El poema "La vida de los picaros" y otras composiciones en verso tampoco es la excepción que necesitaría para refrendo de la norma, pues se sale de lo picaresco realista. (Véase Rimas, de Pedro Liñán de Riaza... Bibl. de escritores aragoneses, Zaragoza, 1876, Imprenta del Hospicio Provincial.) Pudiera haber algún parentesco entre el amor a la libertad que informa la vida del picaro y la de nuestro personaje, pero aquél vive supeditado a la circunstancia, Saputo la domina. Y cuando siente la atracción de la vida de gitanos, exentos de las exigencias sociales generales, rechaza en seguida la tentación de irse a vivir " Publicado primero en la revista Cruz y Raya, núm. 4, 1933; ahora recogido en el libro Ensayos y estudios de literatura española, "Rev. Occ", Madrid, 1970, 141-158.

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con ellos, libre y suelto, porque, se dice: "¿Qué vida como la del gitano? Pero le arredraba el haber de ser ladrón y engañador... y acomodarse a toda suciedad e inmundicia. Envidio la vida de esos filósofos judaico-cínicos, pero no tengo estómago para ello". No está muy clara esa filiación filosófica, salvo que Foz piense que los gitanos procedían de Judea, digo yo. Aquí se ofrece otro tema a la consideración, y es el de la idealización de la vida gitanesca en la literatura y aun en la conducta, no menos que la imitación de sus modos de comportarse y expresarse en ademanes, baile y canto, que ha dado curiosas amalgamas con lo chulesco y aflamencadol8. Tampoco en esto Aragón parece muy tocado, a diferencia de otras regiones españolas, pese a que no es escasa la población gitana más o menos estadiza en el país. Lo aragonés A lo largo de esta exposición se ha hecho notar cómo la obra tiene un acusado acento local, de crítica y de exaltación, de curiosidad y de amor en todo caso. ¿Será esto causa de la poca curiosidad que la obra ha despertado? Regiones hay que tienen, o tuvieron mayor aceptación predispuesta para tomar sus productos artísticos o de expresión como algo admirable. Pero no olvido, y repito, que la novela no siguió el curso de difusión prestigiosa en el panorama literario de su tiempo, ni del nuestro. Lo que me interesa ahora es el alcance de la novela como literatura costumbrista local, su validez como caracterización regional, porque en estos años se estaba formando toda una teoría de tipificaciones locales, en busca de lo pintoresco, del color local, palabras clave del momento, que se subsumen en el desaforado costumbrismo que enriquece .—y empobrece— nuestra literatura. Hay que distinguir, creo, dos tipos —al menos— de caracterizaciones regionales literarias: la una es racionalización de experiencias o intento de dar ese estado a juicios de valor, como sucede, por ejemplo, en El Criticón, de Gracián, donde reiteradas veces se hace mérito de sus paisanos y se les califica, como también lo hace con franceses, italianos, vizcaínos, navarros, castellanos, portugueses. Es posible que haya en estas caracterizaciones raíces de tipo popular, tópico; pero para Gracián son " Como tema literario y teatral el xvm ofrece, todavía, muchos ejemplos de la presencia del motivo gitanesco. En los saínetes y en las tonadillas, de que ofrece abundante muestra José SUBIRÁ: Tonadillas teatrales inéditas (Madrid, 1932), págs. 126, 173, 255, 257.

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categorías morales, abstracciones conceptuales. Así, los aragoneses son "gente sin embeleco" (1. a , x); "tozudos" (3. a , iii); "varones" (1. a , xiii); "cuerdos" (2.a, xiii, aunque, en rigor, habla de "los cuerdos de Aragón", que no lo son todos, claro); o se hace eco, aunque sin mención, alusivamente, de esa tierra "donde hincan el clavo con la cabeza" (2.a, iii), que tiene aspecto folklórico, pues encontramos el dicho en Correas: "Aragonés tocudo, mete el clavo con la cabeza y dale en la punta con el puño y jura que ha de entrar" (repetido con otras variantes en Vocabulario). Otros refranes trae también Correas, sobre aragoneses, no muy expresivos, pero indicio de que existe una materia popular de opinión, cuajada en refranero, lo que supone antigüedad considerable por lo que suele tardar en recibirse la lengua oral en textos escritos. Nos hemos llegado con esto al otro tipo de caracterización regional en la literatura costumbrista, que adquiere gran aceptación desde finales del xvni y en la primera mitad del xix (eso, sin contar su persistencia posterior) con mezcla de narrativa y descripción de tipos, lugares y costumbres. Pues bien, si acudimos al socorrido Semanario pintoresco español —que se publica desde 1836—, ya en su primer año encontramos artículos, dibujos, poesías en que se refleja lo aragonés: así uno de Agustín Miguel Príncipe. Las notas que atribuye a los naturales son de "austeridad y fiereza", no reñida con la dignidad; "enemigos de palabrería"; "claridad y franqueza"; "tozudez y testarronería", y sin pelos en la lengua para "decir un descaro al hijo del sol". (Pero una de las novelas más finas y urbanas de finales del siglo anterior, se había escrito por un aragonés y sobre ambiente zaragozano: claro es que me refiero a La Serafina 19.) Puede darse, pues, por establecido el tipismo aragonés en la literatura —y en la pintura y dibujo— de los años en que escribe Foz. El cual, creo, se halla ajeno a ambos tipos de caracterización que he propuesto: ni abstracto como Gracián, ni buscador a ultranza del color local, del rasgo peculiar y diferente, en una palabra, de lo pintoresco. En el capítulo final, una vez que Saputo se ha desvanecido inexplicablemente, el autor recoge una colección de dichos y pensamientos atribuidos a su criatura, pero no tienen carácter local alguno, pues se trata de sentencias enunciadas en términos de generalidad y dentro de una filosofía neoestoica. Por lo que hace al pintoresquismo, Foz estaba harto de él, y no era para menos ante el abuso de la cosa y de la palabra. Al comienzo de uno de los capítulos escribe: " Véase la edición de mi colega y amigo ILDEFONSO MANUEL GIL: Cesaraugustana, Zaragoza, 1959. Publicaciones de la Cátedra "Zaragoza", que me honré en dirigir algún tiempo, desde su fundación.

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"Un reparo estoy viendo que pondrán algunos a esta ilustrísima historia o biografía no pintoresca, por Dios, que malditos sean toda la turba de faramallas pintorescas de nuestra edad, pues hasta el último sacramento de la Iglesia con sus misterios nos darán, al fin, pintoresco" (4.°, iv). No era para menos el empacho ante las publicaciones calificadas de pintorescas: Semanario, El siglo pintoresco, La semana pintoresca (colección de novelas y otras publicaciones, iniciada en 1846) y el prurito de titular cuadros, escenas, estampas y demás escritos con el mismo socorrido término20. Lo que ha hecho Foz es una fábula implexa (ya hemos visto que no llama novela a su obra) donde junto a lo tomado de la literatura oral popular ha mezclado anécdotas de varia procedencia (el cuento de los tres higos, receta para curar los males de viuda, feria de Graus, vida de los tunos) y no pocos datos de una observación sobre la vida corriente y maloliente y los usos, toscos y elementales unas veces, con cierto refinamiento campesino en otras. Nos ha dado el ambiente cotidiano, en una palabra, sin buscar rarezas peregrinas ni chocantes y ello en una prosa que puede llegar a muy variados registros, ágil, plegadiza, con apresto libresco o directamente coloquial. A lo largo de su obra nos hace pensar, imaginar, sonreír, reír a carcajada, conmovernos y hacer volar la fantasía. Me pregunto de qué otra novela escrita para entonces puede decirse otro tanto. (1973)

*• La cosa llegó a extremos de alarmante gravedad. Un escritor tan fino como Bécquer, años después todavía calificará de "pintorescos" lugares como Tarazona; un poblado, Roncesvalles; la picota de Ocaña; una calle de Toledo; San Saturio, en Soria... Solamente espigados en Desde mi celda.

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GALDOS ENTRE LA NOVELA Y EL FOLLETÍN

La conmemoración de la muerte de Pérez Galdós, en su cincuentenario, es buena oportunidad para revisar su obra desde nuestra altura cronológica y tenida cuenta de la abundante literatura crítica y erudita que sobre ella se ha venido produciendo tanto en España como fuera de ella, singularmente en Norteamérica. Acaso hayamos sido remisos en analizar y estudiar esa obra novelesca, dicho sea con las salvedades pertinentes. Pero es lo cierto que sobre Galdós y su obra ha venido pesando, más tiempo de lo que fuera justo, el desdén o la indiferencia que se sigue a su desaparición de entre los vivos, y ya no sólo porque las corrientes del gusto iban por otros rumbos en la novela y en la prosa, no por la solida depreciación que sigue a la extinción de una manera de hacer literatura, sino también y al mismo tiempo a causa de una actitud generalizada en la estimativa del siglo xrx. Dejando a un lado la incomprensión, a las veces despectiva, de los hombres del 98 y de sus epígonos, los novelistas de los años 30 estaban lo más lejos posible del arte galdosiano. Y, como síntoma de valoración generacional, recordaré cómo Ortega y Gasset registra en El espectador "cierta hostilidad contra el siglo xix", como reacción contra algo que "llevamos dentro de nosotros" y, "contra él, frente a él han de organizarse nuestros rasgos peculiares". (Escrito en febrero-marzo 1916.) Creo que en este conflicto de generaciones, casi un ritmo biológico, es donde reside una buena parte de la larga negligencia respecto de la novela de Galdós. Ya hace años que la coyuntura histórica que nos ha tocado vivir trajo a primer plano de atención la serie de novelas en que don Benito tejió la historia de nuestro siglo xix, y soy testigo de lectores nada profesionales, cuyo asombro se teñía de admiración al ver en las series de los Episodios nacionales el relato de lo que 95

estábamos viviendo en los años de la última guerra civil. Al lado de esta motivación de lecturas y relecturas, y en el campo de la erudición, traducciones al inglés, con la crítica correspondiente, o la curiosidad de hispanistas franceses, ingleses y norteamericanos han ido sacando de un limbo literario ese corpus novelesco, del que la crítica coetánea apenas había establecido nada aprovechable, y no me olvido del mismo "Clarín". Ahora, y sin entrar en discusiones con los trabajos anteriores —aunque sin perderlos de vista— voy a tratar de exponer mi opinión sobre una obra de Galdós, El audaz, que he tomado no tanto por haber sido menos estudiada, sino por tratar de ver algo más en una fase germinal de su oficio y arte de escritor. Si no hago aquí y ahora declaración expresa de mis principios críticos y tabla de valores, quede a resultas de lo que iré exponiendo: sólo adelantaré que aspiro a mostrar analizando. Por de pronto, y siguiendo el magisterio de J. Montesinos, no estará de más recordar que nuestra novela se publicó primero en la Revista de España, por entregas, claro es, y que luego apareció en libro (1871). Ya se sabe que La fontana de oro y La sombra habían aparecido el año anterior. La redacción definitiva, en libro, viene modificada, según nota Montesinos, con cambios de muy notable condición. Por ejemplo, una de esas parrafadas de arranque oratorio y más bien huera, o, mejor, de tono desmayadamente generalizador, tan ajenas a la prosa novelesca: el capítulo XIII, "La maja", que conserva el arranque oratorio en el libro: "Acabado modelo de la maja era Vicenta Garduña, conocida por la Pintosilla, emperatriz de los barrios bajos, que ejercía dominio absoluto desde las Vistillas hasta el Salitre, temida en las tabernas, respetada en las zambras y festejos populares [...]". Dejo sin concluir el amplísimo período, nada apto para el asunto, por otra parte; pero contagiado, sin duda, del tono historicista que venía más en consonancia con el pasaje eliminado, y que figuraba en la redacción aparecida en la revista: "Ya no existe. Arrastrada por las revoluciones ha desaparecido de nuestro inexorable siglo, que al derrocar orgullosas instituciones, principió por suprimir formas, todo lo exterior de aquel viejo mundo que antes había de perder su traje que su carácter [...]." Es evidente que en este manejo del periodare hay desajuste cuando se desciende al plano de la concreción presentativa del tipo. (Dejemos de momento el acento evocador, pasadista, casi romántico, que luego retomaremos para consideración y examen.) Aquí hemos dado con uno de los primeros problemas que se le ofrecieron al novel escritor, y nada menos que el de inventarse el estilo conveniente para sus creaciones, pues la novela es, entre otras cosas, un estilo, 96

o un lenguaje. Que la supresión suponía una voluntad de forma, parece muy probable, bien que no siempre haya despojado a su novela de tales notas de retórica de amplio ademán. Diré, incidentalmente, que Galdós nos ha dejado no muy abundantes noticias para seguirle en su busca de la expresión, aunque no sea difícil rastrear indicios y aun muestras claras de un arte que se está haciendo. Por lo que pueda valer, me parece útil aportar un testimonio del propio don Benito, aunque algo tardío para nuestros fines, muy revelador de su conciencia de novelista: es en el prólogo a El sabor de la tierruca (1882): "Una de las mayores dificultades con que tropieza la novela en España consiste en lo poco trabajado y hecho que está el lenguaje literario para reproducir los matices de la conversación corriente: oradores y poetas la sostienen en sus antiguos moldes académicos, defendiéndolo de los esfuerzos que hace la conversación por apoderarse de él: el terco régimen aduanero de los cultos le priva de flexibilidad. Por otra parte, la prensa, con raras excepciones, no se esmera en dar al lenguaje corriente la acentuación literaria, y de esas rancias antipatías entre la retórica y la conversación, entre la Academia y el periódico, resultan infranqueables diferencias que son la desesperación y escollo del novelista". Bien se advierte que no es sólo el lenguaje dialogado el que le preocupa, sino todo el que entra en la novela, que por entonces, según escribe en el mismo prólogo, está bajo el signo de estos dos valores máximos, ejemplificados en Pereda: pintura "del natural", y "realismo literario". Pero no puedo detenerme en un cotejo de las dos redacciones, pese a lo sugeridor del enfrentamiento, cuando la causa parece haber sido de propia decisión y no, acaso, impuesta por la censura, como el pasaje en que Muriel, protagonista de la novela, se exalta contra los que han hecho de Dios "un pretexto para dominar el mundo. Dueños de la conciencia, se apoderan también de la voluntad y todo así les pertenece. Han inventado la inquisición para aterrar, y el culto primitivo, que era sencillo, lo han hecho teatral y complicado para seducir. Son causa de todos nuestros males, y España merece ser objeto del desprecio universal si pronto no se cura de esa lepra". Montesinos ha notado esta, y otras, supresiones en su admirable Galdós (I, Castalia, Madrid, 1968). Y allí mismo tiene el lector, cuidadosamente recogido y presentado con tino, cuanto Galdós había escrito en artículos anteriores a 1870, donde incidental o plenamente opina sobre el arte y naturaleza de la novela. Recojamos su insistencia en la búsqueda de la "realidad", la observación de la sociedad, la nota melodramática exaltada y, sobre todo, la necesidad de tomar "el gran modelo" de "la clase media, 97

la más olvidada de nuestros novelistas". Todo esto —y mucho más— en el artículo "observaciones sobre la novela contemporánea en. España, Proverbios ejemplares y proverbios cómicos, por V. Ventura Ruiz Aguilera", su gran amigo. Lástima que en su Discursode ingreso en la Academia Española, que lleva el sugeridor título "La sociedad presente como materia novelable" (1897), se haya dejado ir al gran tema, acaso por desconfianza en su capacidad deteorizador, y nos haya dejado con el gusto y la expectación fallidos. En todo caso, debemos recordar algo que no debe ser preterido, y es —por decirlo con palabras de Menéndez Pelayo, en el Discurso de contestación a Galdós en su ingreso académico— que "entre ñoñeces y monstruosidades dormitaba la novela española por lósanos de 1870, fecha del primer libro del señor Pérez Galdós". En este medio, olvidada la gran novela que aquí fue creada, y aquí se extinguió en uno de esos abruptos cortes de nuestra historia, Galdós tenía que volver a empezar y "esta admirable lengua nuestra, órganode una raza de poetas, oradores y picaros, sólo por estos tres grupos o estamentos ha sido hablada con absoluta propiedad y gracia". Ahora, para la conversación matizada y fina, para las ideas actuales,, hay que inventar "en nuestro afán de igualarnos a las nacionalidades maduras", dirá mucho más tarde, en Lo prohibido (1884)' (1. a , XI, i). Valgan estos textos como muestra de primera mano' para asomarnos al escritor y sus problemas de factura. Que no había un lenguaje establecido para la novela nos lo probaría la prosa de Bécquer en sus cartas Desde mi celda, por caso, cuando hace hablar a un pastor que le informa sobre la bruja de Trasmoz (Carta sexta) y se expresa con retórica amanerada y totalmente falsa. Claro que Bécquer no buscaba los mismos efectos que los costumbristas, perono deja de ser sintomático que en 1864 se pudiera escribir poniendo' en boca de un rústico la requintada prosa becqueriana. *

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En El audaz, no menos que en La fontana de oro, hay una clara vocación a la novela situada en un contexto histórico nacional muy definido y como elemento determinante de acción y caracteres. Estamos en los años que preceden inmediatamente a la iniciación de la gran serie novelesca de los Episodios nacionales, y no es aventurado suponer una lejana gestación. Nuestra novela se sitúa en el añode 1804, y no con mucha propiedad documental histórica, que acaso no le interesara. Precede, en el cuadro histórico, a Trafalgar, La corte de Carlos IV, y a las siguientes, por supuesto; y en todas,, menos marcado en Trafalgar, hay una atención muy marcada hacia 98

Jos residuos de carácter y color propios del siglo xvm, que en El audaz toman marcado relieve. Como se ha de ver más adelante, es el siglo de las luces el límite anterior a que llega la curiosidad histórica de Galdós —si excluimos sus artículos sobre Toledo, donde no pasa de la evocación histórico-artística— y en uno de sus escritos de estos años, en "Don Ramón de la Cruz y su época" (Madrid, enero de 1871, en ed. Aguijar, vol. VI, págs. 1465 y ss.) dedica amplia atención a las costumbres y tipos, casi en la línea de las estampas y escenas románticas, aunque con no poca parte de una cierta sociología, pues el carácter por sí solo no le basta a su curiosidad. Por otra parte, hemos de ver hasta qué punto ha aprovechado sus estudios del siglo xvm como materia que incorporar a su novela. Al componer El audaz, Galdós ha incurrido en un ligero desajuste histórico. Y lo de menos sería que no hubiese habido el complot y movimiento subversivo que imagina —lo hubo más tarde, y novelado está en El 19 de marzo y El 2 de mayo— aunque existía ya la enemiga contra Godoy y se conspirase para derribarlo. Parece inventada la conjura y la rebelión frustrada en Toledo, algo así como ensayo de la que luego triunfó en Aranjuez. Pero dejando lo que de puro artificio novelesco tenga este episodio, capital dentro de la novela, y admitiendo, claro está, la licitud de la invención, ya no resulta del todo admisible la inadecuación de las ideas que mueven a los conspiradores, particularmente a Muriel. Si Galdós titula uno de los capítulos, "El primer programa del liberalismo", creemos que es anacrónico, por anticipado, el hablar de liberales y liberalismo, que son términos todavía no dotados de sentido político pleno, pues ello adquiere carta de filiación con las Cortes de Cádiz, y adjudicada a los reformistas. Allí se llama liberales a los "partidarios de las ideas generosas y progresivas". Rafael Lapesa ha mostrado cómo se ha ido formando el vocabulario que refleja las nuevas ideas en los primeros liberales, y, por ejemplo, en el Diccionario de la Academia de 1803 la palabra "tolerancia" lleva una nota nueva —nueva respecto de la ed. de 1793—, la de "civil", que se aplica a "el permiso que concede un gobierno para exercer libremente cualquier culto religioso". (Puede verse, también, M. a Cruz Seoane, El primer lenguaje constitucional español [Las Cortes de Cádiz], prólogo de R. Lapesa, ed. Moneda y Crédito, Madrid, 1968.) La justeza historicista de la novela resulta menoscabada no tanto por sus fallos, más bien leves, como por cotejo con las que luego seguirán. Probablemente Galdós ha pensado más en fundir, con apresto histórico, dos motivos principales: uno el retrato de una 99

sociedad en sus últimos años, el Antiguo Régimen o que está a punto de convertirse en tal; y otro, la presentación de un héroe, de un carácter, el revolucionario con misión, un casi alucinado. Y supedita la novela a conseguir los efectos que de ambos motivos se derivan. Con lo cual no se afirma que el autor haya desatendido la información, porque presta muy cuidada atención a los aspectos de ambiente y costumbres, a las ideas, al contexto social en que se desenvuelven los tipos. Y, caso curiosísimo, el novelista parece que no tuviera noticia del hambre que hubo en ese año de 1804, motivada por una escasísima cosecha, y que preocupaba a Godoy como posible causa de alteraciones; pero en la preparación del levantamiento popular se dice, como de pasada, que "la carestía del pan" serviría de acicate. Es casi seguro que Galdós no leyera las Memorias del Príncipe de la Paz —no escritas por él— y muy probable que no hubiera buscado una información precisa sobre lo acaecido en aquel año de 1804: la carestía del pan era un recurso socorrido, motivado o no *. Muriel está emparentado con el Lázaro de La fontana, y ambos son "personas que no aspiran al juicio de la posteridad [...] ramas del árbol que da la madera histórica con que armamos el aparato de la vida externa de los pueblos". Con estos personajes anónimos el novelista tiene más campo para el imaginar y ver "en luminosa perspectiva el alma, cuerpo y humores de la nación". Como lo ha dicho, lo ha logrado en esta novela, tan llena de tentativas. En cualquier caso, si se compara nuestra novela con La fontana, hay un desdibujamiento mayor en aquélla, menos precisión si se mide con criterio historiográfico, que no es, precisamente, el único aplicable. (Ahora puede seguir el lector curioso el ambiente político de transición en el artículo de Paulette Demerson, "Les écoles patriotiques de Madrid entre 1781 et 1808", Caravelle, núm. 13, Toulouse.) *

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Conviene recoger las declaraciones del autor como testimonio de excepción para alcanzar algo de sus intenciones al componer El audaz, novela que lleva como subtítulo aclaratorio y declarativo, Historia de un radical de antaño (donde los tres sustantivos designan sin lugar a dudas un área y un motivo). En el preámbulo a la edi1 El hambre padecida en 1804, y la ocultación de grano que la agravó, puede leerse en las Memorias del Príncipe de la Paz, BAE (cont.), LXXXIX, II, pág. 67.

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ción en libro reproduce Galdós la carta que Eugenio de Ochoa mandó al director de La Ilustración, donde fue publicada, carta en la que se ocupaba de la dicha novela. Como Galdós, después de transcrita apostilla, "Nada tengo que añadir a esto, que es lo mismo que yo pensaba decir, pero mejor dicho", bien podemos tomar la interpretación del erudito liberal para entender la finalidad del novelista. Alaba en éste el "esgrimir su pluma contra la hipócrita sociedad de fines del siglo pasado y principios del presente"; denuncia la hipocresía y corrupción de la sociedad, que se extasiaba con los versos de Moratín padre a Pedro Romero, mientras "Nelson abrasa nuestra escuadra en Trafalgar y éramos juguete de Francia". Supone esta manera de enjuiciar la sociedad del antiguo régimen una postura crítica, de crítica negativa en la que nada se salva, al menos para Ochoa, más severo en esto que Galdós, como veremos, a la hora de hacer novela. Queda como algo bastante definido esa actitud revisionista de un pasado no próximo, pero no sin algún efecto en el tiempo en que la novela se escribe. Supone esta obra, especialmente a la vista de las que han de seguir, algo como el punto de partida de una vasta novelización de la España moderna. Y debe notarse que la curiosidad histórica de Galdós no ha ido más atrás de ese siglo xvm en su penetración y ecos dentro del siguiente. Dijérase que se trata de una preparación histórica para echar los fundamentos de la novela siguiente. Ochoa se ha fijado más en la intención satírica y negativa, descuidando lo que en la novela hay de proposiciones positivas, los ideales que encarna Martín Muriel, el héroe frustrado por anticipación. Tampoco ha recogido Ochoa lo que el novelista ha salvado de aquella sociedad, ganado por el gusto hacia el carácter y el color. La sátira no lo es todo, ni mucho menos, en El audaz. En el personaje que Galdós propone como héroe de las ideas nuevas, hay sus resabios de literatura folletinesca: hijo de una víctima inocente de turbias —nada claras quiero decir— maquinaciones de un noble, amado por la hija del que acabó con su padre, no es simplemente un resentido (tiene grandeza para pedir personalmente justicia a su enemigo: situación efectista no muy felizmente resuelta) ni opera por motivaciones de índole personal y privada, sino por un ideal social y político, confuso sí, pero resultado de una educación y de unas lecturas. Si se toma con alcance aproximativo, Muriel trae una nueva filosofía que quiere convertir en fórmulas pragmáticas, y él es un "filósofo", en el sentido dieciochesco de la palabra, más un impulsivo que elige el camino de la acción violenta e inmediata para hacer triunfar su programa. Convendrá, pues, ana101

lizar las ideas que incorpora el personaje, y los motivos de carácter y ambiente que el novelista introduce en el cuerpo de su obra. En cuanto a las ideas, parece muy aceptable que Galdós ha proyectado sobre 1804 —año en que sitúa la acción novelesca— pensamientos y teorías políticas más en consonancia con los años que siguen a la revolución del 68 y hasta con un pathos revolucionario que no consuena con el de comienzos de siglo. La oposición radical en dos Españas irreconciliables todavía cabe más en el tiempo histórico de La fontana de oro (1820-1823), donde aunque por boca de un loco se dice algo de tan estremecedora exactitud como esto: "Un abismo nos separa; no hay reconciliación posible. Es preciso que nos odiemos a muerte" (pág. 84, a). Lo que Muriel pretende es "la abolición de los privilegios, la negación del derecho divino, la soberanía nacional, los derechos del hombre. He ahí los grandes problemas planteados en aquellos días". Y todavía aspira a más, pues no se conforma con la abdicación, que quieren forzar, de Carlos IV en el Príncipe Fernando, sino que aspira a borrar la dinastía reinante. Que aquí hay un recuerdo de la Revolución francesa no parece descaminado, pues no es casual que aparezca un loco, actor en las jornadas revolucionarias de París, cuyos desvarios forman un contra» punto ocasional, pero de muy calculado efectismo evocando per» sonas y momentos con la doblada truculencia de lo evocado y la alucinación demencial. El caso es que cuando queremos penetrar en la mente de Muriel y conocer la formación de su carácter e ideología, apenas se nos dan datos directos, que se insinúan apenas, como antecedentes de la acción en que el joven revolucionario se halla empeñado. Las cualidades de Martín se nos dan por crédito, no en evidencia, salvo en muy contados casos no demasiado convincentes. Los años de su educación quedan diluidos en vaguedades imprecisas: "En los primeros años del siglo presente, lo mismo que en los últimos del anterior, se habían extendido, aunque circunscritas a muy estrecha esfera, las ideas volterianas. La revolución filosófica, tarda y perezosa en apoderarse de la masa general del pueblo, hizo estragos en los tres principales centros de educación: Madrid, Sevilla y Salamanca... Pero donde más prendió el fuego del volterianismo fue en Andalucía, cuya raza impresionable y fogosa es inclinada a la rebeldía así política como intelectual y se deja conmover fácilmente por las ideas innovadoras". Y cita a Marchena, White... En ese ambiente (pero cómo o cuándo, no se ve) se formó Muriel, y se impregnó del "espíritu de protesta, que al principio fue puramente religioso, pasó después a ser social"... y se convirtió en "odio con102

tra la nobleza y el clero". El espíritu revolucionario "se mostró en él rudo, implacable, radical, sin la depuración que después han traído el estudio y el mejor conocimiento del hombre" (pág. 234). Todo lo que falta de presentación directa y convincente de las ideas y de la capacidad proselitista de Muriel, precisamente en los momentos en que era más indicado —preparación de los amotinados— no nos es compensado por algún pasaje, raro, en que nos enfrenta el autor con un hombre de ideas políticas y sociales coherentes y fundadas. Uno de estos momentos, nótese el carácter popular, es el de la fiesta campestre en que se encuentra con Susana, la aristócrata hija de su peor enemigo, y a la pregunta de ella, contesta Martín con un parrafazo que trasciende a la pluma del autor, y pasa revista a los males del país en sus distintas clases y estamentos, para quedarse con la plebe, pese a todos sus vicios, no sólo por lo que en ella encuentra de bueno, sino porque odia lo que él mismo aborrece. La situación no puede ser más tópica en su contraste entre el pobre, idealista, y la aristócrata orgullosa, que, sin embargo, ha escuchado, por lo menos, la diatriba contra su propia clase social. Galdós cita en varios lugares de su novela los nombres de los autores "perniciosos", los culpables, para la reacción, de los descaminos de la juventud, y son, además de Voltaire, D'Alembert, Rousseau y Holbach. Pero el novelista no se ha curado de ofrecer muestra de ideas sino muy en bloque, y lo que Muriel resulta es un obseso, providencialista en "su conciencia de filósofo", que no sabía "si seguir despreciando a su época u odiarla con más fuerza" (página 297) porque ve que "la corrupción era invencible, porque era a la vez fanática y parecía más fácil destruir aquella generación que convencerla" (ibíd.). Nos las habernos, pues, con un fanático, en su línea, de un obsesionado que se lanza a la revolución con esta frase: "Si no venzo esta noche es señal de que no hay Dios". Luego incendia el edificio de la Inquisición y termina loco, gritando: —"¡Yo soy dictador!" La inconsistencia con que se atribuyen al barón de Holbach, a Rousseau y a Voltaire la paternidad de ideas que han movido las nuevas corrientes ideológicas no suele ser mucho más seria en autores de "derechas". En un libro de B. Comín, Catolicismo y racionalismo. Estudio de la literatura católica del siglo xrx (Zaragoza, 1867-1868, 2 vols.) la censura aprueba "la oportunidad de este Estudio en beneficio de la juventud, en las aulas y en los mostradores y talleres", con un optimismo en los hábitos lectores realmente conmovedor. Pero Comín dedica sus mejores dicterios para Voltaire y Rousseau: el primero "personifica especialmente la re103 8

volución en su obra de destrucción religiosa", y el segundo, "la destrucción social... de modo que la revolución en el siglo xvm se hallaba toda entera en Voltaire y Rousseau". Ya no nos interesa recoger más detalles de estos dos corruptores en la apasionada pluma de Comín, que —¡perdón!— no son meras cominerías, sino un estado de opinión en que todavía nos han formado en nuestra juventud, y en otras juventudes mucho más recientes *. La verdad es que Galdós parece no haberse documentado sobre ideas y reformas sobre instrucción pública en el siglo xvm, que le resulta más curioso por las notas de color y costumbrismo, aunque no deja de tener conocimiento de que la educación de lo que iba a ser clase media se viniera dando en centros seglares. Lástima que esto sólo sea una mención de pasada, sin más. Porque la renovadora promoción de enseñanzas técnicas y la creación de nuevos centros, por ejemplo, durante los reinados de Carlos III y aun de Carlos IV, venían orientando la instrucción por nuevos rumbos, como puede verse en las cartas de Jovellanos al rey, las consultas de Godoy al gran asturiano, o las noticias sobre fundaciones docentes de que el Príncipe de la Paz se muestra tan satisfecho en sus Memorias. Hubo una verdadera fe en la cultura, en frase de M. Sarrailh. De todo esto, salvo en ecos remotos, en ese confuso y vago filosofismo atribuido a Muriel y basado, sin precisiones, en lecturas de Holbach, d'Alembert, Voltaire y Rousseau, nos falta imagen puntual que nos presente el espíritu del siglo, en la novela de Galdós. Y eso que se trataba de presentar una sociedad en trance de extinción. Las notas anti clero y aristocracia dice Montesinos que pueden estar inspiradas en El Censor (1781-1789). En rigor, yo diría que la aristocracia apenas está vista como clase en El audaz y, desde luego, con una función que apenas rebasa el ámbito de la fábula novelesca. Esto último ocurre con el clero, tratado con vario humor, desde el grueso y chocarrero, hasta una comprensión amable: el padre Corchón y el tío de Susana, los dos polos, respectivamente8. 3 Sobre influencias de estos autores, y acción y en contra de los inquisidores, hay mucha bibliografía, por ejemplo, M. DÚFOURNEAUX: L'Inquisition espagnole et les livres frangais au XVIII' siecle (París, 1963). Las obras de Voltaire se prohibieron in totum, en 1762 (Índice, de 1790). En ¡riarte y su época, de COTARELO, hay muchos datos sobre lecturas y traducciones de esos escritores. Por supuesto, en el excelente libro de SARRAILH: La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, México, 1957. Pero no nos interesa ahora sino lo que pensaba y sabía Galdós. 8 Aunque no trata de nuestra novela, reconoce flexibilidad en la actitud de Galdós, J. Delbin, en su libro Spanish anticlericalism. A study in Modern Alienation, New York, 1966. El cap. III está dedicado a Galdós y se ocupa de novelas desde Gloria, Doña Perfecta y siguientes. Recoge caricaturas me-

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De todos modos, es la Inquisición lo que se presenta con nota más odiosa, aunque ya en 1804 estuviera en una fase de menor dureza. El episodio que en El audaz nos enfrenta con el repulsivo tribunal, está apresurada y superficialmente tratado. El personaje que polariza la protesta y la rebelión apenas llega a encarnar en un individuo, ni alcanza el relieve de tipo en quien pueda verse personificado un estado de opinión. Martín Muriel es un solitario que no tiene vinculaciones con la masa, ni con los conspiradores que le ayudan para su propia ventaja y como quien se sirve de un instrumento para desecharlo. Ello se debe, quizá, a inhabilidad, aunque su correlato en La fontana tiene más de persona individual y casa mejor con el ambiente. Una prueba de la imprecisión galdosiana, en nuestro caso, puede ser la escena y pasaje en que Muriel se enfrenta con la Junta revolucionaria, ni nos ha hecho ver cómo ha logrado tal ascendiente sobre los conspiradores, ni se nos brinda la menor muestra de su arrebatadora elocuencia, que es, justamente, lo que le ha valido el ser buscado para cabeza del motín y el favor de la masa: "Nunca habían oído elocuencia igual y su voz tenía el don de despertar en la mente de todos ideas grandiosas". Aquí de la advertencia orteguiana al novelista, "no definir", presentar, por el contrario, en "autopsia" las cualidades y acciones. Entreverado de rasgos de personaje de folletín, Muriel se parece a la casta de ese género de héroes cuya actuación singular se enfrenta con todos y con todo; y, en última instancia es la personificación de uno de esos temas universales, de esos mitos siempre remozados, del paso por la vida como busca fallida de un ideal al que se sacrifica todo. El arte de Galdós ha quedado muy por bajo del gran mito en la persona y como símbolo. *

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Como resumen de las fuerzas que se hacen chocar en el decurso de la novela, y que anticipan lo que históricamente aún no se había planteado abierta y efectivamente, podemos tomar el capítulo XXVI, "El primer programa del liberalismo". Se esperaba que el pueblo nos imparciales. Al autor lo considera como un "God-seeker". En la extensa' gama de curas y frailes, canónigos y obispos que hay en la obra de Galdós, tenemos muy distinto tratamiento por el autor, quien, no pocas veces incurreen un tosco anticlericalismo, quizá no menos tosco que lo satirizado, en ocasiones. Triste y pobre capítulo de nuestra historia y de nuestra literatura. Ataque y defensa han solido ser cerrados y cerriles y desde partido tornadopreviamente casi siempre.

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se amotinaría con el pretexto de la carestín del pan, apoderándose luego de la ciudad para proclamar la caída de Godoy (pág. 377), y el programa que la Junta revolucionaria se proponía era el de convocar unas Cortes generales después de haber conseguido "la abolición del Santo Oficio, la desamortización completa, la extinción de señoríos haciendo desaparecer el voto de Santiago, los diezmos y otros onerosos tributos. A las Cortes se les dejaba el resolver sobre el mayorazgo y el fundamento de un Derecho penal y civil. Además del "pueblo" se cuenta con el apoyo de los jóvenes de la clase media educados fuera de seminarios y conventos" (pág. 376) *. Ahora bien, todo este ideario ha surgido un tanto inesperadamente, y tampoco se ha visto claramente cómo se haya ido forjando en la mente de Muriel. Como tantas veces ha sido contado, el amor se entrevera con la acción revolucionaria. Martín cuenta con que Susana, la aristócrata, hija del enemigo de su padre, "preferirá la coquetería de los estrados y la ocupación de corromper a mil hombres torpes y corrompidos a ser la compañera y consuelo de un hijo del pueblo, fatigado por sueños insensatos" (pág. 370). La ingenuidad de las palabras del héroe —esa contraposición tan elemental de ricos, corrompidos, y de pobres— no nos choca tanto como el que pueda a esa altura histórica presentarse alguien como "hijo del pueblo". Este tema de los al parecer imposibles amores está jugando en la novela con muy calculada maestría en su comienzo, de irremediable repulsa, el progreso de la pasión, que se nos da en forma de indicios ambiguos, intermitentes, entrevelados, aunque suenan a tópico. Como contraste con el amor apasionado y levantado de Muriel, no falta el odioso y bajamente interesado de Segarra, un figurón folletinesco. Quizá sea menos trivial el nudo dramático en que Susana se debate entre lo que sus deberes de familia, educación y creencias le exigen y lo que la atracción de Muriel y de su idealismo le solicitan: "Nunca la pasión y el deber, eternos contendientes de estas grandes batallas, chocaron de un modo tan rudo". Ponderación 4 Las relaciones con los posibles revolucionarios en el pueblo, aunque muy poco precisadas, están indicadas así: "Eran estos hombres, por lo general jóvenes de la clase media, que habían recibido provechosa enseñanza en las escuelas de aquellos tiempos, pero emancipados, al fin, de los seminarios y conventos... El pueblo, al principio, no se relacionaba con Muriel sino por la mediación de esta juventud entusiástica. Pero él quiso conocer qué elementos tenía en la plebe, y exploró con afán, procurando siempre infundir una idea a aquella muchedumbre irreflexiva" (pág. 376). En las citadas Memorial de Godoy se dan muchas noticias sobre la reforma de la enseñanza en el siglo xvm y las cartas de Jovellanos abundan en información sobre el tema.

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desde fuera, una vez más, aunque también asistimos a una toma de conciencia que no llega al monólogo interior puro: "Y ¿qué valor tenían las exigencias de su familia, tratándose de su felicidad? ¿Por qué había de someterse a la voluntad de nadie? ¿Por qué había de sacrificar a una vana consideración social, a una pura cuestión de palabras, el hecho cardinal de su vida, aquel grande y noble sentimiento, vagamente previsto desde que dejó de ser niña..." (pág. 283). No seguimos con el grandilocuente parrafazo, del que salimos a un modo narrativo: "Como una balanza matemáticamente nivelada, y oscilando en períodos iguales, así estaba su espíritu y así resistió dos días de constante meditación" {ibíd.). La decisión vendrá provocada, sentimentalmente, por la traída del hermanillo de Martín, al fin hallado. Que luego Susana se suicide tirándose desde el puente sobre el Tajo cuando Muriel ha fracasado y enloquecido, está dentro de la concepción melodramática que se viene imponiendo. No habrá dejado de advertir el lector el sostenido movimiento interrogativo de la rumia interior de Susana; y volveré a notar que Galdós ha empleado un punto de vista que no ha sabido desprenderse del narrador omnisciente para manejar el monólogo interior ya puro, ya en forma de discurso indirecto libre. Notemos que ha estado muy cerca de procedimientos que más tarde habrá de dominar, en sus novelas de plenitud. Digamos que la aventura amorosa es un igrediente de fácil atractivo y muy apto para captar lectores de gustos sentimentalones, con lo que el motivo o tema de la lucha de ideas y de generaciones se hace más pasable. Ello se hace más incitante con la alternativa de los sucesos, la distancia de los amantes, ligados por un destino fatal, y hasta por una tenue nota sensual, de inocente tentación: la petimetra ha citado en su casa a Muriel, y lo recibe en una habitación, sola, en un sofá, en una media luz: "Martín pudo entonces mejor que antes observar la bella actitud de aquel cuerpo perezoso que se extendía sobre el sofá, sofocado por el calor y libre ya del abrigo que lo cubría. ¡Qué rara escena aquella en pleno año de 1804...!" (¿No recordará Galdós las majas, vestida y desnuda, de que habla con delectación en La Corte de Carlos 1V1) Pero "el joven filósofo, a pesar del predominio que la inteligencia tenía en su espíritu sobre toda la facultad, poseía también en alto grado, según la escuela revolucionaria de Rousseau, el sentimiento de la naturaleza, y, fuerza es confesarlo, la petimetra en aquel momento no le inspiraba ningún afecto puro" (pág. 323) 6 . Peregrina aplicación de la filosofía 6 "Aquella escena, que parecía ser un presagio del romanticismo", sigue el autor, sacándonos bruscamente de la situación. Es muy digno de estudio el

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rousseauniana a una situación tan sabida: estamos en el clima de la erótica de folletín, complicada, sin ventaja, con la llamada novela de tesis. Todo desdibujado, confuso y banalizado. Como cuando, antes, ha salvado a la dama de sus raptores y asesinos y sostienen un amplio diálogo en que el héroe expone la "sed inextinguible y furiosa del bien de mi patria" (cap. XXI). Contribuyen a darnos información de época en lo literario las notas dedicadas al bucolismo a lo Cadalso y Meléndez, ridiculizado en personajes como Narciso Pluma y la literata, que viven la ilusoria vida pastoril convertida en moda social (págs. 268-269)6, y muchas otras notas de ambientación que hemos de ver más detenidamente. Apuntaré ahora las de menos cuenta, como la precisión en descripciones de trajes y telas, las costumbres de hacer representaciones teatrales en las casas, los tipos característicos, como el "cortejo", el barbero astuto, aunque no lo demuestre, pero sirva de criado oficioso y de recursos, el abate intrigante, servicial y vanílocuo y, los que nos van a ocupar más la atención, los tipos de extracción popular madrileña. Aquí tenemos uno de los subtemas de más entidad en la obra. Pero antes de ocuparnos de estos personajes y su mundo, no estará de sobra si consideramos otro nivel social también atendido en la novela, el de las clases altas. Verdad es que en muchas de sus apariciones responden más a tipos que miman una acción folletinesca que a una presentación de carácter. Es una excepción, y muy notable, la tertulia en casa de don Miguel de Cárdenas, tío de Susana, que nos permite ver uno de los procedimientos galdosianos de más largo uso, aquí iniciado, y es la minuciosa observación de objetos, muebles, cachivaches con que nos da la ambientación de época, y esa curiosa convivencia de lo europeo y lo castizo, en el piano-forte que sustituye al clave de los tiempos de Juan Bautista de Lulli, cuya música está en competencia con los "rasgueos picantes" de la guitarra que anima la reunión, tan grave. En esta tertulia, somnolienta, donde no tiene entrada el que no pertenezca al grupo interés que Galdós ha mostrado hacia los románticos y su literatura, ideas y tiempo, en muy repetidas ocasiones, no sólo en La estafeta romántica. • Véase el cap. XXIII y a Pepita Sarahuja, en Aranjuez, en unos campos que "se le antojaban Arcadias, y ella pastora, según había leído en sus endiabladas poesías". ¿Había leído don Benito La fingida Arcadia, de Tirso? Puede ser una quijotización pastoral. Estas notas de la vida literaria o las que da de otras artes nobles —pintura, escultura y música— van a constituir un recurso normal en las novelas posteriores. Es, pues, digno de nota el señalarlo en este período germinal y con ello parece que el autor se distancia muy marcadamente de la vulgaridad y demasiada llaneza del folletín. La novela se culturiza por lo que valga. 108

social: allí, "señores procedentes del Consejo y Cámara de Castilla, de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, de la Contaduría de Penas de la Cámara de Ordenes o de Indias..., o de cualquiera de aque* líos panteones administrativos, que hacían las delicias del siglo xvm. Por las noches, al ver entrar con solemne y acompasado andar aquellas estiradas figuras, cuyos semblantes parecían más graves, sombreados por las alas de pichón de sus disformes pelucas, un observador de nuestra época hubiera creído asistir al desfile del Estado en el antiguo régimen" (pág. 301). Un capítulo destinado a la evocación, con esa mezcla de visión directa y distancia, que desajusta el enfoque del narrador y desplaza igualmente el punto de vista del lector. El gozo en el carácter y en su descripción atenúa y casi anula el tono polémico y crítico de esa España necesitada "de regeneración". La presencia de la guitarra en el salón nos da entrada a otro de los temas que forman la novela, y es el de la mezcla de lo popular, lo plebeyo y la aristocracia, en el medio madrileño. Nos enfrentamos con una muy considerable parte de El audaz, en que Galdós se siente atraído por el color local, por el ambiente de majos, chulapos, manólas, castañeras y chisperos; pero no solamente como motivo realista, sino en función de crítica social por cuanto la aristocracia había dado en imitar las maneras de hablar, vestido y diversiones de la gente del pueblo bajo. No olvidemos que Galdós ha dedicado páginas a "Don Ramón de la Cruz y su época" (publicado en enero de 1871, ahora en O.C., Aguilar, VI, páginas 1465-1491) y en esos artículos tenemos mucho de lo que ha convertido en materia novelada. Ha escrito sobre la aristocracia decaída de su papel heroico antiguo y "llega al nivel de la plebe, con quien se junta, no para consolarla y apoyarla, sino para imitar su llaneza y desenfado" (pág. 1477). En la segunda parte se ocupa de los saínetes de don Ramón, "pinturas de la vida", donde encuentra "el colorido local" ("la couleur lócale", nos vino del costumbrismo francés) popular, pues "la clase proletaria de hoy es más inteligente y menos pintoresca" (pág. 1487). Echa en falta la clase media, todavía sin cuajar, y encuentra que "el pueblo no respira, no late en el fondo de aquel arte" (pág. 1475). La curiosidad y la demorada atención que dedica dentro de la novela, aun forzando a las veces la línea argumental, a los motivos pintorescos y típicos, no es sino un efecto de la dilatada literatura costumbrista cultivada con especial atención en el siglo xix, ya en pleno Romanticismo 7. No es hora de discutir las opiniones de Galdós sobre don 7 Una buena información sobre el género en MARGARITA UCELAY DA CAL: Los españoles pintados por sí mismos (1843-1844). Estudio de un género costumbrista, El Colegio de México [1951].

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Ramón de la Cruz y su teatro; pero es de palmaria evidencia que lo ha aprovechado en esta novela con escenas que son de ascendencia sainetesca, en nombres de tipos, hablar crudo, descripciones y caracteres. Los dos capítulos, "La maja" y "El baile de candil" (XIII y XIV respectivos) son casi digresiones, para dar entrada morosa al motivo pintoresco, con lo que pisa terreno más en consonancia con su genio de novelista, sin caer en el melodrama. Muy cuidada está la figura del abate, chisgaravís, correveidile, ingenuo, que pasa junto a los motivos más fuertes sin salir de su papel cómico-burlesco, y haciendo de enlace entre las esferas sociales extremas, chismoso y gacetilla viviente que recoge rumores y noticias "con la exactitud de la calcografía o del daguerrotipo" y es sujeto por el que se nos da muy sabrosa información sobre la vida de cada día: ese don Lino Paniagua, que volverá a figurar, de pasada, en La Corte de Carlos IV, y ya hiciera su primera aparición en La fontana de oro. Pero la nota de color viene inseparablemente enlazada con la censura y sátira de la clase noble, que Galdós toma del mismo siglo xvni. Y no sólo en El audaz, sino también en La Corte de Carlos IV (y siguen las mismas notas hasta la altura del dos de mayo, en sus novelas) nos depara Galdós nobles encanallados o populacheros. La Duquesa y la Condesa de La corte "se hacían llevar en litera a la Florida, merendaban con Goya en el canal y recordaban con tristeza la trágica muerte de Pepe-Hillo, acontecida en 1803" (pág. 291). Otro personaje, descrito en su atuendo popular, "no crean ustedes que era algún Manolo de Lavapiés o chispero de Maravillas, ... pues [era] uno de los principales caballeros de la Corte... sólo que éste, como otros muchos de su época, gustaba de buscar pasatiempo entre la gente de baja estofa, y concurría a los salones de Pepa la Aguardentosa, Juliana la Naranjera, y otras célebres majas, de que se hablaba mucho entonces. En sus nocturnas correrías usaba siempre aquel traje" (pág. 304, Episodios, I, ed. Aguilar). En nuestra novela es el autor quien habla por boca de Muriel cuando se refiere a un aristócrata: "un primogénito inepto, que no sabe más que alborotar en los bailes de majas, hacer versos ridículos en las Academias, o lidiar toros en compañía de gente soez". O cuando se trata de un segundón que "hacía versos, lidiaba toros, frecuentaba todos los círculos en que había gente de humor". Esta mezcla de gente bronca, alegre y torera, que tantos motivos ha dado a la literatura y a la pintura, ha sido objeto de tratamiento 110

más grave, menos colorista y complaciente. En La Corte de Carlos IV, se citan unos versos: ¿Ves, Armesto, aquel majo, de siete varas de pardomonto envuelto? (pág. 304). Se trata de la muy citada sátira de Jovellanos, que, en efecto, así empieza, y está dedicada a "un nieto del Rey Chico". Con este motivo Jovino describe el tipo, su ignorancia, trato de majas, cantantes y toreros, pero sólo sabe: Quien de Romero o Costillares la muleta mejor y quien más limpio hiere en la cruz al bruto jarameño8. Mesonero Romanos, con quien sostuvo Galdós trato y correspondencia muy ilustrativa de su curiosidad, en "La capa vieja y el baile de candil" nos pinta un personaje que abandona sus hábitos aristocráticos por los modales groseros de la plebe, deja sus amistades de clase y adopta "el traje y los modales de un majo verdadero", y con ese atuendo se echa "a buscar aventuras por Lavapiés y el Barquillo", pero Mesonero no sentía tanto la necesidad de censura como otros escritores del siglo anterior al suyo. Así Clavijo y Fajardo denuncia la mala educación de los jóvenes (El Pensador, XLI, 1763). O Cadalso, en su carta VII de las Marruecas (1. a ed. de 1793, pero escrita, al menos en parte, en 1788) 9 se ocupa de un joven noble que se limita a pasar la vida entre gitanas, toreros, gente baja y sin estudios. O don José de Somoza, que enumera los vestidos de un caballero: "capa y cofia a la mañana, a lo militar después; y a la tarde de majo para los toros" (en "Usos, trajes y modales del siglo xvm", Obras en prosa y verso, ed. J. R. Lomba, Madrid [1904], pág. 94). Y en otro artículo, "Miré al grande vestido de gitano; al militar, recostado sobre la mesa de la castañera; el abate, manteando peleles entre las mozas de barrios bajos" (en "Una conversación del otro mundo" —el que habla es don Ramón de la Cruz—, op. cit., pág. 118). Como arriba se deja dicho, el tema persiste en la mente y en la obra de Galdós, como puede • Puede leerse en la edición de José CASO: Poesía, Idea, Oviedo, 1961, página 24 y ss. Hay una variante respecto de los versos citados por Galdós: "en siete varas". • Véase ahora la edición de L. Dupuis y Nigel Glendinning, Támesis, London, 1966.

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verse en el capítulo I de Napoleón en Chamartín, o en las amistades del conde de Rumblar y gente baja, verduleras y demás, pero aquí Galdós ya ve el motivo con cierto distanciamiento irónico, especialmente al presentarnos criminales chulescos. Incluso en novelas no de tipo histórico —o en que la historia es accesoria— no dejará de tocar con censura el noble encanallado, por ejemplo en La desheredada, donde Isidora, que pretende ser de ascendencia noble, manifiesta sus pujos aristocráticos vistiéndose de chula para ir a la verbena de San Isidro: "ella lo había visto en varias novelas y obras de teatro" (págs. 1092-1093). La obra está publicada en 1881 y su acción ocurre poco antes, ya lejos de los amenes dieciochescos. Los historiadores de aquel siglo de las luces han visto esas aficiones de la gente joven y noble: Sarrailh escribe que "el joven de la nobleza se aficiona a tratar con la gente baja y acaba por caer en el majismo, a no ser que por haber visitado algunas capitales extranjeras... se convierta en un petimetre" 10. En nuestra novela, el capítulo IV, "La escena campestre", en el clásico escenario de La Florida, puede servir para ver la convivencia de nobles, pueblo y las distancias que en el caso de Susana o su pretendiente mantienen cada uno. En definitiva, y sin dejar de gozarse en la materia popular con regusto pintoresquista, Galdós está con los que han fustigado en sátira o censura la degradación de una clase sin ideales ya. El alcance que se quiera dar a esta situación, no deberá hacer coincidir lo que la literatura crítica con lo que la verdad completa de la historia nos dice, pues hubo muchos aristócratas que estudiaron, viajaron y practicaron las ciencias o el gobierno con responsable dedicación. Pero no es de nuestra incumbencia ahora aquilatar la distancia entre la visión del escritor y la justa realidad. Galdós no ha tenido, por el momento, más atención que para lo más fácil de retratar y de someter a crítica. No creo, por otra parte, que tuviera don Benito la idea de una España inver tebrada, aunque sí de que hacía falta regenerar (palabra clave en esta obra) aunque sus clases dirigentes aparecen tan carentes de misión con responsabilidad de gran alcance. Lo que se advierte también es su poca o ninguna afición a los toros y a su mundo, que siempre ve próximo al encanallamiento, en la novela que nos ocupa, y en muchas más. (El lector puede ver, no en novelas primerizas, la estimativa de Galdós por lo taurino, en mi estudio "Galdós y Valle-Inclán", ahora en Clásicos 10 Véase La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, México, 2.» ed., 1957, págs. 88-89. También es útil CHARLES E. KANY: Life and manners in Madrid, 1750-1800, Berkeley, 1932.

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modernos, Gredos, Madrid, 1970.) Dentro de la ancha simpatía y amor de don Benito hacia lo español, no tuvo cabida lo taurino, y toreros o aficionados llevan siempre una nota francamente peyorativa o desdeñosa. En cuanto al pueblo bajo madrileño, ya se ha indicado su atención a los saínetes de don Ramón de la Cruz, en el trabajo citado antes. El análisis de los tipos como el abate, el cortejo, majas y payos, ilustrados con textos de saínetes, muestran una curiosidad muy viva. Luego, en los capítulos donde da entrada a estos tipos, Galdós los presenta con una bonachona ironía, entre complaciente y burlesca, que contrasta con el tono solemne o apasionado, grave y tenso que domina en el resto de la obra. Estos pasajes populares son como alivio y diversión jocosa, y con ello el autor pierde envaramiento y oquedad. Véase algún ejemplo: "El Zurdo, rey de los matuteros; Trespelos, gran maestro de los tomadores del dos; el Ronquito, emperador de la ganzúa; Majoma, canciller de los barateros" (pág. 328). Y, en "El baile de candil": "El primero que entró fue Paco Perol... siguió la elegante y simpática verdulera del Rastro, Damiana Mochuelo, y después la distinguida y airosa Monifacia Colchón, comercianta en hígado, tripa y sangre de vaca... Sonó la guitarra tocada por el bizarro puntillero de la Plaza de Madrid, Blas Cuchara..." (pág. 334). Como se habrá advertido, una ironía un tantico mecánica y tan burda que por si no fuera a captarla el lector, aparece subrayada: Galdós no tuvo el don de la gracia entre los más sobresalientes que le distinguieron11. Muchos años más tarde todavía reverdecen en Galdós los recuerdos de sus lecturas de la obra del gran sainetero, y recuerda cómo en su ya lejana juventud, estudiante en Madrid más aficionado al espectáculo callejero que a las aulas, "fugitivo de la Universidad", siguiendo "cursos de Literatura práctica y aun de Psicología experimental" buscando el trato de personajes reales o imaginarios por el callejero madrileño, se encontró más de una vez con "la visión del prodigioso sainetero madrileño don Ramón de la Cruz, que ha 11 Entre las muchas variedades de ironía (y no voy a entrar en tan complicado terreno: basta recordar a Muecke y Jankélévitch) hay dos en oposición, según Northrop Frye, la ingenua en que el escritor nos está llamando la atención de su ironía; y la "sofisticada", que se limita a decir y deja a cargo del lector la interpretación. Y recoge un pasaje de Coleridge —que no puntualiza— que nota cómo cierto texto de Defoe podía haberse convertido de sutil en tosco y obvio abusando de palabras en cursiva, entrecomillados, exclamaciones y otros signos de la propia conciencia de la ironía. Los subrayados de Galdós hacen aún más ingenuos los calificativos de una ironía ya sencilla. (La obra de Frye es, por supuesto, Anatomy of críticism, Princeton University Press, 1957, y el pasaje aducido, en pág. 41).

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perpetuado la vida de los tiempos majos en sus obras inmortales. Era mi pesadilla: yo le consideraba no como pintor, sino como creador de la pintoresca humanidad que puebla la zona baja de Madrid [...] y evocaba el castizo ingenio de don Ramón para que me asistiese y amparase, prestándome algunos adarmes de su peregrina realidad y de su saladísimo desenfado". (Guía espiritual de España, Madrid, conferencia dictada por don Benito y leída en el Ateneo madrileño, 28 marzo 1915, que puede verse en O. C. Agui* lar, VI, págs. 1503 y ss.) Allí mismo ha dejado rememoración de andanzas urbanas, de tipos, como el Cojo de las Peñuelas, la tía Chiripa, y del "lenguaje majo, chulesco o como se le quiera llamar". Lástima que no sean más precisos los recuerdos y caracteres que atribuye al habla popular de la Villa, que necesitaría una ilustración ejemplificada. Perovale la pena copiar sus notas: "La característica del léxico popular de Madrid ha sido la invención continua de voces y modismos. He observado que en la época chulesca la inventiva es más fecunda y el léxico más rico que en el período de la majeza; dijérase que la primera época es castiza y tiende a la conservación de las formas verbales; la segunda, decadentista, con tendencia al desenfreno del individualismo aplicado al lenguaje... luego viene una tercera época, cuya característica es la mutilación de las palabras más usuales: el estilo telegráfico, la economía de saliva. La época intermedia es, a mi juicio, la mejor, la más galana y expresiva" (pág. 1507, ibíd.). Esta época intermedia, su preferida, es la dieciochesca, de que da muestra en El audaz y singularmente en los capítulos de carácter majo. En cualquier caso, quede constancia de su cultivo del saínete, y todavía recogeré una cita más, aquella en que Galdós entiende sintetizado el procedimiento artístico de don Ramón: En La comedia casera a la pregunta que de dónde ha sacado su texto, se responde: "—Del teatro de la vida humana, que es donde leo." Entre este pasaje de mocedad (1871) y el texto de la conferencia para el Ateneo hay una sostenida identidad de concepto. Pero en sus recuerdos desde la ancianidad nos llama poderosamente la atención algo que aun dicho como de pasada y sin sacar más consecuencias, revela un sentido más agudo del arte literario, no como copia, sino como creación, más de inventiva que de observación, que eso dice lisa y precisamente: "yo le consideraba no como 114

pintor, sino como creador de la pintoresca humanidad que puebla la zona baja de Madrid". Los recursos de lecturas de saínetes12 son fácilmente perceptibles en El audaz y en las novelas que sitúa por los primeros años del siglo xix. En nuestra novela, por ejemplo, Vicente Garduña, La Pintosilla que figura como personaje principal en el capítulo XIII, tiene el mismo nombre de guerra que la desgarrada figura en Las castañeras picadas. Los majos del Avapiés (Lavapiés, en Galdós), del Barquillo o las Peñuelas recuerdan, en psicología, hablar y acciones a sus congéneres del saínete {La venganza del zurdillo, por ejemplo). Don Ramón dedicó varios saínetes a la figura del "cortejo", que Galdós reproduce más desdibujado. El abate, don Lino, tiene también numerosos modelos parciales, con los que ha compuesto Galdós este tipo, acaso más individualizado que los de don Ramón. Y todo lo que pertenece al mundo de petimetres de ambos sexos, tiene la misma progenie, aunque la literatura dieciochesca, sin olvidar la tonadilla escénica (véase José Subirá: Tonadillas teatrales inéditas, libretos y partituras, Madrid, 1932, passim) se prodigó en estos motivos y otros, como los de currutacos, pirracas y madamas. La penetración en el interés de lectores ya dentro del siglo xix es mucho más extensa de lo que el solo testimonio galdosiano pudiera hacer suponer. Hay colecciones o series de piezas sueltas, saínetes y "uni-personales" que siguen publicándose entrada la centuria, como el Don Líquido, o "un currutaco vistiéndose, escena uni-personal para representarse en casa particular, por don Juan Jacinto Rodríguez Calderón" (Valencia, 1816, y allí se anuncian las piececitas mencionadas, de venta en la librería de José Carlos Navarro). Aquí estamos, también, en los dominios de la sub-literatura. Pero el abate Paniagua reclama nuestra atención por lo que juega en la novela, unas veces como elemento de relación que trae y lleva chismes y recados; por su función cómica, de benévola tonalidad, y manejada como alivio y diversión en los momentos más tensos; y, en definitiva, como personaje característico "de la sociedad matritense de aquellos días", gracias al cual y a su condición de "gacetilla" estamos informados del "álbum gigantesco" de la "vida social", a falta en esa época de los "órganos impresos 12 La edición que pudo haber manejado Galdós de los saínetes de su admirado costumbrista, Colección de saínetes tanto impresos como inéditos, con discurso preliminar de Agustín Duran y juicios de Martínez de la Rosa, Moratín y Hartzenbusch, Madrid, Yenes, 1834.

