Cuento. PriMer LuGar

Cuento Las Marx Marco antonio GonzáLez Pérez caMPus estado de México barbas de cuento aLuMnos LarGo de PosGrado, Profesores y eMPLeados PriMer

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Cuento Las

Marx Marco antonio GonzáLez Pérez caMPus estado de México barbas de

cuento

aLuMnos

LarGo

de PosGrado, Profesores y eMPLeados

PriMer

LuGar

Eran las dos de la tarde de un sábado de verano mientras me encontraba paseando en el cerro de Santa Lucía cuando empezaba a sentirme triste, pues finalizaban mis vacaciones de diez días en la magnífica ciudad de Santiago de Chile. Aproveché la generosa sombra que un árbol proyectaba sobre una banca y me senté ahí para leer un poco. Inmerso en esa actividad estaba cuando de manera imprevista un hombre de aspecto andrajoso con larga y tupida barba se puso en cuclillas delante de mí; agarró con fuerza las solapas de mi saco y me espetó una serie de palabras que, en un primer momento, me resultaron incomprensibles. Como la acción del sujeto me había tomado por sorpresa, reaccioné ante él de una forma agresiva. Lo separé de mí con un empujón seco que lo lanzó de lleno a la arcilla que cubría el piso, me levanté de súbito y opté por apartarme, pensando que podría ser un asaltante. El individuo de barba grisácea se incorporó y me siguió unos metros, mientras me lanzaba algunos gritos que apenas pude comprender. Me llamó la atención que en sus alocados alaridos mencionara a Carlos Marx. Busqué una banca ubicada a una distancia prudente y me dediqué, por varios minutos, a espiar sus movimientos. El hombre objeto de mis observaciones tendría unos sesenta años, complexión robusta y estatura media. Su cabello y barba entrecanos estaban bastante crecidos y su aspecto era, sin lugar a dudas, el de un limosnero. Noté que el hombre harapiento se les iba encima a las personas que pasaban por su jurisdicción y que casi todos los interceptados actuaban de forma similar a la mía. Algunos corrían y otros lo encaraban o de plano lo insultaban. Me llamó la atención que en cada una de sus frustradas conversaciones, intentara mostrar algo que traía en una bolsita de plástico transparente. Si bien a primera vista el comportamiento del sujeto parecía

agresivo, observándolo con cuidado, no resultaba violento, así que me dirigí hacia él intentando ser amable y con el propósito de invitarlo a comer, ya que especulé que su nerviosismo podría ser, más que una evidencia de locura, el pernicioso efecto de la falta de alimento. No notó mi presencia cuando le dije: ―Hola, hermano, soy de México, ¿podemos platicar? Quizás se sintió asombrado de que al fin alguien se le acercara con el propósito de conversar y tranquilamente me respondió: ―Sí, sí de México, ¡cómo no! La tierra de Diego, Siqueiros, Frida Kahlo. ¡Charlemos un poco! Mi hipótesis del hambre era equivocada, ya que, en un principio, no aceptó ir conmigo a restaurante alguno y, en cambio, me sugirió ir a la Piojera a tomar un poco de vino. Así que caminamos por la vereda del río Mapocho y nos adentramos en el negocio buscado. Resultó que mi acompañante ―quien se tomó conmigo varias botellas de pipeño y se fumó mis cigarros― respondía al nombre de Cayetano Olivos, natural de Iquique, sesenta y dos años, economista titulado por la Universidad de Chile, funcionario en el primer gobierno de Salvador Allende y en la actualidad vagabundo. ―¿Qué es lo que tiene usted en esas bolsitas de plástico, Cayetano? ―indagué intrigado. ―Ah… ¿éstas?... Son algunas barbas de Carlos Marx. Este hombre está completamente loco. Debe estar traumado por la violencia política de la dictadura de Pinochet, pensé. ―Ah… y un poco de su alimento, también ―apuntó mientras sonreía. ―¿Cómo puede usted asegurar que esos pelos que están ahí dentro fueron propiedad del mismísimo Carlos Marx? ―le dije de manera provocadora. La historia que Cayetano me narró con lujo de detalles es sorprendente y debo confesar que nunca me esperé recibir de ese singular personaje una trama tan reveladora. Ocurrió que en el verano de 1972, Cayetano Olivos se trasladó a Inglaterra, becado por el gobierno de su país, para estudiar un doctorado en economía, en la London School of Economics and 252