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de la vida común". Los había corrompidos, que "se valían de su traje, convencionalmente respetable, para penetrar con ambigüedad en los estrados, como dice don Ramón de la Cruz, otros eran unos pobres diablos inofensivos a la moral pública... El abate Paniagua era de estos últimos" (cap. II, iv). Hay cierta complacencia en el tipo, aunque Galdós diga que inspiraba indiferencia en todo el mundo, y en una de sus apariciones, cuando lleva un billete amoroso a Leonardo, al entregarlo, nos salta uno de esos rasgos singulares, indicio de un escritor de calidad: "Metió la mano en su pecho, sacó un billete y, sonriendo y aún diremos con cierto rubor, lo entregó" (II, v). Este es uno de esos rasgos que, como anticipaba, hacen del tipo un individuo con personalidad individualizada. Desde Leonardo, el segundón sin dinero, nos lleva Galdós hacia otro tipo dieciochesco, el del cortejo, caricatura del Don Juan, "en aquella sociedad, que Goya y don Ramón de la Cruz retrataron fielmente y con mano maestra" (II, ii). Pero no me interesa tanto este papel de cortejo, que Galdós rodea de pudibundez (Leonardo cortejaba en el buen sentido), atenuando los modelos de saínete13, como lo que de Leonardo nos hace pensar en otro de los grandes temas futuros en la novela galdosiana: la pobreza y el aparentar, la miseria decorosa, el falso pundonor que impide trabajar, pero no entramparse. El criado, Alifonso, tiene algo de Fígaro, y nos anuncia otros servidores que se las ingenian para remediar la penuria de sus amos. Ambos personajes que aparecen ya en el capítulo II, y presentados con detenida atención, muy ligados con Muriel, se desdibujan y pierden luego en el decurso de la acción. Si añadimos las escasas páginas dedicadas al ambiente rústico, en Aranjuez, nos haremos cargo de cómo Galdós, novelista principiante, ha intentado demasiadas cosas en personajes, acciones, ideas y ambientación. Exceso muy propio de primeras novelas. En esta época de formación del novelista, ya se habrá advertido la indecisión del autor y su busca de diferentes modos y motivos, solicitado por varios caminos. No quiero pasar por alto los trabajos de Pattison, Eoff y, muy singularmente, de Montesinos", en relación con esta fase de nuestro novelista. Los escritos juveniles, como 13 Véase "El cortejo fastidioso", "El cortejo escarmentado", "La oposición14 a cortejo", entre otros saínetes de D. Ramón. Puede verse, entre otros, S. EOFF: The jormative period of Galdós's sociopsychological perspective, en "The Rom. Rev.", XLI (1950); J. MONTESINOS: Galdós en busca de la novela, "ínsula", 1963, septiembre, y luego, en su Galdós, I, Castalia, Madrid, 1968, donde resume lo hasta entonces sabido y añade muy jugosas observaciones.

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"Un viaje redondo" (de 1861) y luego "Observaciones sobre la novela contemporánea en España" (de 1870) y poco antes en La fontana de oro, abonan la incertidumbre y busca afanosa. Como sucede con los grandes autores, los borrones primeros cobran todo su sentido al considerarlos en función de la obra de mayor madurez. Atención particular merece La sombra (de 1870), que se sale de todo lo que hemos venido viendo, salvo en la utilización como motivo básico de un estado alucinatorio, y, por ello, no sin relación con las variedades de locura y trastorno mental que en sus dos novelas contemporáneas presenta. Otro gran tema, si no el mayor en la novela de don Benito: la gama de fantásticos, imaginativos, obsesos y locos, de los cuales hay siempre uno o varios ejemplares en cada obra. Eco quijotesco, al que se le incorporan los datos de la clínica. Y también es indudable que Galdós se había penetrado muy hondamente del juego entre percepción real y visión imaginaria, y de la tenue frontera que no delimita netamente los dos campos. La misma literatura es condicionante de la vida y el Fileno de El audaz (cap. XXIII) o el encuentro de Pepita Sanahuja, a la que habían tenido que quemar sus libros de poetas bucólicos, con el hambriento Pablo Muriel, en ese choque entre realidad y ensueño, no puedo menos de apreciar reminiscencias cervantinas, no sólo de la obra mayor, sino también de la Galatea, pues precisamente en Aranjuez se da en la novela de Galdós y en la cervantina ese choque de dos mundos y modos de ver contrapuestos. Conforme con que nuestro don Benito ha sido un gran observador de su ambiente, de la realidad en torno, pero la nómina de sus ilusos, de los que conforman los datos de la experiencia con su voluntad de ver y transformar lo objetivo en interpretación personal, no es menos considerable ni tiene menos entidad dentro del corpus novelesco. •

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Dentro de la economía del organismo que es la novela —hablo de El audaz— hay motivos que actúan en distintos niveles y con varia frecuencia, por ejemplo, que ahora me interesa analizar, la descripción sea de paisaje, de personas, de objetos, de lo visto y percibido como escenario de la acción. De lejos le viene a la novela el alternar con varia proporción diálogo, narración y descripción —sin otros modos que ahora no cuentan—, y Galdós, tanto por sus lecturas de escritores nacionales como extranjeros, no opera de modo nuevo. 117

Hay, en nuestra novela, dos modos de presentar personajes, aunque no demasiado distintos, y es que unas veces la descripción viene claramente de mano del autor, y otras se insinúa, pero no se cumple, que la descripción es el resultado de las impresiones causadas en otro de los personajes. Cuando leemos: "Entonces pudo Muriel observar mejor la pobre facha del corredor de asuntos amorosos" (pág. 251), y sigue la descripción, el autor-narrador suplanta del todo al personaje y nos da el retrato acabado. El autor se toma la ocasión de hacer el retrato físico y la etopeya de los personajes, bien atribuyéndose la observación, sin más explicaciones, bien subsumiéndose en lo que uno de los personajes puede contemplar, o invitando al lector a que lo haga por su cuenta. Entre los casos de este último punto de vista, he aquí cómo nos presenta al padre Corchón, fraile de basto trazo caricatural: "Mientras la solícita dueña va en busca del chocolate, el lector se queda a solas con el padre Corchón y no podrá menos de fijar su vista observadora en tan insigne personaje, lumbrera de la Santa Inquisición". Con lo que sigue el retrato del fraile glotón, ignorante, pedante y chismoso, al que ya habíamos conocido páginas atrás en la novela. Ya antes hemos dejado constancia de la puntualidad con que el novelista da cuenta de los rasgos y pergeño de los personajes, y cuando no lo ha hecho, supone una curiosidad insatisfecha del lector, al que adelanta: "Daremos a conocer sucesivamente, y conforme el diálogo lo exija" (pág. 262) a los personajes. La atención dispensada a cada personaje en su retrato es ya un indicio de la importancia que tiene bien dentro de la acción o, simplemente, como figura de carácter: tales, la maja, don Lino Paniagua. Y, con una excepción, las descripciones están desvinculadas de las vivencias de los personajes. Por rara, y significativa, traeré esa excepción: en la fiesta de la Florida, el enamorado y desdeñado, Pluma, ve que un paje trae los tenedores para la merienda, y se imagina a sí mismo portador de los adminículos, que "le hubieran asemejado al Dios Apolo esgrimiendo los rayos del sol. Empleamos esta figura, porque algo parecido cruzó por la mente del aturdido joven en aquellos momentos" (cap. IV). Sólo en esta fugaz, y muy ilustrativa, ocasión Galdós ha situado al lector en el punto de vista del personaje y con esa idealización tan en consonancia con su psicología. Lástima que se crea obligado a darnos la chata explicación que sigue. Creo que estamos ante una de las limitaciones del arte galdosiano, carente de agilidad para el salto imaginativo sin apoyo. Desde otro ángulo, la descripción puede resentirse de recuerdos literarios ejemplares, o tenidos como tales, y en esos casos no discierno hasta qué punto se trata de un pegadizo involuntario o de 118

una alusión ennoblecedora del estilo, digamos que en el plano del discurso alusivo como dicen los estructuralistas. No juzgamos de intenciones salvo mucha evidencia, y dejo en cargo al lector una opinión sobre lo que voy a exponerle. Un capítulo, el XVI, se abre con esta descripción que trasciende a clasicismo trasnochado: "Asomaba la aurora por las ventanas y balcones del madrileño horizonte, cuando don Buenaventura Rotondo y Martín, después de... [hago gracia de la estirada rama de la prótasis] regresaron a la calle de San Opropio". O este otro caso, más fácil de identificar en su modelo: Pablo, se ha fugado de la casa del Conde de Cerezuelo, donde estaba siendo atormentado, "saltó y retozó, emprendiendo después más tranquilo su marcha por el antiguo y conocido campo de Montiel (aunque no era verdad que por él caminaba)" (final del capítulo VI). La cosa tiene algún interés, mayor que el de remitirnos al capítulo II de la primera parte del Quijote, sin otra justificación que la de un supuesto adorno, tan ajeno al momento. Se trata de eso mal entendido procedimiento de "embellecer" la prosa a poca costa, una prueba más de la carencia, que Galdós notara, de un lenguaje nuevo para la novela de aquellos días. El socorrido casticismo no era privativo de Galdós, pues su maestro en tantas cosas, Mesonero Romanos, hace decir a un tipo madrileño: "Écheme a buscar aventuras por Lavapiés y el Barquillo, con más determinación que el héroe manchego por el campo de Montiel". (En La capa vieja y el candil.) Al lado de estos manierismos Galdós tiene el gran acierto de dar una nota breve, certera, que dice mucho más que descripciones prolijas o de similor, como en la "chupa verde mar... del tiempo de Farinelli" que lleva don Lino: es el "petit fait vrai", no tan frecuente como desearíamos. Las descripciones extensas, sea cualquiera el objeto, están confiadas a la visión, quiere decirse, a la vista, como si de pintura se tratase. Es lo que ha dominado en la prosa novelesca y costumbrista del siglo xix, y sigue sin esperanzas de extinguirse. Quiero recordar un pasaje de La voluntad, de "Azorín", escrita en 1902, el capítulo XVI, donde opone una manera de describir, decimonónica y periclitada, frente a otra con la sensibilidad de su generación. Copia sendos pasajes de dos novelas, que no menciona, y que son de Blasco Ibáñez y de Baroja (Entre naranjos, cap. III; La casa de Aizgorri, jornada V), dos maneras de sentir y ver el paisaje, con la preferencia que es de suponer, a favor de Baroja, que no sólo ve, sino que tiene atención para los sonidos. (La argumentación de "Azorín", el admirable escritor, es tan endeble, que ni ha captado la esencia del estilo barojiano, ni se ha dado cuenta de que con el 119 »

texto citado va en contra de algunos de sus razonamientos). En términos generales, y dejando en lo sustantivo esa contraposición de estilos, diríamos que, en efecto, los escritores de final de siglo han traído una más afinada sensibilidad para percibir no sólo forma, color y línea en el paisaje, sino que han acogido sonidos, movimiento, olores, tiempo, en una palabra algo más experimentado desde una sensibilidad rica. Ahora, en El audaz, nos vamos a encontrar con un paisaje asombrosamente moderno, anticipado al gusto y modo de hacer. Estamos en los primeros pasos de la novela, Muriel ha ido al convento donde ha de encontrarse con un fraile, posible protector suyo, el padre Jerónimo de Matamala, y copio el hermoso trozo: "Hallábanse en la puerta del convento, sentados en un banco de piedra. Caía la tarde, y los rayos del sol hacían proyectar oblicuamente la sombra de los grandes chopos, trazando largas y paralelas fajas en el suelo [...] y una noria cuyo rumor producido al perezoso girar de una paciente muía, era un arrullo que convidaba a la somnolencia. La vista y el oído reposaban dulcemente ante el efecto a la vez óptico y acústico de los círculos sin fin descritos por el humilde animal [...]. Cavaba con mucho denuedo un padre en uno de los cuadros de cuyos apelmazados terruños surgían las hojas exuberantes, retorcidas, verdeazuladas de las coles, que allí se desarrollaban con frondosidad que tenía algo de voluptuosa. No se oía más que el ruido de la noria, el golpe de la azada, el canto de algún labriego [...]. El viento era tan tenue que apenas movía los últimos y más endebles penachos de los chopos [...]. Ni una nube empañaba el cielo. No hacía frío ni calor. La uniformidad, la calma, la monotonía convidaba a fijar la mente en un solo pensmiento" (pág. 328). El lector sabrá perdonar lo extenso de la cita por el gozo de su lectura. Y eso se escribe en 1871, entre otras prosas, como las de la misma novela, tan formularias. ¿Qué más podría haber pedido "Azorín"? La impregnación en la hora y en el lugar, la fina captación de sensaciones, del tiempo y su paso nos han sumergido, envolviéndonos con el hechizo del momento singularísimo. Ahora bien, ¿quién es el que siente, vive, estos momentos en ese lugar? No los personajes, pues ni se nos dice que así fuese, ni hay indicio de que tales experiencias estuviesen incorporadas a algunos de ellos o a ambos. Ni lo que luego sigue, la conversación en que cada uno expone sus preocupaciones y planes, está de modo alguno ligada al ambiente tan maravillosamente creado. Hemos pasado desde esta excepcional descripción, lanzada por el autor como "une piéce de bravoure", al proceso de la acción en el diálogo; y ya no opera el medio creado en los personajes. He ahí otro ejemplo de tanteo, de frustración también, después del 120

gran hallazgo. El paisaje es algo adventicio, ajeno, motivo, todo lo más, para hacer ejercicio de prosa descriptiva; pero ahí queda la página de mano maestra. Hallamos otra manera de describir, tomando un lugar concreto para pasar a generalidades y, en el caso que voy a aducir, viendo el objeto en profundidad. Se trata de la Catedral de Toledo, que tan hondamente impresionó a don Benito, y no es fácil eludir la tentación de hacer retórica al propósito. La noche en que Muriel iba a levantar el pueblo, ha corrido el rumor de que pensaba destruir la Catedral, y ya no hay ojos ni atención para lo que se ve: "La soberbia construcción secular, donde tantas generaciones han puesto la mano para embellecerla, sintetiza y encierra todo lo que aquel pueblo ha sentido y todo lo que ha sabido. Allí reposan sus héroes... La Catedral encierra las alegrías, las desventuras, las hazañas y el amor de aquel pueblo" (pág. 392). Estamos muy lejos, todavía, de Ángel Guerra, pero no tanto de Toledo (Historia y Leyenda). Y en "Memorias de un desmemoriado", habrá de volver sobre sus impresiones toledanas. En El audaz, el paisaje urbano sólo sirve de divagaciones oratorias o para una difusa ambientación nocturna y con prestigio histórico vagamente entrevisto y expresado. Finalmente, aunque sin agotar el tema, dejaré constancia de la curiosa atención de Galdós hacia los objetos, y muy particularmente hacia telas y adornos femeninos, que en nuestra novela halla ya su lugar no escaso. Creo que ha sido Madariaga quien ha sugerido un estudio por hacer, y que yo había pensado promover, el de las telas en la obra de Galdós. Con qué regusto enumera los nombres precisos de la gran variedad de tejidos que usaban damas y caballeros, "cursis" y pobres de solemnidad. En La de Bringas, en Fortunata v Jacinta, como más señaladamente, y en casi todas las novelas madrileñas nos las tenemos que haber con uno o varios episodios que suceden en tiendas o almacenes de tejidos precisamente. El afán enumerativo y "cosista" de don Benito halla una marcada complacencia en este medio comercial. Madariaga ha recordado que en una ocasión la carcajada que suena en una novela, suena "como un rasgar de telas en la calle de Postas" " . Como índice del mecanismo asociativo no está mal. Es raro que no haya —si es que no hay, en efecto— una publicación sobre los tejidos en la obra galdosiana... SALVADOR DE MADARIAGA: De Galdós a García Lorca.

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El folletín dominaba los gustos de los años en que Galdós iba a comenzar su carrera de novelista, y bien lo hizo notar él mismo. No aduce pruebas —que pudiera— Melchor Fernández Almagro cuando afirma que hacia el año 1868 ejercían influencia "en el mesócrata, en el artesano y en el obrero las novelas "por entregas" y los folletines de fondo romántico-social a que pueden servir de ejemplo, en sus distintas cualidades y estilos: Los miserables, de Víctor Hugo; Los misterios de París, de Eugenio Sue; María o la hija de un jornalero, de Ayguals de Izco... A las capas sociales donde no llegaba la especulación doctrinal del tributo o del escritor, las calaba ese tipo de literatura popular, y acrecía el ascendiente de esos factores sobre la conciencia revolucionaria un instintivo odio d© clases" (en Historia política de la España contemporánea, 1868-1885, Madrid, 1969, pág. 32). Muy atinadamente se ha señalado esa mezcla de motivos folletinescos y sociales en la literatura cuyos productos podía haber citado mucho más copiosamente 16. Y son esas dos notas, más alguna otra, lo que vamos a encontrar en El audaz. La proximidad al folletín en la obra primeriza de Galdós ha sido advertida por Alcalá Galiano (bien que oponiendo La fontana a "los excesos del folletín") y, con más lucidez, por Montesinos y Max Aub. Del primero remitiré a su libro citado, recordando que establece esa aproximación como de pasada, pero con exactitud. Aub, sin el método del erudito, percibe como escritor que "la técnica galdosiana es casi siempre dramática y, a veces, melodramática" (en "Discurso de la novela española contemporánea", El Colegio de México, 1945, pág. 22). Pero, ¿qué novelista aun entre los mayores del siglo pasado, particularmente en la primera mitad, no ha inci" Antes de 1870 se habían traducido y publicado muchas ediciones de obras de Dumas, Féval, Sue, Soulié, Ponson dua Terrail, sin contar con la producción propia de Mariano Vallejo, José M. de Goizueta, M.a Pilar Sinués, Ayguals de Izco, Fernández y González. Se mezclaban lo histórico con la sentimentalina actual, residuos de goticismo y protesta social. Pedro Antonio de Alarcón, en El final de Norma (1855), rinde tributo juvenil a ese género ínfimo, en la línea melodramática más disparatada. (Y Martínez Kleiser, su editor moderno, dice tener la vigésima edición de tal engendro.) La reedición que hoy se hace de obras como La bruja de Madrid, Barcelona y sus misterios, por la ed. Taber de Barcelona, parece que está hecha desde una posición de pop-art. En su tiempo, la introducción del vapor en la imprenta debió de ayudar a una mayor difusión y baratura. Es un aspecto que habrá de ser estudiado. Un análisis de la literatura más baja puede verse

en SEGUNDO SERRANO PONCELA: Literatura y subliteratura, Caracas, 1966, y en

el ensayo allí incluido, "El mito, la caballería andante y las novelas populares". Véase ahora, J. M. ZAVALA: Socialismo y literatura: Aygual de Izco y la novela española, "Rev. Occ", núm. 80 (noviembre 1969).

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dido en el modo folletinesco? El lector espera, y con razón, que le exhiba mi idea del folletín, condición previa para entendernos. Tocamos aquí uno de esos problemas de lindes, cuya solución es más objeto de aprehensión intuitiva que de fórmula definitoria precisa: estamos en los confines de la literatura y de la subliteratura, zona a la que relegaríamos el folletín, en principio. De todos modos podemos tomar algunas notas caracterizadoras del género, y que derivan de su vehículo impreso y del destinatario. La publicación, por entregas, busca un comprador de escasos recursos, y por ello, dentro de la sociedad decimonónica, de cultura también parva. La lectura que se espera y se provoca es una lectura de nivel emotivo y sentimentalón, jugando el efecto sorprendente y la tensión expectante con muy calculados recursos. De ahí que los capítulos, que pueden coincidir con el final de una entrega, terminen con ruptura o suspensión del hilo narrativo, quedando los personajes en un trance crítico, cuya resolución se espera con impaciencia. Los dos polos de la expectación, el planteamiento y su satisfacción, operan con marcada insistencia en esta clase de novelas, aunque, por supuesto, no sea procedimiento ajeno a obras que consideramos de plena legitimidad literaria. (Lo cual es tan relativo, que depende siempre de la tabla de valores vigente en cada caso. El Decamerone fue sub-literatura cuando apareció, y a juzgar por el trato de los más doctos, el Quijote andaba por los aledaños.) La técnica de composición del relato raras veces se ha desprendido enteramente de esos resortes de atracción, aunque hayan sido jugados con muy varia tonalidad. (Vid. Roland Barthes, "Le récit" en Communications, 8.) Por lo que hace a los sentimientos, folletín y melodrama movilizan una sentimentalina muy afín: bondad y maldad extremosas y simples, contrastes absolutos. Pasto de una emotividad fácil, necesita la dosis fuerte y evidente a primera lección. La prueba del acierto en el autor digamos que se mide en lágrimas o suspiros, en indignación o deliquio del lector (rara la risa, y más, la sonrisa). Ortega dejó escrito que el melodrama es al drama lo que el chafarrinón a la pintura; pero no es tanto cuestión formal, creo, como de actuación en un destinatario en el que se piensa. El "Vive le mélodramme oü Margot a pleuré", de Musset, y su correlato en La verbena de la Paloma. 'También el pueblo tiene su corazoncito", nos ilustran sobre el destino del folletín. La disponibilidad y la facultad para dejarse entender y mover por el falso dramatismo, el patetismo o la dulzonería, son como Ersatzen de las pasiones nobles y fuertes, y, desde luego, quedan muy lejos del placer desinteresado que supone la fruición artística 123

como tal. (De esto ha escrito páginas muy ilustrativas Gino Dorfless en su obra Nuevos mitos, nuevos ritos.) Pero tenemos que abandonar la ruta que se abre aquí hacia una sociología del gusto, en las formas de arte Kitsch, para seguir con el Galdós entre la novela y el folletín. Si empezamos con El audaz nos hallamos ante tipos de catadura netamente folletinesca: el tío de Susana, traidor que aspira a la herencia de su hermano y para ello necesita hacer que desaparezca su sobrina, que es, claro, la figura femenina más atractiva. Toda la trama para raptar primero y asesinar después a la víctima, tiene las notas de nocturnidad, misterio, embozados, sicarios pagados, horror tantalizante y, claro es, un final feliz, pues los malos son bastante necios, salvada la bella por el héroe, cómo no. Añádase a todo esto un ilusionismo que opera dentro de la novela, respecto de los personajes aunque no del lector: Susana ha sido asesinada, o Muriel ha muerto. Este quid pro quo o las situaciones en que por muy poco los personajes no se encuentran cuando andan uno en busca de otro (Muriel y su hermanillo) y están muy cerca, pero invisibles o no han coincidido en un mismo lugar por escaso margen de tiempo, este tipo de recursos, aparecen una y otra vez. Como el doble sentido de una carta, de que el personaje tiene la versión errónea, y el lector la correcta (vid. caps. II, VI, XVI y XVII), son otros tantos casos. Son modos de concebir y realizar que tienen mucho de dramático, en su juego irónico de doble destino. Arriba se deja dicho que suele ser truco folletinesco el terminar los capítulos en un punto crítico de la acción: así ocurre en El audaz, como en este pasaje: Muriel ha tenido una promesa misteriosa de Rotondo, que despierta en aquél "el vivo interés de lo misterioso", y se pregunta: "¿Qué sería? ¿Conspirar, preparar alguna explosión revolucionaria...? ¿Sería una simple cuestión personal de Rotondo? ¿Qué parte tenían en aquel asunto las audaces ideas que él, filósofo indisciplinado, consideraba como su único tesoro?" (capítulo II, final de iii). El movimiento y entonación interrogativos son usados con profusión en la novela folletinesca, sin duda como excitantes de la curiosidad y tensión emotiva en los lectores. No es necesario acumular ejemplos, en gracia a lo patente del fenómeno, y valga por muestra este pasaje de La bruja de Madrid, de Ayguals de Izco: "¿Cuál sería la intención del polizonte, complacer a don Eduardo o tenderle un lazo a traición? Las citas a medianoche son de mal agüero. Los siguientes capítulos nos explicarán este enigma" (final del cap. III). Si comparamos con el texto galdosiano aducido, nota124

remos que la interrogación está embebida en un monólogo del personaje, con lo que funde la mecánica del relato con una toma de conciencia, todo mucho menos elemental y tosco que el descarado alhiguí de Ayguals, que se prepara sin disimulo el incentivo de la aventura. De todos modos, tampoco habrá de excluirse en la consideración de interrogaciones —y de exclamaciones, que tanto o más llenan páginas del folletín— la calidad oral de unas y de otras, pues, como sabemos, la curva de entonación en ambas frases supone modulaciones más remarcadas que en las frases de tipo enunciativo, por ejemplo. Funcionan exclamativas e interrogativas como medio de comunicación de un estado de ánimo de tal personaje o inducen tal tonalidad en el lector cuando es el narrador el que tiene la voz; pero no sería descabellado, supongo, postular un hábito de lecturas en voz alta y para un auditorio iletrado. No puedo probarlo, pero quede esa hipótesis de un destino y modo de comunicación entre autor y público que acaso no dejó de ser tenido en cuenta por los productores del género " . Otro rasgo formal que domina en el folletín es el diálogo, sobre narración o descripción. Aquí Galdós, muy atento, por otra parte, al manejo del diálogo se aparta considerablemente, siquiera en la dosificación, y tenía ideas de más calado sobre el recurso 18 . No quisiera apurar el argumento y probar demasiado, pero no puedo dejar sin nota la falta de verismo en escenas que promueven el horror —no siempre con resultado positivo—: el loco y sus desvarios, la casa abandonada, las escenas nocturnas, la duda atormentadora en que se debate Muriel. La misma figura de este revolucionario desmesurado, víctima de una sociedad opresora, está más cerca de los engendros al uso del folletín que de los tipos de la novela, como puede verse comparándolo con el mozo arrastrado por la pasión política en La fontana de oro. El que Martín Muriel 1T En tanto tengamos un análisis formal, estructural-temático y sociológico de la novela folletinesca española, puede consultarse el breve prólogo a la19reedición de La bruja de Madrid, de J. MARCO, ed. Taber, Barcelona, 1969. Aunque es testimonio singular, creo que significativo: me pedía persona de muy escasa cultura una novela para distraerse, y al preguntarle qué clase de novela, me dio esta precisión: "Una que tenga muchas preguntas y respuestas". El nivel de lectura más elemental elude lo discursivo y busca con preferencia los pasajes más activos. Baroja dice que: "De chico, cuando leía una novela, siempre saltaba las descripciones y las reflexiones, e iba a buscar, decidido, el diálogo y la acción". (En Memorias, ed. Minotauro, Madrid, 1955, pág. 111.) Algún día tendremos datos de fiar sobre la recepción de la obra literaria por los lectores y tendremos algo así como una tipología de éstos, al mismo tiempo que una fenomenología de la lectura individual y social.

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venga a ser objeto del amor de la hija del noble que arruinó a su padre, que lo hizo morir en la cárcel, que atormentó al hermano menor, niño aún, son notas de imaginación folletinesca desmelenada. Si termina loco, no estaba dentro de lo previsible en la novela, parece recurso efectista para terminar con un gran gesto, y se nos dice con frases que suenan a literatura de cordel: se oyó "una bronca y ruidosa carcajada que erizó los cabellos de los presentes", seguido de, "¡Oh, Dios mío! ¡Está loco!" (pág. 397, cito por la ed. Aguilar). Los recursos destinados a crear, sostener y satisfacer la curiosidad del lector con un desarrollo de los acontecimientos hábilmente manejado, mantienen un juego constante a lo largo de la obra y con mejor y más diestro manejo que en el folletín, además de que operan en nuestra novela otros motivos considerables. La verdad es que en cada capítulo casi Galdós plantea un principio de aventura, de algo que se presenta como imposible o peligroso, cuando no extraño y lleno de misterio: nos tiene siempre en actitud interrogativa: qué va a pasar, cómo va a salir adelante, quién es, qué propósito tiene tal personaje. Es, en definitiva, uno de los rasgos más constantes de la forma novelesca, la aventura, los futuribles que abren ante nuestra atención un haz de posibilidades y de enigmas. Ni se reduce a esa proyección hacia adelante el entramado de la acción, pues Galdós, con más sutileza que los escritores populares, simultanea la presentación de un acaecer condicionado por sucesos que ha dejado en suspensión. Otras veces nos prende con verdades a medias o digresiones que divierten en momentos decisivos: así cuando don Lino, el abate, lleva un recado de la máxima importancia y divaga y se pierde en banalidades que a nadie interesan (pág. 316). La presentación de dos situaciones de doble sentido, uno para los personajes; otro, el correcto, para el lector, ya ha sido registrada antes, y supone un discurso calculado para resultados de lectura en el plano de la satisfacción de la curiosidad. Así en el capítulo II, a cargo de don Lino el despiste, o en los XVI y XVII con la ingenua desorientación de don Lino que interpreta como carta de amor la en que Muriel pide la libertad de Leonardo al doctor Alvarado. Son rasgos en el modo de componer, que se apuntan tanto por lo que significan dentro de un ideal novelístico incipiente, como por lo que tendrán de persistencia en obras ulteriores 19. " En un estudio sobre la obra de Balzac (¡y cuánto tiene de folletinesca!), se denuncia como técnica de melodrama la situación de la conjura tenebrosa,

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Por último advertiré el motivo de los personajes extraviados y a la busca uno del otro, resuelto no con el socorrido resultado de la anagnósisis, sino por la presencia próxima de ambos, ignorándose por azar de las circunstancias: así Muriel y su hermanillo, en el cap. XXIII. Considerados ahora en su conjunto esta varia suerte de recursos, bien se echa de ver una cuidada atención a la composición con la mira puesta en un lector más exigente y atento a las excitaciones de la peripecia y de la emoción fácil. Recordaré a Flaubert cuando sitúa la emoción en un plano inferior dentro de los fines de la novela, y le opone "L'illusion... faire rever, agir á la facón de la nature" (Preface á la vie d'un écrivairi). El contraste de personajes débiles y amables, mujer, niño, con un monstruo de maldad o con un loco, tan gustado de los novelistas románticos y sus descendientes, lo tenemos en nuestra novela, y también, por no citar obras más lejanas, en La fontana, cap. III; en esta misma novela todo el episodio en que Lázaro sigue a Claudio, el caserón misterioso, los embozados y el misterio sostenido; o la peregrinación de Clara por un Madrid nocturno y acechante de riesgos... para no citar más (Vid. págs. 132 y 150, respectivamente). Todavía está muy próxima en su composición El 19 de marzo... y también aquí encontramos situaciones parecidas: Inés, hija de nobles, en manos de don Mauro Requejo, prestamista, y toda la historia para pretender casarse con la riquísima heredera: todo el capítulo XVI es un acabado modelo del género folletinesco más genuino. Acaso Galdós tiene ya un cierto sentido crítico de estos trucos y, en la misma novela, parece buscar justificación desde la novelería para hacernos creer como verosímil lo que nos está contando: Gabriel, encerrado en el sótano de los Requejo, tocó "ladrillos no tan húmedos como los que describen los novelistas cuando el hilo de sus relatos les lleva a alguna mazmorra donde ocurren maravillosas y nunca vistas aventuras" (pág. 442). No dejo pasar sin registro esta última frase, que suena a pastiche quijotesco; pero sin más, de momento, quede también constancia de este quiebro con que se sortea lo difícilmente creíble apelando a la ficción, desde un como si que también habremos de considerar. (El 19 de marzo... está terminada en mayo de 1873.) Bastantes años después, y cuando había ya ahondado en la novela de naturaleza más psicológica y actual, todavía le quedan oculta para la víctima, conocida del lector; o el sentido falso de un hecho, que luego viene a esclarecerse sorprendiendo a personajes y lector. Vid. JEANPIERRB RICHARD: Balzac, de la forcé á ¡a forme, en "Poétique", núm. 1, Ed. du Seuil, 1970.

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no pocos resabios de folletín; pero ya es capaz de verlos desde fuera y no sin nota de humor irónico. Tal sucede en Tormento (1884) y en su capítulo inicial, que es más bien un prólogo, en que Ido del Sagrario y Aristóteles, que aparecen como Embozado 1.° y Embozado 2.°, cambian impresiones sobre sus andanzas (compárese con el final de El doctor Centeno) y el señor Ido cuenta: "Tomóme de escribiente un autor de novelas por entregas... El dictaba, yo escribía... Cae mi autor enfermo y me dice: «Ido, acabe ese capítulo». Cojo mi pluma y ¡ras!, ya lo acabo y enjareto otro y otro", y sigue explicando las fórmulas para hacer novelas históricas folletinescas. Ido se prepara a más altas empresas inventivas: "El editor es hombre que conoce el paño, y nos dice: «Quiero una obra de mucho sentimiento, que haga llorar a la gente y que esté bien cargada de moralidad»". Y más adelante: "he puesto en tal obra dos niñas bonitas, pero pobres..." a las que quiere seducir un banquero. Y lo curioso del caso es que Aristóteles lleva una carta de procedencia y con destino semejantes a la novela que está forjándose Ido y que las huérfanas son vecinas del novelador, que concluye, "Yo escribo maravillas; la realidad me las plagia". La novela, la que sigue a continuación, ha dejado muy lejos los engendros sentimentalones y Galdós pisa otro terreno más seguro y propio. Lo que no encuentro son noticias en que confiese Galdós sus lecturas juveniles del género novelesco ínfimo, que conoció, muy seguramente. (Todavía en Misericordia, de 1897, un viaje a París sugiere al personaje el recuerdo, y la mención, de Sue, y de María o la hija de un jornalero.) Luego don Pío Baroja dirá una y más veces cómo se deleitó con la lectura de novelas folletinescas, de Dumas, Sue, Féval, Gaboriau, y otros productos de la minerva popular, aunque, precisa su sobrino, Julio Caro Baroja, que "se inte» resó más por los cultivadores y vendedores de la literatura de cor del, que por los géneros existentes dentro de ella" 20. ¡Tentador tema el de los ecos y sugestiones de esta infraliteratura en los escritores más recibidos! Hemos de reconocer que entre Galdós y un Ayguals de Izco, por citar un folletinista, la distancia es insalvable, o, mejor, digamos que se trata de obras cuya calidad no tiene comparación posible. Ayguals maneja un lenguaje defectuoso, lleno de lugares comunes 30 En su Ensayo sobre la literatura de cordel, "Rev. Occ." edts., Madrid, 1969, libro que es muchísimo más que un ensayo, rico de documentación y de apasionante interés. La afición a lecturas de folletinistas en don Pío, de que con tanta frecuencia habló, puede verse en varios pasajes de sus Memorias, Madrid, 1955.

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o ridiculamente culturizado. Las motivaciones de personajes y la contextura de éstos no tienen visos de verosimilitud y, lo que es peor, resulta una psicología necia e incoherente. Cierto es que tiene un fondo histórico, que propone un mensaje de redención social, ¡pero con qué modos y desde qué plantemientos! Si se compara, por ejemplo, el ideario de Muriel, en El audaz, con el del autor, expuesto en La bruja de Madrid, hay muchos puntos de contacto en cuanto a la condenación de los excesos inquisitoriales de la reacción (aunque se trata de dos épocas distintas, 1804 y la reacción fernandina), y Ayguals se apresura a documentar su narración con testimonio histórico sobre atrocidades represivas ,l ; se deja ganar por los efectismos facilones de sensiblería extremosa, por los golpes de efectos terroríficos, en fin, busca sin lugar a dudas un tipo de lector de muy escasas exigencias literarias. Creo que en estos folletinistas los motivos, temas y recursos de la literatura se han degradado por debajo de lo que un consenso no muy elevado considera como literario, es decir, artístico. Con razón vio "Clarín", que no ha mencionado siquiera El audaz, que Galdós vino a cumplir, y muy joven, "una restauración de la novela popular, levantada a pulso por un hombre solo" (O. C. Galdós, I, Madrid, 1912, pág. 30). Pero estas líneas, que no apuntan al folletín, están escritas, por las obras de que habla, en el año de 1900. Se refiere el crítico asturiano a los Episodios nacionales, que ya iban por la tercera serie, y que no todos sabían segregar de la literatura populachera. Pero ésta es otra cuestión, no para ahora. No son muchas ni demasiado expresivas las noticias que podemos rastrear en Galdós con su opinión acerca del folletín, en estos años que ya escribe, pero no todavía novelas. Por lo que puedan valer, las recogeremos aquí. En los artículos que publicó entre 186S y 1866, Crónica de Madrid, de muy varia información sobre la actualidad en la Villa, imagina una escena callejera, con sedición y matanza, "esto es bellísimo: no idearía una situación más melodramática el mismo Eugenio Sue", apostilla. En otro de los artículos, sobre el verano tórrido de la Corte, piensa en un rincón en Pozuelo, a la sombra, leyendo La correspondencia y La mujer adúltera, el novelón de Pérez Escrich, que ha tenido lectores hasta ayer. Esa obra y su continuación, La esposa mártir, acababan de ver la luz cuando escribe, irónicamente, Galdós. (Por cierto que La corres31 No vale la pena de sacar consecuencias a que Ayguals cite el dato de que la Inquisición haya condenado a alguien por manifestar poca veneración y reverencia hacia una estampa de la Virgen, y que el amigo de Muriel, Leonardo, sufra prisión inquisitorial, acusado de un delito semejante.

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pondencia de España solía publicar folletines, como Creación y redención, de Alejandro Dumas.) Pero la perla de sus opiniones está en el artículo XXV de la serie, dedicado a la crítica de un libro, Cantares, de Melchor Palau. Largamente se burla de los pucheros poéticos, del idealismo falaz, y clama "Abajo la flor, el arroyo, la sonrisa, la lágrima". Lo que se pide, se exige, es "El gancho del trapero que empuña la novela social, rebuscadora de inmundicias, ese gancho-escalpelo es el único plectro con que puede hacer resonar la musa de nuestro siglo". Y sigue pidiendo crímenes, asesinos, adulterios, gitanos, brujas y "si hay hospital, mejor", todo en nombre de la realidad. Pero esa novela postulada resulta una burla de "los lectores superficiales que reciben por debajo de las puertas de sus casas una ración mensual o semanal de literatura confeccionada en los cacúmenes de ciertos novelistas y en las prensas de ciertos editores" (pág. 1569, vol. VI, O. C, Aguilar). Clara parece su poca estimación de estas manifestaciones de literatura ínfima, que no excluyen, al mismo tiempo, un leve contagio de sus recursos, muy pronto eliminado por fortuna22. *

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Las ideas de Galdós sobre cómo haya de ser la novela le ocuparon constantemente y bien es verdad que hizo mucho más y mejor que dijo. Ya en el artículo sobre Ruiz Aguilera insiste en la observación de lo que "la sociedad nacional y coetánea" ofrece con extraordinaria abundancia. Reconoce que "hemos hecho algo en la novela romántica, que ya está mandada a recoger...; pero la novela de verdad y de caracteres, espejo fiel de la sociedad en que vivimos, nos está vedada". Y denuncia la "sustitución de la novela nacional de pura observación por esa otra convencional y sin carácter, género que cultiva cualquiera, peste nacida en Francia, y que se ha difundido con la pasmosa rapidez de todos los males contagiosos. El público ha dicho: «Quiere traidores pálidos y de mirada siniestra, modistas angelicales, meretrices con aureola, duquesas averiadas, jorobados románticos, adulterios, extremos de amor y odio», y le han dado todo esto", a la manera de Dumas y de Soulié, viene a " El último de los textos galdosianos aducidos no ha escapado a la diligente atención de Montesinos, aunque con distinto planteamiento. Puede verse una puesta en orden de lo escrito sobre la formación de nuestro autor en la ya citada obra del profesor español, Galdós, ed. Castalia, Madrid, 1968, I, capítulo I. Allí hay alguna otra prueba de las lecturas juveniles de don Benito, y de su pasión por Víctor Hugo, tan próximo al folletín.

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a concluir. Dejo en suspenso el motivo de la novela folletinesca, y vuelvo a llamar la atención sobre palabras, y conceptos, clave en el ideario galdosiano: observación de la sociedad actual, "espejo", "carácter". Que estas ideas aparezcan en tan paladina exposición cuando empezaba a ensayarse en el género, nos autoriza a esperar algo mucho más jugoso en su Discurso de ingreso en la Academia (1867, retrasado siete años por hacerse esperar la contestación de don Marcelino) que llevaba el incitante título, "La sociedad presente como materia novelable". Hemos de suponer que lo escribió como para salir del paso o que no son meras fórmulas de modestia cuando dice de sí mismo "que no tiene apego a la erudición, que es mucho más fácil la documentación social que la bibliográfica, pues la primera se halla al alcance de las inteligencias imperfectamente cultivadas". No; el escritor no hizo el esfuerzo de convertir en doctrina o teoría sus recursos artísticos. Solamente vuelve a sus viejas ideas: "Imagen de la vida es la novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones"; considera "el vulgo... materia primera y última de toda obra artística": no salimos de las vagas afirmaciones de un arte que aspira a copiar del natural, "hablando en términos pictóricos", imagen tan cara a los autores de su siglo, y que es, por su frecuencia, tan reveladora de una Kunstwollen. En este discurso, preparado para tan significada ocasión, no nos ha dejado un ideario coherente, ni añade mucho en el que pronunció contestando a Pereda, en la misma Academia. (Pueden verse los cuatro Discursos, dos de Galdós, más los de Menéndez Pelayo y Pereda, en el volumen editado en Madrid, 1897, hijos de Tello, al que remito en mis citas.) Claro que lo que ahora me importa es cómo veía y quería la novela Galdós en sus años de aprendizaje, que considero llenos de tanteos, solicitaciones Yarias y con más intuición que reflexión, más imaginación y voluntad que espíritu crítico. Por de pronto, sus dos primeras novelas extensas (dejo La sombra) tienen algo común y es el de ser novelas de historia en cuanto al tiempo, madrileñas por situación, y con un héroe, frustrado en ambas, que incorpora el papel de revolucionario progresista. De esto se ha de tratar, pero, de momento, me interesa algo que está dentro de la composición del cuerpo novelesco, de los elementos que operan y cómo. La novela que nos ocupa está dentro de un sistema de bien conocidos procedimientos: se cuenta una historia desde un cierto punto de vista y con uno o dos personajes principales, a los que rodean otros secundarios, tratados con distinta atención; se atiende a los ambientes, que se describen, y se alterna el modo narrativo, 131

el descriptivo con el dialogal (menos frecuentes son evasiones líricas o tiradas oratorias cargadas de ideas). Con estos ingredientes pueden hacerse infinidad de novelas, por supuesto. En nuestro caso, Galdós ha operado con cierto sentido clasicista francés, quiero decir que ha tomado una acción muy cerca de su desenlace, y salvo algunos antecedentes, contados, o las digresiones, el héroe progresa fatalmente hasta su final catastrófico, que se produce cuando había logrado el éxito, que parecía imposible en amores, y un ascendiente sobre el pueblo, él que había venido de la oscuridad. Es una línea bastante tópica, cuyo curso suele detenerse o desviarse para conseguir una mayor tensión curiosa en el lector. Hemos notado algunos pasajes en que el punto de vista del autor se manifiesta. Lo normal es que no se oculte, y que lleve a su lector sujeto a indicaciones preventivas, aclaratorias o de comento. Con todo ello y para nuestro gusto, no se obtiene ventaja alguna, y parece un recurso de inocente puerilidad. En el lenguaje con que se presentan las personas de la fábula, hay un grado de caracterización o tipificada o individual. Sabemos que en la redacción segunda (de la revista al libro) atenuó los rasgos del habla en los personajes del pueblo castizo madrileño. Galdós ha puesto siempre atención en los diálogos, y no estará de más aducir un texto suyo, aunque tardío con relación a El audaz: [con el diálogo se logra] "la forja expedita y concreta de caracteres, y éstos se hacen, se componen, imitan más fácilmente a los seres vivos, cuando manifiestan su contextura moral con su propia palabra y con ella dan el relieve más o menos hondo y firme de sus acciones; que con la virtud misteriosa del diálogo parece que oímos y vemos sin mediación extraña el suceso y sus actores, olvidando al artista oculto que nos ofrece una ingeniosa imitación de la naturaleza, si bien éste no acaba de esconderse nunca, ni acaban de esconderle nunca de nuestra vista los bastidores del retablo, por bien construidos que estén, y se encuentra presente, tanto en los arrebatos de la lírica como en el relato de la pasión o en el análisis, ya que su espíritu es el fundamento indispensable para que puedan entrar en el molde artístico los seres imaginarios que remedan el palpitar de la vida". Este sustancioso texto, en que también se nos dice algo sobre cómo entiende el papel del novelista, está en el prólogo a El abuelo (1897). En la novela de juventud los diálogos sostienen el peso de la acción, aunque no confía bastante en ellos como para evitarnos explicaciones y acotaciones a los coloquios. Parece como si Galdós contase con lectores de escasa imaginativa, necesitados de las más prolijas explicaciones. ¡Qué lejos estamos del sugerir, del apuntar! No diré si ha aprendido en Balzac el empleo del diálogo; pero 132

sí quiero traer a cuento un testimonio de excepción sobre el uso de este resorte por el autor de La Comedie Humaine, y es un contemporáneo de Galdós —ambos se ignoraron absolutamente—, Henri James, el cual escribe: "Talk between persons ís perhaps, of all the parts of the novelist's plan, the part that Balzac most scrupulously weighed and measured and kept in its place" 23. No diría tanto de don Benito, que llegó a la novela dialogada, en el límite del teatro (Realidad, por ejemplo) y que en La desheredada compone capítulos con técnica de escena, acotaciones y diálogo como para representado (op. cit. II, VI y XII). En el lenguaje de los personajes el novelista irá buscando, a lo largo de su dilatada obra, reflejar los que considera rasgos caracterizadores de individuos, bien sea por su clase y condición, naturaleza o profesión, bien igualmente por notas de más estricta personalización, incluso para ocasiones determinadas. Se ha podido hacer un estudio con el uso de "muletillas" distintivas de personas; muchas de éstas se distinguen por sus prevaricaciones idiomáticas, como llamó Amado Alonso a los disparates de Sancho; en otras ocasiones las deformaciones del habla sirven a unas circunstancias muy precisas, como sucede con una parte del lenguaje amoroso en Tristona, que refleja lecturas y tonalidad pasional de los amantes 2*. Pero todavía en El audaz no tenemos más que una discreta, intermitente, caracterización por el dialecto de las figuras. El pueblo se presta a proporcionar más color en su lenguaje pues "su habla es más propia para dar gracia y variedad al estilo. En el pueblo urbano, muy modificado ya por la influencia de la clase media, sobre todo en las grandes ciudades, la dificultad es mayor". Así escribía hacia 1870 ("Observaciones sobre la novela contemporánea en España"). Toda esta atención al modo de expresarse sus personajes está, claro es, dentro de una casi obsesiva preocupación por "pintar", "reflejar", copiar, en suma, la "realidad" para alcanzar un grado • Tomado de "The lesson of Balzac", apud, The juture of the novel. Téngase en cuenta además, R. G. SANCHEZ: El sistema dialogal en algunas novelas de Galdós, CuHA, LXXXIX. El doctor Manuel Alvar ha escrito un estudio sobre el paso de novela a teatro en Galdós. Su publicación hará un buen34 servicio a este aspecto del arte literario de don Benito. Sobejano ha comparado con el "faire catleya" entre Odette y Swann, en Du cote de chez Swann, 2.a Pero Proust tiene un arte mucho más refinado, y no sólo en este caso, sino en muchos más (cuando habla Francisca, los Verdurin, la duquesa de Guermantes, Charlus, etc.) afina los valores alusivos que subyacen en tono, léxico, frase, etc. El estudio de Sobejano puede leerse en Forma literaria y sensibilidad social, Gredos, Madrid, 1967, pág. 133. número 13.

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máximo de "verosimilitud". He repasado con detenimiento las novelas galdosianas a la busca de una idea segura sobre lo que entendía por "realidad". Como no es lugar, ni hay espacio para más demorado examen, diré que la realidad es lo que el sentir común tiene por tal, y que en su captación y traducción a literatura domina la opsis, casi generalmente. Sabe que está escribiendo novelas en que ha depurado el grado de realidad, como protesta contra un depravado y afectado realismo, según escribe a su amigo Agustín Millares cuando se estaba publicando El audaz (1871, cit. por Berkowitz, página 93). De nada nos serviría el repasar la voluminosa literatura en torno a la formación de ese multívoco término de "realismo", acuñado por Champñeury, cuando la cosa estaba más que extendida25. En cuanto a la "verosimilitud", me parece que no se trata de esa que T. Todorof conoce como variedad clasicista, esto es, la que se rige por normas establecidas dentro de los géneros; sino por la que se mide con referencia a la verdad de observación (en Qu'est-ce-que le structuralisme, ed. du Seuil, París, 1968). La documentación en el lugar, el detalle justo, irán siendo cada vez más apurados; pero, al mismo tiempo, hay, casi siempre, una apertura a un mundo creado más que observado, o por decir mejor, a resultados de visiones modificadas respecto del común, por esta» dos de exaltación de muy distinta fuerza deformante. Claro qu6 esto pertenece también a la "realidad", no de las cosas, pero sí de las personas. De cualquier modo, la novela, por muy realista que se quiera, siempre supone una ambigüedad radical en su esencia, y en su estructura, toda vez que es una ficción reconocida como tal, y recibida como verdad. Creo que éste es el tipo de ilusión que quiere inducir Galdós en sus lectores, cuando en nuestra obra, en El audaz., escribe: "Martín se encontró con una novedad tan peregrina que, por un momento se creyó personaje de novela" (pág. 315). En La Corte de Carlos IV, el narrador fingido, nos dice: "cosas hay en mi vida que parecerán de novela. No hay existencia que no tenga mucho de lo que hemos convenido en llamar novela (no sé por qué) ni libro de este género, por insustancial que sea, que no ofrezca en sus páginas algún acento de vida real y palpitante" (al final de la novela cit.). Diría que es un recurso habitual este de contrastar vida y literatura, y no veo que tenga más trascendencia que un juego ilusionístico. Todavía, para terminar y no ser prolijo, en La revo** Véase una revisión del concepto y del testimonio en R. WBLLET: Concepto of crilkism, Yale, 1965, págs. 222-255.

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lución de julio, veremos cómo la invención en "esas peregrinas imitaciones de la realidad que llamamos novelas" [...] no son mentira, pues "la verdad se viste con los arreos de lo fabuloso para cautivarnos más, y cuando ve que la contemplamos embobados, suelta la risa, se quita el disfraz y nos dice: «Mentecatos, no soy arte; soy... yo»" (cap. XIII). Supongo que todo este insistir en la realidad vivida, no es sólo carencia de un sentido del arte puro, sino también reflejo de un fondo didáctico de la novela, pensada para una sociedad. No entra en tela de juicio algo tan controvertido como el problema de ver y observar la realidad, como si hubiera una sola manera de interpretar y no tantas como observadores. Ya hemos citado un texto de Galdós sobre don Ramón de la Cruz en que le concede no poco de creación en lo que dice tomar de la vida en torno. Lo que el artista pone es no sólo su peculiar manera de ver, sino, luego, la de expresar. Mucho mejor que todos esos partidarios de la visión pintoresco-realista, entendió Tolstoi el arte, que, en boca del pintor Mijailof se define como "un despojar de velos a la realidad". Además, como se deja dicho, muchas veces el aparente realismo es un resultado de la estructura, de la composición, una fórmula de las convenciones en el género, como se manifiesta en varios aspectos de la novela que nos ocupa. Finalmente, lo que Galdós no se planteó, ni suelen los tratadistas del "realismo", es la ponderación de lo que no está en la novela. Toda selección de esta multiforme, infinita realidad, es una toma de posición respecto de ella, y una voluntad de forma y motivos que nada tienen de "realistas", sino de convenciones artísticas. Todos estos truismos o verdades de Pero Grullo, pueden pasar en tanto no tengamos una buena base con estudios sobre cómo se entendió el "realismo" entre nosotros, por escritores y críticos. Apunta la grave sospecha de que no se salió de palabrería huera, de aproximaciones. Espero no haber contribuido a empeorar la cuestión 20 Uno ha llegado hace tiempo a una posición bastante tranquilizadora para consigo mismo, y es la de considerar el arte sub specie artis, y, en cuanto a sus relaciones con la vida, la verdad, la realidad, entiende que es una expresión ais ob, como si; pero no más.

28 El problema es doble, histórico y general. Ortega y Gasset ha escrito muy lúcidas páginas sobre la materia, en La deshumanización del arte y Notas sobre la novela. Hablando de Dostoievski, afirma que es "realista" no por usar el material de la vida, sino porque usa la forma de la vida.

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WASHINGTON

IRVING

El ocuparme de este escritor norteamericano no se debe a la obligada atención que un centenario suscita, pues creo que tanto por su calidad como por lo que en España halló, bien merece nuestra atención. Hacia 1820 se preguntaba Sidney Smith, no sin cierta nota de malevolencia, en la Edinburg Review: "En las cuatro partes del globo, ¿quién lee un libro americano, o va a una obra de teatro americana, o contempla una estatua o pintura americana?" En este momento, la respuesta era: "Nadie, excepto los mismos americanos". Estas palabras han sido recordadas por más de un historiador de la literatura americana, con la natural satisfacción de poder oponerles el espléndido desarrollo que, precisamente en esos años, se venía fraguando en una reducida zona del país. Lo cierto es que, una vez terminada la Revolución que trajo la independencia de la antigua colonia inglesa, la vida de la nueva nacionalidad iba forjándose aceleradamente y al mismo paso iba surgiendo una literatura propia. Todavía en 1812 hubo una segunda guerra con la antigua metrópoli, que sirvió en palabras del senador Benton, "para el honor y el interés de los Estados Unidos, guerra llevada con valor y terminada honrosamente... que levantó extraordinariamente el espíritu nacional" (Thirty Year's View). El tono del país era de confianza y el período que va de 1812 a 1837, bajo los mandatos presidenciales de Madison, Monroe, Adams y Jackson, coincide con el alborear de un sentimiento nacional firme y expansivo al integrarse en la Unión trece nuevos Estados. Es "la era del buen sentido", en frase de Monroe. Al mismo tiempo se ofrece como empresa inmediata en que ejercitar las grandes virtudes de acción el entonces Oeste virgen y salvaje, que em141

pezaba poco más allá de la costa atlántica: la región de los Grandes Lagos y Kentucky acababan de ser colonizados y al otro lado del Mississippi apenas se había aventurado nadie todavía. La marcha hacia el Oeste, infatigable, tenaz, hasta dar en las playas del Pacífico iba a ser la colosal hazaña, el epos moderno de más consideración, el gran movimiento forjador de un espíritu y consecuencia de éste que llevaría con la expansión los principios del futuro nuevo gran Estado. Cooper y Whitman serán los cantores de esta fabulosa empresa, que va a tener también su propia leyenda. Una expedición, la de Lewis y Clarke, enviados por Jackson, abrió la ruta del remoto Oeste, en 1817, a oleadas de arriscados pioneros que colonizarían el vasto continente de mar a mar. En cuanto a la literatura, los pasos no son tan firmes al principio. Si nos fijamos en la centuria anterior apenas si hay nada más que las obras del polifacético Franklin, escritor de varia minerva, pero no precisamente un creador; o los sermones y tratados de Jonathan Edwards (1703-1758), de Connecticut, en cuyas obras sobre el hombre y el libre albedrío encontramos bellas páginas con descripciones de la naturaleza. En todo caso, poco más que un provincial que no traspasó las fronteras locales, aun cuando hoy parece ser tenido en gran estima por sus coterráneos. Las primeras páginas sobre la vida americana las debemos a un francés, Michel-Guillaume de Crévecoeur (muerto en 1813), quien después de una larga estancia y haberse naturalizado americano —fue allí en' 1780— publicó las Letters From an American Farmer (1782-83), jugosas escenas de la vida en el país que le había acogido, más un curioso ensayo, What is an american, donde nos da una imagen idealizada de la tierra y de las gentes, acogedoras, libres, igualitarias, abiertas. Pero ya se sabe que en toda pintura de caracteres, aun idealizados, no importa tanto si de hecho y puntualmente corresponde la realidad a la idealización, cuanto la constancia de una inclinación hacia metas ideales, pues los hombres y la sociedad se caracterizan por lo que son y no menos por lo que quieren ser: el querer ser es ya una manera de empezar a ser. La verdad es que en el siglo dieciocho había brotado tímidamente una literatura no desasida aún enteramente de conexiones cisatlánticas, y el aserto posterior de Lowell cuando dice que los americanos "tomaban los libros ingleses y pensaban con pensamientos ingleses", no era exagerado. Ni era más optimista el cuadro que presenta R. H. Stoddard en The Ufe of Washington Irving, primera biografía de nuestro autor, al pasar revista al ambiente de los años en que termina la guerra revolucionaria. Pero lo más grave es que en los años inmediatos siguientes, ni los imitadores existían. Bien 142

es cierto que se publicaban unos cuatrocientos periódicos y que en New-York había algunos círculos literarios. En este medio de tan escasa vida cultural es curioso que encontremos dos ecos de nuestra primera novela: Modern Chivalry, de Hugh Henry Brackenbridge (1792-1815), y Femóle Quixotism (1801), de Tabitha Tenney. El primero hace recorrer los campos de Pennsylvania a la pareja del capitán Fárrago y su criado Teague, de ascendencia quijotesca y sanchopancesca respectivamente; la segunda hace una donosa burla de las lectoras de novelas sentimentales, algo así como Fielding había hecho con la sentimentalina de Richardson. Según Cari Van Doren —en su La novela en Norteamérica— y repitiendo un pasaje de John Bristol en su libro Los recursos de los EE. UU„ de 1818: "No tenemos gran cantidad de novelas indígenas, y ninguna de ellas es buena; nuestras instituciones democráticas, que nivelan e igualan políticamente a todos, y la distribución de la propiedad en partes sensiblemente iguales por todo el territorio, prestan poco campo a la variedad y contraste de caracteres... Existe, claro está, el tradicional romance sobre los indios; pero una novela que describiera a esos pobres bárbaros, a sus mujeres e hijos, no interesaría al lector americano actual". Muy pronto iba a ser desmentido este juicio al ser un hecho los tres grandes temas de la novela americana: la Revolución, la frontera, y la colonización, que todavía no llevan trazas de haber agotado el temario. Luego brotarán también otros motivos de más compleja intención y sentido con las novelas de Hawthorne, de Melville y de James, por citar sólo los mayores. Washington Irving fue el primero que publicó —3809— "el primer libro americano que no necesitó de apologías y se recomendó por sí mismo. Su fecha es la fecha del nacimiento de la literatura americana", si hemos de creer al profesor Beers. Este libro es History of New-York from the beginning of the world to the end of the dutch dinasty, firmado con el seudónimo de Diedrich Knickerbocker (1809). La "historia" es un agradable relato del descubrimiento y colonización holandeses, tratados con bonachona comicidad, que hoy nos parece un tantico ingenua y fuera de sazón, como suele ocurrir a la gracia y vis cómica cuando no van cargadas de sentidos más altos. Una ingeniosa superchería literaria inventando el supuesto autor, que acaba de morir —y los periódicos dieron la noticia— en el momento de aparecer el libro, ayudó al éxito de la primicia, que lo tuvo y grande. Antes y en este mismo año, Irving colaboró en un periódico de carácter misceláneo, Salmagundi, con artículos de tono satírico para "instruir a los jóvenes, reformar a los viejos, corregir la ciudad y reformar el siglo". La efímera 143

publicación fue casi obra familiar, pues colaboraban un hermano y un cuñado de Washington Irving, que firmaba con el seudónimo de Jonathan Oldstyle, Salmagundi significa algo así como "salpicón", y he aquí cómo al cabo de los siglos y a larga distancia rebrota una vieja imagen culinaria aplicada a un género semejante: pienso en el "satura lanx" latino, como puede suponerse. En estas primeras muestras de una afición literaria se hacen notar ciertas preferencias, que vamos a hallar después insistentes en el autor: una inclinación al pasado, la actitud entre cómica y satírica, y el gusto por la observación del ambiente. Después será decisivo el viaje a Inglaterra, primero, y a la Europa continental, después. De cualquier modo no fue pequeño el mérito de Irving superando un clima nada propicio al cultivo de las letras, falto de precedentes propios y viviendo en un medio de provincialismo limitado, donde podía señalarse a alguien, "there goes a fellow who has been ¡n London", como algo singular (Van Wick Brooks: The world of Washington Irving). Por de pronto, el ejemplo del primer Irving, el de la historia de New-York, sirvió de estímulo y tuvo imitadores, algunos de los cuales se reunieron en el "Knickerbocker Club" y cultivaron el cuadro de costumbres, la sátira y la poesía. Sus nombres: Joseph Rodman Drake, Fitz-Green Halleck, N. P. Willis, no han pasado a la posteridad fuera de su nación. Para el año 21 el panorama de la prosa americana había cambiado considerablemente: dos obras de Irving, The Sketch Book y Bracebridge Hall —fruto de su estancia en Inglaterra, a partir de 1815— y en dos años más, The Spy y The pioneers, de Fenimore Cooper. Estos dos autores son los dos primeros profesionales de las letras en su patria y en una época en que tal especie era allí desconocida (Brooks, op. cit.). Irving era ya "orgullo de la literatura americana", famoso en Europa también. La admirable floración de New-England, con el centro intelectual y literario en Boston, estabí a punto de eclosión. En menos de cincuenta años hay una literatura pujante, segura de su fuerza y ya liberada de Inglaterra, Emerson fedatario. Pero hemos de abandonar un cuadro tan tentador para volver a nuestro Irving. El cual tuvo el acierto y la fortuna de relacionarse con el editor Murray, el poeta Campbell y, sobre todo, con el iniciador de una nueva manera literaria, Walter Scott, a quien visitó en su residencia de Abbotsford. El momento —1817— era decisivo para contagiar al viajero con el naciente romanticismo en su doble vertiente hacia lo pintoresco actual y la resurrección del pasado, por supuesto del medieval. En Abbotsford "se respiraba medievalismo" y ya había empezado Scott la gran serie de las Waverley Novéis (1814-1832), no afectadas todavía por el apremio 144

en su composición a causa de la quiebra que llevó a su autor a un desmesurado esfuerzo por pagar con el producto de su pluma unas deudas que, en rigor, no le obligaban. Gracias a Scott pudo Irving conocer los románticos alemanes y descubrir algo congenial con sus inclinaciones y gustos en Wieland, Bürger, Tieck o Richter. Entre tanto la vieja Inglaterra, a la que no podía sentirse ajeno, hijo de inglés y escocesa establecidos en los Estados Unidos muy recientemente, le ofrecía un pasado lleno de leyenda no extinguida. Tanto el Sketch Book como Bracebridge Hall son evocaciones de un ayer patriarcal y pintoresco en costumbres, conservadas todavía no en las ciudades, pero sí en las viejas mansiones campestres, en las casas de techo pajizo y en las iglesias vestidas de yedra. Al estímulo de las antiguas tradiciones en la vieja Europa, se volvió a buscar en el nuevo mundo un equivalente de mitos vernáculos. Aunque la mayoría de las escenas y evocaciones sean inglesas, aparece también, por ejemplo en una, A trait of Iridian character, "el noble salvaje que después de haber pasado el día de caza, se envuelve en su piel de búfalo para dormir arrullado por el trueno de la catarata". (Ya los indios, como seres "primitivos" y puros habían sido objeto de tratamiento literario en el siglo xvm, con resonancias rousseaunianas, un remoto precedente en nuestro "villano del Danubio", por no citar a Marmontel, L'Huron, de Voltaire; los paisajes de la novela de Saint Pierre, y la más reciente exaltación, ya romántica, do Chateaubriand). En el Sketch Book figuran también los dos primeros, y excelentes, relatos legendarios de ambiente americano, más precisamente de las riberas del Hudson, las deliciosas narraciones Rip Van Winkle —un clásico— y The legend of Sleepy Hollow: la aventura del gurrumino holandés, que durmió veinte años, o la ridicula historia de Ichabold Crane con la aparición del jinete sin cabeza son perfectos en su línea. Ha sido el contacto con las corrientes literarias europeas y su historia lo que hizo de catalizador de un anhelo juvenil de Irving, que se había distinguido desde su adolescencia por un amor a las cosas pasadas, a la naturaleza y al escenario rural. Se nos ha informado de que en su adolescencia "gustaba de paseos por el norte de New-York a la busca de viejas aldeas holandesas y de iglesias cubiertas de musgo entre los Winchester Hills o los Kaatskill Mountains, de los que conocía cada lugar donde había sucedido algo misterioso, terrible o maravilloso, apariciones o crímenes" (Literary America, D. E. Scherman). La encantadora leyenda de Rip van Winkle, ha escrito un crítico (Marcus Cunliffe), es adaptación de un cuento alemán, "casi un plagio". Lo cual yo no admito, pues el quid del relato no reside 145

tanto en la anécdota, no demasiado estupenda después de todo, sino en la gracia narrativa, en ese felicísimo punto de vista que combina lo extraño y sorprendente con una fina observación realista, uno y otra iluminados del humor e ironía más jugosos, que ponen como una veladura y distancia entre el narrador y lo contado. Además y en cuanto a la anécdota del relato parece que había una materia mítica in siíu, que sólo esperaba la pluma que le diera forma. En efecto, Van Wick Brooks (pp. cit.) cita un texto de Mrs. Josiah Quincey, de hacia 1786, en que se nos habla de un capitán de barco que remontaba el curso del Hudson y conocía una leyenda para cada rincón, un suceso maravilloso en cada repliegue de sus riberas, aun cuando no se cite nada que se parezca a Rip van Winkle. En cualquier caso, haya precedente libresco o de tradición oral, el problema de la originalidad sigue siendo el mismo: por todas partes, en la vida y en la literatura, hay disponibles infinidad de temas como raw material. De eso a una obra de calidad artística sólo falta el creador: nada más y nada menos. En el caso del dormilón holandés, Irving lo presenta como escrito postumo de su heterónimo Knickerbocker, aquel viejo caballero curioso de las antigüedades holandesas en la provincia y de las costumbres de los descendientes de los primeros colonos, y es fruto, el cuento, de sus investigaciones, que "no se basan tanto en los libros como en los hombres". Interesa ahora hacer notar esta "manera" especial de hacer literatura en nuestro autor, que hemos de encontrar reiterada más adelante. Después de la publicación de los dos libros ingleses, acogidos con admiración y sorpresa, Irving viaja por Alemania recorriendo Sajonia, Baviera, Wuttemberg y el Rhin. De estas andanzas sale el libro Tales of a Traveller (1824), en que se entrevera el relato de los viajes y las notas de sus observaciones, con el repertorio de tópicos propio de la balada romántica alemana. Para entonces ya había sentido atracción hacia la literatura española y por esos años estaba leyendo a Calderón, cuando una feliz casualidad decide su venida a la Península. El embajador americano en Madrid, Alexander H. Everett, quería que Irving tradujese al inglés la colección de documentos, por primera vez reunidos, sobre el descubrimiento de América. El colector, Fernández de Navarrete, "el Merlín de los papeles", había empezado a publicar ya algunos de ellos. La "Colección de los viajes y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde el siglo xv" suministraba la base documental más completa hasta entonces para escribir la historia de nuestros descubrimientos. (Antes sólo se habían utilizado fuentes impresas, de navegantes, colonizadores e historiadores de Indias, como Robertson 146

en su History of the discovery and settlement of America, 1777). Los deseos del ministro americano no se vieron cumplidos, ya que a Irving no le interesó la pesada tarea de traductor ni tenía vocación de historiador. Prefería decididamente la historia hecha literatura amena a la severa disciplina de la investigación: "History faithfully digested from various materials was a desiderátum in literature". En lo cual no estaba lejos del Víctor Hugo que prefiere como más veraz la literatura a la historia. El caso es que tuvo oportunidad de ver los documentos de Navarrete, con quien le unió relación más duradera y sirvió de intermediario entre el riojano y su compatricio, el historiador Prescott y el erudito Ticknor, éstos mucho más estrictos investigadores que el amable viajero. Pero no he de ocuparme de Irving como historiador, si es que así puede llamársele sin inexactitud. Ahí están sus obras de temas españoles: Life and voyages of Cristophorus Columbus (1828), The companions of Columbas (29) y The conquest of Granada (29). Los historiadores nos dirán de su valor. No nos consta cómo ni cuándo empezó Irving a interesarse por España y lo español. Según Stanley T. Williams, conoció desde niño las narraciones de la conquista de Granada, seguramente las Guerras civiles, de Ginés Pérez de Hita, y uno de sus recuerdos más vivos en Tales of a traveller es el de los héroes de la conquista de México, de los compañeros de Colón, junto a cuyas hazañas le parecían cosa de nada los cuentos de hadas o de magia. En su Notebook apunta, en 1825: Bellísima Granada, ciudad de tantos rayos coronada (versos de La niña de Gómez Arias, de Calderón). Su inclinación hacia lo granadino es, por testimonio propio, muy antigua en él: "From earliest boyhood, when, on the banks of the Hudson, I first pored over the pages of oíd Gines Pérez de Hyta's apocryphal but chivaleresque history of the civil wars in Granada, and the feuds of its gallant cavaliers, the Zegries and the Abencerrages, that city has ever been a subject of my waking dreams; and often have I trod in fancy the romantic halls of the Alhambra". Dejando, por un momento, la llegada a la ciudad de sus sueños, quisiera precisar algo más la influencia española en el yankee. Es opinión recibida entre críticos ingleses y americanos que el estilo de Irving está formado en los ensayistas y novelistas ingleses del siglo xvni, singularmente en Addison y Goldsmith ("Addison and water" es una de las pullas dirigidas al estilo de Irving). Para Villiam Dean Howells, el hechizo de la prosa de Irving, más que del 147

autor del Vicario de Wakefield, procede de la lectura de Cervantes. Esta afirmación de quien conoció tan ampliamente nuestra literatura clásica y moderna puede ser precisada con apoyo de algún pasaje concreto. Por ejemplo, de la "Leyenda de Sleepy Hollow": Ichabold Crane, el desgarbado y hambrón maestro de escuela, va a la fiesta del rico van Tassel con intención de enamorar a su bella hija. Para el viaje ha pedido al padre de uno de sus alumnos una cabalgadura, que pese a su fogoso nombre, Gunpowder, es un jamelgo ridículo. Ichabold sale montado "like a knight-errant in quest of adventures". Su empresa se presentaba con más dificultades que las de "a knight-errant of yore, who seldom had anything but giants, enchanters, fiery dragons, and such like easily conquered adversarles to contend with; and had to make his way merely through gates of iron and brass, and walls of adamant to the castle keep, where the lady of his heart was confined; all which he achieved as a man would carve his way to the centre of a Christmas pie; and then the lady gave him her hand as a matter of course". El pasaje tiene el ángulo irónico cervantino, no menos que recuerdos muy posibles de la frase quijotesca. Puede verse en la excelente obra de Stanley T. Williams, The Spanish background of American literature (vol. II, passim), otras noticias sobre la influencia de Cervantes, ya en las primeras páginas publicadas (Salmagundí), hasta las cartas que escribe desde Inglaterra y Alemania. Es lástima que no llevase a cabo su proyecto de escribir una biografía de Cervantes. En fin, repitiendo a Williams, diremos que "había leído el Quijote hasta que el idioma del caballero y de su realista escudero was parí of his vocabulary". Insistiré, por mi parte, aceptando como espero haber mostrado en el pasaje arriba citado, el contagio, casi literal, del lenguaje cervantino más la adopción por el americano de esa peculiar tonalidad de humor en el nuestro, que le lleva a contemplar sus personajes con benévola ironía, con indulgente comicidad, siempre que se descuente en Irving el sentido trascendental, que ni buscó ni tuvo. Cuando llega el americano a España sus gustos literarios y su voluntad artística estaban ya conformados según la corriente romántica europea, a lo menos en una parte de ésta, en la que busca el carácter, la nota pintoresca realista y en el escapismo a la busca de un pasado prestigioso en su estimativa, que en nuestro caso era el orientalismo granadino. Según nos ha confesado, conoció muy joven la obra de Ginés Pérez de Hita, que tal vez leyera en la versión inglesa de Thomas Rodd (publicada en Inglaterra, 1803), pues no sabemos que aprendiese en edad temprana el español, ni era fácil en New-York, como lo fue en Boston para Ticknor, que lo 148

aprendió allí en 1803. Pudo haber tenido contacto con el romanticismo granadino y la morofilia a través de Thomas Percy, cuyas Reliques of ancient english postry se publicaron en 1765 y en ellas dos romances tomados de Hita, o en la edición del mismo Percy, diez años después, de Ancient songs chiefly on moorish subjecís translated from the Spanish; o en lo obra de Blackwell, Inquiry into the Ufe and Writings of Homer (1775), en que se proponen los romances moriscos como muestra de la verdadera poesía popular. (Otra veta orientalista, que no le fue desconocida, la de las "Mil y una noches", popularizada al gusto francés por Galland a principios del siglo xviii, le llegó antes de la traducción inglesa de Edward Williams: Arabian Night's entertainments, 1840, pues alude al célebre repertorio de cuentos en 1832). Esto, sin contar el conocimiento que pudo tener del "román grenadin" francés de los siglos XVH y xviii. Con todo ello y las lecturas que hizo en Madrid a su llegada (Stanley Williams da una lista de obras compradas entonces y conservadas después en su retiro americano de Sunnyside), el viajero venía dispuesto a una determinada visión, casi diría, parodiando el dicho inglés, a una "wishful seeing". Hacia 1825 escribía a su sobrino: "No conozco nada que me deleite más que la literatura española antigua. Encontrarás algunas novelas espléndidas en este idioma; y su poesía, además, está llena de animación, ternura, ingenio, belleza, sublimidad. La literatura española participa del carácter de su historia y de su pueblo: tiene un brillo oriental (subrayamos). La mezcla de ardor, magnificencia y romance árabes con la antigua dignidad y orgullo castellanos; las ideas sublimadas del honor y la cortesía, todo contrasta bellamente con los amores sensuales, la indulgencia consigo mismo y las astutas y poco escrupulosas intrigas que tan a menudo forman el tejido de la novela italiana" {The Ufe and letters of Washington Irving, by his nephew, New-York, 1862-1864, II, 348). Viene en busca del "romance" oriental. Como se sabe, el hispanismo "romance" pasó a la lengua inglesa —y de ésta al francés, alemán e italiano— con el sentido de composición poética y con otro nuevo: "romance = romantic or imaginative character or quality; suggestion of or association with the adventurous and chivalrous", 1801; y, "A fictitious narrative in prose of which the scene and incidente are very remote of those of ordinary life", un poco después (según el Oxford y el Webster Dictionaries). Al desistir de la traducción que le había encargado Everett, y después de empaparse de historia y literatura españolas en bibliotecas como la muy selecta de Obadiah Rich, Irving sale de viaje al sur, y pasando por Sevilla, llega a la ciudad de sus más caras ilusio149

nes, "the city of romantic history", a Granada, que divisa en la lejanía envuelta en brillante nube. De su estancia allí, viviendo en el recinto de la Alhambra, fue acumulando notas y apuntes de donde extrajo el material para su obra más famosa, The legends o) Alhambra, publicada en año 32, en Londres, al parecer con notable deterioro por la ausencia y la distancia. El libro no fue lo que había soñado. El año 29 fue llamado a la capital británica para ocupar un puesto en la Legación de su país. Y es muy ilustrador para ver cómo Irving recogía las impresiones que diesen pábulo a su especial sentido artístico, el encuentro con Cecilia Bóhl de Faber —30 de diciembre de 1828—. En la escritora encontró aliento y confirmación para el cultivo del "artículo de costumbres". Hablaron de los campesinos españoles y la conversación le sirvió a Irving para anotar tanto como pudo... "I do not know when I have been more delighted with the conversation of any one, it was so full of original matter, the result of thinking, and feeling, as well as observing". Stanley Williams subraya: "It was the point. Irving was «thinking and feeling» about Spanish subjects «as well as observing» them". Coinciden los dos escritores en que hay que comunicar "impresiones de la vida ordinaria" y que "ha de poetizarse la realidad sin alterarla". Pudiera» mos preguntar, como el escéptico Pilatos, ¿y qué es la realidad?, pasando a lavarnos las manos sin esperar la respuesta. (El "costumbrismo" había empezado con las Cartas del pobrecito holgazán, de Miñano —1820—, y Mesonero comienza en 1830. Somoza, aunque había escrito antes, retraído en Piedrahíta, no publica hasta 1842.) Para el libro de la Alhambra, Irving aprestó su doble punto de mira: la observación del presente en su lado más colorista, y la evocación de un pasado embellecido, que contempla con la melancolía que inspira el esplendor decaído y con cierto regusto muy de época —y de otros tiempos— por las ruinas. A la evocación de las glorias musulmanas se une la del brillo más efímero de los días en que se alojó la corte de Felipe V: "La desolación de los aposentos regios, residencia antaño de la altiva y espléndida Isabel, ofrecían mayor encanto a mis ojos que si los viera en su antigua suntuosidad, con el brillo de la pompa cortesana", escribe desde las mismas habitaciones, que dan al jardín de Lindaraja. El ejemplo de Chateaubriand, descubridor del encanto de las ruinas, había cundido ampliamente. (Descubridor, con temple romántico, pues como ha mostrado muy bien el profesor Orozco, hay una poesía de las ruinas, y pintura, en nuestro Barroco.) La Alhambra que conoció y habitó Irving era, sin duda, el observatorio y disparadero ideal para su doble vertiente de escru150

tador del presente y de soñador de un ayer legendario. La abigarrada población que allí se cobijaba, "los hijos de la Alhambra", el estado de los palacios y jardines, conservados tanto como para admirar su belleza y lo bastante ruinosos y abandonados como para encontrar en ellos el color adecuado y la incitación a la nostalgia. He de confesar que prefiero, con mucho, la parte narrativa y descriptiva del libro, desde el viaje hasta la parte dedicada a contarnos sus experiencias en paseos, estancias y en el trato con los personajes que allí encontró: Mateo Ximénez, mezcla de hidalgo y picaro; la vieja, Reina Coquina, que sabía tantos cuentos como Scherazade; el noble y su familia, que pasan unos días en la Alhambra, aunque siempre estén vistos con un prefijado interés de buscar el tipo de "carácter", todos aquellos seres, pobres, pero felices, tienen vida propia. Como la tienen sus impresiones de un paseo nocturno, las observaciones que hace desde su alto mirador, cuando contempla el paseo a orillas del Darro, donde acuden "curas y frailes... majos y majas... arrogantes contrabandistas, y tal vez algún misterioso embozado, que acude a una cita secreta". Cierto es que no se deja llevar de su imaginación —no muy fértil— en todo momento, y es digno de recogerse cómo triunfa, aunque con pena, el obsequio a la verdad sobre la fantasía en la imaginada novela de la novicia llevada al claustro a la fuerza por un padre severo, ante la desesperación del enamorado, que luego resulta, por los informes de Mateo, un caso normal de profesión religiosa sin coacciones ni leyenda. Pero, en general, sus tipos son los de la topiquería pintoresquista de españolada, ¡ay!, tantas veces pintados y descritos. Los cuentos intercalados con habilidad en el cuerpo del relato, o son del consabido motivo de tesoros ocultos (el del albañil, el del legado del moro, el de las dos discretas estatuas) que "las mentes de los famélicos habitantes de la Alhambra se dieron a tejer", o se van por el lado maravilloso de magia y encantamientos (el del astrólogo y la belleza hispano-goda (?), el del Ahmed al Kamel, el príncipe peregrino de amor, que tiene —en mi opinión— un parecido con cuentos de las "Mil y una noches"). Otros son de asunto novelesco amoroso (las tres bellas princesas, tema de moros y cristianos), uno evocador de la época de Isabel de Parma (La rosa de la Alhambra, o el paje y el halcón) y otro con cierta nota picaresca, el del gobernador manco y el soldado pobre que le burla llevándose su amiga. Creo que en los cuentos Irving queda muy por debajo del escritor de costumbres, y que en ninguno de aquéllos ha alcanzado la gracia de Rip van Winkle. Lo maravilloso es demasiado fácil y trillado, requiere un lector demasiado ingenuo. (Algunos de los motivos fantásticos se encuentran en sus relatos anteriores, en los ale151 11

manes, y el "Velludo", el caballo diabólico, sin cabeza, que recorre de noche la Alhambra, seguido de una jauría, nos recuerda el jinete sin cabeza de la leyenda de Sleepy Hollow, y en ambos casos sirve para un fin semejante dentro del juego de la historieta.) Junto a los horrores de la "novela gótica" o a las poderosas fantasías de la balada y los cuentos germánicos o de los elementos maravillosos de la colección de Scherazade, los productos de la fantasía de Irving son más bien decepcionantes. Además, le ha fallado ante lo granadino aquella feliz nota de ironía que hace deliciosos todavía, con frescura permanente, los cuentos del Sketch Book. Acaso la emoción ante las leyendas de la Alhambra no le han permitido la distancia perspectiva suficiente. Queda, sí, el humor, a las veces, en algún rasgo de observación directa, cuando no la nota satírica (Fray Simón, el "padre de huérfanos, fraile rollizo, glotón, avaricioso"). Pero el mundo de lo granadino moro, parece como si hubiera inhibido su capacidad humorística. Todavía hay un tercer elemento en el libro de la Alhambra: la evocación histórica —o pretendida tal— de los fundadores de aquel conjunto de maravillas y, sobre todo, del último y desdichado dueño, del rey Boabdil. Casi se sobrepone al resto una nota elegiaca, el lamento de una belleza y esplendor extinguidos para siempre, junto con la exaltación sin sombras del pasado, todo luz, gallardía, heroísmo, grandeza y honor. El entusiasmo por los moros y su tiempo es incondicional e ilimitado, considerándolos muy superiores a los cristianos —no he escrito a los "españoles" porque Irving no sabía cuánto había de hispánico en la civilización granadina—. "A veces, escribe, estoy dispuesto a compartir los sentimientos de un digno amigo y compatriota mío que hallé en Málaga, quien jura que los moros son las únicas gentes que merecieron este país, y pide al cielo que retornen de África y vuelvan a conquistarlo"... o: "Por todas partes he hallado en Andalucía trazas del arte, de las costumbres moras, de su sagacidad, cortesía, esforzado ánimo, buen gusto y elevada poesía" (ambos pasajes en The Ufe... vol. II, 323). Puede pasarse que no tuviera ojos ni atención para algo más que hay, que había en Granada; que no le dijese nada el arte cristiano, y ya es conceder. Lo que parece más extraño es que Irving —como otros muchos maurófilos— no se haya percatado de algo tan sencillo y patente como que la idealización del moro, la exaltación como héroe de galantería, caballerosidad y bizarría ha nacido precisamente en el campo hispanocristiano y en los años de la última lucha en la frontera por antonomasia y después de rescatado el último baluarte de la dominación musulmana. Irving no conocía el árabe y, salvo lo que sus ojos 152

vieron en los restos nazaritas, toda la información sobre el moro la obtuvo de fuentes españolas, y debió haber reflexionado sobre este hecho impar en la historia: que son los enemigos seculares los que crean y ofrecen a la posteridad la imagen de sus contrarios, antes de vencerlos y después de vencidos. Podrá argüirse que los moros fueron así en realidad, cosa muy dudosa, pues en lo humano siempre hay elementos positivos y negativos; pero siempre habría que reconocer la generosidad del vencedor que ha dado el bellísimo romancero morisco, la historia de Abindarráez y la hermosa Jarifa, en una palabra, la imagen idealizada, ennoblecida y magnificada de sus tradicionales enemigos, los moros. (Después de una bibliografía abundante sobre la formación de la maurofilia y del moro en la literatura, puede verse el estado de la cuestión, por extenso y en su proceso, gracias al libro de M. a Soledad Carrasco Urgoiti, El moro de Granada en la Literatura (del siglo XV al xx), "Rev. de Occidente", Madrid, 1956). Pero ya sé que el americano buscaba más que precisiones, sensaciones y emociones y, como se ha anticipado, vino a ver lo que quería ver, lo que necesitaba para confirmación de sus gustos, ideas y sensibilidad. Cada uno solemos estar condicionados por prejuicios y presentimientos, tanto más fuertes cuanto menos advertidos. El que parece simplicísimo acto de ver, no lo es, de hecho, casi nunca. Ño vemos: proyectamos nuestro yo sobre las cosas. Como hemos notado, en la Alhambra vivió gustando de la delicia de aquellos lugares, conversando con sus habitantes, observando y acumulando notas para el futuro libro. Ahora como antes prefiere obtener la información de viva voz, tomada del depósito legendario transmitido de generación en generación. (En su tierra se lamentaba de que por no haber un pasado dilatado, faltaban los motivos de saber tradicional, salvo en las aldeas holandesas.) Al mismo tiempo pudo utilizar la Biblioteca de los Padres Jesuítas, entonces ya Universidad de Granada, y allí "pasaba sabrosísimas horas de quietud" manejando el "tesoro de erudición", sombra de lo que fue, pues "los franceses despojaron la biblioteca de sus más interesantes manuscritos", y "sobre todo, leyendo crónicas encuadernadas en pergamino, a las que siempre he profesado singular veneración". La admiración sin límites hacia los moros no impide muchas veces una elogiosa estimación de los españoles hasta donde su busca del "color local" era compatible con la "verosimilitud" y su tinte romántico. Ya el paisaje de la meseta meridional le parece de "una noble severidad que está perfectamente en armonía con la manera 153

de ser de los habitantes; y yo me explico mejor al arrogante, intrépido, frugal y sobrio español y su arrojo en los peligros y su desprecio por los placeres afeminados desde que he visitado el país que habita". Al viajar hasta Granada se demora en describir paisajes, tipos y recuerdos históricos, porque "hay tal poesía en los recuerdos de la Península, que la imaginación se siente dulcemente arrebatada". El guía que le acompaña en su ruta por el sur, divertido y decidor, refranero "como Sancho, cuyo nombre le pusimos; y como buen español —aunque le tratábamos con la familiaridad de compañero— nunca, ni un solo momento, traspasó los límites del decoro debido, pese a su ingénito buen humor". Su mejor idea la tiene de los humildes, como aquel mendigo cuyo "vestido, roto y viejo, era decente, y su porte, noble", que se le dirigió "con esa grave cortesía que se nota en el español más pobre". Si le dan limosna y comida, la recibe "con gratitud, pero sin muestra alguna de adulación servil... Sentóse a corta distancia de nosotros y empezó a comer despacio, con sobriedad y con la delicadeza propia de un hidalgo... Creí ver a un caballero arruinado, pero me equivoqué: no había más que la innata cortesía del español y los giros poéticos de la fantasía y del lenguaje usado comúnmente por las clases bajas de este pueblo de viva imaginación". En compensación, algunas veces, las menos, dedica frases despectivas a los usos y las gentes: por ejemplo y de pasada en la Leyenda del legado del moro, en el cuento del gobernador y el escribano, o en el tópico aristócrata —el marido de la hija del enriquecido Lope Sánchez—, "un tipo raquítico, hombre gastado, lo cual era señal y prueba de ser de sangre azul, todo un Grande de España". Con más simpatía está visto el conde granadino, personaje real, con quien se encontró en la Alhambra y luego visitó en su nuevo palacio, en la ciudad. Injusta a todas luces parece su afirmación de la desidia con que los españoles han tenido la Alhambra, que, según Irving, se conserva gracias al general francés que se preocupó de su cuido durante la ocupación de la ciudad en la guerra de la Independencia. Líneas después dirá, sin acordarse de los elogios que había dedicado a la exquisita finura de los franceses en la conservación de las joyas artísticas, que al retirarse las tropas el mismo general mandó volar varias torres de la Alhambra, y parece ignorar o echar en olvido que con la misma exquisitez hubo un plan para volar y arrasar la Alhambra toda, o se saqueó, como hemos citado, la biblioteca de la Universidad. En fin, el pueblo llano merece toda su aprobación siempre y re154

cordaré, para terminar este punto, la abigarrada reunión de soldados, arrieros, campesinos y otra gente menuda que hacen fiesta y bailan el bolero sin que nadie traspasara "los límites de una decorosa alegría". El balance de notas favorables parece ya cerrado en esta frase, tomada de una carta a Henry Brevoort —9 agosto 1829—: "Una estancia de tres o cuatro años en este país me ha reconciliado con sus inconvenientes y defectos, y cada vez me agradan más el país y la gente" (The letters of Washington Irving to H. B., II, 224, ed. New-York, 1915). Al cabo de los años, Washington Irving volvió a España como embajador, a los sesenta de edad. En la frontera, la vista de una mujer con mantilla hizo saltar su corazón. Pero ya no conservaba el apasionamiento de antaño y contempló España, "much more in its positive light than I did sixteen or seventeen years since, when my imagination still tinted and wrought up every scene" (carta a Mrs. Storrow). Antes hemos apuntado a su manera de ver con su imaginación que, en efecto, tinted y wrought up el espectáculo. Ahora bien, lo asombroso es que se desinteresara totalmente de lo granadino, que no hiciese ni una breve visita a la Alhambra ni a la ciudad, que no quisiera saber nada de Mateo Jiménez, vivo aún. La corte, los asuntos de su misión diplomática, las atenciones sociales y, mucho menos, las relaciones con eruditos y literatos, acapararon su atención. No voy a entrar en este extraño desinterés, ni en buscarle una explicación, que no se la encuentro satisfactoria: en todo caso me parece muy decepcionante el olvido y me hace sospechar que su viaje y estada en la Alhambra no había pasado de servir a un fin utilitario que, una vez cumplido, quedaba atrás, agotadas para el autor las posibilidades estimulantes de su imaginación. Y esta indiferencia, ¿no nos suscita alguna duda acerca de la autenticidad de la experiencia pasada? Mientras tanto, el libro de la Alhambra había tenido un éxito muy halagüeño y contribuyó poderosamente, junto con los de otros viajeros, a difundir el raro y peculiar encanto granadino a los cuatro vientos. En los Estados Unidos, además de ser muy leído y de atraer viajeros, desató un verdadero furor (moorish madnessess, dice Stanley Williams) en imitaciones arquitectónicas y decorativas a la manera de la Alhambra o de otros monumentos moros de España: la torre del Oíd Madison Square Garden, de New-York, se hizo inspirada en la Giralda; en San Francisco, la torre del reloj en el Ferry Building, al final de Market Street, siguió este estilo; y desde la Florida a Philadelphia o Cincinnati surgieron ejemplares de "alhambraism" en la decoración. ¡Ay!, el alhambris155

mo, literario y plástico, que más tarde denunció Juan Ramón Jiménez, tan extendido y que ha sometido a la más dura prueba el hechizo inimitable del original. La primera traducción del libro de Irving en España, se hizo en el año 33 (Cuentos de la Alhambra, por Luis Lamarca, Valencia). Luego aparecieron en algunas revistas algunos cuentos sueltos, a veces sin nombre del autor, de modo que "los datos espigados en revistas mostrarán que el español recibió por ellas algo de la obra más popular de Irving, sin saber siempre de quién se trataba" (J. Montesinos, Introducción a una historia de la novela en España, en el siglo XIX, ed. Castalia, 1953, Valencia, pág. 251, donde pueden verse los escasos datos y traducciones, en El artista y Semanario pintoresco). Otras traducciones de obras de Irving —me limito a las de asunto hispano— fueron las de Crónica de la conquista de Granada, 1831; Historia de la vida y viajes de Colón, 33 y 34; otra de la misma obra el 51 y una tercera edición el 54, para limitarme a la primera mitad del siglo pasado. Escribió, además, nuestro hispanista diversas leyendas sobre asuntos españoles, históricos principalmente y, como siempre, mezclando lo fantaseado con datos tomados de no sabemos qué fuentes. Así, La Crónica de Fernán González, La Crónica de Fernando el Santo, La leyenda de don Pelayo, la del Conde Julián y su familia, la de don Pelayo, la de don Rodrigo, la de la conquista de España (Crayon Miscellany, Philadelphia, 1835), utilizando el testimonio del personaje interpuesto, fray Antonio Agapida en algunas de éstas, como había hecho en la Crónica de la conquista de Granada. El narrador se sobrepone de continuo al historiador. Citemos, todavía, entre sus escritos hispanizantes un ligero artículo, "Don Juan: una investigación espectral", que tiene escaso valor en la exploración de fuentes del- burlador. Otro artículo, "Abderramán", que junto con una curiosa carta en que se da noticia de las procesiones del Corpus en Granada, puede verse en The Spanish Papers and Other Miscellanies (New-York, 1866). (Más afortunado fue, entre nosotros, el contemporáneo de Irving, y con él, iniciador de la literatura americana, J. F. Cooper: en el año 32 se tradujeron y publicaron El piloto, The pioneers, El último de los mohicanos —otra traducción, de Larra, de El piloto—. Es Cooper quien introduce aquí la "novela americana", que tuvo numerosos devotos y sirvió de título genérico, y "cuando figura como subtítulo, será una recomendación para los apasionados a esta 156

literatura" (Montesinos, op. cit.), Andrés Bello calificaría a Cooper como "el Walter Scott de América".) En la última parte de su vida se sintió llamado por los temas ingleses y americanos, y publicó las biografías de Oliver Goldsmith, su gran admiración, y del liberador de la patria, George Washington, obra ésta de más empeño. Las aventuras de los cazadores de pieles y la gran figura de Astor, le inspiraron su obra Astoria, y a la vida y riesgos del interior de los EE. UU. dedicó A tour in the prairie. El círculo se ha cerrado: había empezado con temas americanos y con temas americanos concluye su vida literaria. Y, sin embargo, el recuerdo de España no le abandonó, más vivo por la nostalgia de su juventud y por la lejanía, pues sabemos que en su retiro de Sunnyside guardaba cuidadosamente los libros que había adquirido aquí y que solía mostrar a sus visitantes. Sería interesante espigar en su voluminosa correspondencia los recuerdos de la aventura española. No poco ha hecho el meritísimo Stanley Williams, pero aún podría apurarse y sistematizarse el filón. Ahora, a cien años de su muerte y pese a los cambios de gustos y a que fue un escritor muy ceñido a los de su tiempo, quedan sobrenadando del olvido, los dos relatos citados del Sketch Book, cuyos héroes, Rip van Winkle e Ichabold Crane son ya personajes del folklore americano; quedan algunos cuadros de la vieja Inglaterra, el de Abbotsford, el de Westminster Abbey, el de Stratfordon-Avon; y quedan los cuentos de la Alhambra y, con más frescura, la urdimbre de estampas e impresiones. Su influencia en las letras españolas del romanticismo legendario y costumbrista es muy escasa y de poco momento. (No parece probada su influencia en la Fernán Caballero y su novela La familia de Albareda, en gestación cuando trató a la autora.) Tuvo más inmediata acogida por aquellos años la obra de Chateaubriand, Aventuras del último Abencerraje, que se publicó en traducción el año 28, por el editor Cabrerizo. La obra se anunciaba en un diario valenciano así: "El asunto del Abencerraje es todo español. El lugar de la escena es Granada, y en ella se recuerdan aquellos tiempos de galantería, de pundonor, de gloria española, que tanto brillan en la historia de la dominación musulmana en nuestro hermoso suelo, y muy particularmente en la antigua Bética". La soberbia maestría retórica del francés y su problema sentimental cuentan mucho más que la evocación granadina. Martínez de la Rosa, granadino, y uno de los iniciadores del romanticismo, cita a Washington Yrving (sic) en su desdibujada 157

Doña Isabel de Solís (1837-46). Entre los demás cultivadores del orientalismo granadino, fuera y dentro de España, poco, muy poco parecen deber al americano, cosa poco sorprendente, pues disponían a la mano de las fuentes más directas del género en nuestro romancero, novela y teatro antiguos. Entre esos escritores románticos, tal vez Estebanez Calderón, que trató lo moro y morisco en serio y en grotesco, pudiera relacionarse con Irving. Aunque el dato es muy leve, y ha escapado a la diligencia bien probada de Williams, me parece oportuno aducirlo. En "Los tesoros de la Alhambra" (publicado en Cartas Españolas, la revista de Carnerero; ahora puede leerse en la edición de obras completas de Estebanez en la Biblioteca de Autores Españoles, continuación) hay un hallazgo del consabido tesoro, cuya localización indican las miradas de dos estatuas de ninfas (?) y el tesoro estaba en un hueco de la pared, en unas urnas que "eran como aquellos jarrones de porcelana que se conservan en los Adarves, y fueron hallados en el aposento de las ninfas, llenos de amatistas, topacios y esmeraldas". En el libro del americano, en la "Leyenda de las dos discretas estatuas", Lope Sánchez va con su hija a la "sala de las dos ninfas", explora la pared, siguiendo la mirada de aquéllas y da con un hueco "en el que encontró dos grandes jarrones de porcelana". La fábula de uno y otro cuento son, en lo demás, totalmente distintas. Esta coincidencia, hasta en palabras, puede provenir de una fuente oral común, de la tesauromanía que en todas partes y muy singularmente en la Alhambra ha hecho imaginar al pueblo tantos y tantos tesoros ocultos del tiempo de los moros. ¿Habría leído, en otro caso, Estebanez el libro de Irving, publicado en Inglaterra un año antes de su cuento, o tuvo posibilidad de leer la traducción española, sacada en el mismo año 33? Minúsculo problema que he de dejar así. No he podido ver la colección de la revista granadina Alhambra (1839-1841), donde tal vez haya alguna huella de Irving, aunque Allison Peers asegura que el romanticismo no tuvo fortuna en la ciudad y que de la lectura de la revista se deduce que no fueron estimados los escritores de los últimos diez años. Como escritor, Washington Irving, ya se ha dicho que fue el primer autor americano estimado en y fuera de su tierra. La sorpresa de la aparición de un libro como el Sketch Book fue considerable, y en Inglaterra, al decir del crítico estadounidense Van Wick Brooks, produjo tanta extraneza "como si lo hubiera escrito un chino". La obra mencionada quedó como libro de lectura en las escuelas, sustituyendo al Spectator, de Addison, y perduró muchos años como modelo de prosa limpia y sensitiva. Nuestro escri158

tor se había formado en la mejor tradición dieciochesca inglesa, en una lengua que aspira a la precisión y a la pulcritud, que busca la información exacta y convincente. Con la nueva sensibilidad romántica, Irving le añadió un toque de color y emoción, sin perder la tonalidad humorística. Por otra parte, fue el introductor de un nuevo matiz, el de la lengua llana, casi coloquial, hasta el punto de que se anticipa a la plenitud creadora de la "native prose" del gran Mark Twain, que es, en muchos aspectos, el creador maduro de la prosa narrativa netamente americana, libre de elementos ajenos. Edgar Alian Poe pudo decir, más como escritor personalísimo que como crítico imparcial, que "Irving is much overrated, and a nice distinction might be drawn between his just and his surreptitious and adventitious reputation: between what is due to the pioneer solely, and what to the writer". Creemos que fue algo más que pionero, aunque "his tame propriety and faultlesness of style" no entrase en el orden de valores que más estimara Poe. Irving se dio cuenta de que una literatura necesita cierto background de carácter popular y que una de las fórmulas más afortunadas de creación literaria culta es aquella que reelabora temas y mitos consabidos y compartidos. Por eso fue a buscar los viejos ecos donde podía encontrarlos. Una parte de su obra se ha incorporado ya al background legendario americano. Tal vez le faltó genialidad, y de todos los géneros románticos, no eligió el más rico ni el más prometedor de permanencia. Granada no ha sido olvidadiza con su visitante y le ha recordado con amor y gratitud. En 1917, el profesor Romera Navarro escribía: "Seis años de residencia en aquella ciudad andaluza me permiten afirmar que Washington Irving... comparte allí con Zorrilla, el último trovador de España, laureles y popularidad" (El hispanismo en Norteamérica). Recientemente, Emilio García Gómez, en sus Nuevas escenas andaluzas, registra la fina dedicación de recuerdos en los lugares que habitó el americano. Hoy la Universidad y el Ayuntamiento granadinos celebran conmemorando el primer centenario de la desaparición del escritor con actos culturales y nuevas muestras de recuerdo permanente que reverdecen la feliz inspiración de quien adivinó desde tan lejos el encanto de los palacios nazaritas, superó tantas dificultades de viajes y residencia, y dejó en el libro de la Alhambra testimonio y expresión de bellezas que durarán. Hoy es imposible ver la Alhambra y el Generalife, cargados de tanta historia, sin tener en cuenta lo que la sensibilidad de Irving nos ha legado, enriqueciendo con sus páginas este asombroso rincón, en que confluyen dos civilizaciones extrañas, fundidas en un mara159

villoso acorde, conjuntados naturaleza, arte, hechos peregrinos y literatura que solicitan y cautivan nuestra atención, que despiertan nuestras emociones sin acabar de agotar su indefinible sugestión. Irving es ya parte de la leyenda de la Alhambra. Para cerrar estas apresuradas notas, me complazco en reproducir la opinión de William Makepiece Thackeray sobre el que conmemoramos, pues parece este juicio ajustado a lo que deducimos de la lectura de las obras irvingianas: "Era fino, cortés, amable, gracioso, dulce e igualaba socialmente a los más refinados europeos. En América, el afecto y respeto a Irving era un sentimiento nacional. La puerta de su encantadora posesión, a orillas del Hudson, no cesaba de abrirse para dar paso a los que iban a verle". (1959)

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PAUL CLAUDEL, UNA INTERPRETACIÓN

Después de largo trato con un autor, en la aventura que supone siempre el contacto con los grandes escritores, cuando las múltiples solicitaciones de la comunicación bullen y se agitan en la memoria, suele ocurrimos que la compleja experiencia pugna por concretarse, resumida, en un enunciado simple, y comprensivo. Así a mí con la obra de Claudel. Y aunque pueda parecer contrario a las más elementales normas de método (que pediría un excursus analítico preliminar antes de resumir en síntesis los resultados de aquél), no puedo resistir a la urgencia de anticipar algo de lo que se me ha ido dibujando en las lecturas de Claudel, como cifra y clave de su arte, de su obra y, en última instancia, de su peculiar concepción de la vida. Al lanzar por delante la conclusión y el juicio último, me descargo de un apremio y propongo el resultado de mi examen. Pero lo más grave del caso es que por mucho que quiera adobar el enunciado de esa definitiva y deíinitoria reducción a que he llegado, no deja de presentárseme con la sencillez de aquellas verdades de Pero Grullo, nuestro Monsieur de la Palisse; porque decir que la obra poética de Claudel es una obra esencial y radicalmente católica, pudiera tomarse como un descansado tópico, acaso punto de partida o prejuicio acuñado y de curso corriente, cuando, en realidad, es una conclusión y juicio a posteriori, que se imponen vehementes e inevitables. A mostrar, que no demostrar, cómo yo haya llegado a este final, tan accesible y cercano al parecer, van encaminadas estas líneas. No estará de más decir, ya que la obra del gran escritor tiene la unidad más rigurosa, que toda ella responde a un módulo que la explica, y de modo tan coherente, que mirada en cualquier fase considerada desde cualquier ángulo, en todos acusa un mismo sentido y una misma motivación y, diré, una misma necesidad y anhelo. 163

No de otra manera que cualquier sección plana de una esfera nos da un círculo, razón y base genética de aquel volumen, así en la obra de Claudel —y es lo que vamos a ver— cualquier cala cortical o en hondura, nos da una nota de catolicidad, como más notoriamente ocurre en su conjunto. Pero hay muchas maneras de ser católico, ha habido y hay muchos poetas católicos, quiero precisar, católicos en cuanto poetas, y tenemos que considerar el específico modo de crear en Claudel si hemos de penetrar en su mundo poético. Para lo cual no será ocioso empezar por el principio de su vida literaria y recordar cómo surge a la escena de las letras en el preciso momento en que el simbolismo había alcanzado una plenitud de obra a la que asistía del lado teorético la lucidez interpretativa de poetas y críticos, unidos muchas veces en la misma pluma. Desde el lejano magisterio de Baudelaire y el fulgurante deslumbramiento de Rimbaud, hasta la hermética maestría de Mallarmé, ese finibusterre de la lírica que llega a sus últimos adelgazamientos lindantes con la nada corporeizada en verso ("L'aboli bibelot d'inanité sonore..."); o hasta el manifiesto de Moréas (1886, Fígaro, 18-IX) y las teorías de Rene Ghil en su Traite du verbe (1886), luego rehecho con el título de En méthode á l'ceuvre, todo conspiraba para buscar nuevo acento a la voz poética, decididamente orientada hacia los valores musicales de la "instrumentación verbal", de la sugestión prolongada en acorde con el Ser total del mundo. Y he empleado casi los mismos términos de Ghil porque resumen una de las claves de esa nueva voluntad de expresión, con todo lo que trajo de renovador en el juego de sonidos, desde las unidades mínimas y sin contenido de significación nocional, como vocales y consonantes, hasta la busca de ritmos expresivos en el verso, ahora liberado de la ortopedia estrófica, y en esa emulación con la música, tan diferente de la superficial cantaleta de los románticos. Pero todo esto es tan sabido, que no vale la pena de insistir más. Lo que no era tan claro entonces —cuando Claudel hace sus primeras armas poéticas, poco antes de 1886— era el destino de una poesía que se agotaba en virtuosismo narcisista, ingeniosa en ejercicio de dificultades vencidas, más atenta al problema del cómo hacer que de lo hecho, y por eso mismo un tanto empobrecida y limitada en la rebusca de una belleza desvitalizada. Con Claudel el difícil instrumento que era el simbolismo, va a adquirir resonancias mucho más hondas y abarcará una gama emotiva más rica. Si en uno de sus más eminentes poetas, Valéry, el simbolismo cristaliza en materia tan limpia e intelectualizada como es la obra del admirable autor de Le cimetiére marin, con Claudel tiene un porvenir apasionado, casi desenfrenado. Ahora 164

he de acudir al momento en que Claudel tuvo su crisis religiosa, que no podemos separar de su condición de poeta. Cronológicamente fue nuestro autor antes que católico, poeta, y si no es casual que su conversión le sobreviniera en pleno fervor lírico, cuando vivía en la lumbrarada de las llluminations de Rimbaud, muy cierto es que desde entonces —1886— el catolicismo profesado y vivido en toda su integridad iba a ser trasmutado en expresión poética. Entiendo con ello que Claudel es, a mi juicio, más radicalmente un tipo de "homo a?stheticus" que de "homo religiosus", si en ello no se ve menos estima por la autenticidad de su sentir religioso: si la religión se hace activa en el hombre de acción, mística en el amoroso-contemplativo, teológica en el intelectual, aceptemos que en el artista se haga expresión: canto, poema, cuadro, forma. Y en este caso, la presencia de lo religioso es tan indeficiente, que no hay página suya donde no topemos con el católico, el poeta católico. Insistente, reiterativo, machacón diría, Claudel quiere hacer de la poesía voz que lleve a Dios, que esté llena de Él, Como dijo Maritain, "si hoy el arte de muchos trabaja para el diablo, por lo menos un pequeño grupo que pesa trabaja para Cristo. No será fácil detener semejante impulso. León Bloy, Paul Claudel, tienen una significación histórica singularmente importante. Por ellos lo absoluto del Evangelio ha entrado en nuestro arte". En efecto, y por ese sentido religioso la poesía se dirigirá "al hombre entero en la doble unidad integral e indisoluble de su doble naturaleza espiritual y carnal, como en el tejido de su vida terrestre y en el misterio de las operaciones del cielo", según dirá Paul Claudel en carta a Alexandre Cingria. Tal voluntad totalizadora no es sino consecuencia de la conversión, que le ha marcado con huella definitiva. El poeta que entró en Nótre Dame por pura curiosidad estética, salió transformado y, "Creí con tal fuerza de adhesión, con una sacudida tal de todo mi ser, con tan poderosa convicción, con tal certidumbre sin lugar a ninguna especie de dudas, que, después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los azares de una vida agitada no han podido quebrantar mi fe, ni, a decir verdad, conmoverla. Había tenido de pronto el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, una revelación inefable" (se recordará que el suceso ocurrió en Navidad). Y luego, al asistir regularmente a misa, descubre "la más profunda, la más bella poesía, los ademanes más augustos que jamás hayan podido ser confiados a seres humanos". Pero nos equivocaríamos groseramente si creyésemos que la suya iba a dar en religiosidad estetizante, o fuente de repertorio temático: no pensemos en la manera de un Chateaubriand, por ejemplo. Si su religión se hace poesía o drama es 165

por plenitud y en adelante su Musa será la Gracia, como ha cantado en una de las más bellas Cinq grandes Odes. Por la Gracia y la Fe se verá libre de los falsos ídolos: Soyez béni, mon Dieu, qui m'avez délivré des idoles, et qui faites que je n'adore que Vous seul, et non point ¡sis et Osiris. Ou la Justice, ou le Progrés, ou la Venté, ou la Divinité, ou l'Humanité, ou les Lois de la Nature, ou l'Art, ou la Beauté. (Magníficat.) Esta convicción le suministra la razón de ser para sí mismo y para los demás: "Hemos olvidado la gran fe, la gran doctrina, la gran escuela de energía que ha hecho de Europa lo que es, que ha hecho que seamos europeos y no chinos o hindúes, la gran máxima que se traduce en este verso del himno al Santísimo Sacramento: "Quantum potes, tantum aude" (Le Temps, 28-VI-14). Con tan fuerte convicción y con su poderosa personalidad de champanes avasalladora en su empuje, se comprende bien cómo se ha constituido en el campeón de la verdad religiosa y ha ejercitado, quizá no siempre con mesura, su afán proselitista. Claudel converso no puede ser considerado aisladamente y habríamos de tener en cuenta la numerosa lista de escritores franceses convertidos en los últimos años: recordemos siquiera los nombres de León Bloy, Charles du Ros, Jacques Maritain, J. Green o la proximidad a la fe en un Bergson o en Simonne Weil. Y junto a éstos, los de Leonard Constant, Péguy, Alain Forunier, Pierre Villard, muertos algunos en la primera Gran Guerra. Como ha escrito Raisa Maritain: "El número de los católicos influyentes no ha cesado de aumentar en Francia en estos últimos treinta años, iluminados por las conversiones famosas" (Las aventuras de la Gracia). Por otra parte, tampoco es extraño este resurgimiento católico a la superación de un no poco extendido sentimiento antipatriótico. Rémy de Gourmont escribía en un artículo publicado en Mercure de France, "El juguete patriótico": "Si es preciso decir paladinamente las cosas, lo diremos; nosotros no somos patriotas". Péguy y Maurras son los nombres más representativos de ese renacer del sentimiento patrio y muy cerca de ellos —no importa las diferencias de postura ideológica— también Claudel. Ni sería improcedente relacionar en el orden artístico la obra de nuestro autor con el renacimiento de la literatura de inspiración católica en nuestro tiempo. Como ha escrito Wladimir Weidlé, 166

"Todas las tentativas de regenerar el arte por medio del descubrimiento de elementos maravillosos en el mundo culminan muy naturalmente en la interpretación cristiana de lo maravilloso". Aunque yo personalmente creo y Claudel nos lo prueba, que la visión del mundo que tiene el cristiano, natural y sobrenaturalmente nos lleva a una comunicación directa con la pura maravilla. Y más adelante, en su Ensayo sobre el destino actual de las letras y las artes: "Cuanto más se acerca el artista a la verdadera intuición mítica, tanto más irresistiblemente se reviste el mito que descubre con las formas y colores familiares de la tradición cristiana. Es lo que acontece con muchos escritores, aunque su punto de arranque no sea específica y confesadamente cristiano, y esa relación se manifiesta con más relieve en la gran renovación del arte religioso y muy especialmente en la poesía de inspiración cristiana patente en el mundo occidental desde prinpios de siglo: Coventry Patmore, Gerard Manley Hopkins, Francis Thompson, y la cumbre que supone Paul Claudel, el más grande de los poetas de nuestro tiempo, y poeta cristiano con los mismos títulos que un Dante o un Calderón". Y cita muchos poetas de Francia, Inglaterra, Italia, España y los países escandinavos, a los que podríamos añadir otros nombres; pero baste el de T. S. Eliot en algunas de sus últimas obras: Murder in the Cathedral o The cocktail party. Y volviendo a nuestro tema, antes de considerar el arte de Claudel, insistiré en que su sentido estético es anterior al religioso, figura entre sus recuerdos de infancia. Muchos años más tarde, mientras espera la representación de Le pére humillé, en el teatro de Les Champs Elysées, al rememorar el proceso de su hallazgo dramático, evocaba su niñez "brizada por los labios de una vieja sirvienta, cuyos relatos de antiguas fechorías mezcladas con oscuros sacrificios, me hacía ver con mis ojos el desenlace patético, lentamente desarrollado". He aquí en una vivencia de sus años infantiles, cómo la reacción se va por cauces de adivinación dramática, cuando de ordinario y en trance parecido la experiencia pueril no ve más allá de la conmoción emotiva o de la curiosidad por la aventura. En una primera aproximación al arte claudeliano nos topamos con que hay en él una marcada preferencia por dar a sus hallazgos una estructura rítmica: "El corazón responde a cada modificación de nuestra forma exterior, que es el conocimiento; el conocimiento se transforma en consciencia, la impresión en expresión, el motivo en emoción, la sensación inteligente, en un ritmo", escribe en el delicioso libro, Conversations dans le Loir et Cher. Retengamos ahora ese transmutarse en ritmo, advirtiendo que el campo más propio de éste es el de las sensaciones auditivas, el musical, como 167 12

confesión palmaria de lo que juzgo nota peculiarísima del arte claudeliano: precisamente el cambio de la sensación inteligente en ritmo, en valor musical. Entre los efectos de la poesía nueva entonces y en plano preferente, ha de contarse la sinestesia o trasposición asociativa de una a otra esfera de sentidos. Esto, que tampoco es una novedad absolutamente —ni en la literatura ni en la lengua coloquial y valdría extender la aguda observación de Montaigne: "Oyez Metonimie, Métaphore, Allegorie,.et autres tels noms de la Grammarie: semble il pas qu'on signifie quelqueforme de langage rare et pellegrin? Ce sont tiltres que touchent le babil de vótre chambriére", Essais, L. I, ch. LI— adquiere una acuidad y una insistencia características en simbolismo, verso y prosa. Se convierte en manera habitual de percibir las sensaciones como uno de tantos efectos de aquel inmenso y racional desarreglo de los sentidos que se pedía programáticamente. En el A rebours, de Huysmans, el caballero Des Esseintes se ha hecho construir un "orgue á bouche" con bebidas contenidas en un ingenioso —y disparatado— dispositivo de barriles y llaves: "Du reste, chaqué liqueur correspondait, selon lui, comme goüt, aun son d'un instrument. Le cauracao sec, par example, á la clarinette dont le chant est aigret et velouté; le kummel au hautbois dont le timbre sonore nasille..." Que en unos, como Rimbaud, llegue ese juego a dar calidades poéticas de alto grado, y que en otros, los segundones de siempre, constituya una receta de dudosa eficacia, es cosa descontada. Lo que me parece notar en Claudel es que sus sinestesias suplantan por la auditiva cualquier otra sensación, y esto como tendencia tanto natural como disciplinada. Y no es necesario remontarnos al arranque de esta nueva sensibilidad, al sabido poema de Baudelaire, Correspondences: La Nature est un temple, oh de vivants piliers laissent parfois sortir de confuses paroles Colores, olores, sonidos y sabores se confunden en una tenebrosa y profunda unidad, vasta como la noche y la claridad... Los olores cantan los transportes del espíritu y de los sentidos y tienen la expansión de las cosas infinitas... Dejando por el momento abierta esa puerta al espíritu y al infinito, recojamos algunos ejemplos en Claudel: "la trompette nasillarde des fromages", convierte una sensación olfativa en auditiva; y luego será un color: "l'acide fiffre de ce petit jaune, que, je vous l'avoue, en effet, tappe"; como en una vidriera de la catedral de 168

Chartres, "ce ramage de verre, ce million de voix sans son", y, en el mismo lugar, "une simple note rouge fait chanter l'orchestre jusque la inánime des verts!", o, "le bleu... qui sert d'excipient á í'inmobile vociferation de la couleur"... ¿No ha titulado también un libro sobre pintura, L'ceil écoute? No me he tomado el trabajo de hacer estadística, ni me parece obligado aducir más ejemplos para documentar una tendencia claudeliana. Con ello sólo nos hemos asomado al umbral de un fenómeno de psicología poética. Pero, un poco más adentro, vamos a ver cómo las formas mismas se potencian en Claudel con más complejas resonancias, pues la música le atrae como medio expresivo total y de alcance que le lleva a lo numinoso. Al "conócete a ti mismo", de Sócrates, opone el cristiano, "olvídate de ti mismo", abandónate, ne impedias musicam, la música que arrebata y eleva a las altas esferas. Por otro camino ha buscado también Claudel en la música, no en la de la palabra, el medio de llegar a una integración. En una conferencia a los estudiantes de la Universidad de Yale (marzo 1930) analizaba las relaciones entre música y drama. Wagner estaba, inevitable, al fondo; pero Claudel quiere hacer algo opuesto al germano: si éste parte de la música, aquél, de lo dramático, en cuyo servicio la música debe poner su voz. Cuando los ensayos de L'annonce fait á Marie, en la escena en que Ann Vercors, antes de ausentarse, parte el pan entre hijos y sirvientes reunidos a la mesa familiar, la representación resultaba fría, sin emoción, hasta que Gémier adivinó: "II faut de la musique!" Y, en efecto, con un fondo de sonido de campanas logró el momento dramático su justa vibración, "dándole la sonoridad de los timbres la atmósfera, la envoltura, la dignidad y la distancia que por sí sola, escueta y desnuda, era incapaz de comunicar". No deja de ser extraño que el gran escritor, de tan poderosos registros, toque aquí los límites de las palabras y se vea constreñido a solicitar de la música una ayuda que, ya se sabe, utiliza en otras obras teatrales, especialmente en Le soulier de satín. Y es que el teatro no es literatura, sólo literatura, y aunque uno sea poco amigo de toda suerte de efectos teatrales que no vengan de la palabra, ha de reconocer el acierto y la oportunidad de acudir a la música, al ballet (así en el boceto para un Oratorio, La Parole du Festín, según San Mateo, XXII, 2-10), y a recursos plásticos o lumínicos, como los que intervienen en Cristóbal Colón, por ejemplo. La concepción totalizadora de su teatro y el moverse con igual soltura en el mundo de aquí y en el de más allá, las resonancias de la liturgia y de motivos sacros abonan el empleo de medios expresionistas, puesto que traducen una visión dramática no limitada por fronteras comunes. 169