Political Sciences. Sin embargo, el verdadero interés del estudiante chileno no estribaba en obtener el grado académico en esa prestigiada institución, sino en llevar a cabo un proyecto personal que le obsesionaba: ir al Museo Británico a revisar los documentos fuente que Carlos Marx utilizó para redactar su magna obra El capital. Cayetano, además, pretendía recrear las vivencias londinenses del pensador alemán. Una vez en Londres, se trasladó al majestuoso edificio del Museo Británico de Bloomsbury Street y solicitó las ediciones originales de varios títulos que formaron parte de la bibliografía revisada por Marx. Una vez requeridos los tomos, el encargado de la biblioteca le advirtió que necesitaría de al menos dos semanas para conseguir esos ejemplares, ya que se hallaban confinados en un área de conservación fuera de la ciudad. Mientras eso ocurría, mi amigo chileno abandonó el hostal que ocupó por cinco días en el barrio de Brentford y alquiló un pequeño estudio en el número 24 de Dean Street, en el Soho, a sólo dos edificios de la deteriorada vivienda que habitó Marx y que viera morir, en condiciones de extrema pobreza, a tres de sus hijos. El becario pasaba tardes enteras paseando por los barrios obreros de la capital de Inglaterra, meditando sobre cómo podría haber sido la vida de las familias proletarias en la segunda mitad del siglo XIX. Tres semanas y media después de iniciada la gestión, los libros solicitados llegaron, por fin, al Museo Británico. Cayetano me confió que su primera sorpresa fue saber que la mayoría de esos títulos habían estado embodegados desde hacía más de cien años y que, desde que fueron utilizados por Marx, pocos despistados volvieron a solicitar los ejemplares para revisarlos en la sala de lectura del museo. ―¿Qué le parece, amigo Marco, los documentos fuente que ocupó el más grande pensador de todos los tiempos no volvieron a ser utilizados por investigadores o historiadores? ¡Ni siquiera para ver si lo que se decía en los escritos era cierto. Eso es algo increíble! ―me comentó sorprendido mi interlocutor. También me confió que cuando emocionado desempacó, de uno de sus envoltorios, un tomo de David Hume empezó a percibir que sus manos se le enfriaban. Pensó entonces que su estado 253

psicológico le estaba afectando el tacto. Olivos se dio cuenta de que el encargado de la biblioteca se divertía viendo sus reacciones y pasado un minuto éste le informó que las publicaciones en el depósito se sometían a un tratamiento especial de conservación a base de nitrógeno, lo que reducía su temperatura mientras se hallaban en la bolsa. ―Qué bueno que me lo dijo, porque pensé que el espíritu rebelde de Hume se estaba desprendiendo del libro o que, de plano, ya me estaba volviendo loco ―señaló mientras reía a carcajadas. Para hacer más intensa la recreación de la vida de Marx en Londres, el estudiante Olivos no sólo decidió dejarse crecer voluntariamente la barba e involuntariamente el estómago ―a consecuencia de los varios litros de cerveza irlandesa que ingería de manera disciplinada en los pubs de su barrio―, sino que se mudó a un departamento que quedaba enfrente del segundo domicilio que el padre del comunismo tuvo en la capital británica, en el número 9 de Grafton Terrace en Kentish Town. En esa época se daba el tiempo de visitar con frecuencia la tumba de su ídolo intelectual, en el hermoso cementerio de Highgate. Olivos me señaló: ―Marco, huevón, imagínate que ya borracho me iba caminando al panteón para hablar con Marx. Cuando el golpe, esa misma noche, hablé con él en inglés, en alemán, en español, ¡pucha!, hasta en coa. Marx me aseguró que la juventud revolucionaria chilena iba a enfrentarse al facineroso y que lo iban a sacar a patadas del poder… Se tardaron un poco, eh, pero lo lograron. Comencé a sentir que el exceso de vino ya estaba haciendo mella en nuestros sentidos con el efecto que le es característico y que se hace más severo cuando no se ha probado bocado por varias horas, así que ordenamos, en calidad de urgente, dos órdenes de pernil de cerdo con papas que reanimaron nuestras embotadas neuronas. Mi interlocutor me siguió compartiendo su experiencia londinense. Acudía todos los días al Gran Atrio para revisar, en la misma mesa 7 que siempre ocupó el intelectual alemán, los libros requeridos, y de forma similar a la de su inspirador, el estudiante sudamericano pasaba más de 10 horas al día leyendo y tomando 254