A la manera de algunos dramaturgos expresionistas —no hablo de influencias— Claudel acota cuidadosamente, señalando matices en las voces de cada actor. A veces no entenderemos bien las intenciones del autor, y es porque no oímos con él esa música callada: en L'otage, se dice de Sygne, "Elle parle d'une voix claire et melodieuse, avec quelques notes d'une sonorité étrange et presque penible". Clara, melodiosa, penosa... ¡bueno!; pero la sonoridad extraña se nos escapa. Estas breves y someras notas sobre las calidades musicales en la obra de Claudel habrían de extenderse al despliegue de sus grandes piezas teatrales, cuya estructura recuerda el movimiento de una fuga, se apoya en el eco recurrente de una frase, como en el motivo de una sinfonía, o desemboca en finales de escenas y actos, con un concertado que resume y deja vibrando hacia la lejanía los temas de la acción. Por aquí también nos encontramos con un modo de concebir el drama estética y religiosamente por la adecuación de música a vivencia numinosa. Con lo que a la catarsis aristotélica se junta una nueva operación, "como si la Gracia —cito palabras de Gabriel Marcel— descendiese al encuentro del acto humano, de las pasiones humanas para conferirles a la vez un sentido último y primero". En cuanto al sentido último del teatro claudiano, parece justo aducir las palabras del propio autor. Al cerrar con Le pére humillé la trilogía constituida por esta pieza, Pain dur y L'Otage —ciclo de la sociedad del "ancien régime"— explicaba el modo en que "los hechos, fundidos de pronto, toman un valor de enseñanza y la anécdota, la saga, se convierte en parábola". Palabras que nos recuerdan las de Elliot, en su Diálogo sobre poesía dramática (en "Selected Essays"): "Yo creo que el teatro tiene que hacer algo más que divertirnos... Sus autores tienen que asumir alguna actitud moral con su público. Esquilo y Sófocles la tenían". Precisamente el sentido moral es fuente de situaciones dramáticas y ha sido el Cristianismo el que ha dado nuevas fuerzas a la tensión del drama, porque, como escribe Claudel. "En un mundo... donde no hay ley moral... donde todo está permitido, donde nada puede esperarse ni perderse, donde el mal no lleva castigo ni el bien recompensa, en un mundo semejante, no hay drama, no hay lucha." (En esto Claudel nos parece de lleno en la tradición francesa, desde Corneille, por lo menos.) Es el teatro de Claudel simbólico, bien que nunca caiga en moralización pedestre, gracias a su propia virtud poética tanto en la concepción de las piezas como en el lenguaje de los parlamentos, de remontado lirismo muchas veces. 170

Lo que yo no veo tan claro es la influencia de nuestros dramaturgos del Siglo de Oro, Lope y Calderón más precisamente. Creo que se trata de uno de esos tópicos tan recibidos como poco meditados. Como los nuestros, no es clasicista, sino, digamos, barroco, y barroca es la musicalización de las formas, la tensión desbordante, el poder sintetizador y esa facilidad para salvar límites de espacio y tiempo, como en una convocatoria a escena de edades y continentes. Con la misma fe que nuestros autores trataron lo maravilloso cristiano y nos hacían comunicables ángeles, santos, apariciones y milagros, con la misma fe opera Claudel en sus dramas. Y no se puede suscribir del todo los reparos de Mauriac al empleo de tales elementos maravillosos y a los efectos de la liturgia dentro del teatro, ni, en modo alguno, aceptar el desdeñoso calificativo de Croce —tan admirable cuando no se apasiona—, "Claudel, Eschylo da boulevard". En su teatro, como por los rompientes de los cuadros de la pintura barroca, descienden hasta la escena figuras y voces sobrenaturales. Y todavía encontraríamos un nuevo término de comparación con el arte barroco que fue expresión artística de la mente y sensibilidad de la Contra-reforma, y el de Claudel, también empeñado en combate contra incrédulos y escépticos de su tiempo. Pero tenemos que volver al poeta y a su vinculación con la escuela simbolista en una nota más. No es privativa del simbolismo, pero sí característico el relevo de imágenes por otras y otras suscitadas desde la primera, como en una sucesión que prolifera en el plano imaginista. Esta proliferación de imágenes —sean o no metafóricas— difiere de la fórmula "homérica" de comparaciones o metáforas ampliamente desarrolladas: en los mejores responde a una visión alucinatoria, sostenida en vilo; pero no pocas veces sólo percibimos el procedimiento. Tomemos un ejemplo de Claudel, no de los más complicados, que nos sirva de indicio. El elegido procede de una obra en prosa —y su prosa, como antes en Baudelaire o Rimbaud, tiene una alta calidad poética— la ya citada Conversations dans le Loir et Cher: allí ve, como suele, la naturaleza sub specie religionis y después de enumerar ríos, llanos, montañas, "je n'oublie pas les lacs ermites, ees vieillards vierges au milieu des montagnes qui prient tout ñus". Los lagos solitarios en el yermo de la montaña, disparan la imagen de "ermitaños" y a partir de ésta, como en una reacción en cadena, se siguen "viejos" —los ermitaños son, por definición, "viejos", ¿no es verdad, Juan del Encina?—, "vírgenes" y "desnudos", imágenes ambivalentes para la identidad imaginista, "lagos-ermitaños" (pureza, soledad, desnudez valen para ambos), y, finalmente, la plegaria parecería atribuible sólo a la ima171

gen, ya símbolo, de los ermitaños, si no entendiésemos que también le cuadra a este trozo de naturaleza, reflejo en doble sentido del cielo: los lagos montañeros como parte de la naturaleza están penetrados de divinidad, su reflejar de celajes es canto y rezo a Dios. Antes hemos dicho que Baudelaire apelaba en las Correspondences al misterio, a un nebuloso más allá espiritual. Claudel adivina lo religioso en lo sensible. En este aspecto de la simbolización numinosa de la naturaleza nos asaltan a cada paso por las páginas de Claudel los ejemplos. "Todas las cosas pasajeras son figuras de Dios; las criaturas son no sólo obra del Creador, son su signo, llevan su figura." La poesía, "porque descubre las alusiones dispersas en la naturaleza y porque la naturaleza es una alusión a la Gracia, nos da, sin saberlo, un presentimiento, un oscuro deseo de vida sobrenatural"... "El poeta está mejor preparado que cualquier otro para entender las cosas de lo alto... está connaturalizado no con Dios mismo, sino con el misterio esparcido en las cosas y bajado de Dios, con las potencias invisibles que se recrean en el Universo"... ¿A qué insistir? Puntualicemos que lo que es doctrina católica sobre el significado de universo y naturaleza, en Claudel se hace vivencia poética más bien que pensamiento y recojamos un excedente marginal —marginal en nuestro enfoque—, la llamada a la integración, la suma de esferas —natural, humana y divina— tantas veces postulada por Claudel. Ya se sabe que católico vale tanto como universal, y para nuestro autor vale por su sentido religioso y por el etimológico —que no es, en su mente, distinto—: "Ce qui est beau réunit, je ne puis l'appeler autrement que catholique" (Soulier de satín), donde el doble sentido se subsume en la definición de lo Bello. La idea de reunir, de fundir todo, es sin duda una orientación habitual en mente y sensibilidad claudelianas; cada autor, cada uno de nosotros, tenemos en nuestro vocabulario palabras clave; son como condensaciones de nuestro mundo interior en que resumimos, a menudo inconscientes y por eso con más indicativo testimonio, nuestras preferencias íntimas. Si yo tuviera que elegir una de esas palabras-clave para Claudel, no necesitaría una palabra entera, me bastaría con un prefijo, el que funciona como tal en francés —y en español—, el prefijo co-, resultado del cum latino en que está patente la idea de reunión. No sé cuántas veces ha jugado del vocablo sobre "connaissance", que descompuesta vale por "co-naissance", de "naitre", y el equívoco, no ingenuo, de "connaitre", 'conocer', y "conaítre", 'co-nacer'. De donde se igualan conocimiento y conaturaleza, conacimiento. Otra vez será: "comunión con Dios, comunión de todos los hombres entre sí; comunión del hombre y la naturaleza; y co172

munión de toda la naturaleza consigo misma, en un estado de conaíssance". O, "comprender en comunicar, comulgar". En un escritor que tiene el buen gusto de no abusar del dudoso recurso del equívoco, es más indicativa esta reincidencia conceptista, que me ha permitido diputar para clave de su intención totalizadora en Dios, esa mínima entidad lingüística, sin deformación calculada. Con esta visión católica totalizadora, ni el más simple dato de la experiencia sensible queda sin articulación en el todo: si la hoja amarillea, "elle jaunit pour fournir saintment á la feuille voisine qui est rouge l'accord de la note nécessaire". (Otra vez la música acordando colores, y santamente.) O, "el rojo de la amapola sella en rojo la obligación ante el sol de que las otras flores sean blancas o azules" (La Ville). No menos digna de nota es su interpretación de las fuerzas biológicas de la naturaleza que han dado ocasión a un curioso estudio: "La valeur biologique de l'Art poétique de Paul Claudel" (F. J. J. Buijtendijk y Hans André: Cahiers de Philosophie de la Nature, París, 1930, 4.°). Al ocuparse de la autodeterminación de las formas vivas, escribe Claudel que éstas son "notas que vibrarían por sí mismas, alargando los dedos en todas direcciones", en virtud de una teleología que va más allá de la disposición estrictamente útil. Maritain ha relacionado este punto de vista con la reacción antimecanicista en biología, superando posiciones del siglo xix, según puede verse en von Uexkull, de quien es esta bella frase: "Todo organismo es una melodía que se canta a sí mismo". Aquí han coincidido biólogo, filósofo y poeta. Claudel, poeta, se goza en dotar a los seres vivientes de un antropomorfismo que obedece y plasma en su vida la voluntad de su Hacedor. La naturaleza es un libro de símbolos trascendentales: "El Génesis nos dice que todas las obras de Dios son buenas y que llevan la marca de la bondad de su Autor, no sólo de su Providencia, sino, si puedo decirlo, de su Idea operativa, estrechamente unida a su esencia... de su intención, de su estilo, de su mano, un rasgo de su fisonomía. Tienen estas obras un interés documental. Y son mucho más que inscripciones, son los actores del drama de la Naturaleza, haciendo infatigables el papel siempre igual que el Director les ha confiado... Y hay tantos seres vivos que están adscritos al papel de villanos —como se dice en inglés— que proporcionan a todas nuestras pasiones, a todos nuestros vicios, a todos nuestros adversarios espirituales, esos enemigos de que hablan a menudo los Salmos, insidiosos o descubiertos, una personificación, una máscara apropiada"... "El Génesis indica que toda la naturaleza ha sido asociada al pecado original cuando se pone a germinar espinas y la ingeniosa 173

variedad de cizañas"... He aquí otro aspecto de la radical catolicidad de Claudel, en cuya visión de la naturaleza hay indefectiblemente un resultado de su concepción religiosa, de temple estético: "Otra característica de las criaturas animales es el humour, la drólerie, que es consecuencia de la originalidad. Diríase que el Criador ha querido divertirse y divertirnos al lanzar formas como el hecho normal de sus disfraces. No es el dragón lo único que ha creado ad illudendum ei (Psalmo, CIII, 26); todas las combinaciones de la comedia de intriga, todas las complicaciones a lo Balzac vuelven a encontrarse en las increíbles costumbres de los parásitos... O en las saturnales del limo, esos ensayos de la Creación... como en la mitología china, que hace del dragón la soldadura viva de toda la naturaleza, hilvanando el horizonte con la nube" (L'Epée et le Miroir, App. V, "Les fossiles"). Que la Naturaleza no le bastase en sí misma, era de suponer, como que tampoco la encuentre inteligible de no referirla a Dios o al hombre, de quien ha dicho que es el único "qui est la clef et la trasposition inteligible de la Nature... Le fusillement de la pluie sur Hambour serait inexplicable sans ce bonhomme qui apparait tont á coup ruisselant dans l'entre-báillement de la porte renfermant son parapluie". Y de nuevo, el mundo se hace poesía y lleva a su razón más alta: Salut, done, o monde nouveau á mes yeux, o monde, maintenant total! O Credo entier des choses visibles et invisibles, je vous accepte avec un cceur catholique. (L'esprit et l'eau) Al mismo destino e igual referencia nos llevaría si nos detuviésemos a considerar sus ideas sobre la familia, la sociedad, la ciudad ("on peut diré que toute ville est un église)": en el conflicto por resolver entre individuo y sociedad, supeditando ésta a aquél, se justificará en definitiva la vida en común, porque en su seno es más posible el "primer y mayor mandamiento de Dios; amaos los unos a los otros". Por aquí derivamos al expositor de ideas católicas, al vocero del dogma, al campeón de la Iglesia, al predicador y al proselitista. No he de entrar detenidamente en este terreno, y sí indicaré su vehemencia y la sostenida voluntad de ortodoxia. Que sea insistente, incansablemente insistente, obedece a lo vivo de su fe y a una necesidad de procedimiento que lleva consigo el papel de predicador: no hay fuerza suasoria como la del repetir. A su temperamen174

to habremos de cargar una buena parte de la impulsión del propagandista. Su influencia en el terreno religioso ha sido considerable y basta repasar su correspondencia con Jacques Riviére, sus intentos de captación en que hay partidas fallidas como la de Charles Louis Philippe, muerto prematuramente, y la de Gide, que puede seguirse en su Correspondence. Pero aquí no pueden acompañarle todas nuestras simpatías. Ni en las palabras que Claudel dedicó a su antiguo amigo en ocasión de su muerte. Con Moeller no se puede aprobar un juicio temerario ni unas expresiones que "traspasan los límites permitidos, porque no se refieren a la obra, sino a la persona". Y Gide no podía contestar. El apasionado Claudel había escrito años antes a Gide, a propósito de una ofensa a la Iglesia, en una obra que le ha enviado Ruyters: "Quien ataca a la Iglesia, para mí, es como si hubiera herido a mi padre o a mi madre... Esto no me ha impedido tener amigos entre judíos, ateos y protestantes: Schow, Suarés o Berthelot, pero éstos son incrédulos puramente pasivos y no enemigos de Cristo. Confieso que no puedo soportar a sangre fría esas horribles injurias y que todo mi corazón se subleva" {Correspondence avec Gide, 6-11,908). También es muy curiosa su postura respecto de nuestro Unamuno. Gide había escrito un prólogo para la traducción de El sentimiento trágico de la vida, que iba a publicarse en la NRF, pero Claudel no podía aceptar la religión unamunesca: "Quant á moi, je suis simplement catholique, c'est-é-dire, universel... Je n'ai rien de commun avec luí, ni sourtont avec cette proposition exasperante, rebáchée depuis des siécles, que la foi et la raison n'ont rien de commun, et chacun leur domaine separé". O su ataque al "modernismo", condenado por Pío X en su Decreto, Lamentabili, y en la Encíclica, Pascendi domino gregis. La figura principal en el "modernismo" francés, Alfred Loisy, recibe también las embestidas de Claudel. El champanes de ascendencia campesina de Villeneuve-sur-Féreen-Tardenois lleva en su sangre la fuerza del terruño y su impulso vital se opone a la frialdad raciocinante de Valéry o Gide, como al atormentado vasco Unamuno. "Para nosotros (los occidentales), conocer es conquistar, y comprender es prender, tener, poseer, como una mujer y como un libro" (Conversations). A las palabras de Barres, "La terre et les morts", Claudel opone, rectificando, "La mer et les vivants"; la mar, es decir, la eternidad y los vivos, el presente y el porvenir. No es un nostálgico del tiempo pasado. Gracias a Claudel una belleza nueva ha fecundado la literatura francesa. Con un lenguaje de sabroso primitivismo, a ratos familiar, 175

rico y variadísimo, en el amplio molde que ya se conoce con el nombre de "vers claudalien", la poesía de ultrapirineos tiene una música verbal nueva. El tono de franco optimismo no se ve turbado por dudas, y es algo que tiene una raíz religiosa y, no lo olvidemos, otra vital, de hombre sano, con apetito de vivir y actuar. (Gide escribía de su entonces amigo: "En presencia de C. sólo pienso en mis defectos. Me domina, me abruma. Tiene más base y superficie que yo, más salud, dinero, genio, poder, hijos, fe, etc., de los que yo tengo".) Exulta de plenitud gozosa: Oui! Quelle chose c'est que de vivre! Quelle chose étonnant c'est Que de vivre! Quelle chose puissante c'est que de vivre. Celui qui vit et pose les deux pieds sur la terre, qu'envie-t-il done aux dieux? (Tete d'Or, 1885, 2. a redacción) Pero también sabe encantarnos con la delicada sencillez de un alma que se ha hecho infantil: // est midi. Je vois l'église ouvert. 11 faut entrer, Mere de Jésus-Christ, je ne viens pas prier... (Poémes de guerre) O. Si cela pouvait arriver qu'il y eut cette convention entre nous, Madame, tout ce que j'ai fait et tout ce que j'ai écrit, que vous voulussiez bien le considérer comme rien du tout... (Le 25 décembre, 1888) La posición de Claudel respecto de la poética puede verse en "Réfiexions et propositions sur le vers francais", NFR (oct.-noviembre 1925), y en la parábola Animus et Anima y en Priére et Poésie, de donde traduzco: "El mismo horror por el azar, la misma necesidad de absoluto, la misma desconfianza en la sensibilidad que hoy se encuentra en nuestro carácter y en nuestras estructuras sociales, moldearon nuestra gramática y nuestra prosodia. Había que evitar que entrase el aire... había que apretar las palabras por una constricción exterior e interior tan fuerte, entre ángulos tan duros, que la línea adquiriese la inmovilidad definitiva e inquebrantable de una inscripción legible para la eternidad... El arreglo y disposición de las palabras se convirtió en juego meramente social, como el álgebra o el ajedrez". Luego ironiza sobre la influencia beneficiosa de la obligatoriedad prosódica, que compara con el Código penal, sólo 176

molesto para los malhechores y arguye a un supuesto contradictor, "las limitaciones de nuestra prosodia no ha embarazado nunca a un verdadero poeta. Nuestro joven levantisco tiene que callarse. Ha sido una famosa respuesta". El agotamiento del estrofismo y del verso de ritmos fijos es fenómeno de los últimos años de la pasada centuria que alcanza a las grandes literaturas occidentales. El verso ha sido "touché" según frase de Mallarmé en su conferencia de Oxford (ya sé que ese mismo poeta hizo sonetos de virtuosismo ejemplar), y otro tanto que al verso francés le ocurrió al inglés, español o italiano. En próxima conexión con este cambio del verso tradicional ha de considerarse la boga de una prosa poética iniciada, como hemos dicho arriba, por Baudelaire y cultivada por el Claudel de la primera época. Abandonado el verso fijo, queda el verso libre y en nuestro poeta, con una andadura amplísima, que remoza el verso francés con ecos del versículo de la Biblia. Gide ha escrito en Interviews imaginaires, II, en el capítulo, "Métrique et prosodie", "Felices los poetas de un tiempo más afortunado, que heredaron de sus antepasados una lira de cuerdas bien tensas sobre la que podía ejercitarse su originalidad, por entero... Hoy la lira está rota, o, al menos, todas sus cuerdas flotan: tanto se ha tirado de ellas en todos los sentidos." A lo que redarguye el autor: "Felices, debierais pensar por el contrario, los poetas nacidos en tiempos de nueva aurora, que han de tensar de nuevo las cuerdas sonoras para acordes hasta entonces no escuchados". Para Gide, con la excepción de Whitmnn, "ese salvaje y el ingobernable Claudel, no conozco genio tan fogoso que no haya sometido su obra a las reglas de una prosodia estricta". No creo que haya incompatibilidad entre disciplina y el ímpetu claudeliano por mucho que se separe de la tradición, Y no monos que en su verso, hay también una disciplina prosódica de ritmos calculados en la prosa poética, por ejemplo, en Connaissanee de i'Est. Tampoco reconoce los límites en la elección de léxico, los límites consagrados por la tradición ni los de las nuevas escuelas. El caudal de su vocabulario es, sencillamente, asombroso, como instrumento apropiado para la vastedad de temas, motivos, ambientes, asuntos y tonos de su vasta obra. Tampoco aquí la limitación es su virtud. Un repaso nos llevaría demasiado tiempo. Pero cuando su vocabulario es o parece trivial, Les mots que j'emploie, ce sont les mots de tous les jours, et ce ne sont point les memes. {La Muse qui est la Grace) 177

En su teoría de lo poético en cuanto vía de aprensión, no menos que de expresión, está por la "nouvelle Logique ayant la métaphore pour expression" (L'Art poétique) y opone "l'ordre (qui) est le plaisir de la raison, mais le desordre est la delice de l'imagination" {Le soulier de satin). En la parábola de Animus y Anima se nos dice que la poesía de la razón inferior no es la más elevada. Sin el alma —ese instinto espiritual en comunicación con el cielo de los trascendentales, del que dimana propiamente la poesía— la razón queda mezquina. El sentido crítico, sobre el que han especulado Baudelaire, Wilde, Poe, Valéry se deja fuera todavía lo más cercano a la divinidad: el espíritu está situado en nosotros entre una oscuridad superior, por exceso de transparencia, y una oscuridad inferior por exceso de opacidad. El alma percibe mejor que el espíritu los destellos de esas dos noches que nos limitan. A la desintegración surrealista o a las palabras en libertad, Claudel opone la tarea de "reconciliar las potencias de la imaginación y de la sensibilidad con las potencias de la fe" para volver a una integración. Animus y Anima no pueden vivir separados: el primero nos lleva al conocimiento racional; la segunda, al poético. Por ambos se llega a la realidad, "a la santa realidad en cuyo centro estamos situados", y gracias a Anima esa realidad se hace significativa. Por tal modo puede Anima cantar la belleza del Animus con una "extraña y maravillosa canción". Las corrientes literarias de la primera postguerra alcanzan a Claudel con una obra ya muy sólida y segura. Estaba en situación de ejercer influencias más que de recibirlas. Sus relaciones con escritores de la vanguardia de entonces han tenido un tono bastante agrio. En una entrevista para // Secólo, Claudel tacha de pederastas a dadaístas y surrealistas, lo que no es precisamente un juicio literario. Ni lo es tampoco la contestación de un grupo de "jóvenes", que puede verse en Histoire du surréalisme, de Maurice Nadeau. Pero no vale la pena recordar escaramuzas, pues la verdad completa es que Claudel supo ser generoso al fin con los nuevos escritores y lo que representaban. Cuando Jacques Riviére habló a Claudel de Louis Aragón, nuestro autor no sintió la menor atracción por el arte del joven escritor, del que conocía algunas cosas publicadas en la NRF. Pasados algunos años, en 1945, rehace su criterio y publica una rectificación en Pages frangaises, núm. 3, y anunciaba su propósito de llevar al escritor surrealista a la Academia, en cuanto de él dependiera. En las reflexiones con que reconsidera el valor de las nuevas escuelas, Claudel se nos muestra de una ancha tolerancia y con la agilidad suficiente para seguir el juego aun en lo que parezca banalidad: ¿no ha visto en las dos t de "«toit> les deux 178

pignons de la maison", y no descubre en "locomotive", "des roues et une cheminee"? Y en cuanto a la costumbre de prescindir de todo signo de puntuación, comprende y limita el gran integrador de Claudel: "¿Por qué ese sacrificio a la moda? ¿Por qué ese desprecio de la puntuación? ¿Por qué privarse de ningún medio de expresión? Comprendo que en muchos casos la frase, el miembro de la frase, el verso, necesita del blanco puro para disolverse. Sufrimos del freno brutal de la intervención lógica, del suspenso pedantesco, del punto y de la coma. Pero, ¿cómo no apreciar el dinamismo inhibitorio o eruptivo que desprende el signo tipográfico? ¿Qué pregunta se lograría sin la voluta, al final, del signo de interrogación, semejante al lituus de los antiguos augures, o, simplemente, a una oreja en tensión? ¡Hay algo de verdad en el dicho de Mallarmé, que no veía nada más bello que una página en blanco, bien puntuada! Un signo de exclamación solo, en medio de una gran página blanca, es todo un poema". (Sí, el poema que no ha sabido escribir el poeta.) Después de este rápido examen del arte claudeliano, todavía se nos quedan fuera muchas caras, especialmente las del poeta difícil de las Cinq grandes odes, o del gran creador de un teatro simbólico. No obstante, en el sucesivo asalto a que hemos ido sometiendo el conjunto de la obra, creemos haber justificado lo correcto de la conclusión anticipada al comienzo de este artículo. Paul Claudel, poeta de integración, total, universalista, católico. (1956)

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WILLIAM FAULKNER

I EL NOVELISTA Y SU FAMA El novelista norteamericano William Faulkner 1 no es uno de esos escritores de fácil acceso cuya obra obtiene la adhesión inmediata. Ni por la sombría y, a veces, monstruosa humanidad que pinta, ni por la trabajosa urdimbre de sus novelas se presta a una lectura de complaciente comodidad. Es preciso vencer con una atenta lectura las complejidades del relato; colaborar en cierto modo con el autor, que dispone ocultamente los hilos de su trama, y, casi 1 Nace William Faulkner en Ncw-Albany (Miss.), 1897. Estudios universitarios en Oxford (Miss.), 1919-21. Combatiente en la guerra del 14 como piloto de la R.A.F. canadiense, fue herido en Francia. Primeras obras, versos con influencias de Swinburne y Ornar Khayam. Conoce a Sherwood Anderson en Nueva-Orleáns y colabora, junto con éste y Hemingway, en el New-Dealer de esa ciudad. Ha tenido diversos oficios manuales y vive en una granja del Sur. Viajó por Europa en 1925. En 1950 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. El discurso de contestación al recibir el Premio, interesante para su concepto de Literatura, puede leerse en el número primero de la revista Perspectives (1953), editada en inglés, francés, alemán e italiano. Su primera obra es un libro de poemas, muy raro ya. The Marble Faun, Más tarde publicó otro libro de versos, A Green Bougb (1933), Soldier's Pay (1927; traducción española en Colección Gigante, Barcelona), Mosquitoes (1927), Sartoris (1929), The Sound and the Fury (1929), As l hay Dying (1930), Idyll in the Desert (1931), These Thirteen (1931; trece cuentos), Sanctuary (1931; trad. española, Espasa-Calpe, 1934), de la que se hizo el "film" The Story of Temple Drake; Light in August (1932), Dr. Martino (1934; cuentos), Pylon (1935), Absalom, Absalom! (1936), The Unvanquished (1938), The Wild Palms (1939), The Hamlet (1940; trad. española, Colección Gigante, Barcelona), Go Down, Moses (1942; cuentos), Intruder in the Dust (1950), Knight's Gambit (1952). De estas dos últimas obras cito por la fecha de las ediciones ¡nelesas. Esta nota sumaria no pretende ser exhaustiva, aunque sí recoge lo más importante, hasta hoy, 1953.

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siempre, superar una repulsión inicial producida por el cuadro de abyección moral que nos ofrece. Vale la pena, sin embargo, que superemos dificultades y repulsiones, pues su arte de novelista nos compensará ampliamente. Se comprende bien que la fama de Faulkner haya crecido muy lentamente sin trascender mucho de círculos reducidos de lectores, entre los que todavía tiene las máximas simpatías, incluso después de obtener el Premio Nobel de Literatura en 1950. Y como las afinidades de gusto y preferencia son muy significativas, no estará de más recordar aquí que los primeros escritores europeos que acogieron con entusiasmo la obra del norteamericano fueron Malraux y Sartre, éste antes de su encumbramiento en la reciente postguerra. Por lo que hace a España, creo que sólo se conocía su novela Sanctuary, traducida en 1934 (tres años después de su aparición en Norteamérica), y publicada en una colección que llevaba la rúbrica de Hechos sociales, lo que demuestra que no fue muy bien comprendida, pese a la excelente traducción de Lino Novas Calvo y al prólogo, certero, de Antonio Marichalar. Y anduvo bien despierto el prologuista cuando transcribe estas palabras de Bonamy Debrée: "Si América va a proporcionar a esta generación un gran novelista puede, desde luego, apostarse que ha de ser Faulkner". Pero insisto, y más adelante hemos de verlo, no fue muy exacto el encuadre de tal novela dentro de una colección orientada hacia el testimonio social, pues ni en ella ni en cualquiera de las restantes estimo que Faulkner ha apuntado en esa dirección. Su obra se mantiene en un plano de creación pura, desligada de intenciones documentales o sociológicas, bien que pueda deducirse de ella, falseándola, un conjunto de notas aprovechables por el sociólogo a costa de olvidar o desconocer sus cualidades estéticas. Conviene puntualizar aquí que, si Faulkner empieza a escribir en la década del 20 al 30, cuando surge la que se llama la "generación perdida" y también la "generación de la protesta", cuyos principales componentes, Dos Passos, James T. Farrell, Hemingway, Waldo Frank y los menos jóvenes Upton Sinclair y T. Dreiser, orientaron su obra hacia lo social y con tono combativo, nuestro novelista se mantuvo al margen del American Writer's Congress (1935), por ejemplo, y en modo alguno dotó a sus producciones del lastre ideológico ni las concibió polémicamente. En cualquier caso, la obra de Faulkner se eleva sobre las circunstancias, muy precisas por otra parte, hasta un plano de sublimación artística de vigencia mucho más general. La novela norteamericana inmediatamente anterior a la aparición de Faulkner se movía aún en la huella del naturalismo de principios de siglo y estaba dominada por el costumbrismo regional o de 184

clases que había dado las creaciones típicas de Sinclair Lewis, el documento de época en un Scott Fitzgerald o el realismo, con toques de psicoanálisis y cierto vuelo poético, de un Sherwood Anderson. Después de la primera Gran Guerra, el regionalismo en la novela norteamericana no será ya la ingenua pintura de costumbres provincianas, optimista y bonachona que ha dado a la literatura anterior un tono conformista. La edad de la máquina ha secado el amable romanticismo, y con el instrumento de la psicología freudiana se pondrán de manifiesto las zonas menos nobles del hombre. Se va fraguando una literatura agria que capta los aspectos más sórdidos con preferencia. En este cuadro se destacará la obra de Faulkner como expresión de una desesperación absoluta: "Un subproducto de la desintegración y decadencia social", escriben los editores de American Authors Today, refiriéndose a la misma, aunque, habremos de rectificar nuevamente, desde nuestro punto de vista, que lo social se subsume en una consideración humana general. Y nos parecen más acertadas las palabras de Marichalar en el prólogo citado, cuando caracteriza la novela de Faulkner como "un valle de lágrimas donde la presencia espantosa del mal tiene el valor que, en las páginas de la ascética cristiana, corresponde al pecado", salvo, añadiré, la creencia o el sentimiento en o del pecado, y sí un pesimismo trascendental que sólo percibe las fuerzas malignas de que son presa los humanos. Pocas, contadísimas ocasiones hay en que la bondad, la confianza, el genio del bien, en una palabra, conforman los actos de sus personajes. El mucho más viejo que la letra "mal del siglo" duele con inmisericorde angustia en las páginas de Faulkner, sin una referencia consoladora por la esperanza, como algo que se agota en sí mismo, puro absurdo desesperado.

II FAULKNER, SUREÑO La primera novela de Faulkner, Soldier's Pay (1926), tiene un punto de arranque muy concreto. Nace de la reacción que se produjo en Norteamérica (y en Europa: Barbusse, Remarque, Pabst) contra el heroísmo oficial (ya se habían publicado 700 por 100, de Upton Sinclair, y Three Soldiers, de Dos Passos; pronto aparecería A Farewell to Arms, de Hemingway). Faulkner, que fue combatiente y herido en la guerra, describe las miserias de los hombres en peligro y la ingratitud de la sociedad para con los soldados que 185

la han defendido. Las tropas vencedoras fueron recibidas con entusiasmo delirante; pero, apenas extinguidos los sones de las marchas triunfales y los recibimientos espectaculares, cada uno tiene que enfrentarse con la triste realidad, y los veteranos no encuentran fácil acomodo en una sociedad ávida de placeres. La acción se centra en un joven piloto que ha vuelto enfermo, ciego y casi inconsciente. Su prometida, una "flapper" que sólo piensa en diversiones, no tiene valor para ser fiel a la palabra dada. El ex combatiente se refugia en el alcohol hasta embrutecerse. Pero este motivo preciso de la desilusión en la postguerra es uno más de una concepción mucho más radical y extensa: la fundamental desesperanza que encontraremos una y otra vez en obras posteriores. Como se sabe, Faulkner es natural del Sur, y en él ha pasado la mayor parte de su vida. De allí tomará los elementos realistas de sus novelas, del presente y del pasado sureños, y allí situará la acción de sus personajes. Nunca hasta él había logrado aquella región una vida mítica tan rica, y el novelista se inventará una geografía ideal con el distrito de Yoknapatawpha, capital Jefferson, donde moverá la terrible historia de sus criaturas. Esta geografía, inventada sobre un terreno real e identificable, nos pone en la pista de un realismo potenciado adrede para que viva en el plano de la ficción, sin, al mismo tiempo, perder el contacto con la tierra. Pienso que se trata de una fórmula para resolver el eterno problema estético de la novela, que tantas veces se ha resumido con la peligrosa equivocidad de realismo plus idealismo, y que no sería desacertado sustituir por la conjunción "verdad histórica + verdad poética". Con Sartoris seguimos el proceso de acabamiento de una familia de clase elevada en cuyo apellido hay como un maleficio, pues "su nombre suena a muerte y fatalidad espléndida, como llamaradas de plata que descendieran al galope a la puesta del sol o una sonería de cuernos que se apaga en la ruta de Roncesvalles". Desde los tiempos, ya legendarios, de la guerra de Secesión encontraremos siempre a un Sartoris en trance de arrostrar la muerte con gallardía o temeridad fatal. Se han hecho famosos por sus hazañas tan romancescas como estériles: uno de los Sartoris, seguido de pocos hombres, se abre camino a través del campo "yankee" sólo por el capricho de tomar el desayuno de la mesa de un puesto enemigo. Apenas ha regresado de la peligrosa marcha, vuelve él solo a las líneas contrarias porque se había olvidado de traerse las anchoas; pero ahora no tornará. Otro Sartoris, de bruces sobre un regato, ocultándose de una patrulla "yankee", se mira en el agua y ve refle186

jarse una cabeza de muerto. Una y otra vez se oponen a la muerte y van pereciendo violentamente. El cambio que traen los tiempos sustituye la antigua gallardía y prestancia de héroes antiguos, y la muerte ya no tiene el halo romántico de antaño, pero continúa ejerciendo la misma fascinante atracción sobre los Sartoris. En la guerra del 14 Juan encuentra "una excelente excusa para hacerse matar", y su hermano Bayardo se mata probando un nuevo tipo de avión. Y el último de los Sartoris dice así su cansancio de la vida: "¡Maldición! —profería extendido sobre su lecho, boca arriba, mirando por la ventana, donde nada tenía que ver, esperando el sueño, no sabiendo si vendría o no, y fastidiándose en lo que pudiera sucederle—. Nada que ver y la larga duración de la vida de un hombre, setenta años de arrastrar por el mundo un cuerpo obstinado y engañar sus exigencias importunas. Setenta años decía la Biblia. ¡Setenta años! El sólo tenía veintiséis. Ni un tercio siquiera. ¡Maldición!" Nuevamente ha tratado el pasado de la guerra civil en The Unvanquished, y al evocarla se separa de la novela histórica de ese tema que pusieron de moda Margaret Mitchel y T. S. Stribling. Faulkner pone siempre en primer plano destinos individuales y la guerra queda como fondo obsesionante por la narración a través de un relato puesto en boca de uno de los personajes: Bayardo Sartoris. Nuevamente vemos a los miembros de la nueva aristocracia, que prefieren la muerte a ceder de sus privilegios, mientras aparecen los nuevos, los advenedizos en la región, que terminarán por quedarse con la riqueza por cualquier medio, especialmente los menos limpios, al paso que decaen los de la casta antaño dominante. Son ahora los Snopes quienes sucederán en el dominio, ya sin grandeza. Y los Snopes, en plena acción de lucro sórdido, serán los protagonistas de otra novela, The Hamlet. Se llega con esta novela a una ambientación temporal más próxima y decididamente menos heroica. Extinguidas las viejas familias gloriosas y trágicas, quedan los logreros y los "poor white", los blancos pobres, como se llamaba antiguamente en el Sur a los que no podían tener esclavos de color. La sociedad ésta es un lamentable cuadro de individuos brutales, estúpidos, en completa degeneración. La vida les persigue duramente y su reacción es de odio elemental, instintivo. Viven en una tierra, como sus ríos, "opaca, lenta, áspera, que crea y modela la vida de los hombres a su imagen sombría e implacable". No se puede negar que en el fondo hay un amor, un dolido afecto a ese país y a esa miserable humanidad, pero en apariencia Faulkner se mantiene a 187

distancia de sus personajes y ambiente como testigo impasible o con la frialdad de un destino que desata la tragedia y asiste inconmovible a su desenlace. III SU FUNDAMENTAL DESESPERANZA La cita anterior procede de As I Lay Dying, que, junto con The Sound and The Fury, forman una cierta unidad, al menos en cuanto tienen como asunto la vida de campesinos empobrecidos. En la primera de las obras mencionadas se abre la escena con el chirrido lúgubre de la sierra, que apresta las tablas para el féretro destinado a la granjera agonizante y que lo está oyendo. Muere Addie y su marido y sus hijos llevan el cuerpo al cementerio de Jefferson, distante cincuenta millas de la granja. Avanza el carro con la muerta, escoltado por buitres, dando barquinazos en la trocha desigual, y Cash, el narrador a través de cuyas reacciones vemos lo que pasa, se desata en odio frío. El miserable cortejo está formado por el marido, aplastado por la pobreza y el trabajo; Dewey Dell, víctima de un engaño amoroso, sólo piensa en deshacerse del hijo que lleva en sus entrañas; Jewell, hijo ilegítimo de la difunta; Dad, idiota y dotado de una malignidad venenosa; Vardaman, el menor, a dos pasos de la locura. Cash, el narrador, parece el único ser normal y consciente de la situación. Después de un cúmulo de peripecias en el macabro camino, cuando han enterrado a la madre, como librándose de algo molesto, cada uno se dedicará a sus cosas, y el padre presenta a sus hijos la nueva esposa. Acaso sea más horrible el cuadro que nos traza en The Sound and The Fury, cuyo título shakespiriano es todo un veredicto del sentido de la vida. Recordemos el pasaje de Macbeth (act. V, escena IV), en que Macbeth define: Life's but a walking shadow... it's a tale told by an idiot full of sound and fury signifying nothing... La familia Compton, figuras centrales de la novela, está roída por taras innobles. El padre es un alcohólico bestial; la madre no puede abandonar el lecho, enferma constantemente. De los cuatro 188

hijos del matrimonio: Jason es un resentido hipócrita; Quentin tiene amores con su hermana y se suicida; el fruto de la unión incestuosa tiene que huir perseguido por Jason, y el pequeño Benjy es un pobre idiota de nacimiento, violador que sufrirá la mutilación de Abelardo. La hija del incesto tiene las mismas inclinaciones viciosas de su madre y será requerida de amores por su tío Jason, que la odia al mismo tiempo. Tal suma de monstruosidades justifica sobradamente el sombrío título. Fue ésta la novela que llamó primero la atención sobre Faulkner, y dos años después publicó Sanctuary, que no cede en poder de visión horrenda a la anterior. Estamos todavía en Jefferson, del que se nos presenta una juventud absurdamente frivola, entregada a la bebida y al flirteo de sensualidad menor. Una de las chicas, Temple Drake, es raptada por un grupo de fabricantes clandestinos de licor, que capitanea Popeye. En él concurren las más repulsivas cualidades: sádico, impotente, cínico. En un salto atrás del relato, tan característico del arte narrativo de Faulkner, se nos cuenta su infancia: "A los cinco años no tenía un pelo en la cabeza..., era un niño desmedrado y débil". Una vez se escapa después de sacar de la jaula a unos periquitos a los que ha cortado en vivo con unas tijeras. En otra ocasión hizo lo mismo con un gatito. Del reformatorio en que es internado saldrá hecho un verdadero monstruo. La atmósfera de horror creada en la guarida de los gangsters, donde tienen secuestrada a Temple, o del prostíbulo adonde la conducen después, es insuperable, y la angustia expectante se tensa con la presencia de un pobre viejo, ciego y sordo, que asiste a la violación de la muchacha como figura de un destino inhibido. Sólo la mujer de uno de los bandidos, que cuida de su hijito, es un ser digno, pero impotente, para evitar la bestialidad que le rodea. La historia termina con la liquidación de los bandidos, mientras Temple Drake se va a París para dejar que corran y se extingan las habladurías. Quizá la más fuerte repulsa nos la provoca la frivola hija de familia, sin dignidad ni delicadeza. Con Pylon salimos a un ambiente menos depresivo, aunque sin perder el sentido trágico. Tres aviadores y una mujer con un niño llegan a una ciudad, New Valois, donde se celebra un concurso de aviación. El niño ha nacido entre los pliegues de un paracaídas y su paternidad se ha decidido a los dados entre los tres hombres. Los aviadores se juegan la vida a cada paso y desafían a la muerte por la necesidad de vivir. El arriesgado oficio de pilotos de concurso, con su constante peligro, los ha secado y son en cierto modo víctimas de un público que paga por el gusto de emociones violentas. Cuando uno de los pilotos muere en accidente, comenta un 189

periodista: "Podéis quemarlos como al de esta tarde y no gritarán en el fuego; podéis aplastar otro y no saldrá sangre cuando lo retiréis del aparato: aceite de máquina, como del cárter de un motor".

IV APARECE EL PROBLEMA NEGRO En la sociedad de los Estados sureños, los negros forman un núcleo considerable, más numeroso que el de los blancos en algunos. En el imaginario distrito de Yorknapatawpha, Faulkner anota las cifras respectivas: blancos, 6.298; negros, 9.313. (Véase el mapa del distrito en la novela Absalom, Absalom!) Y los negros constituyen un dificilísimo problema de convivencia, tanto en estas regiones del Sur como en todos los Estados. La literatura de negros, tan abundante en la actualidad, ha perdido aquella sentimentalidad evangélica y un tantico llorona de los tiempos de la señora BeecherStowe y ha dado lugar modernamente a obras de carácter pintoresco al modo del teatro de negros, a una lírica de ritmo y color muy peculiares y también a obras de seca protesta, especialmente en escritores negros como Wright o Gardner, sin olvidar la atención que escritores blancos como Lewis, Caldwell y casi todos los del Sur han dedicado a tan vidrioso problema. Y también Faulkner. Rara es la novela en que no aparece uno o más tipos de negro, ya puros, ya mezclados. Y ya sabemos que la más pequeña herencia de sangre negra coloca al que la lleve en sus venas dentro de la comunidad de color con todas las consecuencias. La decidida repulsión a la mezcla es menos fuerte que los impulsos sexuales y nacen inevitablemente individuos que llevarán ya la herencia como un estigma. El negro puro, por otra parte, tiene una psicología especial, son seres enigmáticos para los blancos, de una aparente ingenuidad y con una savia vital que impresiona y repele. Tres novelas ha dedicado Faulkner a este conflicto racial. La más reciente, Intruder in the Dust, apareció en 1950, después de ocho años en que apenas publicó nuestro autor. Lucas Beauchamp es un negro acusado de un crimen que no ha cometido y espera en la cárcel el linchamiento. Una vieja dama y un chico le salvarán en última instancia. El negro es un tipo fatalista y casi insensible ante el peligro. La señora se parece también a un tipo de dama sureña, enérgica y decidida, tan familiar ya en la literatura americana y en el cine. El horror se atenúa y Faulkner hace aquí un admirable 190

alarde de sus prodigiosas dotes de estilista. La conclusión, si alguna hay, parece formulada en una invitación a vencer las resistencias a la mezcla de sangres, buscando un nuevo espécimen humano, mixto si el caso llega, que tenga un sentido más generoso de la vida y que se oponga a la masa de gentes que no tienen otra cosa en común que una frenética ansia de dinero y un miedo radical al fracaso del carácter nacional, "que se ocultan entre sí con alharaquientas manifestaciones de patriotería" ("A basic fear of a failure of national character which they hide from one another behind a lond lip-service to a flag"). Light in August es una de las más hermosas creaciones de Faulkner. El personaje central, Joe Christmas, es hijo natural de blanca y mestizo, no tiene rasgos somáticos de negro y ha sido educado de niño con la madre, pues el padre desaparece. El abuelo, intransigente en materia de raza, le excluye de entre los blancos, y tiene que huir, niño aún, del internado en que lo habían puesto. Trata de someterse al padre adoptivo que lo ha recogido, hombre duro, "implacable, que no conoció la piedad ni la duda", y lo asesina. Huyendo, es robado por los compinches de su novia y emprende luego una fuga desesperada, viviendo entre negros, sin lograr adaptarse a ellos, rechazado también por los blancos. Al final, mata también a su amante, una blanca de edad madura que quiere protegerlo, y la mata porque ruega por él por su condición de negro: "No debía haber empezado a rezar por mí". Huye de nuevo, lucha salvajemente para escapar de los linchadores y termina por entregarse con la inconsciencia y el fatalismo animal de los negros. Figuras inolvidables son también el pastor que ha perdido la fe, Hightower; la pobre chica embarazada que va a la busca de su novio, dulce y valerosa en su inocente bondad, y el tímido Byron Bunch, que la protege al final. Toda la novela es una fuga de Christmas, fuga de sí mismo, jalonada por sucesivos fracasos, hasta la entrega. El relato se rompe, vuelve el pasado, cambia el punto de vista con un arte habilísimo que nos va comunicando a retazos el decurso de unas vidas trágicamente agitadas. Esta técnica narrativa de extraño poder sugeridor se manifiesta en su grado más complejo a lo largo de Absalom, Absalom! Nuevamente seguimos la trayectoria de una estirpe en las tierras de Yokanapatawpha y a lo largo de varias generaciones, desde 1830 hasta 1910. Un plantador, Tomás Sutpen, de Haití, ha dejado a su mujer al saber que tenía sangre negra; la abandona con un hijo. Viene Tomás Sutpen a establecerse cerca de Jefferson y crea una nueva familia en la finca que trabaja. Dos hijos nacen de la nueva unión; pero, con el tiempo, el hijo del primer matrimonio querrá casarse 191

con la hermanastra, después de hacerse amigo íntimo del hermanastro. Y éste, que no retrocedía ante el incesto, mata al pretendiente porque es "el negro que va a dormir con su hermana". Tomás Sutpen, fundador de una dinastía manchada con sangre negra, da principio a una serie de crímenes, y él mismo será víctima también, y la larga cadena de violencias termina con el incendio de la casa maldita por un último descendiente bastardo. El cuerpo de la novela se compone de varios relatos puestos en boca de personajes que han intervenido directamente en la penosa historia o que tienen testimonios muy directos. Con ello gana en intensidad el relato, siempre apasionado, y el hilo cronológico se rompe y reanuda a diferentes alturas del acaecer, como asaltos al pasado desde distintas mentalidades y con un trabajoso evocar que se acelera o refrena con arreglo a un tempo intencionadamente deformado en atención a la rememoración y a su intensidad dramática. El extricable nudo de sucesos ha de ser ayudado por una genealogía y una cronología que figuran en apéndice: la materia cruda, o verdad histórica que Faulkner ha transformado en verdad poética dentro de la novela.

V VISION PESIMISTA DEL MUNDO Hasta ahora apenas hemos encontrado un personaje que no lleve la marca de una vileza o miseria y en sus móviles dominan los instintos, singularmente el sexual, pocas veces sublimado en ternura o pasión. Parece que Faulkner sólo tiene ojos para los aspectos más bajos de la vida sexual: el vicio, el libertinaje, el incesto, la perversión. Y estas criaturas son juguete de una oscura fuerza que las zarandea violentamente. Del amor, que es principio de vida, Faulkner hace principio de muerte y destrucción, que conduce inexorablemente al suicidio o al crimen. Sexo y muerte, las dos fuerzas en perpetua colisión, se confabulan, "el uno para fecundarnos, para destruirnos la otra por los gusanos. ¿Cuándo sino en tiempo de guerra, de hambre, de inundaciones, de incendios, triunfan mejor los impulsos sexuales?" Hasta la religión parece empujar a los miserables seres hacia la violencia y la auto-destrucción. El pastor Hightower siente la llamada de la muerte en la misma fe: "¿Por qué su religión no les lleva a crucificarse a sí mismos, a crucificarse los unos a los otros?" Es una humanidad la de Faulkner incapaz de encontrar sentido a una vida que ni comprenden ni estiman; vícti192

mas de instintos y de fuerzas extrañas recuerdan a los personajes de O'Neil, "frutos roídos por los gusanos, que se pudren verdes porque no tienen ocasión de madurar". Nunca sale de la descripción de miseria y no se le advierte preocupado por descubrir las causas. El fatalismo es absoluto, sin margen siquiera para el azar; el resultado es siempre catastrófico. Y no importa el esfuerzo de la voluntad para contrarrestar un hado prefijado. Todavía se muestra más desoladora su filosofía de la vida en The Wild Palms. Esta novela se compone de dos relatos, cuyos episodios alternan en contrapunto, y en ambos se pone de manifiesto la malevolencia del destino, que se complace en negar a los hombres lo que desean con más ardor y en imponerles precisamente aquello que repugnan. Dos amantes, cruda pasión sexual, se alejan de la ciudad y se refugian en la soledad de Utah para realizar su ideal de felicidad: "oating, and evacuating and fornicating and sitting in the sun", placeres que nada puede igualar ni superar. Nada más en este mundo que vivir el poco tiempo que nos sido dado, respirar, estar vivo y saberlo. Los dos amantes han de separarse: ella aborta y muere, él termina en la cárcel. El diálogo entre Wilbourne y McCord antes de partir para las minas de Utah es la más cumplida exposición de la filosofía de la vida, que parece la del propio Faulkner. Y, en contraste con la pareja de amantes, se nos presenta el caso del misógino que se ve asediado por el sexo. Un grupo de presos va en socorro de los campesinos afligidos por una inundación del Mississipí. Uno de ellos, arrastrado en una barca, salva a una mujer encinta, con la que se ve obligado a permanecer asqueado y tiene que presenciar el alumbramiento para colmo de repugnancia. Cuando vuelve a la soledad de su celda se sentirá feliz. Quizá podríamos entender que en esta obra, como incidentalmente en otras, Faulkner ha querido exponer la miseria de la condición humana como consecuencia de la estupidez de los propios hombres, no sólo como consecuencia de una fatalidad. El caso es que aquí podemos espigar algunos pasajes en que se juzga la vida que hemos hecho con nuestra civilización, bien entendido que Faulkner prefiere siempre crear personajes y ambientes, forjar historias, fábulas novelescas, a especular en la textura de las obras o a rebutirlas de disquisiciones teóricas. Sin embargo, me parece ilustrador el siguiente pasaje de la última novela, en que Wilbourne se dirige a McCord: "No hay lugar para el amor en nuestro mundo actual, ni siquiera en Utah. Lo hemos eliminado. Hemos necesitado mucho tiempo; pero el hombre es fértil en recursos, y su facultad inventiva, ilimitada. Así hemos terminado de librarnos del amor, como nos hemos librado del Cristo. Tenemos la radio para reemplazar la voz 193

de Dios, y en lugar de ahorrar nuestra moneda emocional durante meses, durante años, a fin de merecer una oportunidad de gastarla toda en amor, podemos ahora dilapidarla a centavos y excitarnos delante de los puestos de periódicos o con trozos de chicle o con tabletas de chocolate en las máquinas tragaperras... Si Jesús volviera, habría que crucificarlo de prisa para defendernos, para justificar y preservar la civilización que nos hemos esforzado en crear y perfeccionar a imagen del hombre, creación por la que durante dos mil años hemos sufrido, hemos muerto chillando de rabia y do impotencia. Si Venus volviera, sería bajo el aspecto de un piojoso vendedor de postales obscenas, en los urinarios del metro". Coincide Faulkner con los mejores escritores norteamericanos modernos en su pesimismo y en la condenación de la sociedad actual; pero insisto en que su obra se mantiene en la línea de la pura invención y, si obedece a una especial concepción del mundo, no propone ni se muestra partidario de ningún credo político o religioso. El disgusto del presente puede explicarnos su vuelta a un pasado sureño que ha cobrado con el transcurso del tiempo "a mellow splendor like wine" y evoca con acento romántico las reliquias de un ayer glorioso, ya muerto, como cuando ve con los ojos del viejo Sartoris el cuartucho en que hubo "aceros toledanos, largas pistolas de duelo, viejos brocados ricamente adornados, el uniforme gris de los confederados, telas bordadas en muselina, oliendo débilmente a lavanda, que recuerdan los viejos minués ceremoniosos". Sí, la nostalgia es una vía de fuga. Y al lado de este amor nostálgico el presente no puede ganar su amor, por haber clausurado un pasado noble y haber manchado con vicio y violencia la vieja solera. Ese contraste hace más negra la realidad de hoy, hasta llegar a algo que linda con la pesadilla. Sus novelas pululan de locos, de asesinos, de invertidos, de madres infanticidas, de sádicos y toda suerte de degenerados. Y ni una gota de humor, aunque seco o burlesco, distiende la agria ferocidad con una mueca de alivio. Tampoco la fantasía alivia el horror físico de sus páginas, dejándonos un margen de segundad o de escape: Faulkner nos toca en lo vivo. Ni nos ahorra los momentos peores; antes, al contrario, se recrea morosamente suspendiendo el relato, prolongando los momentos de agonía, los trances más atroces o repelentes, contándolos una y otra vez, desde diversos puntos de vista, casi siempre por testigos presenciales, cuando no por las mismas víctimas.

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VI EL ESTILO OSCURO DE FAULKNER Por lo que hace a su arte de novelar, Faulkner posee un refinadísimo oficio que, si vale una afirmación tan general, ha dotado a la novela norteamericana del artificio más rico y complejo, acaso también del más eficaz. He hablado en varias ocasiones de su manejo especial del tiempo y de la rotura de la secuencia temporal corriente, para sustituirla por repetidos asaltos a fases distintas, y añadiré, por una distinta velocidad o tempo narrativo que se acomoda y pliega al tiempo psicológico. No estoy muy cierto de que esta concepción del tiempo en Faulkner proceda de la de Bergson, pero sí diría que el tiempo en el novelista es más cualitativo que cuantitativo y que el estado de conciencia da la medida del tiempo y no la cronología objetiva. Algo así viene a decir el personaje de Wild Palms cuando habla de "la corriente del tiempo que pasa a través de la memoria, que no existe más que en función de la realidad que nosotros captamos, sin lo cual el tiempo es algo inexistente". Parece bergsoniano este concepto del tiempo como duración en la memoria. En cualquier caso, Faulkner articula el suceder en un flujo temporal sometido a la vivencia de sus personajes. Me he referido también a la costumbre, no constante, de contar los sucesos en lugar de narrarlos, poniendo el relato en personajes comprometidos en algún modo dentro de la acción. El movimiento dramático y la pungente intensidad que así se obtienen adensan la eficacia de la presentación. Otras veces ofrece directamente los hechos, pero "como si" pasasen por el filtro de una conciencia; no hay narrador en apariencia, sí de hecho. Y utiliza con diestra oportunidad el monólogo interior que nos permite asomarnos a las más secretas intimidades; así, en As I Lay Dying y en The Sound, o se reproduce el confuso estado de semiinconsciencia con una prosa sin puntuación, como cuando Christmas, golpeado, entreoye los preparativos de sus desvalijadores, que preparan la huida: "No supo cuánto tiempo estuvo así. Ni pensaba ni sufría. Quizá tenía conciencia de que los alambres de la volición y de la conciencia estaban dentro de él con los extremos cortados y sin tocarse, esperando a tocarse, a anudarse de nuevo para que él se pudiera mover. Mientras los otros terminaban los nreparativos de marcha, pasaron sobre él, como suele la gente que se dispone a dejar vacante una casa pasar sobre algún objeto que tiene intención de abandonar. Aquí Bobbie pequeña aquí está tu peine lo habías olvidado aquí está el capitalazo de romeo cristo ha tenido que hacer saltar el cepillo de 195

la escuela dominical antes de venir es de Bobbie no has visto que se lo ha dado no has visto muy generoso eso es recógelo pequeña te servirá para pagar un plazo o como recuerdo o algo que no lo quiere bueno hombre mala suerte pero no vamos a dejarlo en el suelo para que haga agujero..." Se trata de un procedimiento que Faulkner no ha inventado, claro es, y no hace falta recordar más antecedente que el de James Joyce; pero lo maneja con hábil economía. No es tan hacedero el registrar las características del estilo de Faulkner, cuya prosa pocas veces consiente la traducción literal por la riqueza de imágenes y la potencia imaginativa de visión. Y el que tenga algún hábito de traductor se percatará de la dificultad a que me refiero, que hace que una imagen coherente y sugestiva en una lengua pierda toda su fuerza expresiva si se traslada íntegra a otra. Sería menester una recreación, como en las versiones del género lírico, para conservar las singulares calidades de la prosa faulkneriana. En todo caso, y con las limitaciones que reconozco, el lector habrá percibido en los pasajes antes citados la tensión sugestiva, que tiene más realzada vibración en los pasajes cuyo tono dominante es el de una visión sombría. Ricardo Gullón ha calificado a Faulkner, en un agudo ensayo, de "oscuro", y no por su falta de claridad, sino por una tendencia a la expresión que sugiere —no digo describe— ambientes, sensaciones, imágenes de misterio inquietante. Véase cómo presenta una escena de estación, mientras el altavoz va dando noticias del movimiento de trenes: "Había un altavoz en el bar, también sincronizado. De pronto, una voz cavernosa, salida de la nada, aulló deliberadamente una frase de la que se podía distinguir de vez en cuando alguna palabra: tren; después, otras en las que la mente, dos o tres segundos más tarde, reconocía nombres de ciudades diseminadas por todo el continente, ciudades vistas, más que nombres oídos, como si el oyente (tan atronadora era la voz), suspendido en el espacio, contemplase el globo terrestre girar lentamente, proyectando en breves destellos, por de fuera del lecho de nubes, las extrañas y evocadoras divisiones de la esfera; para volver a anegarlas inmediatamente en niebla y nubes antes que la visión y la comprensión hubieran tenido tiempo de captarlas" (WHd Palms). Y en la misma novela, la limpieza nocturna de un almacén: "Las mujeres de la limpieza se acercaban de rodillas, como si fueran de una especie diferente surgida, a la manera de topos, de un túnel, de un orificio que condujera al centro mismo de la tierra y, obedeciendo a algún oscuro principio de higiene, no hacia el resplandor mudo que ni veían siquiera, sino al reino subterráneo a que tornarían antes de que llegase la luz del día". Se pensaría en la alucinante simbología de un Kafka si no estuviesen 196

para frenar la fantasía esos "como si" y "a la manera de", que delimitan perfectamente la zona real y el plano de la visión. Si repasamos el repertorio de sus imágenes, nos encontraremos con que dominan aquellas que aluden o señalan directamente objetos o seres oscuros, espantosos o monstruosos. A los ejemplos que pueden espigarse en citas anteriores añadiré sólo éste, tomado de As I Lay Dying: Addie rumia en su cerebro moribundo los recuerdos de sus relaciones con los hijos: "Yo sabía que para comunicarnos teníamos que servirnos de palabras como arañas colgadas por la boca de una viga, que se balancean y giran sin tocarse jamás, y que sólo a golpes de látigo podían mi sangre y la suya fluir como una sola corriente". ("I knew... that we had to use one another by words like spidens dangling by their mouths from a beam, swinging and twisting and never touching, and that only through the blows of the switch could my blood and their blood flow as one stream.") Sería tarea leve el multiplicar ejemplos de esta naturaleza, aun elegidos al azar, pues tal es la frecuencia con que Faulkner se mueve en esta zona turbia y como alucinada. Son excepción las páginas más serenas y claras, como las del libro de cuentos Knight's Gambit, ingeniosas narraciones que tienen por protagonista al fiscal Gavin Stevens, en la familiar Jefferson. En conjunto, la obra novelesca de Faulkner ha creado un ambiente sureño mítico de extraordinario relieve y poder. Acaso hay cierta monotonía en sus personajes, que resultan casi tópicos. Pero su producción tiene la autenticidad y la fuerza poética de las grandes creaciones novelescas y sintoniza perfectamente con el moderno sentimiento de frustración y desamparo que tan subido punto ha alcanzado en los últimos años en todo el ámbito literario occidental y, tristemente, en las almas del hombre de hoy. La huella que Faulkner ha dejado en la novela de su patria es considerable, y hay una serie de escritores, principalmente del Sur, como él, que siguen sus huellas con varia fortuna: Caldwell, aunque más a distancia y con acento personal; Carson McCullers y Truman Capote, por no citar sino los más conspicuos, prueban la fecundidad de un arte novelesco de fuerte impregnación regional y poética. Pero la fama e influencia de Faulkner no se ha reducido a su patria, pues ha sido muy leído en Europa —Francia especialmente— y ha contribuido en algunos aspectos a la novela hispanoamericana más reciente, tanto en el modo de componer el relato, como en la profundidad de la visión que se instala en las honduras del alma de sus personajes y aun explora zonas turbias del preconsciente. Con toda su originalidad, la obra de Rulfo o la de Vargas Llosa, por no citar más, parece suponer la del norteamericano. (1953) 197

ESPAÑA EN LA OBRA DE HEMINGWAY

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Pretenden estas notas trazar en tono objetivo, y, hasta donde sea posible, desapasionado, el resultado de la experiencia española en la obra de Hemingway en cuarto le ha proporcionado material y fermento artístico. Apunta, pues, el estudio, examen mejor, al aspecto literario, y, si en ocasiones se toca el político, sólo se hará porque así lo requiere la naturaleza misma de las obras consideradas. En modo alguno será esto algo como un pliego de cargos ni de descargos. Cuando se estime conveniente para los fines propuestos, dejaremos que los hechos hablen sencillamente, Sacrificaremos la tentadora posición polémica al relato escueto. Antes de ver las obras de Hemingway sobre España parece aconsejable echar una ojeada al conjunto de sus producciones, y, antes de nada, a la biografía del novelista americano. El cual nació en 1898, cerca de Chicago —Oak Park—. Su padre, médico rural, lo llevó muy niño en sus excursiones de caza y pesca, y con aquél tuvo el futuro escritor su primer contacto con el dolor y la muerte en sus manifestaciones más primarias. Interrumpe Hemingway sus estudios, más apasionado por los deportes violentos que por la inacción del intelectual, y, siendo periodista en el Kansas City Star, parte para el teatro de guerra italiano, primero como conductor de una ambulancia, voluntario con los Arditi, después. Asiste a las batallas del Piave y a la retirada de Caporetto. Después de curarse las heridas allí recibidas, vuelve a Europa (1921), ahora como corresponsal del Toronto Star, y viaja por el Oriente Medio, donde ve los últimos chispazos bélicos en la retirada de los griegos a sus nuevas fronteras. Lo encontramos luego en París en un momento crítico para su carrera literaria, que recibe un impulso decisivo gracias a Gertrude Stein y al círculo de escritores y artistas que la americana reúne. 201

En Autobiography of Alice B. Toklas, compañera de la Stein, se ha descrito la historia de un grupo tan significante en la moderna literatura americana para la que fue París lugar de visita obligada. Entre 1920 y 1922, Hemingway frecuenta la compañía de John dos Passos, Malcolm Cowley, Archibald MacLeish, James Joyce, Scott Fitzgerald, Ford Madox Ford, William Carlos Williams, Ezra Pound, sin contar los pintores y figuras de menos cuenta. Por estímulo de la Stein viene Hemingway a España para ver toros. Pronto escribirá narraciones cortas sobre la fiesta nacional, siendo las primeras en ver la luz las que figuran en la colección in our time, editada en París (1924). No mucho después aparece su primera gran novela de ambiente español, The Sun Also Rieses1 (New-York, 1926), y prepara largo tiempo un resumen de sus conocimientos taurinos, que reúne en Death in the Afternoon 2 (New-York, 1932). En el intervalo, A farewell to Arms (1929) consolida su fama de novelista, y ha tenido tiempo de esquiar en los Alpes, cazar en el Tirol y en la región de los grandes lagos africanos, además de ver toros en España y hacer un viaje a China. Al iniciarse la guerra de España, Hemingway toma partido inmediatamente por el Frente Popular, viene como corresponsal, sigue las acciones en el mismo frente, recauda dinero para la causa que sigue y escribe numerosos reportajes, el guión de una película, una pieza de teatro y una novela extensa, por no citar sus cuentos. Más adelante veremos en detalle ésta y las demás etapas de la carrera del novelista. Cuatro viajes hizo a España entre 1937 y 1938. Viajes a Birmania, para luego seguir la campaña de Libia en la gran guerra y el desembarco y la última ofensiva en Europa. Después de la última guerra ha residido algún tiempo en La Habana; ha vuelto a España en el verano de 1953, asistiendo a las corridas de las ferias de Pamplona, desde donde, si no yerran los informes, ha salido para el teatro de la lucha con el Mau-Mau, terreno que ya conocía de sus excursiones cinegéticas. Dos consecuencias se desprenden de esta sucinta nota biográfica: la extraordinaria movilidad del escritor y su predilección por lugares en que hay lucha o emociones fuertes. Anticipemos que toda su obra está dedicada a la pintura directa de acciones violentas, deportivas o bélicas, y muy especialmente a aquellas que llevan a la muerte; sus recuerdos de la primera guerra europea quedan novelados en la citada A Farewell to Arms y en la más reciente, Across The River and Into the Tress (1950), donde se enlaza el recuerdo de la primera con la segunda guerra mundial; de aventuras 1

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Citada en adelante, Citada D.I.T.A.

T.S.A.R.

de caza y pesca citaremos The Green Hills of África y su última obra, The Oíd Man and the Sea (1952), en cierto modo relacionada con To Have and to Have Not (1937), siquiera sea por el escenario antillano. En otros libros de novelas cortas, Winner Take Nothing (1933), Men Without Women (1927), The First Forty-nine Stories (publicado junto con The Fifth Column, 1938) y Men at War (1942), no encontraremos otra temática. Es rasgo hace mucho tiempo notado el gusto de los escritores americanos por la violencia física, y no son pocos ni desdeñables los que llaman "tough writers" —escritores broncos— que cultivan temas de vigorosa rudeza y a los que se siente uno tentado de comparar con la fase primitiva de nuestras literaturas, salvadas todas las distancias, por el entusiasmo que muestran y comparte, al parecer, el público hacia un heroísmo muscular o armado. El sociólogo dirá si esto es prueba de espíritu juvenil en un pueblo. A nosotros nos toca registrar en la mítica literaria americana la frecuencia de esos temas y personajes (no la exclusividad, claro) en comparación de los cuales la literatura europea parece mucho más cerebral y no tan impulsiva, con todas las excepciones que se quiera. Pero ahora debemos considerar de cerca el caso de Hemingway, cómo se ha ido forjando en el escritor esa particular predilección por la violencia y la muerte y en qué medida ha contribuido a ello la experiencia española. Para empezar, uno se siente tentado a intentar una caracterización del tipo humano del escritor, de constitución atlética o, para emplear la terminología de Sheldon, mesomórfica, a la que corresponde, según esta clasificación, el temperamento somatotonico cuyos rasgos dominantes son el amor a la actividad muscular, afición a la lucha, bravura física y sentimiento nostálgico por la juventud, período de la máxima potencia y actividad. Cierto que ni este tipo, ni los otros dos, el viscerotónico y el cerebrotónico, se dan en toda su pureza, pero, mezclado con éstos, parece dominante en Hemingway el temperamento dicho. No es, pues, casual el género de vida que hemos visto, ni la elección de temas y personajes en la obra de Hemingway. Si ahora pasamos a las ideas del escritor y a su peculiar manera de concebir el hombre y el mundo, la vida, nos encontramos con nada más que naturaleza sin sentido y sin razones para sentir amor, esperanza ni fe. Al final está la muerte, que tiñe con su necesidad ineludible nuestras vidas. En un cuento intercalado en D.I.T.A., A Natural History of the Dead, se nos dice de Mungo Park, desfallecido en el desierto africano, que se deja caer para esperar la muerte y ve entonces una flor de extraordinaria belleza: "Aunque la planta entera —pensó— no era mayor que uno de mis dedos, no pude contemplar la delicada textura de sus 203

raíces, de sus hojas y de sus flores sin sentir admiración. El Ser que ha plantado, regado y perfeccionado en esta oscura parte del mundo algo que parece de tan escasa importancia, ¿mirará indiferente la situación y los sufrimientos de las criaturas formadas a su propia imagen y semejanza? Reflexiones así me salvaron de la desesperación. Me levanté y, olvidado de la fatiga y del hambre, proseguí convencido de que el socorro estaba cerca; y no me engañé". Y sigue Hemingway: "Con predisposición a maravillarse y adorar así... ¿puede estudiarse cualquier rama de la Historia Natural sin que aumente aquella fe, amor y esperanza que nosotros, cada uno de nosotros, también necesitamos por el yermo de la vida? Veamos, pues, qué inspiraciones podemos sacar de los muertos". Viene después la historia natural de los muertos, muertos en distintos grados de descomposición, pero no ve Hemingway más que naturaleza y, si hay en ella un orden natural, nada encuentra que le lleve más allá. Queda en todo caso el recurso de un estoicismo frío y, mientras llegue la muerte, ajustarse a las normas de juego limpio en la vida para afrontar de cara nuestra muerte, que será nuestra última acción. No es, por tanto, sorprendente que en la obra del americano abunden los seres en trance de aniquilamiento moral en cuanto el sexo, el alcohol, la acción violenta no basten a llenar sus anhelos. Luego veremos cómo su primera venida a España fue decidida por el deseo de ver la muerte en su inminencia más próxima, dentro del ruedo. Hemingway y el arte La posición estética de Hemingway es muy neta y simple, consecuente y unilateral. Arranca su obra de las innovaciones de Sherwood Anderson, a quien pronto habría de parodiar satíricamente, cuando llega a un grado de desnudez expresiva insuperable. En otra ocasión8 citaba su desdén por el adorno, y ahora he de insistir en el proceso de simplificación que supone su aprendizaje de escritor. Esta constante vigilancia para no caer en el engaño de la retórica obedece a una voluntad de verismo experimental, pues nunca escribe Hemingway sino de lo que ha visto (suele decir, según Carlos Baker, "I only know what I have seen") y tiene por el fin supremo del escritor contar las cosas como son ("the way it was"), diciendo la "verdad", debiendo ser tan fiel a ésta que "su invención —siempre apoyada en la experiencia— produzca un relato más verdadero 8

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Véase Arbor, núm. 77, mayo 1952, pág. 79.

que pueda serlo cualquier registro factual". (Podríamos preguntar qué es verdad, qué criterio hay para obtener las cosas como son; pero no hay que complicar con especulaciones el resumen de las ideas de Hemingway.) El azacanado andar y ver del escritor no es otra cosa que su lehrjahre, pues no en los libros, sino en la vida principalmente va a tomar lecciones. Nada más lejos de su arte que la inspiración libresca, de gabinete o biblioteca. Es notable que el refinado ambiente de la orilla izquierda del Sena en que vivió no modificase una voluntad tan segura de su orientación estética. Vale la pena aducir aquí un pasaje en que nuestro autor se enfrenta con el "intelectual" Aldous Huxley, como muestra de la distancia que separa sus respectivas posiciones. En un ensayo, "Foreheads Villainous Low", escribe el inglés: "Mr. Hemingway se arriesga, por una vez, a mencionar un viejo maestro. (Se trata de Mantegna, citado incidentalmente por el americano.) Entonces, a toda prisa, asustado de su temeridad, el autor pasa adelante —como hubiera pasado apresuradamente Mrs. Gaskell, si se hubiera visto obligada a mencionar un water-closet—, pasa, avergonzado, a hablar de temas inferiores. Hubo un tiempo, no remoto, en que los necios e incultos aspiraban a ser tenidos por inteligentes y cultivados. Las aspiraciones han cambiado de norte. No es infrecuente ahora tropezar con personas inteligentes y cultas que hacen cuanto pueden por fingir ignorancia y ocultar el hecho de que han recibido una educación". Si nos paramos a considerar las obras del novelista americano, nos llama en seguida la atención el limitado círculo de su interés, del que está excluido sistemáticamente el arte, la filosofía, en suma, toda discusión especulativa que desvíe su relato de la escueta narración. Y sobre ello habremos de volver; pero es preciso dar ahora una oportunidad a Hemingway para contestar a Huxley. "Creo —escribe— que hay algo más que simular o aludir a una apariencia de cultura. Cuando un escritor hace una novela, debe crear personas vivas; personas, no caracteres. Un carácter es una caricatura... Si la gente que el novelista crea, habla de los maestros antiguos, de música, de pintura moderna, de literatura o de ciencia, entonces esa gente tendrá que hablar de esas materias en la novela. Si dichas gentes no hablan, no se ocupan de esas cosas y el novelista les hace hablar de ellas, es un simulador, y si habla por cuenta propia para mostrar cuánto sabe, entonces es un exhibicionista. Por buenos que sean una frase o un símil, si los pone donde no son absolutamente necesarios e insustituibles, el escritor estropea su obra por egotismo. La prosa es arquitectura, no decoración de interiores, y el Barroco ha pasado. Cuando un escritor pone sus propias lucubraciones intelectuales, que podría dar a bajo precio en ensayos, en 205

boca de caracteres construidos artificialmente, más remuneradores como figuras de novela, estará bien con criterio económico tal vez, pero no hace literatura. Un autor que estima en tan poco la seriedad de su arte como para preocuparse de que los demás vean que ha sido criado, educado e instruido correctamente, es simplemente un papagayo. Y sépase: un escritor serio no ha de confundirse con un escritor solemne" (D.I.T.A., págs. 190-192). El examen y la discusión de los criterios contrapuestos nos llevarían muy lejos. Descartada, o sin descartar, la ironía de uno y otro, queda bien patente la distancia entre un arte que aspira a ser "natural" y otro que quiere ser "artificial". Y no excluimos como lectores a ninguno de los dos, aunque tengamos nuestras preferencias, que irán de uno a otro lado, según la calidad del ejemplar que nos solicite. Lo que cada uno de los escritores defiende, acaso con exceso de parcialidad, es ni más ni menos la clase de literatura que han sido capaces de crear por voluntad o por limitación o por ambas razones. Ya hemos señalado la reducida área de interés para Hemingway, que es, desde luego, uno de esos grandes escritores que orientan su labor en una sola dirección. Supone él mismo que un buen autor es capaz de asimilar cosas más rápidamente que el hombre medio; pero "hay cosas que no pueden aprenderse rápidamente, y el tiempo, que es cuanto tenemos, se gasta con derroche en adquirirlas. Son las cosas más sencillas, y, puesto que cuesta la vida de un hombre el conocerlas, lo poco nuevo que cada uno saca de la vida es muy costoso y la única herencia que ha de dejar". Lo poco de nuevo sobre lo que Hemingway quiere escribir es cuanto ha obtenido por contacto inmediato, por experiencia personal, y ya sabemos en qué orden de cosas se ha ejercitado su observación y su pluma. Es el suyo un realismo vital, y la gran variedad de países que ha recorrido no pasará a sus páginas como motivos de descripción pintoresca por su belleza o exotismo, sino que forma parte indispensable de su aventura personal. A lo largo de sus caminos por cuatro continentes, Hemingway sólo busca en definitiva las diez mil caras de la muerte. Descubrimiento de España "Estando en París, recuerdo —escribe, D.I.T.A., c. I— a Gertrude Stein hablando de toros y de su admiración por Joselito", al que ella y Alice B. Toklas habían visto torear, así como al hermano de Joselito, el Gallo. Se discutía sobre la suerte de los caballos —1922—, y Hemingway, que acababa de ver en los Balcanes cómo 206

los griegos sacrificaban sus acémilas rompiéndoles las patas y tirándolas en aguas de poca profundidad, mostró su repulsión por el trato dado a las pobres bestias. Pero, por otra parte, "el único sitio en que podía verse la vida y la muerte, digo, la muerte violenta ahora que las guerras se habían acabado, era la plaza de toros, y deseaba, deseaba con ardor ir a España, donde podría estudiarlo. Estaba aprendiendo a escribir a partir de las cosas más simples, y una de las cosas más simples de todas y la más fundamental es la muerte violenta... Así, pues, fui a España a ver toros y a tratar de escribir sobre ello para mí mismo. En cuanto a la moral, sólo sé que es moral lo que a uno le sienta bien después, e inmoral lo que a uno le sienta mal, y, juzgando por estas normas éticas, que no defiendo, los toros son algo muy moral para mí, porque me siento muy bien mientras dura, y experimento el sentimiento de vida y muerte, mortalidad e inmortalidad, y, cuando ha terminado el espectáculo, me siento muy triste, pero a gusto. Y no me importan los caballos" (D.I.T.A.). (Nótese, de paso, el pragmatismo hedonista que constituye toda la ética de Hemingway, en los toros y en todo lo demás.) Y, cuando define la fiesta, encuentra que "la esencia de la corrida, su máxima atracción emocional, es el sentimiento de inmortalidad que el matador siente en medio de una gran faena y que comunica a los espectadores. El torero está haciendo arte y jugando con la muerte, atrayéndola cerca, más cerca, cada vez más cerca de sí... Da la sensación de inmortalidad, y, al contemplarlo, uno se la apropia. Luego, cuando es ya de uno y otros, la refrenda con la espada" (D.I.T.A.). Durante su estancia en España, entre 1922 y 1932, escribe algunos cuentos de tema taurino, una novela, T.S.A.R. y D.I.T.A., de la que se han ido citando pasajes. Esta obra es un tratado de tauromaquia, animado con anécdotas, digresiones y coloquios con una vieja dama, que sirven para animar y mover el relato. La experiencia obtenida después de ver matar 1.500 toros y de frecuentar la compañía de toreros le ha permitido escribir un libro de excelente información. Biografías de toreros, recuerdos de faenas memorables, noticia de las ferias más importantes, una soberbia colección de fotos con momentos culminantes de la lidia, que llevan muy justos comentarios, y un vocabulario taurino completo —incrustado con algunos términos de no fácil asociación con la fiesta—, forman una breve enciclopedia de la tauromaquia contemporánea. Y en todo momento, presidiendo a la anécdota, el sentido trágico de la lidia con su desafío a la muerte. Hemingway ha criticado los libros sobre España, fruto de una sola visita y se encarniza, especialmente, con Virgin Spain, de Waldo Frank, cuyo estilo literario y visión de la realidad son tan opuestos 207

a los suyos. Libros posteriores, como Matador, de Barnaby Conrad, siguen el modelo que Hemingway ha dejado de nuestra fiesta a los lectores y viajeros anglosajones. No es de mi competencia el enjuiciar desde un punto de vista taurino la obra de Hemingway. Quede una vez más reiterada la nota de emoción ante la muerte desafiada, como resultado más saliente de su taurofilia. Por otra parte, admira a los toreros, héroes y ejecutantes del rito; los admira por su bravura, por su espíritu indomable. En los cuentos, en escenas aisladas, ha dejado apuntes de fuerte emoción, como cuando cuenta la muerte de "Maera" o narra la triste faena de un torerillo en The Unvanquished. Entre los personajes que pueblan sus páginas, todos ellos en lucha más o menos próxima con la muerte, boxeadores, gangsters, pescadores, cazadores, contrabandistas, guerrilleros y soldados, los toreros se distinguen por la gallardía y el garbo que ponen en su arriesgada profesión. En The Capital of the World, publicado primero con el título de The Horns of the Bull, hay un torero cobarde, lo que supone la máxima frustración en su carrera; en cuanto a los otros, "necesitan la apariencia, si no de prosperidad, al menos de crédito, ya que el decoro y la dignidad, junto con el coraje, son las virtudes más estimadas en España". Fuera de los toros, Hemingway no ha visto, no se ha interesado por casi nada más, como no sea por el pueblo y por el paisaje. No esperéis de él que os hable de nuestra historia, de nuestro arte, del pensamiento o de la literatura. Su experiencia es voluntariamente limitada. Si habla de Velázquez, Goya y el Greco, sus apreciaciones carecen de profundidad. Velázquez, según Hemingway, creía sólo en la pintura, y no le interesa; el Greco era un homosexual (!), y de Goya, por quien se siente más atraído, ha entendido aquellas obras que estaban más próximas a sus puntos de vista: La tauromaquia y Los desastres de la guerra. El juicio sobre el hombre del campo es notable. Como todas sus apreciaciones, ésta también es fruto de su reacción personal después del contacto directo. Como confiesa en D.I.T.A., al empezar a escribir, siempre ha querido hacerlo con realismo y con verdad, "ejercitando mi capacidad de sentimiento y de visión no deformada por lo que se espera de uno o por lo que se nos ha enseñado a ver y sentir". A este honrado propósito se ha mantenido fiel como artista. De sus correrías por tierras españolas ha sacado esta opinión de sus habitantes. "Si el pueblo español tiene algún rasgo común es el orgullo, y si tiene otro es el sentido común, y si tiene un tercero, la falta de sentido práctico. Porque tienen orgullo no dan importancia al matar, pues se consideran dignos de dispensar ese don. Como tienen sentido común, están interesados en la muerte y no gastan sus vidas en eludir el pensar en ella y con 208

la esperanza de que no exista, sólo para descubrirla cuando van a morir. El sentido común es tan fuerte y seco como las llanuras y mesetas de Castilla, y pierde dureza y sequedad al alejarnos de Castilla." En Galicia y Cataluña domina el sentido práctico y no hay mucha preocupación por la muerte. No así en el Norte, en Navarra y Aragón, donde es tradicional la bravura de sus gentes. "En Castilla —sigue—, el campesino vive en un país de clima tan duro como cualquiera de los cultivados; tiene comida, vino, mujer e hijos, o los ha tenido, pero no tiene comodidades o capital, y estos bienes no son fines en sí mismos; son sólo una parte de la vida, y la vida «s algo que va antes de la muerte. Alguien, de sangre inglesa, ha escrito: 'La vida es real; la vida es importante, y la tumba no es su meta.' ¿Dónde enterraron a ése?, y ¿qué ha sido de la realidad y de la importancia? El pueblo de Castilla tiene un gran sentido común. No podría dar un poeta que escribiese un verso así. Saben que la muerte es la realidad ineluctable, lo único de que cada hombre puede estar cierto; la única seguridad, que trasciende todo el confort moderno, pues con ella no hace falta el baño de cada hogar americano ni, si ya se tiene, un aparato de radio. Piensan muchos en la muerte, y si tienen una religión es una religión que cree que la vida es mucho más breve que la muerte. Se toman un inteligente interés en la muerte... y por eso van a los toros" (D.I.T.A.). Como puede verse, el círculo en el que se mueve Hemingway no varía, y su insistencia llega a ser machacona, reiterativa, como su estilo. Y no deja de ser sorprendente la identidad de sus conclusiones al analizar el espíritu español, sin más dato que el de su experiencia ingenua, si hemos de creerle, con las conclusiones a que propios y extraños han llegado calando en el arte, en la literatura o en la religiosidad más selecta. El ambiente, el escenario local, late en una toma fresca y palpitante, siempre que Hemingway considera oportuno utilizar esta nota, que él estima necesaria, pues "a menos que haya geografía, término de fondo, no hay nada". De ahí su gusto por los nombres propios reales de cada lugar, ciudad o campo; la aguda percepción del aire en la visión de Madrid, por ejemplo (D.I.T.A., c. V); del paisaje urbano y campestre do Pamplona (T.S.A.R., passim); de las frescas orillas del Irati (ibídem.) donde, al llegar para su partida de pesca, dice sencillamente uno de los personajes, this is country; de las peladas colinas que bordean la vega del Ebro, en el cuentecillo Hills Like White Elephants, o de la estación de ferrocarril abrasada por el calor, en la misma obra. Y siempre, repetiremos, sin interposición 209

de recuerdos librescos, por contacto elemental y transpuesta la experiencia por modo sutÚ de sugestión, sin énfasis. Hemingway parece haber limpiado sus ojos de toda impresión anterior, de toda asociación o recuerdo; mira con la ingenuidad de unos ojos abiertos por vez primera a la belleza del mundo circundante. Le acompaña y condiciona su visión sólo el inquieto buscar de la muerte. Por eso hay latente, o patente, un sentido trágico, pese a la ironía o al estoicismo. En otros libros, en páginas dedicadas a regiones de otros países, el relato se desustancia quizá, reducido a seco reportaje; no en las páginas donde cuenta su vagabundeo por tierras españolas. Otro de los descubrimientos de Hemingway en España ha sido el de la "nada". Creo que con el concepto, la palabra ha traspasado nuestras fronteras, por lo menos desde la época de los grandes místicos nacionales. La inanidad de la vida para quienes tenían el pensamiento en otra no perecedera, expresada en la seca negativa de la "nada", revelaba en la forma terminante y escueta del vocablo toda una filosofía de la vida. Hemingway se ha quedado sólo con la parte negativa, desesperada. Una de sus short stories, A Clean Well-Lighted Place, nos lleva a un café, donde el último cliente, un suicida frustrado, alarga hasta horas de la madrugada el momento de retirarse a su vacía soledad. Dos camareros esperan: uno, sin prisa, porque tampoco quería irse de aquel lugar limpio, bien iluminado, a la soledad de su alcoba de insomne: "¿Qué tenía? No era temor ni pavor. Era una nada que conocía demasiado bien... Algunos vivían así y nunca se habían dado cuenta, pero él sabía que todo eso era nada y pues nada y nada pues nada (*). Nada nuestro que estás en la nada, nada sea el tu nombre... Se iría a casa, se echaría en la cama, y, por fin, al llegar la luz del día, se dormiría. 'Después de todo —se dijo—, probablemente sólo sería insomnio. Muchos debían de padecerlo'..." Fuera de los cuentos, D.I-T.A. y T.S.A.R., son los dos libros de re española en esta primera etapa antes de la guerra. Queda por examinar el segundo, primera novela extensa de Hemingway (1926). La historia es insignificante: cuatro amigos y una mujer que van de París a Pamplona durante las fiestas de San Fermín; dos de ellos continúan hasta Burguete, en el Pirineo navarro, para pescar truchas en el cercano río Irati —uno de los deportes que más apasionadamente ha practicado Hemingway, como puede verse por otros * En español en el original; probablemente ha de entenderse: "Nada y, después, nada", etc. La expresión ha quedado, ARTIIUR KOESTLER en una novela reciente, The Age of Longing, hace hablar a un comunista desengañado que ve el presente (195.) así: "No era el sereno nitchevo de los viejos tiempos, sino el lacónico pues nada, el terminante nihil". 210

relatos del mismo asunto, puestos en Michigan, los Alpes o Italia—, hasta la vuelta a París. Hay la inevitable descripción de las fiestas y de las corridas y una somera intriga amorosa. El torero, con nombre supuesto, Pedro Romero, es el tipo a que nos tiene acostumbrado Hemingway, y sirve para dar la nota de contraste con la futilidad de los excursionistas. Pero el libro, con su ambientación española, tan real, es en buena parte el relato de una juventud descarriada. Gertrude Stein bautizó a los americanos que pululaban por el París del veintitantos con el nombre de "generación perdida". Scott Fitzgerald iba a ser el cronista de esa generación en América y en Europa. El gran crítico americano Mencken satirizó a los compatriotas, escritores trasplantados a París, como Esthete: Model 1924 ("American Mercury"). En la novela, Bill pinta así a su compañero Jake: "Has perdido el contacto con el suelo. Te vuelves preciosista. Los falsos modelos europeos te han aniquilado. Bebes hasta la muerte. Te obsesiona el sexo. Pierdes el tiempo hablando, no haciendo. Eres un expatriado. Andas vagando de café en café". La venida a España tiene, en cierto sentido, la finalidad de librarse de la vida ficticia de París, buscando la emoción de la corrida y el contacto purificador con la Naturaleza. Y hay una neta distinción entre personajes que no consiguen sacudir el peso de sus obsesiones, Cohn, Lady Ashley y Brett Campbell, frente a los que tienen, por lo menos, la conciencia de su vaciedad y tratan de remediarla: Bill Gorton y Jake Barnes, que lleva la voz del autor. La edición inglesa apareció con el título de Fiesta, menos expresivo que el originario. The Sun Also Rises está tomado del Eclesiastés, y es preciso tener presentes los versillos del principio del libro primero para entender la clave en que está compuesta la obra. Pasan las generaciones, sale el sol, se pone el sol y la tierra permanece. Vanidad de vanidades, todo vanidad. Ya el autor dijo a Scott Fitzgerald que ésta era a hell of a sad history, y si la tierra permaneciendo podía ser un consuelo para la generación no durable, lo cierto es que Hemingway escribió a su amigo Perkins que había compuesto el libro para mostrar how people go to hell, cómo la gente se va al infierno o al diablo. Si no se atiende a la "moralidad" soterraña, la novela se queda reducida a una excursión de bebedores.

La España del 36 Más difícil de seguir es la bibliografía de Hemingway sobre el Movimiento Nacional, puesto que muchos de sus reportajes y algunos cuentos se publicaron en periódicos y revistas norteamericanos 211

y no todos han pasado a libro. Sin embargo, hay material suficiente con una novela, For Whom The Bell Tolls (1940) (F.W.T.B.T.); la pieza de teatro The Fifth Column (1938) (T.F.C.), y las referencias que proporciona el extenso estudio de Carlos Baker: Hemlngway, The Writer As Artist (Princeton, 1952). Sabemos que al plantearse en España la lucha entre Frente Popular y el bloque nacional, con las ayudas respectivas que enfrentaron subsidiariamente en nuestra contienda a comunistas y fascistas, hubo un momento en que pudo identificarse con los partidarios de la democracia, comunismo y libertad. No se había producido aún el corte tajante entre las potencias occidentales y la U.R.S.S., y los intelectuales de los países democráticos tenían, por lo menos, simpatías hacia los soviets, tantas como enemiga hacia nazis y fascistas. No es misión nuestra el hacer la historia de las afinidades de entonces, del mantenimiento de las viejas posiciones al delimitarse después con más claridad los campos de cada uno y la lenta evolución hasta la manera actual de ver las cosas. Lo cierto es que mientras los intelectuales católicos o, para entendernos, de "derechas", de los países democráticos, apenas hicieron demostración amistosa hacia nosotros, el campo contrario se vio ayudado no sólo por el apoyo moral, por la pluma, sino hasta por la presencia en los frentes de numerosos escritores. En Francia, con la excepción de los hermanos Tharaud, escritores como Bernanos, Malraux, Cassou y otros se pusieron enfrente de los nacionales; en Inglaterra, Alex Confort, Auden, MacNeice, Spender, estuvieron con distintas misiones en la España roja, y allí encontraron la muerte escritores jóvenes, Ralph Fox, Julián Bell, Christopher Caudwell. "La guerra civil en España fue la Tierra Santa para la redención de los poetas", leemos en Fifty Years of English Literature, 1900-1950, de R. A. Scott-James (London, 1951). La obra de Koestler, en fin, se suma a la de tantos partidarios de un bando en el que ponían la causa de la libertad, de la democracia, de la Humanidad. Así estaban las cosas en 1936, y hasta el fin de nuestra guerra, más o menos. Si miramos a Norteamérica, la actitud de una buena parte de los escritores, incluso la de aquellos que no militaban en las filas del partido comunista, hacían profesión de un cierto filo-comunismo sin comprometerse con una afiliación. En 1935 se había celebrado el American Writer's Congress, cuyas actas pueden verse en el libro del mismo título de H. Hart (London, 1936), y, aunque con reservas hacia la disciplina del partido, no se ocultaron las tendencias comunistoides. Figuran en aquel Congreso: Dreiser, Dos Passos, Waldo Frank, Caldwell, J. T. Farrell, José Freeman, Van Wick Brooks, Malcolm Cowley, Lincoln Steffens y tantos 212

otros. No hay duda, pues, respecto de las ideas de los reunidos, que firmaron su "simpatía por la causa revolucionaria" y su convicción del "decaimiento del capitalismo y de lo inevitable de una revolución" * {Op. cit., pág. 11). Cuando se reúne dos años más tarde el Congreso, figuran entre los nuevos adheridos Upton Sinclair y Ernest Hemingway, que tuvo una actuación destacadas. En el año 37 apareció To Have and To Have Not, novela en que Hemingway apunta a un contenido y a una intención social, bien que no de un modo muy concreto, ni, al parecer, muy decidido. No tiene alcance de propaganda y sí de protesta social en nombre de los desposeídos contra los poseedores. Es innegable que el escritor ha ido haciéndose cargo de la lucha de clases planteada y poco después se encuentra obligado, como escritor, a hacerse eco de esa realidad. En "La Littérature Internationale" (núm. 6, 1938, página 62) escribía: "El escritor cambia, pero su misión no varía. Consiste en escribir siempre con verdad y, una vez que el escritor ha descubierto la verdad, reproducirla de forma que se haga una parte de la experiencia del propio lector". La verdad entonces para Hemingway tenía una inclinación determinada. Afortunadamente para la calidad literaria de su obra, no iba a caer en propagandista. Como veremos, supo mantenerse en una posición independiente dentro de sus preferencias. Si volvemos ahora la mirada hacia los años anteriores, veremos que Hemingway, muy en su tema de la muerte y los toros, no había desatendido el desenvolvimiento de la vida política y social en España. Según su mejor crítico, Carlos Baker, Hemingway no se encontraba en España al proclamarse la República, y sí en el verano siguiente. "Como americano y como católico convertido hacía algunos años, aprobó, en general, la separación llevada por la República de la Iglesia y el Estado, aunque, naturalmente, deploró los excesos anticlericales que le precedieron", y menciona en nota (página 223, op. cit.) la quema de iglesias y conventos en mayo del 31, tanto en Madrid como las actividades antirreligiosas en otros lugares. "Al mismo tiempo —sigo citando a Baker— se vio comprometido por un artículo periodístico que le llamaba the friend of Spain en letras gruesas. El país, apuntaba Hemingway, estaba 'plagado de

* En la novela de A. KOESTLER, The Age of Longing (1952), puede encontrar el lector un ejemplo de la evolución de un poeta francés, combatiente en España, a la altura de la década actual. 6 Vicie, Le déclin de l'individualisme chez les romanciers americains contemporains, por ALBERT BAIWIR, Droz, Liege, París, 1943, págs. 144 y 312.

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un exceso de políticos para que uno pudiera ser amigo de todos sin riesgo'. Bajo la República, según Hemingway, el país estaba más próspero; se recaudaba más dinero por impuestos. Pero los campesinos, como los que había visto últimamente en Extremadura, eran todavía los olvidados. Pese a evidencias de prosperidad era claro para él que buena parte del dinero iba adonde siempre: al bolsillo de los que tenían el poder. Los fines de la República eran justos y buenos, pero la 'gran burocracia nueva' no estaba al servicio del bien de España. 'La política, dice Hemingway, es todavía una profesión lucrativa.' Para el ironista, la nueva burocracia de España hacía del Gobierno español un espectáculo 'más cómico que trágico'. Pero Hemingway veía que la 'tragedia era inminente'." Cuando la guerra sobrevino, la posición de Hemingway estaba decidida. En carta a Baker (4-1-51) resume el americano su situación en aquellos días: "Había lo menos cinco partidos en la guerra civil española del lado republicano. Traté de entender y valorar los cinco (muy difícil) y no pertenecí a ninguno... No tenía partido, sino un profundo interés y amor por la República... Tenía y tengo en España muchos amigos en el otro lado. Quise escribir con verdad acerca de éstos también. Políticamente estuve siempre de parte de la República desde el día en que fue proclamada y aún mucho antes" (Op. cit., pág. 228). El caso es que Hemingway tomó con gran celo la ayuda a los que llamaba los "leales". Hacia fines de 1936 había conseguido recaudar 40.000 dólares para dotar al Ejército del Frente Popular con ambulancias y equipos sanitarios. En 1937 ocupa la presidencia de la sección médica, comité de ambulancias, de los American Friends of Spanish Democracy. Su primer viaje a España, una vez iniciados los combates, lo hizo en febrero de 1937, y como corresponsal de la North American Newspaper Alliance. Llega en un momento de euforia por la reciente victoria sobre los italianos en el frente de Guadalajara. Se dirigió al teatro de las operaciones, y sus reportajes hablan de la valerosa actuación de los italianos, víctimas de la superioridad enemiga en aire y tierra y de sus posiciones desventajosas. El observador mantenía su independencia, dando la versión propia de lo que había visto, sensiblemente distinta de la propaganda hecha sobre aquella acción de armas por la prensa roja. En la primavera del 37 empezó el rodaje de una película, The Spanish Earth, con el director holandés Joris Ivens y el cameraman John Ferno. La película, con un guión escrito por Hemingway, se hizo en la misma línea del frente, entre el Morata y el Tajuña, en 214

los arrabales de Madrid y en las calles de la capital batidas por la artillería de las fuerzas sitiadoras. Por entonces Hemingway participaba de las ideas difundidas por la propaganda de que, como dijo en el Congreso de escritores, los "rebeldes habían sido derrotados hasta entonces en todos los encuentros serios, y lo que no podían ganar militarmente, trataban de conseguirlo por la matanza en masa de la población civil" (C. Baker, op. cit., págs. 230-231). El texto hablado de la película se publicó en Cleveland, 1938. El film fue adoptado por una organización de Historiadores contemporáneos para obtener ayuda en favor de los frentepopulistas, organización de la que formaban parte Hemingway, Dos Passos, Lilian Hellman y Archibald McLeish. En una segunda visita a España, después de haber estado buscando apoyo en los Estados, Hemingway se encuentra con que muchos de sus mejores amigos, de la 11. a y 12.a Brigadas Internacionales, habían muerto. Durante su estancia, ahora (agosto del 37 a junio del 38), escribe la pieza de teatro Fifth Column, de muy escaso mérito literario y con intención mucho menos decidida en favor de los "leales". Cuando se publicó, en 1938, Hemingway tuvo que defenderse de los "fanáticos defensores de la República española", que protestaban porque no había insistido lo suficiente en la "nobleza y dignidad del pueblo español". En esta obra no hay, en verdad, una propaganda. Tiene un carácter de información muy directa sobre el terreno, al mismo tiempo que un cierto aire melodramático de intriga entre espías y contraespionaje. Apunta, en cambio, a una cuestión personal, al conflicto que se le ofrece al individuo en una situación de fuerza, y más que la guerra y la tensión entre los bandos, sostiene la pugna dramática, el contraste entre la dedicación a la guerra y la vida de hogar. El agente secreto Philip Rawlings parece, como figura principal, el que experimenta las solicitaciones incompatibles de su misión y de la llamada al amor y a la vida privada. En última instancia, renuncia a su felicidad con Dorothy: "Estamos metidos en una guerra de cincuenta años y he firmado por la totalidad". Todavía hizo dos viajes más (marzo del 38 y septiembre del mismo año), ya con la íntima convicción de que la guerra estaba irremediablemente perdida por los rojos. Entre tanto, además de las informaciones y relatos publicados en revistas y periódicos, Hemingway preparaba —desde el 39— una novela sobre la guerra que había vivido, y después de laboriosa elaboración y reelaboración vio la luz de 1940. Esta novela, que en opinión de muchos es la 215 15

más lograda, es For Whom the Bell Tolls (F.W.T.B.T.) (Por quién dobla la campana). Al publicarse hubo variedad de comentarios acerca del matiz político de Hemingway. Edmundo Wilson habló de su "stalinismo", que nuestro autor rechaza terminantemente: "1 had no Stalinist period"; mientras Edwin Burgum afirma que F.W.T.B.T. parece suministrar la evidencia de que Hemingway era fascista a pesar suyo. El editorialista de "Time" veía en la novela la prueba de que un gran literato se había limpiado de la erupción roja. Para Carlos Baker, a quien seguimos en esta exposición de hechos, la fidelidad de Hemingway a la verdad en el arte era lo bastante fuerte para inmunizarlo contra el sectarismo, siendo opinión del novelista que la propaganda es siempre mendaz. Claro que no debe confundirse la obra de Hemingway con el género panfletario de la propaganda banderiza dirigida, absolutamente unilateral, sin asomo de posibilidades de concesiones a lo que no sean los intereses propios, manejando la verdad o la mentira en la medida que se consideren eficaces. Pero tampoco se puede negar que para Hemingway, para el autor de F.W.T.B.T., la causa digna en un sentido que, para él, desbordaba la circunstancia española hasta convertirse en causa de la Humanidad, era la que defendían los "leales". Pero al mismo tiempo trata de elevarse por sobre las limitaciones del momento, como, por otra parte, el problema político y social por el que se lucha está presentado en destinos individuales, no en miembros de tal o cual partido. Otra cosa es lo que la novela pudo significar cuando no se habían apagado los ecos de las últimas batallas y el fruto que una interpretación interesada pudo sacar o pretender sacar de esa obra. Para Carlos Baker, la novela tiene un claro carácter democrático y la inteligencia con los comunistas rusos sólo fue una prueba de sentido común práctico, ya que su ayuda era, y cita a Hemingway, "la mejor disciplina y la más perfecta y sana para la prosecución de la guerra", como probablemente lo fue para los aliados el luchar al lado de la U.R.S.S. en la última guerra. Pero por este camino nos desviamos de la apreciación estricta de lo que cuenta y significa la novela de Hemingway, y ya se ve qué clase de oportunismo a posteriori es aducido en la interpretación que Baker propone. Digamos que F.W.T.B.T. fue escrita por un entusiasta de la causa del Frente Popular; que éste, partidario de uno de los bandos, efectivamente, no hizo un libro con la burda ingenuidad de enfrentar el bien con el mal, héroes contra monstruos, bien que los héroes están del lado "democrático". Como muy bien ha visto Robert Pen Warren 8 , "esperaríamos que se nos pintasen " Critiques and Essays on Modern Fidion, 473; The Ronald Press, New-York, 1952.

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"E. Hemingway", págs. 447-

unos fascistas cometiendo atrocidades, mientras los leales eran modelo de humanidad". Pero ocurre todo lo contrario en el relato del asesinato de los "fascistas" en la plaza del pueblo, perpetrado con el rito de una capea. Cuando Pilar, la gitana, cuenta la espantosa carnicería que ella presenció, concluye: "Me entré en el cuarto, y me senté allí, y no quería pensar, porque aquel fue el peor día de mi vida". En el ataque a la posición de "El Sordo" por los "fascistas" hay un joven teniente cuyo mejor amigo muere en la acción, y ese teniente es el mismo que Jordán tiene enfilado con su ametralladora: un hombre digno, valeroso, no un ser al que hay que matar. Los valores humanos están por encima de las limitaciones de partido. Por muy alta que Hemingway haya puesto su mira, por muy amante de la verdad sin deformaciones, es el caso que no podía sustraerse, sin embargo, a esa interpretación del planteamiento de la guerra: Fascismo versus Democracia. Su Jordán, el protagonista de F.W.T.B.T., viene a España a luchar por lo que cree una causa digna, y muere en acto de servicio, voluntariamente; pero no se ha entregado tan entero y sin reservas a esa causa que no se haya ahorrado un margen de escepticismo; el último rincón de su ser individual y ese resto de individualidad es el que le sostiene en su desafío y busca de la muerte con plena hombría. Una vez más el héroe de Hemingway es el vencedor de la muerte o del miedo a la muerte, y la guerra a que Jordán va es, en cuanto lucha de ideales, un pretexto; la razón última es la de afrontar la muerte. Tal es el sentido permanente, profundo, que vemos en la novela y en el personaje principal, visto en relación con las demás creaciones de Hemingway, aun teniendo cuenta de la calidad documental sobre sucesos y personas reales. Como en tantas obras suyas, también aquí el amor sexual tiene el contrapunto patético a la preocupación por la muerte. Hemingway experimenta, una vez más, con Jordán, su problema: vivir para morir, la muerte como acto, acción, no pasión, en que se muestra el supremo destino del hombre. Y si no es nuestra verdad, ni nuestro ideal, son los suyos. (1954) P.S. Después de haberse escrito estas líneas, que no dejaron de tener sus dificultades para la publicación, las cosas han cambiado sensiblemente. Hemingway volvió a España, siguió apasionado de los toros y dedicó muchas crónicas a su nuevo torero predilecto, Ordóñez. Publicó también dos de sus más bellos libros, The 0¡d Man and The Sea (que le trajo el premio Nobel), y esa maravilla de prosa A Moveable Feast (1964), tan poco favorecida en su versión al español. Pasó de entre los vivos el gran escritor, en un encuentro con la muerte que tanto le había llamado, como acudiendo a una antigua cita. Sobre Hemingway hay ya mucha literatura: la excelente biografía de 217

Castillo-Puche; la puntual crónica de su experiencia taurina en los Sanfermines, de José María Iribarren, por no mencionar más. Pero no debo pasar en silencio su visita a don Pío Baroja, enfermo en su lecho de muerte, en Madrid (otoño del 56), para llevarlo unos regalos y manifestarle su admiración y el pesar porque no fuera Baroja quien llevara el Premio Nobel que acababan de conceder al americano. "Permítame rendirle este pequeño tributo a usted, que nos ha enseñado a escribir a los que deseábamos ser escritores cuando éramos jóvenes." De esta influencia habría mucho que decir. Creo que se trata, más bien, de una coincidencia, a las veces muy marcada, en la manera de entender el arte de la narración, al menos en algunos aspectos, pues Baroja es escritor de más variados registros que Hemingway. Y menos preocupado por la perfección, el acabado y lima exigentes, aunque no advertidos, que dan al estilo del americano tan subida calidad. (Las palabras atribuidas a Hemingway, que he traducido, aparecieron en el Washington Sunday Star, XI-22-59.)

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THOMAS WOLFE

I BOSQUEJO BIOGRÁFICO La vida de nuestro autor fue, lamentablemente, breve. Nacido en Asheville (Carolina del Norte) con el siglo, muere días antes de cumplir los treinta y ocho años, de una complicación que le sobrevino después de una pulmonía. La versión de que su muerte fue causada por un tumor cerebral, carece de base cierta, y ha sido utilizada, sin embargo, para explicar la casi delirante tensión creadora en que vivió. Sobre este punto me parece definitivo el informe del médico de cabecera, doctor Dandy, trasmitido por Edward C. Aswell, amigo y editor de Wolfe en sus últimos días. Una vez más la patología falla en su intento de explicar el genio. En cambio, es preciso conocer algunos detalles de su vida para discernir hasta qué punto su experiencia fue transformada en literatura, pues, anticiparemos, todo el gigantesco corpus novelesco que Wolfe ha dejado tiene un profundo, inmediato sentido autobiográfico. El padre de Wolfe fue un marmolista, aficionado a la poesía declamatoria que él mismo recitaba haciéndola aprender a Thomas. "Tenía —escribe éste en The Story of a Novel— una prodigiosa memoria y le gustaba la poesía, y la que prefería era, naturalmente, aquella clase de poesía retórica que tal hombre podía gustar. Sin embargo, era poesía buena, el Soliloquio de Hamlet, Macbeth, la Oración fúnebre de Marco Antonio, la Elegía de Gray y otras semejantes. Yo se las escuché todas cuando niño; las aprendí de memoria todas." Su madre tenía una casa de huéspedes, de donde saldrá la pensión Dixieland de su primera gran novela. El ambiente familiar, los antepasados, la herencia trasmitida hasta él por las dos ramas y sus 221

relaciones fraternales, serán también motivos esenciales en su futura obra. Mientras descubre su vocación de escritor, el joven Wolfe asiste a los cursos de la Universidad del Estado, donde hace sus primeras armas en el género dramático. Una de las piezas escritas para ser representadas en el teatro escolar es The Return of Buck Gavin, en cuya representación tomó parte él mismo. Fue éste su primer éxito, aunque de escaso relieve, y recibido por Wolfe con desconfianza. Después de un empleo que desempeña pocos meses, Wolfe se dirige a Harvard, y allí estudia dramaturgia con el profesor Baker. Tiene entonces veinte años y está aún buscando su camino en el arte dramático. Poco después trabaja en el Washington Square College de la Universidad de Nueva York como profesor de inglés. Antes del año 26 hace dos viajes a Europa y empieza en Londres su primera novela grande Look Homeward, Ángel. Dos años y medio le lleva terminar esta obra, con cuya publicación (1929) alcanzó considerable notoriedad. Como contrapartida, se concitaron contra él las iras de sus paisanos que se sentían desfavorablemente retratados en la novela. Parece más que probable que la enojosa campaña contra Wolfe a raíz de esa obra, le produjese una cierta inhibición que retrasó y entorpeció el progreso de su obra subsiguiente. En los años que siguen, Wolfe repite sus viajes a Europa, ahora hasta Francia (París) y Alemania, mientras trabaja con increíble actividad, amontonando millares de páginas que no pasan, por el momento, del estado embrionario de materiales. Y siempre acuciado por una terrible prisa, temiendo que su vida no fuera suficiente para llevar a cabo sus vastos proyectos, entregado a su labor con la pasión más absorbente. Sus cuadernos crecían sin medida y planeaba una gigantesca obra que abarcaría un período de siglo y medio, con más de dos mil personajes, un gran epos de su país natal, como trasfondo para su propia historia y con aspiración a valer por un vasto lienzo de la vida americana. El título que tenía pensado para tal ciclo novelesco. The October Fair, pudo serle sugerido por el espectáculo de la Feria de octubre durante su estancia en Munich. Pero lo cierto es que Wolfe se encontraba enredado en el inextricable tejido de su excesiva producción, incapaz de poner orden en aquel caos ni de reducir a forma trasmisible el ingente resultado de sus afanosos desvelos. De esta embarazosa situación vino a sacarle el editor de Scribner, Maxwell Perkins, y gracias a los consejos de éste y a la tutela que tomó a su cargo en la última y laboriosa mano para organizar un libro, salió en 1936 Of Time and the River. Poco despusé Wolfe publica The Story of a Novel, donde explica el proceso de su gran novela y dice con encantadora sencillez las incidencias del laborioso alumbramiento, al que había 222

presidido la habilidad mayéutica de Maxwell Perkins. El breve tratado es inestimable para conocer el arte de Wolfe desde dentro. Antes había publicado un cuento, A Portrait of Bascom Hawks (1932), y otro más extenso, The Web of Earth (1932), más un libro de escenas o apuntes abocetados, From Death to Morning (1935). La ruptura con su editor, en 1937, es un episodio digno de conocerse detalladamente. La pasión que han puesto los amigos de uno y otro en la explicación de la ruptura no deja de iluminar un suceso que aún hoy sigue interesando al mundo literario norteamericano. Ahora parece claro que Wolfe dejó a Scribner porque era voz corrida que el editor había tenido una buena parte en la terminación de Of Time and the River, y la malevolencia iba mucho más allá de la justa realidad, causando a Wolfe un sentimiento de presunta impotencia, del que quiso librarse a todas costa para demostrar que él solo era capaz de hacer sus propios libros. (Sin lugar aquí para resumir la apasionante cuestión, remitiré al curioso lector a la obra ya citada de Wolfe, The Story of a Novel, al libro de Roger Burlingame, Of Making Many Books, publicado con ocasión del centenario de la casa editorial de Scribner, y a dos artículos antagónicos: "Catalyst for Genius", de Struthers Burt, The Saturday Review (9-VI-51), contestado por Edward C. Aswell, "Thomas Wolfe did not Kill Maxwell Perkins". Aswell fue el editor que sucedió a Perkins y, en mi entender el más objetivo en esta polémica.) En cualquier caso, lo cierto es que Wolfe no vio publicado ya ningún nuevo libro suyo, y sólo después de su muerte editó Aswell con el enorme material restante, The Web and the Rock (1939) y You can't go Home Again (1940), que forman un ciclo completo, aparte de la reimpresión de The Hills Beyond (1941) con una "Note on Thomas Wolfe", de Edward C. Aswell. Por su parte, la Viking Press ha editado The Portable Thomas Wolfe (1946, New-York), que Maxwell Geismar ha reunido seleccionando pasajes coherentes de la obra total. Sería incompleta esta sucinta noticia bio-bibliográfica si no dijéramos que Wolfe era de estatura gigantesca, de aspecto desmañado, hasta el punto de sufrir por el asombro y las burlas que su aspecto físico provocaba. Esto acentuó su tendencia al retraimiento y acaso llegó a crearle un complejo de inferioridad. En el relato "Gulliver", del libro From Death to Morning, hay un análisis de su caso, de la estúpida e innecesaria crueldad de los demás, y se nos presenta como "the tall and lonely man", o recuerda cómo "al principio, sentía sólo el feroz y rápido resentimiento de la juventud... el sentimiento del ridículo". Pero tampoco debe extremarse tal factor a la hora de enjuiciar su personalidad, y menos aún, su obra literaria. 223

II LA HISTORIA DE EUGENE GANT Las novelas arriba citadas pueden agruparse, tanto por razones cronológicas como por motivos de contenido y madurez, en dos grupos, bien que todas ellas puedan subsumirse en una unidad superior. Por una parte tendríamos Look Homeward, Ángel y Of Time and the River, que tienen un protagonista común. Eugene Gant; por otra, The Web and the Rock y You Can't go Home Agaln, centradas en la figura de George Webber. Ambos son como dobles del autor, y tienen por escenario inicial respectivo Altamont y Libya Hill, del condado de Oíd Catawba, nombres míticos que están por los reales de Asheville y Carolina del Norte. Como ya se había anticipado, estas novelas tienen un inconfundible sello autobiográfico. Dejaremos para más adelante, para cuando hayamos visto más de cerca estas novelas, la discusión de las ventajas o inconvenientes que ese autobiografismo haya tenido en la calidad literaria de las mismas. Por de pronto no podemos ignorar que Wolfe sabía muy bien lo que estaba haciendo y lo hacía con plena voluntad, obedeciendo a un criterio estético. "Creo —escribe en The Story of a Novel— que toda creación seria tiene que ser, en el fondo, autobiográfica y que un hombre debe emplear el material y la experiencia de su propia vida si ha de crear algo de valor sustantivo." Como Goethe, pero sin la serenidad olímpica del germano, Wolfe trasmutó sus experiencias en arte, y no es descaminado comparar los Wanderjahre y los Lehrjahre de Wilhelm Meister con las andanzas y aprendizaje de Gant-Webber. Unos y otros pertenecen al tipo de Erlebniss román, o novela vivencial. Y no se olvide la gran admiración de Wolfe por Alemania y, como veremos, el arranque goetheano de su novela más acabada. La historia de Eugene Gant comienza con Look Homeward, Ángel. El título apunta a un simbolismo insinuado en un poema en prosa inicial: "Desnudos y solos venimos al destierro. En su oscuro vientre no conocemos la cara de nuestra madre; y de la cárcel de su carne tenemos que salir a la inexplicable e incomunicable cárcel de la tierra." La novela se proyecta como una pregunta del ser ante la vida y por el sentido de ésta. Oliver Gant, padre de Eugenio, es, como el padre de Wolfe, un marmolista que busca respuesta a sus interrogantes inconcretas y que quiere tallar una cabeza de ángel 224

como expresión de sus anhelos. Así, Eugenio quiere hacer con la palabra el ángel de cuyos labios pueda escuchar la respuesta a sus vagas aspiraciones. A través de la conciencia de Eugenio seguimos a éste en su primera juventud, abierta al misterio de la vida, soñándose y viviendo. El ambiente familiar, los estudios, el amor y la muerte —especialmente en el conmovedor episodio de la muerte de su hermano—, van revelando parcialmente al insatisfecho adolescente los misterios de la gran aventura que es vivir. Y hasta el pasado del Sur, un pasado que gravita aún sobre el presente, es traído evocadoramente hasta la experiencia del joven Gant. No hay en la geografía de la novela americana una región que tenga tan vivo el hechizo de la historia, y bastaría recordar los nombres de Margaret Mitchell, Faulkner, no menos que los de Caldwell, Truman Capote y Carson McCullers, en apoyo de tal afirmación. Pero Wolfe sólo mira al pasado en cuanto raíz del momento actual, y lo hace con nostalgia "por el halo romántico con que las lecciones de Historia habían nimbado la región, por la deformación fantástica de una época en que, decían, la gente habitaba en mansiones, cuando la esclavitud era una institución benéfica, con música de banjos... donde las mujeres todas eran puras, elegantes y hermosas; todos los hombres, caballeros y valientes, y las hordas de rebeldes, una tropa de intrépidos caballeros que despreciaban la muerte". Al final de la novela, Eugenio se encuentra con el espíritu de su hermano, y oye de él que su proyectado viaje no le llevará a ninguna parte, ni podrá ya volver a la ciudad que quiere abandonar porque es ya insuficiente para su ansia de ver y de saber, para encontrar la vida y encontrarse a sí mismo: "No hay más que lo que ya has visto ni más vida que la que has vivido: el mundo lo llevamos cada uno en nuestro interior". El optimismo juvenil de Eugenio no se enfría por estas desoladoras palabras y termina la novela con la decisión de lanzarse al torrente del mundo. Con la partida de Eugene Gant, que va a estudiar a Harvard atraído por la llamada del Norte y escapando del medio sureño, empieza Of Time and the River. Tengo ésta por la novela más perfecta, más acabada quiero decir, de cuantas escribió Wolfe, y también por la más bella y rica de sentido. Ya se ha dicho la parte que tuvo Maxwell Perkins estimulando, aconsejando y podando sin duelo el farragoso original. Capítulos enteros hubieron de rehacerse, y Wolfe sacrificó cientos de páginas y escribió de nuevo otras que sirvieran de enlace a episodios inconexos. Sería curioso conocer en detalle esta fase decisiva en el nacimiento de una obra, en que el escritor sigue el dictado de un mentor sin igual. (Léase la dedica225

toria de Wolfe al frente de esta novela, donde reconoce la deuda que tiene con M. Perkins.) Se abre la novela con el poema de Goethe, Mignon: Kennst du das Land wo die Zitronen bliihn, y, subrayadas las últimas palabras: ... O Vater, lass uns ziehnt con el urgente apremio: "Vamonos, padre mío". Refleja esta obra, según Wolfe, el período de "vagabundaje y hambre en la juventud del hombre", con lo cual Eugene vale tanto por su autor como por todos los jóvenes en trance de asomarse a la vida con el insaciable apetito de la edad. Cada capítulo va encomendado al simbolismo de un héroe mítico: Orestes, el joven Fausto, Telémaco, Proteo, Jasón, Anteo, Cronos y Rea, y Fausto y Elena. Con cada mito el discurso de la vida de Eugene Gant va entrando en el signo correspondiente, y debe advertirse la reiteración congenial de Fausto, joven primero, enamorado al final. Seguimos, pues, en la línea de Goethe, y se piensa en el rejuego entre poesía y verdad, o, más bien, entre poesía y vida. De ésta se pasa a la primera, y la experiencia refluye, decantada, en el torrente novelesco al paso que la misma literatura se contrasta con el proceso vital. He aquí cómo un incidente "realista" de la novela incide en el sentido de arte. En un viaje con su hermano, ambos han sido detenidos por unas horas, y Eugene ha ganado un punto de madurez: "Así fue como este suceso tuvo un efecto extraordinario en su espíritu y también en su comprensión y su amor por la poesía, que podía parecer ridículo, pero que databa de esas pocas horas de su detención. Hasta entonces la poesía que más le había impresionado era la de Shelley... En los años siguientes, justamente cuando el cuerpo de Eugenio se hizo más rudo y pesado y más vivo su apetito sensual, se intensificó también la energía de su espíritu. Y éste, que había sido en su niñez alado y voluble y directo en su alegría etérea, se hizo entonces más oscuro, lento y pesado, menos flexible, más indolente y complicado, como telaraña. La fuerza y la pasión de su vida se alejaron cada vez más de sus pensamientos infantiles hacia algún dominio desconocido y mágico, y comprendió que ese dominio desconocido y mágico lo constituían la tierra y la vida que le rodeaban... Y cuando Eugenio descubrió esto, se volcó más y más en los poetas que habían dejado en sus versos grandes trozos de esta tierra dorada, en prueba indeficiente de que habían 226

estado allí. Y estos poetas, que no pertenecen al aire, sino a la tierra, en cuyos versos están atesorados su oro y su gloria, son Shakespeare, Spenser, Chaucer, Herrik, Donne, Herbert. Sus nombres son Milton (al que los tontos han llamado glacial y austero, y que escribió los versos más tremantes de pasión terrena y de magia sensual que se hayan escrito), Wordsworth, Browning, Whitman, Keats, Heine; sus nombres son Job, el Ecclesiastés, Homero y el Cantar de los Cantares de Salomón". Como Wolfe, Eugenio estudia en Harvard, enseña en Nueva York, viaja a Europa, y allí descubre la verdadera América. En estos estudios, magisterio y viajes, Eugenio va buscando la experiencia total de hombres, libros y lugares. Eugenio-Wolfe la busca con el más acuciante anhelo, con desmesura titánica por resumir todo saber y toda experiencia, en espera de que al cabo encontrará la razón de su existir. Leía, como Dryden dijo de Johnson: "Otros leyeron libros; él leyó bibliotecas". Pero, al mismo tiempo no le basta con la aventura libresca, porque mientras leía "le parecía tiempo perdido cada segundo que pasaba entre libros, le parecía que en ese mismo instante algo extraordinario, irreemplazable, estaba ocurriendo en las calles, y que con sólo llegar a tiempo allí y verlo, adquiriría en cierto modo un conocimiento de todo lo que pasaba; que allí encontraría el origen, el manantial, la fuente de donde surgen todas las palabras y acciones y los planes de todos los hombres. Y se apresuraba a salir a las calles para ver todo eso, y luego viajaba en el "metro" hasta Boston para pasar horas enteras arrastrándose desesperadamente por cientos de calles mirando los rostros de millones de seres... Y andaba a la busca por las calles, palpitante, temblando, exhausto, hasta que huesos, cerebro y sangre no podían resistir más, hasta que sentía retorcerse cada fibra de su vida y su corazón se hundía bajo el peso de la desolación y de la angustia. Sin embargo, hacía planes inmensos, una esperanza disparatada le ganaba. Una ola enorme de alegría le crecía dentro: todo le parecía fácil..." La fiebre fáustica del saber se complica con el ansia de ver la vida, y el impulso con que se siente atraído Wolfe adquiere acentos de violencia y furia porque no sabe limitarse ni renunciar. Aspira a todo. Como Wolfe, Eugenio "era incapaz de dormir, impotente para dominar el tumulto de mis energías creadoras, y como resultado de este estado, recorrí las calles durante tres años, exploré la hormigueante telaraña de la ciudad pateada por millones de pies ("the swarming web of the millions-footed city"), y llegué a conocer como nunca antes había logrado..." "Además, en esta inacabable busca y vagabundeo en la noche por la telaraña y la jungla de la ciudad, yo vi, viví, sentí y experimenté todo el peso de esta 227

horrible calamidad humana. Y de todo ello ha quedado un sedimento final, una memoria urente, una cierta certeza de la fortaleza del hombre, de su aptitud para el sufrimiento y de la superación en algún modo. Y por esta razón pienso ahora que recordaré siempre este oscuro período con una especie de alegría, que entonces no creía posible, porque fue en esta negra época cuando viví mi vida hasta su máxima realización y llegué a compartir, por el sufrimiento y el trabajo de mi propia vida, los de la gente que me rodeaba." Con estas largas citas —y no se puede citar a Wolfe sin dejarse arrastrar por su torrencial pluma—, espero haber dado una impresión del tono en que sigue la historia de Eugenio Gant. Nada se adelantaría con acompañarle en las jornadas de su peregrinaje, siempre con su yo a cuestas, y, en definitiva, es en la novela donde el lector habrá de encontrar el proceso y no en un extracto argumental. Todavía volveremos a ella para examinar en el mejor de sus libros algunos aspectos fundamentales del arte y del pensamiento de Wolfe. Con ella se cierra el ciclo de la historia de Eugenio Gant.