notas. Haciendo más lenta su narración y en un tono de voz bajo, mi acompañante expresó: ―Pronto me percaté de un hecho que llamó mi atención y que constituyó un descubrimiento muy revelador para mí y fue que entre las páginas de los libros había residuos de alimento que provenían, según deduje días después, de los emparedados que Marx se despachaba a escondidas del personal de la biblioteca. Abundaban migajas, pero también pedacitos de lo que parecía ser jamón o algún otro embutido seco. Pronto establecí la hipótesis de que si había encontrado alimento, sería posible hallar pelos de su larga barba. Aunque la idea sonara extravagante, la hipótesis no era producto de pura corazonada ya que Olivos había revisado varios libros biográficos del pensador comunista y sabía que éste padeció de forúnculos, que nunca fueron curados debido a que su adicción al tabaco repelió todos los tratamientos médicos. ―Los forúnculos son horribles supuraciones de la piel generadas por un estreptococo. Dan harta comezón y producen un dolor insoportable. Marx tenía la manía de rascarse la barba por esa dolencia ―me indicó, muy docto, Cayetano. Cual avezado sabueso, el estudiante de economía buscó los pelos dentro de las costuras de los libros encuadernados. ―Poco a poco los fui encontrando, no sin dificultad, ya que al ser tan ligeros se vieron depositados en el lomo o entre los pequeños dobleces que hay entre hoja y hoja. Los fui recogiendo con unas pinzas para depilar y los deposité en pequeñas bolsitas, las cuales, desde entonces, mantengo en refrigeración. La historia que narraba mi nuevo amigo me parecía cada vez más surrealista y extravagante, pero la trama no paró allí. Destapamos otro par de botellas y entonces me confío que en un primer momento no sabía qué hacer con esos vellos. ―Los cuidaba como si fueran plantas en germinación, los visitaba todas las noches. Tenía no sé qué extraña sensación al saber que las barbas de Carlos Marx estaban dentro de mi refrigerador. La verdad es que quizás pienses que soy un loco, pero los pelos me acompañaban en mis peores momentos de soledad y desesperanza. Días después del golpe de Estado de Augusto Pinochet, él y otros estudiantes latinoamericanos convocaron a una reunión de 255

profesores y estudiantes de las universidades de Londres para informar sobre la situación política en Chile. En esa junta, llevada a cabo en un local del Partido Laborista, Cayetano conoció al doctor John Gurdon, quien era investigador del Laboratorio de Biología Molecular de la Universidad de Cambridge. Mi amigo recordó: ―Gurdon era un hombre que escuchaba mucho y hablaba poco, pero cuando lo hacía mostraba una enjundia impactante. Realmente estaba indignado por el asesinato de Allende y la intromisión asquerosa de la CIA. Me dio su tarjeta y me pidió que lo buscara unas semanas después para hacer una evaluación de los acontecimientos. Afectado moral y psicológicamente por la descomposición social y política en su país, el becario decidió concentrarse en su investigación sobre las fuentes bibliográficas de Marx y de forma ocasional recogía más pelos en sus sesiones de trabajo en la sala de lectura. Una mañana, casi tres años después de la felonía pinochetista, mientras se preparaba el desayuno, vio en la televisión un programa científico de la BBC en la que John Gurdon hablaba sobre investigación genética. Se quedó estupefacto al saber que el protagonista del programa, y conocido suyo, había podido clonar con éxito algunas ranas africanas. Olivos me dijo emocionado: ―Salí volado de mi departamento y tomé el tren a Cambridge, donde pude platicar con el profesor Gurdon. Primero me recibió en su oficina, pero al verme tan emocionado y con un discurso deshilvanado, me invitó un té en el comedor del instituto. Escuchó intrigado mi historia sobre las barbas de Marx, las cuales estuvo observando repetidamente a trasluz mientras concluía mi charla. El biólogo británico (quien, por cierto, veinticuatro años después asesoraría a Ian Wilmut en la clonación de la oveja Dolly) reflexionó con Cayetano sobre la importancia de las muestras obtenidas en los libros antiguos y señaló que evidentemente no era lo mismo clonar ranas que seres humanos y que, hasta ese momento, en ninguna parte del mundo se contaba con la tecnología para desarrollar un ser humano idéntico a partir de una célula somática. ―Mi querido Cayetano ―le dijo muy serio el científico in256