III NOVELAS POSTUMAS El personaje que asume el papel principal en las dos novelas postumas de Wolfe es George Webber, y corresponde esta nueva fase novelesca a "un período de mayor certidumbre, que había de estar dominado por una sola pasión". Como Gant, el nuevo protagonista ha nacido en Oíd Catawba, pero en otra ciudad: Libya Hill; tiene una familia parecida y siente la llamada del Norte. Es la llamada tan imperiosa en la juventud, de lo otro, que, en este caso, se identifica con un lugar geográfico y, además, refleja la tensión alternativamente atractiva y repelente entre americanos del Norte y del Sur. Wolfe y Gant sienten la atracción norteña, y ahora Webber, que también rechaza el peso de su tierra nativa: "Oíd Catawba es mucho mejor que South Carolina. Es más nórdico, y 'Norte' es una palabra mucho más maravillosa que 'Sur', como tiene que reconocer cualquiera que tenga oído para las palabras. Los sureños son graciosos, ardientes, pero son tímidos, y en su mirada hay una especie de terror atormentado y torturado por lo viejo; están heridos de meridionalidad" (southness). Weber también estudia en la Universidad del Estado antes de 228

partir hacia el Norte y para Europa, y en el viaje de regreso encontrará a Esther Jacks, el gran amor, presentido, y ya logrado. En el último capítulo de Of Time and the River, el joven Gant conoce a una mujer que es la prefiguración de Esther. De ella se desprende una sensación de "salud, de vida, de trabajo, de comprensión humana", tan necesaria para el solitario Webber. En The Web and the Rock y You Can't go Home Again, Esther y la pasión amorosa constituyen el tema fundamental. Hay, como en casi toda la obra de Wolfe, una base autobiográfica en este relato también, y la aventura amorosa adquiere, al mismo tiempo, un sentido individual y general. La gran experiencia del amor, dejando a un lado encuentros venales y el frustrado enamoramiento de Ann en el ciclo de Eugenio Gant, será con Esther. En esta mujer inteligentísima, independiente, encuentra Webber el apoyo entre maternal y amoroso de que el propio Wolfe estuvo tan necesitado. Esther vive en un medio de artistas, intelectuales y gentes de teatro, posee una gran fortuna y no se ocupa ni de su marido ni de su hija. Ante una personalidad de tal fuerza, el inseguro Webber o se somete como protegido o, por reacción, huye para salvar su yo. Esther le ha ayudado en la terminación de una novela, lo ha amparado durante su época de lucha con el libro. Y Webber se va a Europa como en una huida de liberación y para ser él mismo, con el pathos del propio Wolfe, para "saciarse en lo inasequible..., deshacer la envolvente telaraña..., poseer en su integridad, sondear en toda su hondura, expresar en su totalidad lo que en sí mismo era inaprensible, insondable, indecible: la densa, antigua y compleja mente germánica". Le lleva a Alemania una suerte de afinidad electiva: el alma de Wolfe tenía la infinita aspiración idealista, el egotismo trascendental que los germanos han expresado por músicos y filósofos. Wolfe se busca una vez más a sí mismo en el mundo. Entre tanto Esther lo espera en la ciudad —la Roca—. La vuelta de Webber es el punto de partida de la última novela, You Can't go Home Again. Vuelve a Esther y a su círculo de gentes de teatro, con los que tan incómodo se había sentido por falta de comunicación directa. El afanoso buscador de humanidad palpitante no pudo sino desilusionarse con las falsas maneras del ambiente teatral, pues "ellos nos ven como si estuviésemos desnudos, desde la seguridad que les depara la falsa personalidad de sus papeles". Es, dice, como si alguien fuera interrogado desde la oscuridad mientras le enfocan un potente haz luminoso. Wolfe (Webber) había querido encontrar a los demás lisa y llanamente, como él mismo se ofrecía en espectáculo. Exigía confianza por confianza. Al regreso de Webber llega a la plenitud de la inteligencia amo229

rosa con Esther y asiste a su propio triunfo literario. Vuelve también a su pequeña ciudad natal y anuncia una novela que va a escribir, A Romance of the Oíd South; las viejas querellas con sus paisanos —los de Wolfe— por la primera novela pueden ser olvidadas, y Webber cerraría un ciclo de su vida aceptando el Sur; pero uno de los viejos amigos le plantea interrogativamente la dificultad de esa recuperación de sí y del pasado: "Do you think you can really go home again?" Acaso era aún demasiado pronto, y ni Webber ni Wolfe tenían todavía la sazón para esa etapa final del viaje por la vida en que se regresa al hogar poco antes de morir. Wolfe era demasiado joven y estaba en el período de vagabundaje y busca, aunque la muerte próxima viniera a cortarle el impulso. Nuevamente vuelve con Esther y a Nueva York. Ahora la novela se remansa en un larguísimo pasaje dedicado a contar una fiesta en casa de Esther, con asistencia de sus amigos, y se nos da una pintura de las gentes del cotarro intelectual y artístico, con notas de agria sátira. Webber rompe definitivamente con todo eso, y una vez más huye de la sociedad. Abandona todo para vivir en Brooklyn durante cuatro años, los de la gran depresión económica. Ahora el tema obsesivo, ya aparecido en alguna ocasión anterior, es el de América, la tierra de inabarcable variedad, llena de promesas. Nuevo viaje a Europa, Inglaterra y Alemania, donde ya está instaurado el régimen nazi, pero donde es tenido en gran estima como "el gran escritor épico americano" y "el Homero americano". Las últimas páginas son una larga carta a su editor —revive el caso de su ruptura con Perkins—, y en ella expone su teoría acerca del sentimiento de culpabilidad que ha pesado sobre su vida y gravitado sobre sus andanzas. El origen novelesco de tal sentimiento de culpa es un episodio de la vida estudiantil, de base real en parte; pero, ¿no será esto una manera de dar forma concreta a ese sentimiento de culpa original que aun fuera del cristianismo es frecuente encontrar en los hombres? La carta concluye con un poema en prosa, que tiene el carácter de presentimiento de la cercana muerte de Wolfe. La presiente y la espera con temor, pero tranquilo y casi con gozo, esperando una manera de inmortalidad que no sabemos en qué pueda consistir: "Algo me ha hablado en la noche, quemando las candelas del año que se acaba; algo me ha hablado en la noche y me dice que voy a morir, no sé dónde. Decía: 'Perder la tierra que conoces, por un conocimiento mayor; perder la vida que tienes, por una vida más grande; dejar los amigos que amas, por un amor más grande; hallar un país más amable que la patria, más grande que la tierra': 230

Donde los pilares de esta tierra tienen su fundamento, hacia la que está dirigida la conciencia del mundo —de donde se levanta un viento, y los ríos fluyen." El editor de esta novela postuma ha tenido el innegable acierto de cerrar el vasto ciclo novelesco de Wolfe con este conmovedor poema en que el escritor parece desprendido de sus vínculos terrenos para asomarse a un mundo inefable de misterio. Humano, no demasiado humano, Wolfe se nos figura en su obra como un caso extremo de soberbio egotismo. Nos ha trazado su propio desenvolvimiento como escritor y como hombre, más complejo que A Portrait of the Artist as a Young Man, y acaso con una huella del Stephen Dedalus de Joyce. Eugene y George son Thomas Wolfe y mucho más: en sus vidas está la suya propia y las que él hubiera querido tener. Y por la creación literaria ha querido hacer algo más que arte por el arte, se ha querido hacer a sí mismo, buscando en la permanencia de la expresión una relativa seguridad para sus dudas, algo firme para la inestable fluencia de su vivir y ser.

IV EL AUTOR EN SU OBRA Es momento ya de recoger un hilo suelto y de ver hasta qué punto el carácter autobiográfico de la obra de Wolfe alcanza rango de creación. Vaya por delante el juicio de eminentes críticos americanos, con quienes he de manifestar mi discrepancia, no sin recelo tanto por su autoridad como por el conocimiento más próximo y mejor en todo de la obra de nuestro autor. Pienso, en apoyo de mi tesis, que para esos críticos está quizá, demasiado cercano el mundo real, las personas de carne y hueso que Wolfe conoció, y, acaso, pesa esto demasiado a la hora de hacer el resumen valorativo. En todo caso, mi condición de extraño me viene a proporcionar una perspectiva distante, gracias a la cual se esfuman los elementos históricos y realistas, con lo que puedo considerar la obra como la de un escritor alejado en el tiempo, libre ya, por la usura temporal, de las referencias demasiado concretas. Puede suceder al crítico demasiado familiarizado con el escritor lo que al ayuda de cámara del gran hombre, aunque yo estimo que no interesa nunca la opinión del ayuda de cámara como tal, ni pongo a los críticos americanos a altura ancilar, sino en proximidad semejante. Sea de ello lo que quiera, lo cierto es que la censura más corriente para la novela 231 16

de Wolfe entre los críticos americanos, la más severa también, aduce en su demérito el excesivo apego al autobiografismo. John Peale Bishop, en un artículo, "The Sorrows of Thomas Wolfe" (Kenyon Review, Winter, 1939), censura a Eugene Gant por ser mucho más Thomas Wolfe que Stephen Dedalus pueda ser Joyce, y que el autor "no vio que en los tiempos modernos una tan extrema manifestación de individualismo no podía ser sino morbosa". Por su parte, Max Schorer, en "Technique as Discovery" (Hudson Review, Spring, 1948), escribe: "Thomas Wolfe creyó, al parecer, que con sólo desembuchar el material en bruto de su experiencia nos iba a dar un largo epos", y compara el realismo de Wolfe con el de un James T. Farrell, tan seco y desangelado, tan privado de la pasión y del vuelo poético que hay en el primero. "Of Time and the River" —sigue—, es simplemente un eufemismo por "Del hombre y de su ego". "Como Emily Bronte, Wolfe necesitaba un punto de vista más allá del suyo propio, que pudiera disociar la materia de sus efectos". Y ambos críticos, además del excesivo romanticismo egotista, censuran en Wolfe la falta de acabado en su obra, la carencia de estructura. Creo que se trata de una apreciación, en ambos casos, excesivamente unilateral, pues no se debe condenar el romanticismo en nombre del antirromanticismo, ni la novela invertebrada —llamemos así a la de Wolfe—, en nombre de un ideal, de novela rigurosamente construida. Más bien habría que hacer por entender a Wolfe y su obra desde ellos mismos y no por una escala de valores previa, y muy discutible, en la que justamente el tipo de novela romántica personal y sin arquitectura o sin lo que ellos entienden por arquitectura novelesca, está en el punto más bajo de la escala. Novelas hay en que el acento carga sobre la estructura, y no sé por qué han de ser éstas las únicas novelas posibles o dignas de tal nombre. El formalismo y, si se me pasa la palabra, el estructuralismo como valor supremo y piedra de toque para determinar calidades, me parece criterio inadecuado si se emplea apriorísticamente y a toda obra. Apliqúese a las que llevan esa intención y no se niegue la legitimidad de las que no la encierran. Bien que si entendemos con más amplitud el papel de la estructura, tampoco se puede negar una coherencia interna y una adecuación significativa entre el deslavazado fluir de las novelas de Wolfe y la manera de vivir sus personajes en el mundo de la ficción. Es muy bueno y deseable que el artista, aun pintando el caos lo transforme en kosmos, con lo que entonces alcanza una cima en la realización artística, no la única posible. A nosotros nos toca juzgarle por lo que ha hecho, no por lo que no ha querido hacer, y nosotros tendremos que descubrir los valores específicos de tal voluntad de forma y expresión. 232

Ni se aduce en descargo de Wolfe su muerte prematura, que le impidió superar una fase todavía en formación, por muy fecunda que sea en otro aspecto. Hemos de juzgar por lo hecho, no por lo que suponemos que podría haber llevado a cabo de haber vivido más, pues esto entra en el campo de la pura conjetura. Y volviendo al autobiografismo —tan ligado con el problema de la técnica—, he de confesar que, desde mi distancia, personajes y episodios de la obra de Wolfe me parecen instalados con pleno derecho en el ámbito del mito, y si se me dice que hechos y personajes son o han sido reales, esto hace que se me aparezcan teñidos con un color de humanidad, innecesario para su poder virtual como entes de ficción, pero por eso mismo intensificado. Si Wolfe es el último romántico de Norteamérica —y yo espero que no será el último—, tampoco se han acabado los románticos a este lado del Atlántico, aunque no sea su momento más propicio. Wolfe habrá de encontrar allá y aquí, ahora y siempre, el eco en simpatía que responda a su desaforada aventura fáustica. En nombre de esa innegable respuesta, que sale de una manera de ser y sentir no menos auténtica que otras, proclamemos la legitimidad estética y humana de la obra de Wolfe. Podríamos aducir el testimonio del poeta —poeta y hombre: ¿Quién que es, no es romántico?, con romanticismo como temple y actitud vital, mucho más allá de los límites históricos del Romanticismo con mayúscula. En ese romanticismo genérico y general, Wolfe ocupará un lugar eminente, lo ocupa para nuestra apreciación. Y recuérdese cómo Wolfe hizo adrede literatura sobre materiales autobiográficos. Su obra ha de aceptarse así, y dentro de ese supuesto tiene que ser juzgada. Añadiré que los dos críticos arriba citados no agotan la opinión de la crítica americana. Cari Van Doren, Maxwell Geismar, entre otros, tienen en más alta estima la novela de Wolfe. Además, John Peale Bishop y Max Schorer acaso están excesivamente preocupados por aplicar un instrumento crítico que no es el más apto para nuestra novela. Razón de más para desconfiar del instrumento y no hacer que sirva para todas las interpretaciones.

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V DESMESURA Si nos fijamos ahora en los grandes temas de Wolfe, creo que John Peale Bishop (art. cit.) ha dicho las palabras más exactas: "Wolfe hubiera escrito una gran novela sobre su verdadero tema: el dilema del genio romántico: éste fue su gran tema, pero se le quedó sin descubrir; es el tema que nosotros tenemos que desenterrar, porque a él le faltaron el pico y la lámpara para localizarlo y extraerlo de los laberintos de su experiencia". Palabras exactas, salvo la condicional. El grado de desmesura es, ni más ni menos, que el trasunto de su propia desmesura. Ya él se había hecho cargo de la objeción y la justifica como necesidad vital: "Puede objetarse —escribe en The Story of a Novel—, lo han hecho ya algunos críticos, que en la rebusca que he tratado de describir hay un grado de exceso desenfrenado, una casi insana hambre de devorar el cuerpo entero de la experiencia humana, de querer abarcar más, experimentar más de lo que los límites de una sola vida pueden contener, o de lo que el espacio de una obra de arte puede delimitar bien. Admito sin dificultad la validez de esta crítica. Creo que me doy cuenta, como cualquier otro, de los peligros fatales que se siguen de un tan voraz deseo, del daño que éste puede causar en la vida y en la obra de uno. Pero teniendo tal ansia dentro de mí, no me era posible en modo alguno desarraigármela con razones, por muy sensatamente que mi razón se opusiera. La única manera en que yo podía afrontarlo era aceptarlo honradamente, no con la razón, sino con la vida". Su obra capital, Of Time and the River, fue "parte de mi vida; durante varios años fue mi vida". El fallo de Wolfe reside, lo diremos una vez más, en haber ambicionado con exceso, por encima de las posibilidades humanas. Y con qué pasión lancinante se entrega a su sino: "Día tras día, hora tras hora y minuto tras minuto, el ciego anhelo desgarraba sus entrañas desnudas con garras de buitre (dice de Eugenio Gant)... La lucha desesperada y estéril de la vida de Fausto nunca le había resultado tan horriblemente evidente como ahora... por leer todos los libros, comer todos los manjares, beber todos los vinos, grabar todo el panorama gigantesco del universo en su memoria y de algún modo hacer un pequeño mundo de todo su ser, comprimir la experiencia acumulada de la eternidad en el pequeño prisma de su carne, en el breve conglomerado de su 234

cerebro, y, como fuera, utilizar todo ello en una obra final perfecta, que lo abarcase todo: el fin de su vida, el último latido de su corazón y de su angustia, y todo el anhelo de su alma". Ya sé que otros preferirán siempre la moderada contención, el límite razonable hasta en el grito de la pasión, y yo reservo mi asentimiento admirativo para la mesura y el pudor, cuando se me presente el caso digno. La desproporción entre deseos y posibilidades penetra la obra de Wolfe con su trágico desgarro. En el hombre más vulgar hay un constante tener que renunciar a sus deseos; todos nos vemos obligados a elegir a cada paso entre los varios senderos que el camino de la vida nos depara y a seguir uno solo, prescindiendo de los restantes. Después de la condición de mortal que cerca de angustia al hombre, ésta de la renuncia y limitación de sus deseos es la más dura de sobrellevar. En un pasaje de Of Time and the River se nos presenta una estación de ferrocarril en la que se han parado dos trenes. Desde uno y otro los viajeros se contemplan, y al momento irremediable de partir cada uno en direcciones opuestas, se siente cómo en las personas que se alejan había para nosotros una relación posible, algo que hubiera podido dar nuevo rumbo a nuestra existencia. Y cómo en ese caso, el azar presenta y escamotea un juego de posibilidades, nos atrae y decepciona con lo que hubiera sido, con el ilusionismo de lo futurible. VI EL TIEMPO Después del gran tema fáustico, sometido a él, el tiempo es tema y elemento esencial en la novela de Wolfe. Por de pronto tiene un agudo sentido del fluir temporal y el paso del tiempo, de nosotros en el tiempo, acentúa el sentimiento trágico de su experiencia y de su novela. Pero también ha meditado Wolfe en acomodar sus relatos a un movimiento temporal y ha fundido, con mejor o peor fortuna, en el proceso de sus personajes tres elementos temporales, según indica en su The Story of a Novel. De esos tres elementos, "el primero y más obvio es el tiempo presente y efectivo" (digamos el tiempo histórico, mensurable con criterios objetivos). "El segundo elemento temporal es el tiempo pasado" el resultado de anteriores experiencias en el momento actual de los personajes (el tiempo como memoria y sostén de la personalidad, por el que la conciencia actual es producto de las pasadas). "Además de estos dos tiempos, había 235

un tercero que yo concebía como el tiempo inmutable, el tiempo de los ríos, montañas, océanos y de la tierra; una suerte de eterno, invariable universo temporal, contra el que podía proyectarse la transitoriedad de la vida humana, la amarga brevedad de su vida." Parece evidente la analogía, no sé si la influencia, de Proust, especialmente en el "segundo tiempo", tan estrechamente relacionado con la acción y empleo de la memoria. El río de su novela mejor es la imagen poética del fluir permanente, de esos dos tiempos últimos (bella imagen que hubiera aplaudido nuestro Quevedo). Quiero citar uno de esos pasajes en que la prosa de Wolfe cobra calidades poéticas con la inquietante visión de lo fugaz frente a lo permanente: "El río es una marea de aguas cambiantes en la noche, que inunda los huecos de la tierra. En la noche se bebe el tiempo extraño, el tiempo oscuro. Durante la noche el río se bebe las mareas, mareas orgullosas y potentes de las aguas del tiempo, que mordiendo con sus dientes, con aliento entrecortado, hinchen con exuberancia acariciadora los huecos de la tierra. Engendradas por los caballos del mar, crinadas en la oscuridad, vienen las mareas. ¡Vienen! ¡Sirenas de barcos! Las herraduras de la noche, los caballos del mar vienen bajo sus lóbregas melenas. Y el río corre eternamente profundo como las mareas del recuerdo y del tiempo, profundo como las mareas del sueño, el río corre. Y el tiempo está allí, allí. ¿No habéis oído allí el extraño tiempo, el tiempo oscuro y trágico? ¿No habéis oído el tiempo oscuro, el tiempo extraño, la oscura y móvil marea del tiempo mientras el río fluye?... Cargado del latir de todos los hombres que viven, mueren, despiertan, correrá lleno de los billones de instantes oscuros de nuestras vidas. Lleno con la esperanza, la locura y la pasión de nuestra juventud, fluye allí día y noche bebiendo la tierra con ansiedad insatisfecha, minando la tierra con sus mareas, como mina las horas y momentos de nuestras vidas." Si el lector piensa ahora que el río de que Wolfe habla es, en principio, un río real de la geografía americana, identificable si se quiere, y considera la radical transformación poética y simbólica que de un elemento "realista" ha realizado Wolfe, tendrá un buen ejemplo de cómo nuestro autor opera con los elementos en bruto y hasta dónde lo autobiográfico puede ser y es potenciado. Otro pasaje admirable para ver el paso de la realidad exterior a la realidad mágica, tocada por el misterio del tiempo en el recuerdo, es el principio del capítulo que abre el libro III, Telémaco, de Of Time and the River. Si la longitud del trozo lo consintiera, transcribiría el monólogo interior de Eugenio Gant, que siente en sí la llegada de octubre y el tiempo inmortal envuelve el estremecido 236

latir de su propio tiempo vital, con la repetida aparición del río símbolo. Y otro momento de asociación involuntaria, que brota en el estado de duermevela en que se encuentra Gant, viajero en un tren, introduciendo un ritmo temporal externo que se funde con el estado de ánimo del personaje, es aquel en que el golpeteo de las ruedas en los carriles va acompasando el gradual paso hasta el sueño. Con el rítmico batir de los hierros, acude a la entredormida mente de Eugenio el recuerdo del verso virgiliano: Cuadrupedante putrem sonitu quatit úngula campum.

VII LA MEMORIA Unido al tema recurrente del tiempo, el de la memoria nos depara una de las claves para entrar en el arte de Wolfe. Sabemos, él lo ha dicho, que su memoria era prodigiosa y de una gran precisión para el detalle —también nos ha contado de la gran memoria de sus padres, y en sus novelas hay algún recuerdo—; pero, además, se trata de una memoria recreadora por la que el depósito de reminiscencias se anima y actualiza. "Yo veía e imaginaba no tal como eran [las calles, ciudades, casas, rostros y mil detalles que rememora], sino como debieran ser según la insondable, extraña e insospechada lógica del cerebro y del corazón humanos; y eran, según esto, más reales que la realidad y más verdaderas que el propio hogar." Marcel Brion ha comparado el juego de la memoria en la obra de Proust con el de Wolfe en la suya, y relaciona con el célebre episodio de la magdalena un pasaje de Of Time, cuando Eugene, en Arles, ve un paisaje que le da la impresión de lo ya visto y asocia de pronto el paisaje que contempla, con una tela de Van Gogh y siente el árbol en que se apoya como si fuera uno de los que Van Gogh ha pintado. No diría yo que Wolfe deba precisamente a Proust el manejo de esta suerte de memoria, aunque igual que el novelista francés pensaba que "la realidad no se forma más que en la memoria... Y las flores que veo hoy por primera vez, no me parecen flores de veras"; también el americano necesitaba del tamiz de su memoria para que las sensaciones adquiriesen su plena realidad. Y de tal forma se nutre de memorias, que va "más allá de la memoria humana corriente, hasta los límites de la infancia, cuando 237

aún no ha empezado la memoria consciente. Y no puedo saber si lo recordado es un hecho o fábula o una mezcla de ambos". El recuerdo y la imaginación creadora operan de consuno en las páginas de Wolfe. Apuntaré, de pasada, y tomando el motivo de la asociación de un paisaje real con un cuadro, de un lado, la afinidad de sentimiento e interpretación de lo real con la manera de Van Gogh, tan hondamente subjetiva, que deforma con un pathos especial los datos sensibles; y de otro, la presencia de motivos artísticos dentro de la novela de Wolfe. Lo cual, muy frecuente en todas ellas, le distingue en cierto modo de los novelistas americanos contemporáneos suyos, que desdeñaron y excluyeron de sus obras la discusión de asuntos estéticos o simplemente intelectuales.

VIII EL PAÍS El tema de su país, del Estado natal y de los Estados Unidos, envuelve la aventura individual como ambiente necesario, y ya dijimos que Wolfe aspiraba a dejarnos un inmenso cuadro de la vida americana, representada por gentes de toda clase y condición social, hasta un pasado que se remontaría al siglo xvin. El descubrimiento de su tierra es también obra de la memoria —y del corazón—. No es Wolfe en París como esos artistas americanos, los de la "generación perdida", los desarraigados del suelo nativo, a quienes Mencken marcó, acusador, con el dictado de "Esthete, model 1924". Por él sabemos cómo sentado en la terraza de un café en París veía con toda precisión las escenas que antes había contemplado en su tierra. "He averiguado durante estos años que el camino para descubrir el país de uno es la ausencia: que el camino para encontrar América es buscarla en el corazón, en el espíritu y en la memoria de uno mismo y en tierra extraña. Puedo decir, creo, que yo descubrí América durante los años de mi ausencia y por la urgente necesidad que de ella sentía." El viejo Catawba, la nación entera viven dentro del escritor. Eugenio y su amigo Joel recorren el campo nativo, y "la tierra salvaje, dulce, la naturaleza virgen y agreste de los Estados Unidos los hechizaba con su leyenda, los atravesaba como espadas y los llenaba de un sentimiento desbordante de júbilo, placentero y doloroso al mismo tiempo... Tierra rica aquélla, espontánea y noble238

mente generosa, envuelta en el vasto sortilegio del tiempo, en el enigma del encantamiento de los seres fantásticos del bosque y en la magia inmortal del río". La afirmación de su naturaleza americana, justificadora de su ser individual y apoyo para su razón de vida, ha inspirado una de las más hermosas tiradas poemáticas de Of Time, cuando Eugenio evoca desde París la escena multiforme y grandiosa de su nación haciendo desfilar la música, tan entrañada en los oídos y en corazones americanos, de los nombres de ríos, Estados, de trenes, de tribus indias, montes y lugares. Daremos solamente un pequeño trozo, el de los ríos americanos: "En el torrente de la vida, en el tiempo, en el tiempo: los nombres de grandes bocas, las grandes fauces, las serpientes sinuosas, inmensas, húmedas, insaciables e interminables que beben en el continente. ¿Dónde, hijos del hombre, en qué otra tierra es posible hallar otros semejantes, y dónde es posible competir con la música grandiosa de sus nombres? Monongahela, Colorado, Río Grande, Columbia, Tennessee, Hudson (¡Dulce Támesis!), Kennebec, Rappahannock, Delaware, Penobscot, Wabash, Chesapeake, Swanntnoa, Indian River, Niágara (¡Dulce Afton!), San Lorenzo, Susquehanna, Tombigbee, Nantahala, French Broad, Chattahoochee, Arizona, Potomac (¡Padre Tíber!), éstos son algunos de los principescos nombres, éstos son unos pocos de sus nombres orgullosos, tan propios de la tierra vasta y solitaria que surcan." Todo el pasaje tiene por leit-motiv el verso de Lord Tennyson, que ha dado el arranque anteriormente, Sweet Thames, run softly, till l end my song del poema "Prothalamion". Su amor por América le lleva alguna vez hasta la injusticia, como en el relato "The Men of Oíd Catawba", que revela una equivocada idea de los descubridores españoles. Nos satisface más cuando canta la grandeza de América, que es "todavía el Nuevo Mundo de la esperanza humana". "América no está, como la vieja Europa, gastada. América respondería aún a un tratamiento si sólo, si solamente los hombres pudieran siquiera dejar de sentir miedo ante la verdad. Porque la pura busca de la verdad, que aquí en Alemania —dice George Webber— se ha extinguido, es el remedio, el único remedio que podría limpiar y curar la sufrida alma del hombre." Corresponden estas palabras a la época en que Wolfe (Webber) estuvo la última vez en la Alemania de Hitler. Pero la verdad es que Wolfe no se preocupó de problemas políticos como 239

tales y no piensa en términos de partido social o político. Wolfe se negó a prestar su adhesión a la causa de la República española cuando muchos otros escritores americanos lo habían hecho desde un planteamiento dialéctico que poco tenía que ver con la realidad. Sus ideas no encajan en formulismos ni en el cauce de los sistemas. Es un hombre que grita: "Quiero ser bueno. Y puedo serlo si me lo propongo. Y tú puedes. Y así, juntos, debemos serlo". No le eran ajenos los males de la sociedad y sentía noblemente el dolor de la injusticia; pero un idealismo radical le impedía detenerse en las causas del desajuste social, ni aceptar una ideología como remedio. En un artículo, publicado en la Atlantic Monthly (febrero del 47), Wolfe había escrito: "La observación de Voltaire en su "Candide" de que después de todo, lo mejor para un hombre es cultivar su huerto, me parecía de una dureza cínica y egoísta. Pero ahora no estoy tan seguro de que no contenga también mucha sabiduría y humanidad. Lo mejor acaso que un hombre puede hacer es simplemente cumplir la tarea que le es más fácil y para la que está mejor dotado, y lo mejor que sepa. Y quizá su mejor servicio a los demás resulte de obrar así". Nos equivocaríamos si fuésemos a buscar en Wolfe soluciones, en él, que no las encontró para sí. Alterna el optimismo con un resignado fatalismo: No hay más sabiduría que la del Ecclesiastés", escribe Webber a su editor en la carta final ya citada. "El hombre ha nacido para vivir, sufrir y morir, y el que le toca en suerte es un destino trágico. No hay que negar esto en último término. Pero nosotros debemos, querido Fox, negarlo durante todo nuestro camino". Esta ficción pragmática para andar por el mundo creo que es el punto más alto de la filosofía de la vida en Wolfe, si tomamos la palabra filosofía en el sentido más llano y menos doctrinal. Su obra es obra de artista, de artista en su juventud, agotada en la furiosa búsqueda que ha venido señalando. Por su ardiente comunicación con la tierra americana, por ese latido juvenil, por la escala grandiosa con que concibe y emprende, por el ardor con que canta lo americano, por la honrada amplitud con que busca a los demás y a sí mismo, por su deso de dar con una forma digna y propia para expresarse y expresar su América, Thomas Clayton Wolfe se nos figura y lo diputamos por escritor representativo de los Estados Unidos. (1958)

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BIBLIOGRAFÍA VAN DOREN, Cari: The American Novel, New-York, 1940, págs. 343-8. HorPMAN, Fredenck J.: The Modern Novel in America, 1900-1950, Chicago, 1951, págs. 164-70. GEISMAR, Maxwell: Writers in Crisis, Boston, 1942, págs. 185-236. GEISMAR, Maxwell: Introducción (págs. 1-27) a la antología de obras de Wolfe, The Portable Thomas rVol/e, New-York, 1948. Para otras indicaciones bibliográficas, véase Robert E. Spiller y otros. Literary History o/ the United States, New-York, 1948, "Bibliography", págs. 784-786.

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SOBRE EL NOUVEAU ROMÁN

Al ocuparme de la novela que voy a intentar analizar, la ya bien conocida con el dictado de nouveau román, me parece oportuno el recuerdo de las palabras de uno de sus más calificados cultivadores y teorizantes, precisamente sobre la fenomenología de la lectura. Claro es que me refiero a Michel Butor, y en un vivo debate sobre el tema de "Pourquoi et comment lisez-vous", organizado por el Cercle ouvért (París, 9 de octubre 1956), aspecto de la literatura que la crítica no suele atender tanto como debiera. Recordaré, incidentalmente, cómo la gran hazaña de Proust en la novela no se logró sin que el autor indagara cómo obra la lectura en el receptor, para buscar las vías más eficaces hasta las facultades del destinatario. Pues bien, Butor oponía en el texto mencionado, "la lecture renseignement (selon laquelle nous lisons les journaux, par exemple) et la lecture artistique (selon laquelle nous lisons romans ou poémes)..." Y concluía algo tan obvio como que la lectura artística "mobilise une parte bien plus importante de notre esprit que la lecture de renseignement". Se supone, y no haría falta apoyarse en la autoridad de Sartre, que la obra literaria se realiza en la lectura, pues en tanto no se produce este acto de comunicación o, si se quiere, de consumo, la obra está en estado virtual, como una posibilidad disponible. Ahora bien, y sin entrar ahora en determinación de lectores antes de ver los posibles resultados de otras tantas lecturas, parece de primera urgencia enfrentarse con dos tipos de lección, de los que ya dio cuenta la avisada mente de Goethe. Cualquiera recordará el pasaje de Dichtung und Warheit (1, X) en que cuenta cómo Herder, amigo y maestro, leía al adolescente Goethe y otros compañeros, la novela que entonces era novedad, El vicario de Wakefield, de Goldsmith. "En aquella ocasión —escribe— Herder consideraba la obra como producto artístico y exigía lo mismo 247 17

de nosotros, que estábamos todavía en aquel momento en que puede permitirse a uno considerar las obras de arte como producto de la Naturaleza." En otras palabras, los juveniles oyentes se interesaban por los personajes, las peripecias, el ambiente de la hermosa historia del vicario rural y su tono idílico. Para Herder, por el contrario, el interés se cifraba en el cómo estaba contado aquello, en la factura y en el arte de la composición; en cómo, si seguimos la antinomia goetheana, la naturaleza se había convertido en arte. Pues bien, es el caso que pocas escuelas literarias exigen una actitud crítica y aun de mero goce receptivo tan fiel a lo propuesto por Herder, como el nouveau román francés, si se quiere llegar a la esencia de sus creaciones. Y ello, adelantaré, por tratarse de obras que cargan el acento en la factura, con notoria preterición o relegando a último plano lo que suele llamarse contenido de la fábula novelesca. Este desequilibrio —entiéndase relativamente— de tal novela, sería como una busca más por renovar las condiciones del género, después de la exploración de no pocas vías en lo que va de siglo. Pero procederemos por el principio, y aun antes de haber aparecido el nombre, pues, como no pocas veces ocurre, la cosa estaba ahí antes de ser denominada, por lo menos en la obra de Nathalie Sarraute, Portrait d'un inconnu, y de ello se percató Sartre al escribir el Préface (1947), y notar analogías con la pintura de un Miró respecto de los grande maestros tradicionales, y advertir que la novela estaba en trance de reflexionar sobre sí misma, proponiendo para la obra que comenta el dictado de "anti-roman", aunque no aceptemos que se lea "comme un román policier", precisamente. (Digamos de paso que Charles Sorel ya había subtitulado a su Le Berger extravagant, L'anti-roman, con ninguna aplicación útil para nuestro caso.) Pronto nos encontraremos con que en la década de los años cincuenta a sesenta la novela existencialista, que no había encontrado un forma de hacer distinta, iba a extinguirse sin más aportación, creo, que la de un compromiso o, por decirlo con su término propio, un "engagement". Sartre hubo de abandonar, sin terminar, su serie Les chemins de la liberté, desencantado del género como vehículo para sus propósitos. Camus moriría prematuramente. Y entonces la novela va a seguir rumbos bien distintos, desentendiéndose del mensaje secundario —ético, filosófico, el que fuere— para buscar otra área de interés y un compromiso con el modo de hacer, antes que nada. No aspiran a convencer ni disuadir, ni quieren remover conciencias. Alain Robbe-Grillet, tal vez el más responsable en la nueva escuela, dirá que "donde hay que buscar el contenido de la verdadera obra de arte es en su forma. Y esta afirmación es 248

válida para toda obra de arte, la novela por ejemplo" (en El año pasado en Marienbad, guión de cine). Pero el nombre, que tanta fortuna había de alcanzar, parece que fue propuesto antes que nadie por Roland Barthes, y en un artículo, "Littérature objective" (Critique, juillet, 1954), al hacer la reseña crítica de la novela de RobbeGrillet, Les gommes (1954), y al recoger la repulsa de éste negando antecedentes que otros críticos le asignaban (Kafka, Simenon, Greene), "porque —traduzco— no había escrito la historia de una conciencia acosada, sino que se había limitado a describir un comportamiento sin que apareciese la psicología". He aquí un punto de partida bastante establecido. Pocos años más tarde Michel Butor nos definirá el nouveau román así: "Históricamente la expresión n. r. ya tiene un sentido claro: se trata de un cierto número de novelistas que se han dado a conocer súbitamente hacia 1956. Estos novelistas, muy diferentes, tenían evidentemente puntos comunes, y no es casual que sus obras hayan aparecido en una misma editorial, Les editions de minuit, por la mayor parte. Admito que formo parte del n. r." (Traduzco de la revista, que fue portavoz del grupo hasta 1967, Tel-Quel, automne, 1962.) Y un año antes, Fierre Boisdeffre, en un artículo, "Ou va le román?" (ampliado luego en libro, eds. Duca, con el mismo título), daba ya por sentada la existencia del nuevo arte novelesco y del grupo que lo cultivaba (véase La Table Ronde, septiembre 1961). Desde el primer grupo de los nuevoromancistas, al que habrían de añadirse otros nombres, alguno de tanta cuenta como el de Beckett, y los de Duras, Mauriac, Pinget, un balance actual del movimiento nos llevaría a delimitar una segunda y hasta una tercera ola, en renovada persecución de formas más depuradas y exigentes, más difíciles también, aunque no afirmaría que con logros tan convincentes. Así la obra de Jacques Henric, Archées (ed. du Seuil, París, 1969), por no citar más, puesto que mi atención va a fijarse especialmente en el grupo iniciador. Ya se ha indicado que entre estos escritores de la fase germinal no ha sido escasa la atención dedicada a la teoría de su arte. Así la Sarraute nos ha dejado varios ensayos, recogidos en el libro L'ére du soupgon (1956). Butor, por su parte, ha publicado ya tres Repertoire (del primero hay trad. esp., Sobre literatura), y RobbeGrillet es autor del capítulo "Le nouveau román", en el Dictionnaire de littérature contemporaine, 1900-1962 (Eds. Univ. París, 1962), que amplía en el libro Pour un nouveau román (Gallimard, París, 1963). Eso, sin contar con la abundante literatura crítica en torno a la novedad, desde la crítica de periódico, de revista literaria más o menos especializada o los numerosos libros que ha provocado esta nueva corriente de la novela. 249

Pero no voy a ocuparme de la abundante crítica promovida por la nueva corriente novelesca, sino que voy a limitar mi análisis a una parcela del género, especialmente en Robbe-Grillet, tal como lo entiendo, en un ensayo de crítica valorativa y, mejor, descriptiva. Acaso sea cierto que la condición de extranjero equivale, en cierto modo, a la de una posteridad anticipada, si es que la perspectiva y distancia desde lugares y ambientes distintos pueden equipararse. Por hábito profesional estamos más avezados a tratar de autores ya instalados en algunos de los peldaños del Olimpo, casi inamovibles, y nos solemos resistir a correr el riesgo de aventurar opinión sobre lo que está ocurriendo ante nuestros ojos. Correré, pues, el riesgo y empezaré por Le Voyeur (publicada en 1954, ganadora del Prix des Critiques, y traducida al español con el título de El mirón, ed. Sebe y Barral). Creo que puede servir para una ejemplificacion de algo característico entre los cultivadores del nouveau román. Si paramos la atención en el punto de vista desde el que la novela está narrada, diré que hay un enfoque desde un narrador impersonal y ajeno, que sostiene el tiempo del relato en un pasado y, por descontado, en tercera persona. Mathias —es el nombre del protagonista, si cabe tal categoría en esta novela— se nos presenta siempre en la perspectiva de los pretéritos: "volvió", "torció", "tuvo que", etc. Y la situación temporal descriptiva corre a cargo de los consabidos imperfectos: "era un día de lluvia", etc. Por lo demás, no hay precisión en cuanto al tiempo histórico objetivo: parece que ocurre en nuestros días, pero no se indica; y no sabríamos puntualizar, desde el texto, si ocurre en el año de la escritura o en otro próximo pasado. Sí hay indicaciones climatológicas que nos hacen pensar en un país nórdico, y en verano o en una primavera avanzada. A cambio de esta vaguedad, las precisiones en la notación del tiempo de reloj, de las horas del día —de la duración, en otros términos— son numerosas, reiteradas: desde las diez de la mañana en que Mathias llega en un barquito a la isla (¿qué isla? Ni su nombre se nos dice) para vender relojes en comisión, hasta que el mismo barco le devuelva al punto de partida (¿cuál?) a las cuatro de la tarde, todas esas horas están registradas cuidadosamente, incluso con determinación de fracciones más menudas, salvo el lapso de una hora escasa, justamente el tiempo en que ha ocurrido algo que hubiera dado la tensión dramática a la obra —violación y asesinato de una adolescente— si el autor no evitase cuidadosamente incidir en lo patético. Es curioso que R, G. eluda, como se ha dicho, toda carga de pathos, pero más de una vez utiliza un rasgo, un episodio violento (el asesinato, ¿real, supuesto? de Les 250

Gommes)* que deja incompleto, sin preocuparse de las implicaciones morales o emotivas que pueda suponer, y aun dejándolo en una ambigua e indecisa luz hasta el punto de que podamos llegar a suponerlo meramente imaginario. La novela son las horas que van desde la arribada del viajero (nacido en la isla, pero sin historia, sin rasgos que nos lo presenten como hombre con una vida y unas experiencias anteriores) hasta la partida, frustrada a última hora por un retraso de minutos. Luego, si la estancia se prolonga desde un martes hasta el próximo viernes en que vuelve a haber servicio de enlace con el resto del mundo, a la misma hora, esa prórroga forzada de la estadía se pasa rápidamente a trancos abreviados de tiempo. La leve trama narrativa, que aparece esporádica y parcamente, se rellena con descripciones de cosas, notadas con morosa meticulosidad, con exactitud enfadosa y más propia de una reseña técnica o de inventario comercial. "El borde de piedra, una arista viva y oblicua, en la intersección de dos planos perpendiculares"... "El muelle, que parece más alejado por efecto de la perspectiva, emite a uno y otro lado de su línea principal un haz de paralelas que delimitan... una serie de planos alargados alternativamente horizontales y verticales." O el movimiento de un personaje, Mathias, que "volvió la vista en ángulo de noventa grados". Tanto rigor se modera y hace más humanizado, como en este rápido notar del trayecto que sigue una mujer en la plaza del pueblo, al atravesarla en diagonal y evitar con un rodeo el monumento central: "describió una curva, cuya eventual pureza desapareció en las irregularidades del terreno". Parece como si el observador fuese un delineante, y es el caso que no siempre sabemos si atribuir al autor o a Mathias la nota de tales observaciones. Mathias, se nos dice, era aficionado a dibujar en su niñez. Entre las descripciones de objetos, merecen atención especial la de los aguajes cambiantes de formas y luces, en los malecones a la llegada del barco, el incesante cambio del punto de vista de los que van a desembarcar, motivado por la marcha del barco, el flujo y reflujo de las olas que chocan y se entrechocan es seguido con arte singular. Tanta es la atención que llegamos a sospechar que se nos quiera inducir a un sentido simbólico; pero no hay indicio seguro de que sea ésa la intención del autor. En todo caso he de recordar que R. G. tiene una especial predilección por descripciones de aguas, muros, caminos, diques, precisamente en la frontera de lo líquido con la materia sólida, amorosamente cultivada —esa predilección, digo— por ejemplo en algunos de los boce*

Y en Le maison de rendez-vous.

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tos que ha recogido en el interesantísimo volumen lnstantanés (ed. de Minnit, 1962: véanse "Le chemin de retour", "Le plage" y "La mauvaise direction"). Parecen ejercicios de estilo y cada uno con verdadero virtuosismo de la exactitud geométrica. En la novela —y en las posteriores— nos preguntamos por la función que puedan jugar las descripciones dentro de la economía de la obra, y la respuesta no aparece clara, pues se hace muy duro decir que no se ven sino como algo irrelevante, o desproporcionado en la apurada y ceñidísima referencia espacial, cuando, al mismo tiempo, se nos hurta el punto de vista personal desde el que están miradas las cosas y ordenadas en una perspectiva insustituible. El autor pasa desde su omnipresente posición a la del héroe, sin advertírnoslo, antes buscando el confusionismo. Por lo que hace al personaje principal, el testigo ocular que sostiene el montaje exterior de la obra, y el eje de todo lo que sucede, ya se ha dicho que es un ser ahistórico, pues apenas se nos dan antecedentes, y por lo que hace a su ser actual, tampoco se nos ha dicho mucho más: un nombre, Mathias; una profesión —antes tuvo muchas otras—; unos familiares, aludidos; pero por lo demás, fantasmal; ni sabemos su edad —podemos colegir que es joven—, ni se nos dice nada de su pergeño, ni de su psicología. Calcula sus ganancias, plantea su operación de ventas, se desenvuelve con la habilidad suasoria de vendedor; pero, con todo, el personaje tiene muchas más zonas de sombra, de misterio, que de luz. El autor parece que ha evitado toda definición, no propone nada, sino que deja que los actos vayan dando una figura, dibujando una persona en su actualidad existencial y por una fenomenología. Pero, por otra parte, es el caso que de algún modo penetramos en el interior del héroe, aunque sea para fenómenos de conciencia muy cortical, simples asociaciones basadas en una sensación, desde las cuales se nos permite adentrarnos en la memoria del sujeto: lástima que sea una memoria como automática, de reducidísimo radio, tanto que nos sigue dejando al personaje en la zona de lo incógnito. La desmedida desproporción que hay entre la atención que merecen las cosas, y la que se dedica a los actos (si es que la visión de las cosas no es un acto) hace que la figura humana se diluya entre descripciones que nos agobian con su precisión implacable. Creo que es un procedimiento aprendido del cine, el de enlazar dos momentos a partir de una imagen, en un fundido que, por unos momentos, nos deja en una impresión ambigua e indecisa. Por ejemplo: "En el dibujo faltaba algo, pero era muy difícil precisar qué. Mathias pensó, no obstante, que había algo que no estaba 252

bien —o que faltaba—. En lugar de lápiz en su mano derecha, sintió el contacto de un ovillo de grueso cordel, que acababa de recoger en el puente del barco". O: Mathias ha visto [¿dónde, cómo, antes de embarcar? ¿por una ventana un hombre amenazando, violando? ¿A una niña, a una mujer?]: "la víctima debía ser una mujer muy joven o una chiquilla. Estaba en pie contra uno de los pilares de hierro... Tenía las manos a la espalda, a la altura del talle, las piernas rígidas y algo separadas y la cabeza apoyada en la columna..." Pero es una chiquilla que se ve en el muelle, al desembarcar. Luego volveremos sobre este motivo de la chiquilla violentada. Otra transición, más apurado el fundido, encontramos en las últimas páginas, ya cargadas de acontecer, cuando Mathias, en el bar, se hace servir por una camarera, y ésta "adelanta un poco el brazo, como para cambiar algo de sitio —la cafetera, quizá—, pero todo está en orden. La mano es pequeña y la muñeca casi demasiado fina. El cordel había marcado profundamente ambas muñecas con líneas encarnadas. Sin embargo, no estaba muy apretado. La penetración en la carne debía provenir de los esfuerzos que había hecho para librarse..." Y sigue con unos párrafos más recordando en un monólogo interior los detalles de la violación, y regresamos al presente: "Mathias toma tranquilamente el resto del café con leche en su tazón". La secuencia de tiempo no es lineal y progresiva, sino que se descompone en pasado o futuro, sin que ello ocurra siempre a través de las asociaciones de imagen o memorísticas del personaje. El orden temporal —o el desorden, mejor, si se quiere— no ofrece ninguna motivación objetiva, ni, en mi opinión, presenta ninguna ventaja para la eficacia del relato, salvo la de que mantiene una tensión curiosa al no dársenos los hechos con la evidencia e inmediatez que esperaríamos. Pero dudo mucho que sea esto un simple recurso de suspensión o de "suspense", como dicen ahora. No busca algo tan elemental R. G. Por otro lado, la verdad es que al final tampoco se nos satisface esa curiosidad, ni sabemos con total certeza a qué atenernos, aunque la culpabilidad de Mathias sea la única aceptable. (He dicho culpabilidad, pero me apresuro a rectificar, ya que no es precisamente el sentimiento moral de culpa el que importa, ni ése ni otro sentimiento alguno.) Las líneas de fuerza de la novela entera convergen sobre o irradian desde la hora escasa en que se ha producido la violación, y ese tiempo sólo nos llega en fragmentos inconexos, discontinuos, incompletos, no directamente, sino a través de un espectador, el único testigo (tal vez hubo otro; nada es seguro en esta novela), y no sólo retrospectivamente, en rememoraciones de pura exteriori253

dad; sino también por anticipaciones. Es muy de notar el empleo que R. G. hace de determinados elementos jugados como en función simbólica, que van creando una atmósfera expectante premonitoria. Sucede que la presencia de esos elementos suele quedar inadvertida en el momento de la lectura, y pasamos sobre ellos sin mayor atención, ni nos podían decir mucho más. Luego, al avanzar la novela, aquellos detalles cobran otro sentido y se cargan de una significación que proviene de los nuevos datos que vamos obteniendo. Se diría que la novela se recompone a medida que la leemos. Así, la triple atención al vuelo de las gaviotas, al principio de la novela, liga con el vuelo de las mismas aves durante la violación —que sucede al borde de un acantilado— y del intento de hacer desaparecer el último vestigio de la ropa de la violada. Así también la aparición de un cordel en los momentos iniciales, que Mathias recoge y enrolla en forma de ocho; esa misma figura (o la del infinito), obsesivamente presentada en la huella de herrumbe dejada por una argolla a ambos lados de su clavazón en el muelle; o los nudos barnizados en una puerta; todas estas cosas y figuras, como la fugaz visión de un interior en que un gigante levanta el brazo contra una chicuela, el cartel de una película, con una escena análoga, una rana que Mathias encuentra en su camino, muerta, con los muslos separados, patiabierta (reitera); todos estos motivos orientan nuestra atención hacia el modo en que Mathias sujetó a su presunta víctima: dos agujeros en el suelo, a un metro, dos hierros clavados, y sujetas con cordel las piernas de la niña; las manos a la espalda, como la que ha visto al desembarcar, tres horas antes de que suceda el hecho. ¿Estuvo premeditado? No lo parece. Ni hay nada que nos haga suponer en Mathias un violador potencial. Ni nos lo explicamos, una vez que ha cometido el acto. La deliberada indecisión en las líneas de la historia se acentúa con múltiples "quizá", "tal vez", o con incisos reticentes o dubitativos. "Una mujer sirve, sirve una muchacha, una mujer gruesa; una muchachita tímida." Pero aquí comprendemos que se trata de dos modos de ver. Si una vez se nos dice que la mujer que sirve en el bar es una muchacha tímida, se nos ofrece como un tipo habitual en tales lugares: al menos es lo que espera encontrar Mathias en el bar, lo que hay en otros. Luego, por tanteos, desde lo que es hábito y pasando por aproximaciones más certeras a medida que la atención va despertando y fijándose, obtenemos en esas sucesivas rectificaciones el proceso que ha seguido el espectador. Creo que R. G. ha puesto en acción algo muy sabido en la psicología de la atención. 254

El hecho de ver suele ser muchas veces un hábito más que un des^ cubrimiento. Esperamos encontrar en los lugares habituales los objetos habituales: nuestros ojos miran más hacia el depósito de memoria visual que hacia el excitante de la sensación visiva. Mathias: "se volvió, pues, hacia la gruesa mujer, o hacia la mujer, o hacia la muchacha, o hacia la camarera..." La camarera resume y abarca a cualquiera de las mujeres diferenciales en esa situación. (Y adviértase, de nuevo, la técnica de la aproximación, de la vaguedad a que antes nos habíamos referido.) El cuerpo de la novela, pese a tan desmadejada composición, tiene una arquitectura mayor muy calculada: digamos que es un círculo que se cierra en el mismo muelle del que parte Mathias, retomando los mismos motivos de movimientos y formas, luces y color con que se abre la obra. La elección de una pequeña isla para escenario de la fábula no es casual, pues nada ni nadie parece ajeno a lo que allí sucede: hasta el camino que recorre el vendedor de relojes en bicicleta, en una bicicleta cuya cadena se averiará (otra vez la figura y el movimiento circulares). Si no voy mucho más allá de lo tolerado por una interpretación razonable, pensaría que isla, círculos, signo de infinito, esa llegada de ninguna parte y la partida a no sabemos dónde del protagonista, el continente, llevan un mensaje de la situación del hombre en el mundo. ¿Es lo que ha querido comunicar, sugiriéndolo y poniéndolo en acción R.G.? En las novelas siguientes, en La Jalousle y Dans le Labyrinthe, se han acentuado las notaciones geométricas, y el ambiente de caos al mismo tiempo: "Estas puertas, estos corredores, estos muros, estas aceras, esta nieve, esta noche son las figuras de un sueño, y la imagen misma del laberinto revela el carácter ilusorio del universo al que nos lleva el autor". ¿Tiene algún sentido? En La jalousie (1950), es el retrato de una pasión, los celos, lo que sostiene el cuerpo de la obra; pero no esperemos un análisis psicológico, aunque sean los celos el tema central. Como en otras ocasiones, R. G. ha eludido el ataque directo y ofrece un vacío, el del personaje que sentiría los celos, el marido A... (ni siquiera se le nombra) que no aparece, sólo un sillón, el lugar que debe ocupar en la mesa, el punto desde el que contemplamos una escena. La mayor parte de la obra transcurre en una galería de una casa de campo en una explotación agrícola tropical —dónde, no se dice—, y más restringidamente, en el campo visual que deja el entramado de una celosía, según las luces y la inclinación de sus planos móviles. Alguien ha hablado de la reificación de la pasión, que ha sido cosalizada, de modo que se reduce a apariencias, medidas como un 255

fenómeno físico: minutos, distancias en centímetros, ángulos en grados. Si la dama del innominado esposo despide al presunto amante, si le sirve un vaso whisky, los gestos están cuidadosamente presentados, pero sin comentario ni apostilla. Dans le Labyrinthe (1959). Un soldado escapado de un ejército, acabada la guerra, perdido en una ciudad cubierta por la nieve, muere al volver una esquina por una ráfaga de ametralladora disparada al azar. El procedimiento se ha llevado hasta el absurdo. Los edificios son iguales, indiscernibles (¿conventos, cuarteles, escuela, casa de vecindad?). Vuelve en ángulo recto, y la nieve sigue cayendo uniforme. El soldado está en un laberinto exterior y, suponemos, interior. El lector se dará pronto cuenta de que estos palacios ilusorios, con sus vueltas siempre parecidas son la imagen del laberinto y del vacío. El laberinto invita a perderse. Robbe-Grillet tiene prevención contra las descripciones psicológicas directas. No sabemos en qué funda esa desconfianza, pero en la nota editorial que escribió para la edición de La Jalousie dice que la realidad interior de un personaje puede ser sugerida con toda propiedad por la descripción cuidadosa de lo que ve (por ello se ha llamado esta corriente de novela con el remoquete de "Pecóle du regard"). En rigor es un modo de entender la técnica de la presentación de la realidad muy limitado, y no el mejor ni, por supuesto, el más viable. Pero más bien deberíamos decir que lo que Robbe Grillet debe de querer significar no es estrictamente que basa su descripcionismo en lo que sus criaturas ven, sino en lo que piensan que ven: y esta visión puede ser de ahora, de antes, del futuro o, simplemente, imaginaria. Nos dice que en sus obras los objetos están percibidos con una "intensidad demencial". Entonces nos encontramos con que en la eliminación de los motivos afectivos, por querer evitar la "falacia patética", se ha venido a incidir en una suerte de realismo alucinatorio, paranoico o paranoide, de complicada elaboración. "Puede ser que algunos anormales de los que R. G. es un representante notable, vean el pasado, el futuro y lo imaginado con la misma claridad y nitidez que lo presente ante sus ojos, pero el proceso mental de los más no es así. Probablemente es lo que le sucede al propio R. G., y ha montado una teoría para justificar un procedimiento artístico" l , precisamente el que le gusta emplear (¿Un inmense dérreglement des sens, como propedéutica para la visión?). 1 "The philosophy of the New Novel", en The Times Literary Supplement, may-4-1962.

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El caso es que cada libro nuevo de R. G., se marca más el tono de ensueño en vela desde el que lo enfoca. Por otra parte, notemos en estos escritores, y en su insistente preferencia por lo perceptivo un mayor y creciente gravitar sobre el subjetivismo. Nos dicen muy poco acerca del mundo exterior, ni tampoco son más explícitos acerca de las relaciones entre el mundo interior suyo y el exterior, ni viceversa. "They are building aesthetic nests in the inner world. Neo-solipsists, might be a truer ñame for them than Neo-realists" *. Pero, ¿será esta laboriosa gama de novelar nada más que un "structural gongorism"? ¿Será cierto que, como anunciaba Roland Barthes ya en 1954, R. G. ha realizado una revolución copernicana en la novela? Hágannoslo bueno. Si las carencias ayudan a definir, diremos que esta novela carece total, deliberadamente, creo, de humor, de implicación sentimental •o afectiva, de apelaciones a la sensibilidad. Transcurre como en un vacío psíquico y si tiene una implicación patética, es de carácter secundario, como subproducto de dudosa obtención, y de más dudosa intención. La irremediable otredad del mundo y de los demás respecto del yo, puede tener una honda repercusión sentimental, hasta la más extremosa y en plena angustia existencial: tal sentimiento o conciencia de estar aislados parece deducirse del planteamiento de estas novelas, pero no se apunta la más leve flecha indicadora 8. (1968) • Ibíd. ' Las últimas novelas de Robbe-Grillct, La maison de rendez-vous, y Projet pour une révolution i New-York, no me inducen a modificar esencialmente mis conclusiones.

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CRISIS DE LA NOVELA

El enunciado con que se encabeza este ensayo de interpretación de la novela y sus posibles rumbos —pues al escribir "crisis" se pensaba en el sentido de "cambio", precisamente, podía inducir acaso en el lector una certidumbre tanto en la diagnosis como en el pronóstico del que escribe. La verdad es que igualmente pudo haberse planteado la cuestión en términos de pregunta, de una pregunta puramente dubitativa, que no conoce de antemano la respuesta y sirve, hubiera servido para manifestar un estado de perplejidad real y metódica. Ya se sabe que no es la primera vez que se ha planteado modernamente la interrogación de a dónde va la novela, incluso la de su legitimidad y validez como obra de arte literario, o se le ha pronosticado un muy dudoso porvenir, cuando no se ha dictaminado su extinción previsible, o deseable. Nuestro Ortega y Gasset por los años veinte venía a coincidir con algo de lo que se escribía en Francia, por ejemplo en el "Premier Manifesté du Surrealisme" (año 1924), aunque por otras razones. Nuestro filósofo pensaba que la novela había alcanzado un no más allá, mientras que Bretón, de acuerdo con Valéry, reprochaba a la novela su carácter anecdótico y su insignificancia. Por su parte Valéry había calificado al género como "le plus bas", puesto que era "celui qui exige de nous le moindre effort". (Puede verse un estado de las opiniones al respecto en Manifestes du surrealisme, NRF, coll. Idees, 1969, París; y en la Hisíoire du surrealisme, de Maurice Nadeau-Seuil, París, 1964). Todavía no hace doce años Pierre Boisdeffre se preguntaba en un artículo, primero, luego en libro, "Oü va la román?" 1. En cual1 El artículo en La table ronde, septiembre 1961. Sobre las discusiones acerca de la novela en la década 1920-30, puede verse un resumen —con la ausencia de Ortega, pues apenas rebasa el campo francés— en el libro de

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quier caso, y como no se trata de adivinaciones ni, mucho menos, de profecías, parece obviamente aconsejable echar una mirada en torno para tratar primero de ver cómo está lo novela hoy, al menos en el campo que nos sea accesible. Por otra parte, y teniendo en cuenta que la novela y aun la literatura toda forman parte de algo mucho más complicado, de la realidad socio-histórica en que se produce y consume, un análisis que aspirase a un mínimo de validez tendría que empezar por plantearse cuál sea el puesto, la función y el valor relativo de la novela en el contexto sociológico actual y previsible para un futuro que se nos viene encima. Tendríamos que preguntarnos, y responder, a cuáles son las condiciones en que se encuentra hoy el escritor, el mercader y el consumidor de novelas: son radicalmente nuevas, y van cambiando con acelerada rapidez. Pero no he de entrar en consideraciones acerca de la aportación de las nuevas técnicas de información, ni en las circunstancias que rodean, y en algún modo condicionan, al escritor y a sus lectores. Nunca ha habido, por de pronto, tal gravitación de masa literaria sobre un presente: la historia y lo actual están ahí, fácilmente asequibles, con sus presiones de estímulo o de disuasión, de ejemplo positivo y negativo. Por si ello no fuera bastante para conturbar la mente de autores y lectores, la masa de literatura crítica en distintos niveles somete a revisión, desmenuza, elucida o complica el acto de escribir y leer. Y ello desde supuestos bien dispares o, a las veces, con finalidades netamente marcadas y ajenas al puro acto de la creación y fruición de la obra literaria. Ni tampoco es mi propósito asomarme siquiera a ese otro orden de problemas que nos anuncia un McLuhan, por ejemplo, en los finales de la galaxia de Gutenberg. Sea lo que fuere de la sociedad que se nos viene encima, uno supone que habrá todavía quienes sigan practicando el vicio impune de la lectura, como supone que habrá novelistas suministradores de nuevos mundos. El problema que me interesa es dejar alguna idea de cómo van a encontrar los noveladores de

Michcl RAIMOND: La crise du román, "Des Lendemains du Naturalisme aux années vingt" (Corti, París, 1966), especialmente ch. III. Para fechas más cercanas a nuestro hoy es ilustrativo el libro que ha recogido las actas del Colloque de Strasbourg, presentado por Michel MANSUY: Positions et oppositions sur le román conlemporain, muy en especial en las conclusiones que ofrece el colector, M. MANSUY: "Le?ons et perspectives", págs. 229-240. Las sustituciones que advierte en la crítica de la novela, ya son muy reveladoras: una nueva terminología, muchas veces redundante y ambigua, denuncia algo ya sabido, la nueva perspectiva del novelista que pone su foco de atención en el texto como tal, mucho más que en los problemas "humanos".

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mañana el panorama en la narrativa actual. En otras palabras, y precisando más, trataré de exponer mi visión de los recursos a que apelan los cultivadores de la novela para pervivir ante el cansancio de las formas y la usura de la costumbre: en suma, aspiro a un examen de las formas en el panorama de la novela actual. Y entiendo por actual, la de los tres últimos decenios, con libertad para la trasgresión retrospectiva en casos de oportunidad, que no siempre lo más reciente es lo más vivo y operativo. Otra precisión previa que me debo, es la de una delimitación de la novela que voy a considerar. Diré que no me voy a ocupar de la que suele tenerse por infraliteratura, o subliteratura, aunque sociológicamente sea más pertinente su estudio que el de la otra, el de la "literatura literaria". (Claro que no tendría criterios objetivos seguros para señalar la frontera: el pasado nos alecciona con su insegura tabla de valores en muchas ocasiones.) Después de la última gran guerra, para venir ya a un campo determinado, parece que el existencialismo dejó una marcada huella en la literatura, en la novela también, por supuesto. Ahora bien, el existencialismo fue más que nada una posición filosófica, no del todo nueva, y, por lo que hace a la novela si es cierto que no dejó de impregnarla de una cierta concepción del hombre en el mundo —tampoco nueva del todo— no alcanzo a ver que hubiera llegado a conformar nuevos modos de construir la forma novelesca. Desde el punto de vista formal el existencialismo no ha aportado novedades en la manera de ver y contar: como muestra, recordaré las novelas de Sartre, Camus o la Beauvoir. Y lo que estoy buscando más que nada es la posible renovación en la manera de expresar, porque pienso que, en definitiva, la forma es la última diferencia caracterizadora de la literatura en cualquiera de sus géneros: su mensaje consiste en lo que y como es, no en lo que comporte de implicaciones históricas. Es un punto de vista, no una convicción, que estaría dispuesto a abandonar tan pronto como me convenza de su inepcia y haya encontrado otro mejor, de más rendimiento en el análisis quiero decir. Algo semejante me parece que ha ocurrido con la exigua novela que han producido los beatniks, años más tarde, en Norteamérica. La muy curiosa novela de Kerouac o la más arriscada de William Bourroughs aun trayendo un nuevo estilo de sentir y de ver no parecen haber superado fórmulas narrativas de los Faulkner, H. Miller, por ejemplo, y por no salimos del propio país. Acaso Borroughs haya llevado a términos de más exagerada extremosidad la utilización del estado alucinatorio o el irracionalismo en el punto de vista de su escritura, mero grabador de "lo que tiene ante sus sentidos, 263 18

en el momento de escribir". Se ha hecho, como dice él mismo, "un instrumento grabador", y no quiere ser un entertainer. Nos recuerda la técnica de las palabras en libertad del superrealismo, o utiliza el procedimiento del collage, arbitrario, juntando y entreverando tiradas de palabras tomadas al azar de libros, periódicos y revistas. Que en Bourroughs, como en Kerouac, haya una voluntad de comunicar una tesis, por oscura que se presente, o que quieran estimular "una alteración en la conciencia del lector", es otro asunto que, por el momento, no me interesa tratar. La aportación más considerable a la novela de nuestros días ha sido lo que ya ha pasado a la historia con el nombre de nouveau román, y ha tenido su foco principal en París, aun cuando algunos de sus cultivadores y promotores, acaso los de más cuenta, no sean franceses: Beckett y Nathalie Sarraute. Desde los ya lejanos días en que Joyce, V. Woolf, Proust, Kafka o Svevo parece que habían llevado la novela a un jinisterrae, parecían cerradas las posibilidades de nuevas exploraciones en el arte de contar. Vistas las cosas ahora con una cierta perspectiva temporal, la hazaña de Beckett ha consistido en una casi revolución copernicana, por la que la escritura aspira a sustituir a la visión, quiero decir que la conciencia del acto >e escribir pasa a primer plano, aboliendo la distancia entre concepción y expresión, quemando el eslabón intermedio de la toma de conciencia y clarificación. Ahora el acto mismo del lenguaje se hace problema y en el consiste la visión. Así, muy notablemente The unnamable (último volumen de la trilogía formada, además por Molloy y Malone Dies), o en ese residuo de novela que es Imagination dead imagine (escrita en francés y traducida al inglés por su mismo autor), seis páginas apenas que parecen negar la posibilidad de la novela. No es lo de más cuenta, en mi opinión, el mundo de las fronteras del subconsciente que explora y rinde, o la tremenda nota pesimista, desesperada y fríamente factual que efunde de su obra y nos impresiona como pocos autores. Beckett empieza por dudar de la validez de las formas del lenguaje, aun de las más simples e inmediatas al que las usa: "yo", "aquí", "ahora", "hoy", pues su uso supone ya toda una situación del que las emplea y lo instala en un centro de coordenadas. El discurso vuelve sobre sí mismo y no va más allá del registro de la palabra, como en este pasaje de la novela arriba citada, de la que tomo su propia redacción francesa: "J'ai l'air de parler, ce n'est pas moi, ce n'est pas de moi. Ces quelques généralisations pour commencer. Comment faire, comment vais-je faire, comment proceder? Par puré aporie ou bien par affirmations et négations infirmes au fur et a mesure ou 264

tót ou tard. Cela d'une facón genérale. II doit y avoir d'autres biais. Sinon ce serait á désespérer de tout. Mais c'est a désespérer de tout". Ahora el novelista ya no es alguien que cuenta una historia cuyo fin conoce y que organiza e interpreta en función del desenlace. Siguiendo a Albérés, el autor se limita a ser testigo que trascribe sensaciones y presencias, tanto si se trata de cuadros objetivos como de visiones subjetivas: lo esencial es trascribir sin comentar (en Les littératures contemporaines á travers le monde, París, 1961). La literatura se hace problema desde su misma expresión y ya no interesa la fábula, argumento, temas, ideas, sentimientos que han venido informando el cuerpo novelesco: "le sens commence a dater". Cuando Robbe-Grillet dictamina, "esse est narrari", está definiendo una voluntad de forma que vale para una extensa literatura novelada, incluso la suya. Y al ocuparse de la literatura y del filme actuales, escribe (traduzco): "No sólo no tienen realidad alguna ajena si no es la de la lectura o el espectáculo; pero, además, parecen siempre en trance de contradecirse, de ponerse en duda a sí mismas a medida que se van haciendo. Aquí el espacio destruye al tiempo, y el tiempo desfigura el espacio. La descripción resbala, se contradice, gira en redondo. El instante niega la continuidad" (Pour un nouveau román, pág. 168, ed. Gallimard, col. Idees). Es notable recoger la postura de Robbe-Grillard respecto de la literatura y la sociedad: ya no se trata de un escritor vinculado, engagé, si no es con la literatura, único compromiso que acepta. En lo cual está con uno de sus modelos más admirados, Naboícof, del que reconoce la influencia en temas estructurales (especialmente en Feu Palé, vide, Le Monde, 10-IV-67), y, no menos en considerar el arte como función sin trascendencia, a prueba de mitos, ausente el mensaje social y destinada solamente a "producir en el lector un puro nirvana estético" 2. En lo cual se sitúan tanto frente al arte burgués como al marxista. Contar para divertir, le parece a Robbe-Grillet algo banal; para convencer, sospechoso; para enseñar, inadmisible. La limitación al "narrari" trae como consecuencia o concomitancia la degradación del "héroe" y de los demás personajes de la "historia". "C'est vrai qu'on ne raconte plus ríen dans les romans", escribe Pinget, sólo preocupa "la facón de diré". Y las mismas opiniones encontraríamos en otros novelistas de la tendencia. Y lo que dice, lo ha hecho en sus novelas, singularmente, para mí en las páginas en prosa Instantanées, que son algo como relatos, sin historia o fábula, algo nuevo entre estampa y cuadro, no cuen' Prólogo a Lolita. 265

tístico. En sus novelas, hasta la última que conozco, La maison de rendez vous, queda un residuo de argumento, aunque tratado de manera que pasa a segundo término su interés para ceder el paso ante el juego de la factura. Ya no importa que se nos dejen sin precisar los nombres de los personajes, sin describir o nombrar los lugares o se nos descomponga el tiempo, porque el escritor quiere llamar la atención sobre la escritura, sobre el discurso, aunque no haya llegado al apurado planteamiento de Beckett. De todo ello, como de la novela de los otros escritores del grupo (Mauriac, Butor, Pinget, Sarraute, Claude Simón) resulta una nueva perspectiva en la novela, un nuevo orden de valores, quedando fuera de consideración los elementos tradicionales. Asistimos a una demitificación de los grandes motivos novelescos. Llámesele aliteratura, antinovela o como se prefiera entre los nombres en curso, la verdad es que hemos cambiado de punto de vista en el arte novelesco. Muy bien entendemos, en este supuesto, que un gran escritor rumano (escritor en francés, y de la mejor calidad), E. M. Cioran, nos diga que "las únicas novelas dignas hoy de ser leídas son precisamente aquellas en las que, una vez licenciado el universo, no pasa nada... Estas novelas, deliciosamente ilegibles, sin pies ni cabeza... podrían terminar en la primera página o continuar por millares de páginas". Y, "a la narración que suprime lo narrado, el objeto, corresponde una ascesis del intelecto, una meditación sin contenido". Yo diría que el contenido es la escritura, el discurso literario. Todavía es más extremosa la postura de lo que ya se llama la segunda ola del nouveau román: Philippe Sollers, C. Mauriac, Jacques Henric, entre otros, cuyo órgano de expresión teórica suele ser la revista Tel-Quel, al menos desde 1967. Se trata de una novela experimental, enredada en un formalismo exagerado, que exige una lectura inhabitual. Que Sollers utilice en una de sus novelas ideograma chinos, cuya finalidad no es la de ser descifrados, sino para provocar un choque inconsciente, empezamos a dudar de la licitud del procedimiento, aunque se nos haya dicho que se trata de un libro escrito sobre nada, por nadie (se trata de Nommes) y se aclare, para mejor inteligencia, añadiendo cuatro nuevos ideogramas chinos. Estamos en la frontera, si no dentro de la aliteratura, al borde del silencio, que nos hace entender más, según unas declaraciones de Sollers a Henric. Claude Mauriac ha realizado una curiosa experiencia en su novela La marquise sortit á cinq heures (claro recuerdo de la famosa frase con que Valéry denigraba un arte demasiado fácil). Aquí son unos ciento cincuenta personajes presentados en sus respectivos monólogos interiores, encadenados, simultáneos, como intento, frustra266

do, de dar una impresión de simultaneidad (la escritura y la lectura son, inevitablemente, lineales) y de superposición temporal. En un cruce de calles parisino, el carrefour de Boucci, por donde han pasado millares de personajes de toda condición, en ese remanso de tiempo, oímos el flujo de conciencia de ese enjambre de seres de ayer o de hoy, negado el tiempo. El autor se ha defendido de los críticos, que lo acusaron de haber complicado gratuitamente la labor de sus lectores, diciendo que eso era no comprender que el nivel en que se había situado para captar los seres, éstos no tienen nombre, ni biografía y que existen sólo en relación con los demás. Y añadía: "Escribir es para mí describir. No la realidad tal como viene dada, hecha, a la mirada de todos y a la mía si permanece pasiva, sino tal como la veo yo, y nadie más, si bien me es necesario descomponerla antes de recomponerla para descubrirla a la mirada de los otros". Pero, ¿no es esto lo que han hecho, sin tanta complicación, los grandes narradores realistas? En otra obra, L'agrandissement, ha necesitado doscientas páginas para sugerir los dos minutos que dura la obra, "y le hubiera consagrado —sigue— diez mil, un millón, y esos dos minutos no se habrían agotado, y quedaría tanto por decir sobre ellos, que siempre me detendría en la periferia de las cosas, de las palabras, de los seres: en la superficie del agua profunda, del agua inmóvil del tiempo. Cuando se trata de dar cuenta de la impresión que me obsesiona, de un tiempo que nos mata, en que nos ahogamos, pero que no se mueve, el carácter sucesivo de la escritura es particularmente descorazonador" (de "Le temps inmobile", Formalisme et signification, comunicación en la Societé de Symbolisme, 20-VI-1965). El tiempo, su representación por la palabra, ha sido uno de los grandes motivos de busca por parte de los novelistas de este grupo, desde, por ejemplo, Michel Butor en su Emploi du temps, donde alterna tiempo de lo relatado y tiempo de relatar, clara alternativa y sucesivamente. Pero este intento ya se había dado con alguna problematicidad en el Tristram Shandy y en las Memorias escritas en un subterráneo, de Dostoievsky, o en la obra de Beckett a que ante nos hemos referido, L'innommabble. (Es algo que ha sido estudiado por E. Lammert, en su Bauformen des Erzhdlens, Stuttgart, 1955, proponiendo la terminología de Erzahltzeit, frente a erzahlte Zeit, para tiempo del relato y tiempo relatado.) Pero acaso la obra de más dificultosa lectura —al menos para mí— y de más escaso rendimiento sea la de Jacques Henric, y su novela Archées (Seuil, 1969), donde las alusiones son tan veladas y remotas, tan dispares e inconexas; el hilo de la prosa, sometida a una puntuación totalmente nueva (predominio de los dos puntos; 267

abuso del paréntesis de paréntesis) que no se acaba de entender en su función. Uno termina por pensar que se trata, como ha dicho un crítico inglés y a propósito de obras mucho más comunicables, de un "structural gongorism", pero fallido en su comunicabilidad. Que se trate de un vaciado de sentido para sugerir con citas enmascaradas el campo accidental trabajado durante siglos por el Oriente, los presocráticos Lucrecio, Bruno, Galileo, Spinoza, Blake, Sade..., nos deja, como la lectura de la obra, realmente en el exterior del denso habitáculo (Véase Tel-Quel, núm. 40, Hiver, 1970, págs. 63-4). ¿Llegará esta literatura a quedar establecida en el futuro? Claro es que necesita un tipo de lector más bien sofisticado, con un grado de reflexión no habitual en nuestros devoradores de novelería. ¿Será moda pasajera, aunque deje huella y no se malogre todo lo que supone de hallazgo? Más o menos es lo que ha sucedido con tantos -ismos en el mundo del arte. Por lo demás, la difícil reacomodación de óptica y acústica a nuevas maneras de expresión hace ya mucho tiempo que han logrado respuesta y muy extensa en la pintura y en la música. La literatura acaso no tiene un vehículo tan directo y universal, tan aproblemático, digo para una contemplación primaria y eficaz. Claro que mientras tanto se han venido produciendo obras del género, que sin atender tanto a formalismos tan radicales, nos han ensanchado el mundo de la novela, sea en la literatura del erlebniss román, como en la gran obra de Pasternak o en la no menos considerable de Solyenitzin, en la novela alemana de Günther Grass, en la inglesa de Malcolm Lowry, breve pero incisiva; o en la saga tan inteligente, de Lawrence Durrell; en la fantasía humorística de Boris Vian, o en la intelectualizada de Saúl Bellow y de Nabokof, en Norteamérica. (De este último, mal conocido por la fama de escándalo ganada con Lolita, habría que señalarse Fuego pálido como un alarde inteligentísimo.) O la narrativa poética de un Dylan Thomas, o las peculiarísimas maneras de ver de un Kazantzakis o de Ivo Andric, reflejo aun en la composición de una sensibilidad y de un modo peculiar y nuevo de contar. Pero de esto, hablaremos más adelante. Otra de las novedades (?) en la literatura narrativa puede ser la de lo novelesco testimonio de mundo y persona, su inmersión en la realidad histórica, fórmula si no novísima, sí, creo, de nuevo cuño. Es probable, más aún que posible, que cada época haya pensado que era la más difícil, la más ardua de vivir y, en último extremo, la más interesante. En lo cual no les faltaba razón a los vivientes en cada época: para ellos era la más apasionante, sin lugar a dudas. Ello ha traído como consecuencia el hacer novela al día, reflejando 268

lo que les pasaba, borrando casi las fronteras entre invención y realidad. Ahora bien, en nuestros días esta toma de datos de la realidad vivida y próxima nos ha dado libros que han suplantado en interés y difusión a los inventados: pienso en las obras del poco ha fallecido antropólogo americano Osear Lewis, cuyas obras resultado de conversaciones tomadas con magnetófono nos han dado esos libros documentales sobre las familias pobres de México, de los portorriqueños. La organización de los materiales y su presentación, aun muy auténtica y realista, son una obra de arte apasionante, que suma a otras calidades la de su veracidad y valor testimonial. Algo parecido, pero con fines menos científicos, hizo Truman Capote, el novelista americano, cuando preparó y escribió In cold blood (A sangre fría) basándose' en la información de primera mano que tomó de dos asesinos, condenados a muerte y ejecutados, y reconstruyendo el brutal asesinato de una familia de granjeros. La venta de estos libros ha superado con mucho a la de obras de ficción del propio Capote, o de otros novelistas afamados. Y muy cerca de esta veta ya no inventiva pura, sino documental, estaría la obra de un hijo de españoles, Le long voyage, de Jorge Semprun, en que los padecimientos en un campo de concentración (mejor dicho, de su captura y conducción al campo) tienen más de verdad que de ficción. Así también muchas obras contemporáneas, cuya trama fundamental está tomada de sucesos verídicos, que constituyen el motivo principal, si no exclusivo, servido con leve apresto novelesco. Citaré, entre tantos libros, la obra de un agitador, Jan Valtin —acaso seudónimo— con el título Out of the night, o la de Koestler, La tour d'Hazan, sobre la vida en los khibutzim israelitas en los años más duros (y en esa misma línea estaba su obra reporteril contando sus aventuras en la guerra civil española, Spanish tesíameni). Pero hay todavía otra clase de novelas que utilizan más inmediatamente la materia suministrada por la realidad. Baroja ha recordado cómo André Gide espigó los faits divers de la prensa diaria, que recogió más tarde con el título No juzguéis, y nuestro escritor sentía no haber hecho algo semejante. Justamente lo que nos han ofrecido, y con poca distancia de años, Julio Manegat, en sus Historias de los otros (Barcelona, 1967), y Francisco Ayaía en su más reciente, El Jardín de las delicias (Barcelona, 1971), con diferencias de tono y modo que no puedo ahora analizar. Estamos ante lo que alguien ha llamado la "non-fictional novel", en la que supongo que los autores buscan la curiosidad del lector, estimulada por la realidad verista de lo que se le sirve, como un excitante en los casos de relatos monstruosos. Aunque es cierto que no siempre se buscan ejemplos extremosos, como Capote, sino que la vulgaridad de lo 269

cotidiano adquiere, en nuestros autores citados, Manegat y Ayala, un singular atractivo. Y, en cualquier caso, es necesario el talento de un escritor auténtico para conformar el material informe y crudo, que puede obtener en forma tan directa como por medio del magnetófono. Así ha tenido que reelaborar Osear Lewis las conversaciones que provocaba con mejicanos y portorriqueños8. ¿Estaremos ante una seria competencia de lo documental con lo inventado? Ese grado de verismo apasiona y gana más fácilmente al lector. ¿Y al de mañana? Recientemente se preguntaba Fernando Benítez si no estaremos asistiendo al nacimiento de la novela-verdad (en un ensayo, "La cultura en México"). Por su parte, la gran novelista americana Susan Sontag, a propósito de un escritor tan poco objetivo como Bourroughs, sostiene que la mayoría de los críticos y lectores ingleses buscan una "novela no tanto por obra de arte, como en cuanto espejo de la realidad". "La mayoría de las novelas escritas hoy en Inglaterra y Estados Unidos son de concepción reporteril", concluye. Con lo cual, y saliéndome un tanto de mis principios, he tenido que venir, por fuerza de la novela que está ahí, y de esa literatura paranovelesca, a dejarme de atender a lo estrictamente formal, bien que no del todo, puesto que la limitación a un verismo casi en crudo supone una voluntad de forma. Y apuntemos para las consecuencias posibles que he anunciado, de cara al futuro, que la existencia del magnetófono, de la fotografía con sonido y sus medios de difusión no dejarán de tener consecuencias en hábitos y gustos de consumidores de narrativa. Otro ensayo de novelar, de menos cuenta, diría, es el de los experimentalistas —de alguna manera hay que llamarlos— que juegan con el lector a escamoteos o adivinanzas. Así la novela de James Merrill, The Diablos Notebook, con frases tachadas; Rayuela, de Cortázar, escrita con varias posibilidades de lectura, según distinto orden de los capítulos, o aun suprimiendo algunos; o su La vuelta al día en ochenta mundos, texto más ilustraciones; o la última, Round, con las páginas cortadas. En la presentación se llega hasta dársenos la obra con la multiplicidad de posibilidades que ofrece el azar de la baraja de naipes: Max Aub, y con el título de La baraja, ha publicado una novela, impresa cada hoja solamente por un lado, por el otro con la filigrana característica del naipe, y sueltas las hojas para poder barajar y leer luego en la secuencia * Véase el artículo de Harry LEVIN, "From gusle to tape-recorder", recogido en Grounds jor comparison, Cambridge, Mass. 1972, págs. 212-223, en el que hallo confirmación de algunas de mis interpretaciones, además de un examen de problemas como los que aquí me ocupan.

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que salga. Antes había hecho algo parecido Marc Saporta en su Composition n.° 1, y la advertencia, "á vous de jouer". Mis intentos de lectura no han seguido muy adelante en el juego: lo suficiente para comprobar que, de cualquier modo hacían sentido. Ya es viejo el artificio de hacer obras sin una vocal determinada o venciendo alguna otra "ingeniosa" dificultad buscada no se sabe bien para qué. Mención singular merece la obra de Génet, y muy especialmente Notre Dame des Fleurs, como muestra de una literatura escrita desde una mentalidad no artificiosa, como en toma directa de experiencias por el sujeto, espíritu primario, pero extraordinariamente lúcido y penetrante, al par que oscuro y subterráneo. Todo ello trae como resultado una lectura que no capta de primera intención la rigurosa unidad visionaria y expresiva. Y no me importa tanto la calidad de las experiencias que nos cuenta, realmente pocas veces comunicadas con tan cruda inocencia, si puedo así decirlo. El gran enriquecimiento de la novela y de la narrativa modernas deriva de la exploración en profundidad, esto es, de las zonas menos claras de la conciencia, de los confines con lo subliminar, o de estados turbios, ya provocados por el uso de drogas, ya alcanzados imaginativamente. Ello da una calidad especial a estos escritos, aunque no nos faltan antecedentes como de Quincey, y sus "Memorias de un comedor de opio", o "Les paradis artificiéis", de Baudelaire, o el experimento de Aldous Huxley contado en su Doors of perception. En la novela reciente acaso sea William Borroughs, de quien ya se ha hecho mención, quien se haya distinguido más, tanto por la visión como por el modo de contarla, en The naked lunch o The sojt machine, por ejemplo. Diría que ha encontrado un estilo funcionalmente adaptado al trance que nos trasmite. Acaso lo más próximo en nuestra literatura a este estado alucinatorio sea la novela de Héctor Vázquez-Azpiri, Fauna (Madrid, 1968). Aunque no me he propuesto tratar de intenciones en el arte literario, no estará de más recordar que mientras Robbe-Grillet y los novelistas de su escuela pretenden un arte sin implicaciones segundas, un arte por el arte, Bourroughs no renuncia a ser testigo de un ser que sufre y quiere crear "una alteración" en la conciencia del lector. El novelista francés proclama, en cambio, "El único compromiso del escritor debe ser con la literatura", de lo que parece un eco el argentino Cortázar. En resumen, estas dos posiciones extremas, la comprometida y la esteticista, nos suenan a algo bien conocido, y es de suponer que habrá lugar en el futuro para una y otra, aunque una cosa es la intención del autor, otra son los resultados de la obra y en su lectura. Pero me parece oportuno insistir en la oposición de sentidos atribuidos y buscados en la obra literaria. 271

En el extremo de máximo pragmatismo estaría una buena parte de la literatura soviética y especialmente la que siguió la línea del "realismo marxista", ya en crisis hace tiempo. Frente a un arte al servicio de una ideología marxista o burguesa, Robbe-Grillet quiere que el arte se baste a sí mismo y cree que contar para divertir es futilidad; contar para convencer, sospechoso. Menos aséptico y tocado de otras preocupaciones, Claude Mauriac busca en la literatura un estupefaciente: "En un mundo en que la verdad ha muerto, nada nos consuela, nada nos distrae, a no ser la nana que nos cantamos a nosotros mismos y que no puede estar hecha más que de palabras". Otra cuestión es la de cómo recibe el lector el mensaje literario, que no siempre coincide con la intencionalidad del escritor con la que cree haber puesto en su obra. Esto me lleva a considerar, siquiera sea en mera notación, algo que habría de ser tenido en cuenta para conjeturar sobre la literatura de mañana, pues entiendo que la obra literaria es un objeto de consumo que no se realiza hasta que no se recibe por lectura o por otro medio de recepción. Y ocurre preguntarse si va a haber lectores en el futuro, cómo han de ser éstos y qué van a entender por consumir literatura. (Descarto, de momento, la oposición entre lector profesional y lector de pura fruición.) La duda de si se va a seguir consumiendo la literatura por vía lectiva no es tan aventurada, si se tiene en cuenta el desarrollo de las comunicaciones de masas con los medios electrónicos. Algo así viene a decirnos el sociólogo Marshall McLuhan, por ejemplo, en su último y brillante Counterblast. Mientras ensayos de formas nuevas y aun extravagantes han venido haciéndose en la novela, con la incorporación también a nuestro horizonte de lectores de novelistas que pertenecen a mundos exóticos para nosotros, no es de olvidar que se han seguido escribiendo obras de carácter menos extraño, y no sin éxito. Puede ser un autor muy intelectual y "sofisticado", como Lawrence Durrelf especialmente en su Cuarteto de Alejandría, donde lo que nos ha querido contar, según propia confesión, son historias de amor, bien que con un arte muy refinado, buscando la descomposición de los hechos según puntos de vista de distintos personajes, rompiendo la secuencia temporal y dándole un vehemente tono lírico a su obra 4. Pero también en otros autores menos cultivados ha brotado la obra que nos gana y conmueve, como en la obra de un desconocido, Sil* Más artificiosas parecen las obras Tune, Numquam, en que el magnetófono registra los pensamientos, y cada personaje varía según el que lo contempla. 272

vano Ceccherbi, La traduzione, que un editor inteligente supo sacar del anonimato y publicarla con feliz iniciativa (Feltrinelli, 1963). Parece la obra de asunto autobiográfico y se nos cuenta el traslado en "conducción ordinaria", de un recluso a quien cambian de penal. La sencillísima historia está impregnada de humanidad viva y elemental, pero intensamente eficaz, conmovedora, aunque ya sé que no se deben aducir reacciones personales. En todo caso uno piensa que sin necesidad de acrobacias formalistas ni exploraciones en submundos, la más simple historia de un acontecer vulgar y sin grandeza o morbosidad, nos seguirá captando con el hechizo de la narración. El mundo oriental, cuyo examen no me cabe ni de lejos, podemos avistarlo desde uno de los novelistas afamados en Europa recientemente, el japonés Kawabata, que nos ha sido descubierto por la concesión del Premio Nobel. Ya no se trata de un exotismo, ni de mero color local, de "japonerías" o "chinerías", que ya estuvieron en moda hace tiempo. Ni de la interpretación desde una mente occidental, como en la obra de Pearl Buck o en literatura de más facilón gusto. En una de las obras de Kawabata, en la que conozco a través de traducción francesa, Le Grondement de la Montagne (Albin Michel, París), los personajes viven en una comunión con la naturaleza que no reconoce límites entre manifestaciones de matojos, plantas, animales y las experiencias propias. Observaciones delicadísimas y tan antiguas para aquella sensibilidad, se nos escapan a nuestra distancia respecto del mundo en torno. El japonés no dice "me gustan las plantas, los animales", pues, como ha observado Malraux, eso supone una separación de sujeto y objeto: son todo una unidad con participación recíproca. Es normal lo que se nos dice de un célebre pintor del siglo xi, que cuando veía una roca hermosa la saludaba como a un amigo o pariente. De tal comunicación, de tal concepción del ser en el mundo, resulta necesariamente una narrativa muy distinta a la nuestra. Qué nuevos pueblos, con qué nueva sensibilidad y forma nueva nos va a dar a conocer el futuro inmediato, a través del vehículo de nuestra novela, sería muy aventurado el proponerlo aquí. Pero vale la pena mantener despierta la curiosidad ante este mundo tan rápido en sus cambios y con su universalización en el mensaje. Nunca hasta ahora y, se supone, cada día más, el hombre ciudadano del mundo con todo a su alcance. El horizonte cultural literario humano del siglo pasado todavía, resultaba provinciano y estrecho, de comunicación lenta y premiosa: hoy tenemos simultáneamente el pasado y casi todo el presente gravitando sobre nosotros. 273

El hombre de mañana acaso se pierda en una masa indigerible de información. Pero debe tornar a mi revista de la novela última, como base de una especulación sobre la que pueda depararnos el futuro. Y saliéndome de unas consideraciones estrictamente formalistas, debo reconocer que así como la profundidad interior, la finura del ejercicio introspectivo, que ha llegado hasta zonas de conciencia subliminares y la siempre vieja y siempre nueva tipología humana siguen siendo inextinguibles recursos novelizadores; desde otra perspectiva, la accesión de culturas hasta la expresión novelesca es algo que se ha dado muy notoriamente en los últimos años, y nos debe hacer avisados para recibir más novedades de esta suerte. Aunque no muy reciente, la gran aportación de los países iberoamericanos al cultivo de la novela (el mundo hispánico y Brasil) no puede pasar sin comento. Diría que en nuestra novela de lengua española hay, en general, dos grandes tipos —a reserva de mezclas y matices intermedios—: el de la novela más indigenista, que lleva consigo una manera peculiar de ver y de hacer; y la novela a la manera de las grandes literaturas occidentales, sajona o francesa principalmente. Y sin dejar de admitir lo mucho y bueno que han añadido a las formas del arte occidental un Cortázar, Fuentes o Vargas Llosa, cuenta entre las novedades de una sensibilidad inédita en la novela y de una factura de valiente innovación la obra de Ciro Alegría, Juan Rulfo, Asturias, Casey, García Márquez, Lezama. En Carpentier encontraremos los dos modos: el primitivista, en Ecué-yamba-ó, y el culturizado, en El siglo de las luces. Y no dejo sin violencia tema de tan variada y ricas manifestaciones, obligado por apremios de la ocasión. Más abrupta ha sido la llegada de la literatura narrativa en los países africanos, que han pasado desde una literatura oral al plano de la escrita con arreglo a módulos europeos. Así, por citar algunos: Yambo Uologem, escritor de Mali, autor de "Devoir de violence"; o Sembene Ousmane, senegalés, que ha publicado en esta década "Les bois de bois de Dieu"; o el también senegalés Cheik Hamidu Kane, autor de "L'Aventure ambigüe". La culturización de estas gentes, formadas en centros educativos europeos, ha dado un acento distinto en novela, menos precoz que la lírica: Senghor, Cesaire, Rabearivelo, entre otros. El mensaje de la "negritud" se incorpora a la narrativa de forma occidental, escrita, antes de que nuevos medios o los ya en uso hagan decaer acaso la palabra impresa. De todos modos, y no puede decirse de muchos de estos países africanos que cuando muere un anciano es como si se quemase una biblioteca, tanto dominaba la tradición oral. 274

Apenas si he prestado atención a la novela española, y ello no por menosprecio, sino por atender primero a lo menos próximo. Para darse cuenta de la gran renovación del género, hay que no dejar de cuenta la fase de agotamiento que sufrió hacia los años treinta, más el colapso de la guerra y sus consecuencias. Lenta, pero seguramente ha ido formándose una muy considerable literatura novelada que en estos mismos días supone una considerable granazón en obra tan original como la de Camilo José Cela, principal creador y estimulador de las nuevas generaciones, hasta los más jóvenes. Cierto es que por los años veinte se habían ensayado distintos modos de hacer novela, y aún antes Gómez de la Serna había abierto caminos hacia una literatura más allá del realismo (dejemos a Unamuno a un lado, o lo que Valle-Inclán aportara). Ahora bien, con rarísimas excepciones, los novelistas de los años que precedieron a nuestra guerra apenas se sintieron inquietados por lo que en la novela europea se había innovado. Acaso sea desde los años de la cincuentena cuando se hayan intentado más innovaciones —no siempre con acierto—, y hoy, superados algunos -ismos de efímera fortuna, los cultivadores del género parecen haber recibido estímulos tanto de la novela hispanoamericana, que ha actuado como catalizador, o de las corrientes más en vanguardia, aquí, en Europa. Y, cosa curiosa, escritores que habían empezado y triunfado con novelas de tipo convencional, han ensayado nuevos caminos: Delibes, Torrente-Ballester, Grosso, Juan Goytisolo y otros, los menos quizá, han empezado directamente por la busca de fórmulas menos tradicionales, como Juan Benet muy señaladamente. Lo que uno se pregunta es hasta dónde se trata de algo aprendido y aplicado con más o menos talento, de receta, digamos sin matiz peyorativo, o de algo que suponga hallazgo nuevo. Creo que es arriesgado el certificar una u otra alternativa. En comparación con cualquier otra época de nuestra historia me atrevo a decir que acaso nunca haya habido un panorama tan variado de intentos y de busca, de realizaciones también, como en estos últimos diez años, desde lo fantástico puro —tan raro en nuestras letras— de un Sánchez Ferlosio, Cunqueiro o Rojas, hasta un realismo simbólico, y unos y otros rompiendo con las formas de la narrativa tradicional, creando en ocasiones un nuevo lenguaje. No me resulta fácil hacer un balance de este excurso por el campo de la novela —con la conciencia, por supuesto, de haber abarcado muy poco— y proponer algo a manera de conclusiones. Como ya se ha dicho al comienzo mi actitud es de espectador perplejo. La posición pesimista de quienes auguran un porvenir decadente y aun de extinción para la novela, no me logran convencer 275

ni por la competencia que a la lectura puedan hacerle, y le hacen ya, los medios audiovisuales de comunicación, ni por la desintegración del género en una busca que parece desesperada de fórmulas inéditas en la narrativa. Otros augurios hemos conocido en el campo de las artes, y no han tenido confirmación: la fotografía respecto de la pintura; el cine y la televisión respecto del teatro. Por otra parte, si, como se supone fundadamente, pronto se va a presentar el problema de llenar el tiempo ocioso en la sociedad más avanzada, la lectura recuperará, a no dudarlo, y con creces, el terreno que haya podido perder. No veo nada que la sustituya. Por otra parte, la capacidad de adaptación de la novela a las nuevas condiciones socio-culturales hará que los futuros novelistas estén en condiciones de decir lo permanente humano, pero a la altura de las circunstancias. También habrá que suponer una mayor masa de lectores cultivados, capaces, por tanto, de una lectura más exigente, de participación activa. Ya hace muchos años que Valéry manifestó su desdén por la novela en razón de su facilidad alarmante. No diría hoy otro tanto de sus compatriotas, de las olas sucesivas del nouveau román. Ni, sin pensar en formas tan despojadas del interés "novelesco", de obras en cuya factura hay un grado de refinamiento artístico que exige atención en el contemplador. La prosa de nuestro Valle-Inclán mejor, ¿no es otra de las raras posibilidades del género? La renovación de un género es algo que se produce a siglos de distancia. Acaso estamos en un momento crítico y algo realmente nuevo va a surgir en la novela. Pero eso lo ha de decir la posteridad, como de costumbre. (1973)

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SOCIOLOGÍA Y LITERATURA

Antes de empezar a escribir sobre el tema que encabeza estas líneas, tengo que apresurarme a confesar a mi posible lector que no soy sociólogo, quiero decir que no he aportado nada a la ciencia sociológica. Simplemente he llegado a ella en busca de criterios, de instrumentos de análisis o de método para mi campo propio, el estudio de la obra literaria. Considero, pues, para mis fines, que el método sociológico es un auxiliar cuyas aportaciones constituyen elementos de juicio, subsidiarios en nuestro caso. Lo cual nada tiene que oponer a la legitimidad científica de la Sociología como ciencia en sus distintas escuelas ni, por supuesto, al aprovechamiento que del fenómeno literario pueda hacerse al estudiarlo como disciplina ancilar respecto de las ciencias de la literatura. Debía explicar mi punto de vista desde el primer momento a fin de no inducir a malentendidos, al paso que dejo sentado mi propósito en este artículo. Es el caso que nos hallamos ante una bibliografía abrumadora en el campo de las ciencias sociales, que no han dejado de beneficiar el área de la Literatura, ya como entidad aislada, ya como parte de la teoría de la información y de la comunicación de masas. En el campo ideológico marxista y en Norteamérica, Francia, Alemania, Inglaterra e Italia —por citar naciones más relevantes en este cultivo— hay revistas, se publican folletos, papers, se celebran congresos y se realizan encuestas que nos inundan con sus hallazgos o con su problemática. (Innecesario dar aquí una reseña bibliográfica, que sería excesivamente prolija, aun resumida.) La novedad está más en lo intenso y difundido de esta clase de estudios que en la toma de conciencia de las cuestiones, digo de las relativas a una sociología de la literatura. Es, creo, el gran auge adquirido en nuestro tiempo por la Sociología lo que ha traído esta invasión del 279 19

campo literario, porque, en rigor, había precedentes avant la lettre. Así Vico, en La Scienza Nuova (1725), aplica a la literatura criterios sociales e históricos, como luego hará Herder cuando relacione el arte con las costumbres, clima y temperamentos. Por otra parte la Filología clasica no descuidó tampoco el entorno de la obra literaria, cuyo estudio había de comprender "el conjunto de conocimientos que nos ponen en relación con las acciones y los destinos de griegos y romanos, con su vida política, científica, doméstica, con su lengua, sus costumbres, su religión, su carácter nacional, su civilización entera; es un conjunto de conocimientos que nos permite conocer a fondo y disfrutar sin reservas aquellos de sus libros que han llegado hasta nosotros (Museum der Altertumwissenschaft, Berlín, 1807, I). Ni nos sería difícil aducir estudios de la erudición española moderna en que determinadas obras literarias han sido sometidas a un riguroso examen desde ángulos sociales, como por ejemplo las instituciones jurídicas tal como las refleja el Cantar de Mío Cid, estudiadas por Eduardo Hinojosa, y con más amplio despliegue de enfoques histórico-sociales, por Menéndez Pidal, singularmente, en su La España del Cid. Cierto que las exigencias planteadas por la Sociología reciente obligan a reacomodar los supuestos y métodos en el análisis del hecho social y su repercusión en el literario. Así, por ejemplo, en los estudios de cibernética e información, entre los cuales pueden citarse los del tercer Congrés Internationale de cybernétique, Namur, 1961; Actes et proceedings, Namur, 1965. Un resumen de problemas, en Penío Roussev, Le probléme de la littérature et de la société du point de vue de la cybernétique et ¡a théorie de l'information, Sofía, 1970. Sería razonable empezar por un planteamiento, simple en su enunciado, pero no tanto en su resultado. Primero, como arranque previo, he de dejar establecido que el objeto de la ciencia —sea cual fuere el grado de certidumbre que pueda alcanzar— está determinado no tanto por el objeto como por el punto de vista y método consiguiente. Mi objeto, ya lo he dicho, es el texto literario en cuanto tal, sin que por ello renunciemos a las iluminaciones que nos venga en ayuda. Dicho esto, el planteamiento más urgente sería el de precisar qué entendemos por sociología y qué por literatura. En cuanto al primero de los dos términos uno se siente poco inclinado a admitir una escuela como poseedora de toda la verdad, con exclusión de las restantes. A la pregunta de qué es literatura hay muchas respuestas, de Wiseman a Sartre, por ejemplo. Ahora bien, desde el momento en que tratamos de asociar el punto de vista sociológico al literario, parece inevitable que nos planteemos el fenómeno del circuito completo de la producción y consumo de la obra 280

literaria: "who says, what, to whom, where and with what effect", las ya clásicas preguntas de Lasswell, empleadas tantas veces en los estudios de comunicación. Para simplificar, por el momento, bastará con que paremos atención en tres factores en presencia y que nunca faltan: autor, mensaje, receptor, con que se completa el circuito. El autor es, desde luego, un individuo socialmente condicionado sin que ello suponga que aceptemos una determinación a priori, necesaria y total. Taine tuvo la idea de aplicar al estudio del arte, o al de la literatura inglesa, algunos elementos ajenos al individuo, pero que le influían: el medio, el momento, la raza. La Sociología moderna es mucho más empírica y observadora de situaciones y fuerzas determinadas, de toda suerte de implicaciones del autor en la red de fuerzas y convenciones, de mitemas y cultura en que el autor está inmerso con más o menos conciencia, con mejor o peor voluntad. Un matiz, sin embargo, debe ser tenido en cuenta a la hora de considerar al autor sociológicamente, y es el que separa —cuando ocurre, y es casi siempre— al hombre histórico del scriptor, que no es sino una realización, entre las posibles, de aquél, y muchas veces ya, una verdadera creación. Esto sin contar con la multiplicidad de personas que constituyen lo que cómodamente llamamos el individuo. Desde el escritor deliberadamente comprometido —y no sólo en el sentido del engagement de Sartre— hasta el escapista por cualquiera de las vías de fuga de su presente o el que se encierra —otra forma de huir— en su torre de marfil, hay un variado espectro de actitudes en el autor. En ellas se habrá de subsumir la idea que tiene el mismo de la obra literaria y del público a quien intenta destinarla; minoritario, de masas, seleccionado según tal criterio, etc. Al tratar de definir en qué consista el término de literatura, se ofrecen no pocos problemas, empezando por el de los límites. Es ya terminología de curso normal la de subliteratura, infraliteratura, trivialroman, literatura kitsch, literatura de masas, etc. La verdad es que la historia de las Literaturas se ha venido haciendo, desde que existe, con criterios de muy reducido alcance: más o menos era Literatura la que leían o consumían círculos selectos, o sedicentes, y la inclusión o exclusión resultado de unos gustos y principios digamos de escuela. La separación por motivos de calidad —y de calidad según criterios de grupo— ha tenido curiosas rectificaciones con el tiempo. El Decameron fue considerado como subliteratura, aunque no se emplease el término; y el Quijote no parece que tuvo muchas facilidades de acceso al Parnaso, en su tiempo. En el siglo xv, el Marqués de Santillana se refiere a los romances como 281

a obras con las que se contentan "gentes de baja e servil condición", lo cual supone tanto un juicio de valor sobre la obra como una atención al público consumidor, criterio que habremos de volver a considerar. La constante variación de los gustos, los afanes de eruditos e historiadores de la Literatura alteran constantemente —a salvo muy contados casos— y no consienten fijeza a la línea de demarcación entre género ínfimo y, digamos, ortodoxo. El afán erudito, laudable sin duda, hace ocuparse de obras del pasado cuya inclusión en la subliteratura, por motivos de calidad o de destino, parece obligada. El criterio de calidad casi siempre es tautológico, salvo en los casos de máxima apertura, pues suele escoger para el rango superior de valores literarios aquellas obras cuyas calidades están en consonancia con su tabla, o, cuando más, se atiene a un consenso decantado en tiempo y lugar, pero entre personas de nivel cultural idéntico. Como hecho de comunicación y por la naturaleza del medio, tanto como por el modo del consumo (la lectura) parece muy conveniente no establecer una barrera entre literatura literaria y subliteratura. No creo que el lector de las primeras haya de ser siempre "un emotivo antisocial" como pretende el sociólogo norteamericano Leo Loewenthal, y podemos aceptar el "mélodramme oü Margot a pleuré". La atención a obras de carácter masivo y los estudios sobre su recepción y consumo, sobre los resortes que utilizan también, nos ha deparado una información muy curiosa sobre el fenómeno literario: estudios sobre comics en USA y en España (Terenci Moix), o el análisis del román noir: Le Phénoméne San-Antonio (Bordeaux, 1965); los broadsbeets, en Alemania, o, finalmente y para no alargar, los estudios sobre la literatura "de cordel" entre nosotros, como los de Julio Caro Baroja y Segundo Serrano Poncela. Es más, la novela rosa, o la de science-fiction, la detectivesca y la sexy han merecido la atención de estudiosos al amparo de las nuevas perspectivas traídas desde el campo de la Sociología. En lo cual nos hemos beneficiado incluso para el estudio de la literatura literaria, pues muchos escritores que consideramos plenamente dentro de ella han tenido momentos de cultivar la inferior: así E. Zola en su novela folletinesca Mystéres de Marseille, o Ramón del ValleInclán en La Cara de Dios. Cuando no se han introducido muchos recursos folletinescos en obras de plena literariedad, como fue el caso de Dickens, de Balzac, de Galdós y de Baroja, entre otros muchos. Aquí, en la obra, es donde acaso tenga más que decirnos la sociología aplicada a la Literatura. Toda obra literaria está implicada en un contexto social, inexcusablemente. Y eso sin caer en 282

cierta deformación limitativa —no ingenua, sino con un trasfondo social— que ha hecho considerar como sociales solamente aquellas obras literarias en las que había marcada y preferente atención a conflictos o problemas o cuestiones sociales, pero limitados al ámbito obrero, de tal modo abusiva por restricción que parecía ignorar la irremediable condición social de todo ser humano por el hecho de serlo. Así han salido en España antologías de "poesía social" y se han publicado libros sobre novela y teatro del mismo género. Parece ocioso decir que tan social es la novela de los mineros en Zola como las del ciclo proustiano o la gran novela portuguesa Os Maias. No sabría pronunciarme sobre si desde la novela sobre el proletariado se puede llegar a una percepción más ajustada de la realidad, como ha dicho un sociólogo español, suponiendo que "el estilo de vida del proletariado [...] permite una comunicación más directa con lo espontáneo". Para mí, y con toda la consideración que merece el señor Tierno Galván 1 , la espontaneidad de los individuos no es mayor por tener menos fórmulas a las que someterse, sino por la fidelidad y servidumbre a algunas, por pocas que sean. En la obra literaria lato sensu cabe observar la proyección de estructuras sociales, de contenidos y de programas, tanto si son resultado indeliberado como si responden a una intención propagandística en pro o en contra de lo que sea. Una sociedad se ve reflejada muchas veces de modo admirable por el novelista, por el dramaturgo, porque su visión es mucho más penetrante y la expresión en que convierten sus vivencias y fantasías adquiere un relieve mucho más vivido que la prosa del sociólogo o la del historiador profesionales. Eso sin contar la capacidad, en ocasiones, de penetrar en patterns sociales profundos que son más bien materia de estudio para el psicoanalista. Pero por aquí tendríamos que enfrentarnos con planteamientos de carácter psico-social, individual y colectivo. Vale la pena prestar atención, en este momento, a un aspecto del mensaje literario, quiero decir al medio en que suele comunicarse, el libro (entiéndase, toda suerte de vehículo impreso). Con ello se ha prescindido de una inmensa masa de hechos literarios, todos los anteriores a la aparición de la letra impresa, que también merece, y la ha tenido, atención del sociólogo. Digamos, de pasada, que la literatura de trasmisión oral o escrita tiene, como la otra, algunos condicionamientos que nacen precisamente de la naturaleza del medio (MacLuhan llega a decir que "el medio es el mensaje"), y que han conformado la entidad artística de la obra: recordemos lo que 1 Vide S. PANIKER: Conversaciones en Madrid, pág. 279; y también la opinión de que la literatura "es un velo para la mala conciencia", pág. 283.

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Parry nos ha dicho sobre épica popular y las formúlale dictions, recurso estilístico nacido de la manera del medio, y documentado en los largos poemas yugoeslavos, todavía recitados de memoria, o en las chansons y gestas francesas y españolas. Centrando ahora nuestra atención en el libro, hemos de tener en cuenta los trabajos que ha llevado a cabo Robert Escarpit directamente (sociología del libro) o los realizados bajo su dirección. El caso es que ya en la presentación material del libro hay un conjunto de problemas económico-sociales bien definidos, aunque no siempre bien explicados. La revolución técnica que supuso la imprenta primero, la aplicación del vapor a la impresión y tirada y las facilidades para la reproducción con los medios actuales, ha venido ofreciendo un producto cada vez más barato, más asequible a más gentes y en ello ha podido haber motivos que han influido hasta en la forma literaria. El pocket book tiene algún parentesco con nuestros "libros de manteo" del Siglo de Oro, libros portables y para lectura en viaje. Por nuestra parte, y sin desdeñar este aspecto del fenómeno literario, nos interesa mucho más la repercusión que el libro-objeto de consumo haya podido tener en la obra literaria como tal. Por otra parte, la materialidad del instrumento escriptorio, antes que la de la manipulación o fabricación del libro, puede ayudar a comprender el por qué —o algo de ese por qué— de ciertas formas. No es lo mismo la literatura dictada que la escrita a mano, y tenemos escritores que han opinado sobre los resultados de la estilográfica o de la máquina de escribir (recuerdo un artículo periodístico de José María de Cossío, que sentía la necesidad del contacto y fluencia de la pluma y tinta para expresarse a satisfacción). El ingenioso Marshall MacLuhan2 afirma que se escribe de otra manera con máquina, con frases más amplias y redondeadas, más precisamente. Hasta cree que influye el sonido de las teclas, excitando las asociaciones auditivas (claro que hay máquinas rtoiseless, y el umbral diferencial entre escritura a mano o a máquina no existe en los habituados sólo a la segunda). En cualquier caso, las medios de trasmisión actuales y los que se ven llegar abonan la opinión del mismo MacLuhan de que la "galaxia Gutenberg" está terminando para entrar en la era de la electrónica. ¿Qué consecuencias formales traerá para la literatura? Veremos. En un género como la lírica está sucediendo hace ya tiempo un fenómeno digno de nota, y es que vuelve a ser oral, gracias a discos y casettes, cuando no, además, cantada y aun representada. Recitaleshappening envuelven la letra en otros vehículos de información: s

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Autor citado, Counlerblast, London, 1970.

música, mímica y todo un ambiente de participantes que condiciona o modifica al receptor en su condición individual, ya hombre-masa en ocasiones. En España se ha extendido mucho esta manera de trasmitir poesía, y no hace falta citar ejemplos, tan notorios, de otros países. En la URSS parece que los recitales en fábricas ante masas de obreros están acreditados desde Mayakowsky hasta Evtuchenko. En los Estados Unidos, recordaré la actuación de un Ginsberg o Ferlinghetti, entre los grupos beatniks, o la de Joan Báez. Otro aspecto de la cuestión es si la comunicación por la lectura va a ser sustituida por las imágenes o por el sonido o por una combinación de ambos. ¿No se estudia ya durmiendo? Llego, con esto, y pasando someramente sobre cuestiones de tanta complejidad, a la consideración del tercer factor o elemento del fenómeno literario en su realización: el receptor o, por ahora, lector. También aquí se han hecho estudios en que domina el carácter estadístico, como los del Institut de Littérature et de Techniques Artistiques de Masse, de Burdeos. Por ejemplo el sistemático sobre Le Livre et le Conscrit, "Une enquete du Centre de Sociologie des Faits litteraires dirigée par Robert Escarpit" (Sobodi, Bordeaux). Muy apegados a la experiencia individual en su situación social en la lectura son los ensayos de método iniciados por el Birmingham Center for Contemporary Cultural Studies, entre los que conozco algunos de los promovidos por Richard Hoggart, en que se trata de observar dos niveles o tipos de lectura, reading for tone, y reading for valúes, abarcando una amplia gama de mensajes sin limitaciones de literatura y subliteratura, hasta las canciones de moda en que la letra es una parte, no la mayor, de un musical event. En cualquier caso hay que tener en cuenta las condiciones sociales del lector, pero no dejar de lado las particulares. Cada lector, y aun cada lectura de un mismo lector, tienen sus caracteres peculiares, aun sin dejar de considerar los sociales, de grupo, estrato, condición, etc. Si la lectura es el momento en que la obra literaria se realiza —un texto es algo potencial— como pienso y luego encontré en Sartre, nuestro interés como estudiosos de la literatura nos llama a considerar todos los niveles de lectura posibles o a nuestro alcance, desde la profesional que practicamos con fines docentes o de exposición, hasta la más ingenua y desasistida de apoyos culturales previos. Caso aparte es el de la literatura dramática en su realización teatral. Claro que la escena es la prueba del fuego para el autor dramático, pero allí la letra es una parte del juego escénico, como se sabe. Ahora bien, el mensaje de la obra de teatro —que, por supuesto, puede ser leída meramente— se recibe en masa, no individual y solidariamente. El público puede tener algunas notas comu285

nes dentro de la sociedad y ser más o menos homogéneo. ¿Hasta qué punto puede modificar el conjunto de espectadores y oyentes la recepción de cada uno? Es algo que hemos intentado analizar mediante encuestas entre asistentes al teatro, al mismo tiempo que buscábamos otros aspectos de la recepción del género. Todavía no tenemos resultados, por estar en curso la ordenación de los materiales obtenidos mediante preguntas de persona a persona. Es probable que los espectadores no lleguen no ya a percatarse de esta influencia, pero ni siquiera a formulársela como posible. Y ocurre que una escritora inglesa ha hecho una curiosísima observación, demasiado personal para extraer consecuencias por ahora, pero que nos pone en la pista de algo que, sin conocer tal observación, habíamos buscado. Cuenta Ann Jellicoe8 —la escritora a que me refiero— que tuvo ocasión de ver una misma obra suya representada por la misma compañía entre ambientes muy diferenciados: en Cambridge (público universitario), en Bath (público provinciano) y en Londres (público sofisticado, del oficio). Pues bien: en la primera representación tuvo la sensación de que su obra era aguda, witty; que era obscena, en la segunda; y que era casi mojigata en la tercera. Bien se advierte que la espectadora ocasional, la autora misma, tenía un punto de observación privilegiado y no imparcial, en todo caso. De todos modos, no estará de más advertir que sociedad y público no coinciden exactamente, pues éste es una parte, la receptora, y la que nos interesa en el juego de la trasmisión de la obra literaria, sea teatral o de otro género. Al llegar aquí podríamos añadir un elemento más en el juego de factores que intervienen en el fenómeno total de la comunicación de la literatura, además de autor, mensaje y receptor, que hemos venido considerando. Nos falta acaso el más esencial en la confrontación de Sociología y Literatura: la entidad literaria del mensaje, puesto que hemos atendido más bien a su condición material. Con este planteamiento nos hallamos ante una crítica literaria desde el ángulo sociológico, y nos acercamos a los análisis de contenidos. Ya se ha tratado antes en esta misma revista de las diferencias entre elementos denotativos y connotativos en el plano de la expresión, y, por tanto, del contenido, partiendo de los sentidos con que aquella terminología se aplica por lingüistas como Hjelmslev y Martinet, adscribiendo las variaciones de lo connotativo en relación con los grupos y clases sociales por lo que, sabido que el lenguaje literario es un "uso" del 8 Autor citado, Some unconscious influences in the theatre, Cambridge, Univ. Press, 1967 - The Judith Wilson Lecture.