glés―, será necesario tener paciencia y esperar que la ciencia madure para estar en condiciones de lograr una clonación exitosa. Me parece que tu propuesta, como proyecto de investigación, tiene importantes consecuencias científicas, históricas y políticas. Te pido que me des la mayor cantidad de muestras para tenerlas en condiciones adecuadas para su futura reproducción. Eran las tres de la mañana cuando Olivos me confió que tenía sentimientos de culpa, ya que consideraba un error haber dejado en el laboratorio de Cambridge más del 80% de los pelos que había recolectado. Me dijo en tono triste: ―A ese gallo no lo volví a ver jamás, ya que se pasó una buena temporada en el Caltech en Estados Unidos y en otras universidades europeas. Estuve buscándolo de forma insistente por tres años, pero mis mensajes nunca recibieron respuesta. Días antes de mi regreso a América, me presenté en su laboratorio a reclamar los pelos que decía tener guardados y que, indirectamente, me pertenecían. Los guardias del laboratorio me tuvieron que sacar a la fuerza del lugar, ya que me puse a abrir, como poseído, los refrigeradores como respuesta a las risas que provoqué en el personal del laboratorio. Me dieron trato de loco. Se burlaron de mí. A finales de 1979, el economista chileno dejó Inglaterra y, gracias a la recomendación de un compañero suyo del doctorado y amigo muy cercano de Sergio Ramírez, se incorporó como asesor de los sandinistas. Su experiencia pasó de la absoluta confianza en los ideales del nuevo socialismo centroamericano a la total decepción en el proyecto orteguista. En 1990 y desalentado por repetidos fracasos en su vida personal, profesional y académica, tomó la decisión de regresar de forma definitiva a su patria, con el triunfo del candidato presidencial conservador Patricio Aylwin. ―Cuando volví a Chile ―reflexionó conmovido mi interlocutor― era como estar en un país extranjero. Por ningún lado hallé la solidaridad y el orgullo de ser parte de un mismo pueblo. Ya no encontré esa necesidad de participar en las luchas de los sectores más desprotegidos. Muy poco quedó del proyecto cultural de la Unidad Popular y la memoria colectiva de Salvador Allende quedó, tristemente, distorsionada. El choque entre la conservadora realidad y la idealización del socialismo chileno, la insatisfacción por los procesos políticos de 257

cambio social en los que participó en Nicaragua, más su afición por el vino y la cerveza llevaron a Cayetano Olivos a optar por vivir alejado de la sociedad y hacer que todo Santiago fuera su casa. Estaba yo soñando con Salvador Allende cuando un meneo me despertó de súbito. Escuché a mi amigo decir: ―Marco, hermano, ya vámonos. Hay que pagar. Pero antes te voy a hacer un favor. Dame 300 dólares y te doy todas las barbas de Carlos Marx que me quedan. Tú les puedes dar mejor destino. Yo ya estoy viejo y a lo mejor un día de éstos no amanezco. Estuvimos negociando por escasos dos o tres minutos y le di 200 dólares por los últimos pelos sobrevivientes del revolucionario más importante que haya existido en la historia de la humanidad. Aún con la borrachera encima, y lo aturdido que estaba, entendí a Cayetano, y al tener la bolsita en mis manos comencé a experimentar ese sentimiento de tener alguien a quien cuidar. Recuperé la conciencia gracias al insistente timbre del teléfono. Contesté y una voz grave retumbó en mi cerebro: ―Señor, son las nueve de la mañana y su avión parte al mediodía. Me metí tembloroso a la regadera y ni el agua helada pudo detener las agresivas pulsaciones cerebrales que me generaba la resaca. Salí mojado y a medio vestir. Mi mochila traía un pantalón de fuera. Me aseguré que los pelos estuvieran bajo buen resguardo. Al pagar la cuenta el encargado del hotel me dio una carta. ―Se la trajo un vagabundo borracho que tenía mal aspecto y peor olor ―me dijo. Tomé un taxi que, motivado por mi insistente exigencia, manejó a gran velocidad hasta llegar al aeropuerto. Al llegar al mostrador tuve suerte, toda vez que me permitieron abordar el avión gracias a que, por descuido, los maleteros habían dejado olvidada una gran cantidad de equipaje en tierra. Dormí varias horas sin interrupción en la aeronave y me supongo que mi tufillo etílico ahuyentó a una rubia muy guapa que al inicio del vuelo estaba sentada junto a mí. Me despertó la aeromoza anunciando la cena, misma que experimenté como una auténtica epifanía. 258

Me sirvieron una taza de café y aproveché el momento para leer la carta que venía escrita con una caligrafía excelente que evidenciaba un pulso firme. “Camarada Marco. En aras de continuar con esta amistad que recién sembramos, debo confesarte algo: los pelos que te vendí no sirven para nada, ya que, aunque pertenecen a Carlos Marx, son los que he llevado por años al parque, por lo que deben estar podridos. Te los puedes quedar como un lindo recuerdo. “Me apena haberte dado gato por liebre, así que para enmendar mi error te dejo una bolsita que contiene muestras que han estado en refrigeración. Este material sí es viable de ser reproducido. Te pido continuar con nuestro proyecto común; ya ahora sólo conservo las migajas y trozos de jamón de los emparedados. “Por cierto, te devuelvo 50 dólares que son mi contribución por el pipeño, la cena y los cigarros que alegremente compartimos. Afectuosamente, Cayetano Olivos”. Dos días después de haber llegado de mi viaje, me apersoné en el Instituto de Ciencias Genómicas. Ahí me entrevisté con el Dr. Camilo Lozada, quien dubitativo escuchaba con atención mi historia. A media explicación expresó con dureza: ―Usted me está cotorreando, ¿verdad? Me sobrepuse a su gesto incrédulo y seguí hasta completar la narración de lo que me había sucedido en Santiago. El científico universitario se tomó unos minutos de reflexión silenciosa mientras observaba con curiosidad la bolsita y, palabras más, palabras menos, me dijo lo siguiente: ―Si como usted dice los pelos se conservaron dentro de libros, aún en condiciones de excelente refrigeración, el papel funciona como secante y, con toda seguridad, el material es inservible. Por otra parte, en el remoto caso de que se pudiera lograr una clonación humana, se requeriría de cientos o miles de muestras de material genético para lograr una sola reproducción exitosa y, por lo que veo, aquí dentro habrá quince o veinte pelos. Experimen259

talmente es imposible lograr una clonación. Me sentía decepcionado y mi molestia iba en aumento por lo que me decía el inclemente investigador. Pensé retirarme de inmediato e ir a buscar una segunda opinión que fuera similar a la del Dr. Gurdon, pero la reflexión del doctor Lozada continuó: ―Nada nos asegura que las barbas que dice tener hayan sido propiedad de Carlos Marx. Pueden ser de un bibliotecario, de un estudiante, de su amigo chileno o de cualquier persona que haya manipulado los libros. La única forma de saber si fueron de Marx es contrastando la información de ADN de los pelos con otro material genético de su pertenencia, lo cual es imposible ―iba a darle las gracias al escéptico investigador cuando me hizo una pregunta que aún me hace reflexionar y que en su momento no la pude contestar―. Oiga, pero me surge una curiosidad, ¿y para qué diablos quiere clonar a Carlos Marx? Tengo las barbas de Marx en mi refrigerador. Las cuido como semillas en germinación y las paso a visitar casi a diario. Me siento orgulloso, dado mi pasado revolucionario, de presentarlas ante mis visitantes como queridos miembros de mi familia y, aunque me tachen de loco y murmuren a mis espaldas, he de confesar que en momentos de desaliento y de incertidumbre políticos les he pedido consejo y consuelo. Al igual que el revolucionario chileno Cayetano Olivos y el biólogo inglés John Gurdon esperaré, lo que haya que esperar, a que la ciencia, algún día, evolucione.

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