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lenguaje común, nos obliga la relación sistemática de la relación texto + sociedad (véase en Coloquio/Letras, núm. 1, Marco-1971, José Guilherme Merquior, "Sobre alguns problemas da crítica estrutural"). En otro plano, también formal, y de estructura de la obra literaria y partiendo de la oposición entre discurso y relato, nuestra atención debe atender, y distinguir, entre el relato cuya caracterización resulta del predominio de la historia (la fábula, en Aristóteles) y el discurso o arte de narrar y comunicar. Bien se comprende que la literatura de masas utiliza y opera más con la fábula y sus recursos, que con los del arte, llámese retórica, poética o estilo, en sentido lato. Acaso las más ambiciosas perspectivas en cuanto a los análisis en el plano estructural nos las ofrezca la obra no acabada, desgraciadamente por su muerte, de Lucien Goldmann, cuya genética estructural de tipo sociológico estaba en formación y no había pasado de una hipótesis de trabajo de la que no pudo llegar a obtener las consecuencias últimas. Citaré solamente su estudio Le Dieu Caché, o su presentación, posterior, en un seminario de la Facultad de Letras de Neuchátel (24-11-1970) en que expuso sus últimos puntos de vista sobre las homologías entre obra y sociedad combinando los métodos histórico y sociológico. (Puede verse también el artículo sobre Estructuralismo genético, recogido en Marxisme et Sciences Humaines, col. Idees, Gallimard, 1971). El pensamiento de Goldmann proviene directamente, con modificaciones, del gran maestro de la crítica sociológica marxista, Gyorgy Lukács, como se sabe. En todo caso, y para una revisión de los criterios marxistas sobre algo tan central en su problemática como el "realismo", puede verse Littérature et Réalité (Akadémiai Kiadó, Budapest, 1966), donde colabora Lukács, entre otros. Pero esto nos llevaría a una exposición excesivamente prolija, si tratase de resumir posiciones y proposiciones deteste balance del grupo marxista allí representado. Únicamente recogeré las ideas de uno de los colaboradores en aquel libro, Pal Miklós, con un artículo, "Réalisme, Réalisme socialiste. Valeur artistique", que desemboca en rechazar el realismo socialista como programa básico de la literatura soviética, causante de un dogmatismo que se hace sentir todavía, dice, aunque tal propóstito expresara una tendencia justa. Aquí topamos con una situación extrema de la literatura, comprometida y dictada desde el poder, y con unos escritores a los que Stalin calificó y quiso como "ingenieros de almas". También es digno de recogerse otro trabajo del mismo volumen citado, "Fantastique et réalité dans la nouvelle chinoise classiques", de Ferenc Tokei, porque nos lleva al enunciado de una relación genética entre formas sociales y literarias, una de tantas homologías con287

templadas por la crítica marxista. Según este estudio la nouvelle ha surgido en China mucho antes que en la literatura europea y no por casualidad, sino porque allá se conoció, mucho antes que en Europa, el capitalismo mercantil. Para Europa, es Italia con su temprana sociedad no burguesa capitalista industrial, superado el feudalismo, donde aparece por vez primera la novella. Aun admitiendo esto —con olvido de la literatura novelesca oral—, lo que no acaba por explicarse ni explicarnos es la causa de la gran diferencia de calidad, a favor de Boccaccio, en el cuento chino y el italiano. Ahí no llega, como no suele llegar tampoco la sociología, menos atenta a valores literarios o estéticos, que a establecimiento de conexiones operativas o, si se quiere, genéticas. Sin un planteamiento tan rígido ni sujeto a principios dialécticos, ya hace bastantes años que un filólogo italiano, Giulio Bertoni, hizo un iluminador estudio relacionando la sociedad feudal y la poesía amorosa provenzal, calco de instituciones y usos sociales en su casuística y terminología amorosa. Otro sociólogo desde el campo de la historia. Para terminar con este apartado de la genética estructural, me remitiré al estudio de Claude Brémond, "Observations sur la Grammaire du Décameron" (Poétique 6, 1971, París, págs. 200-222). Claro es que se refiere al conocido libro de T. Todorov, al que complementa. Lo que iba a apuntar es que Brémond, al analizar los elementos que funcionan en todo relato —al menos en la obra de Boccaccio—, refleja homológicamente en su oposición la oposición entre lo individual y lo social en la vida, lo que más o menos ya sabíamos en otros términos menos técnicos. Como paralipómena quisiera añadir algo más acerca del escritor y sus relaciones con su oficio y la sociedad en cuanto tal. Es claro que la condición social y personal de los escritores ha ido cambiando con la historia de la sociedad en que ha vivido: ha podido ser esclavo, liberto, señor, clérigo, amparado por mecenazgos particul» res o públicos, áulico, asalariado y, más modernamente, hombre que vive del producto de su pluma. Cada una de estas situaciones puede condicionar y, de hecho, ha condicionado la obra, aunque no en la misma medida la lírica que la dramática o la novelesca. Otro aspecto de la cuestión es cuál ha sido la estimación que ha merecido el escritor, la que ha buscado o cómo se ha elegido escritor: en el siglo xvi, en España, nadie fiaba su honor personal ni su provecho en escribir versos, mientras que el poeta romántico se creía votado a una "misión". La entrega y dedicación a la obra (total o marginal) y toda suerte de implicaciones en el ámbito social, son otros tantos datos que necesitamos para entender o no malentender una obra. En España —y ya hace años— fue Ortega y Gasset uno de los 288

primeros que tuvieron conciencia de varios problemas sociológicos en relación con el arte y, entre otros, de la condición del artista como individuo implicado en un medio social. De ello es buena muestra uno de sus libros últimos, Papeles de Velázquez y Goya, donde analiza muy agudamente la condición del pintor de Corte que fue el sevillano de ascendencia portuguesa y cómo ello supuso alguna determinación en su obra pictórica, en la que conviven un Olimpo sui generis con la gran pintura de pintor de cámara regia y los cuadros del realismo que toma modelos en seres de la más baja sociedad. Desde otros punto de vista, John Berger en una iluminadora biografía de Picasso (Success and Failure of Picasso) ha llegado a interpretar el arte picassiano como proyección de un temperamento, y éste "partly a result of social conditioning". Pero me he desviado del terreno literario —aunque le sea aplicable en no pequeña parte lo dicho de los pintores— y debo terminar este excursus por algunas parcelas de la sociología en su aplicación a los estudios literarios (dejo fuera la escuela de Frankfurt, casi todo lo italiano y norteamericano). Vuelvo a mi formulación inicial y a mi limitación profesional que, espero, no es también deformación, sino intento de afrontar nuestros problemas en su más severa y estricta adecuación metodológica. Los sociólogos nos han enseñado mucho —y mucho han obtenido del examen del mundo literario— y es seguro que nos van a continuar suministrando datos y medios de análisis en torno a nuestro gran problema que, en última instancia, entiendo que es de valores literarios, si no estéticos, afectados por graves sospechas. La gran renovación de la crítica literaria en estos cuarenta últimos años sigue reduciendo el área de los problemas del hecho literario; deja en pie la zona del misterio, la que más nos atrae y mueve. (1973)

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ÍNDICE

ONOMÁSTICO

A Abbotsford, 144, 157. Abelardo, 189. Abderramán, 156. Abencerraje, 157. Abencerrages, 147. Abindarráez, 153. Absalom, Absalom!, 183, 190, 191. Abu Bakr Muhammad Ibn 'Asira, 67. Academia Española, 98. A Clean Wcll Lightcd Place, 210. Across The Rivcr and Into The Tress, 202. Actes et Proceedings, 280. Adams, 8, 141. Adarves, 158. Addie, 188, 197. Addison, 147, 158. Addison and Water, 147. Adrianópolis, 37. A Farcwell to Arms, 185, 202. África, 152. A Green Bough, 183. Agudeza y Arte de Ingenio, 23. Agustín (San), 83. A History of secular latin poetry in the muidle ages, 19. Ahmed al kamel, 151. Aires Rosado, 31. Alarcón, P. A. de, 122. Alarcos, 18. Alberes, 265.

Alcalá Galiano, 122. Alcañiz, 67. Alcolea de Cinca, 56. Alcoraz, 73. Alegría, C , 274. Alemania, 148, 222, 224, 230, 239, 279. Alexandre, 21-22. Alfonso López de Lúsera, 73-88. Alhambra, 147, 150, 151, 152, 153, 154, 155, 157, 158, 159, 160. Alicante, 73. Alifonso, 116. Alissandre, 18. Almudévar, 55, 56, 58, 59, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 68, 69, 72. Alonso, A , 133. Alonso, 0., 38. Alpes, 202, 211. Altamont, 224. Alvar, M., 133. Al varado, 126. Atlantic Monthly, 240. Atlántico, 233. Amadís, 35, 36. América, 146, 160, 184, 211, 227, 230, 239, 240. American Authors Today, 185. American Friends of Spanish democracy, 214. American Writer's Congress, 184, 212. Amor, 8, 10, 12, 15, 16, 19. Amphitruo, 29, 35, 38.

291

A moveable feasf, 217. Anais do Prüneiro Congresso Brasileiro de Llngua Falada no Teatro, 36. Anatomy of critlclsm, 27, 113. A natural Iiistory of the dead, 203. Ancient songs chiefly on moorish subjects translated from the Spanlsh, 149. Andalucía, 73, 102, 152. Andorra, 67. Andric, I., 268. Ángel Guerra, 121. Animus et anima, 176, 178. Ann, 229. Ann Vercors, 169. Antíoco, 22. Antología árabe para principlantes, 66. Apolo, 118. A Portrait of bascom hawks, 223. A Portrait of the Artist as a Young Man, 231. Arabian Night's Entertainments, 149. Aragón, 53, 57, 62, 63, 68, 88, 89, 209. Aragón, L., 178. Aranjuez, 99, 108, 116, 117. Arbor, 204. Arcadias, 108. Arcipreste de Hita, 5, 8, 15, 16, 20, 33. Archées, 249, 267. Archctypal Patterns in Poctry, 37. A Rebours, 168. Arias Jirón, J., 68. Aristóteles, 13, 27, 83, 287. Aristóteles (en la novela de Galdós), 128. Arizona, 239. Arles, 237. A. Rom. XI, 19. A Romance of the Oíd South, 230. Armesto, 111. Arriano, 81. Artada, 40, 41. A sangre fría, 269. Asensio, E., 28, 36, 40.

292

Asheville, 221, 224. As I Lay Dying, 183, 188, 195, 197. Astor, 157. Astoria, 157. Aswell, E.C., 221, 223. Atora, 8. A trait of Indian Character, 145. A tour in the prairie, 157. Aub, M., 122, 270. Audem, 212. Autobiography of Alice B. Toklas, 202. Auto da Barca do Inferno, 40. Auto da festa, 31, 34. Auto da Lusitania, 40. Auto de Molina Mondes, 31-32. Auto dos Quatro Tcmpos, 32. Auto pastoril, 32. Aventuras del último Abencerraje, 157. Aventuras de Pedro Saputo, 62. Ayala, F., 269, 270. Ayer, hoy y mañana, 78. Ayguals de Izco, 122, 124, 128, 129. Azorín, 49, 74, 119, 120.

B Báez, J., 285. Baiwir, A., 213. Baker, C , 204, 212, 213, 214, 215, 216, 222. Balcanes, 206. Balkanes, 37. Balzac, H. de, 126, 132, 133, 174, 282. Balzac, de la Forcé á Forme, 127. Ballista, R., 63. Barbastro, 56, 68, 72, 80. Barbusse, 185. Barcelona y sus misterios, 122. Barnaby, G, 208. Baroja, P., 119, 125, 128, 218, 269, 282 Barquillo, 111, 115, 119. Barres, 175. Barrionuevo, G., 67.

Barroco, 150, 205. Barthes, R., 123, 249, 257. Bath, 286. Baviera, 146. Baudelaire, 164, 168, 171, 172, 177, 178, 271. Banformen des Erzhalens, 267. Bayardo, 187. Bayardo Sartoris, 187. Beauvoir, 263. Beckett, 249, 264, 266, 267. Bécquer, G. A., 91, 98. Beecher-Stowe, 190. Boers, 143. Bell, J., 212. Bello, A., 157. Bellow, S., 268. Benet, J., 275. Benita, 34. Benítez, 270. Beniy, 189. Benton, 141. Berceo, G. de, 21. Berger, J., 289. Bcrgson, 60, 166, 195. Berkowitz, 134. Bernanos, 212. Berthlot, 175. Bertoni, G., 288. Béseos, M., 64. Bética, 157. Biblia, 2, 177, 187. Biblioteca de Autores Españoles, 158. Biblioteca de los PP. Jesuítas, 153. Biblioteca Nacional de Madrid, 38, 57. Bill, 211. Bill Gorton, 211. Birmania, 202. Birmingham Ccnter for Coniempora17 Culfural Stmlics, 285. Bishop, J.P., 232, 233, 234. Blackwell, 149. Blake, 268. Blanco García, 53. Blas Cuchara, 113. Blasco Ibáñez, 119. Bloy, L., 165, 166.

Boabdíl, 152. Bobbie, 195. Boccaccio, 288. Bodkin, M., 33, 37. Boecio, 81. Bóhl de Faber, C , 150. Boileau, 48. Bois, P., 249. Boisdeffre, P., 261. Bonamy Debrée, 184. Bordeaux, 285. Boston,, 144, 148, 227. Boucci, 267. Braccbridge Hall, 144, 145. Brackenbridge, H. H., 143. Brasil, 274. Brémond, C , 288. Bretaña, 19. Bretón, 261. Brett Campbell, 211. Brevoort, H., 155. Brigadas Internacionales, 215. Bristol, J., 143. Brome, E., 232. Brooklyn, 230. Browning, 227. Bruno, 268. Buck, P., 273. Buijtendijk, F.J.J., 173. Burdeos, 285. Bürger, 145. Burguete, 210. Burgum, E., 216. Burlingame, R., 223. Burroughs, 263, 264, 270, 271. Butor, M., 247, 249, 266, 267. Byron Bunch, 191. C Cabrerizo, 157. Cadalso, 108. Caliiers de Pliilosophic de la nafurc, 173. Calderón de la Barca, P„ 146, 147, 167, 171. Caldwell, Ch., 190, 197, 212, 225.

293

Camal, 10, 18. Cámara de Indias, 109. Cámara de Ordenes, 109. Cambridge, 286. Camilote, 38, 39. Camilote y Maimonda, 35. Campazas (ver Fray Gerundio). Campbell, 144. Camus, A., 248, 263. Cancioneiros, 39. Candidc, 240. Cantar de Mió Cid, 280. Cantar de los cantares, 227. Cantares, 130. Caporetto, 201. Capote, 269. Carlos II, 104. Carlos IV, 102, 104. Carmina Burana, 22. Carnerero, 158. Caro Baroja, J., 128, 282. Carolina del Norte, 221, 224. Carpentier, 274. Carrasco Urgoiti, M. S., 153. Cartago, 69. Cartas del pobrecito holgazán, 150. Casanova, 85. Casey, A., 274. Cash, 188. Casimiro, 49. Caso, J., 111. Cassirer, 83. Cassou, 212. Castilla, 209. Castillo Puche, 218. Catalán y Galmés, D., 57. Cataluña, 209. Catalyst for genius, 223. Catedral de Toledo, 121. Catolicismo y racionalismo, 103. Ceccherini, S., 273. Cela, C.J., 275. Celestina, 35, 39. Centre de Sociologie des Fairs, 285. Cerclc ouvert, 247. Cervantes, M. de, 48, 148. Cesaire, 274.

294

Cesaraugustana, 90. Cicerón, 29, 81, 84. Cinca, 67. Cincinnati, 155. Cingria, A., 165. Cinq grandes odes, 166, 179. Cioran, E. M., 266. Cistellaria, 32. Claire-Eliane, E., 76. Clara, 127. Clarín, 96, 129. Clarke, 142. Clásicos modernos, 112. Claudel, P., 163-179. Claudio, 127. Clavijo, 111. Clérigo de I!eirá, 31. Cleveland, 215. Cohn, 211. Cojo de las peñuelas, 114. Colección de los viajes y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde el s. XV, 145. Colección de saínetes tanto impresos como inéditos, 115. Coleridge, 113. Colloque de Strasbourg, 262. Colón, C , 147. Coloquio, 41. Coloquios, 81. Colorado, 239. Columbia, 239. Combet, L., 57. Comedia de Bras, Gil y Beiinguela, 32. Comedia del viudo, 31, 35, 41, 42. Comedia rubena (V. Rubena). Comedia sobre a divisa de Coimbra, 38. Comín, B., 103, 104. Composition n.° 1, 271. Compton, 188. Comunications, 123. Conccpts of criticlsm, 134. Conde de Cerezuelo, 119. Conde Julián, 156. Confcssions, 82.

Congrés Internationale de cybcniétique, 280. Connaissance de l'Est, 177. Connecticut, 142. Consejo y Cámara de Castilla, 109. Constant, L., 166. Constantinopla, 41. Contaduría ¿e penas, 109. Contra-reforma, 171. Conversaciones en Madrid, 283. Conversations, 175. Conversations dans le Loir et Clicr, 167, 171. Cooper, F., 142, 144, 156, 157. Copido, 39. Copilacam de 1586, 36, 40. Corchon, 104, 118. Corneille, 170. Corominas, J., 6, 9. Correas, 57, 58, 59, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 90. Correas y el refranero aragonés, 59. Corrcspondence, 175. Corrcspondence avee Gide, 175. Correspondcnces, 168, 172. Cortázar, J., 270, 271, 274. Cortes de Cádiz, 99. Cossío, J. M. de, 284. Costillares, 111. Costumbres estudiantinas, 68. Costumbrismo y novela, 53. Cotarelo, 104. Counferblast, 272, 284. Coventry Patmore, 167. Cowley, M., 202. Crayon Miscellany, 156. Creación y redención, 130. Creador, 172. Crévecoeur, M. G. de, 142. Cristianismo, 170. Cristo, 165, 175, 193. Cristóbal Colón, 169. Critique, 249. Critiques and essays on modern fiction, 216. Croce, B., 171. Crónica del alba, 57.

Crónica de la conquista de Granada, 156. Crónica de Madrid, 129. Cruz, R. de la, 78, 79, 109, 110, 111, 113, 114, 115, 116, 135. Cruz y raya, 88. Cuaresma, 18. Cuarteto de Alejandría, 272. Cuentos aragoneses, 62, 64. Cuentos de la Alhambra, 156. Cuentos, dichos, anécdotas y modismos aragoneses, 62. Cuentos, tipos y modismos de Aragón, 63. Cunliffe, M„ 145. Cunqueíro, A., 275. Curruquis, 68. CH Champfleury, 134. Chapman, J. A., 17. Charlus, 133. Chartres, 169. Chata, 9. Chateaubriand, 145, 150, 157, 165. Chátillon, G. de, 22. Chattahoochee, 239. Chaucer, 227. Cheasapeake, 239. Chicago, 201. China, 202,288. Chiripa, 114. Christmas, 195. D D'AIembert, 103, 104. Dad, 188. Damiana mochuelo, 113. Dandy, 221. Daniel, 6. Dans le labyrlnthc, 255, 256. Dante, 38, 167. Danubio, 145. Darro, 151.

295 20

Dassel, R. de, 22. Da tragicomedia de don Duardos, 38. Death in the aftcrnoon, 202. Decameron, 281. Decamerone, 123. Decretos del Concilio Laterano, 19. Defoe, D., 113. Défourneaux, M., 104. De Guidos a García Lorca, 121. De la feria de Graus, 74. Delaware, 239. Delbin, J., 104. Del hombre y su cgo, 232. Delibes, 275. De los momos cortesanos a los autos caballerescos de G. V., 36. Dcmerson, P., 100. De Poe a Kafka, 57. Derecho Natural, 82. Descartes, 83. Desde mi celda, 91, 98. Des Esscintes, 168. Devoir de violence, 274. Dewey, 188. Diálogo entre el amor y un viejo, 31. Diálogo sobre poesía dramática, 170. Diatribai, 81. Díaz Moreno, M., 84. Diccionario de la academia (1803), 99. Diccionario de la española, 86. Diccionario de refranes, adagios, proverbios, modismos, locuciones y frases proverbiales de la Lengua Española, 63. Diccionario geográfico-popular, 64. Dickens, 282. Dictionnaire de littérature contemporaine 1900-1962, 249. Dichtung und Warheit, 247. Diderot, 78, 87. Dido, 39, 69. Diedrich, 143. Dios, 165, 172, 173, 174, 194. Directoriu Vitae Humanae, 32. Discours, 82. Discurso de la novela española contemporánea, 122.

296

Dixlcland, 221. D.I.T.A., 203, 206, 207, 208, 209, 210. Documentum de arte versificatoria, 5. Don Duardos, 35, 36, 38, 39, 40, 41, 42, 43. Don Juan, 116. Don Juan: una investigación espectral, 156. Don Líquido, 115. Donne, 227. Don Ramón de la Cruz y su época, 99, 109. Doña Isabel de Solís, 158. Doña Perfecta, 104. Doors of perception, 271. Dorfless, G., 124. Dorsan, R. M., 57, 68. Dos Passos, J., 184, 185, 202, 212, 215. Dostoievsky, 135, 267. Doutor, 33. Dr. Martino, 183. Dreiser, T., 184, 212. Dryden, 227. Du Cóté de chez Swann, 133. Dumas, A., 122, 128, 130. Dupuis, L., 111. Duran, A., 115. Duras, 249. Durrell, L., 268, 272. Dutton, B., 21.

E Ebro, 209. Ecclcsiastcs, 211, 227. Ecué-Yamba-ó, 274. Edén, 79. Edinburgh review, 141. Edwards, J., 142. El abuelo, 132. El año pasado en Marienbad, 249. El artista, 156. El audaz, 96, 98, 99, 100, 101, 104, 105, 109, 110, 114, 115, 117, 120, 121, 122, 124, 129, 132, 133, 134.

El El El El El

averiguador universal, 62. baile del candil, 110, 113. barbero, 78. censor, 104. Contrato Social o Principios de Derecho Político, 82. El cortejo escarmentado, 116. El cortejo fastidioso, 116. El criticón, 88, 89. El cuento folklórico, 57. El doctor Centeno, 128. El 19 de marzo, 99, 127. El 2 de mayo, 99. Elegía de Gray, 221. Elena, 226. El espectador, 95. Elettra, 38. El final de Norma, 122. El hispanismo en Norteamérica, 159. Elias, 77. Eliot, T. S., 167. El jardín de las delicias, 269. El juguete patriótico, 166. El Mirón, 250. El Monjío, 79. El moro de Granada en la Literatura, 153. El pensador, 111. El piloto, 156. El pocket book, 284. El porqué de los dichos, 62. El primer lenguaje constitucional español, 99. El sabor de la tierruca, 97. El sentimiento trágico de la vida, 175. El siglo de las luces, 274. El siglo pintoresco, 91. El sistema de la Naturaleza o de las leyes del mundo físico y del mundo moral, 84. El sistema dialogal en algunas novelas de Galdós, 133. El sordo, 217. El último de los mohicanos, 156. El verdugo afable, 56. El vicario de Wakefield, 247. El zurdo, 113. Elliot, 170.

Emerson, 144. Emile, 83. Emilio, 82. Emploí du temps, 267. Encina, J. del, 32, 171. Enchcirldion, 81. Endrina, 12-16. Eneas, 39, 69. Eneida, 69. Ensayo sobre el destino actual de las letras y las artes, 167. Ensayo sobre la literatura de Cordel, 128. Ensayos y estudios de literatura española, 88. Entre naranjos, 119. Eoff, S., 116. Epicteto, 81. Epicuro, 82. Episodios (V. E. Nacionales). Episodios nacionales, 95, 98, 110, 129. Erlebniss Román, 224. Ersatzen, 123. Escarpit, R., 284, 285. España, 82, 95, 97, 98, 101, 109, 112, 141, 147, 148, 155, 156, 157, 158, 159, 167, 184, 201, 202, 204, 207, 208, 210, 211, 212, 213, 214, 215, 217, 282, 283, 285, 288. Españas, 102. Esquilo, 170. Essais, 168. Estados Unidos, 141, 145, 155, 157, 238, 270, 285. Estébanez Calderón, 158. Esther (V. E. Jacks). Esther Jacks, 229, 230. Esthete: Model, 211. Eugene Gant, 224, 225, 226, 227, 228, 229, 231, 232, 234, 236, 237, 23Í, 239. Eugenio (V. Eugene Gant). Europa, 22, 144, 145, 166, 183, 197, 201, 202, 211, 222, 227, 228, 230, 239, 288. Evangelio, 81, 165. Everardus, 22. Everett, A. H., 146, 149.

297

Evtuchenkd, 285. Extremadura, 214. F Facultad de Letras de Neuchátel, 287. Fajardo, 111. Faral, 5, 22. Faraón, 6. Farinelli, 119. Fárrago, 143. Farrell, J.T., 184, 212, 232. Farsa das ciganas, 31. Farsa de lusitania, 31. Farsa do escudciro, 32. Farsa dos físicos, 30. Faulkner, W., 183, 197, 225, 263. Fauna, 271. Fausto, 226, 234. Felipe V, 62, 150. Félix, 81. Female quixotism, 143. Ferlinghetti, 285. Fernán Caballero, 54, 157. Fernández Almagro, M., 122. Fernández de Moratín, 115. Fernández de Navarrete, 146. Fernández, L., 32. Fernández Paxeco, E., 38. Fernández y González, 122. Ferreras, J. I., 80. Ferry Building, 155. Feu Pále, 265. Féval, 122, 128. Fielding, 143. Fiesta, 211. Fifth Column, 215. Fifty Years of English Literatura, 212. Fígaro, 116, 164. Füeno, 117. Fitz-Green Halleck, 144. Flaubert, 127. Flérida, 36, 38, 39, 40, 41, 42. Flores, A., 78. Floresta, 60, 61. Floresta de Engannos, 33.

298

Florida, 110, 112, 118, 155. Folkclige Afliandlingcr, 60. Ford, F. M., 202. Foreheads Villainous Low, 205. Fonnalisme et signification, 267. Forma literaria y sensibilidad social, 133. Forno, J., 214. Fórnoles, 55. Fornos, 67. Fortuna, 40. Fortunata y Jacinta, 121. Fournier, A., 166. For Whom The Bell Tolls, 212, 216. Fox, R., 212, 240. Foz, B., 53, 54, 55, 56, 57, 61, 62, 64, 65, 66, 67, 68, 69, 70, 71, 72, 73, 74, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 86, 87, 89, 90, 91. Fraga, 67. Francia, 55, 82, 83, 101, 130, 166, 167, 183, 197, 212, 222, 261, 279. Francisca, 133. Frank, W., 184, 207, 212. Frankfurt, 289. Franklin, 142. Fray Antonio Agapida, 156. Fray Blas, 49. Fray Gerundio, 31, 47, 48, 49, 50. Fray Gerundio de Campazas, alias "Zotes", 47. Fray Prudencio, 49. Fray Simón, 152. Freeman, J., 212. French Broad, 239. Frente Popular, 212, 214, 216. From death to morning, 223. From gusle to tape-recorder, 270. Frye, N., 27, 113. Fuego Pálido, 268. Fuente, V. de la, 68, 78. Fuentes, 274. G Gaboriau, 128. Galatea, 117.

Galdós (V. Pérez Galdós, B.). Galdós, 97, 116. Galdós en busca de la noche, 116. Galdós y VaUe-IncIán, 112. Galicia, 209. Galileo, 268. Galland, 149. Gallo (El), 206. Gant (V. Eugenio Gant). Gant-Webber, 224, 228. García, S., 53. García Gómez, E., 66, 159. García Márquez, 274. Gardner, 190. Gaskell, 205. Gastón, R., 81. Gauterus, 19. Gavin Stevens, 197. Geismar, M., 223, 233. Gémier, 169. Generalife, 159. Génesis (el), 173. Génet, 271. Geoffroi de Vinsauf, 5. George Webber, 224, 228, 230, 231, 239. Geórgicas, 82. Ghil, R., 164. Gide, A., 175, 176, 177, 269. Gil Amor, 68. Gil, I.M., 90. Ginsberg, 285. Giralda, 155. Giraudoux, 29. Glendinning, N., 111. Gloria, 104. Gloriosa, 79. Gobierno, 214. Go Dovra, Moscs, 183. Godoy, 99, 100, 104, 105. Goldmann, L., 287. Goldsmith, O., 147, 157, 247. Goethe, 28, 83, 224, 226, 247. Goizueta, J. M. a , 122. Gómez de la Serna, 275. Gómez Laguna, L., 73. Gómez Valenzuela, M , 73. Góngora, 31.

González Blanco, 53. González del Castillo, I., 78. Gourmont, R. de, 166. Goya, 110, 116, 208. Goytisolo, J., 275. Gozzi, 28. Gracia, 166, 170, 172. Gradan, 23, 65, 77, 88, 89, 90. Granada, 147, 150, 152, 154, 156, 157, 159. Grandes lagos, 142. Gran guerra, 166, 185. Granja, F. de la, 66. Grass, G., 268. Graus, 68, 91. Greco (El), 208. Gredos, 6. Green, J., 166. Greene, 249. Grimm (Hermanos), 57. Grosso, 275. Grounds for comparlson, 270. Guadalajara, 214. Guara, 75. Guermantes, Duquesa de, 133. Guerras civiles, 147. Guía espiritual de España. Madrid, 114. Guinea, 31. Gulliver, 223. Gullón, R., 196. Gutenberg, 262.

H Habana (La), 202. Hacedor, 173. Haití, 191. Hambour, 174. Hamidu Kane, Ch., 274. Hart, H., 212. Hartzenbusch, 115. Harvard, 36, 222, 225, 227. Hawthorne, 143. Hazard, P., 83. Hechos sociales, 184. Heine, 227.

299

*

Hellman, E., 215. Hemingway, 183, 184, 185, 201, 218. Hemingway, The Writer as Artist, 212. Henri," P. (Barón d'Holbach), 84. Henrio, J., 249, 266, 267. Herbert, 227. Herder, 247, 248, 280. Hernán Núñez, 57. Herrik, 227. Hightower, 191, 192. Hills Like White Elephants, 209. Histoire du surrealismo, 178, 261. Historia, 48. Historia de la vida y viajes de Colón, 156. Historia de un radical de antaño, 100. Historia natural, 204. Historia política de la España contemporánea, 122. Historiadores contemporáneos, 215. Historias de los otros, 269. History of New-York from the beginning of the World to the end of tha Dutch dinasty, 143. History of the discovery and settlement of America, 147. History of western philosophy, 83. Hoffding, H., 83. Hoggar, R., 285. Holbach, Barón de, 84, 103, 104. Homero, 227. Hopkins, G.M., 167. Horacio, 22. Howells, W. D., 147. Hudson, 145, 146, 147, 160, 239. Hudson Review, 232. Huesca, 55, 56, 58, 59, 65, 67, 69, 70, 72, 76, 80. Hugo, V., 122, 130, 147. Hurón, 18. Huxley, A., 205, 271. Huysmans, 168. I Ianafonso, 34. Ichabold, Crane, 145, 148, 157.

300

Idea del Teatro, 27. Ideología y Política en la novela española del siglo XIX, 53. Ido del Sagrario, 128. Idyll in the desert, 183. Iglesia, 174, 175, 213. II Secólo, 178. Illuminations, 165. Imagination dead imagine, 264. In cold Blood, 269. Indian River, 239. Indias, 146. Inés, 127. Inferno, 38. Inferno de enamorados, 39. Inglaterra, 40, 41, 144, 145, 148, 157, 167, 212, 230, 270, 279. Inocencio III, 19. Inquiry into the Iife and writings of Homer, 149. Insiantanés, 251, 265. Iustitut de Litcrature et de Techniques Artistiques de Masse, 285. Interviews imaginaires, 177. Introducción a una historia de la novela en España en el s. XIX, 156. Intruder in the dust, 183, 190. Iñigo Arista, 55. Irati, 209, 210. Iriarte y su época, 104. Iribarren, J. M., 62, 63, 218. Irving, W., 141-160, 143, 144, 145, 146. Isabel, 150. Isabel de Parma, 151. Isidora, 112. Isidoro, 79. Isis, 166. Isla (Padre), 47, 48, 49, 50. Italia, 167, 211, 279, 288. Ivens, J., 214. J Jaca, 72. Jackson, 141, 142. Jacobo, J., 83. Jake, 211.

Jakobson, R., 20, 57. Jalón, 72. James, H., 133, 143. Jammes, M. R., 57. Jankélévitch, 48, 113. Jaque Barnes, 211. Jarifa, 153. Jason, 189. Jefferson, 186, 188, 189, 191, 197. Jellicoe, A., 286. Jerónimo de Matamala, 120. Jesús, 194. Jésus-Christ, 176. Jewell, 188. Jiménez, J. R., 156. Jiménez, M., 155. Joad III, 36. Job, 227. Joe Christmas, 191. Joel, 238. Johnson, 227. Jonathan Oldstyle, 144. Jordán, 217. José de Somoza, 111. Joselito, 206. Jovellanos, 104, 106, 111. Joyce, J., 196, 202, 231, 232, 264. Juan, 85, 187. Juan Manuel, 32. Judea, 89. Julián, 38, 39. Juliana la Naranjera, 110. Jung, 34. Juno, 69. Juvenal, 22.

K Kaalskill Mountains, 145. Kafka, 196, 249, 264. Kansas City Star, 201. Kant, 83. Kany, Ch., 112. Kawabata, 273. Kazantzakis, 268. Keats, 227. Kennebec, 239.

Kenneth, W. J. Adams, 7. Kentucky, 142. Kenyon Review, 232. Kerouac, 263, 264. Kinder und Hausmarcb.cn, 57. Kitsch, 124. Knickerbocker, 143, 146. Knickerbocker Club, 144. Knight's, G., 183, 197. Koestler, A., 210, 212, 213, 269.

L La Baraja, 270. La Bruja de Madrid, 122, 124, 125, 129. La Capa vieja y El Baile del Candil, 111, 119. La Cara de Dios, 282. La casa de Aizgorri, 119. La Comedia Casera, 114. La Comedie Húmame, 133. La correspondencia, 129. La Corte de Carlos IV, 98, 107, 110, 111, 134. La Crise de la Conscicnce Européenne, 1680-1715, 83. La Crise du Román, 262. La Crónica de Fernán González, 156. La Crónica de Fernando el Santo, 156. La de Bringas, 121. La desheredada, 112, 133. La deshumanización del Arte y Notas sobre la novela, 135. Lady Ashley, 211. La España del Cid, 280. La España de la Ilustración, 78. La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, 104, 112. La esposa mártir, 129. La Estafeta Romántica, 108. La familia de Albarcda, 157. La fingida Arcadia, 108. La Fontana de Oro, 96, 98, 100, 102, 105, 110, 117, 122, 125, 127. L'Agrandissement, 267.

301

La Ilustración, 101. La Jalousie, 255, 256. La jota estudiantina, 68. La justicia de Almudcvar, 64. La Langue de G. V., 34. La leyenda de Don Pelayo, 156. La Littérature Alpestre en France et en Anglcterre aux XVIII et XIX siéclcs, 76. La Littérature Internationale, 213. La madre hipócrita, 78. La maison de Rcndcz-Vous, 257, 266. La Maja, 110. Lamarca, L., 156. La maiqnisc sortit a cinq hcures, 266. Lamartine, 75. La mauvaise Direction, 252. Lamentabili, 175. Lámmert, E., 267. La moral universal, 84. La mujer adúltera, 129. La muse qui est la grace, 177. Lancelotti, M. H., 57. La niña de Gómez Arias, 147. L'Annonce fait á Marie, 169. La novela en Norteamérica, 143. La novela picaresca española, 53. La novela por entrega, 1840-1900, 80. La oposición a cortejo, 116. La Parole du Festín, 169. Lapesa, R., 99. La pintosilia, 115. La rcligieuse, 78, 87. La revolución de Julio, 134. La rosa de la Alhambra, 151. Larra, 156. L'art poétique, 178. Las aventuras de la gracia, 166. Las castañeras picadas, 115. La Scienza Nuova, 280. La semana pintoresca, 91. La Serafina, 90. Las Ideas literarias en España entre 1840 y 1850, 53. La sociedad presente como materia no voluble, 98. La sombra, 96, 117, 131. Lasswell, 281.

302

La Table Ronde, 249, 261. Las tardes del Sanatorio, 64. La tauromaquia, 208. La Tour D'Hazan, 269. La traduzione, 273. La valeur Biologique de L'Art poétique de Paul Claudel, 173. Lavapiés, 111, 115, 119. La venganza del zurdillo, 115. L'Aventure amblgue, 274. La verbena de la Paloma, 123. La ville, 173. La voluntad, 119. La vuelta al día en ochenta mundos, 270. Lazarillo de Tormes, 88. Lázaro, 100, 127. Le Berger extravagant, 248. Le CImeticrc Marín, 164. Le chemin de retour, 251. Le déclin de Hndividualisme chez les romanciers Amcricains Contemporains, 213. Le Dieu caché, 287. Le Gentil, 28. Le Grondcment de la Montngnc, 273. Le Langage, 83. Le livre et le conscrit, 285. Le Iong voyage, 269. Le lutrin, 48. Le monde, 265. Le nouveau román, 249. Leonardo, 116, 126. L'Epée et le mlroir, 174. Le Pire humilié, 167, 170. Le Phcnomcne San-Antonio, 282. Le plage, 251. Le probleme de la Littérature et de la Société du Point de vue de la Cybernétique et la Théoríe de L'Information, 280. L'Ere du soupcon, 249. Lérida, 56. Les arts poétique du XII et du XIII siccics, 5. Les bois de bois de Dieu, 274. Les Cent nouvclles nouvelles, 33. Les champs Elysécs, 167.

Les clicinins de la liberté, 248. Les 200.000 Situations Dramatiques, 29. Les acoles patriotiques de Madrid entre 1781 ct 1808, 100. Les Gommcs, 249, 250. Les Littératures contcmporaines á trayers le monde, 265. Le soulier de Satín, 169, 178. Les paradis artificiéis, 271. L'Esprit et l'eau, 174. Les transforniations des contes imitas tiques, 57, 60. Les 36 situations dramatiques, 29. Le temps, 166. Le temps inmobile, 267. Lctters from an American Farmer, 142. Lettres morales, 87. Levin, H., 270. Le voyeur, 250. Lewis, O., 142, 190, 269, 270. Leyes generales, 57. Leyenda de las dos discretas estatuas, 158. Leyenda del legado del moro, 154. Leyenda de Slecpy Hollow, 148. L'Huron, 145. Liberata, 38. Libia, 202. Libia Hili, 224, 228. Libro de Apolonio, 22. Libro de Buen Amor, 5, 6, 8, 10, 11, 14, 15, 17, 20. Life and manners in Madrid, 17501800, 112. Life and voyages of CrJstophorus CoIumbus, 147. Lfght in August, 191. Lincoln Steffens, 212. Lindaraja, 150. Linguistics, 83. Lino, 115, 119, 126. Lino Paniagua, 110. L'Inquisifion Espagnole et les livres Franjáis an XVIII Siccle, 104. Liñán de Riaza, P., 88.

L'Ironie, ou la bonne conscience, 48. Lisboa, 27, 32, 34. Litera, 56. Literatura y subliteratura, 122. Literary America, 145. Litíérature et realité, 287. Littcrafure objecfive, 249. Livermore, H. V., 38. L'Ocil écoute, 169. Loewenthal, L., 282. Loisy, A., 175. Lolita, 265, 268. Lomba, J. R., 111. London, 144. Londres, 150, 222, 286. Look Homeward, A., 222, 224. Lope (V. Vega, F. L. de). Lope Sánchez, 154, 158. Lo prohibido, 98. Los deberes del hombre fundados en la Naturaleza, 84. Los desastres de la guerra, 208. Los españoles pintados por sí mismos (1843-1844), 68, 78, 109. Los estudiantes de la Tuna, 68. Los miserables, 122. Los misterios de París, 122. Los recursos de los EE.UU., 143. Los tesoros de la Alhambra, 158. L'Otage, 170. Lotman, J. M., 83. Lowell, 142. Lowry, Malcolm, 268. Lucas Beauchamp, 190. Lucrecio, 268. Lukács, G., 287. LuIIi, J. B. de, 108. Lusitania, 34. Lyra, F., 49.

M Macbeth, 188. MacLeish, A., 202. Mac Luhan, M., 17, 262, 272, 283, 284. MacNeice, 212.

303

Madariaga, S. de, 121. Madison, 141. Madrid, 6, 67, 102, 113, 114, 146, 149, 209, 213, 215, 218. Maella, 67. Maera, 208. Maestro Correas (V. Correas). Maimonda, 38, 39. Mainar, 67. Majoma, 113. Málaga, 152. Malcolm Cowley, 212. Mali, 274. Mal Lara, 58. Malone Dies, 264. Malraux, 184, 212, 273. Mallarmé, 164, 177, 179. Manegat, J., 269, 270. Manifiestes du surrealismo, 261. Manolo de Lavapiés, 110. Mansuy, M., 262. Mantegna, 205. Manual, 81. Marcel Brion, 237. Marcel, G., 170. Marco, J., 125. Marc Saporta, 271. Marchena, 102. María o la bija de un jornalero, 128. María Parda, 32. Marichalar, A., 184, 185. Maritata, J., 165, 166, 173. Maritain, R., 166. Market Street, 155. Mark Twain, 159. Marmontel, 145. Marqués de Santillana, 281. Marruecos, 36. Marte, 38. Martin (V. Martín Muriel). Martinet, 286. Martínez, 17. Martín Muriel, 97, 99, 100, 101, 103, 104, 105, 106, 107, 110, 118, 119, 120, 121, 124, 125, 127, 129, 134. Martínez de la Rosa, 115, 157.

304

127,

122,

102, 116, 126,

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Milton, 227. Mil y una noches, 149, 151. Milláu (San), 21. Millares, A., 134. Miñano, 150. Miró, 248. Misericordia, 128. Mississippi, 142, 193. Mitchcll, M., 187, 225. Modera Chivalry, 143. Moeller, 175. Moisés, 77. Moix, Terenci, 282. Moliere, 27, 48. Molloy, 264. Monderigón, 38. Monegros, 67. Monifacia, Colchón, 113. Monongahela, 239. Monroe, 141. Monsieur de la Palisse, 163. Montaigne, 168. Montearagón, 73. Montesinos, J., 53, 88, 96, 97, 104, 116, 122, 130, 156, 157. Montiel, 119. Montoto y Rautenstraud, L., 63. Montserrat, 73, 79. Monzón, 67. Morata, 214. Moratín, L. F., 101. Moreas, 164. Morfina, 81. Morphology of tlie folktale, 57. Morreale, M., 6, 7. Mosquitoes, 183. Movimiento Nacional, 211. Muecke, 113. Mungo Parle, 203. Munich, 222. Murder in The Cathedral, 167. Muriel (V. Martín Muriel). Museum der Altertumwissenschaft, 280. Musset, 123. Mystcrcs de Marseille, 282.

N Nabocof, 265, 268. Nadeau, M., 178, 261. Nantahala, 239. Napoleón en Chamartín, 112. Narciso Pluma, 108. Navarra, 209. Navarrete, 147. Navarro, J. C , 115. Navidad, 165. Nelson, 101. Nao D'Amores, 40. New-Albany, 183. New-Dedler, 183. New-England, 144. New-Valois, 189. New-York, 143, 144, 145, 155. Niágara, 239. Nogués, R., 62, 63, 64. No juzguéis, 269. Nomines, 266. Norteamérica, 95, 184, 212, 233, 263, 268, 279. North American Newspaper Alliance, 214. Notcbook, 147. Note on Thomas Wolfe, 223. Notre Dame, 165. Nóíre Dame des Fleurs, 271. Novas Calvo, L., 184. Nueva-Orleáns, 183. Nueva York, 227, 230. Nuevas escenas andaluzas, 159. Nuevo Mundo, 239. Nuevos mitos. Nuevos ritos, 124. Nunquam, 272.

O Oak Park, 201. Obras completas, Galdós I, 129. Obras en prosa y verso, 111. Observaciones sobre la novela contemporánea en España, 117, 133. Observations sur la Grammaire du Décameron, 288.

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Ocaña, 91. Ochoa, E. de, 101. Odette, 133. O'Donell, 193. Of Making Many Books, 223. Of Time (V. Of Time and the river). Of time and the river, 222, 223, 224, 225, 229, 232, 234, 235, 236, 237, 239. Oíd Catawba, 224, 228, 238. Oíd Madison Square Garden, 155. Olimba, 41. Olimpo, 250, 289. Olivan Baile, F., 64. Oliver Gant, 224. Olrik, A., 57, 60, 67. Ornar Khayam, 183. Oración fúnebre de Marco Antonio, 221. Oral Styles of American Folk-Tales, 57, 68. Oratorio, 169. Ordóñez, 217. Orestes, 226. Oriente Medio, 201. Orozco, 150. Ortega y Gasset, J., 27, 95, 123, 135, 261, 288. Osiris, 166. Os Malas, 283. Out of The Night, 269. O Velho da Horta, 31, 39. Oxford, 149, 177, 183.

P Pablo Muriel, 117, 119. Pabst, 185. Pacífico, 142. Paco Perol, 113. Pages Francalses, 178. Pain Dur, 170. Paláu, M., 84, 130. Palmerín de Oliva, 36. Pal Miklós, 287. Pamphilus, 16. Pamplona, 202, 209, 210.

306

Paniagua, 115, 116. Paniker, S., 283. Papeles de Velázquez y Goya, 289. París, 39, 102, 189, 201, 202, 206, 210, 211, 222, 238, 239, 264. Parnaso, 48, 281. Pascendi, domini gregis, 175. Pasternak, 268. Pattison, 116. Pedro (V. Pedro Saputo). Pedro Romero, 211. Pedro Saputo, 53, 91. Pedro Saputo, 55, 56, 57, 58, 61, 64, 65, 67, 68, 69, 70, 71, 72, 73, 74, 75, 76, 77, 79, 80, 81, 82, 84, 85, 86, 87, 88, 90. Pedro Zapata, 64. Pedro Zaputo, 58. Peers, A., 158. Péguy, 166. Pelayo, 156. Penma, 118. Pennsylvania, 143. Penobscot, 239. Peñuelas, 115. Pepa, la Aguardentosa, 110. Pepe-Hillo, 110. Pepita Sanhuja, 108, 117. Percy Thomas, 149. Pereda, J. M., 97, 131. Pérez de Hita, G., 147, 148, 149. Pérez Escrich, 129. Pérez Galdós, B., 95, 135. Perkins, M., 211, 222, 223, 225, 226, 230. Pero Grullo, 135, 163. Personajes, Personas y Personillas que corren por las tierras de ambas Castillas, 63. Perspectivcs, 183. Petrarca, 38. Philadelphia, 155. Philippe, Ch. L., 175. Piave, 201. Picasso, 289. Piedrahita, 150. Pilar, 217. Pinget, 249, 265, 266.

Pinon, R., 57. Pintosilla, 96. Pío X, 175. Pirineo, 210. Pitas Payas, 19, 20. Plauto, 35. Plaza de Madrid, 113. Pliegos Góticos, 38. Poe, E.A., 159, 178. Poémes de Guerre, 176. Poesía, Idea, 111. Poétique, 6. Polti, G., 29. Ponson du Terrail, 122. Popeye, 189. Portrait d'un inconnu, 248. Portugal, 34, 36, 40. Posltions et propposltions sur le román contemporain, 262. Postas, 121. Potomac, 239. Pound, E., 202. Pour un noveau Román, 249, 265. Pozuelo, 129. Pranto de María Parda, 30. Premier manifesté du surreallsme, 261. Prescott, 147. Priére et Poésie, 176. Primaleón, 36. Primera parte de la floresta española de agudezas, motes, sentencias y graciosos dichos, 59. Princeton, 83. Príncipe, A. M., 90. Príncipe de la Paz, 104. Príncipe Fernando, 102. Profession de fol, 83. Projet pour une révoluflon á NewYork, 257. Propp, V., 57, 60, 61. Prothalamion, 239. Proust, 133, 236, 237, 247, 264. Proverbios ejemplares y proverbios cómicos, 98. Providencia, 173. Psalmo O l í , 174. Psycbologicai studies in hnaginatlon, 37.

Pueyo, 73, 80. Pylon, 183, 189. Q Quem Tem Farelos, 31. Quentin, 189. Qu'cst-ce-que la slructuralisme, 134. Quevedo, 236. Quijote, 47, 119, 123, 148, 281. Quincey, J., 146, 271.

R Rabearivelo, 274. Raby, F.J., 19, 22. Rafales, 67. . Raimond, M., 262. Rappahanndek, 239. Rastro, 113. Rawlings, Ph., 215. Rayuela, 270. Realidad, 133. Réalisme, Realismo Socialiste Valeur Artistique, 287. Reckcrches sur les ocuvres de G.V., 35. Reina Coquina, 151. Reinosa, R. de, 31. Reliques of Ancient English Poetry, 149. Remarque, 185. Renán, M., 55. Repertoire, 249. Repullés, M., 84. Reváh, I.S., 28, 35. Rev. da Facultado de Letras, 38. Revertes d'un promencur solitalre, 82. Revista de España, 96. Revista de Tradiciones Populares, 57. Revolución Francesa, 102. Rey Chico, 111. Rheinfelder, H., 22. Rhin, 146. Rich, O., 149. Richard, J.P., 127.

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Richardson, 143. Richter, 145. Rimado, 22. Rimas, 88. Rimbaud, 164, 165, 168, 171. Río Grande, 239. Rip Van Winkie, 145, 146, 151, 157. Riviére, J., 175, 178. Robbe-GriUet, A., 248, 249, 250, 256, 257, 265, 271, 272. Robertson, 146. Rodd, Th., 148. Rodman Drake, J., 144. Rodrigo, 156. Rodríguez Calderón, J., 115. Rojas, 275. Romancero Hispánico, 37. Romanticismo, 71, 233. Romera Navarro, 159. Romero, P., 101, 110. Roncesvalles, 91, 186. Ronquito, 113. Ros, Ch. Du., 166. Rosvel, 41, 42. Rotondo, B., 119, 124. Rotterdam, E. de, 48. Rousseau, 75, 76, 82, 83, 87, 103, 104, 107. Rousseau, 83. Rousseau et sa Fortune Litteraire, 83. Roussev, P., 280. Rubena, 32, 34, 35. Rufina, 81, 86. Ruiz Aguilera, V.V., 98, 130. Ruiz de Alarcón, J., 11, 16, 19, 21. Rulfo, J., 197, 274. Rumblar, 112. Russell, 83. Ruyters, 175. Ruzafa, 79. S Sade, 268. Sagredo, 73. Saint Fierre, 145. Sajonia, 146.

308

Sala de Alcaldes de Casa y Corte, 109. Salamanca, 85, 102. Salitre, 85, 102. Salmagundi, 143, 144, 148. Salmos, 173. Salomón, 38, 227. Salónica, 37. Salvadora de Olvena, 74. Sanctuary, 183, 184, 189. Sánchez de la Ballesta, 58. Sánchez Ferlosio, 275. Sánchez, R. G., 133. Sancho, 73, 133. Sancho, 154. San Fermín, 210. San Fermines, 218. San Francisco, 155. San Isidoro, 112. San Juan de la Peña, 73, 79. San Lorenzo, 239. San Mateo, 169. San Opropio, 119. San Pedro, D. de, 31. San Saturio, 91. San Victorián, 73. Santa Cruz, M. de, 58, 59, 60, 64. Santa Eulalia, 72. Santa Inquisición, 118. Santiago, 106. Santillana, 39. Santísimo Sacramento, 166. Santo Oficio, 106. Saputo (V. Pedro Saputo). Sarrailh, 3., 78, 11, 104. Sarraute, N., 248, 249, 264, 266. Sartoris, 183, 186. Sartoris, 186, 187, 194. Sartre, 184, 247, 248, 263, 280, 285. Saussure, H. B., 76. Sbarbi, J. M., 63. Scherezade, 151, 152. Scherman, D. E., 145. Schiller, 28. Schorer, M., 232, 233. Schow, 175. Scott, W., 144, 145. Scott Fitzgerald, 185, 202, 211.

Scott-Jame», R. A., 212. Scribner, 222, 223. Sebeok, A., 57. Segarra, 106. Selccted Essays, 170. Semanario, 91. Semanario Pintoresco Español, 1939, 55, 68, 90, 156. Sembene Ousmanc, 274. Semprún, J., 269. Sena, 205. Sender, R.J., 56, 57. Scnghor, 274. Seoane, M. tt Cruz, 99. Serrano Poncela, S., 122, 282. Sevilla, 102, 149. Shakespeare, W., 27, 227. Shaw, B., 20. Sheldon, 203. Shelley, 226. Shenk, H.G., 87. Sherwood Anderson, 183, 185, 204. Sigena, 73, 79. Siglo de Oro, 171, 284. Silvio Kossti, 64. Simenon, 249. Simón, C , 266. Sinclair, L., 185. Sinués, M. a P., 122. Sisenando, 84. Sistema de la Naturaleza, 84. Sketch Book, 145, 152, 157, 158. Sleepy Wollow, 152. Smith Sidney, 141. Snopos, 187. Sobejano, 133. Sobodi, 285. Socialismo y Literatura: Ayguals de Izco y la novela española, 122. Sociedad e Ideología en los orígenes de la sociedad contemporánea, 84. Societé de Symbolisme, 267. Sociología, 279, 280, 281, 282, 286. Sócrates, 169. Sófocles, 27, 170. Soldier's Pay, 183, 185. Soliloquio de Hamlet, 221. Soliloquio de Macbeth, 221.

Solyenitzin, 268. Sollers, Ph., 256. Somontano, 65, 68. Somontanos, de Huesca y Barbastro, 56. Somoza, 150. Sontag, S., 270. Sorel, Ch., 248. Soria, 91. Soulié, 122, 130. Soulier de Satin, 172. Souriau, E., 29. South Carolina, 228. Spanish, 150. Spanish Anticlerlcalism, study in Modera Alicnatiou, 104. Spanish Testament, 269. Spectator, 158. Spender, 212. Spenser, 227. Spinoza, 48, 268. Spitzer, 19. Stalin, 287. Stanislavsky, 28. Starobinski, J., 83. Stein, G., 201, 202, 206, 211. Stephen Dedalus, 231, 232. Stoddard, R.H., 142. Storrow, 155. Stratford-on-avon, 157. Stribling, T.S., 187. Struthers Brut, 223. Suarés, 175. Subirá, J., 89, 115. Success and Failure of Picasso, 289. Sué, E., 122, 128, 129. Suevo, 264. Súmulas, 49. Sunnyside, 149, 157. Susana, 103, 106, 107, 108, 112, 124. Susquehanna, 239. Swann, 133, 239. Swinburne, 183. Sygne, 170.

T Tabitha Tenney, 143. Taine, 281.

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Tajo, 107. Tajuña, 214. Talavera, 19. Tales of a fravellcr, 146, 147. También el pueblo tiene su corazóncito, 123. Tarazona, 91. Teague, 143. Technique as Discovery, 232. Tclémaco, 236. Tcl-Qucl, 249, 266, 268. Temple Drake, 189. Tennessee, 239. Tennyson, Lord, 239. Terrón, E., 84. Teruel, 55. Tete D'Or, 176. Teyssier, 34. Thackeray, W.M., 160. Tharaud, 212. The Age of Longing, 210, 213. The Art of Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, 19. The Capital of the World, 208. The Cocktail Party, 167. The companions of Columbus, 147. The Conquest of Granada, 147. The Diablos Notcbook, 270. The Fifth Column, 203, 212. The First Forty-Nine Storics, 203. The Folktale, 57, 68. The formative period of Galdos's Sociopsychological perspective, 116. The future of the novel, 133. The Green Mills of África, 203. The Gutenberg Galaxy, 17. The Hamlct, 183, 187. The Hllls, 223. The Horas of The Bull, 208. The legcnd of SIeepy Hollow, 145. The Legends of Alhambra, 150. The lesson of Balzac, 133. The Ictters of Washington Irving to Henry Brevoort, 155. The Ufe and letters of Washington Irving, 149. The Marble faun, 183. The Mcn of Oíd Catawba, 239.

310

The metamorphosis of Don Juan, 86. The mind of Europcan romántica, 87. The naked lunch, 271. The octobcr fair, 222. Theodulo, 22. The Oíd Man and The Sea, 203, 217. The Oxford Book of Medieval Latín verse, 22. The Philosophy of the New Novel, 256. The Pioncers, 144, 156. The portable Thomas Wolfe, 223. The Rcturtn of Buck Gavin, 222. The Saturday Review, 223. Thesena, 39. These Thirtccn, 183. The Sketch Book, 144. The soft machine, 271. The Sorrows of Thomas Wolfe, 232. The Sound and The Fury, 183, 188, 195. The Spanish Background of American Llterature, 148. The Spanish Eartli, 214. The Spanish Papcrs and Other Misccllanics, 156. The Spy, 144. The Story of a Novel, 221, 222, 223, 224, 234, 235. The Story of Temple Drake, 183. The Sun AIso Raises, 202, 207, 209, 210, 211. The Times Litcrary Supplement, 256. The Unnamable, 264. The Unvanquishcd, 183, 187, 208. The Web and the Rock, 223, 224, 229. The Wild Palms, 183, 193. The World of Washington Irving, 144. Thirty Year's Vicw, 141. Thomas, D., 268. Thomas Wolfe did not kiU MaxvreB Perklns, 223. Thompson, F., 167. Thompson, S., 57, 68. Three Soldiers, 185. Ticknor, 147, 148.

Tieck, 145. Tierno Galván, 283. Time, 216. Tiro], 202. Tirso de Molina, 108. Todo-o Mundo e ninguém, 30. Todorov, T., 57, 134, 288. To llave and to Have not, 203, 213. Tokei, F., 287. Toklas, A. B., 206. Toledo, 91, 99, 121. Tolstoi, 135. Tomás Sutpen, 191, 192. Tombigbee, 239. Tonadillas teatrales inéditas, 89, 115. Toronto Star, 201. Tormento, 128. Torre del Conde, 67. Torrente-Ballester, 275. Torres Naharro, 29. Trafalgar, 98, 101. Traite du Verbe, 164. Trasmoz (La bruja de), 98. Trespelos, 113. Tristana, 133. Trionfi, 38. Tristram Shandy, 267. Triunfo d'Amorc, 38. Troncedo, 67. Tronchón, 67. Trotaconventos, 11. Trousson, R., 83. Truhana, 32. Truman Capote, 197, 225, 269. T.S.A.R. (V. The Sun Also Rieses). Tune, 272. U Ucelay Da Cal, M., 109. Uexkull, Von, 173. Unamuno, M de, 54, 175, 275. Universidad de Granada, 153. Universidad de Nueva York, 222. Universidad de Salamanca, 59. Universidad de Yale, 169. Un viaje redondo, 117.

Upton Sinclair, 184, 185, 213. Urraca, 17. U.R.S.S., 212, 216, 285. U.S.A., 282. Utah, 193. V Valbuena Prat, A., 53, 72, 87. Valencia, 73, 79. Valerisa, 38. Valéry, 164, 175, 178, 261, 266, 276. Valtin, J., 269. Valle-Inclán, 275, 276, 282. Vallejo, M., 122. Van Doren, C , 143, 233. Van Gogh, 237, 238. Van Tassel, 148. Van Wick Brooks, 144, 146, 158, 212. Vardaman, 188. Vargas Llosa, 197, 274. Vargas Ponce, J., 79. Vázquez-Azpiri, H., 271. Vecinta, 78. Vega, F . L . de, 30, 31, 171. Velázquez, D., 208. Velha, 32. Velludo, 152. Venere, 38. Venus, 12, 194. Verano, 32. Verdade, 34. Verdurin, 133. Verfremdungsseffekt, 28. Vergara, 64. Vian, B., 268. Vicario de Wakefield, 148. Viceda, 38. Vicenta Garduña, 96, 115. Vicente, G., 27, 28, 29, 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 39, 40, 42. Vico, 280. Vida de Pedro Saputo, natural de Almudcvar, hijo de mujer, ojos de vista clara y padre de la agudeza. Sabia naturaleza su maestra, 55, 63. Vikink Press, 223.

311

Villard, P., 166. Villeneuvc-Sur-Fére-en-Tardenois, 175. Violada, 57, 58, 59, 60, 61, 64, 65, 66, 85. Virgin Spaln, 207. Vive le mélodramme oii Margot a Pleuré, 123. Vocabulario, 57, 59, 90. Voltaire, 83, 103, 104, 145, 240.

W Wabash, 239. W'agner, R., 169. Wamba, 79. Wandcrjahre, 224. Warens, Madame, 82. Warren, R. P., 216. Washington, G., 157. Washington Square Collcgc, 222. Washington Suuday Star, 218. Waverlcy Novéis, 144. Webber (V. George Webber). Webster Dictionarics, 149. Weidlé, W., 166. Weil, S., 166. Weinstein, L., 86. Wellek, R.( 134. Wesímlnster Abbey, 157. What is an American, 142. White, 102. Whitmann, W., 142, 177, 227. Wieland, 145. Wilbourne, 193. Wilde, 178. Wild Palms, 195, 196. Wilhelm Meister, 224. Wilson, E., 216.

312

Williams, C.W., 202. Williams, E., 149. Williams, S.T., 147, 148, 149, 150, 155, 157, 158. Willis, N.P., 144. Winchester Hills, 145. Winncr Takes Nothing, 203. Wiseman, 280. Wright, 190. Wolfe, Th. C , 221, 241. Woolf, V., 264. Wordsworth, 227. Wuttemberg, 146. X Ximénez, M., 151. Y Yambo Oulogem, 274. Yndurain, D., 59. Yoknapatawpha, 186, 190, 191. You Can't Go Home Ágata, 223, 224, 229.

Z Zabarras, 19. Zaragoza, 55, 58, 59, 63, 65, 69, 72, 76, 77, 88. Zavala, I. M., 53, 122. Zegrícs, 147. Zola, E., 282, 283. Zorrilla, J., 159. Zuera, 58, 59, 64, 65. Zugarramurdi, 72.

ÍNDICE Págs. Introducción 1 Un artificio narrativo en Juan Ruiz

VII 3

La dramaturgia de Gil Vicente

25

Fray Gerundio, dos siglos después

45

Pedro Saputo, la novela ignorada

51

Galdós, entre la novela y el folletín

93

2 Washington Irving

139

Paul Claudel, una interpretación

161

Williams Faulkner

181

España en la obra de Hemingway

199

Thomas Wolfe

219

3

Sobre el Nouveau Román Crisis de la novela Sociología y Literatura

245 259 277

índice onomástico

291

DE LECTOR A LECTOR Se terminó de Imprimir en los talleres de Escelicer, S. A., de Madrid, el día 1 de junio de 1973

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